Federalismo

Luis Rubio

El país ha experimentado cambios radicales en su realidad política y quizá no haya ámbito en el que el cambio haya sido mayor que en el de los gobiernos estatales. Luego de décadas de subordinación al presidente, los gobernadores se han convertido en los dueños del gasto público y los principales articuladores del poder político. En principio, eso no tendría por qué ser objetable, excepto que su poder viene acompañado de absoluta impunidad por la pésima forma en que se ha llevado a cabo la descentralización del poder: se transfirió dinero sin responsabilidad alguna.

El tema no es menor. La vieja presidencia dominaba todos los aspectos de la vida pública nacional; eso era posible porque la presidencia contaba con el partido, el PRI, para hacer cumplir sus órdenes. Una vez que el PRI dejó de ser un instrumento del presidente, lo que ocurrió con la elección de Vicente Fox, el viejo sistema se colapsó. El PRI dejó de ser un instrumento del presidente, los priístas perdieron a su líder y (casi) toda la vieja concepción del sistema político, al menos del poder, dejó de ser relevante.

Pero las pérdidas de unos acabaron siendo las ganancias de otros. El poder que en el pasado ostentaba la presidencia migró hacia los gobernadores y hacia los líderes de los partidos en el congreso y en los propios partidos. Hoy tenemos una nueva realidad de poder, pero seguimos viviendo de las mismas instituciones de antaño. El resultado es un enorme desequilibrio. El poder se ha diversificado, pero no se han creado mecanismos de rendición de cuentas. En lugar de fortalecerse las instituciones, éstas se han debilitado, para beneficio de unos cuantos que se enriquecen sin contrapeso alguno.

Puesto en otros términos, el poder se descentralizó, pero no se federalizó. El poder fluyó de la presidencia hacia otras instancias, particularmente los gobernadores, pero el crecimiento en su poder no vino aparejado de una responsabilidad equivalente. Aumentó su poder y, sobre todo, los recursos fiscales a su disposición, pero ese poder no vino acompañado de un requerimiento de transparencia o rendición de cuentas. Los gobernadores se vieron súbitamente inundados de recursos fiscales sin que tuvieran que explicar su origen, justificar su destino o responder por su uso. La mayoría tampoco tenía idea cómo gastar bien, para beneficio de la comunidad.

En algunos casos, como educación y salud, la consecuencia de este proceso ha sido patética: a pesar de que esos servicios se descentralizaron hace años, el gobierno federal sigue siendo responsable de todo. Los gobernadores se visten de gala inaugurando clínicas o regalado útiles escolares sin que jamás estén definidas sus atribuciones u obligaciones.

La explicación de todo esto es muy simple: los recursos son federales pero se gastan a nivel estatal, creando un divorcio entre la fuente del recurso y su uso. En un sistema debidamente equilibrado, los recursos se recaudarían a nivel local y existirían mecanismos de fiscalización a ese nivel. Sin embargo, es mucho más fácil y rentable para los gobernadores cabildear en el congreso federal y apostar a contar con bancadas fuertes y grandes que invertir en los ciudadanos, rendir cuentas o tener que explicar el origen o uso de los recursos. En una palabra, los gobernadores y alcaldes no pagan costo por los recursos con que cuentan ni tienen incentivo alguno por promover el crecimiento de la economía. Su único interés es gastar para promoverse o para sus ahorros personales.

El país ha observado una descentralización del poder pero no una federalización del mismo. La diferencia es absoluta. Descentralización implica la transferencia de poder y recursos del centro hacia otras instancias (igual gobernadores que partidos políticos), pero sin que cambie la responsabilidad. Federalismo implica transferencia de poder y recursos hacia otros actores, pero con mecanismos de contrapeso de tal suerte que los gobernadores u otros actores se vean obligados a responder tanto por el poder adicional como por el uso de los recursos.

Nuestra realidad actual implica un permanente desequilibrio tanto de poder como de recursos. Peor, los recursos se mal usan y dispendian porque ese es el incentivo que tienen los gobernadores y los miembros del congreso. La paradoja no podría ser más grande: la población le reclama al presidente por el bajo ritmo de crecimiento de la economía (es decir, él es visto como responsable), pero los recursos y capacidad de decisión (es decir, el poder) reside en los gobernadores y en el congreso.

El país requiere un nuevo arreglo político, de tal suerte que se redefinan las responsabilidades, se generen fuentes de equilibrio a nivel estatal y municipal y se creen condiciones para que efectivamente sea posible reactivar la economía. El federalismo, entendido como la transferencia simultánea de poder y responsabilidad, entrañaría una redefinición de la política nacional. Por ejemplo, en lugar de cabildear al ejecutivo federal o al congreso, la federalización implicaría que los gobernadores tienen que responder por su gasto y acciones no ante un ente etéreo como el congreso federal, sino ante su propio electorado. Los recursos dejarían de ser federales para convertirse en estatales (o municipales), y comenzarían a depender de la comunidad local para su ejercicio.

Lo que hemos tenido en los últimos años es una absurda transferencia de recursos de la federación a los gobernadores sin que medie control alguno. Aunque existen controles formales (y, en algunas ocasiones, esfuerzos loables por parte de la Auditoría Superior por evidenciar el dispendio), es evidente que esos controles son inexistentes en la práctica: los gobernadores hacen lo que les da la gana con esos recursos, como hemos podido atestiguar en los últimos años y pudimos ver, en technicolor, en la reciente contienda electoral.

En lugar de juegos tipo Lampedusa cuyo objetivo es dar la apariencia de cambio para que todo siga igual, el país requiere una reforma profunda en su estructura del poder, lo que implicaría equiparar poder y responsabilidad.

La esencia del federalismo reside en el equilibrio. Entraña el fortalecimiento del electorado como factor de contrapeso. También implica, por necesidad, un cambio radical en la estructura del financiamiento del gasto público, donde los estados y municipios comienzan a ser la fuente de buena parte del gasto que se lleva a cabo en sus demarcaciones. El centralismo en México se origina en la fuente de los recursos. Si hemos de crear una democracia estable y un equilibrio de poderes, tendremos que comenzar por lo esencial: las fuentes del dinero.

 

PRI: ¿mal menor?

Luis Rubio

En la obra de Samuel Beckett los dos caracteres, Vladimir y Estragón, esperan a Godot, pero Godot nunca se aparece. Los priístas están convencidos de que el pueblo mexicano los espera con los brazos abiertos. Tal vez retornen a la presidencia y tal vez no, pero el PRI ciertamente no ha demostrado que entienda cómo ha cambiado el país o el mundo.

Es difícil recordar el ambiente que privaba cuando el PAN derrotó al PRI. Más allá de Fox, la población en forma abrumadora dio un suspiro de alivio, en parte por la oportunidad inherente a la alternancia, pero también por el hecho mismo de que los priístas se hayan comportado civilmente, aniquilando aquella amenaza de Fidel Velázquez en el sentido de que se ganó el poder con las armas y con ellas se defendería. Con anclas por demás endebles, el país entró en otra etapa de su historia.

Nueve años después el panorama comienza a cambiar. Dicen algunos observadores ingleses que cuando gana el partido laborista existe gran entusiasmo, pero cuando ganan los conservadores se percibe un enorme alivio. Del entusiasmo que existió cuando el triunfo del PAN no hay la menor duda. La gran pregunta hoy es si la población está lista para votar con alivio el retorno del PRI.

El PRI cosechó este año tanto sus enormes capacidades de organización como los descalabros de otros partidos. Su estructura territorial le permitió dominar regiones enteras, en tanto que el recuerdo del Peje y los descalabros del gobierno actual le confirieron casi una mayoría en el Congreso. En contraste con la ingenuidad que caracteriza a muchos de los políticos y gobernadores panistas, los gobernadores del PRI demostraron estrategia, liderazgo y habilidad política. También evidenciaron que las prácticas de cooptación, compra de votos, amenaza y reparto de canonjías siguen siendo lo suyo. ¿Será suficiente esa combinación para encabezar un gobierno en el 2012?

Los activos del PRI son evidentes, pero también sus pasivos. Su gran capital reside en su habilidad y experiencia de gobierno: setenta años en el poder crearon una clase política en su mayoría hábil y competente para gobernar. Sin embargo, el poder priísta funcionó no sólo gracias a la capacidad de sus miembros, sino a la estructura de corrupción que la acompañaba. Aunque los priístas critican la incompetencia del PAN en los menesteres del gobierno, su propia historia es menos lineal de lo que pretenden. No se puede olvidar que las crisis financieras que comenzaron en los setenta fueron producto del PRI y sus propios abusos, que el caos educativo es resultado de una estructura dedicada al control y no a la educación y que la corrupción que impera en entidades como Pemex es indisoluble de la historia y realidad del PRI.

Nadie puede negar la habilidad política de los priístas, pero nada han hecho para desentenderse de su historia. La competencia entre los precandidatos a la candidatura del PRI es prototípica: ninguno de los contendientes demuestra mejor gobierno, mayor productividad en su estado o un proyecto transformador de país. Su visión es la del PRI, y del país, de antaño: para ellos el mundo no ha cambiado. Como ilustró la reciente ley de ingresos, el PRI sigue sin tener más propósito que el mantenimiento del statu quo.

El PRI no se ha reformado, sigue recogiendo concepciones de desarrollo incompatibles con el mundo de hoy y ni siquiera pretende entender la realidad en la que le tocaría gobernar. La falta de visión de los priístas contrasta con la del primer ministro chino que hace no mucho afirmó que en un mundo globalizado sólo vence quien conquista mercados, no ideologías. ¿Dónde están los mercados que los priístas pretenden conquistar? ¿Cómo proponen darle al ciudadano más modesto la posibilidad de romper con las ataduras, casi todas herencia priísta, que impiden el progreso del país? Su carta es experiencia y capacidad de gobernar: aunque no menor dada la historia observada, esta carta es insuficiente e inadecuada como respuesta a los retos que el país enfrenta hoy.

El sistema político americano, dicen los estudiosos, fue diseñado por genios para ser operado por idiotas. El sistema político mexicano fue diseñado por políticos pragmáticos que estaban respondiendo a la coyuntura de los veinte del siglo pasado. A pesar de eso, lograron setenta años, la mayoría de ellos de paz, estabilidad y crecimiento económico. El problema es que ese sistema, el priísta, dependía de genios para operarlo porque el pragmatismo tiene límites naturales. De vez en cuando llegó un idiota que por poco acaba con el país. Ahora los priístas se presentan como los únicos capaces de conducir los destinos de México. ¿Cómo sabremos si el ungido es un genio o un idiota? La pregunta no es irrelevante en un país caracterizado por instituciones tan débiles, tan fáciles de sojuzgar, y más por políticos hábiles y experimentados.

Un partido que no se ha reformado y cuya carta de presentación se reduce a los males que caracterizan al partido que hoy gobierna, tiene poco que ofrecer en una contienda reñida y menos con que convencer a una población agotada por décadas de malos gobiernos. Además, la noción de que el futuro puede ser mejor porque el PRI esté en el gobierno es falaz. Lo que se requiere no es sólo un buen conductor, suponiendo que eso es lo que aportaría el PRI, sino también tener un proyecto susceptible de lograr la transformación por la que el país clama pero contra la cual operan tantos intereses, muchos de ellos cercanos al propio PRI. Una propuesta que no hace sino repetir las fórmulas que nos llevaron a las crisis de los setenta como hoy enarbola el partido es patética como aspiración transformadora. Baste contrastar esa visión (o ausencia de visión) con la de naciones como China, Corea, Chile y Brasil para ver lo pequeño y limitado de su proyecto. México no necesita, ni le sirve, el viejo PRI que se esconde detrás de una escueta fachada de modernidad.

El PRI tiene una gran historia que presentarle al electorado pero adolece de una visión moderna y renovadora, capaz no sólo de atraer votos, sino de llevar a la población a un nuevo estadio de desarrollo. Observando a sus estrellas como sus diputados- es difícil no llegar a la conclusión de que demasiados políticos mexicanos están paralizados por una combinación de inercia y ausencia de espina dorsal. Obstáculos que son siempre pequeños se presentan como si se tratara del Kilimanjaro y se habla de costos políticos como si no fuera esa su función. Al PRI le falta que su historia empate con un proyecto distinto al que ya murió: el México de hoy ya no es el de 2000 y menos el de 1929. Su futuro exige algo mejor.

 

Reforma Fiscal

Luis Rubio

Desde que recuerdo, toda discusión sobre los dineros públicos viene siempre aderezada de la necesidad de una verdadera reforma fiscal. Lo que nunca he tenido claro es qué es eso de verdadera porque cada quien la define a su manera. No sería muy perspicaz afirmar que lo verdadero depende del color del cristal con que se mira: todo mundo quiere que los otros paguen impuestos para uno mantener sus exenciones. Esta contradicción lleva a que vivamos en un mundo semejante al del legendario ministerio de la verdad, del país inventado por George Orwell en su famosa novela 1984: lo que se dice no es lo que se quiere decir y la verdad nunca se dice. Todo es newspeak, el lenguaje inventado por Orwell, para denotar formas de mezclar propaganda con medias verdades donde, al final del día, nadie sabe dónde quedó la bolita.

La paradoja no podía ser más elocuente: vivimos en un mundo de simulación en lo fiscal y en lo demás- donde nunca se habla con la claridad necesaria para entender los términos de lo que se discute. En lo que respecta a los impuestos todos tienen a su villano favorito, pero nadie quiere hablar de la viga que tiene en el ojo propio. Si hemos de creer la retórica que inunda el mundo de lo público, la agricultura necesita subsidios porque si no se muere, razón por la cual los agricultores no deben pagar impuestos. Los escritores y actores hacen algo excepcional que amerita una exención. Las clases medias están muy golpeadas, lo que obliga a subsidiar la gasolina, una forma de no pagar impuestos. Los empresarios son empleadores y por eso merecen estar exentos. Los sindicalizados son una muestra de nuestra soberanía y por eso deben gozar de prestaciones libres de impuestos.

No sería exagerado afirmar que el común denominador de estos ejemplos es que todo el mundo se considera excepcional y, por ese hecho, merecedor de exenciones fiscales. Evidentemente, ningún país puede funcionar de esa manera: no es posible avanzar hacia la igualdad definida como uno quiera- mientras la ciudadanía no se sienta responsable y, por lo tanto, comprometida con el avance del país. Tampoco es posible caminar hacia el desarrollo mientras todos vivamos en nuestro pequeño mundito de excepciones. Como dice el viejo dicho, todos coludos o todos rabones. Mientras no sea así, el país seguirá sumido en una simulación permanente donde todos pretenden que cumplen pero nadie lo hace realmente.

Podemos criticar a nuestros legisladores por los bodrios fiscales que producen pero, independientemente de las simulaciones en que ellos mismos vivan, también es cierto que no tienen más alternativa que responder ante el mundo que les rodea y ese mundo es el del conjunto de peticionarios, derechohabientes y ciudadanos que se sienten excepcionales y, por lo tanto, merecedores de tratamiento especial. En este contexto, no debe sorprender el pragmatismo que los caracteriza: hacen lo posible por afectar los menos intereses posibles y por golpear sólo a quien no tiene alternativa. Su forma de actuar es equivalente a caminar sobre un campo minado donde, como aprendieron los diputados en las últimas semanas, es muy fácil acabar en la lona.

Todo esto me hace pensar que el problema fiscal de México está mal planteado. Si uno observa las estadísticas, es claro que los mexicanos pagamos menos impuestos como colectividad de lo que pagan la mayor parte del resto de los países, igual los desarrollados que los que son más comparables a nosotros. El problema es que eso a nadie le importa. Lo que el mexicano observa no son las estadísticas, sino los malos servicios públicos, el dispendio en que incurren nuestros políticos, las prebendas de que gozan toda clase de grupos, sectores y partidos, por no hablar de las estrafalarias transferencias que le llegan a los gobernadores, las faraónicas tajadas que se llevan las universidades, el poder judicial y funciones como la de seguridad.

Es posible que cada uno de estos apartados del presupuesto de gasto se justifique y lo merezca, pero no es lo que piensa la abrumadora mayoría de la población. Es por esto que la verdadera reforma fiscal jamás podrá ser posible mientras no se transparente el gasto público. El gasto público en México es un hoyo negro que se distribuye en lo obscurito y se ejerce sin control. Repito: es obvio que mucho del gasto es no sólo necesario sino debidamente ejercido. El problema es que los resultados no son satisfactorios porque hay tantas muestras de exceso, corrupción y dispendio que es imposible para el ciudadano conmiserarse con los legisladores cuando se desviven por no pisar las minas al transitar el proceso de definición de impuestos y del gasto público.

Hasta que la población no reconozca el buen uso del dinero del erario jamás aceptará pagar los impuestos que serían necesarios para financiar el desarrollo del país. Desde esta perspectiva, toda la lógica fiscal del país está trastornada: tendría que comenzar por un informe creíble sobre cómo se ejerce el gasto, de qué manera se lograron los objetivos que se proponía el gobierno (incluyendo a los gobernadores, municipios y poderes legislativo y judicial) o por qué no se lograron y qué se propone para corregir los errores. Una vez pasada esa aduana, el gobierno propondría sus objetivos para el siguiente año y el presupuesto que sería necesario para lograrlos. Sólo entonces, una vez conocido el uso del gasto anterior y discutidos los proyectos para el año siguiente, se podría aprobar el presupuesto de ingresos. Un proceso así obligaría al propio ciudadano a reconocer la urgencia de los proyectos y a justificar sus propias canonjías.

Al final del día no hay nada más importante, ni más complejo, en la democracia que la asignación de los dineros públicos. Es ahí donde se conjuntan los dos componentes de la vida pública: la ciudadanía que tiene que pagar los costos de la vida en sociedad y sus gobernantes que tienen que llevar a cabo el mandato de la ciudadanía a través del presupuesto. Lo que hemos presenciado en los últimos días no es más que el reclamo de la ciudadanía por el patético desempeño del gobierno mexicano en el cumplimiento de sus funciones y responsabilidades.

Nadie en su sano juicio podrá dudar que México requiere una reforma fiscal de fondo, pero ésta tiene que ser comprensiva, es decir, abarcar los dos lados de la ecuación. Sin transparencia en el gasto y rendición de cuentas por parte de quienes lo ejercen, los ciudadanos jamás se sentirán obligados y, por lo tanto, continuarán defendiendo sus beneficios hasta la muerte. Eso es lo que hacen los rectores y los gobernadores de manera cotidiana. ¿Por qué no los ciudadanos?

 

El gran ‘cómo’

Luis Rubio

México no es el primer país de la historia en padecer conflictos políticos, estructuras institucionales poco propensas al entendimiento y una parálisis en su desarrollo. Si uno observa el mundo en general, lo típico es eso y por eso hay tantas naciones atrasadas, pobres y sin mayor potencial. Pero también hay algunos países que funcionan excepcionalmente bien y unos pocos que han encontrado la forma de realmente avanzar. Hace algunas décadas México se encontraba entre las naciones que parecían ganadoras; hoy parecemos empeñados en competir por el último lugar.

Los países desarrollados tienen instituciones fuertes y confiables que evitan los extremos y permiten continuidad independientemente de la calidad de sus gobiernos. Cuando no existen instituciones fuertes, como es nuestro caso, sólo un liderazgo efectivo que genera confianza y suma tanto al mundo de los políticos como a la sociedad en general, puede lograr lo mismo. En los últimos lustros Brasil logró encontrar precisamente esa combinación y por eso comienza a descollar. Nosotros estamos atorados porque no existe esa combinación fundamental.

Muchos arguyen que nuestro problema central reside en la intensidad del conflicto que vivimos. Sin embargo, basta observar lo agrio y vitriólico del debate estadounidense respecto al sistema de salud para concluir que no hay razón para suponer que las democracias son tranquilas, civilizadas o libres de antagonismos. Nuestros conflictos no son más intensos que los de otras democracias. Lo que nos distingue es que ninguno de esos conflictos y desafíos se resuelve bien. Desapareció el viejo sistema político que concentraba el poder y le daba funcionalidad al gobierno y al desarrollo, al menos hasta los sesenta, y desde entonces hemos dado tumbos que no han hecho sino acentuarse desde el advenimiento de la democracia electoral. Hoy tenemos un sistema político disfuncional que no se ha traducido en una mejor o mayor capacidad para tomar decisiones y enfrentar los retos que tenemos.

El debate público ha generado muchas ideas para corregir estos males, la mayoría de las cuales se concentra en la necesidad de que el gobierno cuente con una mayoría legislativa o, de plano, que adoptemos el sistema parlamentario de gobierno. El concepto suena lógico pero no resuelve dos problemas centrales: el primero es que no es evidente cómo será posible acordar y aprobar el tipo de reformas que esto requeriría si no nos podemos poner de acuerdo ni para la ratificación de algunos embajadores, por no hablar del presupuesto. El otro problema que esta perspectiva no resuelve es que el sistema presidencial que tenemos fue diseñado para limitar el poder del presidente y si algo une a los mexicanos es el deseo de que nunca más exista un presidente con la libertad de imponer sus decisiones sobre la población en su conjunto. En el fondo, la propuesta de lograr esquemas que persiguen una mayoría legislativa cercana al presidente en cualquiera de sus modalidades es reconstruir el viejo presidencialismo, al menos en algunas de sus facetas.

Independientemente de que alguna reforma en este sentido eventualmente pudiera resultar útil, en este momento lo que urge es que nuestros políticos comiencen a ganarse la vida resolviendo los entuertos que enfrentamos por medio de la negociación porque sin eso ni siquiera podría ser posible contemplar reformas de la envergadura propuesta. Hay ejemplos rescatables que muestran que esto es perfectamente plausible.

Hace unos días tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre Brasil. Cuatro expositores presentaron distintas perspectivas de los cambios que han caracterizado a ese país en las últimas décadas. Al final de la sesión llegué a tres conclusiones: primero, las reformas que ha llevado a cabo ese país son importantes pero no son nada de otro mundo, nada que no sería posible en México; segundo, el sistema político brasileño, aunque muy distinto al nuestro, no es más simple, más institucionalizado o más fácil de manipular (por ejemplo, para construir una coalición legislativa); y, tercero, su gran éxito ha residido en la excepcional capacidad de al menos los últimos dos presidentes radicalmente distintos en características e ideología- de sumar esfuerzos, darle continuidad a la actividad gubernamental y, sobre todo, convertirse en espectaculares líderes. En una palabra, Brasil ha contado con un liderazgo claro; una estrategia consistente que ha atravesado gobiernos y partidos, una disposición, desde el presidente hasta el último político, para construir coaliciones; y, en adición a todo lo anterior, una gran apertura que evita los juicios morales simples entre actores políticos y genera una base de confianza y respeto, sin lo cual un acuerdo sería inconcebible.

Lo esencial de Brasil y otras naciones similares es que han visto al proceso de reforma no como una secuencia de gestas épicas que de un plumazo van a cambiar al mundo, sino como un proceso de cambios graduales que todo mundo entiende y que le confieren claridad de rumbo a la población, todo lo cual se traduce en un entusiasmo creciente y en una actitud ganadora. En lugar de líderes intocables e iluminados, estos países han logrado resolver entuertos, marcar prioridades y construir una base de entendimiento a partir de la claridad de objetivos y confianza entre los actores que permite cruzar barreras partidistas e ideológicas en aras de un bien superior.

En México tenemos problemas estructurales que en ocasiones parecen insalvables. El ejemplo de Brasil muestra que todo lo que se requiere es una disposición de los políticos a reunirse, verse en los ojos y entablar conversaciones que conduzcan a decisiones que todos puedan apoyar. Eso es lo que logró la Concertación en Chile al sumar a los otrora enemigos socialistas y demócrata-cristianos y es exactamente lo que sustenta a la coalición gobernante que han encabezado Cardoso y Lula en Brasil.

En nuestro país tenemos políticos excepcionales que han sido capaces de construir acuerdos y decisiones que trascienden las líneas partidistas e ideológicas pero, lamentablemente, estos se han limitado a temas de procedimiento y asuntos de menor envergadura. Lo mismo debería estar sucediendo al nivel más alto del gobierno y de los liderazgos legislativos y partidistas porque es la única manera en que será posible cambiar al país. La ausencia de marcos institucionales preestablecidos no puede ser excusa para que las personas no se puedan entender a partir de un entorno de confianza y responsabilidad compartida que permita sacar al país del hoyo. Cualquier otra cosa constituye una irresponsabilidad supina.

 

¿Qué sigue?

Luis Rubio

Cuenta una anécdota que en la víspera de la batalla de Trafalgar, el almirante Nelson llamó a sus capitanes y les mostró un atizador de fuego sobre el cual dijo: no me importa hacia dónde orientar este instrumento, excepto donde me diga Napoleón, porque entonces haré exactamente lo opuesto. Los integrantes del Sindicato Mexicano de Electricistas parecen haber llegado a la conclusión de que podían hacer cualquier cosa, incluso picarle el ojo al presidente, sin consecuencia alguna. Luego de décadas de espera, la sociedad mexicana recibió la noticia de que finalmente se libraría de la plaga que no sólo le recetaba constantes apagones, sino también le robaba la bolsa sin contemplación. En un solo acto, el presidente Calderón pudo quitarse de encima tres años de mediocridad -y de complejos como el de Atenco- y abrir una puerta a la oportunidad que él y su partido le vienen prometiendo a los mexicanos por años.

Hasta el momento, el gobierno ha demostrado algo que ya le conocíamos al presidente (disposición a tomar decisiones), pero también capacidad para llevarlas a cabo (algo que no siempre había sido cierto). La forma en que ha evolucionado este proceso permite evaluar a cada uno de los componentes de la decisión, así como al resto de las fuerzas políticas y los mitos que las acompañan. El SME nos ha regalado una excepcional ventana de observación.

Comencemos por lo obvio: la explicación de la acción gubernamental ha sido menos buena de lo que debiera. Si bien el SME ha sido un sindicato militante y conflictivo desde años antes de que la empresa fuese adquirida por el Estado, los males de Luz y Fuerza no se le pueden cargar sólo al sindicato. En lugar de administrar a la empresa, muchos gobiernos simplemente le cedieron el control al sindicato, circunstancia que quizá explique su mal estado, pero no exime al gobierno de su desempeño. En la muy particular forma de resolver (o esconder) los problemas, el sistema priísta siempre prefirió comprar voluntades que ejercer la autoridad y responsabilidad a que estaba obligado como administrador de la empresa. Esta relación viciada llevó a que el funcionamiento de la entidad no dependiera de su productividad o eficiencia sino de sus relaciones con el poder. El SME se acostumbró a abusar porque del otro lado no había disposición a hacer algo distinto. La lógica del chantaje, y la amenaza permanente de afectar a una porción políticamente explosiva de la población, le confirió al sindicato un halo de invulnerabilidad. Este, por su parte, en ocasiones apoyó gobiernos, en otros simplemente los extorsionó. Ambos le daban funcionalidad tanto al gobierno como al SME. Del costo, pues ni modo.

El gobierno del presidente Calderón estuvo a punto de quedarse en la misma lógica de aceptar una extorsión interminable de éste y otros sindicatos y poderes. A diferencia de los gobiernos priístas, cuya carta de presentación era la estabilidad aunque fuera costosa, los dos gobiernos panistas ofrecieron el cambio, la pulcritud y el fin de la corrupción. Sin embargo, hasta este acto, no se había mostrado capacidad o disposición para lograrlo. La liquidación de LYF cambia el entorno y, en la medida en que el gobierno mantenga su decisión, abre ingentes oportunidades para el futuro. Todo dependerá de qué haga de aquí en adelante.

El contexto en esto es crucial. En el viejo sistema político existía un mecanismo de contrapeso frente a poderes abusivos que impedía que estos se extralimitaran. Fue en esas circunstancias que el llamado quinazo tuvo lugar: más allá del hecho indudable de que se requirió una gran fortaleza para encarcelar al líder petrolero, en realidad se trataba del enorme poder presidencial de antaño frente a un poder que había violado las reglas no escritas de aquel régimen. La decisión del presidente Calderón tiene lugar en un contexto muy distinto donde hay un sinnúmero de grupos hiper poderosos (de ahí el calificativo de fácticos, aquellos que viven por encima de la ley y con poder suficiente para desafiar al Estado y evitarse competencia alguna), a los cuales la presidencia no tiene capacidad de controlar. Por ello es infinitamente más valiente, pero también más riesgosa, la liquidación de LYF.

Falta saber si este es el comienzo o el final de la historia. Una vez concluido el proceso actual, donde los elementos de riesgo persistirán por algún tiempo, la gran pregunta es qué sigue. Las reacciones que se han observado eran, en casi todos los casos, predecibles. La sociedad está a la expectativa, confiando que no haya apagones y que la transición hacia la CFE vaya bien. De cumplirse estas expectativas, muchos festejarán, en los próximos años, este momento. Los partidos políticos se han encontrado ante la muy difícil tesitura de tener que definirse frente a un gremio caracterizado más por el exceso que por la productividad. Anticipando esto, el gobierno presentó una propuesta de liquidación por demás generosa para los empleados de la entidad, desarmando a muchos de los críticos, además de que hizo claro que no se trata de una privatización. Los críticos, incluyendo las partes interesadas, se vieron forzados a defender la incompetencia, el abuso y la corrupción en defensa de sus allegados. Indigno y poco promisorio.

Lo que no es obvio es si el gobierno va a apalancar esta victoria para avanzar el proyecto de cambio que su predecesor y su partido han venido festinando, pero no haciendo, o si éste quedará como un acto excepcional y aislado en un mar de lágrimas. También aquí el quinazo es relevante. Salinas quitó al líder que había osado retar al poder central pero todo quedó en un ajuste de cuentas dentro del poder: no cambió la empresa, que sigue siendo el mismo nido de corrupción, ni benefició a la sociedad. El tema, por supuesto, no es la entidad LYF pues ésta ha sido liquidada, sino el resto de las paraestatales y, en general, la forma misma de funcionar del gobierno. Lo histórico, lo tradicional en el gobierno mexicano es siempre la compra de voluntades: ahí están los contratos colectivos de otras entidades públicas, las transferencias -legales o ilegales- a los medios de comunicación y los poderes fácticos que hacen de las suyas sin empacho ni límite.

El presidente Calderón ha creado una gran oportunidad: la de comenzar a transformar a México en una sociedad moderna, donde la interacción entre todas las partes (sindicatos, gobierno, empresarios, medios de comunicación, partidos políticos) se fundamente en la ley y los procedimientos abiertos y transparentes. La oportunidad reside en comenzar a hacer de México un país de leyes e instituciones. Ese es el verdadero reto.

 

Control ‘uber alles’

Luis Rubio

Imaginemos un espacio en el que todo mundo desconfía de los demás, en el que cada quien está dispuesto a logar su objetivo a cualquier precio y en el que abusar y asaltar al vecino son prácticas no sólo frecuentes, sino que gozan de plena legitimidad. Suena excesivo y un tanto absurdo, pero esa es la lógica que caracteriza a nuestro sistema fiscal y, de hecho, a buena parte de la conducción de nuestra economía. Pero no sólo de la economía.

El gobierno no confía en el ciudadano, el ciudadano desconfía del gobierno y todos nos creemos muy inteligentes cuando comprobamos que el otro está equivocado. La desconfianza es tan generalizada que no bastan los semáforos para que se regule el tráfico, sino que las autoridades nos imponen topes cada vez más elevados para obligar al cumplimiento de los semáforos. Con tanta desconfianza es imposible que las cosas funcionen porque todo mundo vive pensando en cómo protegerse, qué camino, por turbio que sea, es necesario tomar para logar la sobrevivencia y, en algunos casos, el éxito.

El tema fiscal es particularmente hiriente porque la desconfianza tiene consecuencias monumentales. El viejo vicio del sistema político -la búsqueda permanente de control- nunca desapareció del ámbito de la conducción económica, especialmente la fiscal. Lo que en el mundo político desapareció, o se atenuó, como resultado de la derrota del PRI en 2000, sigue vivo en Hacienda no por mala fe, sino porque esa es la naturaleza del animal. El ánimo de control es resultado de la desconfianza y ésta es un obstáculo al crecimiento económico.

Se habla mucho de la necesidad de una reforma fiscal y, a lo largo de esta década, ha habido varios intentos por modificar el régimen de impuestos con el objetivo de asegurar una mayor recaudación con una mejor distribución de la carga impositiva. Ninguna de esas reformas ha prosperado, en parte porque los miembros del poder legislativo han tenido una excesiva concentración de miras en el corto plazo, pero sobre todo porque no existe una comprensión cabal de las consecuencias del régimen fiscal sobre el crecimiento económico. El hecho de que las propuestas de reforma vengan siempre asociadas a todavía más elementos de control y regulación no hace sino disuadir incluso a quienes apoyan y comparten la necesidad de una reforma amplia en este ámbito. Paradójicamente, mientras más controles hay mayor es la evasión.

La primera cuestión que debería ser atendida es quién paga y cuánto cuesta cumplir con las obligaciones fiscales. Si se siguiera una óptica de esta naturaleza, el énfasis estaría en cómo disminuir los costos del cumplimiento para incentivar la regularización o formalización de quienes hoy se encuentran en la economía informal.

En vez de enfocar el asunto de esta manera las autoridades fiscales son tan desconfiadas de la ciudadanía que todo el énfasis se concentra en la imposición de regulaciones y misceláneas cuyo propósito es el control, no el desarrollo económico. Esta forma de concebir los temas fiscales desincentiva la creación de negocios formales, reduce el ámbito de la formalidad y sobrecarga a quienes cumplen cabalmente sus obligaciones y satisfacen todos los requisitos y procedimientos. Al mismo tiempo, eso facilita que las empresas más grandes, que si tienen los recursos para defenderse, se concentren en extraer rentas en lugar de elevar la productividad. La suma de este círculo vicioso es que se crean cada vez menos empresas formales, se contrae la base de causantes y se incentiva el uso del terrorismo fiscal. La economía acaba siendo extraordinariamente ineficiente, demasiados recursos se dedican a la elusión fiscal y el crecimiento económico bien gracias.

La lógica beligerante de la desconfianza prácticamente obliga a las personas y empresas a evadir impuestos y vivir en la informalidad. En lugar de emplear los recursos disponibles para crear riqueza para hoy y para el futuro, el gobierno dedica los recursos existentes para compensar a los grupos que son políticamente relevantes para mantener el statu quo. El círculo vicioso se cierra cuando los criterios políticos y clientelares empatan los fiscales porque así se asegura que nada cambie.

La desconfianza que reina en el gobierno respecto a las empresas y la ciudadanía en general, es empatada con el desprecio de las personas y las empresas, pero por razones distintas. Cada que el gobierno impone una regulación, la ciudadanía busca una manera de darle la vuelta. No importa cuántas circulares o misceláneas produzca la SHCP, siempre habrá una mente creativa dedicada a evitar caer en las garras del fisco. En el camino se dispendian inmensos recursos en estrategias improductivas que podrían ser empleados para crear riqueza, empleos y mayor competitividad.

Los países que funcionan mejor tienden a tener regímenes fiscales muy distintos al nuestro: se concentran en una combinación de impuestos generales al consumo (el IVA) con un impuesto al ingreso típicamente con una sola tasa (baja) y mínimas deducciones. Este enfoque le simplifica la vida al causante e incentiva la formalización. Con un esquema más simple como este, los políticos pueden envalentonarse para universalizar el IVA porque los beneficios para la población se tornan tangibles y evidentes.

En lugar de esto, lo que se discute en el Congreso es exactamente lo contrario: aumentos de tasas, más impuestos, nuevas regulaciones y una todavía mayor complejidad. La lógica recaudatoria que anima el proyecto bajo discusión choca con la urgencia de incentivar el crecimiento económico. De esta forma, a menos que el objetivo sea, explícitamente, el crecimiento del gobierno, toda la discusión está viciada y no va a contribuir a resolver el problema en el que estamos metidos.

El contexto en el que se presenta el proyecto fiscal es todavía más pernicioso: tenemos empresas en problemas por la situación económica y el planteamiento fiscal se reduce a cobrarle más a quienes requieren oxígeno con urgencia. ¿Cómo se espera que eso contribuya a que haya más inversión, condición que, uno supondría, es necesaria para que crezca la actividad económica?

La obsesión por el equilibrio macroeconómico está plenamente justificada y es condición sine qua non para el mantenimiento de la estabilidad económica. Sin embargo, las finanzas públicas no pueden ser vistas como un objetivo en sí mismo. Las finanzas públicas son un instrumento para promover el desarrollo y el que estén en equilibrio es el efecto de una gestión exitosa. Dedicarse al equilibrio como objetivo único no hace sino aniquilar a la economía y, cuando eso pasa, las finanzas y el gobierno dejan de ser relevantes.

 

¿Quién responde?

Luis Rubio

No hay como la realidad para poner las cosas en su justa dimensión. La ciudad de México, ese centro político y ceremonial presente e histórico, se está colapsando por falta de inversión. En lugar de construir y mantener la infraestructura de la ciudad, los gobiernos recientes han privilegiado el gasto vistoso y políticamente rentable a costa de lo esencial, con la consecuencia de que la ciudad está comenzando a colapsarse. La escasez de agua, la explosión del Interceptor Poniente del sistema de drenaje, la pésima calidad de la infraestructura eléctrica y la inexistencia de un sistema policiaco eficaz son todos muestras de la desatención que lo esencial ha recibido. Como en tantas otras cosas en el país, la realidad nos alcanzó.

La historia todos la sabemos: desde que se elige el jefe de gobierno del DF lo que hemos tenido es precandidatos a la presidencia, no administradores de la ciudad. Este cambio, pequeño en apariencia, ha alterado todo. El incentivo para el gobernante es generar apoyos y clientelas en lugar de administrar las entrañas de la urbe. Es más vistosa una obra vial como los segundos pisos y más rentable, en términos políticos, un programa de subsidios a la población de la tercera edad que el drenaje. Sin embargo, hoy sabemos que esos programas se hicieron a costa del mantenimiento de la infraestructura que es esencial para el funcionamiento de la ciudad.

El tema aquí no es de culpas sino de la negligencia que resulta de nuestra estructura política. Como ilustró el sainete respecto a las delegaciones Miguel Hidalgo y Cuajimalpa, el gobierno de la ciudad carece del más mínimo contrapeso. El jefe de gobierno controla a la Asamblea de Representantes, es quien, de facto, nombra al Instituto Electoral local y controla al Tribunal Electoral del DF. Con esa estructura de poder, no hay quien pueda limitar o incluso exhibir los excesos u omisiones del gobernante en temas de primera línea como agua, seguridad, drenaje y luz.

El tema del agua es particularmente hiriente porque revela décadas de negligencia. Además de sobreexplotar sus mantos acuíferos, el DF consume una cantidad desproporcionada del preciado líquido que proviene de otras entidades. El agua se administra mal, como ilustra el enorme número de fugas que ocurren antes de que ésta llegue a su destino. El agua cuesta una fortuna importarla del resto del país para que luego no se cobre y, además, se desperdicie. Las ciudades que administran bien el agua la cobran al menos al costo y, a través del precio, incentivan comportamientos muy distintos a los que caracterizan a la población de esta ciudad, además de que procrean esquemas de recuperación que hoy ni siquiera son contemplables. A pesar de la vasta experiencia que existe, tanto en el país como en el extranjero, la mitología perredista (y, sin duda, la priísta de antes) ha impedido que se conciban esquemas capaces de suministrar el agua necesaria en formas novedosas. Ahora la realidad ha impuesto sus términos y no parece haber ni siquiera capacidad de reconocer que lo esencial fue abandonado en aras de la construcción de tres campañas presidenciales.

Lo mismo se puede decir del drenaje de la ciudad. Por décadas existió un sistema dual, uno dedicado a los desechos pluviales y otro a las aguas negras. Sin embargo, en lugar de continuar invirtiendo en sistemas susceptibles de darle salida a estos desechos y, a la vez, evitar inundaciones, la decisión política consistió en utilizar los colectores existentes para ambos propósitos. El colector que antes se destinaba a las aguas pluviales no tenía el revestimiento apropiado para el manejo de aguas negras y ahora ha tenido que ser reparado de emergencia. Sin embargo, como ilustra la explosión ocurrida en uno de los grandes colectores de la ciudad y el peligro que representa el Bordo Poniente, la ciudad se encuentra amenazada no porque haya llovido demasiado sino porque no se han construido los colectores necesarios para una urbe de estas dimensiones.

La seguridad pública es otro de esos temas que parecen irresolubles. Es cierto que los sistemas policiacos que existían antaño no eran modernos, pero el caos de inseguridad que ha padecido la ciudadanía en por lo menos los últimos tres lustros debía haber sido enfrentado y resuelto por quienes nos gobiernan desde 1997. Esto no ha sucedido y la ciudadanía paga el costo de manera cotidiana. En lugar de una policía eficaz, la ciudad de México sigue caracterizada por sistemas premodernos de vigilancia pero sin los controles políticos de antes. El resultado es que nadie confía en las policías y que éstas no cumplen la función que deberían.

El caos vial no es imputable a un gobierno particular, pero sin duda el del DF es responsable cuando la causa del caos es una manifestación o bloqueo de grupos de interés particular, sean sindicales o de cualquier otra naturaleza que le son afines: en lugar de que la autoridad proteja a la ciudadanía, su prioridad ha sido solapar a sus contingentes rijosos. El caso de los bloqueos por parte de los trabajadores eléctricos de Luz y Fuerza es todavía peor por el hecho de que el servicio eléctrico en la ciudad de México es el peor del país y eso no podría ocurrir más que con el contubernio del gobierno local.

Es evidente que la situación particular del DF en nuestro peculiar pacto federal exige la concurrencia de las autoridades federales en muchos de los temas que son esenciales para la vida de la ciudad. Muchas de las inversiones que son necesarias para el agua y el drenaje, por citar los ejemplos más obvios, requieren financiamiento federal además de la cooperación de las autoridades del DF y de Edomex. Pero este hecho no exime al gobierno del DF de la responsabilidad.

En nuestra tradición municipal, que limita el periodo de gobierno a tres años, el gobernante local no tiene tiempo para hacer mayor cosa: el gobierno toma algunos meses en entender su cancha y luego se pasa un año haciendo lo que puede. Para el fin del segundo año ya está en pleno auge la grilla electorera para la sucesión y, no menos importante, para la siguiente chamba del presidente municipal saliente. Total que es difícil responsabilizar a un (modesto) presidente municipal de lo que no hace.

Ese no es el caso del DF. Luego de doce años de gobiernos del mismo partido e, incluso, en muchos casos, de los mismos funcionarios en gobiernos distintos, es imposible que el PRD no asuma la responsabilidad que le corresponde. Doce años son suficientes para evidenciar prioridades y decisiones. Las inundaciones recientes muestran años de desatención, omisiones y, en una palabra, ausencia total de responsabilidad.

 

Desencuentro

Luis Rubio

Hablando de la viveza criolla, Jorge Luis Borges criticaba ese espíritu de legalidad burlada o ilegalidad acomodada que caracteriza a nuestra cultura. Ser vivo, decía el escritor argentino, no implicaba dejar de ser ignorante. Esta observación me vino a la mente al leer y escuchar comentarios y opiniones que vierten políticos e intelectuales sobre la problemática que enfrenta el país en términos de gobernabilidad y capacidad para lidiar con la crisis e impulsar el crecimiento económico. Lo notable de la arena pública actual es el empeño por resolver el problema equivocado.

En el ámbito político el diagnóstico universal parece ser que no existe la capacidad para construir mayorías legislativas que permitan gobernar. En esta lógica, el país ha estado a la deriva a partir de 1997 cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, porque el partido del presidente no tiene una mayoría confiable en el congreso. La conclusión inexorable de este análisis acaba siendo obvia: la única manera de resolver los problemas del país es creando mecanismos que garanticen la existencia de mayorías legislativas. Suena bonito y lógico pero, a juzgar por la evidencia, eso no es lo que la población quiere, además de que no resuelve el problema de fondo: aún con mayorías, los gobiernos de antes no estaban funcionando.

Las propuestas de solución al problema identificado se resumen, de manera gruesa, en tres grandes rubros: a) redefinir el sistema de partidos para reducir su número, idealmente a dos (cambiando el sistema o adoptando una segunda vuelta electoral); b) abandonar el sistema presidencialista a favor del parlamentarismo que, por definición, le confiere el control al partido que logra una coalición gobernante; y c) construir un mecanismo un tanto artificial, como el de jefe de gabinete o primer ministro, que logre control del legislativo y se constituya en una fuente alterna y paralela de poder frente a la presidencia.

Las tres soluciones conceptuales tienen mérito y responden al problema real de la incapacidad de gobernar al país. El problema es que se trata de vehículos que pretenden, como en 1929 cuando se crea el PNR, antecesor del PRI, resolver el problema de los políticos y del poder, no el de la población y la legitimidad en la toma de decisiones.

Hay dos hechos evidentes en la actualidad. Uno es que enfrentamos un obvio problema de gobernabilidad. Los poderes públicos desperdician más tiempo en intentar entenderse (infructuosamente) entre sí que en decidir cosas relevantes y actuar en consecuencia. Esta parálisis ha dado lugar al nacimiento de propuestas, explícitas o implícitas, de que lo que se requiere es políticos hábiles que, de manera institucional o extra institucional, impongan decisiones y permitan retornar a la senda del crecimiento. En otras palabras, que lo que se requiere es retornar a una era similar a la del PRI en que el presidente podía imponer su voluntad. En esta ocasión podría ser el presidente o quien ostentara el liderazgo legislativo, pero el principio es el mismo y la hipótesis obvia: los mexicanos somos incapaces de gobernarnos por lo que se requiere de un líder fuerte que decida y se imponga. Varios de los aspirantes a ejercer el poder enarbolan esta postura: igual quienes pregonan la urgencia de que el presidente ejerza poderes meta constitucionales, que quienes proponen nuevas estructuras para hacer lo mismo pero desde el poder legislativo.

El otro hecho incontrovertible es que la población ha votado de manera sistemática porque no haya una mayoría legislativa en manos del partido en la presidencia. Hay muchas hipótesis que podrían explicar este fenómeno, pero el hecho es indisputable. A partir de las reformas electorales de los 90, que se materializaron en 1997, el partido del presidente no ha logrado una mayoría legislativa. Una explicación estructural es que la combinación de un sistema presidencialista con uno multipartidista arroja un desempate permanente porque hace altamente improbable que un partido logre la mayoría. Otras explicaciones son menos técnicas pero igualmente relevantes: sobre todo en lo relativo a las elecciones intermedias, la contienda es de naturaleza territorial y eso le confiere enormes ventajas a los partidos que tienen un fuerte arraigo histórico a nivel local, estatal o regional, no a quien ostenta la presidencia.

Sea cual fuere la explicación correcta, de lo que no hay duda es que la población prefiere que no exista una mayoría legislativa en manos del presidente. La pregunta es por qué. Digan lo que digan los políticos, la gente no quiere un régimen parlamentario o semi parlamentario, así fuera mucho más eficiente. Desde la perspectiva del ciudadano común y corriente, el mayor riesgo es precisamente cuando un hombre fuerte (sea el presidente o el líder legislativo) pretende imponer su voluntad porque entonces desaparece todo contrapeso. Ese rechazo al riesgo inherente que entraña un poder excesivo en manos de una persona es lo que derrotó a López Obrador en 2006 y, en general, lo que hizo perder al PRI en 2000. La población claramente prefiere el statu quo, así implique éste un desempeño económico muy por debajo de lo deseable o del potencial real de la economía, que el riesgo de una crisis tras otra.

El verdadero problema político del país no consiste en la ausencia de mayorías o de capacidad de decisión y gobierno sino en la ausencia de mecanismos institucionales que permitan gobernar sin excesos. Es decir, el país tiene que resolver dos problemas de manera simultánea: uno es el de poder tomar decisiones y el otro es que esas decisiones no dañen a la población. En un país con instituciones tan débiles como el nuestro, esta combinación de factores es muy difícil de lograr y quizá eso explique mejor que cualquier otra cosa el estancamiento que vivimos: mientras no exista una certeza razonable de que el gobernante está impedido de abusar, la población siempre va a preferir la parálisis porque la alternativa el caos- es demasiado costosa como se pudo ver, de manera sistemática, en las crisis de los setenta a los noventa. El mexicano no quiere un líder iluminado; lo que quiere es un gobierno que funcione para su beneficio.

El filósofo Karl Popper planteó que el problema verdadero consiste en construir un sistema que permita controlar o deshacerse de los malos gobernantes sin violencia. En México parece que hemos logrado que no lleguen esos gobernantes, pero no hemos logrado que exista un gobierno que funcione. El problema real no es de mayorías o de parlamentarismo, sino de pesos y contrapesos que sirvan para evitar excesos, no para paralizar al país.

 

Malo pero justo

Luis Rubio

La distancia entre el gobierno y la población crece con celeridad. En tanto que algunos funcionarios hablan de la necesidad de encarar la crisis económica, la población se enconcha cada vez más. Por un lado el NO rotundo: rechazo universal a nuevos o más impuestos; aversión total a bajar los aranceles a la importación; oposición visceral a considerar cualquier cambio en el régimen de Pemex, así sea para procurar más recursos que mantengan la fiesta. Por otro lado, el SI, igualmente absoluto: más servicios, más presupuesto, más gasto, más beneficios. Mientras esto pasa, el problema fiscal menos ingresos y más gastos- comienza a convertirse en un riesgo fenomenal. En ausencia de un liderazgo político preclaro, capaz de explicar que este camino no conduce a nada bueno, la crisis se convierte en un entorno perfecto para el resurgimiento de los demagogos.

Aunque el rechazo al dispendio del gobierno, comenzando por el de los gobernadores, es casi universal, la evidencia indica que todo el país se ha acostumbrado a esperar que alguien -seguramente el gobierno, el petróleo o la virgen de Guadalupe- siempre va a estar ahí para sacarnos del hoyo. No es que la población no entienda que no se puede gastar más de lo que se tiene, pues esa es la realidad de la economía familiar cotidiana. Lo que pasa es que la población observa lo obvio: que los servicios públicos son muy malos y que siempre hay dinero para todas las causas menos para las que le importan a los ciudadanos. El dispendio de los políticos es tan flagrante que nadie en su sano juicio ve lógica alguna en pagar más impuestos para mantener la inseguridad pública, la escasez de agua, los elevados precios de los energéticos o la pésima calidad de los servicios educativos y de salud. La evidencia es contundente.

El caso de los empresarios no es distinto. Las empresas en México viven abrumadas por requisitos burocráticos, impuestos diversos y malos servicios públicos. La mayoría no tiene tiempo o posibilidad de dedicarse a ninguna cosa excepto tratar de sobrevivir. Algunos acaban en la economía informal pero eso crea nuevos problemas. Muchos se las han arreglado para crear reglas de excepción que les permiten reducir la virulencia con que sus competidores, algunos en la forma de importaciones, les disputan sus mercados. Dado el contexto en que viven, es difícil no simpatizar con su negativa a que se eleven los impuestos o se reduzcan los mecanismos de protección de que gozan.

La postura de los ciudadanos y la de los empresarios, cada una en su mundo, es absolutamente lógica, pero errada. El ciudadano no tiene más alternativa que defender su terruño porque su capacidad de influencia en la toma de decisiones es un cero absoluto. Por su parte, los empresarios emplean argumentos interesados, pero no necesariamente falsos, para defender los mecanismos de protección de que gozan: mis contrapartes en otras latitudes, dicen, no tienen costos tan elevados de los energéticos, las comunicaciones sirven a los usuarios y no al revés, la infraestructura funciona, hay crédito, no hay contrabando, la criminalidad es un problema menor y los servicios públicos son de buena calidad. Frente a eso, el empresario mexicano no tiene mucho que ofrecer excepto su talento en las relaciones con el gobierno para protegerse. Es decir, mientras un chino o un coreano se dedica a trabajar, elevar eficiencias y producir mejores productos, los mexicanos nos tenemos que conformar con que no nos vaya peor.

Entre una cosa y la otra hay muchos vivales. Hace poco vino a México un empresario europeo para explorar la posibilidad de realizar una inversión multimillonaria en el sector de procesamiento de alimentos. Tratándose de una empresa con presencia en muchos mercados, su éxito radica en elevar eficiencias, mejorar su logística, adoptar tecnologías nuevas y desarrollar cada vez mejores productos. Lo que encontró en México es una industria con varios participantes pero todos con tecnologías viejas, volúmenes pequeños y altos márgenes. Luego de visitar a los líderes del sector se encontró con que ninguno tiene ni el menor interés de bajar costos o elevar eficiencias y menos invertir en mejorar la calidad de sus productos.

En un mercado competido y competitivo, este empresario europeo vería a México como una oportunidad maravillosa para desplazar a los actuales empresarios improductivos como fuerza disruptiva a favor del consumidor: introduciendo mejores productos a menores precios. Sin embargo, poco a poco entendió cómo funciona el sector y llegó a la conclusión de que no había manera en que él pudiera competir. Primero, las empresas viven en un mundo de opacidad y evasión de impuestos y no tienen incentivos para cotizar en bolsa. Segundo, una fracción arancelaria hace que no sea rentable importar su producto, lo que les protege de la competencia del exterior. Tercero, la distribución está controlada por un monopolio del que todos son parte, haciendo incosteable la entrada de un competidor que no sea parte del juego. En suma, los participantes en este mercado viven felices de explotar al consumidor.

Es evidente que este ejemplo no es extrapolable a todas las demás actividades económicas. Muchos sectores han sufrido brutalmente por la competencia del exterior y algunos han sido totalmente devastados. Sin embargo, no todos los que han padecido son malos empresarios o inherentemente incompetentes. Pero la mayoría ruega por la protección y le demanda al gobierno que no cambie nada. Es decir, nadie, ni quien pudiera beneficiarse de una mejor estructura fiscal o de una mayor competencia en la economía (o sea, la absoluta mayoría), parece dispuesto a romper con los círculos viciosos que nos caracterizan.

Lo irónico es que, al oponerse a cualquier cambio en materia fiscal o en la regulación económica, la mayoría de los mexicanos se ha convertido en defensora a muerte de todo lo que no le conviene: el dispendio del gasto público y la protección de empresarios encumbrados. Es decir, se opone a un mayor crecimiento y mejores empleos.

El país está atorado en buena medida porque no hay el liderazgo que explique los dilemas que enfrentamos, proponga soluciones y defienda una visión transformadora del futuro. Como ilustran las encuestas, la población se opone a todo y ese es un caldo propicio para que renazcan y crezcan los demagogos y políticos iluminados. El ambiente de opacidad que nos caracteriza no hace sino preservar lo peor del país, aniquilando cualquier posibilidad de que se desarrolle una nueva era económica. Si esta crisis no se aprovecha para eso, ninguna lo hará y todos padeceremos las consecuencias.

 

Tenoch-italia

Luis Rubio

A los doctores Legaspi, Cervantes, Broc, Lira Puerto, Lisker, D»hyver y Zajarias, con profundo agradecimiento.

Está de moda decir que la crisis «nos alcanzó». También es ubicua la noción de que el país no ha definido su proyecto de nación, que las acciones y decisiones del pasado no fueron acertadas y que los caminos que hemos seguido han resultado infructuosos cuando no errados. Es obvio que hay mucho de verdad en todo esto, pero yo propondría que lo que en realidad nos alcanzó es una forma muy nuestra de ser, una forma muy priista de actuar, que consiste en siempre evitar decisiones difíciles, pretender acomodar todas las posiciones, intereses y posturas, y hacer sólo los cambios que permitan que todo siga igual. Nos alcanzó la indisposición a decidir y asumir los costos de las decisiones que urgen al país y que todos los involucrados en la actividad política conocen al detalle, independientemente de que les gusten. El problema hoy es que más de lo mismo ya no funciona ni resuelve nuestros problemas. Nos alcanzó nuestro modus vivendi. Como escribió alguna vez Ayn Rand, «se puede evadir la realidad pero no se pueden evadir las consecuencias de evadirla».

En días pasados el presidente Calderón propuso un conjunto de medidas de gran calado que podrían contribuir a enfrentar la crisis, en tanto que los otros partidos, especialmente el PRI, respondieron con un conjunto de propuestas concretas, muy distintas a las del ejecutivo. Aunque debemos dar la bienvenida al cambio de tono implícito en el hecho mismo de que se propongan soluciones en lugar de meras críticas y descalificaciones, lo notable es lo cerrado y circular del debate que estas propuestas entrañan.

La historia de las últimas cuatro o cinco décadas habla por sí misma. El desplome del «desarrollo estabilizador» a mediados de los sesenta vino seguido de un proyecto estatista que sólo fue posible por la disponibilidad de deuda externa así como por los elevados precios del petróleo. Cuando ambos desaparecieron del mapa, todo ese proyecto se vino al suelo en la forma de las dos primeras mega crisis financieras (76 y 82). Luego vino el proyecto de desregulación económica e incorporación en el mundo de la globalización, pero nunca se tomaron las decisiones de cambio profundo que ese proyecto requería para tener la posibilidad de ser exitoso.

La propuesta del presidente es un intento por atender las carencias y limitaciones del proyecto liberalizador que, con todas las adecuaciones que se requieren por sus defectos de origen y por la nueva realidad internacional, es el único susceptible de generar empleos y riqueza en el largo plazo.

La propuesta del PRI es una invitación a recrear los setenta (de hecho, su alma intelectual recae en las mismas personas que fueron responsables de aquellas crisis) y, aunque hay en ella ideas que podrían contribuir a atenuar la coyuntura, sus componentes más ambiciosos, además de descarrilar lo que sí funciona, no harían sino estimular la demanda en un país cuyo problema es la falta de oferta y, por lo tanto, nos llevaría directo a una crisis, de manufactura nacional, como las de antes. Notable la falta de imaginación y, peor, de memoria: como si se partiera del principio de que la sociedad no se da cuenta ni sufrió las crisis.

Lo que en realidad nos alcanzó no es la crisis internacional sino nuestra propia manera de ser. La tradición priista de «no le muevan» ha sido una forma de no decidir, de eludir la responsabilidad de gobernar. Esa manera de atender y responder nos hizo un daño terrible. Incluso en los momentos en que se avanzaron algunas reformas serias, todas venían preñadas de una inevitable reticencia a hacer el trabajo completo, sobre todo afectar intereses relevantes, lo que garantizaba resultados insuficientes. En lugar de enfrentar los problemas, buscar soluciones y aceptar la inevitabilidad de pagar los costos de cualquier mejoría, la tradición priista consistió en «negociar», ceder, comprar, cooptar, eludir y evadir.

Cuando, en los ochenta, se le pusieron duras las cosas al PRI en el ámbito electoral, los propios priistas acuñaron el término de «concertacesión» para criticar el acomodo eterno que nunca dejaba claro nada. En retrospectiva, ese neologismo decía mucho más de ellos, y del país, de lo que imaginaron: resumía todo un proyecto de vida, un proyecto de gobierno y de nación. Tan fue así que la indisposición de los gobiernos panistas a cambiar de entrada es un reflejo del arraigo y profundidad del inmovilismo priista en la toda la sociedad. Eso es lo que nos alcanzó.

Italia ofrece un punto de comparación muy interesante y relevante. Como el PRI en México, Italia fue gobernada por décadas por la Democracia Cristiana. Mientras que los alemanes reconstruían a su nación luego de la destrucción ocasionada por la guerra, los italianos se dedicaron a vivir la vida, evitar decisiones difíciles y pretender que ese camino era suficiente. Liderada por su enorme capacidad empresarial y la creciente demanda europea, la economía italiana crecía y se desarrollaba. Un buen sistema policiaco y judicial permitió controlar a las mafias, todo lo cual hacía pensar que la inestabilidad e indefinición política eran un problema menor que no tendría consecuencias. El problema es que los italianos, como nosotros, se creyeron sus propias mentiras. Una vez que se instituyó el Euro como moneda común, lo que antes era flexibilidad pasó a ser una camisa de fuerza. Los alemanes han elevado su productividad de una manera notable, en tanto que los italianos han sido incapaces de enfrentar sus problemas. Su única opción consistiría en llevar a cabo el tipo de reformas que llevan décadas evadiendo. La noción de que se puede mantener el statu quo de manera permanente y sin costos probó ser un error garrafal.

Ese «no le muevas» protege negocios e intereses, privilegia amistades y socios, preserva la impunidad y permite a los participantes pensar que el problema es pasajero y que, con un poco de tiempo, y mucho rollo, todo se resolverá. Eso explica que en lugar de abocarse a la crisis, nuestros políticos estén en lo suyo: «ni un paso atrás» en el presupuesto nos dice el rector de la UNAM, concepto ininteligible para los gobernadores que todavía quieren más: incrementos como esencia y base de negociación. Todos están evadiendo la realidad.

La invitación implícita del presidente es a comenzar a entender que el mundo del pasado, el de las fantasías financiadas por el petróleo, está llegando a su fin y que sólo una ambiciosa transformación mental, seguida de cambios estructurales, podrá darnos la oportunidad de romper con el círculo vicioso en el que nos encontramos. Ahora resta que la sociedad le exija a sus políticos que cumplan con su responsabilidad.