Luis Rubio
Lo novedoso de la contienda electoral estadounidense no radica en la polarización de la sociedad estadounidense que refleja ni en los personajes mismos, aunque hay mucho que decir de ellos, sino en el hecho de que ambos acaparan un rechazo generalizado por parte de su sociedad. En la era de la postguerra hubo muchas contiendas polarizadas -recordemos como ejemplo paradigmático la era de Vietnam- y la sociedad estadounidense mostró una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. Lo que es excepcional en esta ocasión, particularmente para nosotros, es el hecho de que México sea uno de los focos centrales de la disputa.
En este comentario quisiera concentrarme en tres aspectos: primero, en el hecho de que somos protagonistas involuntarios en la contienda; segundo, en los escenarios potenciales y sus impactos sobre México; y, tercero, en las posibles respuestas de nuestra parte. De entrada, me permito plantear mi conclusión: la relación entre las dos naciones es hoy tan compleja, profunda y diversa que sólo podrá acentuarse, pero los factores políticos que la envuelven pueden convertirse en elementos por demás disruptivos si no se manejan con inteligencia por ambas partes. La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.
En primer término, México acabó siendo un actor tanto involuntario como ausente en la contienda electoral; esto ocurrió por factores exógenos y endógenos. Por una parte, los años de acercamiento entre las dos sociedades prácticamente coincidieron con el momento de mayor disrupción tecnológica que haya experimentado el mundo moderno, particularmente en la industria pesada y manufacturera, lo cual se ha traducido en desempleo estructural, inseguridad económica y desazón, además de drogadicción e incertidumbre; además, el crecimiento de la migración mexicana ha tenido un extraordinario impacto social en los lugares más recónditos de la sociedad estadounidense: no basta argumentar que se trata de la virtual integración del mercado laboral; ese hecho ha ido de la mano con una creciente y, en muchas localidades, abrumadora presencia de personas extrañas, con un idioma ajeno, demandando satisfactores mínimos que, en un contexto de inseguridad laboral, implicó la identificación automática de un chivo expiatorio. Por el lado estadounidense, sus programas de apoyo a los afectados por el comercio internacional han sido un fracaso y esto explica, al menos en parte, la base social de Trump. Finalmente, el superávit comercial que México en esta relación bilateral ha hecho fácil el argumento de que México gana y Estados Unidos pierde.
Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica. Esto ocurrió, en buena medida, porque, a diferencia de China o del propio cambio tecnológico, México está ahí y, desde el momento de la disputa por la aprobación del TLC se convirtió en un factor político interno. Esto es algo que no es similar en el caso de China. Nuestro déficit en esta materia es evidente. Al mismo tiempo, no cualquier forma de acción hubiese sido favorable.
En segundo término, están los escenarios electorales y su potencial impacto sobre México. Más allá de lo que indiquen las encuestas en este momento, hay dos escenarios y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar. El TLC, el principal motor de la economía mexicana y uno de los blancos constantes de la retórica de Trump, es claramente nuestro principal activo, pero también nuestra mayor vulnerabilidad. En términos legales, existe una disputa sobre si el TLC, como acuerdo y no tratado, puede ser cancelado por el ejecutivo sin el concurso del poder legislativo. Existen más de 200 acuerdos del más diverso orden y nunca se ha cancelado uno, razón por la cual existe el riesgo de que Trump actuara impulsivamente, iniciando un proceso legal que, aunque potencialmente disputable, implicaría un daño inmediato a la economía mexicana tanto en materia del tipo de cambio como del flujo de inversiones. Entre que se dilucida la situación legal, el impacto económico y financiero sobre México sería extraordinario.
De ganar Trump y no actuar impulsivamente en materia del TLC, entraríamos en un tiempo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir. Mucho dependería de la composición del congreso y del senado, pero es de anticiparse que entrarían en juego todos los actores clave de la relación bilateral y que se repetiría, así fuese en forma un tanto cómica, la escena de disputa por la ratificación del TLC en 1993. Los sindicatos y las empresas inversionistas en México se lanzarían al ruedo para influir sobre la forma de actuar en esta materia y los arreglos a los que se llegara tendrían impacto real, a diferencia de mediático, sobre la actividad económica mexicana. Cuidar esos procesos se tornaría en nuestro principal desafío.
El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en el tercer periodo presidencial de Obama. El paralelo más evidente a este escenario sería el de George H.W. Bush, quien se encontró con un partido gobernante agotado, sin motivación y con pocas iniciativas. El principal riesgo de esa presidencia radicaría en la potencial búsqueda de chivos expiatorios; sin embargo, Clinton tiene una larga experiencia con México y es altamente improbable que esa fuese su causa, lo cual no excluiría propuestas de revisión del TLC y otras similares. Dicho eso, la forma extraña e inédita en que el gobierno mexicano intentó acercarse a Trump podría entrañar, como ocurrió en 1993, un largo periodo de distanciamiento formal.
El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo. De ganar el senado y recobrar el congreso, el partido demócrata probablemente sería tomado por activistas legislativos quienes, aprovechando el río revuelto de una administración sin proyecto, buscaría incorporar agresivas regulaciones en materia financiera, laboral y comercial. Por un lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria. De cualquier forma, dadas las encuestas en este momento, este debería ser el factor más preocupante para México.
Más allá de quien gane la elección, es importante entender que la política estadounidense es mucho más violenta, mucho más dura, que la mexicana pero, al mismo tiempo, goza de una extraordinaria capacidad de regeneración. Se trata de una sociedad con escasa memoria histórica, pero con mayor flexibilidad de la que este año sugiere. Al mismo tiempo, sus instituciones son fuertes y siguen una lógica de continuidad mucho más acusada de lo aparente. En lo positivo, esto implica que la capacidad de adoptar decisiones radicales (como podría ser la cancelación o renegociación del TLC) es mucho más acotada de lo aparente por el contrapeso que representa el poder legislativo y la capacidad de acción de toda clase de fuerzas e intereses de la sociedad norteamericana. De la misma forma, Estados Unidos es un país sumamente institucionalizado, lo que implica que el daño podría ser grande pero no infinito. En lo negativo, hay políticas, como la deportación sistemática de migrantes ilegales, que continuará independientemente de quien encabece la próxima administración. La inercia en esta materia, como en la presupuestal, es evidente.
De primordial importancia para el futuro será el tamaño de la derrota de Trump, en caso de que ese sea el resultado. Una derrota marginal seguramente implicaría que el legado de Trump en términos ideológicos y políticos sea retomado por otros candidatos en el futuro y que permee a los planteamientos del partido republicano. Una victoria más holgada por parte de Clinton disminuiría ese efecto.
En términos de México, es fácil especular sobre potenciales impactos de la elección estadounidense sobre el 2018 mexicano, pero no es obvia la utilidad de semejantes especulaciones. A la fecha, el único candidato bien definido, Andrés Manuel López Obrador, no se ha beneficiado de la fortaleza de Trump. En caso de un triunfo republicano, las políticas que su gobierno decidiese emprender ciertamente impactarían los procesos de decisión y la retórica política mexicana, pero es poco probable que modificaran mucho más. Dicho eso, me parece evidente que el peor escenario posible para México, para la relación bilateral y para la región sería la combinación de Trump y López Obrador en la presidencia de cada uno de los dos países. Dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro ciertamente sería letal para la economía mexicana.
Finalmente, el asunto medular es cuál puede y debe ser la respuesta mexicana ante la elección estadounidense. En el plazo inmediato, la respuesta gubernamental sólo puede ser una y esa es la de tratar de reconstruir la relación con el equipo victorioso. Si bien la burocracia que administra la relación continuará dentro de un esquema inercial, la clave será construir una relación política nueva que permita salvar el escollo y, a toda costa, evitar un daño a la relación. El primer impulso debe estar perfectamente planeado para entablar una relación de trabajo donde el criterio debe ser muy simple: a) mantener el barco a flote; b) evitar que se tome una decisión ejecutiva en materia del TLC; c) alinear las fuerzas favorables a México tanto en el ámbito empresarial como en el social y académico; d) mantener la postura de que el tratado no es negociable, pero dejando entender que, en caso extremo, cualquier negociación debe ser en acuerdos complementarios externos al TLC mismo; y e) sin adoptar una postura inflexible, dejar muy en claro que México también tiene sus intereses y objetivos y que no cejará en protegerlos y avanzarlos. El punto central es que Estados Unidos no va a conducir procesos políticos o burocráticos que nos afectan a nosotros: es México quien debe tener claridad de visión y aportar ideas al proceso para que éstas se conviertan en la decisión estadounidense. Así es como funciona ese país y hay que actuar bajo la lógica de que ellos tienen una multiplicidad de intereses y puntos de enfoque, en tanto que ellos son uno claro y vital para nosotros.
El gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. En el último año se suscitó un amplio debate en México sobre cuál debía ser la respuesta de México ante los improperios de Trump; mientras que el gobierno fue titubeante en sus respuestas iniciales para luego incorporarse de lleno en la disputa electoral, actores no gubernamentales demandaban una acción decidida por parte del gobierno. No es evidente cuál puede y debe ser la respuesta mexicana en circunstancias como éstas. Por un lado, a modo de ilustración, las intervenciones del expresidente Fox tuvieron el efecto de fortalecer la nominación de Trump dentro de su partido; por el otro, innumerables personas demandaban la defensa de la dignidad nacional. Una manera de responder pudo haber sido por parte de la sociedad y no por parte del gobierno: de hecho, hubo diversos esfuerzos a través de textos, videos y otro tipo de participaciones que lograron este objetivo de manera al menos parcial. El punto medular es que un gobierno no puede intervenir en el proceso electoral de otro país sin que haya costos y consecuencias. La diferencia entre el actuar de la sociedad y el del gobierno es definitiva y determinante.
En un segundo plano, es imperativo dedicar esfuerzos y recursos a entender mejor a la sociedad norteamericana, a sus procesos sociales y políticos y la forma en que México se ha convertido en parte integral de ellos, nos guste o no. Esto es imperativo para evitar torpezas como las ocurridas recientemente, pero también para desarrollar una estrategia de largo plazo que evite caer en una situación de extrema vulnerabilidad como la que se evidenció en estos meses.
En esta materia, es necesario comprender que la de Trump o Sanders no fueron campañas irracionales, que no se trató de fenómenos nuevos o recientes, que sí eran anticipables y que, por lo tanto, debimos haber actuado con visión desde hace tiempo. Entre las lecciones que arroja esta contienda hay las siguientes: primero, hay un gran aprecio en la sociedad americana por la cultura, el lenguaje, la historia, las tradiciones, el arte, la comida y la actitud de los mexicanos; segundo, hay un enorme desprecio por la corrupción, la burocracia, la inseguridad y, en general, los políticos mexicanos. Esto implica que la base de cualquier estrategia de largo plazo debe fundamentarse en el desarrollo y profundización de los vínculos entre las dos sociedades, a partir de la sociedad mexicana: es decir, apuntalar la relación de largo plazo en artistas, chefs, intelectuales, empresarios, estudiantes, etcétera, y no en lo que los estadounidenses reprueban que, en lo general, se vincula con el gobierno y los políticos.
Concluyo con dos consideraciones. Primero que nada, la realidad geográfica y geopolítica nos obliga a actuar y proteger nuestros intereses y eso, en esta materia, implica conquistar a la sociedad norteamericana. Visto desde la superficie, es difícil comprender la profundidad de los vínculos que hoy existen entre las dos naciones, la dependencia mutua en una inmensa diversidad de asuntos que cubren todo, desde la economía hasta la seguridad, las líneas de suministro de bienes básicos y los lazos personales y familiares. La integración industrial es extraordinaria y clave para el empleo y los ingresos de los mexicanos. Imposible no enfatizar lo crucial de abocarnos como país a asegurar que México nunca más vuelva a ser el chivo expiatorio de la discusión política en ese país.
En segundo término, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.
Seminario «México-EEUU: los peligros de la coyuntura»
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