Luis Rubio
Lo único implacable de la vida es el tiempo que ya pasó y así, en materia política, el país se acerca al inicio de la sucesión presidencial. Se afinan las posturas, afloran múltiples candidaturas y, poco a poco, se va perfilando la última etapa del ciclo sexenal. Como escribiera Miguel de Cervantes, “no es posible que el mal ni el bien sean durables… así que no debes congojarte por las desgracias…” El panorama se aclara, evidenciando las carencias, sobre todo la obvia: por qué, después de tantas décadas de reformas y buenos deseos, el país sigue atorado, siendo incapaz de dar ese gran salto adelante que caracteriza a tantas sociedades exitosas en el mundo.
En su discurso de aceptación del premio Nobel, Albert Camus anticipó lo que le ha pasado a nuestro país en estas décadas: “Indudablemente cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo logrará… Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones fracasadas… y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no sabe convencer…”
Todos los gobiernos llegan a su inauguración con la certeza de que ellos sí sabrán cambiar al mundo, que todos sus predecesores eran torpes e ineptos. Quizá nadie como Trump en este sentido, pero el fenómeno es universal: por promesas ningún candidato para; todos creen que dejarán una huella imborrable, los cimientos del futuro. Así comenzó el gobierno del presidente Peña, quien, con toda fanfarria, lanzó una serie de iniciativas y estrategias, tanto de reforma como de forma de gobernar, que acabaron arrojando un saldo mixto: avances legislativos (casi) sin precedente, pero una realidad cotidiana en creciente deterioro. Parte de esto fue producto de las contradicciones inherentes al propio gobierno, pero mucho de ello no distinto a lo que le ha ocurrido al país en el último medio siglo.
La contradicción de fondo no es privativa del gobierno actual: es la misma piedra con la que se han tropezado todos los gobiernos desde los ochenta. En días pasados tuvimos una ventana de oportunidad que permitió observar uno de los muchos ejemplos que ilustran la incapacidad de romper con el viejo sistema político. El caso de los ladrones de combustibles, los llamados “huachicoleros,” es sugerente del problema de fondo; más allá del enorme costo tanto económico como de legitimidad para el sistema de gobierno que representa la impunidad en este y todos los demás asuntos nacionales, la realidad es que no existe incentivo alguno para limitar, impedir o castigar a quienes incurren en este delito por una razón muy simple: hay huachicoleros que son detenidos hasta dos y tres veces en un mismo día y, luego de pagar una multa simbólica, salen en libertad para seguir con sus fechorías. Lo hacen porque no es un delito grave, es decir, que no implica cárcel; por lo tanto, aún con las policías que tenemos, el incentivo para aprehender a estos delincuentes es negativo porque no hay consecuencias. La pregunta relevante no es por qué se roban el combustible (eso es obvio), sino por qué no se trata de un delito grave que sirviera, al menos en principio, como un factor disuasivo. La respuesta evidente es que hay poderosos intereses políticos, sindicales y criminales que se benefician del statu quo y tienen el poder suficiente, o la capacidad de amenaza necesaria, para preservarlo.
Lo mismo es cierto en todos los ámbitos de la vida nacional: no hay reforma -económica, política, laboral o de derechos civiles o humanos- que no afecte a poderes enquistados que, por décadas, han depredado del sistema y expoliado al erario de manera directa o indirecta. Esos intereses han logrado que las reformas, desde las modestas hasta las más ambiciosas, nunca lleguen a arrojar todos sus beneficios, pues eso implicaría alterar el statu quo del cual se benefician. Así, las reformas no avanzan ni traen beneficios plausibles, creando un círculo vicioso: la reacción -y los reaccionarios- en este mundo las desacreditan, prometiendo retornar al mundo idílico del pasado. Y ahí se cruza la realidad cotidiana con el asunto electoral en ciernes.
La reciente elección francesa estableció un nuevo parangón. En contraste con la estadounidense del año pasado, en que Trump abrazaba posturas cada día más extremas y Hillary no hacía sino prometer lo mismo pero un poquito menos (ej. el TPP), los candidatos franceses no perdieron el tiempo: Le Pen proponía un retorno al pasado en tanto que Macron planteaba una ambiciosa agenda propositiva, benéfica y arrojada, lo vivido contra el futuro, la nostalgia frente a la esperanza. Me pregunto si habrá algún candidato en México capaz de plantear un futuro distinto, una oportunidad esperanzadora para una sociedad sumida en la desazón. Romper el círculo vicioso.
El pasado ya lo conocemos y ese es justamente el de los intereses que yacen detrás del poder del viejo sistema político y que, como ilustran los huachicoleros, no fueron perturbados ni por los gobiernos del PAN. México necesita un nuevo régimen político: ojalá los aspirantes que con tanto ahínco se pelean por las candidaturas, tengan también la visión, y el temple, para romper con el viejo régimen que todo lo carcome.
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21 May. 2017