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Mis lecturas 2015

Luis Rubio

Lecturas variadas permiten pensar, conocer y aprender sobre la diversidad del mundo que nos rodea. Tolkien, un poeta inglés, lo decía con su usual brillantez: «No todos los que deambulan están perdidos». Aquí va una muestra…

Según el historiador Braudel, el tiempo se podría medir de tres maneras: el largo plazo que se va conformando por cambios e largo aliento como son los movimientos demográficos y la geografía y que son determinantes pero casi imperceptibles; el mediano plazo en que la historia se muestra en momentos épicos que hacen perceptible el ritmo y que solo se comprenden con el tiempo; y el corto plazo que todos podemos mirar en las noticias cotidianas.

Este año leí dos libros extraordinarios que caen bajo el rubro del mediano plazo. En The Coming of the Terror in the French Revolution, Timothy Tackett analiza la mentalidad de quienes se convirtieron en “terroristas” en el contexto de la revolución. Lo fascinante del libro es que el autor se aboca a tratar de explicar cómo fue posible que los revolucionarios y su revolución acabaran tan mal. Lo paradójico, según el autor, es que quienes instigaban el miedo como instrumento de control lo hacían porque ellos mismos se sentían aterrorizados. El miedo, dice Tackett, yace en el corazón de la violencia: miedo a una invasión externa, miedo al caos, miedo a la anarquía, miedo a conspiraciones de los propios correligionarios. Fascinante historia que deja la sensación de que poco se aprende en el curso del tiempo.

Edmund Burke, un intelectual inglés del siglo XVIII, nunca ha sido difícil de categorizar. Para unos es liberal, para otros conservador, tradicionalista o progresista: su virtud es que es posible colocarlo en todas estas dimensiones. Crítico de la Ilustración, era a la vez secular y defensor de la religión. Bromovich, el autor de La Vida Intelectual de Edmund Burke, presenta a un Burke que se opone a la Revolución Francesa y luego se siente vindicado por su juicio cuando comienza la era del terror. Aunque imposible de asir en un eje izquierda-derecha como lo entendemos en la actualidad, Burke fue, y sigue siendo, un formidable inspirador de líderes políticos en el mundo, en buena medida porque, de manera sutil, enfatizaba la igualdad cuando ésta no era tema de confrontación política. Lo irónico es que son los conservadores quienes lo procuran más.

La imagen que la prensa internacional refleja de Corea del Norte es la de una dictadura intransigente que oprime a una población conformada por creaturas deshumanizadas a las que les ha lavado el cerebro un gobierno monolítico. Daniel Tudor y James Pearson*, dos periodistas que han observado a ese país de cerca, ofrecen una perspectiva muy distinta. Si, dicen, es un país pobre, pero la población tiene acceso a celulares, muchos escuchan música de Corea del Sur y son adictos a sus telenovelas, a las que acceden por medios electrónicos y dvds provenientes de China. La corrupción, administrada por la propia élite, ha hecho posible esta situación que se desató a raíz de la hambruna de mediados de los noventa, pues sin contrabando de alimentos el país se habría colapsado. El relato me recordó a Cuba luego del fin de la URSS.

Los ladrones del Estado es un libro de Sarah Chayes cuya tesis es que la corrupción genera inseguridad. La autora, ex asesora del gobierno americano en Afganistán, afirma que en la medida en que se permite «un poco de corrupción», así sea una mordida para algo menor, se genera una cultura de permisividad que, tarde o temprano, se traduce en inseguridad física de la población. La cleptocracia en que se convirtió el gobierno afgano instalado por EUA, dice Chayes, generó una estructura gubernamental dedicada al enriquecimiento de sus funcionarios, alienando a la población y generando lealtades a los talibanes y otros grupos extremistas. Se trata de un argumento polémico, sobre todo por su inherente intransigencia, pero no por ello carente de sustancia.

¿Cómo es que ocurre el progreso moral? Esta es una intrigante pregunta sobre todo para alguien como yo poco dado a las lecturas o argumentos morales. El libro de Kwame Anthony Appiah, The Honor Code, me atrajo porque trata temas escabrosos como la esclavitud, los derechos civiles y la democracia. A contra corriente de la ortodoxia predominante, Appiah dice que los cambios de percepción sobre asuntos como estos no se originan en la presión popular o los cambios legislativos sino en el honor, entendido éste como el respeto al prójimo.  El libro me hizo recordar el argumento de Deidre McCkoskey en La dignidad burguesa: el crecimiento económico se da cuando el empresario es reconocido y respetado y su función comprendida como el motor del progreso. En ambos frentes México sigue por demás cojo.

Roger Moorhouse** estudia el pacto Stalin-Hitler que, aunque duró menos de dos años, tuvo el efecto de darle mano libre a ambos dictadores para que cambiaran fronteras, asesinaran en masa a las poblaciones civiles de los países que se concedieron mutuamente e iniciara la era de atrocidades que caracterizó a los subsecuentes años de la Segunda Guerra Mundial.

En Mirreynato, Ricardo Raphael no solo acuña un nuevo término, sino que literalmente abre la caja de Pandora sobre un fenómeno para todos obvio pero que nadie había enfocado o conceptualizado como asunto de la transcendencia que tiene: la mala educación de los hijos de las élites, su distancia respecto al promedio nacional y su desdén por todo lo que pasa en el país.

*North Korea Confidential

**The Devil’s Alliance

 

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Algunos aprendizajes

Luis Rubio

El primer libro que leí al comenzar a estudiar ciencia política fue Introducción al pensamiento político de Umberto Cerroni, un libro pequeño pero sustancioso. Ahí conocí primicias de Maquiavelo no sólo como el primer articulador del pensamiento político formal en la era moderna, sino como como algo distinto a la vida religiosa. Maquiavelo ha sido siempre interpretado como el conceptualizador de la razón de estado, separando la ética del poder. Es en este contexto que fue extraordinario leer el libro de Philip Bobbitt The Garments of Court and Palace, un análisis sobre Maquiavelo que rompe con toda esa tradición. Para Bobbitt, Maquiavelo fue el gran constructor del estado constitucional porque separó el interés de la persona que gobierna del interés del Estado; según Bobbitt, todo el punto de Maquiavelo fue que el gobernante tiene intereses distintos a los del Estado y que son los de éste último que deben privar. Así, aunque innumerables políticos emplean a Maquiavelo como guía de avance personal, para Bobbitt Maquiavelo no fue el pensador del poder inmoral, sino el gran constructor del Estado moderno, de la república. Fascinante lectura.

En La curva de aprendizaje de los dictadores, William J. Dobson estudia el mundo cambiante de los dictadores a lo largo del tiempo. Su principal argumento es que antes los gobiernos autoritarios podían preservarse en la medida en que lograran algunas fuentes sostenibles de estabilidad, como el crecimiento económico; sin embargo, en las últimas décadas, eso ha cambiado porque mantener el poder se ha tornado en una enorme complejidad dada la aparición de la información instantánea como una realidad que afecta al ejercicio del poder y fortalece la capacidad de la sociedad para defenderse del abuso. Sin embargo, argumenta Dobson, si bien uno podría pensar que esto llevaría a la desaparición de las dictaduras, lo que realmente ha ocurrido es que los dictadores han aprendido a adaptarse, aprovechando las ventajas de la globalización y ajustando sus estrategias para preservar el poder. Así, mientras que Stalin mantenía un reino de terror que amenazaba a su población día y noche, Putin mantiene un régimen autoritario pero no tiene problema en que los ciudadanos rusos viajen por el mundo. De la misma forma, el viejo sistema económico chino que empobrecía a su gente ha sido reemplazado por una moderna economía industrial plenamente integrada al mundo internacional, pero eso no ha modificado el régimen comunista de antaño. Lo interesante de la discusión de Dobson es que hoy perviven dos procesos de adaptación: el de los dictadores y el de las sociedades y su especulación es que no es obvio cuál ganará.

Michael Walzer es un especialista en teoría política que se hizo famoso en los setenta por su libro sobre las guerras justas e injustas. En ese libro analiza operaciones militares a lo largo de la historia, desde Atenas hasta Vietnam, y establece un conjunto de parámetros éticos para la conducción de guerras. Ese libro transformó el debate estadounidense y colocó a Walzer en un lugar privilegiado de la discusión política en su país. Ahora acaba de publicar un nuevo libro, éste intitulado La paradoja de la liberación, en el que se pregunta por qué diversos movimientos de liberación nacional que comienzan de manera por demás prometedora –en términos democráticos y liberales- acaban siendo rebasados por fuerzas religiosas fundamentalistas. Los casos prototípicos a los que se refiere Walzer son India, Argelia e Israel, cada uno con sus características peculiares, pero todos compartiendo un proceso sociopolítico común: los movimientos comienzan desde la izquierda típicamente liberal pero acaban copados por la derecha religiosa. El argumento de Walzer es que no siempre se cancelan las estructuras democráticas que ya existían, pero sí cambian en su esencia. Su punto medular es que el movimiento original pierde la hegemonía cultural y política, como ilustran sus casos de estudio, ante las hordas hinduistas, islámicas y ortodoxas, respectivamente: el papel de la religión, dice el autor, es el factor siempre subestimado en la motivación humana. Parece evidente que el tiempo de publicación de este libro no es casual: Walzer no se sorprende por el devenir de la llamada “primavera árabe”.

El congreso en ocasiones parece un circo, si no es que un zoológico. Los diputados y senadores se desviven en sus quejas, discursos de repente despiadados, con frecuencia desinformados. Parecería que no saldría sobrando un estudio antropológico de tan peculiar institución. Eso es exactamente lo que Emma Crewe ha hecho sobre el parlamento inglés en The House of Commons, y el resultado es tanto iluminador como divertido. Crewe analiza el conflicto, cooperación, lealtades, ideología, cálculo político y, en general, las motivaciones de quienes ahí entran, las relaciones entre líderes, la cercanía o distancia con sus representados y la tensión entre hacer algo relevante (en términos de avance personal, triunfos partidistas o beneficio a los votantes) y desarrollar una carrera política. El libro ilustra las contradicciones de la vida parlamentaria, pero sobre todo los dilemas que acompañan a quienes afirman querer cambiar al mundo.

Thomas De Quincey decía que algunos libros educan a sus lectores, en tanto que otros cambian al mundo al motivarlos. Los primeros son “literatura del conocimiento” y los segundos “literatura de poder”. Usted decida dónde caen estos.

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Confianza

 Luis Rubio

Cuenta una anécdota que, muy poco después de la caída del Muro de Berlín, Jeffrey Sachs, joven y listo para conquistar al mundo, platicó con el entonces secretario general de la OECD sobre su propuesta de estrategia económica para el gobierno ruso. Su objetivo era una transformación súbita e integral. El oficial de la OECD le respondió que no todo eran decisiones estrictamente económicas y que, para ser exitosa, una estrategia debía incluir la construcción de instituciones sólidas y apropiadas. Sachs hizo caso omiso, lo que llevó a que el Sr. Paye concluyera con una afirmación lapidaria: «sin instituciones buenas y fuertes, todo lo que lograrás será abrirle la puerta a la mafia».

Si algo revela el entorno de violencia, criminalidad, manifestaciones y, en general, comportamientos no institucionales en el país es la ausencia de legitimidad de nuestras instituciones. Las existentes generan desconfianza y, por lo tanto, rechazo.

Lo que el Sr. Paye le dijo a Sachs es perfectamente aplicable a México. Las cosas funcionaban antes, hace cincuenta años, porque se trataba de una sociedad mucho más chica (casi la tercera parte en población), distante de los circuitos económicos del resto del mundo, mucho menos informada y, sobre todo, en un entorno mucho más simple. El gobierno era un ente todopoderoso y las redes de relaciones dentro de la sociedad giraban, con la mayor frecuencia, alrededor de la familia, la escuela y diversas organizaciones privadas. No es difícil explicar cómo, en ese contexto, todo parecía funcionar con normalidad: orden, crecimiento económico y relativamente poco conflicto político.

Todo ha cambiado desde entonces, tanto afuera como adentro. Por una parte, la economía -la nuestra la del mundo- ha experimentado una revolución: las fuentes y motores de crecimiento nada tienen que ver con las de antaño y la complejidad es infinitamente mayor. Por otro lado, en la medida en que creció la sociedad y que ésta logró algún margen de apertura política, el país comenzó a descentralizarse, proceso que tuvo el enorme beneficio de dispersar el poder y las fuentes de decisión, pero tan caótico y desorganizado que no vino acompañado de la construcción de instituciones sólidas y funcionales. Además, mientras nosotros pasábamos crisis económicas y experimentábamos con la descentralización (política y, crucial, de las entidades de seguridad) el contexto internacional cambiaba radicalmente. El coctel acabó siendo terrible para el país porque nos asedió un fenómeno criminal sin estructuras de gobierno capaces de contenerlo: nuestro sistema de gobierno era (es) del siglo XIX, pero las mafias criminales son del XXI. Paye así lo entendía.

Las crisis –políticas, financieras, de seguridad- acabaron con cualquier vestigio de confianza de la población en sus autoridades. Un hindú resumía a su país en forma que es enteramente aplicable a nuestro contexto: la India, decía, crece de noche, cuando la burocracia duerme. Dos estudiosos, Acemoglu y Robinson, diferencian entre instituciones incluyentes y extractivas para ilustrar el punto: ahí donde existen pesos y contrapesos (límites a la acción abusiva del gobierno), el crecimiento de la economía es posible; en contraste, en instancias donde no existen límites efectivos (judiciales o legislativos) y donde los derechos no son iguales para todos los jugadores (impunidad, nepotismo y abuso del poder), el potencial de crecimiento es por demás limitado. Lo normal, históricamente, dicen, son las instituciones extractivas donde, agrego yo, proliferan las mafias.

No es necesario ver muy lejos en nuestro país para determinar el tipo de instituciones que tenemos. Michoacán, Chiapas, varios ex gobernadores son sugerentes de nuestra realidad. La lección es clara: si queremos cambiar la realidad tenemos que construir instituciones incluyentes, es decir, transparentes como funcionamiento básico de gobierno.

Douglas North, premio Nobel de economía, escribió que se requieren reglas formales (leyes) pero que estas son insuficientes: igual de importantes son las restricciones informales (normas de comportamiento, decencia, códigos de conducta) y, sobre todo, la efectividad de los mecanismos que las hacen cumplir. Cuando el gobierno es débil, parcial y disfuncional, su capacidad para cumplir su parte es mínima en tanto que la capacidad y la disposición de la sociedad de hacer la suya (oprobio público, expulsión de instituciones privadas, etc.) es limitada toda vez que no existe un espíritu comunitario.

Un ex director de Pemex contaba una anécdota que resume nuestro desafío: un día le preguntó al presidente de una de las petroleras más grandes del mundo cómo lidiaban con la corrupción en sus empresas, la presunción siendo que el fenómeno es ubicuo en la industria. El petrolero le respondió que se trata de un fenómeno excepcional porque cuando hay un caso la empresa de inmediato hace una denuncia ante la autoridad competente (enorme el elemento disuasivo), pero sobre todo porque la propia sociedad lo penaliza brutalmente: cuando se da un caso, la familia es expulsada del club social al que pertenece y los niños son aislados por los otros en la escuela. El costo de una infracción es tan grande que muy pocos se atreven a cometerla. En Pemex, concluía el funcionario, cuando se “inhabilita” a un infractor, al mes retorna, hecho un héroe, como representante de algún proveedor.

Construir un régimen de legalidad y confianza tiene enormes costos, pero los beneficios son inmensos.

 

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Luchas futuras

Luis Rubio

 

Cuando contendía por la presidencia estadounidense con Eisenhower en 1956, un ciudadano le gritó a Adlai Stevenson que toda la gente pensante lo apoyaba. Stevenson, un político-intelectual, le respondió «eso no es suficiente. Necesito una mayoría». La tensión entre grupos y clases sociales es una constante a lo largo de la historia y a nadie debe sorprender que cuando unas cosas cambian, sobre todo si mejoran, nuevas fuentes de conflicto y tensión aparecen en el firmamento.

Una de las paradojas de nuestra era es que se ha dado una combinación de factores que son, o parecen, contradictorios. Por un lado, es patente, y empíricamente demostrable, que la vida ha mejorado para la mayor parte de la población (y, de hecho, de la humanidad). Hoy se viven más años, hay menos enfermedades, los niveles de vida han ascendido, la calidad de los productos que consumimos y utilizamos mejora día a día, los precios de muchos artículos -como los electrónicos- bajan. Incluso la familia más modesta en una zona urbana tiene acceso a mejores condiciones de vida cotidiana -como baños en la vivienda- de los que nunca dispuso el rey más famoso de Francia, Luis XIV.

Por otro lado, hay una polarización en los ingresos, mucha de ella derivada del avance tecnológico. Ambas cosas -la mejoría real en los niveles de vida y la polarización económica- son ciertas, aunque no estén vinculadas entre sí. En términos económicos, la mejoría es palpable. Sin embargo, en términos políticos ha predominado la percepción de que unos han mejorado más que otros o, en la retórica barata, que unos han mejorado porque otros han empeorado. Esta paradoja, hace tiempo conocida, es gasolina pura para disputas electorales, retórica populista y toda clase de polémicas.

Por si eso fuera poco, Yuval Harari, autor del libro Sapiens, una «breve historia de la humanidad», afirma que la conflictividad que vive la humanidad está a punto de multiplicarse y adquirir formas y características hasta hoy desconocidas por la humanidad. En una discusión con el premio Nobel Daniel Kahneman*, Harari argumenta que los avances tecnológicos de nuestra era van a crear nuevas fuentes de conflicto y tensión, nuevas clases sociales y dinámicas novedosas de la lucha de clases, tal y cómo ocurrió cuando la revolución agrícola e industrial.

El ejemplo más patente que emplea Harari es el de la revolución en el terreno de la salud. Según él, el enfoque de la medicina en el siglo XX era el de curar la enfermedad; hoy en día, el enfoque es hacia mejorar a los que están saludables, una perspectiva radicalmente distinta. En términos políticos y sociales, dice el historiador, mientras que curar a los enfermos constituye un proyecto esencialmente igualitario porque se trata a todo mundo por igual, mejorar a los que están saludables constituye un proyecto elitista por definición, dado que no es algo que pueda beneficiar a todo mundo. Así, para Harari, una potencialmente enorme fuente de conflicto futuro yace en la salud diferenciada para ricos y pobres. No por casualidad, la discusión citada se intitula: «Morirse es opcional».

Si uno observa lo que ya de hecho ocurre con el empleo manual ante la expansión de la tecnología, el escenario que plantea Harari no suena descabellado, por más que algunas cosas específicas pudieran ser discutibles: el valor de la actividad manual se ha colapsado frente a la creatividad y agregación de valor intelectual, igual en las fábricas que en las finanzas. En la era de la Revolución Industrial se organizaron los famosos movimientos ludistas, activistas dedicados a destruir máquinas para restaurar las viejas formas de producir. Sin embargo, aunque fue extraordinariamente disruptiva de la vida cotidiana, la Revolución Industrial, a la larga, transformó al mundo para bien. No parece imposible que también así se resuelva esta era, aunque el proceso pueda ser por demás disruptivo.

Muchas de las dislocaciones que Harari describe ya son visibles en diversos ámbitos, algunos resultado de la tecnología, pero muchos más producto de regulaciones que discriminan a favor de los más pudientes o mejor conectados. En nuestro ámbito, aunque muchos empresarios y burócratas preferirían cerrar la economía -lo que elevaría los precios de muchos de los bienes que más se consumen- la apertura ha permitido que la abrumadora mayoría de los mexicanos tenga acceso a ropa, calzado y alimentos mucho más baratos que en los ochenta. En sentido contrario, aquellas industrias que siguen protegidas gozan del dudoso privilegio de poder cobrar precios mucho más elevados.

En un intercambio, Kahneman se refiere al tipo de fenómeno citado en el párrafo anterior: «hay un arreglo social de décadas o siglos que favorece un proceso de cambio relativamente lento… lo que Harari sugiere es que hay una desconexión fundamental entre el ritmo acelerado de cambio tecnológico y la rigidez de las normas y arreglos sociales y culturales que no podrán sostenerse.» Para Harari, uno de los grandes problemas con la tecnología es precisamente que avanza a un ritmo muy superior al de la sociedad humana.

Harari concluye su alocución diciendo que lo importante del proceso de aprendizaje es que en la medida en que uno aprende más acaba entendiendo que sabe cada vez menos pero con una perspectiva mucho más amplia y completa del presente y del futuro. Sea como fuere, lo que es seguro, en palabras del profesor germano-inglés Ralph Dahrendorf, “el conflicto es un factor necesario en todos los procesos de cambio”.

*http://edge.org/conversation/yuval_noah_harari-daniel_kahneman-death-is-optional

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México en el mundo

Revista Alto Nivel – Noviembre 2015

Luis Rubio

Para anunciar la rendición de su gobierno en 1945, el emperador Hirohito utilizó una peculiar formulación lingüística: “La situación militar se ha desarrollado no necesariamente de manera ventajosa para Japón”. El fraseo sugiere la complejidad del momento, pero sobre todo la incapacidad para comprender las circunstancias que habían llevado a la derrota. México fácilmente podría decir lo mismo.

 

México ha avanzado mucho más de lo que parecería a primera vista: si uno ve hacia atrás, la magnitud del cambio es impactante. Aunque nuestra forma de avanzar es peculiar (típicamente dos pasos hacia adelante y al menos un para atrás), el avance es real. El cambio en México ha sido más producto de falta de alternativas que de una comprensión cabal del momento que nos ha tocado vivir y de la convicción de poder salir exitosos. México ha cambiado mucho, pero ese cambio ha sido renuente y con frecuencia a regañadientes.

 

El proceso reformador comenzó en los ochenta en un entorno internacional radicalmente distinto al actual. Aunque no lo sabíamos entonces, la guerra fría estaba a punto de concluir y la globalización desataba fuerzas incontenibles que pocos comprendieron en el momento. Hoy la característica del mundo es de un creciente desorden con fuertes tendencias centrífugas. La crisis, esencialmente fiscal, de los últimos años ha llevado a innumerables países a enconcharse.

 

Nada de eso, sin embargo, cambia dos factores esenciales: uno, que la tecnología avanza de manera incesante y nadie puede abstraerse de ella o de sus consecuencias. El otro es que la globalización, aunque sujeta a regulaciones gubernamentales que podrían cambiar, ha alterado tan profundamente la forma de producir, consumir y vivir que es impensable su desaparición. Es decir, por más ajustes que se pudieran dar en las reglas del comercio o en las relaciones entre países, es inconcebible que la población del mundo deje de tener acceso inmediato a la información y que busque y demande satisfactores igualmente inmediatos.

 

En este contexto, los países no tienen más alternativa que actuar proactivamente para preparar a sus poblaciones para la ola de crecimiento que viene y que va a caracterizarse por elementos para los que difícilmente estamos preparados o, como sociedad, dispuestos. Por ejemplo, parece obvio que la tecnología seguirá avanzando de manera irredenta, que ya no existen mercados masivos sino nichos cada vez más especializados (y rentables) y que el comercio digital, que privilegia el conocimiento y la creatividad por sobre cualquier otro activo, dominará la producción y, sobre todo, la generación de valor en el futuro.

 

Más allá de gobiernos, partidos o ideologías, México requerirá enfocarse hacia la creación de condiciones para poder salir de su letargo y darle a la población oportunidades que por décadas le han sido negadas, gracias a un sistema de gobierno caduco y débil y un aparato educativo que privilegia el control sobre el desarrollo de habilidades y creatividad. El reto que esto entraña es enorme porque se trata de procesos que, por definición, llevan décadas en consolidarse, lo que implica que cada día que se pierde se pospone la oportunidad, algo particularmente preocupante dada la transición demográfica: si los jóvenes de hoy no se incorporan a la economía del conocimiento, México acabará siendo un país de viejos pobres en unas cuantas décadas.

 

En su discurso inaugural como gobernador de California, Reagan dijo algo perfectamente aplicable al México de hoy: “Por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

 

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La clave de tres

Luis Rubio 

Tres categorías de instituciones  conforman el corazón de un sistema político: el Estado, el Estado de derecho y un gobierno que rinde cuentas. Para quienes conciben a las instituciones como grandes edificios que las personifican, la perspectiva de Fukuyama* permite entenderlas menos como algo producto de estructuras legales o de grandes diseños y pactos y más como resultado de costumbres y normas que cobran forma a través de procesos evolutivos de largo aliento donde tanto el gobierno como la sociedad van aportando su parte y logrando un equilibrio funcional.

Según Fukuyama,  las sociedades tradicionales construían instituciones primero centralizando el poder, típicamente en manos de autoridades militares o tribales que controlaban un determinado territorio. Un segundo eje surgía  de la práctica cotidiana: la autoridad defiende a la comunidad de agresiones externas, a la vez que va respondiendo a la evolución económica, protegiendo la propiedad que poco a poco se va definiendo entre sus miembros. Lo interesante de su argumento es que no existe un plan preconcebido de evolución política sino que las instituciones van cobrando forma según se van presentando las necesidades y retos cotidianos. Poco a poco, el tercer eje, se van inter construyendo las demandas crecientes por parte de la sociedad para limitar los excesos y abusos del gobernante; esas demandas van obligando a codificar las prácticas y los acuerdos, dando nacimiento a la ley escrita. Con el tiempo se organizan cuerpos representativos (asambleas y parlamentos) que formalizan la obligación del gobernante de rendir cuentas a la sociedad. La democracia moderna nace cuando los gobernantes aceptan reglas formales y se subordinan a ellas, lo que implica limitar su poder y soberanía, reconociendo la voluntad colectiva expresada en elecciones frecuentes.

Los tres elementos (Estado, leyes, rendición de cuentas) son funcionales cuando logran un equilibrio no paralizante: cada uno es contrapeso de los otros, pero el conjunto logra resolver y decidir sobre los asuntos medulares. Lo crucial es que la población se suma al proceso no por generosidad o altruismo sino porque hacerlo satisface sus necesidades y atiende a sus intereses. El Estado de derecho acaba siendo la fórmula de interacción entre intereses distintos, algunos en conflicto, otros simplemente diferentes.

No todos los países logran un equilibrio. Por ejemplo, Singapur tiene tanto un Estado fuerte como Estado de derecho pero carece de mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Rusia, dice Fukuyama, tiene un Estado fuerte y hay elecciones frecuentes, pero sus gobernantes no se sienten obligados por el Estado de derecho. Afganistán tiene un gobierno débil y una sociedad fragmentada, incapaz de exigir rendición de cuentas. En estos términos, no es difícil caracterizar a México como una nación que experimenta procesos electorales frecuentes, la ley es un pobre referente para la interacción social y tanto el gobierno como la sociedad son relativamente débiles.

La evolución de cada país tiene un sello genético implacable. En unas naciones la guerra propició el desarrollo del Estado, en otras lo debilitó; en algunos casos fue la religión la que provocó el surgimiento de una sociedad fuerte que luego condujo al Estado de derecho. La tecnología, la geografía, la densidad poblacional y la vecindad son todos factores explicativos. Lo interesante del siglo XX es que demostró que es posible, al menos en ciertas circunstancias, romper con el determinismo histórico. Esa oportunidad, que naciones como Corea, España, Chile y otras similares aprovecharon para transformarse, debería ser el modelo a contemplar para el futuro.

Según el esquema conceptual de Fukuyama, padecemos carencias en las tres categorías: Estado débil, Estado de derecho defectuoso y una sociedad que no acaba de trascender la crítica para convertirse en un contrapeso positivo y efectivo. Nuestra historia tiene mucho que ver con esto. Las únicas dos épocas en que el país logró un progreso económico real fueron el porfiriato y los buenos años del PRI. El común denominador de ambos periodos fue un gobierno capaz de organizar a la sociedad e imponerse. Cuando el gobierno se excedió (como en los 70), produjo caos; cuando acertó en el equilibrio (como entre los tardíos 40 y mediados de los 60), el éxito fue notable.

Esta historia invita a muchos a imaginar que nuestro problema radica en la descentralización que ocurrió en las últimas décadas y que, por lo tanto, todo se resuelve retornando al redil. La evidencia de estos últimos años demuestra que eso es imposible por la naturaleza del momento histórico, la tecnología y nuestra geografía. Más bien, el problema reside en lo caótico de la descentralización y la falta de liderazgo en la construcción de instituciones y mecanismos de rendición de cuentas que la hagan posible. Es decir, no es que los gobernadores tengan que regresar a ser peones del presidente o que la sociedad vaya a ser dócil, ambas proposiciones inviables. En ausencia de un equilibrio natural, lo que hace falta es una estrategia de descentralización que entrañe construcción de capacidad de Estado (administrativa, judicial, policiaca, etc.) que conduzca a la construcción de un país moderno.

Lo que hoy tenemos es un sistema político deteriorado que no acaba de cuajar y que, por el camino que vamos, jamás lo hará. Se requiere un liderazgo dispuesto a construir y luego auto limitarse. No es fácil, pero es obvio.

*Fukuyama, Francis, The Origins of Political Order, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2011

 

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Viñetas de corrupción

Luis Rubio

Viñetas de corrupción

Luis Rubio

Los argentinos emplean el término “viveza criolla” para caracterizar la “depredación oportunista: la prontitud  para obtener máximo provecho a la mínima oportunidad, sin escatimar los medios a utilizar ni las consecuencias o perjuicios para los demás.” Esto no es distinto a cortar esquinas, obtener un beneficio comprando la voluntad de un inspector, el capitán de un restaurante o del policía de la esquina, pretendiendo que no hay costo. El problema es que el costo es enorme porque entraña una forma de ser que es incompatible con el mundo en que nos ha tocado vivir y ahí yace buena parte de la explicación del rezago económico que nos caracteriza.

La corrupción no es nueva; lo que es nuevo es que se ha vuelto extraordinariamente disfuncional. En una economía rural o industrial tradicional, la mordida –en cualquiera de sus acepciones- constituía una forma de resolver problemas. La distancia inherente a la vida rural y la disciplina laboral del piso industrial favorecían los controles que ejercía el sistema político y no parecía haber mayor consecuencia. En la economía del conocimiento lo que agrega valor es el trabajo intelectual, desde el manejo de una computadora hasta el análisis de la información, incluso en el campo o en las fábricas: hoy (casi) todo es información. Lo que antes era funcional hoy ha dejado de serlo y esto es igualmente cierto para el empresario más encumbrado que para el campesino más modesto.

En mi juventud trabajé dos veranos en una fraccionadora que vendía terrenos a crédito para personas de muy bajos ingresos. El contrato establecía pagos mensuales y cualquier persona que se retrasaba en sus pagos corría el riesgo de perder su terreno. Yo revisaba los casos de personas que se presentaban a pagar luego de varios meses de retraso. Era impactante ver cómo sacaban billetes, todos enrollados, obviamente producto de “guardaditos” que iban acumulando. La mayoría de los casos tenía solución y se arreglaba de inmediato. Lo que más me impresionaba era que al menos una de cada tres personas que salían con su asunto resuelto me quería dar unas cuantas monedas como agradecimiento. Se trataba de gente acostumbrada a tener que navegar las aguas turbulentas de una burocracia dedicada a abusar de la población en lugar de cumplir con su responsabilidad más básica.

La corrupción tiene muchas caras y muchas derivadas. Muchas entrañan la interacción entre actores públicos y privados, pero otras son exclusivamente privadas o públicas. El robo de “cuello blanco,” cuando un empleado se lleva cosas de su lugar de empleo, no es muy distinto de la evasión de impuestos. El uso de información privilegiada respecto a obra pública que se va a construir ha sido la forma legendaria en que funcionarios públicos se enriquecieron a lo largo de la historia y no involucra actores privados pero, en el fondo, no es muy distinta a la contratación de constructoras que cobran de más y reparten los sobrantes entre los funcionarios responsables.

Hace unos veinte años, cuando comenzaron los secuestros exprés, fui a la oficina de licencias a solicitar un cambio de domicilio para que el mío no apareciera. Armado con una copia del predial de la oficina de un amigo, fui a solicitar el cambio. Expliqué la razón y la respuesta fue “cien pesos”. No teniendo claro a qué se refería, pregunté por el concepto. La respuesta fue fascinante: “el servicio de cambio cuesta cien pesos, da igual lo que cambie”. Pregunté, en tono sarcástico, si eso incluía un cambio de nombre. “Son cien pesos por cualquier cambio”.

El policía de tránsito es quizá la “inter-fase” más frecuente entre la autoridad y el ciudadano. Cuando alguien se pasa un alto o se da una vuelta prohibida el asunto es claro y transparente, no sujeto a interpretación. Sin embargo, el mayor contraste entre las licencias en México (al menos en el DF) y el resto del mundo es que aquí ningún conductor conoce el reglamento. Primero, los reglamentos se cambian como si fueran camisas: no hay gobierno local recién electo que no amerite un nuevo reglamento. Pero en el DF pasó otra cosa: en aras de reducir o eliminar la corrupción en la expedición de licencias, la solución de nuestros dilectos burócratas fue eliminar exámenes de manejo, de conocimiento y de visión. Quizá se redujo la corrupción en el proceso administrativo, pero me pregunto si no es más corrupto permitir que circule gente que no sabe manejar o que nunca se enteró que hay reglas para conducir. Inevitable que el policía abuse del incauto (e ignorante) conductor. Quizá para eso cambia el reglamento.

En el Estado de México es frecuente que los policías paren a vehículos con placas del DF, independientemente de que haya existido una violación. Basta la amenaza de secuestrar la licencia o la placa del conductor, cuando no del vehículo, “para asegurar el pago” para poner a temblar al más pintado.

El punto es que no existen reglas claras, conocidas por todos que se aplican con rigor, elementos clave de un Estado de derecho. La corrupción es producto de toda la estructura de gobierno creada y concebida para controlar al ciudadano. Cuando el gobierno federal era todopoderoso se controlaban los peores y más absurdos excesos de la corrupción al menudeo. Hoy cada policía y cada inspector o funcionario tiene vida propia y concibe el puesto como un medio de enriquecimiento.

A nadie debería sorprender que la economía esté parada y que la ciudadanía desprecie al gobierno. El problema no es el Estado sino el sistema.

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Tormentas

Luis Rubio

Tormentas

Luis Rubio

En 1982, a la mitad del torbellino que había causado, José López Portillo afirmó que «soy responsable del timón pero no de la tormenta». Nunca se le ocurrió pensar que cuando un buque se encamina directamente hacia una tormenta, la probabilidad de acabar arrollado se incrementa de manera dramática. Así acabó México en 1982. El riesgo hoy es distinto, pero no irrelevante.

Vale la pena repasar lo que ocurrió en los setenta e inicio de los ochenta porque con frecuencia se mira ese tiempo como el gran momento de desarrollo económico. La economía mexicana había comenzado a experimentar límites estructurales a su crecimiento a mediados de los sesenta, pero fue Echeverría, seguido por López Portillo, quienes abandonaron el modelo de desarrollo estabilizador al intentar acelerar el crecimiento con un creciente gasto público financiado con deuda externa e inflación. Al final de doce años, el país estaba quebrado, tomándole casi dos décadas salir del atolladero. En 1994-1995 experimentamos la última crisis de esa era y los costos sociales fueron enormes porque siempre sufren más quienes menos tienen y acaban pagando el costo de los excesos gubernamentales en la forma de inflación y desempleo.

Es absolutamente lógico y razonable que un gobierno quiera acelerar el ritmo de crecimiento y más cuando hay capacidad instalada sobrada. El problema, que hemos experimentado innumerables veces en las últimas décadas es que, cuando el gobierno gasta demasiado por demasiado tiempo, agota la capacidad productiva de la planta nacional, lo que inmediatamente lleva a incrementar las importaciones. Estas, a su vez, exacerban la demanda de dólares, provocando movimientos súbitos en el tipo de cambio. Es decir, la razón por la cual es peligroso el gasto deficitario no es de carácter teórico o ideológico sino práctico.

En los últimos meses, con la caída del ingreso petrolero, el gobierno ha visto afectado su ingreso, lo que ha exacerbado los agregados fiscales, pero lo mismo ha ocurrido con la balanza de pagos, donde pasamos de un ligero déficit (de menos de 1% del PIB) en los últimos años a más de 2.5%. Esto implica que la demanda de dólares es mayor que la oferta lo que se traduce en presiones sobre el peso. Por lo que respecta a las cuentas fiscales, el creciente gasto deficitario del gobierno está teniendo el efecto de incrementar la deuda (que creció de 29% del PIB a 44% en los últimos años), justo cuando la tormenta en el resto del mundo arrecia.

Cuando López Portillo afirmaba que no tenía responsabilidad de la tormenta tenía razón, pero su argumento no era más que una pobre excusa orientada a desviar la atención respecto al riesgo que se avecinaba. Hoy no nos encontramos en una situación idéntica porque la estructura de nuestra economía es muy distinta (hoy tenemos enormes exportaciones manufactureras) y porque el tipo de cambio es flotante (en esa época era fijo). Sin embargo los riesgos son similares, tal y como lo hemos podido ver en la forma en que el peso ha ido perdiendo valor día a día.

Pero el problema de fondo no es el hecho de que se gaste más o menos, sino en el excesivo poder que concentra el ejecutivo para decidirlo sin tener que explicar su actuar y justificarlo ante una oposición responsable, seria y conocedora. En la crisis de finales de 1994, según cuenta Sidney Weintraub en su acucioso estudio sobre aquella devaluación, el gran problema fue que el gobierno saliente incurrió en enormes riesgos –apostó la estabilidad de la economía- porque no tenía que rendirle cuentas a nadie. 1994 fue un año particularmente complejo para el país por los asesinatos políticos que lo caracterizaron y el levantamiento zapatista, circunstancias que hubieran sido difíciles de manejar hasta en el país más desarrollado e institucionalizado del mundo. En México, donde no gozamos de esas características, el riesgo es infinitamente mayor y por eso nos fue tan mal en 1995.

“Las democracias, dice Paul Johnson, funcionan mejor cuando las atribuciones de sus políticos están estrictamente controladas. La separación del poder judicial respecto al ejecutivo y el legislativo es un principio largamente establecido. Lo mismo en política económica: los políticos tienen que entender el valor de limitar sus propios poderes”. Eso que le parece tan obvio a Paul Johnson es algo que nos es ajeno a los mexicanos. Aquí no existen controles de un poder público sobre otro y las facultades efectivas de los funcionarios son excesivas, como sugiere la crisis cambiaria en que estamos inmersos.

No cabe duda que la crisis que estamos viviendo es de manufactura externa, pero lo mal que estamos pertrechados para enfrentarla es hecho 100% en México.

Los clásicos

En las últimas dos décadas se volvió moda en occidente, sobre todo en Estados Unidos, la noción de que la historia no importa y que el pasado debe juzgarse a la luz del hoy, con los criterios del presente. En el camino se olvidaron los clásicos de la historia, las lecturas que a muchos de nosotros nos dieron la posibilidad de comprender el mundo en su contexto y como herencia del pasado. El civismo desapareció de la currícula y dejó de leerse, así fuera en lecturas simplificadas, el Quijote, el Ramayana y la Odisea, entre tantos otros. Miguel Ángel Porrúa acaba de publicar una colección de «Lecturas Clásicas» para nivel secundaria. Nuestro futuro se beneficiaría si los niños de secundaria tuvieran acceso a esas lecturas, quizá el mejor antídoto de largo plazo al creciente desorden internacional.

 

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Verdades de a kilo

Luis Rubio

 

Verdades de a kilo

 

Luis Rubio

 

“Los hombres nunca hacen el bien excepto por necesidad; pero cuando gozan de los medios y libertad, todo lo llenan de confusión y desorden” afirmó Maquiavelo en sus Discursos. Así parece el debate en torno a la legalización de la mariguana. Me parece que se mezclan y confunden tres temas que deberían ser entendidos, cada uno, en su justa dimensión.

 

Primero está el asunto elemental de la libertad de cada persona de hacer con su vida lo que quiera siempre y cuando no afecte a terceros. Este principio debería regir cualquier decisión en materia de reglamentación y control, en cualquier ámbito, y el de las drogas no es distinto. No hay razón para prohibir su consumo en la medida en que la única persona afectada sea quien decide hacerlo. El proyecto aprobado esta semana es, en este sentido, impecable.

 

Un segundo asunto es el hecho de que la prohibición no ha evitado que las drogas se cultiven (o fabriquen), transporten o consuman. Lo único que la prohibición ha logrado es que se desarrollen enormes consorcios dedicados al tráfico de estupefacientes, mismos que generan una mega industria de corrupción por donde pasan y la violencia que inexorablemente va de la mano. Por otra parte, una cosa es la prohibición al consumo de determinados bienes y otra muy distinta es la responsabilidad de un gobierno de mantener la paz en su sociedad. El crimen organizado prolifera en todas las sociedades pero no solo por las drogas: también está el secuestro, el robo, la piratería, el juego y un sinnúmero de negocios ilícitos que igual tienen que ser combatidos. Eliminar las drogas de la ecuación obviamente contribuiría a disminuir el poder del crimen organizado pero en nada cambia la responsabilidad del Estado de combatirlo.

 

Finalmente, el tercer tema es el de la seguridad pública, que no es un asunto menor y que, aunque obviamente vinculado a la prohibición, no es lo mismo ni se deriva de ésta. La seguridad pública tiene que ver con la calidad y fortaleza del sistema de gobierno con que cuenta una sociedad y que se observa en todo: en la continuidad de las políticas y programas gubernamentales, en el estado de la educación, en la calidad de la infraestructura, en la administración de la justicia y en el respeto de que goza la policía. Un gobierno fuerte (que puede o no ser grande) es uno que no cambia con los vientos políticos sino que más bien funciona dentro de un contexto de leyes que efectivamente limitan, a través de pesos y contrapesos, el actuar de los políticos que entran y salen del poder de manera regular.

 

El punto nodal es que la despenalización del consumo de un enervante no tiene nada que ver con la seguridad pública: ésta depende de la calidad del gobierno. Aunque es obvio que la potencial disminución de las ganancias de los traficantes podría contribuir a una menor inseguridad, se trata de dos asuntos distintos. En nuestro caso, para que realmente impactara la despenalización de las drogas sobre la seguridad pública serían los americanos quienes tendrían que hacerlo y no sólo con la mariguana. La abrumadora mayoría de las utilidades del narco provienen del mercado estadounidense, razón por la cual no habría razón para esperar un cambio significativo en la violencia dentro de México. Este no es un argumento en contra de la despenalización: solo de la expectativa de que ésta contribuiría a disminuir la violencia.

 

España y Estados Unidos son dos naciones en las que circulan (y se consumen) muchas más drogas que en México, pero ninguna se caracteriza por los niveles de violencia que de manera cotidiana se vive en México. La diferencia no reside en que las drogas sean legales o ilegales en aquellas naciones sino en que en ambas existe un sólido sistema gubernamental que cuida de la ciudadanía. Aunque la concepción sobre las drogas es radicalmente distinta en esos dos países, el denominador común es la existencia de un poder judicial sólido, policías profesionales que son ampliamente respetadas y protecciones efectivas para los derechos ciudadanos. Ninguna de esas cosas es cierta en México.

 

El que México despenalice el consumo de una o varias drogas constituye un paso adelante en el respeto al principio de libertad individual y ese es un hito en sí. Solo no le pidamos peras al olmo.

 

Suprema Corte

 

En un sistema de separación de poderes el presidente propone y el Congreso dispone. Esa es la regla de oro de los pesos y contrapesos. Sin embargo, a juzgar por la discusión sobre las dos nominaciones pendientes, México sigue siendo una dictadura. Se le reclama al presidente que no envíe a sus amigos o preferidos (como, por cierto, hacen con frecuencia sus pares en otras latitudes). Podría mandar a “los mejores,” un criterio dúctil, porque eso es lo que cree que hace.

 

La clave no es el presidente sino el Senado, cuya función de contrapeso consiste en evaluar a los integrantes de la terna y actuar en consecuencia. En una democracia ese es el control constitucional crucial. Es hacia el Senado donde deben apuntarse todas las baterías para exigirle que cumpla con su mandato y se asegure que quien llegue a la Corte tenga los méritos y cualidades para ello, independientemente de sus amistades. Es ahí donde debería exigirse rendición de cuentas, la esencia de la democracia. Es la sociedad la que puede provocar el nacimiento de un verdadero sistema de contrapesos.

 

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Vida y economía

Luis Rubio

Según una anécdota derivada de las Vidas Paralelas de Plutarco, un exhausto banquero estadounidense se encontraba descansando en una pequeña aldea pesquera en la costa yucateca. Todos los días observaba a un pescador salir de madrugada, regresar con unos cuantos pescados y luego mecerse en su hamaca, jugar con sus hijos  y tocar la guitarra con sus amigos. El banquero le preguntó si no querría que le ayudara a construir un gran negocio de pesca. El pescador pareció interesarse, así que el banquero siguió: juntaría yo a un grupo de inversionistas, comprarías varios barcos, montarías un gran negocio de pesca, procesamiento, enlatado y distribución. Podrías hacerte rico, aunque quizá tuvieras que mudarte a la ciudad de México o a Los Ángeles. ¿Y cuánto tiempo llevaría eso, preguntó el pescador? Unos quince o veinte años respondió el banquero. ¿Y luego qué? Ahí viene lo mejor, dijo el banquero: cuando sea el tiempo correcto colocaremos tu negocio en la bolsa de valores  y te convertirás en un hombre inmensamente rico. ¿Millones? ¿Y luego qué? Con una gran sonrisa, el banquero respondió: «pues con ese dinero te podrías retirar, salir en tu bote, pasarte horas en la hamaca, jugar con tus hijos y tocar la guitarra con tus amigos».

La circularidad de la anécdota evoca muchos de los absurdos de la vida y obliga a reflexionar sobre su “para qué”. Aunque hay miles de libros dedicados a este tema, la mayoría de ellos de auto ayuda, quizá el último lugar en que uno hubiera esperado grandes lecciones en esta materia es en un texto de Adam Smith, el connotado intelectual del capitalismo quien en 1776 publicó su famoso libro La Riqueza de las Naciones. Russ Roberts acaba de publicar un divertido libro que traduce los conceptos de Smith en La Teoría de los Sentimientos Morales, 1759. El libro de Roberts, Cómo Adam Smith puede cambiar tu vida*, retrotrae al día de hoy los conceptos de Smith.

Como uno podría intuir de la anécdota inicial, todo el sentido de la obra de Smith, que parecería contradictorio con los mitos asociados a su libro más famoso, es la futilidad del dinero como camino para lograr la felicidad. Más que una crítica al materialismo, los Sentimientos se refieren a la capacidad que tenemos los humanos para auto engañarnos por la seducción que ejerce el dinero, el poder y la fama. «Esas seducciones nunca satisfacen». La perspicacia de Smith, dice Roberts, reside en que «nuestro comportamiento es conducido por nuestra interacción constante con un espectador imparcial, imaginario». No nos juzgamos a nosotros mismos por nuestros principios sino por lo que ese compañero imaginario piense de nuestro actuar. Ese «espectador» nos hace ver cualquier desviación respecto a nuestro propio código de comportamiento.

El punto medular que Roberts extrae del texto de Smith es que «la economía es sobre algo más importante que el dinero. De ahí que el libro de Smith se aboque a mapear un camino para que cada persona encuentre su propia felicidad. A pesar de la avaricia natural del ser humano, Smith afirma que el hombre es un ser profundamente moral. «Aunque se supone que el hombre es egoísta, evidentemente hay algunos principios en su naturaleza que le hacen preocuparse del bienestar de los otros y hacen que sea importante su felicidad para él».

Para un autor inexorablemente asociado a la despiadada creación de riqueza como algo no sólo digno sino absolutamente legítimo, los Sentimientos ofrecen una perspectiva mucho más rica y completa de la visión de Adam Smith. Russ Roberts dedica su libro a explicar la lógica de la «guía de comportamiento» que escribió Smith a través de capítulos que llevan por título frases como las siguientes: «Cómo conocerte a ti mismo», «Cómo ser feliz», «Cómo no auto engañarte». En su libro más famoso, Smith no escribió nada sobre altruismo, amabilidad o compasión. ¿Cómo puede ser esto? se pregunta Roberts.

El puente entre los dos libros, y entre la moral y la economía, que Roberts descubre se encuentra en la noción de que el egoísmo puede llevar a que otros se beneficien. Los hombres «se conducen por la mano invisible que hace posible la distribución de las necesidades de la vida y que… sin saberlo, avanzan los intereses de toda la sociedad y le crean condiciones para la reproducción de la especie». La economía y la moral acaban siendo dos lados de una misma moneda y, por lo tanto, inseparable.

El próximo rector

Por muchas décadas después del 68 la UNAM fue abandonada como un espacio de efervescencia política donde el objetivo gubernamental era aislar al país del conflicto en lugar de construir una capacidad educativa trascendente. Un mejor proyecto y liderazgo a lo largo de los últimos años ha procurado compatibilizar las dos características de la universidad nacional: la universidad de masas con la institución de excelencia que caracteriza a muchos de los institutos de investigación. El próximo rector va ser clave porque determinará si la UNAM retorna al conflicto o consolida lo logrado y da el paso decisivo hacia la transformación que la educación, la economía y el país requieren para incorporarse exitosamente al siglo XXI.

De todos los candidatos a la rectoría sólo uno tiene un proyecto de futuro. Sergio Alcocer tiene amplia experiencia tanto en la UNAM como fuera y se caracteriza por una visión cosmopolita, indispensable para empatar la formación profesional con la demanda del mercado de trabajo y, a la vez, entiende bien el vínculo entre ciencia básica y aplicada.

*How Adam Smith Can Change your life, Penguin

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