Archivo del Autor: admin

Apostar y perder

Luis Rubio

Decía uno de mis maestros, Roy Macridis, que a las políticas públicas, en particular las relativas a la política exterior, se les debía evaluar no por sus objetivos sino por sus consecuencias. El tema que a él le acongojaba de manera especial era el de la guerra de Vietnam, sobre la que su afirmación lapidaria era que Estados Unidos había logrado exactamente lo opuesto a lo que se había propuesto. Todos los gobiernos enfrentan situaciones similares: cada programa, estrategia, discurso o decisión se contempla a la luz de la información disponible, los prejuicios del grupo que participa o asesora y los objetivos que se persiguen. Una vez tomada la decisión de qué hacer y cómo hacerlo, lo que queda es lidiar con las consecuencias.

La visita del presidente Calderón a Washington hace unos meses tuvo lugar en el contexto de un profundo conflicto en la sociedad norteamericana sobre su futuro. En aquella ocasión, el presidente fue severo en sus juicios respecto a los dos asuntos más candentes de la relación bilateral: la migración y la venta de armas a las mafias de narcos en México. En ambos temas, no se limitó a la perspectiva mexicana, sino que se embarcó en una fuerte crítica a la forma de ser de los norteamericanos. En el tema de migración, propuso la necesidad de una solución conjunta pero, luego de afirmar su respeto por las leyes de aquel país, se dedicó a criticarlas. En el tema de las armas tampoco se limitó a exigir que el gobierno estadounidense se dedique a impedir la exportación de armas hacia México, sino que les advirtió del riesgo para ellos de continuar vendiendo armas de alto calibre para consumo en aquella nación.

Es difícil comprender la motivación de rebasar la línea entre lo que es la política exterior de lo que constituye una intromisión en los asuntos de política interior de otro país. Independientemente de lo que diga la ley, un extranjero debe ser siempre cauto respecto a externar sus opiniones respecto a la política interna de otra nación y, mucho más, si se trata de un presidente. Yo supongo que hay dos posibles explicaciones para este lapsus: una, que se trató de una decisión consciente, con pleno conocimiento de las consecuencias potenciales; la otra, que éstas nunca se imaginaron o midieron. Ahora, con los resultados electorales de esta semana en aquel país, es posible comenzar a vislumbrar los costos.

Especulando sobre el modo de proceder, éste pudo derivarse de una postura moral maximalista donde el objetivo era hacer sentir el peso de las implicaciones de las políticas estadounidenses sobre México o, quizá de manera más simple, el verdadero auditorio al que se dirigían los discursos era la galería en nuestro país. En cualquiera de los casos, la pregunta es para qué: cuál es el posible beneficio de ir hasta allá para alienar a la mitad de los anfitriones a los que, además, se les estaba proponiendo una sociedad de largo plazo, máxime ante la no remota posibilidad de que los republicanos pudieran llegar a tener un mucho mayor peso en las decisiones.

Independientemente de si la estrategia gubernamental consistía en intencionalmente causar una animadversión especialmente por parte del los legisladores republicanos y el movimiento del tea party o si se trató de una profunda incomprensión de la forma en que ha evolucionado ese país en los últimos años, el hecho tangible es que, a varios meses de aquel momento, la estrategia que se adoptó entonces fue errada. Lo que interesa a México es tener una relación con el gobierno y sociedad estadounidenses para poder resolver los complejos problemas que se derivan de la vecindad. Nada se logra alienando a los votantes o a los políticos en ascenso.

El movimiento del «tea party» comenzó a despegar a principios de este año, justo cuando la visita del presidente Calderón. Sus discursos le dieron instrumentos electorales a muchos de los candidatos: en un impactante número de anuncios, videos en YouTube y discursos de las campañas, se emplearon las palabras, imágenes y hasta la voz del presidente mexicano como medio para golpear a sus rivales y, de paso, al presidente Obama. Como dice un analista, los demócratas en el congreso le dieron una ovación, pero a nivel del estadounidense común y corriente las palabras del presidente mexicano sonaron a predicador frío, ingrato e hipócrita que estaba regañando a su congregación. En otras palabras, justificadamente o no, hizo enojar a los americanos.

Como diría mi maestro, es tiempo de lidiar con las consecuencias. Cualquiera que haya sido el objetivo que se perseguía con aquella visita, las consecuencias ya han sido extraordinariamente costosas y podrían serlo aún más, sobre todo porque han afianzado la noción de que México es un tema de política interior en aquel país, lo que lleva a justificar que nuestros connacionales son causantes de muchos de los males que los aquejan.

Como dice el viejo dicho chino, las crisis también son momentos de oportunidad. México se ha vuelto el malo de la película en EUA, circunstancia que afecta todas las facetas de nuestra interacción con aquel país. De no revertirse este camino, los costos se irán apilando en formas muy específicas, sobre todo en acciones mucho más duras a lo largo de la frontera, y en el rechazo a una nueva legislación migratoria o, mucho peor, en la adopción de una legislación tan restrictiva que acabaría cerrándole puertas no sólo a futuros migrantes sino sobre todo a quienes ya están allá. Es tiempo de lanzar una estrategia de conquista de las mentes de los norteamericanos.

Lo que México tiene que hacer en EUA es bastante evidente desde hace mucho tiempo. México ha sido un socio serio y responsable, se ha dedicado a enfrentar temas y problemas que afectan a las dos naciones vecinas y ha propuesto contribuir a resolver problemas comunes en formas que hace años eran herejía pura en nuestro país. Hoy, sin embargo, las circunstancias demandan un activismo decidido, una decisión de lanzar una estrategia de legitimación de México y lo mexicano. Con gran visión, Luis de la Calle ha hablado de posibilidades como la de colocar a un actor mexicano como médico en alguno de los programas más vistos de la televisión estadounidense o de promover que un par de ciudades, como San Diego y Tijuana, organicen conjuntamente los juegos olímpicos. El punto es cambiar el imaginario colectivo estadounidense para que la imagen del mexicano sea la de una persona trabajadora y responsable que quiere vivir mejor. Mejor esa imagen verídica que un proceso contestatario interminable.

 

Cambio de régimen

Luis Rubio

Mark Twain decía que «la primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutarla sin tener la posibilidad de hacerlo, en tanto que en la última hay la posibilidad sin la capacidad». Lo mismo es cierto de los gobiernos. En 2000 se dio la primera alternancia de partidos en el gobierno pero no hubo cambio en las estructuras institucionales del país. En términos técnicos, no hubo cambio de régimen. Ese fue el mayor error de Vicente Fox y la principal causa de la persistencia de las viejas estructuras políticas, los vicios y los fardos para el desarrollo. Ahora se da algo así como una segunda oportunidad, esta vez en Oaxaca y Puebla. Lo que  hagan los nuevos gobernadores podría transformar al país.

Cuando Fox llegó a Los Pinos, el PRI era componente inherente al sistema presidencial. Las organizaciones que lo integraban funcionaban en coordinación con la presidencia y servían de mecanismo de transmisión y de control. Los intereses ahí insertos contaban con vehículos para influir y presionar. El sistema era corrupto, autoritario y con frecuencia conflictivo, pero también funcional: permitía el control, mantenía una semblanza de orden y limitaba (casi siempre) los peores excesos, al menos dentro de la normalidad que establecían las reglas «no escritas».

La llegada de Fox alteró la ecuación medular del sistema: al perder el control de la presidencia, el PRI se quedó huérfano y comenzó a experimentar distintos grados de convulsión. El «divorcio», por así llamarle, entre el PRI y la presidencia cambió la realidad del poder político en el país y desató fuerzas que no se habían visto desde antes de la Revolución. El poder fluyó de la presidencia hacia los gobernadores y los partidos. Al mismo tiempo, muchas de las organizaciones que, con mayor o menor cercanía o sincronía, funcionaban en torno al PRI, adquirieron vida propia, convirtiéndose en factores de poder autónomos, ya sin amarras institucionales que, para bien o para mal, habían operado como contrapeso. Así surgen los llamados «poderes fácticos», cuyo único interés es el propio. A la vez, desapareció el recurso para disciplinar a esos poderes sin cambiar al sistema, cuyo ejemplo paradigmático  fue el «quinazo».

A su llegada, Fox tuvo la oportunidad, al menos hipotética, de negociar un acuerdo con los priistas, acuerdo que pudo haberse traducido en una nueva estructura institucional. Antes de que los beneficiarios del cambio político se percataran de las implicaciones del mismo, los priistas estaban aterrados de que pudieran ser enviados a la cárcel, al viejo estilo del sistema. Temían que el gobierno recurriera a tácticas autoritarias para tomar control del aparato gubernamental y se comportara como cualquiera de los anteriores. De haber previsto el efecto de la pérdida de poder del ejecutivo, el flamante gobierno panista pudo haber negociado desde una posición de fuerza: apalancándose en el temor de los priistas, redefinir la naturaleza de las instituciones políticas y cambiar el destino del país.

Lo que ocurrió es historia. Ante todo, el nuevo gobierno (2000) no tuvo la perspicacia ni una comprensión cabal de las fuerzas que había desatado. En segundo lugar, las posturas dentro del gabinete respecto a cómo proceder fluctuaban entre las jacobinas de quienes proponían comisiones de la verdad orientadas a juzgar (y, sin duda condenar) al viejo régimen, y quienes abogaban por mantener el statu quo. Lamentablemente no hubo una visión de Estado que trascendiera la coyuntura para aprovecharla de manera excepcional.

Los nuevos gobernadores de Puebla y Oaxaca no pueden ignorar la experiencia de Fox y el costo que ésta ha significado pero, al mismo tiempo, pueden aprovecharla para bien de sus estados y del país. Al asumir sus funciones se encontrarán con una fotografía no muy distinta a la que recibió a Fox: un PRI encumbrado, saturado de intereses que abusan de manera sistemática y una historia de corrupción inconmensurable. Algunos de los integrantes de las administraciones salientes se sentirán atemorizados (como ilustra la súbita búsqueda de impunidad a través del fuero del secretario de finanzas de Oaxaca), pero muchos ya vieron la forma en que todo vestigio de institucionalidad se colapsó con la llegada de Fox, lo que los ha envalentonado.

La situación crea la extraordinaria oportunidad de redefinir la naturaleza de la política en dos de los estados más rezagados y corruptos del país. Los nuevos gobernadores podrían plantear disyuntivas precisas y absolutas a quienes tienen cuentas pendientes, pero no a la usanza del viejo PRI que, a pesar de los años, nunca dejó de ser el partido obregonista: «nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos», o sea, la corrupción permanente. En vez de intentar comprar la paz, los nuevos gobernadores podrían plantear una nueva institucionalidad y abrir brecha para el resto del país: nuevas reglas a las que todos se someten a cambio de pintar una raya respecto al pasado.

Las opciones, al menos conceptuales, para los nuevos gobernadores son muy simples: comprar la paz y pretender que la suya fue una elección tradicional (como el PRI de siempre); tratar de mantener el bote andando (como Fox); o replantear el arreglo institucional. Nadie en el país ha intentado esto último, pero eso es lo que el país requiere: reglas nuevas y un gobierno capaz y dispuesto a hacerlas cumplir. Muchos reclamarán justicia revolucionaria («meter a los corruptos al tambo»), pero para eso se requeriría un sistema judicial creíble que no existe; en las condiciones actuales, ese camino llevaría a un «michoacanazo»: puro show sin final feliz, perdiéndose la gran oportunidad de transformación.

La verdadera alternativa es replantear las reglas del juego y comunicarlas bien: establecer un marco institucional nuevo -fundamentado en la ciudadanía y no en las corporaciones y organizaciones partidistas- y un marco legal idóneo para una sociedad que se propone transformarse. El intercambio dependería de la disposición de los poderes reales de la actualidad: si aceptan las nuevas reglas y se someten a ellas, su pasado quedaría libre; si no, se les aplicaría la ley y la fuerza sin miramiento. Mientras tanto, el nuevo gobernador mantendría una espada de Damocles, susceptible de utilizarse a la menor provocación.

Los nuevos gobernadores arriban a sus estados con un sinnúmero de deudas hacia quienes los apoyaron. Harían bien en recordar la forma en que Fiorino Laguardia rompió con todos ellos el día en que tomó posesión como alcalde de Nueva York: «mi primera calificación para esta gran función es mi monumental ingratitud». Por algún lado es imperativo comenzar.

 

www.cidac.org

Batahola

Luis Rubio

Séneca, el filósofo romano, ya lo había anticipado: «nunca hay buen viento para quien no sabe a dónde va». Las disputas respecto a los aranceles, tratados de libre comercio y futuro de la economía ponen en evidencia la flagrante confusión que nos caracteriza. Las posturas tanto del gobierno como del sector privado son tan absolutas y ensañadas que parecería que el mundo va de por medio.

El conflicto parece estar a flor de piel: el tema específico es lo de menos; lo relevante es la confrontación. Por un lado, el gobierno insiste en la necesidad de reducir aranceles, desregular y crear un entorno más competitivo para la actividad económica. Por el otro, el sector privado salta a la primera oportunidad, pero con un solo monosílabo: NO. La verdad sea dicha, ambos tienen razón: como ninguno, incluyendo a todo el resto de los mexicanos, tiene idea de a dónde vamos, cualquier camino nos llevará ahí. En consecuencia, mejor armar borlote que tratar de encontrar un espacio de entendimiento.

En el barullo se ha perdido la perspectiva: la función del gobierno, la lógica de los empresarios y el sentido del desarrollo económico. Para comenzar, la obligación y responsabilidad del gobierno es crear condiciones para que la economía se pueda desarrollar. Entre éstas se encuentra la conformación de un entorno de competencia que permita elevar la productividad general de la economía, obligue a los empresarios a ser más eficientes y propicie la formación de nuevas empresas. En un mundo ideal, las reglas del juego tienen que facilitar el nacimiento de empresas cuando un emprendedor genera una idea susceptible de ganar terreno en el mercado,  y a la vez permitir la transformación o muerte de las que son incapaces de satisfacer la demanda de los consumidores.

Este es el quid del asunto. En el corazón de la disputa entre gobierno y empresarios yace una indefinición fundamental: quién debe ser el beneficiario del desarrollo, el empresario o el ciudadano y consumidor. En los ochenta el país pareció dar ese paso fundamental al liberalizar las importaciones, disminuir los subsidios a la actividad industrial y, aparentemente, privilegiar al consumidor. El objetivo no era acabar con la planta productiva como claman empresarios y críticos, sino darle viabilidad de largo plazo a la economía del país al incrementar las escalas de producción, y crear una economía más especializada y más capaz de satisfacer al consumidor. Es decir, el giro que se trató de dar fue el de obligar a la planta productiva a servir al consumidor en lugar de que éste dependiera de la buena voluntad del productor.

Detrás de la lógica gubernamental de entonces se encontraba la vieja discusión respecto a la función del mercado en el desarrollo económico. El objetivo del libre comercio es que las economías se especialicen, es decir, que en lugar de fabricar todos los bienes que demanda la sociedad dentro de un país, cada nación se especialice en lo que es mejor. Cuando un país ha vivido bajo el yugo de la protección de los productores, es natural que una apertura a las importaciones provoque diversas dislocaciones; sin embargo, el objetivo de la apertura no es causar dislocación sino provocar la transformación del sector productivo a fin de que se consoliden empresas más eficientes, se generen mejores empleos bien remunerados y que, en el conjunto, todos acabemos ganando.

Desafortunadamente, la apertura de la economía mexicana fue muy desigual. Se liberalizó la importación de la mayoría de productos industriales pero no se liberalizó el comercio en servicios, a la vez que se mantuvieron diversos mecanismos de protección -por medio de aranceles, subsidios, excepciones y regulaciones tortuosas- que han tenido el efecto de hacer mucho más difícil la competencia. El resultado ha sido que algunos sectores industriales enfrentan una competencia inmisericorde, mientras que otros viven en la cueva de Ali Babá. El episodio más reciente de liberalización fue sugerente de lo que realmente enfrentamos: se liberalizaron algunos bienes pero se preservaron cotos de caza, como cables eléctricos, con la excusa de que las normas mexicanas son distintas a pesar de que los exportamos y son idénticos a los que se producen en esos países. Es decir, se trata de mecanismos vulgares de protección para empresas encumbradas que monopolizan su mercado.

La indecisión respecto al rumbo del país y a los criterios que deben privar en la conducción de la política económica ha causado una extraordinaria dilación en el crecimiento, pero no sólo eso: los costos son tangibles. Irónicamente, los sectores que cuentan con menor o nula protección son precisamente los más competitivos y los que mejores salarios pagan. La razón es simple: la competencia eleva la productividad y ésta exige mejores trabajadores y genera recursos para remunerarlos bien. No es casualidad que el verdadero rezago que experimenta el país se encuentre precisamente en los sectores y regiones que «gozan» del dudoso privilegio de la protección.

El verdadero tema para el país es que no tiene sentido de dirección: la crisis del 94 aniquiló el proyecto liberalizador y, desde entonces, ningún gobierno ha tenido idea de qué quiere ni mucho menos ha sabido convencer a la población de las ventajas o costos de esa u otras opciones.

Frente a la confusión gubernamental (y social), el sector privado hace lo que mejor sabe hacer: quejarse y protestar. La realidad es que los empresarios tienen un buen argumento pero no lo han sabido articular: las condiciones generales de la economía no permiten que las empresas compitan, razón por la cual es indispensable abrir los sectores protegidos, comenzando por los servicios, pero incluyendo a todas las actividades industriales que siguen gozando de protecciones y subsidios. El empresario prototípico paga caro el crédito y el transporte, es súbdito  (en lugar de consumidor) de Pemex y la CFE y, por si todo eso fuera poco, padece de una infraestructura patética y tiene que pagar exorbitantes costos de seguridad. Su competidor en Corea, Taiwán o China cuenta con un personal altamente capacitado, inmejorable infraestructura y un gobierno que se dedica a mejorar las condiciones de competencia todos los días. El problema del empresariado mexicano no es que se queje, sino que no se queje por lo relevante. En lugar de demandar que mejoren las condiciones de competencia, se dedica a jugar a la grilla, propiciar controversias constitucionales y pedir subsidios. Así jamás va a progresar el país.

La diferencia con Brasil no es que sus industrias estén protegidas, sino que ese país si sabe a dónde va. La diferencia no es menor.

 

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Clasemedieros

Luis Rubio

La sociedad mexicana está cambiando de manera vertiginosa y en el camino ha logrado que la mayoría de la población sea de clase media. Esto que comenzó a ser obvio con el triunfo de Felipe Calderón en las pasadas elecciones presidenciales, constituye una verdadera revolución. En contraste con López Obrador, Calderón entendió con meridiana claridad que la población mexicana se estaba convirtiendo en una sociedad mayoritariamente de clase media. Las implicaciones económicas, políticas y sociales de esta nueva circunstancia son extraordinarias.

El concepto de clase media es difícil de establecer y complejo de asir, pero no por eso deja de ser menos real y, sobre todo, políticamente relevante. Para quienes enfocan a las clases sociales desde una perspectiva marxista (propietarios de medios de producción  o explotadores vs. obreros), la noción de “clases medias” es en buena medida repugnante. Sin embargo, prácticamente todas las sociedades modernas, y ciertamente todas las sociedades desarrolladas, tienen una característica común: la mayoría de su población tiene ingresos suficientes para poder vivir en una sociedad urbana, quiere mejorar su posición de manera sistemática y no está dispuesta a arriesgar lo que ya logró.

En un libro sobre los “clasemedieros”* Luis de La Calle y un servidor argumentamos que, más allá del ingreso, la clase media entraña sobre todo una actitud. Una persona es de clase media cuando tiene una mínima independencia económica aunque poca influencia política, al menos en lo individual. El término incluye a profesionales, comerciantes, burócratas, empleados, académicos, todos los cuales tienen un ingreso familiar suficiente para no preocuparse por su sobrevivencia. Las encuestas revelan que la mayoría de los mexicanos se auto definen como de clase media y, más importante, que se han convertido en el segmento políticamente más relevante de la sociedad porque han abandonado una pertenencia partidista rígida. Se trata de la parte de la sociedad que integra a los votantes que los encuestólogos denominan “indecisos” no porque no sepan qué quieren sino porque están dispuestos a considerar cualquier opción electoral.

La forma en que los encuestólogos emplean el término se refiere casi siempre a valores y actitudes: contar con una casa propia, tener un automóvil, percibir el empleo como permanente, consumir (o aspirar a consumir) cierto tipo de bienes. En EUA, por ejemplo, el segmento de clase media incluye a cerca del 75% de su población, aquella con un ingreso familiar de entre 25 mil y cien mil dólares anuales.

En México no existen definiciones convencionales y comúnmente aceptadas de qué constituye la clase media en parte porque nuestros políticos, con buenas razones, se enfocan hacia la pobreza. Sin embargo, al hacerlo, han ignorado la forma tan estruendosa en que se ha transformado la sociedad mexicana. El segmento creciente de la población que ya no es pobre y que puede darse algunos lujos (como ir al cine,  salir de vacaciones, comprar diversos bienes) se siente de clase media y quiere proteger ese status. Este hecho, el de tener un sentido de propiedad, pertenencia y el derecho a preservarlo, fue sin duda un factor definitorio de la elección presidencial más reciente.

De hecho, la historia de la elección de 2006 es aleccionadora sobre cómo ha cambiado el país. Según diversas encuestas, la población con menos de nueve salarios mínimos de ingreso familiar y aquella con más de quince salarios mínimos también de ingreso familiar decidió su voto relativamente temprano en el proceso electoral y cambió poco en los meses subsiguientes. La población de en medio, la que percibe un ingreso familiar de entre nueve y quince salarios mínimos, titubeó a lo largo del proceso y acabó favoreciendo mayoritariamente a Felipe Calderón, decidiendo así el resultado de la contienda.

Según un estudioso de las encuestas, esa población que modificó su voto en diversos momentos se caracteriza por elementos como los siguientes: en los últimos años logró comprar una casa; tiene tarjetas de crédito cercanas al tope; entiende que el futuro de sus hijos depende de contar con habilidades en el uso de una computadora, altos niveles de educación y dominar otros idiomas; cuenta con automóvil y aspira a elevar su nivel de consumo de manera sistemática. Evidentemente, se trata de un concepto elástico que incluye igual tanto a familias que apenas lograron satisfacer las condiciones mínimas de estabilidad económica y que se encuentran en riesgo de perder lo que han alcanzado, como a familias relativamente acomodadas que no enfrentan riesgo alguno.

La lección de la elección presidencial pasada es que el segmento clave de la población mexicana es precisamente el de las clases medias. Quizá no sería aventurado afirmar que las bases políticas tradicionales ya no son el factor decisivo en materia electoral y que sólo aquellos liderazgos capaces de comprender la forma en que está cambiando nuestra sociedad podrán encabezar la próxima etapa de desarrollo del país. A pesar de la aparente parálisis, la realidad es que el país cambia con celeridad, arrojando realidades que todavía no penetran el discurso o, incluso, la comprensión política.

México se está convirtiendo en un país mayoritariamente de clase media. El tráfico en las ciudades es quizá el indicador más evidente de la transformación que experimenta nuestro país, pero los indicadores que lo demuestran son muchos y muy diversos: el tipo de empleo, la venta de casas, la escolaridad de los hijos, la proporción de mujeres en la fuerza laboral, la calidad de la vivienda, la compra de seguros, el tipo de hospitales, las salas de cines, el turismo, las universidades, etcétera, etcétera. Ciertamente, el hecho de que la mayoría de la población se pudiera agrupar bajo este rubro no niega la problemática social del país ni disminuye la pobreza y marginalidad que caracteriza a un gran número de mexicanos, pero si evidencia que el país está cambiando en la dirección deseable.

La gran pregunta para el futuro, pregunta con enormes implicaciones políticas, sociales, económicas y, sin duda, electorales, es cómo acelerar la transformación de la sociedad mexicana a fin de afianzar los logros de esa incipiente mayoría de clase media y sumar a un cada vez mayor número de familias que se encuentran por debajo de esa definición. Hace diez años, una pequeña modificación regulatoria liberó el mercado de hipotecas, haciendo posible que millones de familias adquirieran una casa, consolidando a la clase media mexicana. Siendo así, ¿qué no haría una modificación de las leyes laborales y fiscales?

*del libro Clasemediero: pobre ya no, desarrollado aún no

 

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Patético y grave

Luis Rubio

El presidente se rehúsa a la posibilidad de entregarle el poder al PRI. Un aspirante a la presidencia del PAN, Gustavo Madero, habla de “acabar” con el PRI. Las alianzas que llevaron a derrotar al PRI en tres estados emblemáticos y que se negocian para otros tantos fueron pregonadas sobre la base de la necesidad de remover al PRI de determinados feudos regionales. Me pregunto si el gobierno sabe lo que hace.

En la democracia los medios son tan importantes como los fines y por eso el objetivo de impedir que el PRI gane, o intentar socavarlo, es inaceptable en un contexto democrático. Con esto no pretendo argumentar que el PRI es un partido moderno, que la democracia mexicana se ha consolidado o que no persisten feudos caciquiles y otros obstáculos al desarrollo de nuestra democracia. Pero la noción de que un partido es ilegítimo y, por lo tanto, sin derecho a ser electo, es simple y llanamente inaceptable. Los priistas, al menos muchos de ellos, pueden ser premodernos, abusivos o corruptos, pero es evidente que no gozan de un monopolio en ninguno de esos terrenos.

Es México el que ha fallado en construir una democracia integral y los gobiernos nacidos en la era post priista son mucho más responsables de la falta de transformación política que los propios priistas que, con todos sus defectos, aceptaron la decisión de los votantes en las urnas. Muchos priistas siguen lamentando “haber permitido” que el PAN gobernara y es obvio que no todos los panistas son igual de inconscientes, pero el panorama desafortunadamente no es propicio para matices.

Nuestra democracia padece los avatares de una transición fallida pero también los de dos gobiernos incompetentes, incapaces de ponerse a la altura de las circunstancias. Fox nunca entendió las dimensiones del cambio que había provocado y Felipe Calderón parece incapaz de reconocer la gravedad del momento que vivimos. El primero dejó ir la gran oportunidad de la transformación que el país reclamaba y el segundo se empeña en cavar la tumba de esa transformación. No es que los problemas sean pequeños, sino que no se puede gobernar desde la pequeñez. Hoy se requiere de la unidad de todos los mexicanos para poder vencer al enemigo común más peligroso que el país haya enfrentado por lo menos desde la Revolución. Esa unidad es imposible si se niega la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, independientemente de su religión, ideología o partido al que pertenezcan.

Duverger, estudioso de los partidos políticos, empleaba el término de “oposición leal” para caracterizar a los partidos que se oponen al partido gobernante pero sin poner en entredicho su legitimidad: partidos que son adversarios pero no enemigos; partidos que no disputan el método por el cual el gobierno llegó al poder aunque compitan con éste para reemplazarlo. La paradoja del momento actual es que el partido que desafió la legitimidad del gobierno en 2006 es ahora su aliado fraterno, mientras que el partido que le confirió legitimidad e hizo posible que asumiera la presidencia se ha vuelto el ogro pestilente de antaño.

Supongo que para explicar estas paradojas se requeriría penetrar la psicología de quienes detentan el poder y analizar la forma en que vieron al PRI a lo largo de los años en que el PAN vivía de las miserias que dejaba un sistema autoritario en el que la oposición tenía que pedir permiso hasta para respirar. Sin embargo, por terribles que hayan sido esas experiencias, y no pretendo minimizarlas, estoy seguro que en nada se comparan a las de Nelson Mandela quien, después de 27 años en la cárcel, reconoció que lo único que podría funcionar era la reconciliación con los integrantes del sistema que lo había encarcelado. La grandeza no se mide por el tamaño de la retórica sino por la claridad de miras.

Las paradojas no cesan con las fobias y alianzas. El presidente Calderón correctamente identificó la amenaza que representaba el narcotráfico y, a pesar de la pésima comunicación que caracteriza a su gobierno, ha intentado convencer a la población del riesgo. Sin embargo, al mismo tiempo se propone dividir al país respecto a la próxima sucesión presidencial: es un gobierno incapaz de comprender que las decisiones que toma no son independientes entre sí. No puede pretender que una alianza contra el PRI (algo legítimo en política democrática) va a ser libre de repercusiones. De la misma manera, no puede reclamar solidaridad nacional cuando le niega legitimidad a uno de los partidos políticos que, en estas circunstancias, es crucial para la gobernabilidad del país. La inconsistencia mata la confianza y disminuye al propio PAN.

Yo no tengo duda que la democracia mexicana va a prosperar con mayor celeridad gracias a las derrotas que experimentaron dos caciques (y pésimos gobernadores) priistas en Oaxaca y Puebla. Las estructuras políticas de esos dos estados experimentarán alteraciones fundamentales -similares al súbito respiro de libertad que los mexicanos comenzamos a otear con la derrota del PRI en 2000- y que se traducirán en una disminuida capacidad de control respecto al que ejercían los anteriores gobernantes. Si el objetivo del presidente Calderón con las alianzas era “liberar” a esos estados del yugo priista, debe sentirse satisfecho: sin duda, el PRI perdió dos bastiones y “reservas” de votos. Pero eso no le da razón para esperar cooperación legislativa por parte del PRI (más bien, es previsible exactamente lo contrario) ni mucho menos a suponer que ese partido se quedará con los brazos cruzados precisamente en los temas que son más críticos (como el presupuesto) para su gobierno. Las decisiones tienen consecuencias y ahora es el momento de experimentar estas últimas.

Lo que no es tolerable es la decisión de empeñarse  en que el PRI no retorne al poder, excepto a través de un buen gobierno. La calidad de una democracia exige que los ciudadanos puedan esperar de los partidos y los gobiernos un comportamiento congruente con las reglas de la democracia y éstas no contemplan la negación de un adversario. El enemigo a vencer es el narco y el gobierno debería estar dedicado íntegramente a dos cosas: sumar a la población detrás de esa lucha y crear un ambiente propicio para una transición política tersa, gane quien gane.

El presidente debería liderar y no esperar a que otros se comporten. Napoleón decía que “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad”. El presidente Calderón probó lo primero cuando su campaña para la presidencia. Hoy es tiempo de que demuestre lo segundo.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

México y Brasil

Luis Rubio

Cuenta una anécdota que Talleyrand, ese gran estadista francés, se encontraba refugiado en su casa mientras París ardía como resultado de los disturbios que acabaron llevando a Luis Felipe al trono. Por fin, luego de tres días, se escucharon campanas, a lo que Talleyrand exclamó “estamos ganando”. Su asistente le preguntó “¿quiénes estamos ganando príncipe mío?”. Talleyrand se cruzó el labio con un dedo y respondió: “ni una palara. Te digo mañana”. Los mexicanos observamos con un dejo de desprecio y envidia la forma en que Brasil ha comenzado a despuntar y, aparentemente, a transformarse en una potencia media. Pero no es obvio que vaya a ganar; mucho menos obvio es que nosotros no podamos ser igualmente ganadores.

Los hechos hablan por sí mismos: en la última década, Brasil despegó. Su tasa de crecimiento ha sido varios puntos porcentuales superior a la nuestra y, si proyectamos su ritmo de ascenso en el tiempo, ese país tendría la oportunidad de transformarse en nación desarrollada en un tiempo relativamente breve. Muchos han tratado de explicar qué es lo que ha creado esa oportunidad en Brasil y qué es lo que ha faltado para que México pueda lograr un desempeño similar. Lo interesante es que las comparaciones analíticas que se han realizado no arrojan suficiente luz sobre lo que ha acontecido en aquél país respecto al nuestro.

México Evalúa, un centro de estudios de políticas públicas, recientemente realizó un estudio con el título «México y Brasil: Convergencias y Divergencias»*. El estudio compara todos los elementos que los economistas han determinado como clave: finanzas públicas, desempeño económico, productividad, balanza de pagos y sector financiero. En cada instancia, su objetivo fue entender dónde están las diferencias para poder derivar conclusiones de política pública. En algunos rubros estamos mejor que ellos, en otros peor: por ejemplo, la productividad crece más rápidamente allá, pero el capital humano es más desarrollado aquí. Lo interesante es que el estudio concluye con lo que todos sabemos: que, aunque faltan algunas cosas por atender (diversas reformas), lo mismo es cierto en Brasil. O, en otras palabras, que en términos objetivos no es muy distinta la realidad brasileña a la nuestra. Si no son esos factores «objetivos» los que explican las diferencias, ¿cuáles si son?

La experiencia brasileña demuestra que la diferencia no la hacen leyes y reformas, aunque éstas sean necesarias, sino la claridad de propósito y la férrea instrumentación del mismo. Esto implica, primero, la decisión política de dedicar las fuerzas y recursos necesarios a la consecución del objetivo. En Brasil han contado con un liderazgo efectivo, continuidad de políticas públicas y claridad de rumbo. Resulta que estos elementos son tan importantes o más que los estrictamente cuantitativos.

Lo relevante de estudiar a Brasil (y, con todas sus diferencias, a China) reside en que pone en perspectiva lo que es clave para lograr una mejoría sustantiva en el desempeño económico. Los factores cruciales que diferencian a esa nación respecto a México no residen en reformas específicas (aunque ciertamente algo hay de eso), sino en las condiciones que sus gobiernos han creado para que sea posible el crecimiento. Brasil comenzó sus reformas poco después que nosotros, a mediados de los noventa, pero ha gozado de un extraordinario privilegio: la continuidad. El presidente Cardoso inició un proceso de reforma muy similar al que comenzó en los tardíos ochenta en México y lo sostuvo a lo largo de sus ocho años de gobierno. A pesar de su origen radical, y para sorpresa de todos, el presidente que lo sucedió, Lula de Silva, no sólo continuó exactamente el camino iniciado por Cardoso, sino que aceleró el paso. Además, Lula demostró ser un líder excepcional, capaz de conferirle certidumbre y claridad de rumbo igual a los pobres que a los ricos, a los habitantes de las urbes y a los del campo. Más que reformas específicas, Cardoso y Lula lograron darle a los brasileños confianza en sí mismos y en el futuro. Estos son logros extraordinarios que contrastan dramáticamente con el pesimismo que domina el espacio mexicano. Dieciséis años de continuidad le dieron a Brasil una plataforma de desarrollo con la que nosotros no hemos contado.

En adición a la continuidad, Brasil ha gozado de otras dos circunstancias que lo diferencian de nosotros. La primera fue el cuidado que tuvieron sus gobernantes por instrumentar las reformas. Por ejemplo, aprendiendo de la experiencia mexicana, privatizaron sus telecomunicaciones de manera tal que hubiera mucha más flexibilidad y competencia en el mercado, además de que hicieron imposible, de entrada, que un solo jugador pudiera dominar el mercado. Pronto, las telecomunicaciones se convirtieron en el sector más dinámico de su economía. La otra circunstancia se llama China. Brasil estaba excepcionalmente posicionado para aprovechar el boom chino: como productor de alimentos, materias primas y productos mineros, Brasil se ha convertido en uno de los principales proveedores de insumos para el extraordinario crecimiento de aquella economía. La suma de un buen proyecto interno con una fuente literalmente infinita, al menos hasta ahora, de financiamiento externo, hicieron posible este pequeño milagro brasileño.

El despegue brasileño no habría sido posible sin los brasileños mismos. Los gobernantes han asumido su responsabilidad, los empresarios invierten y apuestan por el desarrollo futuro y todo eso crea un entorno en el cual la población comparte el entusiasmo, arrojando una actitud de cambio que simplemente está ausente en México. Parte de todo esto sin duda viene impreso en el ADN brasileño, pero parte también es producto de los círculos virtuosos que han comenzado a lograr.

El contraste con México es muy grande. Aquí nos hemos acostumbrado a la mediocridad, al no se puede y a la dependencia que heredamos del viejo sistema. Como dice Hugo García Michel, “el PRI salió de Los Pinos, pero no del alma de México.” La verdadera diferencia con Brasil reside ahí: los ciudadanos de ese país se sienten libres y su gobierno les ha creado condiciones propicias para desarrollarse. La combinación ha sido explosiva, liberando fuerzas y recursos de una manera extraordinaria. En la medida en que nosotros sigamos aceptando la mediocridad seguiremos siendo peones, instrumentos en el proceso de preservación del viejo sistema que se beneficia del statu quo y que, en consecuencia, hace imposible el desarrollo de largo plazo.

* http://www.mexicoevalua.org/descargables/9dd557_20100709_FINAL_Mexico-versus-Brasil_.pdf

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Incongruencias

Luis Rubio

Algo peculiar pasó con la celebración del bicentenario: el gobierno la organizó, pero la población se la apropió. La trascendencia del hecho quizá no debería sorprender a nadie, pero nos dice mucho sobre el México de hoy, sobre todo respecto al enorme potencial de desarrollo que tiene frente a sí, pero también sobre la calidad de los gobiernos que hemos tenido y su incapacidad para asir y hacer posible ese potencial. No deja de ser notorio que la celebración haya sido casi una “historia de dos ciudades”, dos narrativas contrastantes –ciudadanía y élites- que no se comunican entre sí.

“El futuro, escribió Will Durant, no sólo ocurre. Fue construido”. Pero el gobierno emanado del PAN decidió no construir un futuro; más bien se concentró en la celebración. No hay nada inherentemente malo en haber organizado un magnífico espectáculo con el objetivo exclusivo de celebrar y festejar, pero es extraño que haya aceptado la historia priista sin más. A final de cuentas, el PAN nació como una respuesta, una reacción, al desarrollo de un partido oficial, virtual monopolio del poder público. Sus primeras manifestaciones fueron de rechazo a la glotonería y excesos de los revolucionarios y de reivindicación de ideales fundamentales. Raro que su versión de la historia estuviera ausente.

Manuel Gómez Morín, el fundador del PAN, no fue un hombre dado a las pasiones ideológicas. Abogado cuidadoso, fue director del Banco de México y rector de la UNAM: imposible encasillarlo en una trama ideológica o partidista. Sus escritos revelan a un personaje dedicado, reflexivo y profundamente nacionalista que no aceptaba los dogmas de izquierda o derecha. Su mantra fue contribuir al desarrollo del país y luchar contra los excesos del partido oficial y sus personeros. Su decisión de impulsar la creación de un nuevo partido político respondía al deseo de debatir los temas medulares del país y mantener un diálogo abierto, inteligente y ciudadano. En este contexto, es interesante observar cómo el PAN abandonó a sus próceres y cedió la narrativa histórica.

En una excelente entrevista radiofónica con Leonardo Curzio, Ilán Semo explicaba cómo el PRI se apoderó de la interpretación de la historia. Usando los libros de texto gratuito, el PRI logró unificar la narrativa histórica, contando su versión de las cosas y negando todas las demás. Lo sorprendente es que, dado su origen, el PAN haya aceptado esa narrativa y callado su propia versión, al grado de ni siquiera mencionar, por no decir utilizar, a personajes dignos de nuestra historia como Gómez Morín para reivindicarse a sí mismo. Según Semo, México sólo crecerá como nación en la medida en que las narrativas de todos los grupos e integrantes de nuestra sociedad adquieran legitimidad histórica y comiencen a comunicarse para articular una película mucho más rica y, sobre todo, menos maniquea del pasado. En esto el gobierno renunció a la oportunidad que representaba el bicentenario. En cien años habrá una nueva posibilidad…

Pero lo maravilloso de la celebración estuvo en el choque entre las teorías y las críticas con la realidad mundana. Si el gobierno no tuvo visión ni perspectiva en su proyecto, la población no tuvo el menor empacho de imponer la suya. Para el mexicano común y corriente había todo que celebrar y nada que lamentar. El gobierno montó un extraordinario espectáculo que no hizo sino atizar todas las emociones y expectativas. En algunos lugares del país, como Monterrey, la población salió a hacerse de la magna plaza, a tomar el espacio público y decirle un “hasta aquí” al crimen organizado. En la Ciudad de México la población hizo evidente que “la calle es nuestra” y nadie se la va a quitar. Para la población no había complicación ni contradicción: estamos celebrando lo que somos y lo que queremos ser. Los argumentos intelectuales pueden ser interesantes, pero no impiden celebrar y festejar.

Imposible ignorar la bondad inherente a la respuesta popular. Los gobiernos –buenos o malos- van y vienen pero nada altera la naturaleza de la mexicanidad. La criminalidad de las últimas décadas ha generado profundas divisiones en nuestra sociedad, destruyendo el marco de convivencia mínima que es necesario para construir una estructura social integrada y sólida. El temor a ser víctima de mafias criminales que se distinguen por su violencia y, sobre todo, por la crueldad en su actuar, ha llevado a la fractura de las relaciones sociales y al debilitamiento, si no es que a la extinción, de ese factor cohesionador crucial, la confianza, elemento clave para el desarrollo. Y, sin embargo, las fiestas patrias mostraron un pueblo vivo, dispuesto y rico en manifestaciones de anhelo futuro: al que las rencillas entre políticos y partidos no le hacen diferencia.

Al ver el espectáculo audiovisual y observar las manifestaciones populares reflexionaba yo sobre lo que sería posible construir en un país con tal riqueza, con tal deseo de superación y disposición a desafiar no sólo a la autoridad, sino a la versión oficial de la historia. La población no tuvo empacho ni dificultad en actuar lo que el PAN fue incapaz de hacer con la historia priista. El PAN acabó por hacer suya la narrativa “oficial” emanada de los libros de texto, implícitamente cediendo no sólo su historia, sino, volviendo a Durant, el futuro. No así la población.

En todo esto me pregunto lo mucho que hubiera sido posible lograr si el gobierno hubiera construido un proyecto de celebración orientado a generar esperanza en un mejor futuro, esperanza en un mejor país, esperanza en derrotar al enemigo común, esperanza en construir un futuro promisorio. Fox se dedicó a elevar expectativas, no a construir esperanza. Un gobierno más atemperado como el de Calderón tuvo en la mano la posibilidad de darle esperanza a un pueblo ávido de respuestas, deseoso de oportunidades, pero renunció a todo ello.

Los números de la criminalidad dicen mucho sobre la forma en que se ha desquiciado una parte importante de la juventud. Proliferan las teorías sobre cómo y por qué ocurrió esto, pero el hecho es que el fenómeno existe. Es evidente que urge crear condiciones para elevar la tasa de crecimiento de la economía y del empleo a fin de al menos reducir el incentivo de la juventud a incorporarse a la criminalidad. Pero más allá de la economía, la celebración del bicentenario mostró que la abrumadora mayoría se rehúsa a rendirse: no quiere ser parte de ese país perdedor y, por encima de todo, anhela un mundo muy distinto. Con esa actitud, y esa población, México podría ser otro en un ratito. Si sólo se le convocara.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Esperanza

Luis Rubio

«Dejad toda esperanza los que aquí entráis» escribe Dante Alighieri en el dintel de la puerta del infierno. Muchos mexicanos así se deben sentir: que la historia los ha traicionado. Las crisis, los liderazgos y las promesas generan expectativas y esperanzas para luego acabar destrozadas en un mar de lágrimas. Las causas y las circunstancias cambian pero el resultado es el mismo: el mexicano se siente victimizado y cree que todo mundo le debe la vida. En lugar de inconformarse y romper con los círculos viciosos, tiende a aferrarse y, por lo tanto, a perder toda esperanza y posibilidad. La pregunta es por qué.

El contraste con otras culturas es impactante. Los avatares de la historia en algunas naciones latinoamericanas no son tan distintos, pero algunas logran romper con las ataduras del pasado mientras que otras se quedan donde están. Independientemente de su marco de actividad, el mexicano tiende a ser dependiente: quiere que alguien más le resuelva sus problemas. Que el gobierno lo proteja y lo saque de apuros, que se necesita un líder, que se requiere un proyecto de país. Para todo hay excusas pero pocas iniciativas.

El contraste con los brasileños es impactante: su sistema gubernamental y regulatorio les impedía progresar; tan pronto se introdujeron reformas idóneas, floreció su reprimida creatividad y capacidad y ahora muestra su músculo en ámbitos empresariales, tecnológicos e industriales. Más allá de sus recientes éxitos, lo contrastante con el mexicano es su pujanza y disposición a asumir riesgos. Mientras que los mexicanos tendemos a vernos como víctimas, los brasileños se perciben a sí mismos como una potencia en ciernes y ven al mundo como suyo.

Ninguna de estas observaciones es novedosa. Samuel Ramos y Octavio Paz dedicaron sus estudios a explicar estos fenómenos y a analizar las implicaciones de nuestra cultura y modo de ser. Algunos historiadores atribuyen a la invasión norteamericana de 1847 el origen del nacionalismo mexicano y del sentido de victimización que lo acompaña. Otros lo explican por el choque de culturas que representó el sincretismo de la conquista y el mundo indígena. Algunos más le atribuyen al sistema priista y a su autoritarismo cultural la destrucción de toda iniciativa individual. Cada una de estas perspectivas explica o contribuye a entender la personalidad del mexicano. Lo que no nos dicen es si es posible romper el círculo vicioso y, en su caso, cómo.

Lo que es cierto es que, con todas sus diferencias, las naciones pobres que en las últimas décadas han logrado romper con el subdesarrollo tienen grandes similitudes. Lo que las asemeja es la transformación que han experimentado y la actitud con que han abierto un mundo de oportunidades a sus respectivas poblaciones.

Parafraseando a Tolstoi, quizá se pudiera afirmar que todas las naciones exitosas son similares mientras que cada una de las que están estancadas es distinta. De la misma forma en que es posible tratar de dilucidar el origen y causas de la personalidad y cultura del mexicano como brillantemente lo hicieron los filósofos mencionados, estoy seguro que hay quienes hacen lo propio para Argentina y para Venezuela, Cuba y Nigeria. Explicaciones no faltan. Lo que falta es alguna forma de romper con el estancamiento.

Un acucioso y experimentado observador de nuestra región afirma que el común denominador de todas las naciones que han logrado ser exitosas es un liderazgo claro que establece un rumbo y no se dedica a minarlo por sus propios intereses. Esta manera de ver al mundo es por demás pragmática, pero entraña enormes riesgos y deja todo a la merced de un salvador. Nuestra propia experiencia a lo largo de las últimas décadas es sugestiva: ha habido líderes por demás capaces que generaron impresionantes expectativas y esperanzaron a la población sólo para acabar arruinando vidas y haciendas, patrimonios y familias.

¿Cómo, pues, romper con el círculo vicioso? Hace años, en la contienda del 2000, recuerdo a uno de los candidatos afirmando que tenía claro lo que había que hacer para resolver los problemas del país. Los dos primeros elementos de su listado eran: una nueva constitución y cambiar al mexicano. La receta era sencilla.

Quizá una manera menos gravosa de desarmar el acertijo es analizar los elementos unificadores o denominadores comunes de las sociedades que se han transformado. Cada una de las naciones exitosas ha logrado conferirle certidumbre a sus poblaciones. Esa es la verdadera receta del éxito. De la misma forma en que la burra no nació arisca, sino que la realidad así la hizo, la gente se protege y se hace reacia a cualquier cambio porque no tiene claridad sobre el futuro y, en ocasiones, ni siquiera sobre el presente. Baste ver lo emprendedor que es el mexicano en lo individual para percibir el inmenso potencial.

Nuestra vida cotidiana es maestra de incertidumbre. La simple observación del acontecer diario podría dejar estupefacto al más pintado. Por ejemplo, hace poco, la Suprema Corte decidió negar el compromiso gubernamental de pensionar hasta con 25 salarios mínimos a los mexicanos que quedaron en la transición entre el viejo sistema de pensiones del IMSS y el de las Afores. En Chile, ese dinero se entregó a través de un «bono de reconocimiento» el día mismo en que se crearon las AP, equivalente a las Afores. Allá hay certidumbre, aquí engaño.

En forma similar, la administración aeronáutica estadounidense (FAA) recientemente degradó la calificación de los servicios de Aeronáutica Civil en México, con lo que, además de revelar graves faltas de procedimiento, nos coloca como parias en el mundo. La respuesta del gobierno: nos falta presupuesto. No hubo siquiera un intento por ofrecer soluciones o una indicación de que se comprende la gravedad del problema o cómo resolverlo. Algo similar ocurrió con el anuncio de que caímos decenas de lugares como recipientes de inversión extranjera. La trascendencia de esa caída es monumental para el crecimiento de la economía y para la generación de empleos y, sin embargo, no hay respuesta o propuesta de solución por parte del gobierno o del resto de los poderes públicos. Unos auto-complacientes y otros resignados.

Certidumbre y credibilidad son quizá los dos vectores más fundamentales del éxito de un país. Estos los puede construir un gran líder o un gran sistema institucional, pero toman décadas en cimentarse hasta trascender. Destruirlos sólo toma un instante. De por medio va la esperanza de cada mexicano y la posibilidad de salir adelante. Construir esperanza hubiera sido una buena manera de celebrar el bicentenario, pero para eso se necesitaba un gobierno de verdad.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Prioridades

Luis Rubio

En una visita a México al final de los 80, la cabeza de una delegación de empresarios se expresó con una frase lapidaria que dejó frío al auditorio: «les presento a los nuevos empresarios chilenos porque los viejos ya no existen». En México difícilmente podemos hacer semejante afirmación. Aunque muchas empresas han cerrado en las últimas décadas, lo impactante es lo pequeño del número de empresas que ha surgido como líderes y punteros en un mercado competitivo. ¿Será que aquí tenemos cuatropeadas las prioridades?

Muchos critican como precipitada la decisión del gobierno de lanzar una «guerra contra el narco». Esa crítica no es muy distinta a la que le cargan a gobiernos europeos y norteamericano respecto a la capitalización de los bancos al inicio de la crisis. La verdad es que, frente a un momento caótico y amenazante, los tomadores de decisiones en un gobierno no tienen el beneficio de la mirada retrospectiva: tienen que actuar y hacerlo de la mejor manera posible. Pero esa premura no tiene razón de ser en temas del desarrollo, que sólo puede darse como producto de un plan de largo aliento que va cimentando las condiciones necesarias para alcanzarlo.

Ese no ha sido nuestro caso. Por años, las crisis marcaban la prioridad: lo importante era recuperar la estabilidad. Luego vino el cambio político y ahora tenemos una crisis de seguridad. Lo urgente siempre se ha impuesto sobre lo sustantivo y rara vez ha habido claridad de miras. Resolver una situación de crisis es indispensable, pero no es substituto del desarrollo. Sin embargo, en México nos hemos acostumbrado a resolver las crisis como si ese fuera un fin en sí mismo: por ejemplo, tener finanzas públicas saludables se ha convertido en un objetivo, en lugar de un medio, necesario pero insuficiente. En ocasiones, sobre todo si la forma de lograrlo entraña costos excesivos, el medio acaba matando al objetivo. Lo mismo se puede decir de la seguridad pública: se trata de un medio para un objetivo superior.

El objetivo es el desarrollo y el gobierno factor indispensable para lograrlo: para hacer cosas relevantes, no para atorarse en los medios, sino como factor clave de organización social. Utilizando una metáfora futbolística, Mariano Grondona afirma que «si no hubiera árbitro, un jugador como Maradona haría todos los goles con la mano». La función del gobierno -su prioridad medular- es crear condiciones para que el crecimiento sea posible, no substituir a la sociedad y al empresario en el proceso. Nunca ha sido esto más trascendente.

Estamos ante un momento de redefinición mundial: hoy se reconoce que las cosas que se hacían antes ya no son las idóneas para sustentar la siguiente etapa de desarrollo. Esta redefinición se deriva de la crisis financiera reciente, el calentamiento global y la competencia china. En todo el mundo se especula sobre las industrias que serán relevantes mañana y sobre la forma en que deben conducirse los gobiernos para generar prosperidad. Esto ha llevado a que algunos gobiernos se conviertan en accionistas de bancos y empresas pero los interesantes son los que están promoviendo transformaciones cualitativas de gran alcance, orientadas a lograr exactamente lo contrario: hacer factible el establecimiento y desarrollo de nuevas empresas y nuevos empresarios. Por ejemplo, en los países nórdicos los gobiernos se están abocando a elevar los niveles de eficiencia y productividad de sus economías, facilitando la transición de empresas que ya no pueden competir bajo las nuevas circunstancias hacia nuevas oportunidades de desarrollo y creando mecanismos para el establecimiento de empresas tecnológicas que se caracterizan por una alta rotación.

Mientras eso sucede, nosotros seguimos anclados en un paradigma que lleva cuarenta años evidenciando su inviabilidad. Cada país tiene que encontrar la forma de ser exitoso, pero las grandes líneas son conocidas por todos: la clave reside en agregar valor, elevar la productividad y establecer reglas del juego funcionales. En castellano, lo anterior quiere decir transformar el proceso educativo para que las personas puedan desarrollar su creatividad, mejorar drásticamente la calidad de la infraestructura física y humana y crear un marco de reglas que sean claras y parejas.

¿Qué hemos estado haciendo en México? Exactamente lo contrario: tenemos un sistema educativo cada día más retrógrada; aunque ha habido mucha inversión en carreteras, la calidad de la infraestructura y el acceso a la misma son cada vez peores; y en materia de reglas, domina el capricho, la ausencia de mecanismos efectivos para el resarcimiento de daños, resolución de conflictos en disputas por contratos y, en una palabra, la arbitrariedad y la impunidad. No hay forma de crear más y mejores empleos si hay tres strikes en contra  antes de que comience el partido.

Los empresarios chilenos que mencioné al inicio estaban todos concentrados en actividades e industrias «nuevas», aunque fuesen «viejas». Muchos estaban en actividades vinculadas al campo, pero nada tenían que ver con la manera tradicional de cultivar. Su verdadero negocio era de servicio: valor agregado sobre la actividad agropecuaria tradicional. Así crearon industrias espectacularmente exitosas en frutas, vinos, pescado y madera, convirtiéndose en líderes en cada una de ellas. El proceso para llegar a ese nuevo estadio de éxito tomó algunos años de penuria y muchos cambios en la estructura y viabilidad de las empresas que antes existían. Es decir, el cambio no fue gratuito, pero en menos de una década se transformaron. En México llevamos cuarenta años corrigiendo lo macro mientras protegemos industrias que ya no son viables, como si se tratara de un museo.

En este momento se están debatiendo diversas iniciativas de ley que van de extremo a extremo. Por un lado, se pretende hacer autónoma a la Comisión de Competencia, dotándola de enormes -y excesivos- poderes discrecionales. Por otro, se propone aprobar una legislación de asociaciones público-privadas, que le darían al gobierno oportunidades para elegir ganadores y perdedores no en una contienda mundial, sino en la asignación de recursos públicos.

Sería mejor desarrollar reglas claras, sencillas y parejas, sin facultades discrecionales, para que el ahorrador, empresario e inversionista sepan a qué atenerse. De manera paralela, hay que entender el contexto: en mercados muy grandes puede haber muchos participantes, pero en mercados relativamente chicos la única forma de evitar monopolios es con una apertura de verdad. Llevamos cuatro décadas apostando a un pasado que nunca retornará. Es tiempo de comenzar a construir el futuro.

www.cidac.org

Aprendizajes

Luis Rubio

La violencia que acecha al país no ceja ni parece responder a los cálculos gubernamentales o expectativas de los expertos y observadores. Lo único que parece certero es que no se trata de un proceso lineal, sino que hay muchos jugadores involucrados que se adaptan con celeridad y cambian las reglas del juego. La única certeza parece ser que todo cambia de manera dinámica.

Dice un dicho, atribuido a Truman, que «lo que importa es lo que uno aprende luego de que ya lo sabe todo». Los últimos meses han sido prolijos en aprendizaje porque han obligado a todos -desde el presidente hasta el mexicano más modesto- a revisar hipótesis, dialogar con opositores y analizar los temas a fondo. En estos años he observado la escalada de violencia, escuchado a los expertos y tratado de comprender la naturaleza del fenómeno que estamos viviendo, y me he encontrado de todo: claridad de miras, críticos gratuitos, expertos de verdad y otros de quince minutos. En el camino, lo único evidente es que el mexicano vive atemorizado y sin la menor claridad de cómo será el futuro.

Quisiera compartir las cosas que he ido aprendiendo, sin afán de arribar a una conclusión definitiva:

  • La relación entre violencia y criminalidad es indisoluble y quizá ahí resida el corazón del asunto. El tema de fondo no es el narcotráfico sino la impunidad que se deriva de la inexistencia de capacidad e instrumentos -y quizá disposición- para lidiar con el crimen organizado. Eso es lo que nos diferencia de países como España o Estados Unidos, donde hay un fenómeno similar de narcotráfico pero no hay la misma violencia.
  • El origen de la situación actual se remonta a dos circunstancias que ocurrieron de manera paralela pero independiente: por un lado, la rápida descentralización del poder que comenzó en los noventa y que transfirió dinero y responsabilidades a los gobernadores pero sin construir las instituciones policiacas y judiciales modernas que reemplazaran a las del sistema priista. Los viejos instrumentos -corruptos y abusivos pero en su época eficaces- dejaron de ser funcionales pero nada los reemplazó. Por otro lado, más o menos al mismo tiempo, y por razones comerciales, los carteles del narcotráfico comenzaron a desarrollar el mercado interno de drogas. Esta conjunción de circunstancias no pudo ocurrir en peor momento. Para cuando llegó Calderón a la presidencia, el país estaba en llamas y se requería una respuesta clara y definitiva.
  • La estrategia adoptada a partir del final de 2006 restableció alguna semblanza de orden en lugares como Tijuana, pero falló por no estar a tiempo para substituir al ejército -que nunca fue entrenado para labores policiacas- con una policía federal efectiva y debidamente formada. El resultado ha sido el desprestigio del ejército y el envalentonamiento de las mafias.
  • Las mafias han desarrollado estrategias territoriales que dominan todo el mundo delictivo: desde la venta de estupefacientes hasta la extorsión y el secuestro. Además, por donde pasan controlan gobiernos e imponen su ley.
  • La mayor parte de la violencia es entre mafias y por eso la cifra del 90% de muertos de los propios narcotraficantes y sus sicarios es creíble. La realidad es que el gobierno ha incidido relativamente poco en esa dinámica entre mafias.
  • Históricamente, los narcotraficantes siempre prefirieron la sombra: nunca atraer atención excesiva. Pero eso ha cambiado: como los demás poderes fácticos, las mafias se han convertido en factores de poder y actúan como actores políticos racionales y calculadores: mandan mensajes, intimidan y se posicionan. Quizá no haya mejor ejemplo de ello que la portada de Proceso con Zambada abrazando a Julio Scherer o la liviandad con que los Zetas matan por doquier. Este cambio de táctica debería hacer reflexionar a los escépticos: no hay duda que están retando al gobierno en todos los ámbitos y ya no es inconcebible su colapso.
  • La violencia se ha convertido en la carta de presentación de las mafias y por ello es necesario repensar la estrategia de capturar o matar a sus líderes.
  • La legalización es un poco como el lado anverso de las teorías de la conspiración: resuelve todo de un plumazo. El único problema es que la legalización que teóricamente ayudaría a México no es la de la droga aquí (porque, igual que el tránsito o los impuestos, la violación de esas leyes parece consuetudinaria), sino en EUA.
  • El verdadero problema reside en que no tenemos un sistema de gobierno que funcione. El narcotráfico no hace sino evidenciar un sistema judicial corrupto, una pésima división de funciones y responsabilidades entre los estados y la federación y la inexistencia de cuerpos de policía profesionales. Parte de esto se deriva de la corrupción y naturaleza del sistema priista, pero también es producto de la incompetencia de nuestros políticos actuales y su desidia por construir una estructura institucional efectiva y funcional. El problema es la falta de gobierno, que hace posible el crecimiento del crimen organizado.
  • Las armas son un instrumento, no el corazón del problema. Las mafias tienen mejores armamentos que el ejército y las policías y éstas entran igual por el norte que por cualquier otro lado. El mercado negro de armas es mundial y el que haya esas armas en México es prueba de lo desquiciado que están las aduanas y todo lo demás.
  • El súbito ascenso de la violencia en Monterrey debería ser tomado en serio. Si la localidad más moderna del país sucumbe ante la escalada, el país no tiene futuro. Lo sorprendente es la pasividad de la clase política que, por indiferencia o vinculación, actúa como si nada estuviera en juego.
  • Colombia puede servir de referencia: ahí las cosas cambiaron cuando el gobierno hizo transparente su actuación fiscal, logró el apoyo de la población entera y los medios reconocieron que sólo dejando de ser portavoces del narco el país saldría avante. La clave reside en un gobierno que comunica, lidera y se gana el respeto de la población.
  • El gobierno tiene que combatir al narco como crimen organizado porque ese es el problema de fondo. La solución no puede consistir en negociar  con las mafias sino en eliminar la impunidad y desarrollar instituciones fuertes para luego imponerle reglas al narco. El orden de los factores es crucial.
  • Hay salidas: lo que ha ocurrido en este tiempo es que el gobierno ha privilegiado la lealtad sobre la competencia. Hay planes bien armados desde finales de los noventa que se desecharon por ignorancia y estupidez pero que sin duda pueden convertirse en la base de una respuesta contundente e integral. Monterrey sería un buen lugar para comenzar a implantarlos.

 

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org