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¿Y nosotros?

Luis Rubio

La tónica general es de catástrofe: el mundo cambió y ya nadie lo va a poder salvar. El triunfo de Trump puede no haber sido deseable, pero ciertamente era probable. La forma en que el gobierno y muchos opinadores han reaccionado sugiere que “el final está cerca”, pero no tiene que ser así. El entorno me recuerda a uno de los pasajes de La guerra y la paz: “El más fuerte de todos los guerreros” explica Kutuzov, mariscal de campo, “son estos dos: el tiempo y la paciencia.” El ejército napoleónico avanzaba, pero Kutuzov sabiamente quería esperar a que llegaran refuerzos antes de embarcarse en la batalla. Cuando los generales rusos le demandaban que atacara a Napoleón en su momento de mayor fortaleza, Kutuzov respondió: “cuando tengas dudas, no hagas nada.”

La elección de Trump como presidente del factótum de poder mundial y nuestro principal socio comercial no nos da muchas opciones pero si nos obliga a contemplar, con cabeza fría, las implicaciones y oportunidades que esto entraña. En este momento es imposible saber lo que de hecho hará Trump, pero ya sabemos que va a someter el TLC a una evaluación por parte de la International Trade Commission -agencia con amplias capacidades analíticas- con un mandato económico, laboral y geopolítico, o sea, con seriedad. Obviamente, nadie sabe lo que va a ocurrir una vez que el gobierno esté debidamente integrado, pero de nada sirve especular. Lo que es certero es que Trump entraña un enorme cambio de dirección, sobre todo el colapso de un paradigma de gobierno. Al mismo tiempo, es obvio que, una vez en funciones, la realidad del poder y de las estructuras institucionales le harán reconocer que existen límites a su agenda. Lo crucial para nosotros es tratar de quitar nuestros temas clave del camino, algo no sencillo, pero tampoco imposible.

Si uno lee su “Contrato con el votante americano,” panfleto que preparó para su campaña, no hay límite a los riesgos que enfrentamos; sin embargo, si uno analiza las realidades del poder y de la geopolítica, las opciones que el nuevo presidente tendrá frente a sí son muy distintas a la agenda que propuso cuando no enfrentaba restricción alguna. Una cosa es la retórica y otra la realidad, que no es equivalente a moderación.

Todo sugiere que el mayor riesgo (que Trump llegar a firmar una carta anulando el TLC como está previsto en el artículo 2205 del acuerdo el día de su inauguración) ha disminuido. La evaluación de la ITC será la piedra de toque en el proceso; mientras eso se resuelve, el gobierno debe mantener -más bien, lograr- unidad y disciplina de mensaje y claridad de objetivos. También tiene que entender mejor el panorama que se va desarrollando en el equipo de Trump para identificar oportunidades de acuerdo pero, también, estrategias que hagan ver la fortaleza de las cartas que México tiene, que no son pocas; el manejo político será crucial. Por supuesto, podríamos y deberíamos aspirar a una comprensión mucho más profunda de la enorme complejidad, diversidad y bilateralidad de la relación entre ambas naciones -los beneficios que ambos derivamos de esto en materia de seguridad, estabilidad y desarrollo económico-, pero lo primero es lo primero y eso es que el TLC es el único motor de la economía mexicana.

El gobierno puede pavonearse de su previsión (la invitación al hoy presidente electo), pero la realidad es que eso no cambia en nada el desastre y la vulnerabilidad en que colocó al país con una política fiscal de los setenta que es insostenible en la era de la globalidad y, quizá, por la invitación misma.

La segunda etapa comenzará, al menos formalmente, tan pronto el nuevo gobierno entre en funciones. Ahí veremos tensiones en varios frentes: primero, entre los dos gobiernos por la incompatibilidad de visiones, perspectivas y objetivos. El gobierno se habrá salvado del “castigo” que Clinton probablemente tenía planeado (derechos humanos y corrupción), pero lo que vendrá será un choque de visiones para lo cual México ciertamente no está preparado. El punto no es quien tiene razón, sino quién tiene la capacidad de imponer una agenda. La clave en estos meses será “educar” al nuevo gobierno de lo importante de la relación, principio que incluye hacerles ver, en la práctica, que ellos también se benefician de la relación, que es equitativa y que nos necesitan.

Dicho eso, es obvio que nuestra imagen allá no mejorará mientras no cambie nuestra realidad. Trump utilizó a México como puerquito porque eso era algo fácil para sus potenciales votantes de entender: que nuestra forma de actuar -corrupción, impunidad, mal gobierno, burocracia y abuso- son lo visible de México. No importa si esa fotografía es justa o no; lo importante es que es real. Mientras no cambiemos nuestra realidad, esa será la fotografía que quede en la mente de nuestros vecinos: Trump no inventó esa imagen de México, simplemente explotó la que ya existía.

El gobierno tiene dos opciones: una es adecuarse a la nueva realidad y actuar en consecuencia; la otra sería dejar que alguien más lo haga porque el país no puede esperar.

Cantinflas entendió este momento mejor que nadie: “lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo.” La pregunta es si este gobierno tiene esa capacidad.

 

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Lo siguiente

Luis Rubio

“La historia enseña por analogía, no por identidad” dijo en una entrevista Kissinger: no hay dos situaciones históricas idénticas, pero sí algunas que presentan importantes similitudes por encima de los tiempos y espacios en que han acontecido.

Es evidente que Trump y Andrés Manuel López Obrador son muy distintos en origen y perfil personal, pero sus semejanzas son igualmente pasmosas y, ahora que pasó la elección estadounidense, es sobre eso que México inevitablemente va a enfocarse viendo hacia el futuro.

Donald Trump nació en un suburbio de clase obrera en Nueva York y nunca se mudó. Su situación económica se transformó pero su concepción política se forjó en el barrio de su nacimiento; aunque siempre fue un empresario, su protagonismo televisivo le permitió expresar -por décadas- las posturas que enarboló como candidato: siempre fue ostentoso y vanidoso, con piel por demás delgada. Todo indica que entró en esta contienda como reacción a lo que percibió como un ataque, una ofensa por parte de Obama en una de las famosas sesiones de auto-flagelación que los presidentes estadounidenses tienen anualmente frente a la prensa.

Por su parte, López Obrador tiene un origen modesto y siempre se enfocó a la movilización social y política; lleva décadas confrontando a los poderes establecidos, recurriendo a los medios a su alcance para alcanzar su cometido, primero en su natal Tabasco y luego como jefe del gobierno del DF. Su activismo fue siempre pragmático: desde la construcción de los segundos pisos hasta su relación con empresarios y con la Iglesia. Cuando protestó contra lo que denominó una elección fraudulenta para la gubernatura de Tabasco, se fue a tomar los pozos petroleros de la región, nunca permitiendo que sus seguidores tocaran las válvulas u otros aparatos sensibles: una cosa era protestar, otra muy distinta correr riesgos innecesarios. Nada más contrastante con Trump que su personalidad: modesta y acomedida, siempre presumiendo su humildad. Pero igual hay coincidencias y similitudes que no pueden pasarse por alto.

A los mexicanos no nos fue difícil entender los riesgos inherentes al discurso de Trump. No es sólo lo que dijo de México y los mexicanos, sino todo el contexto, visión y estilo discursivo. Era su naturaleza misma que los mexicanos veíamos con preocupación: el rechazo a todo lo existente, su ignorancia de las cosas más elementales, la amenaza implícita de que se le elige a él o vendrá el diluvio y, sobre todo, su disposición a anular lo que sí funciona, independientemente de que haya tantas otras cosas que merecerían cambios. Cuando en el último debate Trump se negó a comprometerse a respetar el resultado de las elecciones, a todos los mexicanos nos recordó el momento post electoral de 2006. Parece caricatura, pero no lo es.

Los dos personajes comparten una serie de valores y preferencias muy claras: su discurso anti sistémico, la ausencia de propuesta (ellos lo resuelven solos, como por arte de magia) y la arrogancia inherente a su personalidad: no tienen porqué rendirle cuentas a nadie. Varios periodistas han escarbado en los discursos de ambos, encontrando una caterva de frases prácticamente idénticas, confirmando lo obvio: no es que sean iguales en origen, pero sí lo son en propuesta política y ese es el asunto de fondo. Dudo que alguna vez se hayan encontrado, pero filosóficamente son indistinguibles.

Se trata de una visión política profundamente conservadora que emerge no de la búsqueda de transformación social sino de la protección de los perdedores y la preservación del viejo orden social; de ahí su permanente nostalgia: antes todo funcionaba bien… En esto, ambos profesan un agudo nacionalismo que desprecia las instituciones, el mercado, los acuerdos internacionales y cualquier regla o ley que no sirva a sus propósitos. Ante la incompatibilidad de su discurso con la realidad mundana, su respuesta acaba siendo mesiánica no sólo porque no tienen propuestas concretas sino porque la solución son ellos mismos. El mesianismo permite “ignorar la realidad” con tanta frecuencia como sea necesario, construyendo una fantasía sostenida en mentiras que, en su mente, no lo son.

Queda ver cómo reaccionará Trump ahora como presidente electo y, sobre todo, cómo resistirán las instituciones estadounidenses el embate que él representa. Lo que es certero es que su triunfo es producto de algo que los mexicanos conocemos bien: gobiernos dedicados a no gobernar, a prometer pero no cumplir y, sobre todo, a ignorar los problemas, necesidades y reclamos de la población. El de Obama ha sido un gobierno desastroso y el electorado le acaba de pasar la factura.

Nuestro gobierno se rehúsa a comprender una obviedad similar: que el hastío, la inseguridad, la depreciación constante del peso y el pésimo desempeño económico para la mayoría de la población, tienen consecuencias.

No me queda duda que el peor escenario para México sería el de Trump en Washington y AMLO en México: dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro, una combinación letal para la economía mexicana. Con su inacción o, más apropiadamente, con su desdén y mal actuar, el gobierno está haciendo la propuesta mesiánica cada día más probable.

 

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13 Nov. 2016

Hacia adelante

Luis Rubio

Pase lo que pase en la elección estadounidense del próximo martes, es imperativo que redefinamos nuestra forma de ver a nuestro vecino del norte a fin de que nunca más enfrentemos los riesgos que se evidenciaron en esta larga temporada electoral. La primera parte de esta pesadilla concluye ahora, pero el verdadero desafío apenas comienza.

 

Trump ha sido el protagonista de una agria narrativa anti mexicana, pero no por insultante y ofensiva deja de contar con una amplia base de credibilidad: no es un accidente de la historia sino producto de ésta. Ese es el reto: una parte de los norteamericanos -la que Trump ha captado- nos culpa de muchos males, pero la otra, aunque no nos culpe, coincide en el hecho de que México no es una democracia, expulsa a su gente y no es un país confiable. En otras palabras, la narrativa es la misma; lo que cambia es la interpretación. En ambos casos, el mexicano es bueno, el gobierno malo. Nuestro reto es ganarnos su respeto a pesar de nuestras diferencias.

 

El desafío no radica en combatir las afirmaciones textuales del candidato republicano, sino en crear una base de legitimidad para México y los mexicanos, incluyendo por supuesto a los mexicanos residentes, legal o ilegalmente, allá. Modificar prejuicios y actitudes no es algo fácil, sobre todo unos tan arraigados. Además, los prejuicios son unilaterales: el americano promedio no ve al mexicano como su par ni comprende que su bienestar está profundamente atado a México y que mientras más exitoso sea México, más seguros estarán los norteamericanos y mayor será la interacción económica y comercial que viene acompañada de empleos, precios bajos y mejor calidad. El éxito de cualquier estrategia que se decida desarrollar se va a medir en estos parámetros.

 

La narrativa dominante allá, más profunda en unos ámbitos, menos en otros, pero ubicua en todos, es muy simple y muy clara: México exporta drogas, expulsa mexicanos, consume subsidios, roba empleos a estadounidenses y no se sabe gobernar. Este resumen trivializa la narrativa pero es preciso y, aunque descarnado, refleja lo que Trump articuló con éxito.

 

Es obvio que cada uno de los componentes de la narrativa puede ser desbancado con argumentos analíticos, pero el asunto es visceral y emotivo. Incluso en los lugares más benignos, como las llamadas “ciudades-santuario,” donde no se persigue a los migrantes ilegales, el punto de partida es que se trata de personas sin opciones que huyen de los problemas de México. En esa discusión no existe el mercado de trabajo, no hay reconocimiento de lo más obvio: que los migrantes van cuando hay oferta de empleos y no porque un día se levantaron con el ánimo de jugarse la vida cruzando el río. Eso quizá ocurra con los refugiados sirios, pero no es el caso en nuestra vecindad.

 

En EUA pocos comprenden lo profundamente integradas que están las dos economías y lo que eso implica en términos de capacidad productiva respecto al mundo o que las tres naciones han logrado una óptima combinación de fuerzas relativas para el servicio del consumidor y que México es el tercer destino más grande de sus exportaciones. Lo mismo ocurre con el asunto de la seguridad en que México es pieza clave, como parte del llamado perímetro de seguridad, para cuidar su flanco sur. México y EUA están irreductiblemente integrados tanto a través de personas y mercancías como de acuerdos y proyectos clave para la estabilidad y seguridad regional.

 

Pasada la elección, gane quien gane, nuestro cometido debería ser muy claro y absoluto: asegurar que nunca más se trate a México y los mexicanos como ocurrió en esta temporada. Para lograr ese propósito será necesario construir una estrategia inteligente que, lejos de confrontar como si fuésemos muy machos, penetre el subconsciente colectivo estadounidense y nos coloque entre las naciones amigas, socias y legítimas.
El reto es enorme porque implica modificar las premisas de toda esa narrativa que son, a final de cuentas, prejuicios acumulados a lo largo de mucho tiempo. Si uno analiza las encuestas, esos prejuicios no son universales ni absolutos: existen muchos factores diferenciadores. Por ejemplo, las encuestas revelan un aprecio por demás benigno a la esencia de lo mexicano: la cultura, la comida, la actitud del mexicano, las pirámides y las artesanías. De la misma forma, hay un rechazo despiadado cuando se trata de todo lo asociado con el gobierno: seguridad, migración, gobierno, corrupción.

 

El problema de la narrativa estadounidense sobre México es que, aunque falsa en mucho de lo que a nosotros se refiere, se apuntala en un conjunto de factores reales -como la corrupción, la falta de gobierno competente y la inseguridad- que tendrán que cambiar para poder atacarla. Es decir, si queremos cambiar nuestra imagen, tenemos que cambiar la realidad. Como en tantas otras cosas, el reto es más interno que externo. Medios no faltan; lo que no ha habido es disposición a emprender y sostener una estrategia.

 

El punto es comprender la naturaleza del problema de manera neutral y comenzar a picar piedra. Tomará tiempo, pero México nunca más debe ser el puerquito de un candidato a la presidencia de ese país. Habrá que comenzar por limpiar la casa.

 

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Hacia adelante
06 Nov. 2016

Escenarios México-EUA

Luis Rubio

La contienda que concluye en nueve días no ha sido la más polarizada de la historia; quien recuerde la era de Vietnam sabe que hay ciclos en este sentido, pero también una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. La pregunta es qué clase de relación seguirá entre las dos naciones.

México acabó siendo un actor involuntario y (casi) ausente en la contienda electoral estadounidense; muchos factores coadyuvaron a crear el escenario electoral actual: desde el cambio tecnológico hasta los migrantes, pasando por pésimos programas estadounidenses de apoyo al ajuste por factores comerciales y tecnológicos y, de no poca monta, el desprestigio político del TLC en ese país. Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica.

Hay dos escenarios postelectorales para nosotros y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar, particularmente respecto al TLC. De ganar Trump y no actuar impulsivamente en esa materia, entraríamos en un periodo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir.

El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en un tercer periodo presidencial, similar a como ocurrió con Bush padre en 1988. Clinton tiene una larga experiencia con México y entiende la complejidad de la relación, por lo que no habría que esperar mayores aspavientos, excepto su obvio deseo por penalizar al gobierno de Peña por la invitación a Trump.

El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo: de ganar control del senado y, en una de esas, del congreso, Clinton quedaría en manos de legisladores activistas decididos a regular lo financiero, laboral y comercial, mucho de ello con severas consecuencias para el TLC. Por el lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria.

Me parece que hay tres lecciones que derivar de esta elección. La primera es sin duda que el gobierno mexicano debe entender mejor a nuestros vecinos para evitar torpezas como las acontecidas con la invitación a Trump: existen procedimientos bien establecidos para contactar a los candidatos, por lo que no es necesario inventar el agua tibia.

La segunda es que el gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. Aunque el gobierno mexicano debe articular una estrategia que repare la mala reputación de México que se exhibió en esta contienda, es claro que es la sociedad mexicana, y no el gobierno, quien debe responder ante improperios como los prodigados por Trump. Baste recordar que tanto las declaraciones de Fox como la invitación a Trump elevaron sus bonos electorales. Mejor que sean artistas, literatos, empresarios y chefs quienes defiendan la mexicanidad y no sus asediados gobernantes.

La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.

Finalmente, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo, en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.

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30 Oct. 2016

Pandillas y leyes

Luis Rubio

En la comedia Los caballeros, Aristófanes agrupa a la población en el personaje Demos quien, jalado por la nariz, es engatusado y engañado con halagos por hábiles demagogos. Los atenienses que aplaudían y celebraban la comedia no parecían reconocer que la fábula se refería a ellos mismos. Seguramente de algo así surgió la frase aquella de que los pueblos tienen el gobierno que se merecen. A menos que la ciudadanía de la ciudad de México despierte, eso habrán demostrado las élites políticas con eso que llaman constitución.

El primer problema con la pretendida constitución es que nadie la pidió. Se trata de una vieja demanda de las élites de izquierda que no reconocen valor alguno en la ciudadanía a la que pretenden gobernar. El documento que presentó el jefe del gobierno no es más que una plataforma compleja, disléxica y muy mal redactada, de aspiraciones que nada tienen que ver con la realidad mundana; más bien, se trata de un pretexto para sumar bases políticas, incorporar a grupos inconexos y consolidar intereses y demandas. Se habla de derechos pero no se reconoce que un derecho es el lado anverso de una obligación. Ambas cosas tienen que estar presentes para que exista un orden social; pero no, en una plataforma política el orden es lo de menos: lo importante es ganar y preservar el poder.

Definido de esta forma -una plataforma para preservar el poder- la pretendida constitución tiene todo el sentido del mundo y se explica perfectamente como un documento que no pretende inspirar; es, más bien un reflejo de combates ideológicos y políticos entre pandillas, por lo que el texto no tiene porqué ser incluyente. Es, en una palabra, una plataforma autoritaria y burocrática para lanzar la candidatura presidencial del jefe del gobierno.

«¿Qué es una constitución?» se preguntó Ferdinand Lasalle, quizá el más astuto y práctico observador en esta materia: “las interrogantes constitucionales no son, en primera instancia, interrogantes sobre derechos sino interrogantes sobre el poder.” Tanto el contenido como la forma en que se ha administrado el proceso constitucional para la CDMX evidencian la clarividencia de Lasalle: todo es sobre el poder y nada para la ciudadanía o que avance el Estado de derecho.  Lo importante son los arreglos entre los dueños del poder en la localidad y la protección de sus intereses.

Un proceso constitucional serio debió haber comenzado por dos cuestiones elementales: la primera es un vigoroso debate respecto a los principios que enarbolaría la constitución  -con la más amplia y diversa participación ciudadana- sobre el futuro de la ciudad de México. La segunda es una argumentación inteligible y dirigida a la ciudadanía de las reglas que darían forma a la “nueva” ciudad. Un proceso de esta naturaleza habría colocado a la CDMX, y a su gobierno, a la vanguardia del país, con una gran visión de futuro. Lo que se ha hecho ha convertido al gobierno y a su constituyente en el hazmerreír del país entero.

Es evidente que entre los redactores del documento se concibe a la ciudadanía como un estorbo al que hay que imponerle derechos en lugar de incorporarla en la discusión. Así ocurrió en Europa en los noventa y lo que ahora cosechan esos políticos es Brexit y una serie de votos que comienzan a echar para atrás la constitución europea.

Una mala constitución es mucho peor que no tener una constitución. Lo que el gobierno de la CDMX ha presentado es un bodrio ininteligible que revela más de la política de las pandillas en los sótanos del poder que del futuro al que, uno supondría, se aspira para la ciudad y el país. Peor, una constitución como la que se ha presentado entraña un mal sistema de gobierno e, inevitablemente, llevaría a un todavía peor desempeño de la ciudad en el contexto del país. Es obvio que ninguno de los excelsos redactores se ha preguntado por qué la CDMX se rezaga en materia económica mientras que estados como Querétaro, Aguascalientes, Yucatán y Nuevo León -por no decir Singapur- crecen a tasas cercanas al 7%, algunos de estos por décadas. ¿No será que los derechos que con tanto ahínco se consagran (pero que hace tiempo existen en la práctica) son obstáculos a la inversión, creación de empleos y desarrollo de la ciudad?

Vivir en un mundo de fantasía ciertamente tiene sus beneficios y eso es lo que revela el texto publicado, pero esa no es receta para el éxito político, máxime cuando su característica principal es la aversión a la rendición de cuentas democrática. Ciertamente, la ciudadanía está lejos de tener la sofisticación de los redactores, pero la ciudadanía es quien los mantiene y hace posible que empleen su tiempo en ejercicios autoritarios como éste.

El objetivo de una constitución debería ser el de asegurar un buen gobierno, no la repartición de los dineros y puestos públicos entre los políticos. Una constitución seria establecería los derechos y obligaciones de los ciudadanos y los límites a la autoridad, a la vez que definiría las reglas del juego para la interacción entre unos y otros. No hay nada de esto en el texto publicado.

El texto es insalvable: el proceso tiene que comenzarse de nuevo con un poco más de humildad y mucho más de visión.

 

México frente a EUA: ahora y en el futuro

Luis Rubio

Lo novedoso de la contienda electoral estadounidense no radica en la polarización de la sociedad estadounidense que refleja ni en los personajes mismos, aunque hay mucho que decir de ellos, sino en el hecho de que ambos acaparan un rechazo generalizado por parte de su sociedad. En la era de la postguerra hubo muchas contiendas polarizadas -recordemos como ejemplo paradigmático la era de Vietnam- y la sociedad estadounidense mostró una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. Lo que es excepcional en esta ocasión, particularmente para nosotros, es el hecho de que México sea uno de los focos centrales de la disputa.

En este comentario quisiera concentrarme en tres aspectos: primero, en el hecho de que somos protagonistas involuntarios en la contienda; segundo, en los escenarios potenciales y sus impactos sobre México; y, tercero, en las posibles respuestas de nuestra parte. De entrada, me permito plantear mi conclusión: la relación entre las dos naciones es hoy tan compleja, profunda y diversa que sólo podrá acentuarse, pero los factores políticos que la envuelven pueden convertirse en elementos por demás disruptivos si no se manejan con inteligencia por ambas partes. La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.

En primer término, México acabó siendo un actor tanto involuntario como ausente en la contienda electoral; esto ocurrió por factores exógenos y endógenos. Por una parte, los años de acercamiento entre las dos sociedades prácticamente coincidieron con el momento de mayor disrupción tecnológica que haya experimentado el mundo moderno, particularmente en la industria pesada y manufacturera, lo cual se ha traducido en desempleo estructural, inseguridad económica y desazón, además de drogadicción e incertidumbre; además, el crecimiento de la migración mexicana ha tenido un extraordinario impacto social en los lugares más recónditos de la sociedad estadounidense: no basta argumentar que se trata de la virtual integración del mercado laboral; ese hecho ha ido de la mano con una creciente y, en muchas localidades, abrumadora presencia de personas extrañas, con un idioma ajeno, demandando satisfactores mínimos que, en un contexto de inseguridad laboral, implicó la identificación automática de un chivo expiatorio. Por el lado estadounidense, sus programas de apoyo a los afectados por el comercio internacional han sido un fracaso y esto explica, al menos en parte, la base social de Trump. Finalmente, el superávit comercial que México en esta relación bilateral ha hecho fácil el argumento de que México gana y Estados Unidos pierde.

Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica. Esto ocurrió, en buena medida, porque, a diferencia de China o del propio cambio tecnológico, México está ahí y, desde el momento de la disputa por la aprobación del TLC se convirtió en un factor político interno. Esto es algo que no es similar en el caso de China. Nuestro déficit en esta materia es evidente. Al mismo tiempo, no cualquier forma de acción hubiese sido favorable.

En segundo término, están los escenarios electorales y su potencial impacto sobre México. Más allá de lo que indiquen las encuestas en este momento, hay dos escenarios y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar. El TLC, el principal motor de la economía mexicana y uno de los blancos constantes de la retórica de Trump, es claramente nuestro principal activo, pero también nuestra mayor vulnerabilidad. En términos legales, existe una disputa sobre si el TLC, como acuerdo y no tratado, puede ser cancelado por el ejecutivo sin el concurso del poder legislativo. Existen más de 200 acuerdos del más diverso orden y nunca se ha cancelado uno, razón por la cual existe el riesgo de que Trump actuara impulsivamente, iniciando un proceso legal que, aunque potencialmente disputable, implicaría un daño inmediato a la economía mexicana tanto en materia del tipo de cambio como del flujo de inversiones. Entre que se dilucida la situación legal, el impacto económico y financiero sobre México sería extraordinario.

De ganar Trump y no actuar impulsivamente en materia del TLC, entraríamos en un tiempo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir. Mucho dependería de la composición del congreso y del senado, pero es de anticiparse que entrarían en juego todos los actores clave de la relación bilateral y que se repetiría, así fuese en forma un tanto cómica, la escena de disputa por la ratificación del TLC en 1993. Los sindicatos y las empresas inversionistas en México se lanzarían al ruedo para influir sobre la forma de actuar en esta materia y los arreglos a los que se llegara tendrían impacto real, a diferencia de mediático, sobre la actividad económica mexicana. Cuidar esos procesos se tornaría en nuestro principal desafío.

El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en el tercer periodo presidencial de Obama. El paralelo más evidente a este escenario sería el de George H.W. Bush, quien se encontró con un partido gobernante agotado, sin motivación y con pocas iniciativas. El principal riesgo de esa presidencia radicaría en la potencial búsqueda de chivos expiatorios; sin embargo, Clinton tiene una larga experiencia con México y es altamente improbable que esa fuese su causa, lo cual no excluiría propuestas de revisión del TLC y otras similares. Dicho eso, la forma extraña e inédita en que el gobierno mexicano intentó acercarse a Trump podría entrañar, como ocurrió en 1993, un largo periodo de distanciamiento formal.

El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo. De ganar el senado y recobrar el congreso, el partido demócrata probablemente sería tomado por activistas legislativos quienes, aprovechando el río revuelto de una administración sin proyecto, buscaría incorporar agresivas regulaciones en materia financiera, laboral y comercial. Por un lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria. De cualquier forma, dadas las encuestas en este momento, este debería ser el factor más preocupante para México.

Más allá de quien gane la elección, es importante entender que la política estadounidense es mucho más violenta, mucho más dura, que la mexicana pero, al mismo tiempo, goza de una extraordinaria capacidad de regeneración. Se trata de una sociedad con escasa memoria histórica, pero con mayor flexibilidad de la que este año sugiere. Al mismo tiempo, sus instituciones son fuertes y siguen una lógica de continuidad mucho más acusada de lo aparente. En lo positivo, esto implica que la capacidad de adoptar decisiones radicales (como podría ser la cancelación o renegociación del TLC) es mucho más acotada de lo aparente por el contrapeso que representa el poder legislativo y la capacidad de acción de toda clase de fuerzas e intereses de la sociedad norteamericana. De la misma forma, Estados Unidos es un país sumamente institucionalizado, lo que implica que el daño podría ser grande pero no infinito. En lo negativo, hay políticas, como la deportación sistemática de migrantes ilegales, que continuará independientemente de quien encabece la próxima administración. La inercia en esta materia, como en la presupuestal, es evidente.

De primordial importancia para el futuro será el tamaño de la derrota de Trump, en caso de que ese sea el resultado. Una derrota marginal seguramente implicaría que el legado de Trump en términos ideológicos y políticos sea retomado por otros candidatos en el futuro y que permee a los planteamientos del partido republicano. Una victoria más holgada por parte de Clinton disminuiría ese efecto.

En términos de México, es fácil especular sobre potenciales impactos de la elección estadounidense sobre el 2018 mexicano, pero no es obvia la utilidad de semejantes especulaciones. A la fecha, el único candidato bien definido, Andrés Manuel López Obrador, no se ha beneficiado de la fortaleza de Trump. En caso de un triunfo republicano, las políticas que su gobierno decidiese emprender ciertamente impactarían los procesos de decisión y la retórica política mexicana, pero es poco probable que modificaran mucho más. Dicho eso, me parece evidente que el peor escenario posible para México, para la relación bilateral y para la región sería la combinación de Trump y López Obrador en la presidencia de cada uno de los dos países. Dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro ciertamente sería letal para la economía mexicana.

Finalmente, el asunto medular es cuál puede y debe ser la respuesta mexicana ante la elección estadounidense. En el plazo inmediato, la respuesta gubernamental sólo puede ser una y esa es la de tratar de reconstruir la relación con el equipo victorioso. Si bien la burocracia que administra la relación continuará dentro de un esquema inercial, la clave será construir una relación política nueva que permita salvar el escollo y, a toda costa, evitar un daño a la relación. El primer impulso debe estar perfectamente planeado para entablar una relación de trabajo donde el criterio debe ser muy simple: a) mantener el barco a flote; b) evitar que se tome una decisión ejecutiva en materia del TLC; c) alinear las fuerzas favorables a México tanto en el ámbito empresarial como en el social y académico; d) mantener la postura de que el tratado no es negociable, pero dejando entender que, en caso extremo, cualquier negociación debe ser en acuerdos complementarios externos al TLC mismo; y e) sin adoptar una postura inflexible, dejar muy en claro que México también tiene sus intereses y objetivos y que no cejará en protegerlos y avanzarlos. El punto central es que Estados Unidos no va a conducir procesos políticos o burocráticos que nos afectan a nosotros: es México quien debe tener claridad de visión y aportar ideas al proceso para que éstas se conviertan en la decisión estadounidense. Así es como funciona ese país y hay que actuar bajo la lógica de que ellos tienen una multiplicidad de intereses y puntos de enfoque, en tanto que ellos son uno claro y vital para nosotros.

El gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. En el último año se suscitó un amplio debate en México sobre cuál debía ser la respuesta de México ante los improperios de Trump; mientras que el gobierno fue titubeante en sus respuestas iniciales para luego incorporarse de lleno en la disputa electoral, actores no gubernamentales demandaban una acción decidida por parte del gobierno. No es evidente cuál puede y debe ser la respuesta mexicana en circunstancias como éstas. Por un lado, a modo de ilustración, las intervenciones del expresidente Fox tuvieron el efecto de fortalecer la nominación de Trump dentro de su partido; por el otro, innumerables personas demandaban la defensa de la dignidad nacional. Una manera de responder pudo haber sido por parte de la sociedad y no por parte del gobierno: de hecho, hubo diversos esfuerzos a través de textos, videos y otro tipo de participaciones que lograron este objetivo de manera al menos parcial. El punto medular es que un gobierno no puede intervenir en el proceso electoral de otro país sin que haya costos y consecuencias. La diferencia entre el actuar de la sociedad y el del gobierno es definitiva y determinante.

En un segundo plano, es imperativo dedicar esfuerzos y recursos a entender mejor a la sociedad norteamericana, a sus procesos sociales y políticos y la forma en que México se ha convertido en parte integral de ellos, nos guste o no. Esto es imperativo para evitar torpezas como las ocurridas recientemente, pero también para desarrollar una estrategia de largo plazo que evite caer en una situación de extrema vulnerabilidad como la que se evidenció en estos meses.

En esta materia, es necesario comprender que la de Trump o Sanders no fueron campañas irracionales, que no se trató de fenómenos nuevos o recientes, que sí eran anticipables y que, por lo tanto, debimos haber actuado con visión desde hace tiempo. Entre las lecciones que arroja esta contienda hay las siguientes: primero, hay un gran aprecio en la sociedad americana por la cultura, el lenguaje, la historia, las tradiciones, el arte, la comida y la actitud de los mexicanos; segundo, hay un enorme desprecio por la corrupción, la burocracia, la inseguridad y, en general, los políticos mexicanos. Esto implica que la base de cualquier estrategia de largo plazo debe fundamentarse en el desarrollo y profundización de los vínculos entre las dos sociedades, a partir de la sociedad mexicana: es decir, apuntalar la relación de largo plazo en artistas, chefs, intelectuales, empresarios, estudiantes, etcétera, y no en lo que los estadounidenses reprueban que, en lo general, se vincula con el gobierno y los políticos.

Concluyo con dos consideraciones. Primero que nada, la realidad geográfica y geopolítica nos obliga a actuar y proteger nuestros intereses y eso, en esta materia, implica conquistar a la sociedad norteamericana. Visto desde la superficie, es difícil comprender la profundidad de los vínculos que hoy existen entre las dos naciones, la dependencia mutua en una inmensa diversidad de asuntos que cubren todo, desde la economía hasta la seguridad, las líneas de suministro de bienes básicos y los lazos personales y familiares. La integración industrial es extraordinaria y clave para el empleo y los ingresos de los mexicanos. Imposible no enfatizar lo crucial de abocarnos como país a asegurar que México nunca más vuelva a ser el chivo expiatorio de la discusión política en ese país.

En segundo término, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.

Seminario «México-EEUU: los peligros de la coyuntura»

 

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Seguridad: pasado y presente

Luis Rubio

En su Testamento político (1640), el cardenal Richelieu sostiene que los problemas del Estado son de dos clases: fáciles o insolubles. Los fáciles son los que fueron previstos. Cuando le estallan en la cara, ya son insolubles. Esa es la historia de la seguridad en el país. El sistema de seguridad que existió entre los cuarenta y los setenta del siglo pasado funcionó porque respondía a las peculiares circunstancias de aquella era y nunca se adecuó, o transformó, para responder a lo que vino después: le estallaron al gobierno en la cara y todavía no reacciona.

«El pasado, dice un aforisma, es otro país. Ahí se hacen las cosas de manera distinta». En efecto, hasta el pueblo más modesto en los cincuenta contaba con tres instituciones bien establecidas: la Iglesia, el IMSS y el PRI. Aunque la constitución decía que éramos un país federal, esas instituciones eran testigos de la absoluta centralización del sistema de gobierno: desde el binomio PRI-presidencia hasta la más modesta representación local, los tentáculos del sistema abarcaban y cubrían a toda la población del país, hasta en el pueblo más recóndito. La información fluía en ambas direcciones y las reglas eran claras: nadie dudaba quien mandaba.

Por supuesto que existía cierto grado de autonomía local (no era un sistema soviético), pero las formas y la centralización se reproducían a todos los niveles, permitiendo un control efectivo del territorio. La ventaja del sistema era evidente y se observaba en la paz que reinaba en la mayoría del país: cuando se presentaba un problema, el sistema respondía con eficacia, con una unidad de mando vertical. Los sistemas autoritarios se  gobiernan con pocas instituciones y escasas reglas: basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto.

Funcionó mientras funcionó. El sistema era eficaz pero nunca fue flexible y su capacidad de adaptación acabó siendo prácticamente nula. Su gran virtud fue que creó condiciones para la prosperidad económica; pero esa prosperidad cambió a la sociedad mexicana y exigió la adopción de un marco económico dinámico que respondiera a un mundo que no dejó de transformarse. Así, la sociedad de los sesenta comenzó a exigir satisfactores sociales y políticos que el viejo sistema era incapaz de proveer y las crisis económicas obligaron a la liberalización, lo que virtualmente eliminó la capacidad de control vertical que había funcionado en las décadas anteriores. Es decir, el éxito del viejo sistema acabó minando su viabilidad, en todos los órdenes.

La seguridad se ejercía de manera vertical y se instrumentaba a través de los actores locales, al grado en que el propio gobierno administraba la delincuencia. Era un sistema primitivo para un país pequeño, relativamente poco poblado y sin mayores contactos con el resto del mundo. Esas circunstancias cambiaron: la población casi se quintuplicó (25 millones en 1950 vs 119 en 2015), los niveles educativos se elevaron y con ello se alteró cualitativamente la demanda de satisfactores. Todo esto fue erosionando la funcionalidad y eficacia del sistema de seguridad, hasta que éste se colapsó.

En los noventa comenzamos a observar un crecimiento dramático de la delincuencia y los secuestros. Luego vino la letal combinación de un cambio político estructural (el «divorcio» del PRI y la presidencia con la derrota del PRI en 2000), la incomprensión del momento por parte de Fox (y su desdén por gobernar) y el crecimiento del crimen organizado, en buena medida debido al éxito de los americanos en cerrar la entrada de drogas por el Caribe y el control que logró el gobierno colombiano de sus mafias de narcotraficantes, cuyos beneficiarios fueron las mafias mexicanas, que tomaron control del negocio.

Todo esto ocurrió justo cuando el viejo sistema de seguridad se colapsaba y los gobernadores le quitaron la chequera a Hacienda y, en lugar de construir un sistema moderno de seguridad a nivel local, dispendiaron  o robaron esos dineros. Es decir, lo que ya no funcionaba bien prácticamente desapareció y nada se construyó en su lugar.

Llevamos dieciséis años desde que comenzó esta nueva etapa y todavía no existe un reconocimiento de dos cosas elementales: primero, que el objetivo del sistema de seguridad debe ser el de proteger a la población. Así de básico. Segundo, que la fuerza federal puede servir para atajar el problema pero sólo una capacidad local, de abajo hacia arriba, va a resolver el problema de seguridad en el largo plazo. Las propuestas de mando único o compartido sólo funcionarán en la medida en que se conciban como un medio para construir capacidad local. La seguridad es de abajo hacia arriba o no existe.

Estos principios son iguales para estados con problemas relativamente menores como Querétaro que para los que viven en el mundo de la criminalidad como Guerrero o Tamaulipas. Lo específico cambia, pero lo genérico es igual: nuestro problema es de ausencia de gobierno, de capacidad de gobierno, en todo el territorio nacional. Cada caso requiere atención particular, pero lo relevante es para todo el país: las reformas estructurales son necesarias, pero sin seguridad, jamás arrojarán los beneficios que prometen.

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Lo que no llegó

Luis Rubio

 
Siempre me han intrigado los contrastes en la evolución política de México con respecto a las naciones sudamericanas. Si bien hay algunos paralelos, la realidad es que nuestra historia a lo largo del siglo XX en nada se parece a la de aquellos. En términos analíticos, sin adjetivar, el México de hoy arrastra más una herencia totalitaria que autoritaria: la naturaleza del PRI no es similar a las dictaduras militares del sur y la diferencia explica, al menos en alguna medida, esos contrastes. Pero el tiempo y el cambio generacional comienza a erosionar las diferencias, arrojando importantes lecciones.

Guillermo O’Donell* acuñó el término “democracia delegativa” para explicar las distorsiones que las dictaduras sureñas arrojaron. Irónicamente, muchos de los signos que hoy observo en México no son tan distintos. Para O’Donell, las democracias delegativas “No son democracias representativas y no parecen estar en camino a serlo… “. Según el autor, la clave reside en que “la instalación de un gobierno elegido democráticamente [debiera abrir] una ‘segunda transición’, con frecuencia más extensa y más compleja que la transición inicial desde el gobierno autoritario… [pero] nada garantiza que esta segunda transición se lleve a cabo.” ¿No suena esto a Fox?

“El elemento fundamental para el éxito de la segunda transición es la construcción de un conjunto de instituciones… entre un gobierno elegido y un régimen institucionalizado y consolidado… Los casos exitosos han mostrado una coalición decisiva de líderes políticos con un amplio respaldo, que prestan mucha atención a la creación y el fortalecimiento de las instituciones políticas democráticas.”

“Una democracia no institucionalizada se caracteriza por el alcance restringido, la debilidad y la baja intensidad de cualesquiera que sean las instituciones políticas existentes. En lugar de instituciones que funcionan adecuadamente lo ocupan oras prácticas no formalizadas, pero fuertemente operativas, a saber: el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción.” ¿Alguna duda de cómo se aprobaron las reformas del gobierno del presidente Peña? ¿No es posible ver en esta lógica las movilizaciones de la CNTE, los moches del PAN, los votos del PRI en el congreso y, el crecimiento inusitado del gasto público y, por lo tanto, de la deuda?

“Las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido sólo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y por un periodo en funciones limitado constitucionalmente… [En esta visión] otras instituciones -por ejemplo, los tribunales de justicia y el poder legislativo- constituyen estorbos que acompañan a las ventajas… de ser un presidente democráticamente elegido. La rendición de cuentas a dichas instituciones aparece como un mero obstáculo a la plena autoridad que le ha sido delegada al presidente.” ¿No suena esto al nombramiento de un secretario de la función pública a modo, el desprecio al poder judicial, la corrupción irredenta del legislativo y el pésimo manejo de Ayotzinapa y Nochixtlán?

“Lo importante no sólo son los valores y creencias de los funcionarios, sean o no elegidos, sino también el hecho de que están incorporados en una red de relaciones de poder institucionalizadas. Dado que esas relaciones se pueden movilizar para imponer un castigo, los actores racionales evaluarán los costos probables cuando consideren emprender un comportamiento impropio.”

“La democracia delegativa otorga al presidente la ventaja aparente de no tener prácticamente rendición de cuentas horizontal, y posee la supuesta ventaja adicional de permitir una elaboración de políticas rápida, pero a costa de una mayor probabilidad de errores de gran envergadura, de una implementación arriesgada, y de concentrar en el presidente la responsabilidad por los resultados.” ¿Trump? ¿tren a Querétaro?

La historia de reformas en innumerables países alrededor del mundo -ampliamente estudiada-demuestra que los errores -y las oposiciones- se acumulan en la medida en que la decisión sobre reformar se concentra en grupos sin contrapesos. Parece un libro de texto sobre el devenir del gobierno actual. La pregunta es cuáles serán las consecuencias.

“Una vez que las esperanzas iniciales se han desvanecido… la desconfianza respecto de la política, los políticos y el gobierno se transforma en la atmósfera dominante… El poder fue delegado al presidente y él hizo lo que consideró más adecuado. En la medida en que los fracasos se acumulan, el país debe tolerar a un presidente ampliamente vilipendiado, cuya única meta es resistir hasta el fin de su periodo.” México no es el primer país que padece de “mal humor social.”

El riesgo de México no reside en lo hecho sino en lo que no se haga de aquí al fin del sexenio. Un país que no cuenta con contrapesos efectivos a la presidencia y con un gobierno enquistado y dormido garantiza el resultado que todos los mexicanos, y el propio presidente, encuentran repugnante. El sexenio no termina sino hasta el último día de noviembre de 2018: de aquí a entonces es imperativo hacer efectivas las reformas para que el país salga adelante.

*Delegative Democracy, Journal of Democracy Vol 5, No 1, Enero 1994

 

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Evasión

Luis Rubio

  

El palacio de gobierno arde. Arde en un estado que tiene fama de civilizado y hasta desarrollado. No se trata de Oaxaca o Guerrero sino de Chihuahua. La responsabilidad, dijo entonces César Duarte, el gobernador saliente, es del ganador en los comicios para sucederlo. O sea, quien está en el gobierno no es responsable; responsable es el que está esperando para entrar. Con esto Duarte se constituye en el ejemplo más patente de la evasión de responsabilidad que ha caracterizado a nuestro sistema de gobierno desde 1968.

La violencia casi ha desaparecido de la discusión pública no porque haya disminuido sino porque se ha tornado en asunto cotidiano: ya ni sorprende. Los gobernantes, y muchos medios de comunicación, saltan alarmados ante cualquier hecho de violencia pero jamás reparan en las causas del fenómeno ni mucho menos se asumen responsables. El gobierno y sus personajes no está para resolver problemas de seguridad, crear condiciones para el crecimiento de la economía o proveer servicios. Su única función es preservar a los representantes del sistema, de cualquier partido, en el poder.

Otro gobernador, el Duarte de Veracruz, hasta se da el lujo de cambiar las leyes luego de su derrota para supuestamente impedirle a su sucesor el placer de iniciar procesos judiciales en su contra. El cinismo es tan grande que quien cambia la ley no imagina que su sucesor pueda hacer algo exactamente igual pero en sentido contrario. A final de cuentas, la ley es un instrumento maleable en manos de los gobernantes y no una regla de comportamiento con instrumentos punitivos para quien no se apegue a ella.

Hoy, finalmente, tenemos un gobernador que nos aclara la razón por la cual no impidió que se quemara el palacio de gobierno. Según César Duarte en un programa de radio, “no vayan a decir que soy represor; mejor que quemen el palacio”. O sea, el gobierno no está para mantener la paz, seguridad y estabilidad, sino para evadir responsabilidades. El fenómeno se repite en todas las latitudes y esquinas del país.

Noam Chomsky describió un fenómeno similar en la era de Nixon: “Aún la persona más cínica difícilmente se sorprenderá de las peculiaridades de Nixon y sus cómplices… Poco importa dónde reside, en este momento, la verdad precisa, dado el marasmo de perjurio, evasión y desprecio por los ya de por sí poco inspiradores estándares de comportamiento político”.

El fin de la era Nixon y los escándalos de Watergate forzaron a los políticos estadounidenses a adoptar un marco legal para hacer valer nuevos estándares éticos y combatir la corrupción; por supuesto que no se acabó con toda la basura que pulula a los sistemas de gobierno en todo el mundo, pero se dio un claro rompimiento con el mundo permisivo en materia de ética y corrupción del pasado.

En México, nuestros gobernantes (es un decir) han desperdiciado una oportunidad tras otra para tomar el toro por los cuernos. La burda manera en que los senadores intentaron burlarse y vengarse de la sociedad al aprobar la ley anti-corrupción es reveladora en sí misma. En lugar de aprovechar la adversidad, en el gobierno se han empeñado en abrir nuevos frentes, un día y otro también. Los casos de corrupción de los últimos años constituían una oportunidad excepcional para que el gobierno asumiera un papel de liderazgo que no sólo cambiara al país con miras hacia el futuro, sino que convirtiera al propio gobierno en un factor transformador.

Ganó la pasividad y la ausencia de visión. Ahora se acumulan los frentes y no hay respuesta alguna. ¿Es sostenible este patrón tendencial? Si uno ve hacia atrás, como uno supondría que el presidente ha hecho, la probabilidad de acabar mal es alta, pero todavía parece posible evitar que el final sea catastrófico. Sin embargo, los desafíos se acumulan ahora que hay maestros y médicos en las calles, protestas de empresarios, andanadas de toda clase de organizaciones de la sociedad civil, brotes guerrilleros y eventos violentos que hace tiempo dejaron de ser ocultables o ignorables. De Ayotzinapa pasamos a Oaxaca y entre uno y el otro se apilan casos que muchos activistas quisieran llevar a la Corte Penal Internacional lo que, aunque jurídicamente inviable, abona a desprestigiar tanto al gobierno como al Ejército Mexicano.

El problema principal que caracteriza al país reside en la ausencia de gobierno: desde 1968, un gobierno tras otro -igual el federal que los estatales y municipales- esencialmente abdicaron su responsabilidad de preservar la paz y, en una palabra, gobernar. Ante el riesgo de ser acusados de represores, prefirieron el título de incompetentes y corruptos. Hoy sólo son competentes para la corrupción.

Quedan dos años, periodo que podría ser de estabilización política para evitar una transición catastrófica y sentar las bases de una confianza que haga posible la reactivación económica. También podría ser un largo periodo de parálisis, carente de una nueva visión. El “nuevo” discurso presidencial repite lo intentado, sin reparar en que se requiere algo distinto. El problema no es (sólo) de narrativa sino de perspectiva: todavía es tiempo para construir consensos y amarres que permitan una transición tersa. Lo que no es obvio es que exista la capacidad y disposición para intentarlo.

Evasión
Luis Rubio
02 Oct. 2016

Nuevos paradigma

Luis Rubio  

¿Será posible que nos encontremos ante uno de esos cambios sísmicos de los que se lee en los libros de historia pero que sólo ocurren, en la vida real, de manera excepcional? El mundo que se construyó después del fin de la segunda guerra mundial se resquebraja minuto a minuto. Las manifestaciones y síntomas son ubicuos, pero la gran pregunta es si se trata de un momento de catarsis que pone en duda al statu quo para luego retornar a la normalidad o si, en realidad, comenzamos a ver el fin de toda una era.

Los signos están por todas partes: los votantes en Francia, Estados Unidos, España y México se manifiestan de formas inusuales y atípicas, pero todas con un mismo sentido: el desprecio y rechazo a lo existente. Así se explican fenómenos como el de Marine Le Pen en Francia, Sanders y Trump en EUA, el Bronco en Nuevo León y Podemos en España. La gente está enojada y lo manifiesta en el plano electoral.

Por su parte, la economía del mundo ya no responde a las estrategias que, por décadas, lograron transformaciones radicales, y para bien, alrededor del mundo. El Banco Mundial, el FMI, la Unión Europea y los bancos centrales del orbe se desviven por tratar de resolver la crisis de los últimos años pero parecen incapaces de lidiar con la profundidad de la convulsión que explotó en 2008. Algunas de esas instituciones propugnan soluciones ortodoxas, otras se han convertido en paladines de la heterodoxia, pero la tasa de crecimiento sigue siendo patética.

El reclamo por el estancamiento de los ingresos es universal; el avance de la tecnología, sobre todo la robótica, desplaza empleos que antes parecían permanentes e inamovibles. La gente del sur migra hacia el norte buscando mejores posibilidades, causando enormes desajustes, como ilustra Brexit.

En la última década hemos atestiguado el desmoronamiento de regímenes duros y el colapso de sistemas políticos disfuncionales. La llamada primavera árabe fue y vino, dejando inestabilidad y violencia como legado. El gobierno de Yemen se vino abajo mientras otros intentan regenerarse. En Guatemala cayó un gobierno y la presidenta brasileña fue removida; seguramente no falta mucho para que lo mismo ocurra en Venezuela. El planeta experimenta convulsiones por doquier.

El desajuste que experimenta el mundo es ubicuo y universal. Algunos países tienen gobiernos en forma que responden, o intentan responder, al reto del crecimiento y la estabilidad, otros simplemente se enconchan, confiando en que la divina providencia los acabe rescatando. China se propuso la transición más compleja que nación alguna jamás haya intentado: pasar de una nación manufacturera a una de consumo en unos cuantos años. Singapur es el único país que, con singular claridad de rumbo, logró semejante transformación, pero se trata de una ciudad-Estado, sumamente homogénea y con una población pequeña y altamente educada. China es una nación de dimensiones monumentales con cientos de millones de campesinos pobres y alienados que no se han integrado a la vida moderna.

Brasil está viviendo una extraña combinación de instituciones fuertes por el lado judicial, con enclenques pesos y contrapesos entre el ejecutivo y el legislativo. Hace algunas décadas observó la remoción de un presidente y ahora se encuentra ante una tesitura similar. Si resuelve bien el proceso actual y construye un efectivo sistema contra la corrupción y la impunidad, el país saldrá fortalecido y más democrático; si, por el contrario, resulta que todo acaba siendo un pleito entre intereses contrapuestos, habrá dejado escapar una extraordinaria ocasión.

La oportunidad del gobierno mexicano en materia de corrupción no es menor: en lugar de diluir la propuesta existente, haría mejor en constituir un sistema transformador que rompa con el pasado, incluso si eso implicara la exoneración de cualquier corrupción anterior. Si de nuevos paradigmas se trata, los momentos de crisis son únicos para implantarlos.

Incierto es el futuro de las instituciones de la posguerra, pero no tengo duda que saldrán mejor librados quienes tengan mayor capacidad de adaptación, así como estructuras institucionales flexibles. Alemania seguro saldrá mejor librada que Grecia y Túnez mejor que Libia. La pregunta es cómo acabaremos nosotros.

El surgimiento de numerosos candidatos en cada partido -muchos no tradicionales y algunos independientes- sugiere que las estructuras existentes no tienen capacidad de respuesta pero, también, que los jugadores se están adaptando, identificando formas de salir adelante. El lado anverso de cada problema es siempre una oportunidad.

Poco antes de morir, Steve Jobs dijo algo que es absolutamente aplicable al momento actual: “la innovación nada tiene que ver con cuánto se gasta en investigación y desarrollo. Cuando Apple sacó la Mac, IBM gastaba más de cien veces en investigación. Esto no es sobre dinero; este es un asunto de personas, de liderazgo y de qué tan claro tiene uno el panorama”.

Los paradigmas y los problemas cambian, pero lo único que importa es la claridad del momento, la capacidad de construir y responder, así como la flexibilidad para hacerlo de manera oportuna. ¿Dónde cree usted que estamos nosotros ante estas disyuntivas?

 

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