Riesgos y falacias

Luis Rubio

Nuestros políticos son una extraña combinación de inmovilismo y arrojo. Llevan años evadiendo acciones y respuestas que son necesarias, en parte porque la sociedad mexicana está muy dividida respecto a qué hacer, pero también porque no han emergido líderes capaces de encabezar un proyecto de cambio sensato y razonable. A pesar de ello, de vez en cuando presenciamos ejemplos de gran arrojo, decisiones súbitas de actuar, como si la prisa fuera substituto de la lógica y de la comprensión cabal de los asuntos públicos. La combinación de inacción y arrojo, además de perversa, es por demás riesgosa porque se sustenta en una visión interesada y falaz del mundo. Nada bueno, nada que contribuya al bienestar de la vida de la población, puede resultar cuando así actúa la clase política.

Estamos presenciando un proceso de debate sobre el tipo de reformas políticas que requiere el país para poder funcionar. Como es natural, los planteamientos que se han venido presentando reflejan posturas contrastantes. Algunos políticos, comenzando por el presidente y el líder del PRI en el senado, han hecho planteamientos fuertes y claros. Diversos analistas han aportado valiosas perspectivas y evaluaciones sobre los costos y beneficios de distintas posibilidades de reforma. Todos reconocen algo esencial: el diseño de las instituciones los incentivos que éstas alberguen tanto para quienes las encabecen y operen como para la ciudadanía- es determinante en la consecución o fracaso de la reforma. Un buen diseño puede abrir oportunidades y generar respuestas positivas, en tanto que uno malo puede traducirse en todavía más parálisis.

En años recientes hemos observado vastos intentos fallidos de reforma. La forma en que fueron privatizados los bancos con mínimos requerimientos de capital- llevó a su desastroso colapso unos años después. La reforma electoral de 2007 no resolvió los problemas electorales y si, en cambio, polarizó a la sociedad. La forma y contenido de las reformas es clave para su éxito; no es suficiente tener buenas intenciones: al revés, en el proceso de reforma lo fundamental es reconocer que siempre habrá vividores y personajes abusivos que harán el peor uso de las instituciones. En consecuencia, lo crucial es meditar sobre el panorama completo y no dejarse llevar por concepciones falaces o puramente interesadas de la realidad.

El debate ejecutivo-legislativo se ha concentrado en una serie de temas que modificarían la relación entre los dos poderes públicos. Entre los temas en discusión se encuentran la ratificación del gabinete por parte del senado; la reelección de legisladores y presidentes municipales; y la constitución de una figura ejecutiva nombrada por el poder legislativo: un jefe de gabinete. Cada uno de estos temas implicaría una reconformación sustantiva del funcionamiento político del país. La ratificación del gabinete sometería a la consideración de los legisladores nombramientos que, hasta hoy, han sido privilegio del ejecutivo. La reelección de legisladores y presidentes municipales modificaría la relación entre los legisladores y los electores, a la vez que transformaría los vínculos entre candidatos y partidos; la reelección de presidentes municipales permitiría, de ser exitosa, cambiar los incentivos de la autoridad administrativa más cercana a la población para llevar a cabo proyectos de más largo plazo y, sobre todo, que exista un responsable de los resultados. La creación de una figura semiparlamentaria de primer ministro, como la que existe en Francia, alteraría nuestro modelo presidencial de raíz.

Todos y cada uno de estos temas y propuestas amerita una discusión seria. Como ideas y planteamientos son exquisitos y permiten imaginar alteraciones sustanciales en los incentivos que hoy motivan a nuestros políticos y representantes. Sin embargo, ninguno puede llevarse a la práctica si no se consideran, y resuelven, todas las aristas que entrañan.

El tema de la reelección de legisladores y presidentes municipales es particularmente delicado. Las ventajas de la reelección son muchas y muy obvias. La ausencia de reelección procrea incentivos para un mal desempeño y promueve la irresponsabilidad de quienes gozan -al menos en la formalidad- de la representación popular o encabezan la administración local. Desde una perspectiva ciudadana, la reelección permitiría profesionalizar a los legisladores y presidentes municipales, acercar a ambos con la ciudadanía y fortalecería la permanencia, sujeta a la decisión de los votantes, de funcionarios confiables y conocedores de los temas clave para el país. Aunque la circulación de los políticos en el poder tiene beneficios, en nada se comparan con los que arrojaría la existencia de legisladores experimentados, capaces de ser interlocutores confiables para sus contrapartes tanto en su ámbito inmediato como en el conjunto de la vida pública. Lo que no es obvio es que estas ventajas se lograrían con las reformas propuestas.

Como todo en nuestro escaso debate, el problema está en la realidad. En la vida real de nuestro país, los gobernadores son dueños de los procedimientos electorales, las nominaciones de candidatos y el flujo de recursos. Un gran proyecto de rediseño institucional puede naufragar en el punto más vulnerable: ahí donde los gobernadores tienen control absoluto. Desafortunadamente, los gobernadores son dueños de los partidos a nivel local, dominan el proceso de distribución de fondos públicos y controlan a los institutos electorales estatales. Con ese marco de referencia, parece un tanto inocente la noción de que la reelección de presidentes municipales o legisladores sería decidida por la ciudadanía. No es difícil imaginar un escenario en el que la reelección acaba convirtiéndose en un instrumento en manos de los gobernadores para que, a través del partido, impongan sus preferencias sobre quien se reelige y quién no, en aras de perpetuar su poder: exactamente lo contrario de lo que proponen las iniciativas de reforma.

El México real es mucho más duro y complejo de lo que sugieren los debates de ideas. La noción de que cambiando un aspecto de nuestra vida política, por crucial que éste fuera, llevaría a una transformación general del país es extraordinariamente ingenua. Pero no tiene que ser así: como parte de las reformas podría crearse un Instituto Nacional de Elecciones un IFE con responsabilidad sobre todas las elecciones en el país- a fin de proteger a los candidatos, restringir a los gobernadores y darle una mejor oportunidad de éxito a una reforma tan ambiciosa como ésta. Sin ello las reformas propuestas no harían sino profundizar el cadalso.

 

Hibrido

Luis Rubio

Refiriéndose al fin de la Unión Soviética, Solzhenitzyn escribió que la revolución es una amalgama de antiguos funcionarios del partido, cuasi demócratas, oficiales de la KGB y operadores del mercado negro que hoy concentran el poder y representan un híbrido sucio nunca antes visto.

También en México tenemos una buena colección de híbridos que explican muchos de los contrastes y desfases que nos caracterizan e ilustran las limitaciones de cualquier proyecto de desarrollo que no contemple soluciones integrales.

Para comenzar, en el país reina la indefinición. Preferimos soluciones a medias que acciones definitivas. La frase que emplean muchos abogados más vale un mal arreglo que un buen pleito- es, además de práctica, respuesta lógica a nuestra realidad. Excepto que esa manera de enfrentar los problemas sólo funciona cuando lo fundamental ha sido resuelto, cuando existen estructuras e instituciones que amparan los procesos de decisión, hacen valer los contratos y protegen los derechos de todos los ciudadanos. En ausencia de un entorno de esa naturaleza, las medias tintas no hacen sino arrojar resultados mediocres.

Aquí va una muestra de híbridos:

Los impuestos son un mundo en sí mismo. En nuestro país hay dos clases de ciudadanos: los que pagan impuestos y los que gozan de excepciones y exenciones. Los primeros viven en un mundo controlado en el que sus impuestos son retenidos antes de recibir el ingreso. Se trata de ciudadanos que, con gusto o sin él, cumplen con sus obligaciones con la sociedad y, por ese hecho, son permanentemente asediados con más impuestos. Junto a ellos, en un híbrido maravilloso, hay todo un mundo de excepciones, privilegios y exenciones. Los regímenes especiales de tributación esconden grandes ingresos y pocos impuestos. Muchos simplemente no pagan ningún impuesto y luego se ofenden cuando se propone un IVA generalizado.

Los maestros ilustran otro de nuestros híbridos de excepción: en épocas recientes se implantó un concurso para la obtención de nuevas plazas. Han solicitado su acceso personas que aspiran al magisterio y maestros ya en funciones que quieren una segunda plaza. Lo maravilloso es que la abrumadora mayoría de los maestros con plaza que han presentado su examen han reprobado y, sin embargo, mantienen la plaza que tienen. Mientras tanto, los nuevos solicitantes tienen que aprobar el examen o no tienen empleo. Ciudadanos de primera y de segunda.

El mundo empresarial se integra por dos grandes grupos: los que están sujetos a la competencia y los que viven protegidos y resguardados. Los primeros han tenido que cambiar su manera de ser para poder sobrevivir; los segundos le cargan la mano a todos los demás, impidiéndoles progresar. En términos generales, los bienes industriales están sujetos a la competencia pero no así los servicios o bienes producidos por el gobierno. ¿Cuántas empresas se han muerto por el costo excesivo que les imponen las actividades y servicios de los que su sobrevivencia depende?

En el poder legislativo tenemos dos clases de diputados y senadores: los que son electos y los que son nombrados. Ninguno representa a la ciudadanía y, en nuestra muy peculiar idiosincrasia, todos le deben su empleo al partido o gobernador que les asigna la chamba y no al ciudadano que vota.

Las mujeres viven en un mundo de reglas definidas en una era en la que lo común era que se quedaran en su casa pero su realidad es de trabajo intenso. Sin embargo, prácticamente ningún servicio se apega a sus necesidades: las escuelas, los servicios de salud y el transporte funcionan como si las mujeres fuesen iguales a los hombres en sus responsabilidades cotidianas.

Aunque hay muchas razones para estar orgullosos de que haya una mayor transparencia en la función pública, ahora se hace extraordinariamente evidente la opacidad de los sindicatos, gobiernos estatales y locales, así como de los poderes legislativo y judicial.

La seguridad pública ha exigido que el ejército se involucre en actividades y responsabilidades que no le son propias y para las cuales no fue entrenado. Sin embargo, aún con todo el ruido que ese involucramiento ha causado, seguimos sin contar con policías modernas que lo substituyan. No hay nada más patético que la reticencia de los gobernadores a transformar ese renglón fundamental de su responsabilidad.

Los gobernadores gozan del enorme privilegio de no rendirle cuentas a nadie, y menos a su población local. En lugar de recaudar impuestos en sus estados, prefieren presionar al gobierno federal y exprimir al Congreso para elevar su presupuesto. Quizá la mayor diferencia con Brasil es que ahí la recaudación de predial es varias veces superior a la nuestra como porcentaje del producto. Sin responsabilidad ante los ciudadanos, el gasto no es más que un instrumento del poder y de promoción personal. México no tiene un sistema centralizado ni uno federal, sino todo lo contrario.

Es patente el contraste entre las autoridades electorales federales (que, a pesar de la reforma de 2007 son absolutamente profesionales y neutrales) y los institutos electorales estatales, casi todos ellos nombrados por los gobernadores y subordinados a ellos. La democracia en parcelas.

Quizá no haya híbrido más pernicioso que el que caracteriza a nuestra economía mixta donde nunca es claro qué es privado y qué es público, quién se apropia de los beneficios del gasto gubernamental y de los beneficios de los monstruos energéticos, todo a costa de los empleos y riqueza que podría generar una economía verdaderamente competitiva. Híbridos disfuncionales al servicio de intereses particulares.

En lugar de reglas generales, instituciones igualitarias y reino imparcial de la ley, lo que tenemos es un mundo de parches que nunca embonan bien. Algunas cosas funcionan y otras no, pero nadie se inmuta. Los híbridos permiten que convivan dos mundos incompatibles: el del ciudadano que cumple por convicción o porque no tiene de otra, y el que goza de excepciones que le permiten vivir en un mundo de impunidad. Un sistema de híbridos y medias tintas que preserva prebendas, corrupción y protección a unos cuantos mientras exige lo contrario de la mayoría, provoca esfuerzos a medias y compromisos sin consistencia que minan el factor esencial que hace funcionar a cualquier sociedad: la confianza.

Muchos de nuestros problemas comienzan con esa mezcla peculiar de responsabilidades que nadie asume y que son la esencia de los privilegios y desigualdad que nos caracterizan. En su origen, la parálisis actual surge de la colusión de intereses que permiten que estos híbridos sean la norma y no la excepción.

 

Reacomodos

Luis Rubio

Mientras en México nos consumimos, literalmente, en infiernillos y pleitos de lavanderas, el mundo se mueve con extraordinaria celeridad, creando y cambiando realidades y futuros a su paso. Cualquiera que observe la dinámica con que han cambiado muchos de los pilares de la estabilidad mundial en los últimos dos años no podrá más que azorarse de todo lo que ha sido trastornado.

Siguiendo el buen consejo del gran beisbolista Casey Stengel, que decía que nunca hagas predicciones, especialmente respecto al futuro, quisiera compartir una serie de observaciones sobre temas que están a nuestro alrededor y que podrían afectarnos y obligarnos a repensar lo que es importante para nuestro desarrollo. Son reflexiones sobre hechos y tendencias cuyo único común denominador es la profundidad y rapidez del cambio que está ocurriendo.

La percepción generalizada es que nos arrollan los llamados BRICs, ese conjunto de países que un banco de inversión identificó como las naciones más probables de lograr elevadas tasas de crecimiento en los años por venir: Brasil, Rusia, China e India. Sin embargo, como bien apunta Macario Schettino, el PIB per cápita mexicano es superior a tres de estas naciones (la otra es Rusia) a pesar de que nuestra economía ha crecido mucho más lentamente que aquellas. Esto no resuelve nada, pero obliga a poner en perspectiva nuestro estancamiento, que ciertamente es más mental que físico o económico.

Está de moda ver a Brasil como el país que ya la hizo. Sin embargo, hay que entender que si bien hay mucho de envidiable en la dinámica económica que ha cobrado, las razones de su éxito son muy concretas y sus riesgos hacia adelante muy reales. En Brasil han llevado a cabo varias reformas y han sido mucho más inteligentes que nosotros en algunos temas, por ejemplo en la manera en que privatizaron las comunicaciones. Pero la principal fuente del éxito brasileño reciente no descansa en grandes reformas sino en la clarividencia y continuidad de su liderazgo. Los brasileños han tenido dos presidentes muy distintos en los últimos 15 años pero una sola estrategia de desarrollo. Cardoso llevó a cabo reformas, la mayoría menos ambiciosas que las nuestras, y Lula les dio continuidad. Difícil imaginar dos líderes tan contrastantes en términos ideológicos o de personalidad, pero el éxito de su país reside en la inteligencia que tuvieron para hacer lo que era imperativo y para que el segundo continuara el proyecto del primero, así implicara un rompimiento de sus promesas de campaña. Brasil tiene muchos activos industriales excepcionales, incluyendo aviones y maquinaria, pero su éxito exportador reciente radica más en la aparentemente insaciable demanda china por materias primas y alimentos. Una pregunta nada irrelevante es qué pasaría de cambiar las tendencias en el país que ha generado toda esa demanda de bienes brasileños.

En el imaginario popular, China se ha convertido en la potencia o amenaza- mundial del futuro. En ese contexto es interesante escuchar lo que dice el premier Wen Jia-bao, que ha sido inusualmente franco en advertir los riesgos de un colapso económico. Hace no mucho tiempo decía que el problema más grande de la economía china es que su crecimiento es inestable, desequilibrado, descoordinado e insostenible. Más recientemente, un periódico lo citó oponiéndose a nuevos proyectos de inversión porque había un exceso de inversiones que estaban creando una burbuja y porque la abrumadora mayoría del paquete de estímulo que organizó su gobierno se había concentrado en subsidiar a los bancos y empresas del gobierno, lo que no tendría más efecto que seguir inflando la burbuja. Aunque China tiene reservas en divisas superiores a los dos trillones de dólares, no puede usarlas para resolver el problema de deuda de sus empresas y bancos porque eso le impediría financiar a sus compradores (esencialmente EUA). Al mismo tiempo, sus exportaciones han disminuido porque su principal cliente, EUA, ha importado mucho menos que antes. Transitar de ser una nación fundamentalmente exportadora hacia su mercado interno tendrá que ocurrir en los próximos años, pero no es obvio que lo logre hacer sin contratiempos. La evidencia reciente sugiere que va a serle sumamente difícil seguir creciendo al ritmo de las últimas décadas, lo que afectaría al resto del mundo.

La economía estadounidense está cambiando con celeridad. Mientras que algunos de sus viejos sectores industriales languidecen, otros se recuperan, pero lo más significativo es el extraordinario crecimiento de actividades que podrían convertirse en grandes punteros de su crecimiento futuro, sobre todo en materia de biotecnología, comunicaciones y otras áreas, como la innovación y el desarrollo tecnológico, donde la situación económica no representa restricción alguna.

Quizá lo más extraño en toda esta película es el hecho de que nosotros parecemos estar contentos con el panorama que nos circunda, o al menos resignados con nuestro estancamiento. El cambio tanto político como económico que está teniendo lugar en nuestro principal socio comercial (y en nuestro principal competidor, China) tiene enormes consecuencias para nosotros y abre ingentes oportunidades que nadie parece estar contemplando. Por ejemplo, la naturaleza cada vez más rijosa de sus procesos comerciales se ha traducido en conflictos e impuestos compensatorios hacia productos chinos y brasileños que nosotros probablemente podríamos reemplazar. Lo mismo es cierto en el tema de salud, asunto que ha consumido más de un año de debate político en esa nación y donde nosotros podríamos quizá ser parte de la solución al ofrecer servicios de salud acreditados por ellos a un costo menor. A pesar de esto, no tenemos estrategia para asir las oportunidades o, al menos, para tratar de aprovecharlas.

Una manera de sobreestimar nuestras dificultades así como a nuestros socios y competidores- reside en subestimar nuestros activos. La economía mexicana no ha crecido mayor cosa en términos per cápita en la últimas dos décadas pero la estabilidad financiera que ha logrado tiene enormes ventajas, sobre todo si se le compara con la situación de crisis que viven otras naciones a nuestro derredor y las que les sigan. Aunque parecemos incapaces de lograrlo, las fuentes de éxito de otras naciones parecen mucho más asequibles de lo que comúnmente se cree: con unos cuantos arreglos legislativos y dentro del ejecutivo, cada uno en su ámbito, el país podría lograr iniciar un gran proceso de transformación. Brasil muestra que lo más importante para lograrlo es tener un liderazgo convincente y con más convicción que intereses.

 

Reforma a fuerzas

Luis Rubio

El diablo está en los detalles dice una vieja conseja. En el caso de las reformas políticas que se discuten en el foro público ha pasado algo muy peculiar: de una negativa rotunda a reformar hemos pasado a la lógica de que lo que importa es aprobar reformas, cualquier reforma, independientemente de su contenido. Como si se tratase de un proceso de producción en línea, lo relevante es que el Congreso saque la agenda, no que la agenda contribuya a mejorar la calidad de vida de los mexicanos o, al menos, facilitar la toma de decisiones en el sistema político. Eso suena más a un intento por satisfacer al coro que de intentar transformar y mejorar al sistema de gobierno que tenemos.

Lo que importa de una reforma es el objetivo que se persigue y la probabilidad de que éste se materialice con el acto de reformar. Cambiar por cambiar no sólo no tiene sentido, sino que es peligroso porque contribuye a continuar minando la credibilidad de las instituciones y, sobre todo, porque puede tener efectos no anticipados que resulten mucho más dañinos que el statu quo. Peor cuando son pocas las voces y muchos los intereses de por medio.

En abstracto, muchas de las reformas propuestas tienen una lógica impecable. Pero nuestra historia es rica en discusiones abstractas que frecuentemente, al aterrizarse en una ley o en la creación de una institución, no logran el objetivo que se proponían. Muchos de los debates sobre la naturaleza del país que se deseaba construir que sostuvieron monarquistas y republicanos, liberales y conservadores en el siglo XIX tenían más que ver con la preferencia por imitar a Europa o Estados Unidos, respectivamente, que con entender la realidad mexicana y responder a ella. En cierta forma, el sistema que dio origen al PRI fue la primera respuesta institucional autóctona que hubo en más de un siglo de vida independiente.

La discusión actual recuerda mucho al siglo XIX: lo importante es adoptar tal o cual diseño institucional porque allá funciona bien. Con esto no quiero sugerir en modo alguno que México sea un país único, tan distinto al resto de la raza humana, que no pueda imitar o adaptar instituciones exitosas de otras latitudes. Más bien, mi preocupación reside en la pretensión de adoptar instituciones o diseños institucionales sin adaptarlos a nuestra realidad. En demasiados casos, las propuestas responden no a lo que funciona en otras latitudes, sino a los cálculos políticos y electorales de cortísimo plazo. Cuando esa es la tónica, lo mejor sería comenzar por la negociación de acuerdos políticos profundos entre los propios actores que legislar procesos que nunca se van a cumplir o que, de entrada, jamás gozarán de legitimidad plena.

Por supuesto, hay diversas propuestas de reforma que tienen todo el sentido del mundo y que seguramente gozarían de un amplio acuerdo. Por ejemplo, quién puede objetar a que se defina con precisión, en blanco y negro, la línea de sucesión en caso de ausencia absoluta del presidente de la república, tema que, por razones explicables, la Constitución nunca logró.

Por otro lado, hay propuestas que simplemente no tienen razón de ser. La noción de convertir al ministerio público en un ente autónomo no sólo no tiene pies ni cabeza en concepto o en la realidad vigente, sino que incluso puede ser en extremo pernicioso. El ministerio público tiene que responderle a una autoridad estatal, sea ésta del ejecutivo (como es el caso de la PGR en la actualidad) o del poder judicial, o de ambos, pero no a sí mismo. Yo comparto la idea de que es fundamental terminar con el monopolio de la acción penal para profesionalizar y despolitizar al ministerio público, pero eso no equivale a dejarlo a sus anchas. ¿Alguien se imagina lo que ocurriría con un Chapa Bezanilla sin jefe ni control?

Algunas de las reformas propuestas tienen sentido en abstracto pero chocan con la realidad. En un país democrático y civilizado uno esperaría que el gabinete fuera ratificado por el Senado. Pero nuestro país no ha llegado a ese estadio de desarrollo y la ratificación se convertiría en un proceso de negociación interminable, dedicado a acotar a la presidencia cada que se diera un cambio de personal. Este es un ejemplo perfecto del tipo de reforma necesaria pero que no es concebible sino hasta que haya mediado un amplio y profundo acuerdo sobre el poder: cómo se distribuye, reconoce y legitima. En ausencia de eso lo único que se lograría es profundizar la parálisis o transferir el gobierno al Senado.

Hay reformas que no tienen más propósito que el de satisfacer a críticos y quejosos. Reducir el tamaño de las cámaras legislativas no puede ni debe ser un objetivo en sí mismo. Lo relevante sería responder a preguntas clave como: si el tipo de híbrido que produce la elección directa y proporcional es el adecuado para nuestras circunstancias, si un Senado debe tener un componente de proporcionalidad o si la distancia actual entre el poder legislativo y la ciudadanía contribuye a un mejor gobierno. Poner la mira en números implica empezar por el final y obviar los temas de fondo: la rendición de cuentas, quién nomina en la vida real- a los candidatos y cuál es la mejor manera de distribuir las responsabilidades y los dineros, todo ello dentro de un marco de amplia legitimidad. Ninguna de las reformas propuestas avanza en esta dirección.

Lo importante no reside en lo específico de las reformas sino en el hecho de que la racionalidad que yace detrás de ellas tiene mucho más que ver con los cálculos políticos de corto plazo de los actores relevantes (incluyendo el de acallar a los críticos) y muy poco que ver con la construcción de un mejor proceso de toma de decisiones, de un sistema de gobierno más efectivo y, sobre todo, de un marco dentro del cual la población se pueda desarrollar y gozar de los beneficios de su propio esfuerzo. Nada de eso aparece en las propuestas de reforma.

No es necesario ir mucho tiempo atrás para observar cómo un proceso de reforma planteado en abstracto y sin reconocer la realidad cotidiana puede acabar en un desastre. Muchas de las reformas económicas y privatizaciones de los 80 y 90 sonaban lógicas y sensatas, pero nunca se construyó el andamiaje necesario los detalles- para que pudieran ser exitosas. Como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, el país entero entró en un proceso de transformación que, con pocas excepciones, muchas de ellas extraordinariamente positivas e importantes, no acabó muy bien.

Como hubiera dicho De Gaulle, las reformas son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los políticos. Hay épocas en que la parálisis no es lo peor.

 

Palabra y silencio

Luis Rubio

En un agrio intercambio entre un policía soviético y un intelectual que relata Elie Wiesel en su obra La Locura de Dios, el comisario le exige a su interlocutor que hable y tome una postura pública para criticar a sus correligionarios con el argumento de que la palabra le fue dada al hombre para usarla y expresarse. El intelectual no tardó ni un segundo en responder y también el silencio estimado camarada, también el silencio. Lo mismo es cierto en política.

Pocos políticos se asocian con el silencio. Mucho más común es la retórica, demagogia y verborrea. La política es una función y profesión dedicada al convencimiento y a la negociación y el habla es su instrumento de acción. Como en todo, lo que cuenta es el equilibrio: hay momentos en que lo que se requiere es un gran discurso, pero en otros lo valioso es el silencio. Quienes hablan demasiado o quienes callan cuando lo necesario es hablar acaban siendo irrelevantes.

Hay políticos que se desviven por hablar (y citarse a sí mismos) y creen que así maximizan su impacto. Otros son más parcos y cuidadosos. Unos opinan sobre unos cuantos temas, otros hablan de cualquiera. Algunos necesitan más del podio y del micrófono que del oxígeno y el alimento. En la vida pública, el momento, la circunstancia y la naturaleza del auditorio, todo en conjunto, establecen el contexto en el que se desenvuelve el político. No es lo mismo una arenga en el Zócalo que un velorio, una intervención común en el foro del congreso que un informe presidencial. Cada espacio exige su forma y contenido. Pero en cada uno de ellos se puede apreciar la diferencia de estilo y personalidad: los que hablan de más o de menos y los que hablan lo suficiente. Como en política hay muchos Narcisos, todos creen que son inmejorables. Pero la pregunta relevante es quiénes de ellos son más efectivos, cuáles logran un mayor impacto: quiénes son dignos de respeto.

Muchos creen que a las palabras se las lleva el viento y que por eso no tienen mayor valor. Pero en política la palabra es sublime porque entraña confianza y puentes o desconfianza y animadversión. Una palabra oportuna puede iluminar una vida y transformar a una nación; una palabra errada en un determinado momento es capaz de destruir años de construcción. La palabra implica compromiso y entraña responsabilidad. Quien abusa de ella pierde toda credibilidad. El éxito de los políticos que la historia recuerda reside precisamente en el valor de la palabra que empeñaron. Cicerón, Churchill y Roosevelt son tres casos ejemplares de estadistas que convirtieron a la palabra en el fundamento de su liderazgo y, en buena medida, en la razón de su éxito. Algunos de nuestros presidentes recientes son recordados menos por su discurso que por el abuso del mismo.

El caso de los ex presidentes es particularmente relevante. Felipe González, un presidente del gobierno español con excepcional habilidad retórica y que tuvo la capacidad de liderar una exitosa transición política, afirma que el día en que concluyó su mandato popular decidió hacer un voto de silencio para dejar en libertad a su sucesor, libertad para acertar pero también para errar. Ejemplifica su decisión con un cuento: que un jarrón chino colocado en un museo es una gran pieza para observar y apreciar, pero que el mismo jarrón colocado en la sala de una casa no es más que un gran estorbo. Un ex presidente que habla de más, concluye él, es como un gran jarrón chino a la mitad de la sala.

Palabra y silencio, características e instrumentos de la política, son lo que hace a los grandes próceres de la vida pública. Cuando era director del Banco de México, todo mundo esperaba ansioso el discurso de don Miguel Mancera porque no daba muchos y, cuando los daba, era contundente. Todo mundo los escuchaba. Cada palabra contaba, cada oración tenía un sentido y todo construía un mensaje que nadie en el mundo financiero podía darse el lujo de ignorar.

En sentido contrario, algunos de nuestros legisladores, gobernadores, alcaldes y presidentes (y ex) suponen que nadie se percata de la cantidad de promesas, observaciones y acusaciones, todas vanas, que hacen. El abuso de la palabra en algunos de ellos es ilimitado. Carentes de sustento en la vida real, sus afirmaciones y excesos- acaban en el cadalso de la credibilidad. La impunidad en el uso de la palabra no honrada, cuando no de la mentira despiadada, explica en buena medida las estadísticas de aprecio de nuestros políticos. Quizá no sea mera coincidencia que muchos de los políticos que ascienden a la tribuna un día y otro también son los mismos que callan cuando deben hablar. Los silencios imperdonables son como la incontinencia en las loas: ambas sugieren complicidades inconfesas.

Aunque las encuestas junten a todos los políticos y muestren un desprecio casi generalizado, no son pocos los casos de dignidad que ilustra, de respeto bien ganado. Don Luis H. Álvarez ha hecho del silencio y de la prudencia virtudes que pesan mucho más que los discursos de presidentes beligerantes. El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas es parco en sus palabras y generoso en sus silencios. Su paso por la política mexicana desde que optó por romper con el PRI ha sido incomparablemente más rico e impactante que el de sus correligionarios verborréicos. Francisco Labastida pudo haber encabezado un gran plantón en el Zócalo y en Reforma pero optó por el silencio y la responsabilidad y hoy se ha convertido en uno de los políticos más respetados del país. Cuando él habla, el resto escucha. No muchos senadores pueden decir lo mismo.

Por supuesto que hay muchos más políticos dedicados a la demagogia que a hacer la chamba, pero los que destacan y los que se pueden sentir satisfechos son aquellos que saben hacer uso de la palabra y del silencio porque los entienden como compromiso y como medio, no como fin en sí mismo. Cuando describe a Chou Enlai, Kissinger dice que ejemplifica la característica esencial de un estadista. El uso de la palabra es sin duda uno de sus componentes medulares.

En la interacción entre la política y los medios, los políticos baratos filtran secretos, chismes y mentiras para desacreditar a sus enemigos. Los estadistas informan, explican e intentan convencer. Quizá una de las razones por las que carecemos de un periodismo de investigación de talla mundial a lo largo y ancho del espectro es precisamente porque tenemos muchos más demagogos que candidatos a estadistas.

La palabra y el silencio valen cuando se cuidan y cuando así ocurre adquieren un valor superior, una fortaleza moral que transforma sociedades y cambia al mundo. Ojalá algún día tengamos uno o una de esos.

 

¿Qué nos pasa?

Luis Rubio

Con su famoso qué nos pasa Héctor Suárez nos puso en evidencia, pero no logró cambiar la realidad. El punto de aquel programa residía en mostrar nuestras incongruencias y, sobre todo, la indisposición a resolver problemas. Nuestras dificultades son conocidas por todos, son fáciles de identificar y no requieren de un genio para enfrentarse. Pero el hecho es que no las enfrentamos: nos quedamos atorados en el camino sin llegar a una resolución.

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a que la salvación nos llegue por terceros. Décadas de gobiernos priístas nos hicieron dependientes al llamado de la autoridad. El presiente era el líder, dueño y experto en todo. Sumando las formas aztecas con el corporativismo, el PRI creó toda una cultura de subordinación, sumisión y dependencia que nos ha hecho incapaces de actuar por nuestra cuenta. Todo el mundo critica al presidente por su incapacidad o indisposición a asumir la función que tradicionalmente le tocaba al tlatoani sexenal pero lo extraordinario es que, ante la ausencia, no emerjan liderazgos alternativos que asuman esa responsabilidad. En Brasil, Chile, Francia o EUA, no faltan líderes dispuestos a sacar la cabeza y convocar. Aquí solo lo hacen quienes quieren llevar agua a su molino.

¿Cómo es posible que en un país que se dice moderno, con aptitudes excepcionales de liderazgo en personas, políticos, empresas e instituciones, ninguno emerja para forzar una transformación? La mayoría de nuestros políticos entienden perfectamente los temas, pero cuando actúan lo hacen de manera interesada o dentro del espacio que les permite su cultura grupal o corporativa. La cultura priísta sigue permeándolo todo: partidos, medios, empresas: todos hablan en plural pero, con notables excepciones, sólo se preocupan de lo suyo. En el país hay centenas de líderes competentes en una multiplicidad de actividades, regiones y sectores y, sin embargo, ninguno emerge para romper la parálisis.

El país lleva años atorado, incapacitado para promover y lograr el crecimiento de la economía. En lugar de avanzar el tema en el que toda la población coincide, incluidos los intereses más recalcitrantes y reaccionarios, lo único que se ha logrado es extender las prerrogativas de la burocracia y la corrupción con una rendición de cuentas cada vez menor. Porque eso, y no otra cosa, es lo que manifiesta la reforma energética que le confirió todavía más privilegios al sindicato o la rendición gubernamental ante el magisterio. Los partidos en el gobierno cambian, pero el oscurantismo populista persiste: en lugar de romper con un statu quo claramente intolerable, todo contribuye a afianzarlo y prologar su existencia. Hemos perfeccionado el arte de la parálisis en lugar de promover la prosperidad. Como grupo, prácticamente ningún político o partido acepta hoy la esencia de su responsabilidad: que la riqueza se tiene que crear, no sólo regular, impedir o pretender distribuirla.

Aunque se reconoce la existencia de un problema la retórica que emana de todos los ámbitos así lo muestra- lo importante es satisfacer la agenda personal o grupal, no la urgencia de transformar al país. Los diagnósticos y las propuestas de política que de ellos surgen son ricos en contenido pero pobres en comprensión. De nada sirve proponer una gran estrategia de transformación cuando ninguna de las soluciones que ahí se visualizan o proponen es susceptible de modificar la realidad para bien.

Ante todo, es evidente que el país vive disfuncionalidades y contradicciones fundamentales tanto políticas como económicas. Sin embargo, por más diagnósticos que existan, prácticamente ninguno reconoce los velos e intereses- que impiden que las propuestas sean soluciones viables. No es que falten propuestas, muchas de ellas por demás sensatas y razonables, pero vivimos la paradoja de que su adopción no resolvería los problemas. Llevamos más de dos décadas aprobando reformas que no han logrado romper con el impasse que nos caracteriza. Algo debe estar mal.

El país requiere muchas reformas pero no tiene capacidad de absorberlas y procesarlas porque lo que está mal es la estructura del poder, razón por la cual sería mejor no pretender que una aspirina va a resolver un cáncer. No es que muchas de las propuestas entrañen malas ideas: es que, simplemente, la solución no empata al problema real.

La cultura priísta que se impuso a lo largo de décadas nos dejó un legado de mitos y vicios mentales que no parecemos capaces de remontar. En materia económica, lo fundamental es el conjunto de obstáculos a la generación de riqueza. Eso no se corrige, por ejemplo, con más impuestos o mejor gasto, aunque ambos pudiesen ser necesarios, sino con la eliminación de obstáculos a la instalación y operación de empresas, la inversión en infraestructura, la generación de condiciones de competencia real y efectiva y el rompimiento de estructuras sindicales que, como la del magisterio, mantienen sumisa a la población, atorada en un sistema educativo que inhibe la creatividad y el desarrollo de las personas. De nada sirve cambiar la estructura fiscal, privatizar empresas o negociar tratados de libre comercio, por más que todos sean necesarios, si todo está diseñado para impedir que la economía logre su cometido principal: generar riqueza con oportunidades iguales para todos.

Lo mismo es cierto del sistema político: es evidente que está atorado, pero también es obvio que las reformas propuestas no romperían los monopolios del poder, la distancia entre la ciudadanía y los gobernantes o la falta de reconocimiento de los ganadores en una elección. Al revés: dada nuestra realidad política, muchas de las reformas que se proponen no sólo afianzarían la estructura actual del poder, sino que desacreditarían, una vez más, la noción y urgencia de reformar. El problema del poder y la falta de acuerdo sobre cómo distribuirlo, contenerlo y que rinda cuentas tiene que preceder a cualquier reforma legal. Estos son temas de política y liderazgo, no de legislación. Lo primero es lo primero.

Todos sabemos que el presidente no ha logrado ejercer el liderazgo que exige su función en nuestro sistema. Lo patético es que no surjan liderazgos alternativos con credibilidad que digan lo obvio del país y del sistema político-económico: que, como en el cuento de Andersen, el emperador está desnudo. A México no le faltan líderes de primera, pero ninguno parece dispuesto a asumir esa función más allá de su ámbito: es más fácil quejarse de la incompetencia de los otros, del pésimo gobierno o de lo mal que están las cosas. Urge romper con el groupthink de Orwell que mata al país de a poquito

 

Dispararle al pie

Luis Rubio

La política, decía John Kenneth Galbraith, es el arte de escoger entre lo desastroso y lo difícil de digerir. El problema para el presidente Calderón es que es imposible distinguir uno de lo otro cuando no existe una estrategia de gobierno. En sus primeros años, su administración ya sembró lo que pudo pero ahora que se aproxima a la recta final titubea y confunde sus responsabilidades: ¿ser partido o ser gobierno?

Una pregunta de esa naturaleza no sería relevante en una democracia consolidada donde las instituciones son fuertes y trascienden las inevitables veleidades de los individuos o los intereses de los partidos. Un país desarrollado puede remontar los errores de un presidente o los avatares de una crisis. Las naciones que no han llegado a ese estadio son más frágiles y requieren cuidados adicionales, razón por la cual, por ejemplo, un primer ministro europeo o un presidente estadounidense no tienen empacho alguno en promover a sus partidos y sucesores mientras que en nuestro país eso constituye una violación fundamental a las leyes electorales. Cuando las naciones han logrado construir instituciones fuertes, los hombres pasan a un segundo plano. No así en países como el nuestro donde cada acto, cada decisión, entraña consecuencias.

El tema del momento es la potencial remoción de Gómez Mont como Secretario de Gobernación. En un sistema presidencial, los funcionarios del gabinete son nombrados y removidos por quien los nombró y, por lo tanto, responden a sus decisiones y preferencias. Desde esa perspectiva, más allá del chisme de café, la decisión de reemplazar al funcionario no es más que un tema meramente administrativo. Sin embargo, las circunstancias actuales son trascendentes y ameritan un análisis serio.

Hubo dos tiempos relevantes en el proceso que llevó al momento actual. Uno se dio cuando se negoció el presupuesto para 2010 y el otro en la decisión del PAN y del gobierno de aliarse con el PRD para varias de las próximas elecciones estatales. Dados los resultados de las pasadas elecciones intermedias, el PRI quedó en la privilegiada posición de prácticamente poder aprobar el presupuesto por sí mismo, con lo que el gobierno hubiera quedado totalmente marginado, casi sin gasto discrecional, como le pasó a Fox en 2005. A pesar de ello, los negociadores gubernamentales y del PAN en la Cámara lograron un presupuesto consensual que resultó extraordinariamente cercano a lo que el presidente había propuesto. Hoy sabemos que, a cambio de su disposición a comportarse como oposición leal, es decir, oposición que reconoce al gobierno, el Secretario de Gobernación le ofreció al PRI que el PAN no iría en alianza con el PRD en las elecciones estatales de 2010.

El segundo momento tuvo lugar en los últimos dos meses en que el PAN y el gobierno debatían sobre la propuesta perredista de aliarse para los comicios estatales de Oaxaca, Sinaloa, Puebla, Hidalgo y otros más. El tema del compromiso del gobierno de no ir en alianza se discutía en público y no era secreto para nadie excepto, aparentemente, para el propio presidente.

En abstracto, aliarse con el PRD para intentar ganar algunas gubernaturas en manos del PRI tiene una lógica impecable, si es que estuviéramos hablando de la era previa al 2000. Todo se valía cuando el único objetivo de la oposición, de cualquier color, era derrotar al monopolio del poder y, aún en esas condiciones, el PAN ganó sin alianzas. Como ciudadano, me parece deplorable la persistente ausencia de condiciones de competencia en varios estados de la república: el PRI ha logrado preservar cotos de poder y un nivel opresivo de control que no beneficia más que a los caciques locales. El problema es que hoy el PAN no es un partido cualquiera, sino el partido del gobierno y la responsabilidad central del gobierno es la de gobernar. En un país con instituciones débiles esa función trasciende lo partidista y adquiere otra dimensión.

Parte de las funciones de un gobierno comprometido con la democracia debería consistir en fortalecer las instituciones, combatir cacicazgos y desarrollar referentes institucionales y legales para beneficio de la ciudadanía. Sin embargo, aliarse con su principal rival para derrotar a su principal contraparte y socio en los temas esenciales para la gobernabilidad del país, representa una franca irresponsabilidad. Es comprensible que el PAN quiera derrotar al PRI en sus bastiones caciquiles y es legítimo que el PRD proponga alianzas para lograrlo. Lo que no es razonable, ni lógico, es que el gobierno arriesgue la estabilidad del país en aras de una aventura electoral que, además, podría acabar derrotada.

Vuelvo al tema de la persona en cuestión. De lo que se acusa al secretario es de haber comprometido al gobierno en una decisión que no le correspondía pero de la cual nadie se quejó cuando salió bien. Un secretario no es un mero empleado: si tomar decisiones claramente responsables en términos de su mandato institucional implica el riesgo de ser acusado de insubordinación, entonces ninguna persona con capacidad, liderazgo e iniciativa trabajaría para este gobierno. Un funcionario sólo puede trabajar cuando los propósitos son claros y su responsabilidad también. Sin márgenes de decisión, propósitos confusos, contradictorios o, peor, cambiantes, los riesgos son infinitos.

En un país caracterizado por instituciones débiles, las personas son cruciales y su palabra fundamental. Todavía más importante, en ausencia de una estrategia de gobierno, se requiere una operación política sistemática a fin de evitar que naufrague el barco. Por eso, en el fondo, de lo que se acusa a Gómez Mont es de cumplir con su responsabilidad de mantener la estabilidad y contribuir a que el gobierno sobreviva.

A lo largo de los próximos meses tendremos la oportunidad de observar, primero, si las alianzas fructifican, al menos en algunas gubernaturas. Luego tendremos que evaluar si el costo en términos de operación política y gobernabilidad valió la pena. Pero el momento crucial vendrá al final de este año cuando se negocie el presupuesto, porque será entonces cuando seguramente el PRI decidirá cómo responde ante las promesas incumplidas. Entrando en el año crucial de la nominación de candidatos a la presidencia, el PAN podría encontrarse a la defensiva y sin mayor presupuesto. Todo por la ausencia de visión estratégica sobre el país y por unas cuantas alianzas de dudosa viabilidad.

Decía Jorge Luis Borges que el peronismo no es bueno ni malo: es simplemente incorregible. Cada partido es lo que es, pero el PAN parece incapaz de entender que el gobierno y la oposición son dos cosas muy distintas.

 

Juárez

Luis Rubio

La frontera con Estados Unidos ha sido siempre un motivo de preocupación para los gobernantes del centro. Lugares distantes, cercanos al enemigo tradicional, las fronteras han prohijado mitos y realidades que con frecuencia son difíciles de entender para quienes no vivimos ahí. Hoy en día, con Ciudad Juárez a la cabeza, los temas son más mundanos, más específicos: la gente en esa ciudad vive la violencia cotidiana que no parece tener fin y que, poco a poco, erosiona vidas, familias, patrimonios y valores. Muchos prefieren irse a EUA, otros demandan soluciones; la mayoría solo aspira a que se instale un gobierno local que funcione y no aviadores de la ciudad de Chihuahua o del DF cuyo interés no trasciende lo mediático.

En Juárez se conjungó la tormenta perfecta: una economía en acelerado crecimiento, enorme flujos de migrantes, ausencia de infraestructura social, física, de seguridad y municipal y el colapso de toda la pirámide de control político federal. Todo eso se tradujo en criminalidad, destrucción del tejido social y desaparición de la estructura familiar y de todo sentido de comunidad. Solo así se explican las bandas de sicarios integradas por miles de niños nacidos en un mundo de crueldad, violencia y muerte. Juárez hace mucho dejó de ser una sociedad organizada y funcional.

La guerra política y mediática que vivimos hace difícil dilucidar quién lucha contra quién en Juárez: el ejército, los narcos, el gobierno y los criminales comunes. De lo que no cabe duda es que la población juarense está harta de la violencia, de la falta de gobierno, de los narcos y, sobre todo, de la criminalidad más básica: esa que extorsiona, roba y mata y que no necesariamente está vinculada al narcotráfico. Esa para la cual ninguno de los tres niveles de gobierno tiene respuesta.

La criminalidad comenzó a arrasar con la tranquilidad del país al menos desde el inicio de los noventa y, sin embargo, quince largos años después los ciudadanos no hemos podido ver respuestas concretas y definitivas. Juárez es sin duda un extremo en la ola de inseguridad, pero no es atípica. Los secuestros, robos, extorsiones y asesinatos crecen como la espuma y más allá que ha crecido tanto sin la requerida infraestructura social y legal, además de física. La venta de protección –lo que tienen que pagar los empresarios, tiendas y changarros para no ser asaltados- va en aumento en todo el país y afecta hasta a las tiendas grandes, que uno supondría gozan de alguna inmunidad. Gobiernos van y vienen, pero la criminalidad sigue ahí.

El presidente Calderón lanzó la guerra contra el narco no porque tuviera que legitimarse, aunque ese fuera un beneficio circunstancial, sino porque el país se ahoga por el narcotráfico, el narcomenudeo, la corrupción y la violencia y era crítico recobrar presencia nacional. A lo que este gobierno no ha respondido, como no lo hicieron sus predecesores, es a la criminalidad que afecta al ciudadano común y corriente y, en el caso de Juárez, al colapso social y gubernamental. Cierto, estos son temas locales, pero la distinción sigue siendo imperceptible para una población que creció en la era de la centralización priísta. De pronto, a partir de los noventa, la autoridad federal comenzó a erosionarse hasta que, con la derrota del PRI, toda la estructura histórica del poder se distorsionó: la criminalidad se arraigó y nunca se creó una estructura policiaca y de seguridad idónea para la nueva etapa que estamos viviendo. El gobierno federal dejó de controlar a los gobernadores y presidentes municipales y la mayoría de éstos nunca desarrolló una estructura de gobierno efectiva. El resultado es que son los criminales, más que los narcos, quienes dominan, si no es que gobiernan, buena parte del territorio del país.

Las preocupaciones federales están mal enfocadas. Muchos habitantes de las zonas fronterizas han migrado hacia el “otro lado” no porque prefieran vivir allá, sino porque están hartos de la criminalidad. Esa delincuencia surgió del colapso integral de la sociedad y gobierno juarense y que no se ha enfrentado: no existe una estructura policiaca capaz de lidiar con la delincuencia o con la ausencia de estructura social. La guerra contra el narco tiene su lógica, pero no resuelve el tema de la criminalidad cotidiana ni de la sociedad quebrada. Tenemos autoridades débiles, incompetentes, que no comprenden la pérdida de su propia legitimidad y que carecen de instrumentos para contrarrestar la erosión de la vida que sufre la población. La debilidad gubernamental fue más que empatada por la fortaleza y estructura del crimen organizado que, con mayor claridad de miras, llenó el vacío dejado por la falta de autoridad.

Ahora en Ciudad Juárez se libra una batalla que, desafortunadamente, mezcla la criminalidad con la contienda de los partidos para la próxima elección estatal. Muchos juarenses están hasta la coronilla del abuso y de la falta de atención y se mudan a EUA no porque quieran dejar de ser mexicanos, sino por el instinto de sobrevivencia más elemental.

A muchos les preocupa el riesgo de pérdida de identidad, pero todas las encuestas muestran que la identidad del mexicano está extraordinariamente arraigada. Más que un tema de identidad, lo que es abiertamente repudiado por la población es la incompetencia gubernamental, a todos los niveles. La población confirma sus peores sospechas cada vez que se conoce del contubernio entre alguna autoridad –gobernador, presidente municipal o policía- con el crimen organizado. Aunque dictadores como Stalin convenientemente identificaban identidad con gobierno, en una democracia la legitimidad se la tiene que ganar el gobernante todos los días de su vida pública. Y los gobernantes mexicanos hace varias décadas que abandonaron a la ciudadanía a su suerte en materia de criminalidad.

Persiste el riesgo de responder al problema equivocado. Hace décadas, ante el temor de una escisión en la frontera norte, el gobierno de entonces ideó el “programa nacional fronterizo” para “rescatar” a los mexicanos de esa región. Lo idóneo hoy sería transformar los sistemas policiacos y de seguridad para que ciudades como Juárez puedan recobrar su tranquilidad. En un mundo ideal, eso implicaría el desarrollo acelerado de las capacidades municipales en el más amplio sentido. Ante la obvia incapacidad de lograr algo así, quizá sea tiempo de considerar un tipo de protectorado, una autoridad supramunicipal que atienda no sólo el evidente problema de seguridad, sino también la inexistencia de infraestructura para la ciudad que más empleos ha provisto al país en las décadas pasadas pero que a nadie se le ha ocurrido atender.

www.cidac.org

Fuera de cancha

Luis Rubio

Reflexionando sobre la política británica, Bertrand Russell decía que las generaciones de electores siguen un patrón predecible que lleva inexorablemente a la frustración. Primero votan por el partido de sus sueños para encontrarse con que ahí no encuentran las soluciones que buscan, razón por la cual votan por la alternativa, creyendo que ese “otro partido es el que le va a dar la fortuna”. Así inicia un círculo vicioso de desilusión. Para Russell, el problema residía en la necedad de cada partido por imponer sus preferencias en lugar de convocar a la mayoría de la población para que se sume detrás de un proyecto nacional que trascienda lo partidista*. Nuestros partidos difícilmente pasarían la prueba propuesta por Russell.

Entre los electores mexicanos existen dos grupos: los que juran por un partido y sólo excepcionalmente están dispuestos a salir de su trinchera, y los que deciden su voto en función de la coyuntura, con un proyecto orientado más a construir un futuro que a esperar respuestas inmediatas. Para el partido en el gobierno el tema es central: el PAN lleva casi diez años en la presidencia pero su impacto en cambiar la realidad para bien ha sido más bien modesto.

La elección de 2000 cambió la realidad del poder pero no llevó a una nueva institucionalidad. Hoy vivimos un momento en el que el forcejeo entre partidos y candidatos es, casi en su totalidad, respecto al pasado. La ironía es que todos parecen tener puesta la mira en la misma época, aunque por distintas razones. El PAN parece resuelto a recrear la presidencia priísta de los setenta. El PRD está fracturado entre los ex priístas que quieren retornar a las políticas económicas de aquella época y quienes nacieron en los partidos de izquierda y ahora intentan construir una moderna social democracia. El PRI sólo aspira a retornar al poder y olvidarse de sus dos derrotas. Nadie plantea la construcción de un futuro diferente, capaz de darle salida a los deseos y necesidades, pero sobre todo aspiraciones, de una población joven y crítica, que carece de instrumentos, más allá del voto, para ser algo más que meramente espectadora.

Si bien el caso del PRD es el más complejo por el origen disímbolo de las fuerzas y tradiciones que lo integran, el del PAN es quizá el más paradójico. Los cambios de gabinete que tuvieron lugar a finales del año pasado fueron por demás reveladores de la naturaleza profunda de ese partido. Fundado como reacción al partido de la revolución, los panistas se quedaron con la imagen congelada del partido todopoderoso de antaño.

Desde que Fox llegó a la presidencia, los panistas supusieron que por el sólo hecho de haber derrotado al PRI, todo el poder de la vieja presidencia fluiría hacia ellos. En lugar de reconocer la nueva realidad política, producto del triunfo panista, pronto comenzaron a criticar al presidente por no liberarse del yugo de Hacienda. Antes el obstáculo era el PRI, ahora Hacienda. Con los cambios en el gabinete, con Hacienda en la buchaca, ahora sí los panistas están seguros de que suyo es el poder. Pronto tendrán que enfrentar una obvia disyuntiva: intentar reproducir al PRI de los setenta (gastando a diestra y siniestra para ganar elecciones) o preservar la estabilidad económica. La disyuntiva es real, como aprendieron los priístas luego de 1994, pero eso no impedirá que lo intenten. Tarde o temprano encontrarán un nuevo chivo expiatorio que justifique su incapacidad para iniciar la transformación que llevan décadas prometiendo.

Quizá no sea difícil anticipar que la andanada se dirigirá contra el Banco de México, el maloso siempre conveniente. El debate legislativo se ha encaminado hacia la modificación del estatuto del banco central para incorporar en el mandato de la entidad no sólo el combate a la inflación, sino también el crecimiento económico. El supuesto que yace detrás de esta idea es que una mayor inflación es condición necesaria para lograr tasas elevadas de crecimiento y que el mandato del banco la impide. Cualquier analista serio sabe que la estabilidad de precios es condición sine qua non para el crecimiento elevado y  sostenido de la economía. Sin embargo, lo irónico es que tanto los partidos de oposición como muchos de los legisladores del partido en el gobierno están en la misma línea.

El problema del crecimiento tiene que ver con la falta de certidumbre en la economía y con una estructura económica que no contribuye a abrir oportunidades de ahorro e inversión. Pero los panistas parecen estar en otra lógica: en lugar de construir una estrategia de desarrollo están en la reproducción del viejo PRI. Si quieren poder retornar alguna vez al poder tendrán que ofrecer algo mejor que no ser el PRI.

Lo peor para el PAN es que sus gobiernos han estado plagados de todos los vicios que antes le criticaban al PRI. Desde la frivolidad de Fox hasta la ausencia de continuidad entre programas sexenales, los panistas se han mostrado como un partido de sexenios. Al igual que los priístas, han carecido de programas de desarrollo, visión de largo plazo o estrategia de gobierno. En algunos casos, han dado muestra patética de sus vicios, como con la reciente decisión del gobierno delegacional de Demetrio Sodi de abandonar proyectos viales que ya estaban en marcha y por los cuales el PAN había pagado un elevado costo político. Incapaces de defender sus programas, los panistas no han sido distintos a otros gobiernos, excepto que quizá son menos diestros para mantenerse en el poder.

Es evidente que las administraciones del PAN han tenido algunos programas excepcionales, mejores que los que el PRI jamás supo hacer. Entre otras, como ejemplo, Oportunidades fue convertido en un instrumento políticamente neutral para evitar que el combate a la pobreza se partidizara. También es imposible ignorar que la derrota del PRI en 2000 liberó a los mexicanos del yugo del autoritarismo priísta. Al final, sin embargo, más allá de esos beneficios, ciertamente no irrelevantes, la promesa del PAN se ha quedado en eso: una promesa.

El gran tema es qué nos dice esto de la realidad actual y del futuro del país. Las dos administraciones panistas muestran que el problema del funcionamiento del país no está vinculado con el partido que esté en el gobierno sino con el programa de desarrollo que exista y con la capacidad del gobernante en turno de llevarlo a cabo. Como ciudadanos la urgencia reside en cómo romper el entuerto antes de que pudiera retornar el viejo PRI, con más habilidad pero no menos carencia de ideas y convicción de construir algo mejor.

*La necesidad de escepticismo político, en Sceptical Essays

www.cidac.org

Reforma del poder

Luis Rubio

Decía Nehru, el gran estadista hindú, que llega un momento, que ocurre raramente en la historia, en que nos salimos de lo viejo hacia lo nuevo, en que termina una era y en que el clamor de una nación, largamente suprimido, logra su expresión. Si algo unifica a los mexicanos es en la necesidad de organizarnos mejor para ser capaces de enfrentar los retos hacia el futuro. Esto no quiere decir que sea fácil, o incluso factible, forjar un consenso respecto a cómo debe ser esa estructura organizativa, pero es claro que lo que tenemos no funciona. La reforma del poder se ha tornado en una necesidad inexorable y, sin embargo, no es obvio que sea posible.

Los problemas son enormes y cada vez mayor el número de propuestas de solución. Por el lado político, hace cosa de un año el líder del PRI en el senado postuló una propuesta de reforma enmarcada bajo el título de las ocho erres del PRI. Al final de ese mismo año, el presidente envió una serie de iniciativas al senado encaminadas a reorganizar las relaciones entre los poderes públicos. Con énfasis distintos, cada conjunto de propuestas responde a las dificultades y complejidad que enfrenta el país en su proceso de toma de decisiones.

Algo similar ocurre en el plano económico-fiscal. Aunque la discusión respecto a la necesidad de una reforma fiscal integral (whatever that means) lleva décadas en el pandero, la caída en los precios del petróleo la ha hecho impostergable. Al mismo tiempo, desde que el PRI perdió la mayoría en el congreso y luego la presidencia, la realidad del poder ha cambiado, lo que se ha reflejado en el poder relativo de los gobernadores, quienes en la actualidad ejercen la mayor parte del gasto público. Las reuniones de la llamada conago, la cofradía de gobernadores, no eran otra cosa que una indicación de que el otrora poder de la presidencia se había fragmentado y la nueva realidad del poder tenía que reflejarse no sólo en las urnas sino también en la distribución de los dineros.

Puesto en otros términos, el pacto post-revolucionario que inauguró la era del PRI resolvió los problemas del poder y de la distribución de los dineros por las décadas que duró ese reino. Terminó esa era con la decisión de los ciudadanos en las urnas, pero no se reformaron las instituciones que administran las relaciones de poder y la distribución del gasto. Esto, y no otra cosa, es lo que yace detrás de las propuestas de reforma tanto institucional como hacendaria.

El clamor de hoy no es por una serie de reformas electorales, institucionales o fiscales, sino por una reforma integral del poder. Sin embargo, por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.

Una reforma del poder implica la redefinición de lo fundamental en una sociedad. Para todos es evidente la disfuncionalidad en las relaciones entre el congreso y el ejecutivo. No menos importantes son las distorsiones en las relaciones de poder entre la federación y los gobiernos estatales: las viejas reglas ya no funcionan. La realidad del poder ha hecho posible que exista una evidente incapacidad al nivel de la federación (congreso y ejecutivo) para que los gobernadores rindan cuentas: el gasto fluye pero no así la responsabilidad. De la misma manera, desapareció la capacidad que antes caracterizó al sistema político para articular acuerdos y consensos que hacían gobernable al país. Parte de la situación actual refleja incapacidades de personas específicas, pero el problema estructural es real.

La ciudadanía, que por primera vez tiene voz, así sea limitada, también clama por sus derechos. El rechazo a los aumentos de impuestos no es sólo un reflejo de la carestía de la vida o lo limitado de los ingresos, sino un profundo descontento con el desempeño de la economía, del sistema de gobierno y de su exclusión de los procesos de decisión.

Todos estos puntos de conflicto, controversia y desazón nos hablan de un país cuya operación cotidiana ha dejado de ser funcional y requiere de un nuevo pacto que establezca, o restablezca, los equilibrios entre los poderes públicos y entre la federación y los estados. Habría varias maneras de enfrentar esta problemática. Una, como se ha hecho hasta ahora, con propuestas y contrapropuestas que no hacen sino engrosar la agenda legislativa sin que ofrezcan la menor posibilidad de resolver el problema de fondo. Una segunda consistiría en plantear un gran pacto político, aquellos que ocurren cada siglo, que siente las bases de una transformación general del país. La tercera, que entraña el mayor pragmatismo, y que ha orientado a decenas de países que enfrentan situaciones similares, implicaría corregir lo suficiente para romper el impasse actual en aras de ir creando condiciones para un arreglo eventual más perdurable.

En términos generales, los políticos prefieren lo primero porque les da un protagonismo excepcional; los académicos y políticos en la banca prefieren lo segundo porque observan el panorama en su integridad y prefieren una solución completa a un conjunto de parches; y, finalmente, la tercera es la opción de los gobiernos en funciones que privilegian el funcionamiento cotidiano de su sociedad sobre las soluciones mágicas que, en política, raramente existen.

El caso de Brasil es aleccionador. El sistema político brasileño es tan disfuncional como el nuestro (aunque por razones y con características muy distintas) y, sin embargo, ha logrado una continuidad pragmática entre gobiernos de distinto credo y, más importante, ha entrado en un proceso de movimiento que contrasta con nuestra parálisis y que le obliga, por el hecho mismo de estarse moviendo, a reformar lo mínimo necesario en aras de sostener el momentum.

Sería extraordinario poder lograr un gran pacto fundacional, pero es evidente que no existen condiciones para que eso se dé. Como explicaba recientemente, con brillantez, Roger Bartra, en la política mexicana ni siquiera hay coincidencia sobre los tiempos que vivimos, mucho menos para fundar nada relevante. Mejor haríamos en buscar los remiendos que hagan posible echar a andar la máquina para facilitar un arreglo integral del poder en una oportunidad futura en que eso sea propicio.