Luis Rubio
Decía Nehru, el gran estadista hindú, que llega un momento, que ocurre raramente en la historia, en que nos salimos de lo viejo hacia lo nuevo, en que termina una era y en que el clamor de una nación, largamente suprimido, logra su expresión. Si algo unifica a los mexicanos es en la necesidad de organizarnos mejor para ser capaces de enfrentar los retos hacia el futuro. Esto no quiere decir que sea fácil, o incluso factible, forjar un consenso respecto a cómo debe ser esa estructura organizativa, pero es claro que lo que tenemos no funciona. La reforma del poder se ha tornado en una necesidad inexorable y, sin embargo, no es obvio que sea posible.
Los problemas son enormes y cada vez mayor el número de propuestas de solución. Por el lado político, hace cosa de un año el líder del PRI en el senado postuló una propuesta de reforma enmarcada bajo el título de las ocho erres del PRI. Al final de ese mismo año, el presidente envió una serie de iniciativas al senado encaminadas a reorganizar las relaciones entre los poderes públicos. Con énfasis distintos, cada conjunto de propuestas responde a las dificultades y complejidad que enfrenta el país en su proceso de toma de decisiones.
Algo similar ocurre en el plano económico-fiscal. Aunque la discusión respecto a la necesidad de una reforma fiscal integral (whatever that means) lleva décadas en el pandero, la caída en los precios del petróleo la ha hecho impostergable. Al mismo tiempo, desde que el PRI perdió la mayoría en el congreso y luego la presidencia, la realidad del poder ha cambiado, lo que se ha reflejado en el poder relativo de los gobernadores, quienes en la actualidad ejercen la mayor parte del gasto público. Las reuniones de la llamada conago, la cofradía de gobernadores, no eran otra cosa que una indicación de que el otrora poder de la presidencia se había fragmentado y la nueva realidad del poder tenía que reflejarse no sólo en las urnas sino también en la distribución de los dineros.
Puesto en otros términos, el pacto post-revolucionario que inauguró la era del PRI resolvió los problemas del poder y de la distribución de los dineros por las décadas que duró ese reino. Terminó esa era con la decisión de los ciudadanos en las urnas, pero no se reformaron las instituciones que administran las relaciones de poder y la distribución del gasto. Esto, y no otra cosa, es lo que yace detrás de las propuestas de reforma tanto institucional como hacendaria.
El clamor de hoy no es por una serie de reformas electorales, institucionales o fiscales, sino por una reforma integral del poder. Sin embargo, por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.
Una reforma del poder implica la redefinición de lo fundamental en una sociedad. Para todos es evidente la disfuncionalidad en las relaciones entre el congreso y el ejecutivo. No menos importantes son las distorsiones en las relaciones de poder entre la federación y los gobiernos estatales: las viejas reglas ya no funcionan. La realidad del poder ha hecho posible que exista una evidente incapacidad al nivel de la federación (congreso y ejecutivo) para que los gobernadores rindan cuentas: el gasto fluye pero no así la responsabilidad. De la misma manera, desapareció la capacidad que antes caracterizó al sistema político para articular acuerdos y consensos que hacían gobernable al país. Parte de la situación actual refleja incapacidades de personas específicas, pero el problema estructural es real.
La ciudadanía, que por primera vez tiene voz, así sea limitada, también clama por sus derechos. El rechazo a los aumentos de impuestos no es sólo un reflejo de la carestía de la vida o lo limitado de los ingresos, sino un profundo descontento con el desempeño de la economía, del sistema de gobierno y de su exclusión de los procesos de decisión.
Todos estos puntos de conflicto, controversia y desazón nos hablan de un país cuya operación cotidiana ha dejado de ser funcional y requiere de un nuevo pacto que establezca, o restablezca, los equilibrios entre los poderes públicos y entre la federación y los estados. Habría varias maneras de enfrentar esta problemática. Una, como se ha hecho hasta ahora, con propuestas y contrapropuestas que no hacen sino engrosar la agenda legislativa sin que ofrezcan la menor posibilidad de resolver el problema de fondo. Una segunda consistiría en plantear un gran pacto político, aquellos que ocurren cada siglo, que siente las bases de una transformación general del país. La tercera, que entraña el mayor pragmatismo, y que ha orientado a decenas de países que enfrentan situaciones similares, implicaría corregir lo suficiente para romper el impasse actual en aras de ir creando condiciones para un arreglo eventual más perdurable.
En términos generales, los políticos prefieren lo primero porque les da un protagonismo excepcional; los académicos y políticos en la banca prefieren lo segundo porque observan el panorama en su integridad y prefieren una solución completa a un conjunto de parches; y, finalmente, la tercera es la opción de los gobiernos en funciones que privilegian el funcionamiento cotidiano de su sociedad sobre las soluciones mágicas que, en política, raramente existen.
El caso de Brasil es aleccionador. El sistema político brasileño es tan disfuncional como el nuestro (aunque por razones y con características muy distintas) y, sin embargo, ha logrado una continuidad pragmática entre gobiernos de distinto credo y, más importante, ha entrado en un proceso de movimiento que contrasta con nuestra parálisis y que le obliga, por el hecho mismo de estarse moviendo, a reformar lo mínimo necesario en aras de sostener el momentum.
Sería extraordinario poder lograr un gran pacto fundacional, pero es evidente que no existen condiciones para que eso se dé. Como explicaba recientemente, con brillantez, Roger Bartra, en la política mexicana ni siquiera hay coincidencia sobre los tiempos que vivimos, mucho menos para fundar nada relevante. Mejor haríamos en buscar los remiendos que hagan posible echar a andar la máquina para facilitar un arreglo integral del poder en una oportunidad futura en que eso sea propicio.