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La preocupación

Luis Rubio

G.K. Chesterton entendió nuestro dilema mejor que nadie: “Cuando un precepto religioso es destrozado, no sólo se desperdigan los vicios. Claro que los vicios se desperdigan, deambulan y causan daños. Pero también las virtudes se desperdigan y las virtudes deambulan de manera más salvaje, causando un daño mucho más terrible.”

El país enfrenta enormes riesgos tanto en su interior como frente al exterior, ambos producto, en buena medida, de lo que Chesterton hubiera denominado “el rompimiento de un precepto religioso,” aunque en este caso de religioso no tenga nada: la incapacidad e incompetencia legendaria de nuestro sistema de gobierno.

Ayotzinapa, el gasolinazo y la pobreza -tres ejemplos inconexos y radicalmente distintos entre sí- ilustran el fracaso de la gestión política del sistema a lo largo de las décadas, si no es que de siglos. En Ayotzinapa se resume la crisis de seguridad, justicia y gobierno que caracteriza al país; el llamado gasolinazo ilustra la propensión ancestral del gobierno a cortar esquinas, en este caso a incurrir en un gasto público politizado y deficitario, con el consecuente crecimiento de la deuda, para no lograr nada relevante (excepto devaluaciones), aunque sí más privilegios para una burocracia ineficiente y ensimismada; la pobreza, ese mal ancestral, no se ha extinguido porque se privilegian cacicazgos, sindicatos corruptos y el control político por encima del desarrollo y el progreso.

Ciertamente, cada uno de estos ejemplos emana de sus propias circunstancias, pero el común denominador que los causa es un sistema político displicente, no sólo incapaz de resolver problemas de una manera definitiva, sino indiferente frente a la necesidad de resolverlos, para no hablar de lograr un desarrollo integral.

Nada ilustra mejor la indisposición a resolver la causa de nuestros problemas que el Tratado de Libre Comercio, hoy bajo asalto por parte del nuevo presidente de Estados Unidos. El TLC ha sido la salvación económica del país a lo largo de los últimos veintitantos años, el único motor de crecimiento con que cuenta la economía. La amenaza que pende sobre el país desde el exterior se agudiza por lo que el presidente Peña Nieto llamó el fin de la “gallina que pone los huevos de oro,” el petróleo.

El desafío que amenaza al TLC y el fin de la era petrolera generan enormes -y absolutamente razonables- miedos tanto en la sociedad como en el gobierno. La razón es muy simple: porque ambos, cada uno a su manera, le permitieron al sistema -por décadas- evitar tomar las decisiones y emprender las acciones que el país requería para desarrollarse.

El petróleo permitió construir obras faraónicas que nadie necesitaba; substituyó el desarrollo de un sistema fiscal moderno porque generaba flujos (aparentemente) interminables de efectivo que, además, se podían desviar hacia cuentas privadas, gastos personales y campañas políticas. El petróleo en manos de Ali Babá permitió décadas de privilegios, enriquecimientos explicables y suficiente impulso económico como para que todo mundo se sintiera satisfecho.

El TLC fue la forma de darle la vuelta a todos los vicios e ineficiencias del sistema político. Aunque evidentemente se trata de un acuerdo en materia comercial y de inversión, su verdadera trascendencia no reside en lo económico per se, sino en la certidumbre jurídica que le confirió a las empresas e inversionistas para que arriesgaran su capital en México.

Visto desde una perspectiva cínica, el TLC fue una forma (otra) de evitar resolver los problemas internos que generaban (y siguen generando) incertidumbre jurídica, física y patrimonial entre los mexicanos. En lugar de resolver esos problemas, el gobierno optó por crear un régimen de excepción en el cual pudieran confiar los inversionistas del exterior. Esa es la razón por la que el TLC es el único motor de crecimiento: como pudimos ver en 2009 cuando se cayeron las exportaciones, sin la demanda de importaciones por parte de la economía norteamericana estamos lucidos. La solución no es más gasto público como este gobierno intentó, siguiendo la gran tradición iniciada en 1970, sino un régimen político y legal confiable.

La incertidumbre de hoy es perfectamente lógica, pero manufacturada en casa: es producto de todo lo que no se ha hecho para construir un país moderno, libre de su burocracia depredadora. Se han preferido acciones excepcionales que, como decía el viejo chiste, nos han hecho depender de soluciones “técnicas” como la Virgen de Guadalupe, en lugar de las “religiosas” como un nuevo régimen político al servicio del ciudadano.

Como tantas otras veces en los últimos cincuenta años, México se encuentra ante el eterno dilema de tratar de sacar al buey de la barranca o tapar la barranca de una vez por todas. Es evidente que es indispensable negociar un acuerdo amplio con EUA del cual se desprendan los cambios técnicos en materia comercial, de seguridad o de lo que sea necesario, pero nada de eso evitará la siguiente crisis si no comenzamos a transformar al sistema político para que éste responda a las demandas ciudadanas, impida los excesos burocráticos y obligue a la construcción de pesos y contrapesos efectivos.

 

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Luis Rubio

29 Ene. 2017

Norteamérica

 Luis Rubio

 Trump ya es presidente de Estados Unidos y ahora sigue la realidad. Aunque su discurso inaugural incluyó elementos claros de lo que espera hacer, en este momento todo queda en el plano de las expectativas y posibilidades. Como escribió Spinoza en el siglo XVII, “en la vida práctica estamos obligados a seguir lo que es más probable; en el pensamiento especulativo estamos obligados a seguir la verdad.” ¿Cuál será la verdad?

He observado a Trump desde que emergió como el candidato republicano a la presidencia y, tratando de ser objetivo, he analizado sus planteamientos, su contexto y el abanico de posibilidades para determinar qué parte cree y cuál es meramente retórica pero, sobre todo, qué es posible en el mundo real en lo que a México atañe. Mi impresión, en una línea, es que, aunque dado a frases lapidarias e incendiarias en su discurso -y tweets- cotidianos, el nuevo presidente es (como uno esperaría de un empresario) hiper pragmático, con pocas creencias o convicciones fijas (como, por ejemplo, si las tiene Obama o las tuvo Reagan, con quien con frecuencia se le compara) y que, en consecuencia, se moverá por ensayo y error. Es posible que, por esa razón, cometa errores grandes de inicio que luego irá corrigiendo. De ser acertado esto, la clave (o el factor suerte) radicará en no estar en la línea de fuego mientras cometa esos grandes errores…

Yendo de lo general a lo específico, el planteamiento es uno de repliegue, retrenchment en inglés, que implica reorganización, racionalización y replanteamiento. Aunque con una retórica muy distinta, esto no constituye un rompimiento con Obama sino, más bien, su continuación por otros medios. En términos de política exterior, Obama comenzó el proceso de repliegue militar en Medio Oriente y, en el plano migratorio, habrá deportado a casi tres millones de personas en su administración. Trump seguramente hará mucho más ruido sobre estos asuntos, pero la substancia probablemente será más similar que distinta. El único tema en que Trump y Obama difieren radicalmente es en materia comercial: para Obama el comercio es parte de la solución en tanto que para Trump es parte del problema.

El planteamiento medular de Trump radica en la reconstrucción (o recreación) de la fortaleza económica estadounidense. Para él, la actual debilidad de su país se deriva de los excesos de su política exterior en las últimas décadas, sobre todo en el plano militar, así como el movimiento de plantas manufactureras a otros países y el crecimiento de las importaciones. Todo esto se ha traducido en la pérdida de empleos manufactureros y el empobrecimiento de la clase media estadounidense. Aunque cada uno de estos planteamientos pudiera ser desarmado con argumentos analíticos, como de hecho ocurrió, suficientes votantes lo aceptaron, confiriéndole el triunfo electoral.

En este contexto, es obvio lo que Trump haría si Estados Unidos pudiese abstraerse del mundo. Sin embargo, lo que propone el nuevo presidente es mucho más difícil de hacer cuando se trata de la superpotencia mundial la que, como le ocurrió a Roma o a Inglaterra en su tiempo, se beneficia del orden mundial y del statu quo. En el ámbito del comercio, Trump pretende reorganizar los arreglos y acuerdos comerciales existentes para beneficiar a los productores y trabajadores estadounidenses; esto suena bien en la retórica electoral pero es muy difícil de lograr en un mundo en el que la capacidad de producir -y, por lo tanto, de consumir- depende de cadenas de provisión cada vez más estructuradas y competitivas. Por ejemplo, ya prácticamente no existe un solo automóvil fabricado en Norteamérica que no incorpore partes, componentes y procesos productivos originados en los tres países: romper eso implicaría elevar el costo de los coches y reducir la competitividad de esas empresas frente a sus rivales asiáticos y europeos.

Mi impresión es que Trump va a enfatizar el desmantelamiento de regulaciones y elementos que hacen costoso el funcionamiento de las empresas, incluyendo importantes cambios en materia fiscal, además de lanzar un agresivo programa en materia de infraestructura (cuyo financiamiento será un tema complejo en sí mismo), pero es en ese ámbito donde su impacto será mayor. En el camino, le habrá cedido los asuntos político-sociales a su vicepresidente, lo que apaciguará al ala conservadora de su partido.

¿Cómo nos afectará esto? Yo veo dos escenarios: uno es que concluya la era de la relación de amistad funcional que se inauguró en 1988 y que permitió que las dos naciones se vieran mutuamente como inextricablemente enlazadas y donde ambas comparten problemas y oportunidades y no se juzgan sino más bien cooperan. Ese es el riesgo que entraña el extremismo que Trump exhibió en su campaña. El otro escenario es que se acabe reconociendo lo que en su momento entendieron Salinas y Bush papá: que no existe alternativa más que la cercanía y que la apuesta debe ser a mejorar la relación y la vecindad en lugar de perseverar en la enemistad histórica que hasta entonces prevalecía. En este escenario las negociaciones que lleguen a tener lugar acabarían afianzando la alianza. La pregunta, no ociosa, es si nuestro gobierno sabrá conducirse en el nuevo contexto para lograrlo.

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22 Ene. 2017

Confianza ciudadana

Luis Rubio

 

¿Somos una democracia o una autocracia? La respuesta parecería obvia, pero no lo es. Sin duda, México ha cambiado radicalmente en sus formas, pero me pregunto si en realidad cambió su esencia. La evidencia de las últimas semanas no es halagüeña…

El tema del momento es la gasolina, pero la pregunta crucial es: ¿por qué no rinden los frutos esperados las reformas emprendidas a lo largo del último medio siglo? El objetivo expreso de las reformas iniciadas desde los ochenta era elevar la tasa de crecimiento de la economía, a lo que siguieron profundas reformas, algunas planeadas y otras no, en los ámbitos político y social. El México de hoy es irreconocible, al menos en su estructura institucional formal: la constitución de hoy refleja a un país diverso, abierto y complejo, algo radicalmente distinto a lo contemplado en 1917.

Las reformas han proliferado, pero el crecimiento no se ha logrado y eso, sumado a la evidencia de corrupción, tiene a la población con ánimo de revancha. El enojo es real y podría convertirse en el punto de quiebre de la estabilidad que, hasta ahora, ha logrado el país a pesar de tanto trajín. Desde luego, hay partes del país que crecen a tasas asiáticas pero otras se contraen de manera constante y sistemática; a pesar de ello la evidencia sugiere que la población entiende los dilemas, ahora agravados por Trump, pero lo que no tolera es la inequidad.

La evidencia de inequidad es ubicua. Los privilegios persisten y las protecciones que reciben partidos, legisladores y políticos son ininteligibles para una población que lo ha aguantado todo. Peor, las autoridades se defienden en lugar de explicar: los gobernadores se abstraen del fenómeno general y demandan más presupuesto; el gobierno federal promete retornar a la estabilidad macro, pero el gasto sigue ascendiendo; los legisladores exigen aumentos de sueldos y vales de gasolina. En el otrora Distrito Federal se persiste en un ejercicio constitucional orientado a legislar derechos, potestades y poderes sin obligación alguna, excepto para el ciudadano común y corriente que es, a final de cuentas, el que los financia a todos.

Yo no tengo duda que el problema de fondo es uno y muy simple: la ausencia de confianza ciudadana. La confianza siempre es medular, pero era más sencillo de lograrse en el régimen priista porque la existencia de controles verticales permitía alinear las acciones gubernamentales en una era del mundo caracterizada por el control de la información. La combinación favorecía la funcionalidad económica.

Cambió el mundo, se rompieron los controles, la información se tornó ubicua y ahora nadie puede imponer la confianza. Así, desapareció la confianza de la ciudadanía y hoy el gobierno parece decidido a torpedearla. Se han aprobado decenas, si no es que centenas, de reformas, pero ninguna está orientada a proteger al ciudadano, conferirle certezas o garantizar sus derechos frente al embate de los políticos y el riesgo inherente a un cambio de giro en la presidencia. Las reformas electorales son particularmente ilustrativas: sólo atienden los problemas de los políticos; ninguna se enfoca a ganar la credibilidad de la ciudadanía.

En la literatura sobre las transiciones políticas* se establecen dos momentos clave: uno del autoritarismo y otro hacia la democracia. México concluyó la primera etapa y para eso las reformas electorales fueron fundamentales, pero se perdió en el siguiente proceso. Seguimos padeciendo formas autocráticas en materia de transparencia, rendición de cuentas y corrupción: se reforma mucho pero siempre para atender síntomas, dejando que quien manda (porque gobernar es sólo una aspiración) decida qué se da a conocer y a quién se persigue. El pomposamente llamado “sistema nacional anticorrupción” será otra gran burocracia: ¿por qué mejor no eliminar las causas y fuentes de corrupción?

Yo me atrevería a decir que estamos en un momento político (ciertamente no económico) no muy distinto a 1982: el país experimenta un creciente deterioro que se manifiesta en una atrofia ideológica; erosión económica en vastas regiones del país; corrupción endémica; y disenso político –además de conflicto- entre las élites políticas. Todo esto se manifiesta en la forma de un profundo enojo e incontenible desprecio por el gobierno.

Lo paradójico es que, en contraste con 1982, México cuenta hoy con una plataforma económica sumamente poderosa, la productividad que alcanza la planta manufacturera moderna es comparable a la de los mejores del mundo y el ingreso de los trabajadores en esa parte de la economía es robusto y creciente. El presidente tuvo en su mano la oportunidad de convocar a una gran unidad nacional ante el embate de Trump y lo desperdició en una medida mal conducida y peor informada, sin reconocer el contexto social en que se dio.

El TLC fue exitoso porque protegió –aisló- a los inversionistas del potencial abuso y excesos de nuestro dilecto gobierno y su burocracia. Algo similar urge hacerse internamente para conferirle certidumbre a la ciudadanía y comenzar a recuperar su confianza. En esta era es imposible salir adelante sin la ciudadanía: eso que el gobierno no acaba de comprender.

*sobre todo O’Donnell y Schmitter

 

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¿Para quién?

 Luis Rubio

La palabra “democracia” ha acabado siendo trivializada en el discurso político, pero sobre todo entre la población. Muchos de quienes despreciaban al viejo presidencialismo y se dedicaron a combatirlo ahora desprecian la democracia: antes porque una persona tenía demasiado poder, ahora porque no tiene suficiente. En su acepción más fundamental, la democracia existe para proteger al ciudadano del abuso del gobernante; en la discusión pública mexicana la democracia es un instrumento para elegir gobernantes y luego no entrometerse en sus decisiones.

¿Cuál es el balance apropiado? En el contexto de un pésimo manejo político y en la antesala del año crucial del ciclo político, es necesario debatir por qué no progresa el país a pesar de tantos cambios y reformas en todos los órdenes. Sólo así será posible salir del momento tan peligroso.

Parece evidente que hay dos asuntos que nadie disputaría como problemas medulares: la ineficacia del gobierno y la pésima calidad de los servicios públicos. Aunque vinculados, son dos temas distintos que con frecuencia se mezclan o visualizan en términos de causalidad: no funciona el gobierno (y provee malos servicios) porque está mal organizado. Por supuesto que hay algo de cierto en esta relación, pero es imperativo entender bien las causas porque un error de diagnóstico siempre lleva a una mala solución.

Desde por lo menos 1963, en que se crearon los llamados “diputados de partido,” el país ha atravesado por una multiplicidad de reformas políticas y electorales que, bien a bien, no lograron más que resultados parciales, aunque sí la incorporación de todos los grupos políticos. Ciertamente, algunas reformas transformaron al sistema para bien (como la del 96 que creó un sistema electoral profesional ejemplar), pero el país sigue atorado. Las reformas atacaron -en algunos casos hasta la saciedad y el absurdo- problemas entre políticos, pero ninguna ha procurado escuchar a la ciudadanía y responder a sus preocupaciones y necesidades. La mayoría de las reformas ha acabado siendo asuntos de redistribución del poder entre quienes ya lo ostentan.

Como alguna vez dijera Einstein, no es posible esperar resultados distintos cuando se repite la misma cosa. ¿Qué es lo que hace pensar a los políticos que un nuevo trapito va a resolver el problema político del país?

No discuto la necesidad de reformar: lo que pregunto es reformar para quién. Docenas de reformas políticas y electorales -en adición a las centenas de reformas económicas, fiscales y de derechos sociales- no han logrado que se eleve la confianza de la ciudadanía en sus gobernantes, que las calles estén bien pavimentadas o que la población goce de seguridad física y legal.

Cuando uno se pregunta por qué no crece la economía con mayor celeridad, la respuesta es obvia para los ciudadanos, tan obvia que los políticos no la quieren ver: porque no hay la más mínima confianza en el funcionamiento del gobierno. El sistema de gobierno está diseñado para extraer rentas de la ciudadanía, alimentar al ogro filantrópico y preservar privilegios de grupos dentro del sistema político y alrededor de éste. Mientras tanto, la ciudadanía vive en un mundo de incertidumbre respecto a su integridad física, seguridad patrimonial y el abuso del gobierno. Hasta pagar impuestos es complicado.

El viejo sistema político, el de Plutarco Elías Calles, se creó para concentrar el poder e institucionalizar el conflicto en la era postrevolucionaria. Los problemas de hoy son en cierto sentido producto del éxito de aquel entramado, toda vez que reflejan el crecimiento de la población, la dispersión geográfica y la diversidad económica, política y social. Aunque mucho ha cambiado gracias a las reformas emprendidas, el viejo sistema sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, pero con una enorme diferencia: antes funcionaba y satisfacía lo mínimo necesario y hoy ya no.

Una posible explicación de esta paradoja es que el viejo sistema respondió al problema de su momento y luego dejó de hacerlo porque el problema cambió pero el sistema permaneció. Hoy el sistema político no responde a las necesidades de desarrollo del país que, en lo fundamental, nada tienen que ver con lo que lo que preocupa a los políticos. Mientras ellos siguen en la búsqueda de parches a lo que no funciona, el país necesita un gobierno que sí funcione. Desde luego, es imperativo reformar al sistema político para que el gobierno funcione, pero lo crucial es que la reforma que se emprenda se contemple con esa lógica: la de resolverle problemas a la población y hacer más fácil su vida cotidiana.

El problema de esta solución es que entrañaría una revolución en el sistema político del país. Las más avezadas de las propuestas de reforma buscan regresar a lo que antes parecía funcionar, que es, en esencia, lo que este gobierno intentó: re-centralizar el poder. Esa opción desapareció el día en que se liberalizó la economía y es imposible recrearse. Lo que necesitamos es un sistema político para el siglo XXI, no la continuación, así sea institucionalizada, del porfiriato. Y eso implica el fin de los privilegios, transparencia y rendición de cuentas: o sea, responderle a la ciudadanía. Si no se parte de esa premisa, nada cambiará.

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Demasiado importante

Luis Rubio

 

En su libro The Big Short, recientemente dramatizado en la película La Gran Apuesta, Michael Lewis describe un problema complejo de manera fácilmente comprensible. El colapso de los mercados financieros en 2008 constituyó el final de años de desarrollo de productos cada vez más complejos y dependientes de variables que, sus creadores suponían, no estaban vinculadas. Cuando se impuso la realidad, resultó que lo que bajo condiciones normales no estaba relacionado, en circunstancias críticas se articulaba, magnificando el riesgo. El problema es que Lewis solo describe, con enorme gracia, los síntomas; jamás llega a sus causas últimas.

La sucesión de eventos que llevó al colapso, y los instrumentos involucrados, es conocida; sin embargo, lo que éste y otros libros tienden a omitir es la razón por la cual se diseñaron esos instrumentos “infernales”. Décadas de observar a varios de los actores más trinchones en el sector financiero internacional me han convencido de dos cosas: su inteligencia y creatividad, por un lado, y su conducta, casi pavloviana, por el otro. Se trata de una combinación que puede ser extraordinariamente benéfica para el desarrollo económico, pero también letal en ciertas circunstancias. En palabras de economistas: los incentivos estaban desalineados.

El fondo del asunto no reside en los hechos mismos, hoy ampliamente conocidos, sino en las circunstancias en que se dieron: ¿Qué llevó a que se desarrollaran productos tan claramente riesgosos? Lo que todos sabemos es que la crisis se produjo porque se realizaron préstamos, sobre todo hipotecas, que luego los bancos que las habían colocado revendieron por todas partes. En condiciones normales, las familias que habían obtenido esos créditos las hubieran pagado a lo largo de las décadas, generando los fondos para que el sistema funcionara debidamente y los tenedores de esos títulos obtuvieran el retorno pactado. El problema fue que muchas de las familias que obtuvieron los créditos, tal como ridiculiza Lewis, abandonaron las casas hipotecadas, cercenando el círculo virtuoso. Lo que Lewis nunca explica es qué es lo que llevó a que se le concedieran hipotecas a personas que claramente no tenían capacidad de pago.

Mervyn King, ex-gobernador del Banco de Inglaterra explica el otro lado del fenómeno: en lugar de describir escenas heroicas y justificatorias como hace Ben Bernanke, el presidente de la Federal Reserve en los momentos críticos, en su biografía, King se aboca a lo trascendente: qué es lo que hizo que el sector financiero se convirtiera en el talón de Aquiles de la economía mundial.

El título del libro de King dice mucho: El Fin de la Alquimia. King analiza el acertijo que yace en el corazón del sistema financiero desde tiempos ancestrales: la falacia que reside en la aceptación de depósitos del público que pueden ser demandados en cualquier momento, frente al otorgamiento de créditos de largo plazo. Esto, por supuesto, no es algo novedoso: es la esencia del sistema financiero: los banqueros han creado complejos instrumentos que no garantizan que haya suficientes fondos en caso de una excesiva demanda de corto plazo.

El problema de fondo, dice King, es la presencia deriesgos a la estabilidad cada vez más cada vez más complejos frente a los operadores del sistema, personas creativas que no tienen el menor incentivo para ser cautos o velar por la estabilidad del sistema. Es decir, King describe el problema que se presenta para el regulador, como fue él de uno de los bancos centrales más importantes del mundo, cuando los incentivos están desalineados.

En el corazón del colapso del 2008 se encuentra un ordenamiento político que los financieros implementaron de manera sumamente creativa, pero a la vez escandalosa y llena de vicios. Los políticos, especialmente un senador y un congresista estadounidenses, por años presionaron a los bancos para que prestaran dinero a familias pobres para que se hicieran de una casa. Hábiles, los financieros diseñaron un tipo de hipoteca que entrañaba pagos mínimos y sin intereses por tres o cuatro años que luego ascendían de manera vertiginosa. Los acreditados vivieron en las casas mientras el pago era conveniente y las abandonaron inmediatamente después: actores perfectamente racionales. Por su parte, los financieros habían satisfecho el requisito político, obtenido sus bonos por colocar muchos créditos muy rentables, dejando que el diluvio viniera unos años después. Para entonces, todas esas hipotecas habrían sido vendidas a inversionistas que habían sido engatusados.

Enorme creatividad y enorme riesgo. Como observa King, el fenómeno es perfectamente explicable y sumamente difícil de erradicar porque chocan las demandas políticas con los incentivos de actores financieros inteligentes y racionales. Estos son conflictos que nunca acaban de resolverse, pero que pueden ser mitigados con una regulación idónea que parta del reconocimiento de la naturaleza humana como es y no como uno quisiera que fuera.

Agustín Carstens acaba de ser nombrado cabeza de la institución regulatoria más importante del mundo en materia bancaria. Su experiencia e inteligencia podría contribuir a evitar la próxima crisis. No es un reconocimiento menor.

 

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Demasiado importante
01 Ene. 2017

Algunas lecturas

Luis Rubio

Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba por llevarte de modo inevitable.

Arturo Pérez Reverte

En 2012 Charles Murray publicó una provocación que probó ser predictiva con la elección de Trump. En Coming Apart, se dedica a analizar un tema que le ha preocupado por años: el de la desigualdad y las políticas públicas que tienden a exacerbarla. En publicaciones previas había oteado en terrenos farragosos y políticamente incorrectos como el de la inteligencia y el IQ. En Coming Apart describe como la población tiende a polarizarse y a agravar el problema: según Murray, los que tienen éxito en la sociedad se han ido concentrando geográficamente y en términos de actividades, al grado de acabar viviendo en una burbuja que los separa del resto de la sociedad: ven programas de televisión distintos, leen literatura diferente, van a otras escuelas y sus intereses son cada vez menos similares a los del resto de la población. El argumento de Murray a lo largo de su carrera es que las políticas públicas diseñadas para atacar la pobreza y reducir las brechas sociales han sido un fracaso porque no atacan el fondo del problema y, en ocasiones, lo exacerba. En 2016 publicó un cuestionario interactivo que permite determinar qué tan cerca del americano modal es una persona, es decir, qué tan similar a la mayoría es un individuo. Aunque el cuestionario es etnocéntrico y no fácilmente aplicable a México, vale la pena responderlo porque es sumamente aleccionador.*

Ronald W. Dworkin es un médico y filósofo que ha incursionado de manera creciente en asuntos de política pública, primero los relacionados con la salud y recientemente con un libro intitulado ¿Cómo puede Karl Marx salvar al capitalismo americano? El argumento de Dworkin no es nuevo, pero es sumamente interesante: Marx fue un enemigo del capitalismo pero, al exhibir sus defectos y limitaciones, forzó a los gobiernos a responder, sobre todo en terrenos como los del abuso de los trabajadores y la necesidad de políticas sociales como un sistema de salud integral. En la actualidad, dice Dworkin, hay nuevos riesgos que, aunque distintos en naturaleza a los que experimentó el capitalismo en el siglo XIX, constituyen un nuevo desafío a su sobrevivencia. Entre éstos, destacan cosas como la alienación social, las descendientes tasas de natalidad, el uso de enervantes y el uso de medicamentos para funcionar en la vida laboral.  Aunque las propuestas concretas que sugiere Dworkin nada tienen que ver con Marx, lo que me pareció relevante de este libro es su noción de que los dogmatismos conservadores y liberales son inútiles para resolver los problemas de la actualidad. Específicamente, propone que el gobierno debe enfocarse, con una precisión de láser, a atender las amenazas a la vida privada sin atentar contra los factores que permiten el buen funcionamiento de los mercados.

Anthony de Jasay es un filósofo y economista húngaro que vive en Francia. Su libro El Estado, comienza con una pregunta extraordinaria: ¿qué haría usted si usted fuese el Estado? Lo usual, dice Jasay, es concebir al Estado como un instrumento, un medio que existe para lograr el bien común. Sin embargo, se pregunta el autor, ¿qué cambiaría si suponemos que el Estado tiene fines propios que no son los de la población? Jasay construye una larga respuesta que sigue la historia del Estado a partir de su función original, con dimensiones por demás modestas, de protector de la vida y la propiedad, hasta convertirse en un “ágil seductor de mayorías democráticas que emplea la distribución de beneficios sociales” y se pregunta “¿Será que el siguiente paso racional es el de desarrollar poderes totalitarios?” El Estado presenta una extrapolación discutible pero no irrelevante o ilógica.

Richard Epstein es un profesor de derecho norteamericano que lleva décadas escribiendo sobre la constitución de su país. Este año publicó su obra magna, La constitución liberal clásica, donde estudia el origen y naturaleza de la constitución estadounidense y analiza la forma en que ha evolucionado a lo largo del tiempo. Más allá de los debates propiamente norteamericanos que atiendea lo largo del libro, lo que me pareció inmejorable son sus reflexiones sobre cómo ha ido cambiando la naturaleza del gobierno, sus objetivos y los valores que, de hecho, lo animan. Su planteamiento principal es que se han reducido las protecciones a los derechos individuales sin resolver los problemas esenciales de la sociedad contemporánea. Creyente profundo en un gobierno pequeño y acotado, Epstein toca muchos de los temas que animan la obra de Murray pero desde una perspectiva constitucional. Su planteamiento central es que sólo una protección constitucional firme y decidida de los derechos de los individuos frente al Estado, garantizada por la Suprema Corte, puede crear las condiciones para una revitalización económica. Un poco en contraste con Murray, su argumento no es ideológico sino fundamentalmente pragmático: le parece obvio que el statu quo no funciona, mientras que antes si funcionaba. Eso, dice Epstein, debería ser lección suficiente.

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Políticos despistados

Luis Rubio

Nuestros políticos rara vez se percatan de los efectos que tienen sus decisiones. Seguros de la bonhomía e infalibilidad de sus ideas, rara vez consideran la posibilidad de que sus preferencias y acciones puedan causar efectos opuestos a los pretendidos o radicalmente distintos a los imaginados. Los políticos piensan en términos de su propio marco de referencia (usualmente acceso al poder y a la siguiente chamba) y no en las consecuencias de sus acciones; piensan como el león que cree que todos los demás son de su condición.

Protegidos de la mundanal complejidad de la vida de los mexicanos comunes y corrientes, su perspectiva nada tiene que ver con lo que ellos necesitan. El ciudadano quiere cosas básicas: seguridad, certeza, servicios que funcionen, medios para desarrollar su vida cotidiana; es decir, nada excepcional: solo poder vivir y prosperar de la mejor manera posible. Los políticos, sin embargo, saben mejor: para ellos el progreso no consiste en tener una buena vida, servicios básicos y seguridad cotidiana sino transformaciones radicales.

El caso de “un día sin auto” en la ciudad de México es paradigmático porque todo mundo, excepto sus promotores, sabía que limitar el uso del automóvil para millones de ciudadanos sin contar con un medio efectivo y confiable de transporte público tendría el efecto inexorable de provocar un aumento en el parque vehicular: la población comenzó a comprar un coche adicional para circular todos los días. Pero ese caso, de hace un cuarto de siglo e, inexplicablemente, repetido hace unos meses, es sólo una muestra. El país ha cambiado dramáticamente en las últimas décadas en gran medida debido a decisiones gubernamentales, algunas acertadas y muchas aterradoras, que han cambiado no sólo el aspecto físico y las estadísticas, sino también las percepciones y expectativas de la población. El resultado no es agradable.

Si bien ha habido estrategias verdaderamente trascendentes y transformadoras (por ejemplo, la liberalización económica de los 80 y el TLC), la mayoría ha tenido efectos nulos y, en ocasiones, contraproducentes. Pero más allá de las “grandes” reformas, lo notable es la ausencia de las “pequeñas” cosas que son las más importantes para la vida cotidiana. Muchos desprecian la liberalización de la economía y proponen cancelarla, pero es obvio que ignoran un hecho muy simple: el UNICO motor de la economía mexicana en la actualidad es el TLC; la noción de ponerlo en entredicho es, primero, absurda, pero luego aterradora. Por eso la preocupación con Trump.

Quizá no haya mejor prueba de lo fallido de los últimos cuatro gobiernos que el hecho de que, por más que prometieron más crecimiento, no lograron agregar nada al TLC y, en cambio, en el presente, nuevamente han puesto en entredicho la estabilidad financiera que, como aprendimos en 1994, yace en el corazón de la viabilidad económica.

A pesar de lo fallido de los últimos gobiernos, algunos estados y regiones han logrado algo que no se reconoce: la tasa de crecimiento de estados como Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro se asemeja más a Asia que a América Latina. Es decir, hay muchos mexicanos que experimentan una transformación radical que los distancia de aquellos que, gracias a pésimos gobiernos dedicados a la corrupción como razón de ser, han dejado en ruinas y pobreza a sus poblaciones. Partes de México han logrado prosperar, otras se empobrecen. ¿Cuál es la diferencia? La calidad del gobierno. No hay de otra.

Algunos gobiernos locales han logrado algo inusitado en nuestro país: gobiernan. Algo que debería ser de Perogrullo es inexistente en la mayoría del país. Son más comunes los gobernadores dedicados al poder y al lucro que los dedicados al desarrollo. Lo lamentable es que la mayoría busca el poder y el lucro personal.

El resultado es patético. Para el ciudadano común lo importante es que existan víveres en las tiendas, gasolina en las estaciones respectivas, seguridad en el transporte público y certeza en la conducción económica. La realidad es otra: como si se tratase de un desastre natural y no político, provocado por la CNTE, el gobierno federal organizó un puente aéreo para llevar víveres básicos a Oaxaca: en lugar de ser garante de la seguridad, privilegia a los delincuentes.

¿Cuál es el resultado? En vez de una ciudadanía satisfecha, contenta y próspera, el país se caracteriza por una incertidumbre creciente. El mexicano común y corriente vive temeroso de asaltos, robos a su casa, la seguridad de sus hijos, incertidumbre respecto a la permanencia de su empleo y, por si eso no fuese suficiente, la ausencia de esperanza. Nuestros políticos no comprenden ni lo más básico: sin estabilidad y confianza es imposible el futuro.

Las “ventanas rotas” fue un concepto articulado por Wilson y Kelling para describir la forma en que se deteriora una sociedad. Cuando no se reparan las ventanas de un edificio o los baches de una ciudad, el deterioro se acelera porque a nadie le importa el estado de las cosas. Poco a poco, la gente se acostumbra a que todo empeore.

México tiene enormes activos y virtudes, pero la realidad cotidiana muestra exactamente lo contrario. La pregunta clave es: ¿a quién beneficia esto?

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Guerritas civiles

Luis Rubio

El país vive un conjunto creciente de “pequeñas” guerras civiles que pueden acabar arruinándolo. De la misma forma, el caldo de cultivo que se está produciendo podría acabar generando una plataforma transformadora: todo depende de cómo se canalicen estos procesos o, más apropiadamente, si hay alguien a cargo dispuesto y capaz de liderar un proceso de esa naturaleza.

Los frentes abiertos son múltiples e implacables. Unos han sido abiertos por el gobierno, otros vienen de atrás, pero si el criterio es uno de estabilidad, viabilidad y paz, todos tienen consecuencias. El país vive una creciente guerra civil o, más bien dicho, un conjunto de guerras civiles, cada una diferente en origen, circunstancia y dinámica, pero el conjunto no deja de evidenciar la debilidad del gobierno y que la propensión a la anarquía es creciente. Lo patológico de todo esto es que muchas de estas “guerritas” son producto de la incompetencia y ceguera de sus promotores, en muchos casos los más comprometidos con exactamente lo opuesto de lo que están generando.

Una “fotografía” del panorama general dice más que mil palabras:

  • La más inútil (y absurda) de las guerras civiles es la que propició el presidente Peña con su iniciativa en materia de matrimonios igualitarios. No tengo nada en contra de que cada pareja resuelva su vida como mejor le parezca, pero me es obvio que la iniciativa presidencial en la materia fue contraproducente para él y para su partido pero, sobre todo, absolutamente innecesaria. La guerra que inició la Iglesia a partir de esa decisión no puede traer nada bueno, máxime que, a la mexicana, el problema estaba “resuelto”: la ciudad de México lo permite todo; ¿para qué cambiar un statu quo que funciona? Como dice la frase atribuida a Talleyrand, “peor que un crimen, fue un error”. Enorme error.
  • La corrupción lo corroe todo, pero ésta ha abierto muchos frentes, todos ellos costosos. Ante todo, están los protagonistas, sobre todo los gobernadores, que no tienen el menor recato: interpretan su triunfo electoral como una licencia para robar y, si se puede, lograr la presidencia. Esta guerra no va a cejar, así los partidos acuerden qué es corrupción y quién va a la cárcel, a cambio de qué. ¿La justicia? Al paredón. Peor: incentiva la siguiente ronda de corrupción.
  • Luego están los nuevos Torquemadas, ahora dedicados a la corrupción o a cacerías de brujas donde lo último que importa es la justicia, la legalidad o el debido proceso. Denunciar, denostar, atacar y evidenciar es el nuevo mantra. Lo importante no es erradicar la corrupción sino hacer hogueras. López Obrador se los agradecerá.

 

  • El PRD y Morena, como Caín y Abel, experimentan la más bizantina de las disputas. Todo sea por el poder, el de antes y el de ahora, pero sobre todo el del futuro. Lo importante es acabarse mutuamente: lo que eso implique para los territorios que formalmente “gobiernan” es lo de menos. Pregúntele a los habitantes de la Condesa, donde se cifra una guerra entre las dos corrientes políticas, abriendo el paso al crimen organizado con todo lo que eso implica. Morena vende el futuro pero está atorado en el pasado porque no tiene de otra: su “producto” es todavía más antiguo que el del gobierno federal actual: regresar a la edad de piedra. Mientras tanto, que los habitantes en sus demarcaciones se rasquen con sus propias uñas. Lo importante es el poder. Viva la corrupción.
  • La “reforma” fiscal que hace tres años promovió el gobierno federal generó una pequeña guerrita con los pagadores de impuestos; ganó el gobierno pero ahora la economía está estancada. Una victoria Pírrica. En una de sus muchas extraordinarias e inolvidables lecturas de la realidad, Winston Churchill afirmó que “una nación que se impone impuestos como medio para lograr la prosperidad equivale a una persona que se para en una cubeta y trata de levantarse jalando la manija.” Los impuestos son necesarios, pero no a cambio de la prosperidad.

Las guerras, afirmó Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, se hacen por miedo, interés u honor. Las guerras, o guerritas, civiles no son muy distintas pero entrañan una diferencia medular: en lugar de sumar, dividen.

México vive una acumulación de agravios y conflictos, unos abiertos y otros soterrados, pero todos conducentes a mayores divisiones. Ese es el riesgo, que se exacerba en la medida en que el gobierno federal desaparece del mapa. En contraste con otras naciones (España es un buen ejemplo), México no puede vivir sin un árbitro activo, dedicado a propiciar un diálogo y el concierto social. El factor divisivo en México es el poder: sin diálogo, el conflicto está a la vuelta de la esquina.

Minxin Pei acaba de publicar un libro sobre la corrupción en China*. Su argumento es que el sistema chino hace la corrupción inevitable y que esa será la causa de su eventual colapso. Claramente, el panorama mexicano es muy distinto y no guarda proporción alguna con China porque, con todos nuestros defectos, los problemas aquí se orean y son públicos. En una de esas, hasta podrían resolverse. Hay que guardar un sentido de proporción que permita una transición tersa, así tome otra década. Pero alguien tiene que liderarla.

*China’s Crony Capitalism

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Inercia y crecimiento

Luis Rubio

 

Está de moda preocuparse sobre la tasa de crecimiento de China y sus potenciales implicaciones para el mundo. Sin embargo, lo mismo se observa en Estados Unidos, Europa y otras naciones, incluido por supuesto México: el ritmo de crecimiento económico ha venido descendiendo. La pregunta es por qué.

La explicación más simple sobre la tendencia a una menor tasa de crecimiento es que en la medida en que las sociedades van enriqueciéndose, van cambiando sus incentivos y las necesidades que tienen que ser satisfechas. El planteamiento suena razonable: es obvio que lo que requiere un hindú que vive con menos de un dólar al día es muy distinto a lo que demanda un suizo, haciendo natural que la tasa de crecimiento de la India sea superior.

En su famoso libro Las contradicciones culturales del capitalismo, Daniel Bell afirmaba que el crecimiento sentaba las bases de su propia destrucción porque generaba

 gente satisfecha, con poca hambre para mayor crecimiento. En los últimos años, Edmund Phelps publicó un libro* que prosigue ese argumento pero lo lleva a una conclusión muy distinta: no es que la gente deje de tener aspiraciones y necesidades, sino que el entorno ha cambiado, haciendo cada vez más difícil el crecimiento. Es decir, no es que el capitalismo genere anticuerpos contra el crecimiento sino que la sociedad tiende a desarrollar una forma de nuevo corporativismo que impide el cambio.

El argumento de Phelps me recordó lo que decía Galbraith sobre el «complejo militar-industrial»: tiende a paralizar el desarrollo porque entraña arreglos entre empresas y el gobierno que hacen muy difícil cambiar el statu quo, condición necesaria para el crecimiento de la economía. El corporativismo que acusa Phelps («complejo corporativista») incluye al gobierno, al poder legislativo, a los bancos, empresas y sindicatos: una alianza implícita entre todos estos intereses para impedir la competencia y la innovación.

Según Phelps, existen fenómenos por todos conocidos que obstaculizan el crecimiento y que tienen que ver con los incentivos de las empresas, las condiciones de competencia, la forma en que ha cambiado el otorgamiento de crédito bancario y la búsqueda de enriquecimiento ad hominem. Sin embargo, lo que a él le parece crucial, y esa es su verdadera aportación a la discusión sobre el crecimiento, es que la política económica (en el sentido amplio, no sólo presupuestal) es una institución en sí misma que refleja los valores de la sociedad y esos valores privilegian la preservación de lo existente. En una palabra, la gente no quiere correr riesgos y eso se traduce en mecanismos sociales que hacen imposible el cambio y la innovación.

Esos valores procrean mecanismos de subsidio y protección a empresas y personas que tienen el efecto de impedir que surjan nuevas empresas y proyectos de desarrollo. De esta forma, las leyes, las regulaciones, los impuestos y los planes de pensiones acaban protegiendo lo existente, haciendo muy poco atractivo que surjan los espíritus empresariales como los que crearon la riqueza en generaciones anteriores.

Phelps observa como el crédito bancario era más fácil de obtener hace décadas; la creatividad que es inherente al ser humano y que se traduce en habilidad para identificar nuevos mercados, resolver problema y explorar, no prospera en un entorno de reglas rígidas, requerimientos regulatorios y fiscales insalvables; las empresas que ya existen y que han resuelto esos escoyos (típicamente hace mucho tiempo) tienen una ventaja incomparable respecto a quien intenta crear una nueva entidad. La suma de todo esto es que la gente deja de ser creativa y se acomoda en los empleos u oportunidades que existen en lugar de emprender nuevas.

Si uno se remonta a las historias del crecimiento de las economías del mundo en el siglo XIX y principios del XX, era en la que no existían tantas reglas y regulaciones para todo, es obvio que los innovadores corrían riesgos ingentes. Una simple comparación entre los sistemas de transporte de entonces con ahora revela las diferentes concepciones de lo que es seguridad: las carretas jaladas por caballos frente a automóviles que gozan de toda clase de protecciones. La propuesta de Phelps no entraña regresar a ese momento, sino llamar la atención respecto a los costos que implica todo este mundo de protecciones y subsidios que se ha construido y que es, desde su perspectiva, la explicación de la tasa descendente de crecimiento.

Si uno extrapola lo que analiza Phelps, parecería obvio que la extraña colección de aranceles y subsidios que persisten en una amplia parte del sector industrial en México es un factor que impide la innovación y, por lo tanto el crecimiento. Sin embargo, es posible que la principal explicación de nuestro pobre desempeño resida en otro lado: nadie quiere correr riesgos porque la probabilidad de éxito parece ser muy baja, circunstancia que se agudiza cuando existe tanta incertidumbre: parte causada por fenómenos coyunturales, como podría ser la reciente elección estadounidense, pero sobre todo por la inseguridad física y patrimonial que caracteriza a nuestro entorno. El patético desempeño de nuestra economía no es producto de la casualidad.

*Mass Flourishing

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Inercia y crecimiento
Luis Rubio

La nueva racha

 Luis Rubio

Las democracias occidentales están en crisis. Un país tras otro experimenta cambios radicales en la conformación de sus estructuras electorales: los votantes parecen agotados de las soluciones tradicionales y comienzan a optar por alternativas que antes parecían inconcebibles, a veces cualquier alternativa. En Francia, la extrema derecha avanza sin cesar; en España el viejo duopolio del PSOE y PP se vino abajo y tomó más de un año formar gobierno; en Inglaterra la izquierda radical tomó control de Partido Laborista. Estados Unidos rompió todos los cánones históricos. Más allá de lo específico, es razonable preguntar si en México seguiremos en el “aquí no pasa nada” o si, tarde o temprano, asomarán la cabeza alternativas hasta hoy imposibles o impensables.

El corazón del desencanto que exhibe el electorado en los más diversos países es el mismo: hay un agotamiento, una desesperación y un consecuente rechazo a la política tradicional que promete pero no satisface. Los ciudadanos están cansados de políticos que roban, dan explicaciones cada vez menos creíbles, no resuelven los problemas, se la viven atacando fantasmas y síntomas, sin jamás crear condiciones para que la economía satisfaga las necesidades de la población o que la democracia sirva como mecanismo efectivo de representación.

Es posible, incluso probable, que las soluciones adoptadas por sendos electorados tampoco resuelvan los problemas, pero el mensaje es claro: la paciencia con el mal gobierno tiene límites. Así ocurrió en junio pasado.

En México llevamos décadas de reformas electorales cada vez más viciadas, pequeñas y disfuncionales que no satisfacen ni a los propios partidos que las impulsan. Para qué hablar de la ciudadanía que observa impávida ante el espectáculo de negocios partidistas y despilfarros por doquier. Es posible que el fenómeno de El Bronco en Nuevo León anuncie una nueva era política, pero de lo que no hay duda es que lo que lo hizo popular, sobre todo en ausencia de cualquier programa de gobierno, fue su promesa de meter a la cárcel al anterior gobernador. El rechazo a la “política de siempre” es patente.

Aunque cada país es muy distinto, dos ámbitos dominan el enojo ciudadano: la economía y la corrupción. La economía mexicana lleva décadas partida en dos: una que funciona y crece como bólido, otra que se contrae y empobrece. En lugar de atender las causas de estas diferencias, el debate político gira en torno a volver al pasado (o sea abandonar lo poco que sí funciona) o seguir por el mismo camino (es decir, no cambiar nada, ni para mejorar), aunque éste tampoco satisfaga. Por lo que toca a la corrupción, los escándalos se acumulan pero las respuestas son siempre retóricas: se confeccionan nuevas leyes porque en México no hay problema que no amerite una nueva ley que, por supuesto, nadie piensa convertir en algo útil para resolver el problema.

El peso sufre la mayor devaluación en décadas y siempre es culpa de otros. El problema parece evidente pero la explicación es siempre la misma: el mal entorno internacional. Lo emblemático es que aquí nadie es responsable: cuando las cosas van mal en el exterior, el problema es de la economía estadounidense o la china, la recesión internacional o los precios del petróleo. Cuando las cosas van bien en el exterior el problema es de los gobiernos anteriores o de los partidos de oposición. Las excusas no faltan pero las respuestas y acciones susceptibles de enfrentar el problema son inexistentes.

Lo maravilloso es que, frente a la adversidad, el mexicano siempre responde con un chiste y en esto las cosas han cambiado: se afirma que la diferencia entre la dictadura y la democracia yace en que en la primera los políticos se burlan de los ciudadanos y en la segunda es al revés. Bajo este rasero, la mexicana es una democracia consolidada: no hay asunto o corruptela, por pequeña que sea, que no genere un chiste regenerativo. Si sólo pudiéramos dedicar esa creatividad a la innovación tecnológica, el desarrollo de nuevos productos o la mejora de la productividad, el país sería Suiza.

La creatividad no está ausente entre los políticos. Lleva décadas circulando el famoso chiste, ya mítico, de que, cuando se le atora la carreta al nuevo presidente, tiene tres sobres que le dejó su predecesor. El primero dice “échame la culpa a mí”; el segundo “cambia tu gabinete”; el tercero dice: “escribe tres sobres”. El punto es claro: cualquier cosa menos resolver los problemas.

Como ilustra el electorado de otros países, el problema es de carácter universal: el mundo ha cambiado pero los sistemas políticos y gubernamentales ya no resuelven los problemas. Al mismo tiempo, muchos de los problemas no son tan difíciles de resolver porque sus causas son obvias. Reagan esbozó el dilema de manera clarividente: “por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

En efecto, no hay soluciones fáciles, pero las respuestas son obvias. La pregunta es si el sistema político tradicional las hará suyas u otros, fuera del mismo, vendrán a intentarlo.

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La nueva racha

27 Nov. 2016