Luis Rubio
NEXOS 471, Marzo 2017.
Nuestra relación con Estados Unidos está inextricablemente entrelazada con nuestra percepción de nosotros mismos y con el devenir de nuestra historia. Según Javier Ocampo López en Las ideas de un día, el concepto mismo de mexicanidad nació de la reacción del mexicano de a pie frente a la invasión norteamericana de 1847. La geografía impone su ley y, aunque la desafiamos por toda la era del PRI —1930-1980—, en los ochenta optamos de lleno por la cercanía. ¿Altera Trump la lógica de aquella decisión?
Nuestra relación con Estados Unidos ha seguido tres etapas claramente diferenciadas. Por casi un siglo dominó la indiferencia: dos naciones nuevas, claramente distintas en instinto, sentido de destino y organización interna que, sin embargo, convivían sin aspavientos. México proveía servicios que allá no existían (y fue factor relevante en la guerra civil de aquella nación), a la vez que importaba bienes e ideas que aquí no estaban disponibles. La invasión de 1847 cambió a México pero no cambió la naturaleza de la relación. En una de sus películas Mario Moreno Cantinflas resumió, mejor que nadie, la naturaleza de la relación en aquella era (https://www.youtube.com/watch?v=zxa_IVlCASI): una frontera fluida, sin cortapisas, que funcionaba pero, a la misma vez, evidenciaba profundos contrastes filosóficos.
Ilustración: Víctor Solís
La distancia siguió a la indiferencia: el uso indiscriminado de los estadunidenses como el enemigo y fuente de nuestros problemas fue el sello priista de la relación. Mejor la distancia y la enemistad que la influencia y la intromisión. No sólo se afianzó la distancia, sino que ésta se explotó al máximo, y al absurdo. En aras de la unidad interna, al servicio del sistema autoritario (tal cual Fidel Castro aprendió y explotó a más no decir), se limitó la instalación de plantas maquiladoras a la franja fronteriza (no vaya a ser que contaminaran a la planta industrial monopólica interna) y se preservó un modelo económico inviable e insostenible que, sin embargo, contribuía al statu quo político.
Las crisis cambiarias de los setenta y ochenta obligaron a una redefinición. Así, de la visión clara e inamovible del enemigo número uno, súbitamente pasamos a una inusitada cercanía. El otrora factor de unidad interna resultaba insostenible frente a la adopción de un modelo de crecimiento fundamentado en la búsqueda de inversionistas del exterior y exportaciones de la planta productiva mexicana. Urgía una nueva forma de conceptualizar la dirección del país: Estados Unidos ya no era el enemigo a vencer sino la salvación nacional.
De la liberalización económica pasamos a una relación funcional, pero fundamentada en una base de amistad donde las dos naciones se entendían como entrelazadas y con un destino común al que tenían que enfrentar de manera conjunta y siempre dándose el beneficio mutuo de la duda. Los dos gobiernos se comprometían a resolver problemas, a no juzgarse y a cooperar en los asuntos de interés común. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 afianzaron una relación mucho más profunda e integral en el nuevo asunto de prioridad para los estadunidenses, la seguridad. El cambio fue radical, pero fue esencialmente hacia afuera: nunca se desarrolló una nueva visión de desarrollo que incluyera la relación con Estados Unidos ni se asumió la complejidad y consecuencias de una mayor cercanía, especialmente en el plano migratorio. Migración y comercio, dos vectores aparentemente inconexos, acabaron creando la crisis más dramática de nuestra historia y, ciertamente, de la relación bilateral.
Nos encontramos en el umbral de una tercera etapa de la relación entre las dos naciones vecinas, ahora con Trump, quien de facto propone una relación transaccional, donde todo es de suma cero: lo que uno gana el otro lo pierde. Atrás queda la visión de conjunto, de la cual se desprenden las partes. Todavía es muy temprano para aseverar el devenir de esta nueva era, pero es claro que la relación cambiará. Al menos desapareció el compromiso de no juzgarse mutuamente y de resolver los problemas sin propósitos ulteriores.
Cada una de las dos etapas previas tuvo su razón de ser, su historia y su legado. La constante, sin embargo, fue una y muy obvia que, además, nada tiene que ver con Estados Unidos sino con nosotros mismos: aunque México no es el protagonista principal del libro de Richard Morse, El espejo de Próspero, esa ha sido nuestra relación con el vecino del norte; toda nuestra historia ha sido una referencia directa o indirecta con nuestra geografía inmediata. Pretender lo contrario nos ha costado caro, desde el siglo XIX hasta el día de hoy.
En lugar de construir nuestras propias capacidades y desarrollar una plataforma interna de desarrollo —en el sentido más amplio del término, es decir, incluyendo educación, infraestructura, microeconomía, sistema de gobierno, pesos y contrapesos y, en general, la civilización—, nuestra historia es un intento generalmente fallido por limitar, asociarnos o distanciarnos de la potencia del norte. Nadie como Octavio Paz para decir lo obvio: “la frontera entre México y Estados Unidos es política e histórica, no geográfica. No hay barreras naturales entre las dos naciones. El Río Grande no nos separa, nos une. Pero la monotonía del paisaje acentúa las diferencias sociales e históricas. Estas son visibles en términos étnicos, pero sobre todo económicos…”. A pesar de ello, en los ochenta México optó por la cercanía como estrategia para acelerar la tasa de crecimiento de la economía y, sobre todo, para modernizar al país, llevarlo al frente del mundo que se vislumbraba para el siglo XXI.
En contraste con Estados Unidos, una nación que Octavio Paz presenta como comprometida y dedicada al futuro, México persiste en su apego al pasado. Edmundo O’Gorman explica, en su invaluable México, el trauma de su historia, cómo fuimos incapaces de decidirnos sobre la forma de gobernarnos: federalistas o centralistas, liberales o conservadores, republicanos o monárquicos. Todo ello como espejo de la potencia del norte. Las disyuntivas han sido permanentes y, a final de cuentas, reveladoras de una constante histórica: nuestra incapacidad para construir un “país normal.”
Nunca han faltado deseos por transformar al país: de hecho, la constante a lo largo del tiempo ha sido siempre la búsqueda del desarrollo. En el siglo XIX esa búsqueda se concentró en las grandes disputas que O’Gorman relata con su usual agudeza; en el siglo XX pasamos por la revolución, el monopolio priista y luego una interminable serie de experimentos económicos, ninguno de los cuales ha logrado un desarrollo integral a cabalidad. En las últimas décadas del siglo XX nos embarcamos en una estrategia de desarrollo que logró la estabilidad, así como crecimientos impactantes de la productividad, pero no en el conjunto de la economía. El promedio acabó siendo magro.
Cualquiera que sea la razón, es claro que, como país, hemos sido incapaces de alinear al conjunto de elementos necesarios para lograr el desarrollo. Mientras que la sociedad, sobre todo las empresas y los trabajadores, no han tenido mayor alternativa que adaptarse a las reglas cambiantes, el sistema de gobierno se rezagó, quedó congelado en el siglo XX. La gran pregunta es ¿cómo fue esto posible?
La respuesta es obvia y más trascendente de lo que parece: el gran logro de fines del siglo XX fue la incorporación de un factor de certidumbre que nunca antes en nuestra historia había estado presente. El TLC fue mucho más que un conjunto de reglas de comercio e inversión: en su esencia, el Tratado es un factor de certidumbre. La gran apuesta inherente fue la suposición de que todo eso que no hemos sido capaces de construir internamente para darle certidumbre y continuidad a los factores de la producción, lo podríamos lograr por medio de un arreglo institucional con Estados Unidos. Desde la perspectiva mexicana, este convenio económico ha sido un éxito rotundo y por eso goza de niveles impactantes de popularidad: la población, en contraste con sus políticos, no tiene problema en identificar a un factor ganador.
El problema hoy, en la era de Trump, es que nadie imaginó que la incertidumbre —el desafío— pudiera llegar de Estados Unidos. Así, en retrospectiva, ahí donde todos somos brillantes, las semillas de este momento se sembraron en el momento de la negociación. El TLC pero, sobre todo, el ingente crecimiento de la migración ilegal (producto de la pérfida estrategia de Luis Echeverría fundamentada en la absurda noción de que “gobernar es poblar”), hace tiempo que afectó los vectores de legitimidad de lo mexicano dentro de Estados Unidos. Mientras que nosotros veíamos a la migración como una solución a la creciente presión demográfica interna, el sentimiento antimexicano cobraba forma en Estados Unidos. Aunque la verdadera causa de la dislocación del empleo manufacturero tradicional de Estados Unidos tiene mucho más que ver con el cambio tecnológico que con el TLC o la migración, el hecho político es que, desde la batalla por la aprobación legislativa del TLC el sentimiento antimexicano en Estados Unidos experimenta un ascenso incontenible. Trump no es la causa de la desazón, sino su más inteligente beneficiario. El fenómeno ha sido obvio por más de dos décadas y no hicimos nada para mitigarlo.
Hoy, después de la extraordinaria elección de 2016, no tengo duda que encontraremos un acomodo con el gobierno de Trump en lo que a comercio se refiere y, con ello, para el principal motor de la economía mexicana. Sin embargo, parece obvio que la función y trascendencia del TLC va a disminuir con celeridad y eso exigirá nuevas respuestas, para las cuales el establishment no está preparado. Tampoco tengo duda que la relación bilateral cambiará de manera inexorable: de hecho, ya cambió. Nuestro reto, una vez más, será interno: construir fuentes de certeza interna que permitan el desarrollo del país. El concepto es simple y obvio, pero no lo hemos logrado en más de 200 años de vida independiente. Nunca hemos logrado construir las bases de un “país normal”. ¿Será posible lograrlo ahora?
En esencia, un país normal implica, como mínimo, fuentes de certidumbre interna que generen confianza entre la población sobre el devenir del país. El concepto es obvio, pero su aterrizaje ha sido por demás complejo, tanto así que la solución que se encontró a la encrucijada fue una fuente de certidumbre externa en la forma del TLC. Además, dada nuestra geografía, la noción misma de una distancia respecto a la superpotencia mundial es un tanto absurda, pero la verdadera asimetría en la relación nada tiene que ver con lo económico sino con que nosotros hemos depositado nuestra fuente de certidumbre en ellos. La consecuencia es que cualquier pretensión de reducir la vulnerabilidad entraña, a fuerzas, la construcción de fuentes de certidumbre y confianza en el interior del país y eso implica consecuencias políticas de enorme calado.
La relación con Estados Unidos va a ser diferente a la del pasado reciente por dos razones: primero, porque el daño ha sido enorme y ha alterado las actitudes de los mexicanos más naturalmente propensos a acercarse. Las deportaciones harán su parte, pero las actitudes racistas, excluyentes y degradantes que Trump y su equipo han empleado, además de modificar nuestras percepciones de ellos, también acabarán siendo costosas para la imagen del “nuevo” Estados Unidos en el mundo. Imposible negar el rechazo a los migrantes mexicanos en el centro geográfico de Estados Unidos: rechazo absolutamente explicable, sobre todo por el choque cultural y étnico que entraña la presencia de grandes agrupaciones de personas “distintas” en una región rural o semiurbana y pueblerina, abrumadoramente blanca. El contraste de mexicanos luchones pero muy visibles frente a una población nativa, insegura de su futuro, acabó siendo un caldo de cultivo perfecto para conformar la base política de Trump. El fenómeno es obvio desde 1993, pero la crisis de 1994, y todo lo que la acompañó, nos cegó respecto al fenómeno antimexicano que se cocinaba, por lo que nunca desarrollamos una estrategia encaminada a relegitimar a México con vista hacia el futuro.
Quizá más importante, ya no es obvio que la certidumbre que por 20 años aportó el TLC será permanente. El desafío no radica en Peña, Trump o el Espíritu Santo, sino en el hecho de que el cambio tecnológico es incontenible. Más allá de los desencuentros recientes, el mundo cambia con celeridad y el sector manufacturero no es excepcional en este sentido. Antes de que Trump pueda contarse los dedos de una mano, el número de empleos desaparecidos gracias a la automatización y las impresoras de tercera dimensión —allá y acá— será atosigador. Así, incluso la importancia del TLC como fuente de demanda disminuirá cada vez más.
Dicho todo esto, la geografía no cambiará para México o para Estados Unidos. Históricamente, la política exterior de México ha girado de una manera maniquea entre dos polos, como si éstos fuesen excluyentes: Estados Unidos y América Latina. Se actuaba y pretendía que la cercanía con uno implicaba un distanciamiento con el otro, como si el origen, idioma y cultura fuesen a variar por el hecho de adoptar una posición determinada. Peor, se excluían opciones potencialmente importantes para el desarrollo del país (como pudo haber sido la construcción de un paso interoceánico a través del Istmo de Tehuantepec) por suponer que eso afectaría a otras naciones, sin jamás haberlo consultado con las partes interesadas o, incluso, sin haber analizado sus implicaciones para nuestro propio desarrollo.
Quizá lo más interesante, y patético, del proceso de articulación de una política exterior, razón también por la que no hay un amplio consenso sobre cómo debe ser, es nuestra atávica incapacidad para definir, con precisión y en blanco y negro, cuál es el interés nacional. Parte de la explicación quizá radique en que hay concepciones encontradas sobre cuál es el interés nacional y eso ha llevado, muy a la mexicana, a preferir una situación vaga antes que abrir un nuevo frente de contención. Esa estrategia fue muy conveniente a lo largo de muchas décadas en las que el país comerciaba poco con el exterior y la mayor parte de sus asuntos internacionales se reducía esencialmente a intercambios culturales, participación en foros multilaterales y otros temas de relativamente poca conflictividad (o, como con el caso de Cuba y la OEA, cuya problemática era menor y entrañaba costos irrisorios para el país, pero elevados dividendos internos). Mucho del prestigio gozado por México en el concierto internacional se derivó precisamente de una política que asumía sus principios con gran entereza, a sabiendas de que no existían mayores costos por desplegarlos.
Pero el mundo ha evolucionado y México se encuentra ante una realidad cambiante, para la cual los viejos principios, si bien en muchos sentidos todavía válidos, no siempre coinciden con nuestras aspiraciones o nuestras realidades cotidianas. Es decir, en la medida en que el país ha desarrollado una multiplicidad de vínculos con el resto del mundo, hemos creado también redes de intereses que no siempre se ajustan, por un lado, a los principios filosóficos que se remiten a la doctrina Estrada y, por el otro, a las aspiraciones de protagonismo que no son infrecuentes en materia exterior. El mejor ejemplo de lo anterior es el de nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en dos momentos en la última década, uno de los periodos más conflictivos de los últimos tiempos, que obligó al país a definirse en temas por demás controvertidos con los enormes riesgos —internos y externos— que eso suponía. El punto no es que sea deseable o indeseable, por sí mismo, participar en el Consejo de Seguridad, sino que para participar hay que tener definiciones precisas sobre cuál es nuestro interés nacional. Al no tener una definición cabal sobre este punto, como probaron esos caóticos ejercicios, la propensión suicida es enorme: puros costos, ningún beneficio.
En alguna época se habló de zonas de influencia para la política exterior mexicana. Algunos de sus proponentes, los más realistas, hablaban de Centroamérica y el Caribe; otros, más ambiciosos, hablaban del hemisferio en su conjunto. Brasil, país con ambiciones de potencia y una definición precisa de su interés nacional, aunque con menos capacidad intrínseca, hizo sentir pronto su peso, obligándonos a una retracción no muy discreta. A pesar de que la tensión con Brasil es constante, nuestro dilema parece inalterado: hacia abajo o hacia arriba. Sugerente de la realidad geopolítica, por más que el país guarda relaciones de amistad con numerosos países clave del hemisferio sur, ninguno se atreve a entablar relaciones más allá de lo mínimo con nosotros: esas relaciones van tan lejos como Brasil se los permite y el desencuentro respecto a una posible expansión del Consejo de Seguridad es otra expresión de la misma realidad. Al final del día, el asunto no es sur o norte, oeste o este, Brasil o Estados Unidos, sino nuestra perenne incapacidad para decidir qué queremos ser cuando seamos grandes.
La geografía no cambiará y las oportunidades y complejidades seguirán estando ahí, no importa hacia dónde veamos. Estados Unidos no es la solución a nuestros problemas, así como el sur tampoco lo será: la solución está adentro y todas las estrategias que imaginemos no cambiarán esa realidad fundamental. Alemania y Francia no se entendieron porque se amaran sino porque internamente llegaron a la conclusión de que su seguridad, intereses y desarrollo serían mejores en conjunto que separados. Esto es algo en lo que deberíamos recapacitar: la Unión Europea nació con la asociación de enemigos luego de la destrucción de una guerra terrible que arrojó decenas de millones de muertos; entenderse en esas condiciones requirió fortaleza interna, claridad de miras y confianza en la capacidad de cada nación para avanzar en conjunto.
Así como Francia y Alemania acabaron comprendiendo la inevitabilidad de la cercanía —y sus oportunidades— México tendrá que decidir qué clase de futuro quiere. Alemania y Francia llegaron a un entendido entre iguales en el que cada uno tenía sus propias certezas pero ambos compartían un destino común. Estados Unidos y México llegaron a un acuerdo similar en 1988 que ahora ha quedado en entredicho. Trump representa una clara discontinuidad, pero el tiempo dirá si se trata de un mero accidente pasajero o de una nueva tendencia.
El reto para México no es Estados Unidos ni el TLC. El verdadero desafío radica en convertirse en un país normal, con sus propias fuentes de certidumbre y viabilidad. Es decir, producto de una transformación interna que revolucione su capacidad para enfrentar el futuro. El TLC fue un gran sustituto de una reforma de su sistema político y de gobierno; lo que Trump ha expuesto es la falacia de que se puede confiar en otros de manera permanente sin resolver los asuntos internos. El problema, pues, no es Trump, sino nuestra parálisis y sus privilegios. Ese problema se resolverá el día en que hayamos transformado al sistema de gobierno y, entonces, la relación con Estados Unidos será natural —normal—, producto de dos naciones maduras, amigas e iguales. Como Francia y Alemania.
Luis Rubio
Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales, Comexi. Su libro más reciente es El problema del poder: México requiere un nuevo sistema de gobierno.
http://www.nexos.com.mx/?p=31558