Luis Rubio
De la «dictadura perfecta» México pasó a la «democracia imperfecta.» En las últimas décadas, el viejo sistema se colapsó pero no desapareció: si bien hoy hay elecciones regulares que son impecables en su manejo y administración (independientemente de que un candidato y su partido las dispute), México está lejos de ser una democracia funcional, eficaz y al servicio de la ciudadanía. Las consecuencias de esa nueva realidad son palpables.
El viejo sistema fue perdiendo capacidad de control esencialmente como resultado de su propio éxito en pacificar al país luego de la Revolución y sentar las bases para el crecimiento; elevadas tasas de crecimiento a lo largo de varias décadas (40-60) generaron una enorme diferenciación en la sociedad mexicana, un extraordinario crecimiento urbano y el desarrollo de profesiones, universidades y todo tipo de factores que, en el tiempo, resultaron incompatibles con el viejo sistema de control. Poco a poco, la sociedad mexicana fue abriéndose espacios frente al control centralizado del poder, debilitando sus estructuras tradicionales que, además, probaron ser excesivamente rígidas para ajustarse y adaptarse.
No hay que perder de vista que el sistema se creó para pacificar al país y establecer un proceso institucionalizado de toma de decisiones luego de la gesta revolucionaria. El mecanismo de atracción -la zanahoria- de los liderazgos que se incorporaron a la nueva organización fue la promesa de acceso al poder y/o a la riqueza a través del sistema; el costo de incorporarse consistía en perder libertad de operación fuera del sistema, dado que la pertenencia al nuevo partido (PNR) entrañaba la aceptación de las reglas «no escritas» del sistema, cuya esencia era el sometimiento al poder presidencial. El sistema fue tan efectivo en cumplir su cometido que México creó una casta de políticos ricos y poderosos como resultado de su pertenencia al exclusivo club. La llamada «familia revolucionaria» cuidada de los suyos y los compensaba con generosidad.
El paso de Carlos Salinas por la presidencia fue ilustrativo de los incentivos encontrados: un presidente modernizador, el único estadista que los mexicanos vivos hemos conocido (en términos de construir un proyecto de desarrollo de largo aliento, afectando importantes intereses en el camino), se dedicó a transformar los cimientos de la economía del país con el objeto de elevar su tasa de crecimiento. Innumerables reformas siguieron en materia de comercio exterior, inversión extranjera y regulación económica, además de la privatización de empresas hasta entonces propiedad del gobierno, como la telefonía, la televisión y el sistema bancario. Las reformas en materia económica fueron ambiciosas y profundas pero, al mismo tiempo, se vieron limitadas por el objetivo ulterior que, no por implícito, dejaba de ser evidente: se procuraba elevar la tasa de crecimiento de la economía para evitar un cambio político, es decir, la pérdida de control del sistema y los beneficios que éste le prodigaba a sus integrantes. Los costos de esa dualidad acabaron siendo evidentes en la crisis de 1995 y no se han erradicado.
La era de Salinas coincidió con la de Gorbachov en la Unión Soviética: ambos encabezaron momentos reformistas en sus países. Gorbachov lideró un proceso de apertura política (glasnost) al que concibió como necesario para hacer posible la transformación económica (perestroika). El resultado fue que Gorbachov perdió el poder y el sistema soviético se colapsó. En ese contexto, Salinas, agudo observador de lo que ocurría en aquellas latitudes, se concentró en las reformas económicas, así estuvieran éstas limitadas por el condicionamiento político. La consecuencia fue doble: por una parte, las reformas sembraron la base de una nueva economía, competitiva y productiva, pero limitada en su alcance, dejando a una enorme porción de la población distante de los procesos modernizadores y con muy bajos niveles de productividad. Por otro lado, en una de esas ironías de la historia, tanto México como Rusia, cada uno a su manera y en su tradición histórica, eventualmente reconstruyeron parte de sus viejos sistemas políticos.
El hecho relevante fue que la economía mexicana experimentó una profunda transformación pero no generalizada; a la vez, la vieja clase política, mucha de ella opuesta a las reformas de estas décadas, ha seguido un proceso gradual, pero sistemático, de reconcentración del poder, guiado más por la nostalgia del viejo sistema que por la existencia de un modelo político o económico alternativo. Entonces, ¿se podrá cambiar?
Hay innumerables ejemplos de efervescencia social a lo largo y ancho del país. En algunos casos, grupos de mujeres se han levantado para cerrarle las puertas al narco; en otros, comunidades enteras se han abocado a buscar a sus parientes desaparecidos en la violencia de los últimos años. Hay muchos más ejemplos de movilización ciudadana de lo que uno se imagina a primera vista. Sin embargo, no es obvio que de ahí pudiera surgir una capacidad clara y sistemática de cambio, pero esa es quizá la única oportunidad que tiene México para romper, de manera institucional y sin violencia, con los impedimentos que hoy mantienen al país en la desazón.
*extracto del libro Un mundo de oportunidades http://bit.ly/2syezl3
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18 Jun. 2017