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Seguridad

Luis Rubio

 

¿Por dónde comenzar? La seguridad se ha vuelto el asunto más importante para la población y, sin embargo, llevamos décadas sin encontrar la cuadratura del círculo. Los gobernantes -federales y estatales- pontifican sobre el asunto y proponen grandes soluciones que luego llevan a nada. Todo mundo sermonea, pero la inseguridad aumenta. Para unos el problema es de educación, para otros de confrontar a los criminales; para unos más lo imperativo es enfrentar al crimen, en tanto que para otros la solución radica en un mayor control político. En el corazón de todas las propuestas reside siempre una agenda política, ideológica o personal que ignora lo elemental, lo que debería ser el punto de partida: lo primero es proteger a la población. De ahí en adelante, lo necesario es construir un sistema de seguridad confiable para esa población; todo el resto es demagogia.

Quisiera creer que, más allá de las agendas particulares, existe una coincidencia generalizada en que la seguridad es condición sine qua non para el desarrollo de un país. Donde la coincidencia concluye es en el cómo: ahí surgen las agendas, prejuicios e intereses pero, también, imagino que sobre todo, la nostalgia por un pasado feliz. Para muchos de nuestros políticos y opinadores, Manrique tenía razón al escribir que cualquier tiempo pasado fue mejor cuando, en realidad, la paz y seguridad que México vivió por algunas décadas fue más producto de controles autoritarios que de un sistema de seguridad sostenible.

Si uno observa la forma en que funcionan las sociedades con bajos niveles de criminalidad, la discusión mexicana al respecto es absurda. En Japón la seguridad comienza con el policía del barrio, que es un miembro de la comunidad y conoce a todo mundo, por lo tanto es capaz de identificar anormalidades. Algo similar ocurre en Europa, cada país con sus formas, pero la esencia es exactamente opuesta a lo que se propone en México: la seguridad sólo es posible de abajo hacia arriba; es decir, la seguridad no se puede imponer, se tiene que construir. Un debate serio, sobre todo en antelación a la contienda presidencial del año próximo, debería concentrarse en cómo construir un sistema de seguridad de esa naturaleza: desde abajo.

Quizá la más absurda de las discusiones de los últimos años fue la relativa al «mando único» policial. Esa noción tiene dos tipos de promotores: los que encarnan un interés creado y quienes buscan una solución «realista» dada la debilidad municipal. Para los primeros, sobre todo innumerables gobernadores, la inseguridad se convirtió en la oportunidad de someter a los presidentes municipales para controlarlos y limitar su capacidad de actuar de manera independiente. No es casualidad que los más ávidos impulsores de esta estrategia son los gobernadores más sátrapas, con frecuencia quienes enfrentan alcaldes de partidos distintos a los suyos y con iguales ambiciones políticas. El punto es que la seguridad no es el objetivo: que la población se rasque con sus propias uñas.

Más sensatos son quienes buscan una solución ante el deterioro de la seguridad en vastas regiones del país donde se enfrentan autoridades municipales enclenques con el crimen organizado: una situación imposible. Si el gobierno federal -con el ejército, policías federales y todas sus armas- no ha podido con los narcos, ¿qué se puede esperar de los avasallados presidentes municipales? Como dice Mark Kleiman, un experto en seguridad, en estos debates se enfrentan los discípulos de Foucault con los del Marqués de Sade, produciendo respuestas absurdas que combinan enorme crueldad sin resolver el problema de la criminalidad.

Ante la debilidad institucional a todos los niveles de gobierno, la respuesta gubernamental ha sido la única posible: mandar al ejército. Pero los militares no están entrenados para actividades policiacas y el resultado no ha sido exitoso. Esto ha llevado a la desesperación, que de inmediato retorna a la nostalgia. Lamentablemente, el pasado no es guía para la seguridad en un país tan diverso, disperso y complejo como el México de hoy.

Me parece que hay tres principios obvios: primero, la seguridad sólo se puede construir de abajo hacia arriba, por lo que la pregunta relevante es cómo lograrlo; segundo, las fuerzas federales o incluso estatales, donde éstas sean confiables, deben ser utilizadas para estabilizar la situación local: es decir, el ejército o las policías federales deben tener por misión pacificar las zonas en que operan, pero con un objetivo claro, que no puede ser otro sino el de crear condiciones para que se construya capacidad policiaca local. Por lo tanto, tercero, falta lo que no se ha hecho: un plan de construcción de sistemas de seguridad locales a partir de los municipios y con amplia participación de la población afectada. El punto es que nunca se logrará la seguridad si no se comienza por aceptar que el objetivo nodal es proteger a la población y que, por ello, ésta tiene que ser parte integral de la solución.

Como en tantos otros aspectos de nuestra vida nacional, el desafío radica en salir del hoyo que nos legó el viejo sistema político. Ahí yace el problema y no concluirá hasta que optemos, todos, por construir un país «nuevo.»

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02 Abr. 2017

El desafío interno

Luis Rubio

Los momentos de desazón son también momentos de riesgo -y de oportunidad. Riesgo de trastocar lo que sí funciona en aras de lograr la redención, y oportunidad de construir algo nuevo, distinto, que resuelva los entuertos en que el país se ha atorado. El momento actual da para las dos cosas; la pregunta es cómo contribuirán quienes tienen pode real y qué aportarán los potenciales candidatos al proceso. De por medio va el futuro del país.

El panorama es por demás claro y complejo: una población a la vez cortejada por todos, pero también abandonada; todos quieren su voto, pero nadie quiere que participe, influya ni, mucho peor, se queje (“ya chole”). La población está ahí para servir a los políticos: algunos se dirigen a ella para amenazarla, otros para prometer la expiación; el presidente nos dice “hoy… hay riesgos de retroceso… están resurgiendo amenazas de parálisis de la derecha o el salto al vacío de la izquierda» porque nosotros sí sabemos gobernar. Seguramente estará pensando en los últimos dos años… Por su parte, López Obrador ofrece platitudes, como “la prosperidad del pueblo y el renacimiento de México,” oferta que suena bien en el discurso pero que no viene acompañada de propuestas concretas.

Y ese es el problema: unos venden que “saben gobernar,” otros que saben “qué hacer” y otros más que lo suyo es el “profesionalismo” y la “honestidad”, cuando la evidencia es abrumadora en contra de las tres propuestas.

En el contexto de la campaña del 2012, un gobernador priista se dio el lujo de afirmar que “seremos corruptos pero sabemos gobernar,” excelente prólogo para lo que siguió: corrupción desbordada e incapacidad de gobernar. El discurso presidencial en el cumpleaños del PRI fue un ejemplo perfecto de la distancia que separa a la clase política de la población.

El libro de AMLO me recordó a la obra estelar de Czeslaw Milosz, La mente cautiva: el predicador no tiene más que denunciar lo obvio -la decadencia, el abuso, los beneficiarios, la corrupción- para describir un panorama aciago que yace detrás de mucho de la desazón que aqueja a la población. Pero la pregunta importante, la que se hace Milosz, es por qué sigue teniendo seguidores una propuesta que no tiene posibilidad alguna de resolver los dilemas de México. El propio López Obrador afirma que hay que ir hacia el pasado. ¿El pasado? ¿Cuál? ¿El de las crisis, los malos servicios, la falta de oportunidades, la incertidumbre? En contraste con la demagogia presidencial, la demagogia morenista es vaga: el candidato es la solución y no tiene que precisar cómo resolvería los problemas: ese es un mero problema de implementación.

Los panistas no se quedan atrás. Incapaces de gobernar, acabaron en las mismas corruptelas que sus predecesores, pero saturados de querellas internas y sin capacidad para construir soluciones. Grandes como oposición, siempre dispuestos a sumar, probaron estar más preocupados por sus moralinas que por gobernar.

El panorama explica la desazón y, quizá, las preferencias electorales expresadas en las encuestas: claramente, ningún partido o candidato satisface y éstos no perciben razón alguna por hacer planteamientos claros y precisos, susceptibles de convencer al electorado. No lo hacen porque no se quieren comprometer, porque temen perder adeptos entre sus huestes divididas y enconadas.

Tony Blair escribía hace unos días que “más que la derecha o izquierda tradicionales, la distinción que hoy importa es abierto vs cerrado. Las mentes abiertas ven a la globalización como una oportunidad… con desafíos que deben ser mitigados; las mentes cerradas ven al mundo externo como una amenaza.” ¿Surgirán candidatos capaces de explicar los dilemas con esa claridad y proponer acciones específicas para encarar los problemas y romper de una vez por todas con ese pasado nostálgico pero indeseable?

El país medio funcionó en las pasadas décadas porque el TLC proveía una fuente de certidumbre indisputable, en tanto que el mercado de trabajo estadounidense liberaba la presión social. Pase lo que pase con EUA en los próximos meses (y yo creo que será benigno), la certidumbre importada ya no será confiable. Ahora todo mundo sabe que ésta puede desaparecer y eso crea un momento de extremo riesgo, pero también de oportunidad: el riesgo de destruir todo lo existente (sin la penalidad que era inherente al TLC) y la oportunidad de encarar nuestros desafíos para construir fuentes de certidumbre fundamentadas en arreglos políticos internos.

Nuestro verdadero dilema es el mismo que hace cincuenta años, pero ya es ineludible. El país requiere una cabal transformación política fundamentada en una población efectivamente representada, un sistema de gobierno que le responda y un gobierno que tenga por propósito ese verbo ausente: gobernar.

Frente a esto, la oferta presidencial es la de ganar el poder, porque eso es lo que los priistas saben hacer; la de AMLO es la de atacar a la “mafia del poder,” porque esa es su obsesión; y la del PAN es un gobierno honesto y profesional, que no lograron articular cuando estuvieron en el poder. Ninguno comprende al país de hoy, ese que no requiere promesas, demagogia o moralinas redentoras. Requiere respuestas. El desafío es interno.

 

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Luis Rubio

26 Mar. 2017

Impresiones

Luis Rubio

Dos meses de observar al gobierno de Trump comienzan a arrojar un perfil de posibilidades. Grande en retórica, el candidato Trump fue específico solo en algunos clichés, dejando siempre la impresión de que iba a revolucionar al mundo. Su punto de partida era un rechazo a lo existente, combinado con una promesa de utopía y redención para los suyos. Nunca más, afirmó en su discurso de toma de posesión, habría una carnicería como la que había caracterizado a su país en las décadas anteriores. La maravilla de prometer algo imposible de cumplirse es que no es necesario alcanzarlo para satisfacer a la base dura. Al mismo tiempo, las promesas son insuficientes para cambiar la realidad.

A dos meses de iniciado el gobierno es posible empezar a discernir qué quiere lograr y qué está de hecho haciendo para lograrlo. Lo primero que me parece evidente es que hay un franco desencuentro entre la mayoría de analistas y los medios -y, ciertamente, los Demócratas- respecto a los hechos ocurridos. La retórica ha sido tan profusa y confusa que la prensa estadounidense y, en general la del mundo, ha caído en un juego de juicios más que de análisis. Más específicamente, se evalúa y juzga a Trump y su equipo de la Casa Blanca bajo marcos contextuales que podrían no ser aplicables a la situación.

Mi lectura de la realidad es que Trump no es simplemente otro presidente con su peculiar énfasis y proyecto de gobierno. Trump llegó para cambiar la realidad y, a dos meses de iniciado el gobierno, parece bastante evidente que tiene una estrategia muy bien concebida y articulada para trastocar el orden establecido. Cuando Bannon habla de ser Leninista dice más de lo que con frecuencia se interpreta: efectivamente, el objetivo es alterar el statu quo, remover a la «elite» del poder y cambiar la realidad política. Para esto se han dedicado a minar uno tras otro de los mecanismos que por décadas se habían constituido en frenos al poder ejecutivo. El enfrentamiento con la prensa no es un malentendido ni menos un error: se trata de una estrategia concebida para convertir a la «representación de la élite» en la oposición.

Si bien la estrategia de ataque al orden establecido es por demás clara e integral, además de estructurada, siguiendo un paso tras otro, no existe algo semejante para el aterrizaje posterior. Es decir, hay claridad sobre cómo avanzar pero no de cómo llegar al objetivo. La definición del proyecto político es tan nebulosa -general, abstracta y, sobre todo, utópica- que no requiere una precisión o una concreción. Puesto en otras palabras, todo sugiere que lo que se persigue es romper lo existente para luego comenzar a pensar en qué construir o si construir algo. Como tantos otros proyectos populistas (y utópicos), el de Trump plantea que «la solución soy yo» y, por lo tanto, no requiere definición. La gran interrogante es si el sistema de pesos y contrapesos se lo permitirá.

El embrollo en que se ha metido la nueva administración en el asunto de salud es paradigmático: por años, el mantra entre los Republicanos era la oposición (y, por lo tanto, terminación) del programa de salud coloquialmente conocido como Obamacare. Las encuestas mostraban que el programa era altamente impopular entre la población en general, aunque no entre los líderes Demócratas. Paradójicamente, el programa era altamente impopular entre muchos de sus beneficiarios, especialmente cuando, a unos días de la elección en noviembre pasado, se elevaron las cuotas del mismo. Nadie quiso hacer suya la evidente contradicción: el programa podía ser caro y menos de lo que Obama prometió, pero sus beneficiarios necesitaban contar con algún programa. Al anunciar su remoción sin plantear una alternativa viable, Trump y sus correligionarios lograron que, en ese instante, el programa se tornara popular: en lugar de proponer una alternativa, Trump se aventó como el famoso Borras, legitimando el programa cuya promesa de anulación le había ayudado a llegar a la presidencia. Como Nixon yendo a China, pero sin proponérselo. El plan de ataque era claro, pero no así la respuesta: primero quemamos la casa y luego vemos.

Para nosotros, estas experiencias arrojan lecciones relevantes. Ante todo, el embate inicial ha ido perdiendo fuerza porque no había un plan posterior. La excelente conducción de la visita de los secretarios de estado y seguridad interna permitió opacar a los más radicales del grupo cercano a Trump, haciendo posible la declaración del flamante secretario de comercio en el sentido de que la negociación sobre el TLC sería benigna para el peso: mostró comprensión de los enormes riesgos para EUA de persistir en la agresividad.

El riesgo, para ellos y para México, es que luego de la enorme destrucción en que han incurrido -comenzando por la «marca» EUA-, ya no haya reversa. Hoy todos los mexicanos sabemos que el TLC es vulnerable, con lo que su función como fuente de certeza se ha deteriorado. Yo no tengo duda que se logrará una resolución benigna, pero el daño habrá sido enorme. Por eso, luego de concluir este penoso episodio, México tendrá que dedicarse a construir sus propias fuentes de certidumbre, porque las de la potencia del norte ya no son lo que eran antes.

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Impresiones
 19 Mar. 2017

Otro ángulo

Luis Rubio

Quizá el peor terremoto que haya desatado Trump para México no resida en sus ataques e insultos, sino en haber reabierto el dilema -ya histórico- sobre el desarrollo mexicano. Por segunda vez en cuatro décadas, la dirección de la economía mexicana -y del país en su conjunto- parece estar en disputa. Lo extraño es que, en esta ocasión, el embate no proviene, principalmente, de México, sino del “ancla” de certidumbre en que, desde los ochenta, se había convertido Estados Unidos.

El TLC -NAFTA por sus siglas en inglés- fue la culminación de un proceso de cambio que comenzó en un debate dentro del gobierno en la segunda mitad de los sesenta y que, en los setenta, llevó al país al borde de la quiebra. La disyuntiva era si abrir la economía o mantenerla protegida, acercarnos a Estados Unidos o mantenernos distantes, privilegiar al consumidor o al productor, más gobierno o menos gobierno en la toma de decisiones individuales y empresariales. Es decir, se debatía y disputaba la forma en que los mexicanos habríamos de conducirnos para lograr el desarrollo. En los setenta, la decisión fue más gobierno, más gasto y más cerrazón, y el resultado fueron las crisis financieras de 1976 y 1982. Se estiró la liga al máximo, hasta que la realidad nos alcanzó.

A mediados de los ochenta, en un entorno de casi hiperinflación, se decidió estabilizar la economía y comenzar un sinuoso proceso de liberalización económica: se privatizaron cientos de empresas, se racionalizó el gasto público, se renegoció la deuda externa y se liberalizaron las importaciones. El cambio de señales fue radical y, sin embargo, el ansiado crecimiento de la inversión privada no se materializó. Se esperaba que el cambio de estrategia económica atraería nueva inversión productiva susceptible de elevar la tasa de crecimiento de la economía y, con eso del empleo y del ingreso.

El TLC acabó siendo el instrumento que desató la inversión privada y, con ello, la revolución industrial y, sobre todo, de las exportaciones. Aunque hay muchas críticas, algunas absolutamente legítimas, a las insuficiencias de esta estrategia, el país se convirtió en una potencia exportadora que ya no enfrenta restricciones en la balanza de pagos como las que, por décadas, fueron fuente de crisis. Pero el TLC fue mucho más que un acuerdo comercial y de inversión: fue una ventana de esperanza y oportunidad.

Para el mexicano común y corriente, el TLC se convirtió en la posibilidad de construir un país moderno, una sociedad fundamentada en el Estado de derecho y, sobre todo, en un boleto a la posibilidad del desarrollo. Quizá esto explique la extraña combinación de percepciones respecto a Trump: por un lado, un desprecio a la persona, pero no un antiamericanismo ramplón entre la población en general; y, por el otro, una terrible desazón: como si el sueño del desarrollo estuviese en la picota. Esto se acentúa todavía más por el hecho que, en todos estos años, la economía no ha logrado tasas elevadas de crecimiento ni un sensible aumento en el producto per cápita.

En términos “técnicos”, el TLC ha cumplido ampliamente su cometido: ha facilitado el crecimiento de la inversión productiva, generado un nuevo sector industrial -y una imponente potencia exportadora- y conferido certidumbre a los inversionistas respecto a las “reglas del juego.” Indirectamente, también creó esa sensación de claridad respecto al futuro, incluso para quienes no participan directamente en actividades vinculadas con el TLC. En una palabra, el TLC se convirtió en la puerta de acceso al mundo moderno. El amago que Trump le ha impuesto al TLC entraña una amenaza no sólo a la inversión, sino a la visión del futuro que la mayoría de los mexicanos compartimos.

En su esencia, el TLC fue una forma de limitar la capacidad de abuso de nuestros gobernantes: al imponerles límites a un cambio en las reglas del juego, establecía una base de credibilidad en el modelo de desarrollo. El efecto de esa visión hizo posible la apertura política que siguió que, aunque enclenque, redujo la concentración del poder y cambió la relación de poder entre la ciudadanía y los políticos. Al mismo tiempo, una paradoja del TLC (y de la disponibilidad de empleos en EUA), la existencia de ese mecanismo permitió a los políticos seguir viviendo en su mundito de privilegios, sin molestarse por llevar a cabo las funciones elementales que les correspondían, como gobernar, crear un sistema educativo moderno y garantizar la seguridad de la población.

Nadie sabe qué ocurrirá con el TLC, pero no hay duda que el golpe ha sido severo. Trump no sólo expuso las vulnerabilidades políticas que nos caracterizan, sino que destruyó la fuente de certeza que entrañaba ese “boleto a la modernidad” inherente al TLC. Aunque acabemos con un TLC modernizado y transformado, el golpe dado ya nadie lo quita. Las percepciones -y, con ello, las esperanzas y certezas- ya no serán las mismas.

No es casualidad que reaparezcan planteamientos de volver a enquistarnos, vengarnos de los estadounidenses y retrotraer al Estado eficaz (¿?) de antaño. Quienes eso proponen no entienden que el TLC fue mucho más que un instrumento económico: es, al menos era, la oportunidad de un futuro distinto.

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12 Mar. 2017

 

Nuevo jefe de Estado

Luis Rubio

En su extraordinaria crónica sobre el gobierno de Menem en Argentina, El Octavo Círculo, Cerrutti y Ciancaglini relatan el siguiente intercambio: “’¿Los menús son siempre iguales?’ preguntó el asistente de Menem al chef de la casa presidencial argentina. ‘Los menús cambian, los presidentes cambian. Lo que nunca cambia son los invitados a cenar’ respondió el cocinero presidencial”. Así parece ser nuestra historia. Cambia el contexto pero lo esencial siempre queda: se aprueban ambiciosas legislaciones, pero sin el menor ánimo de que se modifique la realidad. El costo de eso está a la vista.

La primera ola reformadora, en los ochenta, buscaba formas de dinamizar la economía para logar elevadas -y sostenibles- tasas de crecimiento (esos que desaparecieron desde el inicio de los setenta), pero sin alterar el statu quo político, o sea, sin poner riesgo los negocios, intereses y fuentes de poder de la todavía entonces llamada “familia revolucionaria.” Esa lógica procreó reformas incompletas, incapaces de lograr los objetivos propuestos. El resultado fue mejorías parciales pero no la prometida transformación. El descrédito de la clase política fue ganado a pulso

Treinta años después, la racionalidad del gobierno actual en sus reformas no fue muy distinta. Las nuevas reformas, algunas -sobre todo la de energía- son de enorme trascendencia y potencial; sin embargo, siguen siendo propuestas concebidas para mejorar la economía sin alterar la forma en que se deciden las cosas y, por lo tanto, sin poder conferirle certeza y predictibilidad a la ciudadanía y a los agentes económicos. Es esa dicotomía la que fue exhibida por Trump en estos meses.

Lo fundamental, eso que no hemos resuelto, tiene dos dinámicas. Por un lado, si bien el TLC es el principal motor de la economía mexicana y ha permitido lograr niveles de productividad, calidad y competitividad similares a los mejores del mundo, la parte de la economía que opera en esa lógica (en personas) sigue siendo relativamente pequeña. Buena parte de la economía mexicana, sobre todo la industrial, no se ha modernizado y eso implica que vive en un entorno de permanente incertidumbre y vulnerabilidad y, seguramente, es fuente de mucha de la desazón que aqueja a la sociedad. Aunque produce poco, esa parte de la industria es la que emplea a la abrumadora mayoría de la mano de obra e implica que innumerables familias mexicanas vivan en un entorno de permanente inseguridad.

Por otro lado, a un cuarto de siglo de la negociación del TLC, no hemos tenido la capacidad de crear las instituciones que pudieran satisfacer en México la función clave que el TLC representa para los inversionistas: una fuente de certidumbre y estabilidad para las empresas, pero también para la sociedad en su conjunto. Es decir, en lugar de convertir al TLC en una palanca para el desarrollo del país incorporando en su lógica a toda la sociedad, aislamos ese espacio de los vaivenes cotidianos. Ahora, en un entorno de enorme vulnerabilidad originada en el exterior, resulta evidente que no contamos con instituciones que sirvan de contrapeso al gobierno, causa de la enorme incertidumbre del momento actual.

Independientemente de la agenda de Trump, lo que nos distingue del resto de las naciones que han servido de blanco de sus incendiarias diatribas, es que somos extraordinariamente vulnerables, en forma incomparable a China, Alemania, Japón y otras naciones que también mantienen enormes flujos comerciales con nuestro vecino del norte. En lugar de haber construido una plataforma institucional de largo aliento, nos gobierna un sistema político creado por Porfirio Díaz en el siglo XIX y sólo institucionalizado por el PRI hace casi cien años (una “monarquía sexenal no hereditaria” en las palabras inmortales de Cosío Villegas). Ese sistema es disfuncional, favorece la corrupción, impide que quienes toman decisiones respondan por los resultados y mantiene en permanente tensión -y desconfianza- a la población.

Cambiaron las formas, cambiaron los presidentes y hasta los partidos -y, como con Menem, los menús- pero los comensales siguen siendo los mismos. Podría parecer un chiste, pero la historia de Menem y Argentina en realidad constituye una advertencia: es imposible preservar una realidad que se deteriora minuto a minuto sin ofrecerle salidas a la población. Dada la incertidumbre proveniente del norte, es de anticipar que no habrá inversión alguna hasta que no se aclare el panorama. La única forma de eliminar esa ausencia de certeza es construyendo un nuevo sistema político: un sistema efectivo de pesos y contrapesos modificaría la realidad del poder, eliminaría las facultades arbitrarias que hoy nos (des)gobiernan y cancelaría los riesgos que muchos mexicanos perciben para el 2018.

La alternativa consistiría en nombrar a don Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo, para jefe permanente del Estado. Si no otra cosa, con eso se lograría una congruencia cabal entre objetivos, procesos y resultados de nuestra realidad: se preservaría lo existente, pero aparentando grandes transformaciones. Que todo cambie para que todo siga igual. O peor.

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Fronteras cambiantes

Luis Rubio

 NEXOS 471, Marzo 2017.

Nuestra relación con Estados Unidos está inextricablemente entrelazada con nuestra percepción de nosotros mismos y con el devenir de nuestra historia. Según Javier Ocampo López en Las ideas de un día, el concepto mismo de mexicanidad nació de la reacción del mexicano de a pie frente a la invasión norteamericana de 1847. La geografía impone su ley y, aunque la desafiamos por toda la era del PRI —1930-1980—, en los ochenta optamos de lleno por la cercanía. ¿Altera Trump la lógica de aquella decisión?

Nuestra relación con Estados Unidos ha seguido tres etapas claramente diferenciadas. Por casi un siglo dominó la indiferencia: dos naciones nuevas, claramente distintas en instinto, sentido de destino y organización interna que, sin embargo, convivían sin aspavientos. México proveía servicios que allá no existían (y fue factor relevante en la guerra civil de aquella nación), a la vez que importaba bienes e ideas que aquí no estaban disponibles. La invasión de 1847 cambió a México pero no cambió la naturaleza de la relación. En una de sus películas Mario Moreno Cantinflas resumió, mejor que nadie, la naturaleza de la relación en aquella era (https://www.youtube.com/watch?v=zxa_IVlCASI): una frontera fluida, sin cortapisas, que funcionaba pero, a la misma vez, evidenciaba profundos contrastes filosóficos.

 

Ilustración: Víctor Solís

La distancia siguió a la indiferencia: el uso indiscriminado de los estadunidenses como el enemigo y fuente de nuestros problemas fue el sello priista de la relación. Mejor la distancia y la enemistad que la influencia y la intromisión. No sólo se afianzó la distancia, sino que ésta se explotó al máximo, y al absurdo. En aras de la unidad interna, al servicio del sistema autoritario (tal cual Fidel Castro aprendió y explotó a más no decir), se limitó la instalación de plantas maquiladoras a la franja fronteriza (no vaya a ser que contaminaran a la planta industrial monopólica interna) y se preservó un modelo económico inviable e insostenible que, sin embargo, contribuía al statu quo político.

Las crisis cambiarias de los setenta y ochenta obligaron a una redefinición. Así, de la visión clara e inamovible del enemigo número uno, súbitamente pasamos a una inusitada cercanía. El otrora factor de unidad interna resultaba insostenible frente a la adopción de un modelo de crecimiento fundamentado en la búsqueda de inversionistas del exterior y exportaciones de la planta productiva mexicana. Urgía una nueva forma de conceptualizar la dirección del país: Estados Unidos ya no era el enemigo a vencer sino la salvación nacional.

De la liberalización económica pasamos a una relación funcional, pero fundamentada en una base de amistad donde las dos naciones se entendían como entrelazadas y con un destino común al que tenían que enfrentar de manera conjunta y siempre dándose el beneficio mutuo de la duda. Los dos gobiernos se comprometían a resolver problemas, a no juzgarse y a cooperar en los asuntos de interés común. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 afianzaron una relación mucho más profunda e integral en el nuevo asunto de prioridad para los estadunidenses, la seguridad. El cambio fue radical, pero fue esencialmente hacia afuera: nunca se desarrolló una nueva visión de desarrollo que incluyera la relación con Estados Unidos ni se asumió la complejidad y consecuencias de una mayor cercanía, especialmente en el plano migratorio. Migración y comercio, dos vectores aparentemente inconexos, acabaron creando la crisis más dramática de nuestra historia y, ciertamente, de la relación bilateral.

Nos encontramos en el umbral de una tercera etapa de la relación entre las dos naciones vecinas, ahora con Trump, quien de facto propone una relación transaccional, donde todo es de suma cero: lo que uno gana el otro lo pierde. Atrás queda la visión de conjunto, de la cual se desprenden las partes. Todavía es muy temprano para aseverar el devenir de esta nueva era, pero es claro que la relación cambiará. Al menos desapareció el compromiso de no juzgarse mutuamente y de resolver los problemas sin propósitos ulteriores.

Cada una de las dos etapas previas tuvo su razón de ser, su historia y su legado. La constante, sin embargo, fue una y muy obvia que, además, nada tiene que ver con Estados Unidos sino con nosotros mismos: aunque México no es el protagonista principal del libro de Richard Morse, El espejo de Próspero, esa ha sido nuestra relación con el vecino del norte; toda nuestra historia ha sido una referencia directa o indirecta con nuestra geografía inmediata. Pretender lo contrario nos ha costado caro, desde el siglo XIX hasta el día de hoy.

En lugar de construir nuestras propias capacidades y desarrollar una plataforma interna de desarrollo —en el sentido más amplio del término, es decir, incluyendo educación, infraestructura, microeconomía, sistema de gobierno, pesos y contrapesos y, en general, la civilización—, nuestra historia es un intento generalmente fallido por limitar, asociarnos o distanciarnos de la potencia del norte. Nadie como Octavio Paz para decir lo obvio: “la frontera entre México y Estados Unidos es política e histórica, no geográfica. No hay barreras naturales entre las dos naciones. El Río Grande no nos separa, nos une. Pero la monotonía del paisaje acentúa las diferencias sociales e históricas. Estas son visibles en términos étnicos, pero sobre todo económicos…”. A pesar de ello, en los ochenta México optó por la cercanía como estrategia para acelerar la tasa de crecimiento de la economía y, sobre todo, para modernizar al país, llevarlo al frente del mundo que se vislumbraba para el siglo XXI.

En contraste con Estados Unidos, una nación que Octavio Paz presenta como comprometida y dedicada al futuro, México persiste en su apego al pasado. Edmundo O’Gorman explica, en su invaluable México, el trauma de su historia, cómo fuimos incapaces de decidirnos sobre la forma de gobernarnos: federalistas o centralistas, liberales o conservadores, republicanos o monárquicos. Todo ello como espejo de la potencia del norte. Las disyuntivas han sido permanentes y, a final de cuentas, reveladoras de una constante histórica: nuestra incapacidad para construir un “país normal.”

Nunca han faltado deseos por transformar al país: de hecho, la constante a lo largo del tiempo ha sido siempre la búsqueda del desarrollo. En el siglo XIX esa búsqueda se concentró en las grandes disputas que O’Gorman relata con su usual agudeza; en el siglo XX pasamos por la revolución, el monopolio priista y luego una interminable serie de experimentos económicos, ninguno de los cuales ha logrado un desarrollo integral a cabalidad. En las últimas décadas del siglo XX nos embarcamos en una estrategia de desarrollo que logró la estabilidad, así como crecimientos impactantes de la productividad, pero no en el conjunto de la economía. El promedio acabó siendo magro.

Cualquiera que sea la razón, es claro que, como país, hemos sido incapaces de alinear al conjunto de elementos necesarios para lograr el desarrollo. Mientras que la sociedad, sobre todo las empresas y los trabajadores, no han tenido mayor alternativa que adaptarse a las reglas cambiantes, el sistema de gobierno se rezagó, quedó congelado en el siglo XX. La gran pregunta es ¿cómo fue esto posible?

 

La respuesta es obvia y más trascendente de lo que parece: el gran logro de fines del siglo XX fue la incorporación de un factor de certidumbre que nunca antes en nuestra historia había estado presente. El TLC fue mucho más que un conjunto de reglas de comercio e inversión: en su esencia, el Tratado es un factor de certidumbre. La gran apuesta inherente fue la suposición de que todo eso que no hemos sido capaces de construir internamente para darle certidumbre y continuidad a los factores de la producción, lo podríamos lograr por medio de un arreglo institucional con Estados Unidos. Desde la perspectiva mexicana, este convenio económico ha sido un éxito rotundo y por eso goza de niveles impactantes de popularidad: la población, en contraste con sus políticos, no tiene problema en identificar a un factor ganador.

El problema hoy, en la era de Trump, es que nadie imaginó que la incertidumbre —el desafío— pudiera llegar de Estados Unidos. Así, en retrospectiva, ahí donde todos somos brillantes, las semillas de este momento se sembraron en el momento de la negociación. El TLC pero, sobre todo, el ingente crecimiento de la migración ilegal (producto de la pérfida estrategia de Luis Echeverría fundamentada en la absurda noción de que “gobernar es poblar”), hace tiempo que afectó los vectores de legitimidad de lo mexicano dentro de Estados Unidos. Mientras que nosotros veíamos a la migración como una solución a la creciente presión demográfica interna, el sentimiento antimexicano cobraba forma en Estados Unidos. Aunque la verdadera causa de la dislocación del empleo manufacturero tradicional de Estados Unidos tiene mucho más que ver con el cambio tecnológico que con el TLC o la migración, el hecho político es que, desde la batalla por la aprobación legislativa del TLC el sentimiento antimexicano en Estados Unidos experimenta un ascenso incontenible. Trump no es la causa de la desazón, sino su más inteligente beneficiario. El fenómeno ha sido obvio por más de dos décadas y no hicimos nada para mitigarlo.

Hoy, después de la extraordinaria elección de 2016, no tengo duda que encontraremos un acomodo con el gobierno de Trump en lo que a comercio se refiere y, con ello, para el principal motor de la economía mexicana. Sin embargo, parece obvio que la función y trascendencia del TLC va a disminuir con celeridad y eso exigirá nuevas respuestas, para las cuales el establishment no está preparado. Tampoco tengo duda que la relación bilateral cambiará de manera inexorable: de hecho, ya cambió. Nuestro reto, una vez más, será interno: construir fuentes de certeza interna que permitan el desarrollo del país. El concepto es simple y obvio, pero no lo hemos logrado en más de 200 años de vida independiente. Nunca hemos logrado construir las bases de un “país normal”. ¿Será posible lograrlo ahora?

En esencia, un país normal implica, como mínimo, fuentes de certidumbre interna que generen confianza entre la población sobre el devenir del país. El concepto es obvio, pero su aterrizaje ha sido por demás complejo, tanto así que la solución que se encontró a la encrucijada fue una fuente de certidumbre externa en la forma del TLC. Además, dada nuestra geografía, la noción misma de una distancia respecto a la superpotencia mundial es un tanto absurda, pero la verdadera asimetría en la relación nada tiene que ver con lo económico sino con que nosotros hemos depositado nuestra fuente de certidumbre en ellos. La consecuencia es que cualquier pretensión de reducir la vulnerabilidad entraña, a fuerzas, la construcción de fuentes de certidumbre y confianza en el interior del país y eso implica consecuencias políticas de enorme calado.

La relación con Estados Unidos va a ser diferente a la del pasado reciente por dos razones: primero, porque el daño ha sido enorme y ha alterado las actitudes de los mexicanos más naturalmente propensos a acercarse. Las deportaciones harán su parte, pero las actitudes racistas, excluyentes y degradantes que Trump y su equipo han empleado, además de modificar nuestras percepciones de ellos, también acabarán siendo costosas para la imagen del “nuevo” Estados Unidos en el mundo. Imposible negar el rechazo a los migrantes mexicanos en el centro geográfico de Estados Unidos: rechazo absolutamente explicable, sobre todo por el choque cultural y étnico que entraña la presencia de grandes agrupaciones de personas “distintas” en una región rural o semiurbana y pueblerina, abrumadoramente blanca. El contraste de mexicanos luchones pero muy visibles frente a una población nativa, insegura de su futuro, acabó siendo un caldo de cultivo perfecto para conformar la base política de Trump. El fenómeno es obvio desde 1993, pero la crisis de 1994, y todo lo que la acompañó, nos cegó respecto al fenómeno antimexicano que se cocinaba, por lo que nunca desarrollamos una estrategia encaminada a relegitimar a México con vista hacia el futuro.

Quizá más importante, ya no es obvio que la certidumbre que por 20 años aportó el TLC será permanente. El desafío no radica en Peña, Trump o el Espíritu Santo, sino en el hecho de que el cambio tecnológico es incontenible. Más allá de los desencuentros recientes, el mundo cambia con celeridad y el sector manufacturero no es excepcional en este sentido. Antes de que Trump pueda contarse los dedos de una mano, el número de empleos desaparecidos gracias a la automatización y las impresoras de tercera dimensión —allá y acá— será atosigador. Así, incluso la importancia del TLC como fuente de demanda disminuirá cada vez más.

 

Dicho todo esto, la geografía no cambiará para México o para Estados Unidos. Históricamente, la política exterior de México ha girado de una manera maniquea entre dos polos, como si éstos fuesen excluyentes: Estados Unidos y América Latina. Se actuaba y pretendía que la cercanía con uno implicaba un distanciamiento con el otro, como si el origen, idioma y cultura fuesen a variar por el hecho de adoptar una posición determinada. Peor, se excluían opciones potencialmente importantes para el desarrollo del país (como pudo haber sido la construcción de un paso interoceánico a través del Istmo de Tehuantepec) por suponer que eso afectaría a otras naciones, sin jamás haberlo consultado con las partes interesadas o, incluso, sin haber analizado sus implicaciones para nuestro propio desarrollo.

Quizá lo más interesante, y patético, del proceso de articulación de una política exterior, razón también por la que no hay un amplio consenso sobre cómo debe ser, es nuestra atávica incapacidad para definir, con precisión y en blanco y negro, cuál es el interés nacional. Parte de la explicación quizá radique en que hay concepciones encontradas sobre cuál es el interés nacional y eso ha llevado, muy a la mexicana, a preferir una situación vaga antes que abrir un nuevo frente de contención. Esa estrategia fue muy conveniente a lo largo de muchas décadas en las que el país comerciaba poco con el exterior y la mayor parte de sus asuntos internacionales se reducía esencialmente a intercambios culturales, participación en foros multilaterales y otros temas de relativamente poca conflictividad (o, como con el caso de Cuba y la OEA, cuya problemática era menor y entrañaba costos irrisorios para el país, pero elevados dividendos internos). Mucho del prestigio gozado por México en el concierto internacional se derivó precisamente de una política que asumía sus principios con gran entereza, a sabiendas de que no existían mayores costos por desplegarlos.

Pero el mundo ha evolucionado y México se encuentra ante una realidad cambiante, para la cual los viejos principios, si bien en muchos sentidos todavía válidos, no siempre coinciden con nuestras aspiraciones o nuestras realidades cotidianas. Es decir, en la medida en que el país ha desarrollado una multiplicidad de vínculos con el resto del mundo, hemos creado también redes de intereses que no siempre se ajustan, por un lado, a los principios filosóficos que se remiten a la doctrina Estrada y, por el otro, a las aspiraciones de protagonismo que no son infrecuentes en materia exterior. El mejor ejemplo de lo anterior es el de nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en dos momentos en la última década, uno de los periodos más conflictivos de los últimos tiempos, que obligó al país a definirse en temas por demás controvertidos con los enormes riesgos —internos y externos— que eso suponía. El punto no es que sea deseable o indeseable, por sí mismo, participar en el Consejo de Seguridad, sino que para participar hay que tener definiciones precisas sobre cuál es nuestro interés nacional. Al no tener una definición cabal sobre este punto, como probaron esos caóticos ejercicios, la propensión suicida es enorme: puros costos, ningún beneficio.

En alguna época se habló de zonas de influencia para la política exterior mexicana. Algunos de sus proponentes, los más realistas, hablaban de Centroamérica y el Caribe; otros, más ambiciosos, hablaban del hemisferio en su conjunto. Brasil, país con ambiciones de potencia y una definición precisa de su interés nacional, aunque con menos capacidad intrínseca, hizo sentir pronto su peso, obligándonos a una retracción no muy discreta. A pesar de que la tensión con Brasil es constante, nuestro dilema parece inalterado: hacia abajo o hacia arriba. Sugerente de la realidad geopolítica, por más que el país guarda relaciones de amistad con numerosos países clave del hemisferio sur, ninguno se atreve a entablar relaciones más allá de lo mínimo con nosotros: esas relaciones van tan lejos como Brasil se los permite y el desencuentro respecto a una posible expansión del Consejo de Seguridad es otra expresión de la misma realidad. Al final del día, el asunto no es sur o norte, oeste o este, Brasil o Estados Unidos, sino nuestra perenne incapacidad para decidir qué queremos ser cuando seamos grandes.

 

La geografía no cambiará y las oportunidades y complejidades seguirán estando ahí, no importa hacia dónde veamos. Estados Unidos no es la solución a nuestros problemas, así como el sur tampoco lo será: la solución está adentro y todas las estrategias que imaginemos no cambiarán esa realidad fundamental. Alemania y Francia no se entendieron porque se amaran sino porque internamente llegaron a la conclusión de que su seguridad, intereses y desarrollo serían mejores en conjunto que separados. Esto es algo en lo que deberíamos recapacitar: la Unión Europea nació con la asociación de enemigos luego de la destrucción de una guerra terrible que arrojó decenas de millones de muertos; entenderse en esas condiciones requirió fortaleza interna, claridad de miras y confianza en la capacidad de cada nación para avanzar en conjunto.

Así como Francia y Alemania acabaron comprendiendo la inevitabilidad de la cercanía —y sus oportunidades— México tendrá que decidir qué clase de futuro quiere. Alemania y Francia llegaron a un entendido entre iguales en el que cada uno tenía sus propias certezas pero ambos compartían un destino común. Estados Unidos y México llegaron a un acuerdo similar en 1988 que ahora ha quedado en entredicho. Trump representa una clara discontinuidad, pero el tiempo dirá si se trata de un mero accidente pasajero o de una nueva tendencia.

El reto para México no es Estados Unidos ni el TLC. El verdadero desafío radica en convertirse en un país normal, con sus propias fuentes de certidumbre y viabilidad. Es decir, producto de una transformación interna que revolucione su capacidad para enfrentar el futuro. El TLC fue un gran sustituto de una reforma de su sistema político y de gobierno; lo que Trump ha expuesto es la falacia de que se puede confiar en otros de manera permanente sin resolver los asuntos internos. El problema, pues, no es Trump, sino nuestra parálisis y sus privilegios. Ese problema se resolverá el día en que hayamos transformado al sistema de gobierno y, entonces, la relación con Estados Unidos será natural —normal—, producto de dos naciones maduras, amigas e iguales. Como Francia y Alemania.

 

Luis Rubio
Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales, Comexi. Su libro más reciente es El problema del poder: México requiere un nuevo sistema de gobierno.

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2018

Luis Rubio

El 2018 llegó temprano gracias a Peña y a Trump, una combinación que resulta letal para las expectativas, miedos, ánimos y, sobre todo, el futuro, porque parece allanar el camino, de manera inexorable, para la presidencia de López Obrador. Esta aparente causalidad se ve reflejada en las encuestas, mismas que el propio AMLO ha procurado convertir, con enorme habilidad, en una profecía que se auto cumple. ¿Será así de fácil?

Parafraseando a H. L. Mencken, “para cada problema hay una solución simple, clara y equivocada” y ésta no es la excepción. El argumento a favor de AMLO se sustenta en cinco elementos: primero, ‘ya probamos al PRI, ya probamos al PAN, ya volvió el PRI y sigue sin funcionar.” Segundo, sólo él, un nacionalista de cepa, nos puede defender de Trump; tercero, no hay candidatos creíbles en los otros partidos; cuarto, así lo dicen las encuestas; y, finalmente, le toca. El comportamiento “presidencial” del candidato contribuye a esta fotografía.

Las encuestas dicen muchas cosas pero, a quince meses de las elecciones, son poco relevantes, máxime cuando los indecisos son, con mucho, el mayor bloque del electorado. Con un solo candidato en el panorama, las encuestas de este momento favorecen todos los prejuicios y sirven para manipular la discusión pública.

El argumento en contra del PRI radica en que este gobierno ha sido un fracaso, la popularidad del presidente hace imposible que surja un sucesor de sus filas, la corrupción ahoga al país y a todos sus potenciales candidatos y en que, a pesar de su promesa de ser un gobierno eficaz, luego de las reformas no ha dado una. Si lo anterior no fuese suficiente, en su obsesión por preservarse en el poder, el gobierno ha politizado todas sus acciones, al grado de cometer suicidio en las elecciones de junio pasado y posponer la actualización de los precios de la gasolina. En consecuencia, dice el mantra político, no hay forma que un priista pudiera ganar.

El argumento en contra del PAN reside en que sus pleitos internos lo anulan, que no existe un candidato carismático capaz de entusiasmar a la ciudadanía y, sobre todo, que ha probado ser -históricamente- un gran partido de oposición, pero uno incapaz de gobernar con efectividad.

En suma, parecería que son innecesarias las elecciones del año próximo porque se trata de un hecho consumado. Yo me pregunto si esto es de verdad tan obvio. Más allá de los evidentes avatares de cualquier contienda -los aciertos y los errores, la suerte y la mala suerte, las circunstancias económicas, y el humor de los votantes a la hora de votar- a mí me parece que es el PRI quien determinará el resultado de la elección y no AMLO.

En primer lugar, las contiendas de más de dos candidatos y una sola vuelta electoral siempre acaban siendo de dos, casi una ley de hierro de la política. En este sentido, la interrogante clave es si la contienda acabará siendo entre PRI y Morena o entre Morena y el PAN. Ceteris paribus, parece evidente que AMLO va a ser el “elefante en el salón,” el candidato a vencer.

En segundo lugar, la característica medular del momento actual es la fragmentación del electorado. En principio, hoy todos los partidos pueden ganar pues, en contraste con el pasado, el electorado ya no tiene lealtades permanentes. En adición a ello, la aparición de los independientes -uno o muchos- como candidatos a la presidencia sin partido, agrega tanto a la dispersión del voto como a su fragmentación. Tengo certeza que ninguno de los potenciales candidatos independientes puede ganar, pero todos compiten por el mismo segmento del electorado, típicamente las clases medias urbanas, justo la población que AMLO requiere para ganar más allá de su base dura en el centro del país y algunas otras localidades como Guerrero y Michoacán. Es decir, casi cada voto que va a un independiente es un voto menos para AMLO.

A lo anterior se agrega el PRD o, por lo menos, Miguel Ángel Mancera, que por más que esté tratando de construir una coalición multicolor, la medida de su éxito residiría en darle viabilidad al PRD más que ganar la presidencia. Esa candidatura divide al voto de la izquierda.

La consecuencia de todo esto es que el próximo presidente probablemente será electo con menos de 30% del voto.

En tercer lugar, con un umbral de triunfo tan bajo, la pregunta crucial es cómo votarán los priistas pues, a pesar de su impopularidad, siguen comandando el mayor voto duro del país. Algunos colocan ese voto duro en alrededor del 26% del electorado, cifra no muy distante de la necesaria para ganar la elección. Sin embargo, como se pudo observar en 2006, los priistas no votan de manera automática y garantizada: Roberto Madrazo apenas logró poco más de la mitad del voto duro de su partido en aquel momento.

Por lo tanto, mi lectura de la realidad política del momento me dice que el PRI podría ganar la elección si postula a un candidato capaz de llevar al 100% de su militancia el día de la elección. Me parece que sólo hay dos o tres priistas que podrían lograr esa faena. Así, de ser correcto mi análisis, la elección está en manos del PRI y no de AMLO. Todo dependerá del candidato que sea postulado y su capacidad para lograr que todos los priistas asistan el día de los comicios.

 

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26 Feb. 2017

Peor ¿imposible?

 Luis Rubio

 

El deterioro es lento pero seguro. Las dificultades se apilan y las expectativas empeoran. La imagen del gobierno empobrece de manera sistemática sin que nadie sea capaz de revertirla. Los partidos y pre candidatos intentan sacar raja del árbol caído, sin preocuparse por las implicaciones de su actuar, igual el PAN que el PRD, Morena o la colección de independientes: cada quien para su santo. Súbitamente sale el sol: Trump parece liberar a todos de sus penas porque ofrece la oportunidad de un problema -o enemigo- común. La unidad adquiere una dimensión cósmica: todos somos migrantes, todos somos patriotas, todos somos buenos. Todos, menos la dura realidad.

Los tiempos difíciles reclaman unidad y, en eso, el llamado del presidente es impecable. Pero un llamado no resuelve años de desdén ni deslegitima la convocatoria de López Obrador a sumar fuerzas. La falsedad -intemperante y distante- de los llamados a la unidad resulta evidente para una ciudadanía cauta por experiencia, que distingue lo honesto de lo interesado. A nadie importa la espada de Damocles que pende sobre la cabeza de México, sino la disputa por la sucesión y la vanidad del instante. Por si faltaran pruebas, ni los convocantes a la marcha del pasado domingo pudieron ponerse de acuerdo sobre el objetivo.

El problema de las convocatorias a la unidad es que no entusiasman a nadie cuando son contra algo: la población quiere respuestas y soluciones, no condenas gratuitas; en todo caso, unidad a favor de algo mejor. Los migrantes que viven atemorizados en Estados Unidos y sus familias en México no quieren marchas y protestas: quizá se sumen a una convocatoria por la transformación del país pero no está dispuestos a perder ni un minuto en un ejercicio ficticio de unidad. Peor cuando el presidente intenta subirse al carro para atajar su propia impopularidad que, no sobra decir, evidencia lo obvio: por más que Trump represente una enorme amenaza al statu quo, el mexicano común y corriente está mucho más enojado con el gobierno; no por casualidad innumerables organizaciones que se sumaron a la convocatoria de la marcha al final optaron por salirse. Nadie quiere ser parte de un barco que naufraga: eso incluye al gobierno actual y a muchos de quienes vieron en sus reformas alguna posibilidad.

Por casi medio siglo, los mexicanos hemos vivido a la espera de una transformación que permita romper con los amarres que anclan al país en el pasado. En todas esas décadas, hubo muchos intentos por reformar aspectos de la vida económica y política del país, pero ninguno pretendió sentar las bases para un futuro distinto, para entrar de lleno al siglo XXI. Las reformas económicas crearon espacios de excepción que nos han dado un extraordinario alivio, pero no una solución integral; las reformas político-electorales procuraron apaciguar a las diversas oposiciones, incorporándolas en el sistema priista de privilegios. Los migrantes buscaron empleo fuera porque aquí no hay oportunidades.

Décadas dedicadas a atender la crisis del momento: puros parches y remiendos, trapitos que ayudan pero no resuelven. Bastaron unos cuantos twits de Trump para desenmascarar a todo el país, evidenciando no sólo nuestras carencias, sino nuestras vulnerabilidades. Frente a eso, envolverse en la bandera acaba siendo no más que un acto de vanidad, un mero berrinche.

El hastío que vive la población no es producto de la casualidad y no se resuelve, como pretende el candidato favorito de las encuestas, retornando a una era idílica y simple. La invitación a un «nuevo proyecto» de nación es muy llamativa (y sin duda atrae a muchos empresarios desesperados), pero choca con la realidad del mundo en que vivimos. Precedentes hay muchos, desde Perón hasta Chávez, que no sólo destruyeron lo existente, sino que para siempre minaron el futuro de sus naciones. Muchos, comenzando por Trump, Xi y Putin, pretenden recrear su antigua grandeza pero nada, excepto una destrucción total de la vida moderna y las comunicaciones que la caracterizan, podrá cambiar el reino de la opinión pública, las redes sociales y la globalización de las expectativas.

El país ciertamente tiene que cambiar; la pregunta es hacia dónde y cómo. Los llamados a la unidad no son sino llamaradas nostálgicas o interesadas de quienes se benefician del viejo orden y pretenden preservarlo, por lo que ni parpadean con invitaciones nacionalistas y patrioteras. El nacionalismo, escribió Orwell, es “hambre política atemperada por un auto-engaño.”

Trump nos ha sacado de la zona de confort y nos obliga a optar: damos un paso firme al siglo XXI o aceptamos que el deterioro continúe. De lo que no hay duda es que, sin alteración de las tendencias, el único camino posible es hacia abajo y todos los que abandonan el barco -unos porque no ven opciones, otros porque creen que sumándose temprano pueden sacar raja doble- no hacen sino acelerar el paso. Quien crea que las cosas no se pueden poner peor -antes de las elecciones y después- desconoce la historia, desde la revolución rusa en adelante, para no hablar del pasado remoto.

Mucho más útil sería la unidad de personas e intereses disímbolos para construir el futuro, que un palco privilegiado en el Titanic.

 

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Populismo

Luis Rubio

Suena simple: me eliges y yo resuelvo todos los males: en palabras de Trump, “yo solito lo puedo resolver.” El llamado populista es seductor por la sencilla razón de que tergiversa el elemento intuitivo clave de la democracia que consiste en que “la gente” puede gobernarse a sí misma. El populista vende la noción, claramente ilusoria, de que él o ella representa a la gente y, de hecho, la personifica. Es por ello que Jan-Werner Müller, autor de Qué es el populismo, afirma que “el populismo es una sombra permanente sobre la democracia representativa.”

El populismo se ha vuelto una etiqueta de fácil arraigo pero de difícil definición. En los últimos meses, diversos partidos europeos y al menos dos candidatos estadounidenses, cayeron bajo esa definición. Unos son de derecha, otros de izquierda, pero todos comparten una serie de elementos comunes. John Judis, en La explosión populista, afirma que el populismo de derecha (utilizando a Trump como ejemplo) propone que las clases medias están siendo comprimidas por “otros,” que igual pueden ser “los ricos”, extranjeros, burócratas: o sea, “los malos.” Por su parte, el populismo de izquierda, donde Judis emplea a Sanders como el prototipo, promete defender a las masas de las élites plutocráticas. Ambos viven de lo mismo: los buenos contra los malos, donde solo una persona puede resolver el problema porque se identifica con la población y es parte integral de ella, el único auténtico representante del pueblo.

El populista se enfoca en problemas reales para convertirlos en un llamado a la acción: lo que importa no es si tiene mejores ideas o herramientas para resolver las dificultades, sino crear una sensación de impotencia porque es la ausencia de esperanza o de percepción de mejoría lo que se constituye en el principal caldo de cultivo del populismo. También es la razón por la cual es tan preocupante que el presidente emplee términos como el del “mal humor social,” porque, viniendo de una persona en posición de autoridad, ese tipo de caracterizaciones tienden a validarse y convertirse en mantra. Entre los estudiosos de las elecciones estadounidenses hay un virtual consenso de que Carter perdió su posibilidad de reelección cuando afirmó que los americanos sufrían una “crisis de confianza.” Ese discurso, conocido como del “malestar,” cambió las expectativas de la población y creó un espacio para la derrota del entonces presidente.

El populismo no es un tema de política pública -de impuestos, empleos o comercio-, ni tampoco es una ideología; más bien, se trata de una lógica política que gana posibilidades cuando se exacerban los ánimos, se eleva el tono de la discusión política y se acentúa el descontento con el statu quo. La genialidad de los populistas radica en su capacidad para convertir preocupaciones de la población que contienen algún elemento de verdad (como fue la inmigración en Brexit) para convertirlas en plataformas electorales sostenibles. En el fondo, sin embargo, el factor que energiza a los populistas no es la economía sino la impotencia que se manifiesta en sed de justicia. ¿Por qué se mete a la cárcel a un pobre diablo y no al gobernador corrupto? ¿Por qué se mantiene como diputado o senador a un conocido hampón mientras que la economía sigue sin beneficiar a la mayoría? ¿por qué ningún banquero fue a la cárcel por Fobaproa?

El populismo, dice Müller, se sostiene en tres patas: la negación de la complejidad, el anti-pluralismo y la tergiversación del sistema de representación. Para el populista las soluciones son simples y obvias y la suya es la única respuesta posible, es decir, no hay una legítima discusión respecto a la mejor forma de resolver los problemas existentes porque sólo ese líder tiene la solución que, además, no tiene por qué explicarle a nadie. Como el populista representa la voluntad popular, los procesos legislativos son contraproducentes, lo que explica el amor por los plebiscitos. La vida pública es un asunto no de debate sino de moral: nosotros tenemos la razón y el resto es inmoral, con agendas ulteriores. No sobra decir que el mejor antídoto contra el populismo yace en la transparencia: explicitar los dilemas y la complejidad, tratar a la población como adultos, reconocer la diversidad de visiones en la sociedad y que no todas se conforman al ideal tecnocrático, y fortalecer las instancias legislativas como el mecanismo supremo de representación popular en lugar de, como ahora, el instrumento de control político de la presidencia.

Le quedan poco menos de dos años a este sexenio y 17 meses para las próximas elecciones. El asunto primordial debiera ser el de concluir este gobierno en mejores condiciones que las actuales. Aunque la sociedad decidirá con su voto quien nos gobernará los siguientes seis años, es el gobierno actual quien tiene la responsabilidad de crear condiciones para que la opción sea real. Lo que ha hecho a la fecha es exactamente lo opuesto: ha polarizado, ignorado a la población y faltado a su misión esencial, que es la de crear condiciones para el progreso, la prosperidad y la esperanza de la población. Con sus errores ha promovido la desazón y la impotencia. Todavía es tiempo de que dé la vuelta.

 

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12 Feb. 2017

Atizar el fuego

Luis Rubio

Hay tres preceptos que ningún gobierno puede ignorar: primero, no hay alternativa más que lidiar con quien es presidente de Estados Unidos. Nos puede gustar o disgustar, pero la superpotencia tiene un impacto desmedido sobre el mundo y más sobre México: es una realidad que no podemos cambiar. La geografía -y las circunstancias políticas, sociales, económicas y geopolíticas- son inexorables. En segundo lugar, la función de gobernar depende enteramente de la confianza que el gobierno logra obtener de parte de la ciudadanía, fenómeno que se magnifica dramáticamente en la era de las redes sociales. Cuando la Unión Europea negociaba con Grecia hace un par de años, la cabeza del euro grupo lo dijo de manera lapidaria: “la confianza llega a pie, pero se va a caballo.” Finalmente, el tercer precepto es que es mejor mantener las expectativas de la población bajas porque si todo sale bien el éxito es enorme, pero si sale mal nadie queda decepcionado. Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII lo dijo de manera elocuente: “Bendito es quien no espera nada, pues nunca acabará decepcionado.”

En los pasados meses, y en crescendo desde que Trump fue ungido como candidato a la presidencia, el gobierno mexicano ha ido violando uno a uno los tres preceptos. Independientemente de las preferencias de la población o de los integrantes del gobierno actual, nunca supo cómo lidiar con el hoy presidente Trump. Las quejas y críticas en los periódicos y redes sociales son una cosa, pero otra es el gobierno mismo, cuya responsabilidad no es delegable. En las gráficas de las encuestas de aquella temporada electoral se puede apreciar que cada vez que el expresidente Fox lanzaba uno de sus petardos, las preferencias por Trump ascendían. Lo mismo, pero en mayor grado, ocurrió cuando el presidente le dio trato de jefe de Estado al entonces candidato. Hoy es claro que el presidente Trump no va a cambiar o “moderar” su discurso: la interrogante clave es en qué medida los límites reales al poder (geopolíticos, de la estructura política-electoral estadounidense y de su sistema de pesos y contrapesos) contendrán sus peores excesos. Cuando Nixon inició su mandato, uno de los funcionarios de la Casa Blanca le dijo a los periodistas del momento “observa lo que hacemos, no lo que decimos.” Lo dicho es inmenso y muchas veces intolerable; ahora falta ver qué sigue en la realidad.

Lo que simplemente no es parte del repertorio del presidente Enrique Peña Nieto y su equipo es comunicarse con la población. Al gobierno no le interesa informar, explicar o convencer. Su concepción del gobierno es la del PRI de antes: mandar. El problema es que eso es imposible -como la evolución de esta administración ha demostrado- en la era de las redes sociales, la comentocracia y la ubicuidad de la información. Los gobiernos exitosos son los que informan y tratan de conducir la discusión para que la población entienda su racionalidad y, con suerte, la haga suya. Hace décadas, el gobierno podía controlar los flujos de información, pero hoy eso es imposible: ésta no sólo surge de una infinidad de fuentes -igual serias que no- sino que la propia ciudadanía puede inventar, adicionar o modificar la información y diseminarla con la misma rapidez e impacto que cualquier gobierno. La confianza es clave para el funcionamiento de un gobierno, y más cuando se trata de un gobierno anclado en instituciones sin mayor fortaleza o credibilidad. A pesar de esto, la administración del presidente Peña está convencida que sabe más y mejor que toda la población. En este sentido, es patética su respuesta reciente a un fracaso más en la relación con el gobierno de Trump, la de recurrir a un nacionalismo ramplón: lo fácil es iniciar una escalada nacionalista; luego nadie sabe cómo pararla o quién la va a aprovechar.

Si bien es difícil gobernar en esta era, lo que es inexplicable es que el gobierno atice el fuego sin mayor reparo o, peor, sin sustento. La invitación al entonces candidato Trump fue ya de por sí temeraria, mostrando una profunda ignorancia de la manera de funcionar de la política estadounidense o de los riesgos de tal acción para México. Pero nada explica el acto público del día 23 de enero en que el presidente y su secretario prácticamente ofrecieron que ya tenían resuelto “el problema.” Los días siguientes mostraron que la temeridad seguía ahí, con enorme disposición a incurrir en ingentes riesgos. Todos los gobiernos cometen errores: esa es parte inevitable de la función; lo que resulta inexplicable es la necedad de atizar expectativas y, peor, cuando los riesgos que la sociedad en su conjunto percibe son extremos.

“El horno no está para bollos,” dice la conseja popular. El desafío que entraña la nueva administración estadounidense es poderoso en sí mismo y a éste se adiciona el proceso de sucesión presidencial que está en pleno apogeo:  todo mundo trata de hacer leña del árbol que percibe muerto. El gobierno tiene que seguir hablando con sus contrapartes en EUA, pero no hay porqué precipitarse, dado que no hay condiciones para negociar. Mejor preparar el terreno para poder ser exitosos cuando la agenda de EUA lo permita. La prisa no es buena consejera.

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05 Feb. 2017