México y Brasil

Luis Rubio

Cuenta una anécdota que Talleyrand, ese gran estadista francés, se encontraba refugiado en su casa mientras París ardía como resultado de los disturbios que acabaron llevando a Luis Felipe al trono. Por fin, luego de tres días, se escucharon campanas, a lo que Talleyrand exclamó “estamos ganando”. Su asistente le preguntó “¿quiénes estamos ganando príncipe mío?”. Talleyrand se cruzó el labio con un dedo y respondió: “ni una palara. Te digo mañana”. Los mexicanos observamos con un dejo de desprecio y envidia la forma en que Brasil ha comenzado a despuntar y, aparentemente, a transformarse en una potencia media. Pero no es obvio que vaya a ganar; mucho menos obvio es que nosotros no podamos ser igualmente ganadores.

Los hechos hablan por sí mismos: en la última década, Brasil despegó. Su tasa de crecimiento ha sido varios puntos porcentuales superior a la nuestra y, si proyectamos su ritmo de ascenso en el tiempo, ese país tendría la oportunidad de transformarse en nación desarrollada en un tiempo relativamente breve. Muchos han tratado de explicar qué es lo que ha creado esa oportunidad en Brasil y qué es lo que ha faltado para que México pueda lograr un desempeño similar. Lo interesante es que las comparaciones analíticas que se han realizado no arrojan suficiente luz sobre lo que ha acontecido en aquél país respecto al nuestro.

México Evalúa, un centro de estudios de políticas públicas, recientemente realizó un estudio con el título «México y Brasil: Convergencias y Divergencias»*. El estudio compara todos los elementos que los economistas han determinado como clave: finanzas públicas, desempeño económico, productividad, balanza de pagos y sector financiero. En cada instancia, su objetivo fue entender dónde están las diferencias para poder derivar conclusiones de política pública. En algunos rubros estamos mejor que ellos, en otros peor: por ejemplo, la productividad crece más rápidamente allá, pero el capital humano es más desarrollado aquí. Lo interesante es que el estudio concluye con lo que todos sabemos: que, aunque faltan algunas cosas por atender (diversas reformas), lo mismo es cierto en Brasil. O, en otras palabras, que en términos objetivos no es muy distinta la realidad brasileña a la nuestra. Si no son esos factores «objetivos» los que explican las diferencias, ¿cuáles si son?

La experiencia brasileña demuestra que la diferencia no la hacen leyes y reformas, aunque éstas sean necesarias, sino la claridad de propósito y la férrea instrumentación del mismo. Esto implica, primero, la decisión política de dedicar las fuerzas y recursos necesarios a la consecución del objetivo. En Brasil han contado con un liderazgo efectivo, continuidad de políticas públicas y claridad de rumbo. Resulta que estos elementos son tan importantes o más que los estrictamente cuantitativos.

Lo relevante de estudiar a Brasil (y, con todas sus diferencias, a China) reside en que pone en perspectiva lo que es clave para lograr una mejoría sustantiva en el desempeño económico. Los factores cruciales que diferencian a esa nación respecto a México no residen en reformas específicas (aunque ciertamente algo hay de eso), sino en las condiciones que sus gobiernos han creado para que sea posible el crecimiento. Brasil comenzó sus reformas poco después que nosotros, a mediados de los noventa, pero ha gozado de un extraordinario privilegio: la continuidad. El presidente Cardoso inició un proceso de reforma muy similar al que comenzó en los tardíos ochenta en México y lo sostuvo a lo largo de sus ocho años de gobierno. A pesar de su origen radical, y para sorpresa de todos, el presidente que lo sucedió, Lula de Silva, no sólo continuó exactamente el camino iniciado por Cardoso, sino que aceleró el paso. Además, Lula demostró ser un líder excepcional, capaz de conferirle certidumbre y claridad de rumbo igual a los pobres que a los ricos, a los habitantes de las urbes y a los del campo. Más que reformas específicas, Cardoso y Lula lograron darle a los brasileños confianza en sí mismos y en el futuro. Estos son logros extraordinarios que contrastan dramáticamente con el pesimismo que domina el espacio mexicano. Dieciséis años de continuidad le dieron a Brasil una plataforma de desarrollo con la que nosotros no hemos contado.

En adición a la continuidad, Brasil ha gozado de otras dos circunstancias que lo diferencian de nosotros. La primera fue el cuidado que tuvieron sus gobernantes por instrumentar las reformas. Por ejemplo, aprendiendo de la experiencia mexicana, privatizaron sus telecomunicaciones de manera tal que hubiera mucha más flexibilidad y competencia en el mercado, además de que hicieron imposible, de entrada, que un solo jugador pudiera dominar el mercado. Pronto, las telecomunicaciones se convirtieron en el sector más dinámico de su economía. La otra circunstancia se llama China. Brasil estaba excepcionalmente posicionado para aprovechar el boom chino: como productor de alimentos, materias primas y productos mineros, Brasil se ha convertido en uno de los principales proveedores de insumos para el extraordinario crecimiento de aquella economía. La suma de un buen proyecto interno con una fuente literalmente infinita, al menos hasta ahora, de financiamiento externo, hicieron posible este pequeño milagro brasileño.

El despegue brasileño no habría sido posible sin los brasileños mismos. Los gobernantes han asumido su responsabilidad, los empresarios invierten y apuestan por el desarrollo futuro y todo eso crea un entorno en el cual la población comparte el entusiasmo, arrojando una actitud de cambio que simplemente está ausente en México. Parte de todo esto sin duda viene impreso en el ADN brasileño, pero parte también es producto de los círculos virtuosos que han comenzado a lograr.

El contraste con México es muy grande. Aquí nos hemos acostumbrado a la mediocridad, al no se puede y a la dependencia que heredamos del viejo sistema. Como dice Hugo García Michel, “el PRI salió de Los Pinos, pero no del alma de México.” La verdadera diferencia con Brasil reside ahí: los ciudadanos de ese país se sienten libres y su gobierno les ha creado condiciones propicias para desarrollarse. La combinación ha sido explosiva, liberando fuerzas y recursos de una manera extraordinaria. En la medida en que nosotros sigamos aceptando la mediocridad seguiremos siendo peones, instrumentos en el proceso de preservación del viejo sistema que se beneficia del statu quo y que, en consecuencia, hace imposible el desarrollo de largo plazo.

* http://www.mexicoevalua.org/descargables/9dd557_20100709_FINAL_Mexico-versus-Brasil_.pdf

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Información, ciudadanía y la política pública

Luis Rubio

En México nunca llegó a concretarse la figura del ciudadano, al menos no en lo que va del siglo XX. No hay la menor duda que en los albores del siglo XXI  la posibilidad de que eso ocurra será mayor que nunca. Esto no se debe a que los priístas cambien su manera de ser o de que algún partido político distinto al PRI logre llegar al poder a nivel federal. La razón de que todo llegue a cambiar radica en la disponibilidad de información que todos los mexicanos estamos teniendo y vamos a tener en los próximos años. Esa información puede llevarnos a destruir al país, como en cierta forma está ocurriendo en lo que fue la Unión Soviética, o puede llevarnos a construir un país pujante, democrático y sumamente rico. Lo que logremos hacer va a depender, fundamentalmente, de la capacidad que tengamos de hacer un uso inteligente de la información.

Construir un país de y para los ciudadanos parece una empresa mucho más fácil de lo que en realidad es. Los mexicanos hemos sido objeto de todo tipo de teorías, sistemas y estudios. Pero nunca hemos sido ciudadanos. Es decir, personas con plenos derechos políticos, con un sistema legal que nos permita defendernos del abuso de la autoridad o que favorezca la resolución de conflictos entre personas o entre éstas y el gobierno. La estabilidad política de que el país gozó por décadas fue a costa de esos derechos ciudadanos. Lo que cada quien tendrá que revisar para su conciencia es si eso fue lo que los americanos llaman un trade off aceptable. Es decir, ¿valió la pena la estabilidad política a cambio de esas carencias?

Cada persona tendrá su respuesta particular. Pero hay dos consideraciones que no están sujetas a disputa. La primera es que el sistema político organizado alrededor del PRI fue una respuesta a la realidad nacional postrevolucionaria. Fue una respuesta a la ausencia de instituciones políticas, a la ubicuidad de conflictos sociales y políticos y al fracaso de sucesivos gobiernos, a partir de 1910, de estabilizar al país y crear un clima propicio al desarrollo económico. Independientemente de los vicios de que vino acompañado el sistema político postrevolucionario, la realidad nacional a la que respondía era muy real. La segunda consideración es que, bueno o malo, efectivo o no, el sistema político postrevolucionario está acercándose a su fin. Nadie sabe cómo va a ser ese proceso o de qué tanta violencia venga acompañado, pero muy pocos dudan del hecho que el sistema político dominado por el PRI es más una característica del pasado que del presente o del futuro.

La duda es en el cómo  y no en si el sistema político va a cambiar, pues de hecho esto ya está sucediendo. Junto con este proceso de cambio político por el que estamos atravesando se está dando otra transformación, mucho más profunda. Se trata de la revolución de la información que está sobrecogiendo a México, tal y como arrolló con otros países, comenzando por la antigua Unión Soviética. La información se ha convertido en la esencia de la actividad productiva y en el conducto a través del cual fluyen las ideas, los productos, la producción, la distribución de bienes y de servicios y, en muchos sentidos, la vida misma. La disponibilidad de información transforma las relaciones laborales, las relaciones productivas y, obviamente, las relaciones políticas. Este es, precisamente, el tema de este ensayo.

 

El contexto del cambio

El cambio que ocurre en México es parte de una revolución generalizada que afecta al mundo entero. Parte de esta revolución tiene su origen en la manera en que ha evolucionado la economía mundial, en las nuevas formas de producir y distribuir bienes y, sobre todo, en los cambios que han experimentado las comunicaciones. Pero quizá el cambio más profundo está ocurriendo en la vida cotidiana de todos los mexicanos que poco a poco han venido experimentando alteraciones en la manera en que se dan las cosas más normales. Paul Kennedy, un historiador que en 1987 escribió un controvertido libro intitulado  “El ascenso y caída de las grandes potencias”, afirmaba algo que parece muy apropiado al momento actual de México: “Se da una dinámica por el cambio, conducida esencialmente por desarrollos económicos y tecnológicos que afectan a las estructuras sociales, a los sistemas políticos, al poder militar y a la posición relativa de países e imperios en lo individual”(1). Para Kennedy, los  cambios que se dan en el mundo en el curso del tiempo no son producto de decisiones individuales, sino de procesos sociales que acaban por transformar todo lo existente.

 

Lo impactante del cambio que actualmente sobrecoge al mundo, y del cual México no puede escapar, es la velocidad con que está teniendo lugar. A lo largo de los últimos años, los mexicanos nos hemos estado batiendo en una guerra inútil sobre la culpabilidad o inocencia de los gobernantes actuales o pasados por la crisis en la que nos encontramos. Más allá de errores específicos o de potenciales  conspiraciones para robar o dominar al país, la realidad es que llevamos más de una década persiguiendo una nueva piedra filosofal sin que existan planos o mapas que nos guíen con certidumbre por el camino. Leonid Batkin, un historiador de otro país que ha andado por las mismas que nosotros en estos años, la antigua Unión Soviética, alguna vez comparó a Gorbachov con un viejo apócrifo del que se decía que bajó el agua de su inodoro en el momento preciso en que tuvo lugar el terremoto de Tashkent a mediados de los ochenta. Saliendo de la ruina que dejó el temblor, este viejo observó el desolador panorama y exclamó: “de haber sabido que esto iba a pasar, jamás habría bajado el agua”(2).

Esta analogía es tan injusta como un mal chiste político, pero muchos mexicanos, como los rusos a los que se refería el cuento de Batkin, seguramente reconocerán una gran verdad en todo esto: lo que ha ocurrido en México es muy distinto a lo que los últimos tres gobiernos pretendían lograr o tenían por objetivo. Ninguno de nuestros gobernantes desde Miguel de la Madrid planearon ir de crisis en crisis o intentaron provocar la debacle por la que han atravesado innumerables empresas y familias mexicanas a lo largo de los últimos años. Si algo, la reforma económica que comenzó a mediados de los ochenta buscaba objetivos sumamente modestos que pretendían fortalecer las estructuras políticas tradicionales, no debilitarlas ni destruirlas, a la vez que revitalizaba la economía, para recuperar la legitimidad del gobierno y del sistema en general.

 

Haciendo un paréntesis, una de las razones más lógicas por la cual nunca se intentó una reforma política de altos vuelos fue precisamente porque el objetivo inicial y esencial de las reformas económicas era el de resolver la problemática económica del país para hacer posible el mantenimiento del status quo, no para cambiarlo. La expectativa gubernamental suponía que, de corregirse la recesión de la economía, de la que se culpaba al excesivo endeudamiento que dejaron como legado Echeverría y López Portillo, el país retornaría a sus viejas formas de hacer las cosas. Se reconocía que el mundo estaba cambiando, razón por la cual era necesario reformar a la economía, pero jamás existió la comprensión de que el cambio económico necesariamente conllevaría alteraciones políticas. Por ello, más allá de las preferencias individuales de cada presidente, la realidad fue que ninguno de ellos se planteó el cambio político como un factor inevitable y necesario en esta etapa del mundo y, especialmente, como complemento inexorable de las reformas que, en lo económico, ellos mismos estaban promoviendo. Quizá irónicamente, la tozudez con que se evitó adentrar al país en ese proceso de cambio político es una de las razones por las cuales la economía acabó empantanándose como lo hizo, con las consecuencias que todos conocemos.

 

Las circunstancias por las cuales ha atravesado el país desde que se inició la reforma económica a mediados de los ochenta y el curso de los eventos desde entonces, han sido muy distintas a lo que estaba planeado. Ningún gobernante en su sano juicio hubiese planeado la crisis política y económica por la que atraviesa el país. Pero sus reacciones han sido muy sugestivas del problema de fondo: en ocasiones los últimos tres gobernantes del país se presentaron como los grandes demócratas transformadores, flexibles y dispuestos a tomar al mundo por los cuernos, en tanto que, en otras, han actuado como dignos hijos del sistema autoritario al que pretendieron reformar. En realidad, el gran problema de la reforma económica de los últimos años es que ha enfrentado a sucesivos gobiernos mexicanos ante fuerzas que no comprenden, que cambian con una velocidad vertiginosa y, quizá más importante, sobre las cuales no han tenido control alguno. Los gobiernos mexicanos se han dedicado a intentar domar una bestia que no conocen, con criterios y técnicas producto de nuestro peculiar sistema político y con los resultados que saltan a la vista.

 

No todo lo que ha pasado en el país en la última década es criticable. De hecho, la mayor parte de lo que se hizo fue no sólo acertado, sino sumamente exitoso. Quizá la mayor dificultad de estos años, la que ha producido la mayoría de los estragos y reveses, ha residido menos en lo que se hizo que en lo que no se hizo. Si se observa el cambio en la estructura de la economía, el éxito de estos gobiernos en promover el desarrollo de una industria altamente exportadora, eficiente y productiva es más que visible. A pesar de los problemas en que se encuentra, la infraestructura carretera más que se duplicó, y las telecomunicaciones nos han colocado en el umbral del siglo XXI con todos los instrumentos para poder dar un enorme salto adelante. Si uno quiere encontrar efectos positivos de las reformas de los últimos años, lo único que tiene que hacer es mirar alrededor. Pero esa misma mirada también va a arrojar otra observación: esa otra parte de la sociedad mexicana que se ha rezagado, que no ha logrado subirse al carro de los cambios económicos y que ha sido mucho más víctima que beneficiaria de los cambios. Mucho de eso seguramente era inevitable en cualquier transformación tan ambiciosa y descarriada como la que hemos experimentado. Pero mucho también habría sido evitable de haber habido un gobierno -un sistema político, de hecho-, más responsivo, más responsable y con obligación efectiva de servir a la ciudadanía.

 

Es el sistema político mexicano, con su falta de representatividad, con la ausencia de contrapesos, con su impunidad , el que ha provocado las crisis recurrentes en el país. Los gobernantes recientes indudablemente han tenido la competencia técnica y política para llevar a cabo sus planes. Con lo que no contaron fue con la obligación de mirar los efectos de sus actos, obligación que les habría llevado a corregir muchos de sus errores o excesos en el curso del tiempo, lo que a su vez habría evitado muchas de las crisis. El problema no ha sido, como muchos afirman en forma contumaz, el exceso de apertura o la falta de equidad en la misma, el TLC o las privatizaciones. El problema residió mucho más en que esas innovaciones se impusieron artificialmente y por encima de una estructura social y política que no se pretendía alterar, con lo que se selló su destino. En el ámbito económico se tomó la ruta fácil: la de las grandes empresas que más rápidamente podían reaccionar y actuar; en el ámbito político la salida se encontró en el mantenimiento de las estructuras vigentes; y en el ámbito social se intentó matizar los peores extremos de pobreza. En ningún caso se contempló -ni se ha contemplado- la necesidad de transformar las estructuras políticas que impiden la apertura de la economía, que cierran el acceso de las personas al desarrollo social y político y que, en conjunto, restringen el desarrollo del país. Sin ese cambio político, la pretensión de vivir en un mundo de legalidad es una más de ese conjunto de fantasías que surgió y creció a partir de que se inauguró la noción de reforma en los ochenta.

 

El mundo que nos arrolla

 

Los políticos y gobernantes pueden preparar a México para el cambio que está por arrollarnos o pueden dejarnos indefensos frente a la tromba que viene. Lo que no pueden hacer es impedir que ésta llegue a México, por las mismas razones que no han podido domar a la economía: porque se trata de fuerzas que están más allá de su control o capacidad de afectación. Lo que sí pueden hacer es continuar dañando a la población y continuar impidiendo que los mexicanos nos preparemos no sólo para acoger, sino sobre todo aprovechar constructivamente los cambios que ya se han comenzado a otear en el horizonte nacional.

El mundo está cada vez más unido por redes electrónicas que llevan datos, noticias, información, palabras, ideas y opiniones a la velocidad del sonido y a lo largo y ancho del planeta. La información que pasa por esas redes puede ser buena o mala, verídica o falsa, pero de todas maneras está ampliamente disponible a una creciente porción de la población del mundo. La información y su disponibilidad están transformando la manera en que funciona el mundo, las relaciones entre gobernantes y gobernados,  entre distintos gobiernos y entre empresas y las entidades gubernamentales diseñadas para regularlas. En el camino ha abierto la puerta para un desarrollo ciudadano quizá no visto desde que se inició la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII.

 

La era de la información podría parecer distante para un país relativamente pobre y con tantas carencias como el nuestro, un país en el que lo poco de la economía que parece ser exitoso es la industria de exportación. La realidad es que la mayoría, si no es que toda, esa economía exitosa constituye una combinación de la industria, en los términos en la que la conocemos, y la información: las plantas producen de acuerdo con planes, procesos y controles establecidos en redes de computadoras y los bienes que de ahí salen se dirigen a mercados cuya distribución, pago y entrega están totalmente integrados y operados por computadoras. En este sentido, la economía de la información es una realidad tan importante en México como lo es en cualquier otra parte del mundo. De hecho, basta observar el uso del correo electrónico en comunidades rurales de Michoacán, Oaxaca o Zacatecas, cuyos habitantes típicamente lo emplean para  comunicarse con sus parientes “en el otro lado”, para reconocer que la era de la información es mucho más real en el país de lo que muchos pretenden.

El mero uso de correo electrónico o de una computadora constituye no más que un avance tecnológico aparentemente inocuo. Tarde o temprano, sin embargo, eso va a cambiar. Las revoluciones ocurren cuando la gente comprende que hay una alternativa a su forma de vida. Esto puede ocurrir en un instante o tomar una vida, pero cuando ocurre todo cambia súbitamente. El control de la información que nuestros gobiernos llevaron a cabo por décadas impidió que la mayoría de los mexicanos tuvieramos esa percepción de alternativas; hoy en día la disponibilidad de información a través de vehículos como internet, televisión por satélite, radio y demás no requiere más que la decisión de emplearla. Empujado hasta sus últimas consecuencias, este proceso está llevando inexorablemente a la integración de los espacios políticos, lo que implica que las noticias de un lugar serán noticias en todos los demás. La capacidad de abusar de sus ciudadanos por parte de un gobierno va a disminuir drásticamente. En ese contexto las opciones de los gobiernos van a ser muy simples: o se abocan a darle instrumentos a la población para que cada individuo sea capaz de ser productivo y libre, o condenan al país a la pobreza. Los mexicanos no son distintos a los ciudadanos del resto del mundo: reconocen en la libertad un valor universal. En la medida en que tengan más libertad gracias a la disponibilidad de información van a comparar su nivel de vida con el resto de los seres del planeta y van a demandar garantías respecto a los caciques y jefes políticos de la localidad, mejores  condiciones para poder trabajar, abrir una empresa y, en general, vivir.  A final de cuentas, van a demandar un cambio en las relaciones de poder.

 

Poder e información

El control de la información ha sido siempre una de las fuentes más importantes de poder. Las comunicaciones y la capacidad de procesamiento de la información son las dos tecnologías que están penetrando a México a la velocidad del sonido y, con ello, transformando la realidad política del país. Mientras que antes la información se podía concentrar y ocultar, la esencia de la revolución implícita en estas tecnologías es precisamente la contraria: las comunicaciones descentralizan el poder en la medida en que se descentraliza el conocimiento y la información. Lo mismo da si se trata del volumen de reservas en el banco central que la localización de recursos minerales o de la manera en que se construye una casa, el hecho es que las nuevas tecnologías hacen asequible toda esa información a quien la quiera. Al no haber secretos, disminuye la capacidad de emplear la información como fuente de poder.

Sobra decir que muy pocos gobiernos y sus políticos disfrutan la noción de que la información sobre sus actos es cada vez más pública. En algunos ámbitos en México la información disponible para los comunes mortales es casi tan amplia como la de cualquier miembro del gobierno. A partir del caos de fines de 1994, por ejemplo, el gobierno publica todas las cifras de reservas internacionales y otros rubros de la balanza de pagos y del Banco de México cada semana a través de internet. A partir de ese momento, lo que haga el gobierno es analizado con detenimiento por millares de observadores en México y alrededor del mundo: ya no importa lo que los políticos digan; ahora lo que cuenta es lo que dice el mercado. Lo mismo tendrá que comenzar a ocurrir en otros ámbitos, mucho menos propicios a la diseminación generalizada de la información, como son los debates dentro del gobierno sobre el curso a seguir en un determinado momento. Eso que antes era materia literalmente de kremlinólogos, ahora es tema cada vez más sujeto a debate público. Si no como se explicaría uno que revistas como Proceso o diarios como Reforma reciban documentos supuestamente privados para que todo mundo se entere de lo que ocurre en el gobierno. Evidentemente, quien  envía un documento a estos medios de información lo hace con objetivos políticos propios, lo cual crea un problema porque sólo se conoce una parte de la información. Este hecho, sin embargo, es precisamente lo que está liberando la disponibilidad de información: en una era en la que la mercancía más costosa y más difícil de alcanzar es la credibilidad gubernamental, la opinión pública va a ser crecientemente el terreno de disputa. Si un bando en un debate publica su versión de los hechos o su postura, tarde o temprano el otro también lo hará. Cuando esto ocurra, el balance de poder habrá comenzado a cambiar en favor de la ciudadanía.

Hace doscientos años la máquina de vapor permitió revolucionar la producción en el mundo. Hoy en día todo mundo puede producir bienes industriales. La tecnología para hacerlo se encuentra ampliamente disponible. Así como la máquina de vapor fue revolucionaria en su momento, lo revolucionario hoy en día es el conocimiento que permite emplear tecnologías comúnmente disponibles para lograr un mayor valor agregado y, por lo tanto, una mayor riqueza.  En la medida en que el principal recurso para el desarrollo no es material -el conocimiento-, se tornan obsoletas todas las doctrinas económicas, las estructuras sociales y los sistemas políticos que se desarrollaron y evolucionaron en un mundo diseñado para producir cosas en lugares fijos, con grandes contingentes de fuerza de trabajo y bajo condiciones fácilmente controlables. Es decir, la era de la información requiere flexibilidad, creatividad y libertad, condiciones que no son fácilmente compatibles con estructuras rígidas como las que típicamente asociamos con caciques, sindicatos, controles políticos e imposición burocrática.

El ejemplo más palpable del choque entre estos dos conceptos y realidades del mundo indudablemente se encontraba en la antigua Unión Soviética. Una anécdota relatada por Gorbachov es sumamente reveladora: cuenta que, siendo el segundo del Secretario General Andropov y, por lo tanto, miembro del politburó y con acceso a los secretos del sistema, fue a solicitarle a su jefe información sobre el gasto militar. Andropov no sólo se opuso a tal solicitud, sino que se indignó e insultó a Gorbachov diciéndole que era demasiado joven para meter su nariz en esos temas (3). El control sobre la información, incluso para los funcionarios más importantes del régimen, era tan brutal, que acabó condenando a muerte a toda la nación. Una superpotencia como la URSS acabó dependiendo de industrias tradicionales como gas, oro, petróleo y la industria militar, todas las cuales estaban perdiendo valor e importancia mundial en comparación con el recurso crecientemente más valioso -el conocimiento- en el cual, por todos los prejuicios políticos más retrógrados, la URSS no había invertido tiempo, esfuerzo o dinero.

La razón por la cual el gobierno de la URSS no había invertido en el desarrollo de tecnologías basadas en el conocimiento es muy obvia: el libre flujo de información implica la liberación no sólo de datos y estadísticas, sino de personas y dinero, libros y periódicos y, a final de cuentas, la proliferación de accesos a ideas nuevas. Nada más subversivo que eso. El régimen postrevolucionario en México acabó reconociendo que era imposible controlar la información como hubiera sido la preferencia de muchos de los políticos, más cercanos al concepto soviético de la democracia que al europeo. Su apuesta, que fue sumamente acertada y exitosa por décadas, consistió en permitir el acceso a la información a quien la pudiese obtener por sí mismo. De esta manera no impidió el que la gente viajara o que leyera revistas extranjeras, a sabiendas de que sólo un segmento muy pequeño de la población tenía acceso a ese tipo de oportunidades. Algunos analistas culpan a ese segmento de la población de las crisis cambiarias del 76 y del 82, lo que llevó a que un ex presidente lanzara una (infructuosa) campaña contra los “malos mexicanos”.(4) La realidad es que esa parte de la población era la única que contaba con algún tipo de información y de percepción de alternativas, lo que le llevó en esas ocasiones a actuar como lo hizo. Visto de otra manera, se trató de las primeras ocasiones en que la ciudadanía le impuso límites al actuar gubernamental. Con el advenimiento de la era de la información todo esto ha cambiado. La información ya es asequible a quien la quiera tener, en los pueblos más remotos. Más temprano que tarde, la población con posibilidad de imponerle límites a los gobernantes se va a multiplicar como arena en el mar.

 

La economía global en la era de la información

La maravilla de esta era es que nadie la puede controlar. El mundo se está encaminando rápidamente hacia una etapa en la que cada vez habrá una mayor integración económica, lo que exigirá todavía más cesiones de control político y, de hecho, de soberanía. Habrá cada vez más mexicanos incorporados, directa o indirectamente, en la economía mundial, produciendo bienes y servicios en competencia con sus contrapartes en Taiwán, Tailandia o Brasil. Esos mexicanos serán cada vez más capaces de discernir entre opciones e impondrán una nueva lógica a la función gubernamental. Los gobiernos -el mexicano igual que todos los demás- tendrá que abocarse cada vez más a atraer e invitar a inversionistas, ahorradores y personas y empresas con tecnología -mexicanos y extranjeros-, en lugar de pretender que los puede conducir sin más.

Lo anterior es mucho más trascendente de lo que parece. Puede parecer muy obvio como un ingeniero en computación podrá convertirse en un formidable productor de software en competencia con los mejores del mundo. Pero lo mismo es cierto para el campesino más aislado del país. La disponibilidad de acceso a una red telefónica, por ejemplo, le puede permitir a un campesino conocer los precios que se pagan por los productos que él cultiva, lo que lo pone en igualdad de condiciones respecto al mayorista, de tener ambos acceso a la misma información. La capacidad de abuso por parte del cacique, o de su forma institucionalizada como es la de Conasupo, disminuye drásticamente. En Sri Lanka ocurrió precisamente esto: cuando se instalaron líneas de teléfono en las zonas rurales, los campesinos lograron incrementar su ingreso en más del cincuenta por ciento gracias a la disponibilidad de información que ese medio facilitó (5). La liberación implícita en la era de la información es para todos.

Quienes participen plenamente en la economía de la información van a ser sus grandes beneficiarios. Típicamente, esa red internacional que crece cada día comparte no sólo objetivos económicos o profesionales sino, con el tiempo, sus integrantes van adquiriendo y compartiendo gustos, opiniones y otros factores con obvias implicaciones políticas para cada uno de los países involucrados. La gran interrogante que se debate en muchas de estas naciones es si esto es bueno o malo. Aunque evidentemente se puede argumentar en favor o en contra de cualquiera de estas perspectivas, en realidad se trata de un debate inútil y de un dilema falaz, como se puede observar en México en la actualidad. Claramente, los que participan en la economía de la información, buscando lograr un mayor valor agregado en la producción, tienden a tener mejores ingresos y todo lo que ésto implica, mientras que quienes no están en ese circuito pierden posición relativa. Pero la disyuntiva no puede ser entre proseguir con la economía moderna o concentrarse en la economía vieja en la cual se concentra una enorme porción de la población. Esa salida al dilema es falsa porque la economía vieja, por llamarle de alguna manera, no tiene futuro. Esa economía de bajo valor agregado y de productos que nadie quiere o necesita va a continuar perdiendo valor relativo y, por lo tanto, capacidad de emplear y remunerar a quienes ahí trabajan. Quienes abogan por esa salida no tienen más que objetivos políticos, ajenos a las necesidades de la población y a las realidades del mundo. Negar la economía moderna es equivalente a cerrar los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor; pretender que se puede optar por un mundo fuera de ella no es más que una ilusión. La única salida realista consiste en hacer lo posible y lo necesario por transformar las estructuras económicas y políticas actuales para hacer posible el florecimiento de una industria pequeña y mediana que sea competitiva en el mundo internacional.

Hacer avanzar a la economía que se rezaga es materia de decisiones fundamentales de política pública, pues entraña alteraciones esenciales al status quo político y económico imperante. En el corto plazo, la porción de la población que no está integrada a la economía de la información tiene que recibir apoyos directos en la forma de programas de capacitación, así como en el rediseño de empleos tradicionales -desde los trabajos de limpieza hasta los de la industria altamente manual- a fin de elevar radicalmente la productividad de cada trabajo y, con ello, el ingreso potencial de los individuos. Las soluciones de corto plazo involucran acciones tendientes a resolver problemas inmediatos de la población, así como a lidiar con los ajustes necesarios e inevitables de quienes no están capacitados para la nueva economía. Pero las soluciones de largo plazo requieren acciones mucho más trascendentes, tanto para los niños de hoy que requieren una educación drásticamente distinta a la de sus padres, como para los adultos de hoy y de mañana, que requieren de la posibilidad de acceder al mundo productivo.

El modelo implícito que se adoptó cuando se inició la reforma de la economía a mediados de los ochenta consistió en apoyar a las grandes empresas del país para que éstas se convirtieran en líderes de un proceso de transformación económica e industrial a lo largo del tiempo. Esta prioridad quizá era razonable en el México de los ochenta, cuando lo imperativo era dar un viraje rápido, generar exportaciones con gran velocidad e incentivar nuevas inversiones industriales. En retrospectiva, los éxitos de sectores como el automotriz, que ha generado una industria de autopartes ultra competitiva a nivel mundial, sugiere que no era una mala estrategia, dadas las restricciones del momento. Sin embargo, la estrategia se llevó a extremos absurdos, al grado de concentrar brutalmente la propiedad -y la riqueza- de las empresas privatizadas y, mucho más importante, al diseñar modelos implícitos de estructura industrial que no sólo no apoyaron, sino que incluso restringieron de manera extraordinaria el acceso y desarrollo de empresas pequeñas y medianas al mercado nacional y mundial. De esta manera, el modelo industrial que implícitamente el gobierno adoptó -y que todavía preserva- excluía a cuatro quintas partes de las empresas del país, a la vez que cancelaba la posibilidad de que una multiplicidad de nuevas empresas cimentara el camino hacia el futuro. El problema nunca fue la apertura de la economía o el TLC, sino la necedad de crear una plutocracia en lugar de una inmensa riqueza dispersa entre millares o millones de empresarios.

 

El dilema de la información y la ciudadanía

La libertad implícita en esta nueva era entraña problemas nuevos. Un ruso decía que es posible que la población de todo un país sepa que le están mintiendo y, sin embargo, ignorar la verdad. Tanto el sistema soviético como el priísta fueron construidos en torno a un conjunto de mitos y creencias que empañaron la realidad e hicieron cada vez más difícil separar mitos de realidades, análisis de intereses. En este contexto, la manipulación política es siempre posible. El problema es cómo romper con el círculo vicioso ahí implícito. La mayor disponibilidad de información no necesariamente permite el mayor y mejor uso de esa información. Nadie puede decirle a otra persona cómo puede o debe utilizar esa información, pero las herramientas necesarias para emplearla son la clave del desarrollo futuro y ese es un tema central de la política pública.

El control y el acceso a la información han sido motivo de innumerables discusiones, libros y novelas. Quizá la más conocida de éstas, 1984, de George Orwell, argumentaba que la tecnología electrónica inevitablemente magnificaría el poder del gobierno sobre el ciudadano. La experiencia de la URSS, sobre la cual está basada la novela de Orwell, parece demostrar que el autor estaba equivocado. A final de cuentas, el acceso a la información rompió las amarras que mantenían el yugo sobre decenas de nacionalidades, religiones y países en lo que alguna vez fue la URSS. Esta experiencia revela que la información puede convertirse en el factor liberador que facilita el desarrollo de la ciudadanía e impone límites al gobierno. Pero hay otro lado de la misma experiencia que no es posible ignorar, sobre todo para nosotros. La súbita disponibilidad de información minó el poder totalitario del gobierno soviético en buena medida porque hizo posible que crecientes grupos de la población se percataran de la realidad del régimen, de la violencia y de la falsedad. Todo eso destruyó la legitimidad del gobierno e hizo posible su subsecuente caída. La información acabó siendo una poderosísima arma destructiva que fue incapaz de construir algo que supliera al viejo orden. Peor aún, le dio acceso y vida a toda clase de chauvinismos, extremismos, radicalismos y grupos violentos. En este sentido, las comunicaciones que han hecho posible la llegada y la ubicuidad de la información son nada más que medios a través de los cuales ésta fluye; la información misma es producto de quienes se comunican a través de ese vehículo.

Muchas de las críticas que con frecuencia enarbolan algunos empresarios y virtualmente todos los funcionarios contra revistas como Proceso y diarios como Reforma en el sentido de que estos tergiversan la información o que son extraordinariamente irresponsables en lo que publican, caen precisamente en este campo. Por una parte, la disponibilidad de información claramente altera el status quo, toda vez que se hacen públicos actos de corrupción o abusos diversos, lo que afecta a intereses particulares. Por otra parte, el sensacionalismo que comúnmente  acompaña a ese tipo de revelaciones con gran frecuencia incluye afirmaciones falsas, sesgos y prejuicios que indudablemente dañan injustificadamente a personas o empresas. Este otro lado de la información tiene fuertes implicaciones para los dos temas que seguramente estarán en el centro del desarrollo o involución política que experimente el país en el futuro mediato: las acciones del gobierno y las responsabilidades de la ciudadanía.

 

La política pública: ¿podrá el gobierno cambiar?

El gran sueño de la planeación central, que nunca logró mucho más que hacer olas retóricas en nuestra realidad, además de costosísimas incursiones paraestatales en terrenos que no competen a un gobierno cuerdo, sigue vivo en los criterios de nuestros gobernantes. La racionalidad del contador que prefería que no se construyera un nuevo puente porque el transbordador todavía tenía espacio, sigue permeando las decisiones gubernamentales. Nuestros gobernantes siguen pretendiendo que la economía de los setenta es igual a la de los noventa y que los principios que entonces pudieron haber sido válidos lo siguen siendo ahora. Seguramente habrá un conjunto de premisas que son básicamente inmutables en cuanto a la estructura de una economía; sin embargo, el advenimiento de la economía de la información ha venido a trastocar todos los criterios y premisas que los economistas mantuvieron por casi dos siglos desde la Revolución Industrial. La realidad de hoy exige otro tipo de enfoques y nuevas prioridades.

La realidad actual requiere de un gobierno decidido a crear las condiciones para que ocurran dos cosas y sólo dos cosas: por una parte procurar que los individuos, sobre todo los niños, los pobres y los marginados, adquieran las capacidades básicas que les permitan enfrentar al mundo moderno. Esto es, enfocar todos los programas de educación, capacitación, subsidios, gasto social y de salud hacia el desarrollo de niños sanos y la incorporación de los pobres y marginados en el mainstream de la sociedad. Por otra parte, la función del gobierno tiene que ser la de crear las condiciones para que pueda prosperar la actividad económica. Esto requiere de dos acciones: una, la de alcanzar la estabilidad macroeconómica. La otra, la de desarrollar la infraestructura que haga posible el desarrollo de la actividad empresarial sin interferencias gubernamentales o burocráticas.  Esto se logra mediante el desarrollo directo o indirecto de la infraestructura física, así como de  un sistema jurídico y judicial independiente y no sujeto a la permanente intromisión y reforma por parte del poder ejecutivo.  También se logra mediante la definición y protección de los derechos de propiedad y el desarrollo de un sistema financiero efectivo, donde lo que importe no sea la nacionalidad del propietario, sino la capacidad de apoyar el desarrollo de las empresas. Todo el resto es contraproducente.

El dilema para el gobierno mexicano es extraordinario. De no liberalizar la estructura de decisiones públicas, fortalecer la descentralización política y favorecer una rápida dispersión de la información, el desarrollo económico fracasará; por otro lado, de liberalizar, el gobierno corre el riesgo de enfrentarse a desafíos políticos como los que caracterizan al gobierno chino, para los cuales no hay salidas fáciles. La pretensión de que el dilema no existe y de que es posible seguir alimentando la ilusión o la expectativa de que estamos avanzando porque un conjunto de indicadores macroeconómicos claramente muestran mejorías significativas, evidencia ceguera más que visión. Ceguera como la que seguramente caracterizó al régimen de Albania al pretender que porque nada se movía todo estaba bien.

En el fondo el problema y el dilema mexicanos son un tanto distintos. Por años, el gobierno ha pretendido que sabe mejor que el resto de los mexicanos qué es lo que  a ellos conviene. La forma de gobernar, las campañas publicitarias de la Secretaría de Hacienda y el desprecio por cualquier propuesta alternativa de política, por sensata que ésta sea, reflejan la perspectiva de un gobierno que, a pesar de sus diferencias, va hacia el cuarto lustro de imponer una serie de políticas inteligentes y benevolentes pero que carecen de la esencia de todo buen gobierno: legitimidad. Lo que el gobierno requiere no necesariamente es cambiar sus políticas, sino incorporar a la población en ellas. Es decir, cambiar sus prioridades. En lugar de predicar sobre la legalidad, para desaparecerla cada vez que no conviene a sus intereses, el gobierno tiene que someterse a ella. En lugar de ignorar a la población, incorporarla. En lugar de estar por encima de los mexicanos, ser parte de ellos. La democracia es una forma más compleja de gobierno; pero mucho más permanente que la autocracia que choca cada seis años.

 

¿Podrán los ciudadanos con el paquete?

 

La información libera y beneficia antes que nada o a nadie a los ciudadanos. Es para los ciudadanos que la información puede ser una palanca excepcional de desarrollo. La información altera la capacidad de la gente de organizarse, de actuar y de conocer a sus competidores, adversarios y amigos. En el terreno de lo político, la información genera toda una impresionante red de relaciones potenciales con Organizaciones No Gubernamentales, con partidos políticos, con organismos nacionales y extranjeros y con medios de presión internacionales. Todo esto apalanca el poder potencial de cualquier grupo de interés y permite multiplicar y fortalecer el poder institucional de cualquier grupo o entidad. Basta ver a Sebastián Guillén y al EZLN en Internet para observar lo que esto puede implicar. Además, el contagio y fertilización mutua entre grupos políticos, ecologistas, de derechos humanos, etcétera, acelera la diferenciación que existe en la sociedad y, con ello, profundiza los mecanismos necesarios para la estabilidad política.  No importa el grupo o interés de cada persona, el hecho es que la disponibilidad de información y los vínculos con otros grupos e intereses a lo largo del país o del mundo abre puertas y vehículos de participación antes impensables.  Pero este desarrollo no necesariamente tiene que conducir a la estabilidad o a la evolución política.

En la medida en que el ciudadano se adueña del balón, como reza el dicho popular, los problemas cambian de naturaleza.  Una cosa es que una persona adquiera los conocimientos o las habilidades para entrar al mercado de trabajo, por ejemplo, y otra muy distinta es que esa persona se constituya en un ciudadano responsable, capaz y deseoso de luchar por sus derechos estrictamente dentro de los marcos institucionales que el concepto de ciudadanía entraña por definición. Puesto en otros términos, siguiendo el ejemplo del campesino de Sri Lanka que logró casi duplicar los precios de sus cosechas cuando tuvo acceso a un teléfono, la disponibilidad de la información puede llevar exactamente a lo contrario: un niño abusado igual puede encontrar en el internet la manera de construir una bomba atómica. La diferencia en la manera en que se emplee la información reside en la responsabilidad de cada persona.

Para todas las personas que tienen hijos es evidente que nadie puede hacer responsable a otra persona. Nadie puede obligar a un niño a ser responsable.  La educación de un niño, como la de un ciudadano, consiste -o debe consistir- precisamente en la creación de condiciones en las cuales ese ciudadano futuro comprenda sus derechos y obligaciones al hacerlos efectivos. El gobierno no puede obligar a nadie a ser responsable pero sí, en cambio, puede proveer toda clase de incentivos para que la población sea extraordinariamente irresponsable.  También puede crear los incentivos para que se haga responsable. Cuando resulta más fácil conseguir una cita con un determinado secretario de gobierno mediante la organización de una manifestación en las calles que llamando a la secretaria del mismo, la población acude a las manifestaciones. En ese caso el gobierno esta ofreciendo incentivos a la irresponsabilidad ciudadana que hacen que las personas actúen muy racionalmente como políticos, pero no como ciudadanos.

El dilema de la ciudadanía es muy simple: para que exista, tiene que ser responsable. Y para que sea responsable se le tiene que dejar hacer uso pleno de sus derechos ciudadanos. Uno de estos derechos es el que el gobierno no cambie arbitrariamente y a conveniencia las leyes y que no imponga sus decisiones por encima de la sociedad. Conceptualmente este planteamiento es muy simple. La gran interrogante del México de hoy es cómo llevarlo a la práctica. El dilema en la vida real se va a presentar en forma creciente en el curso del próximo lustro por razones demográficas. Un indicador de esto es muy claro: hace dos décadas el voto confiable o “duro” del PRI era indudablemente mayoritario a nivel federal; hoy en día ese voto es menor al 40%. En el curso de la próxima década ese porcentaje va a disminuir a no más de la mitad. Entre este momento y aquel, el país tendrá que saber funcionar sin el PRI y tendrá que haber creado un sistema legal confiable y respetado que haga posible una transmisión pacífica del poder entre dos partidos distintos. Eso sólo será posible en la medida en que los priístas hayan creado una estructura legal capaz de ofrecer garantías a los propios miembros del PRI de que no serán perseguidos arbitrariamente, a la vez que los miembros de otros partidos la consideran institucionalizada de tal forma que ellos no tengan la capacidad política, ni mucho menos la legal, para alterarla. Cuando eso ocurra, México será un país de leyes. Nadie en México hoy puede creer que eso es una realidad presente. Por ello, o nos preparamos para el embate de la información y la competencia, y eso implica crear un país de leyes, o nos lleva el tren.

 

1)    Kennedy, Paul, The Rise and Fall of the Great Powers, Vintage, Nueva York, 1989 pp.438

2)    citado por Shane, Scott, Dismantling Utopia, Elephant Paperback, Chicago, 1994, p.5

3)    ibid, p.45

4)    lo que no ha impedido que, en la nueva legislación fiscal, se retorne, implícitamente, a esos conceptos.

5)    Wriston, Walter, the Twilight of Sovereignty, Scribners, Nueva York,1992. p.41.


* politólogo, director de CIDAC

Incongruencias

Luis Rubio

Algo peculiar pasó con la celebración del bicentenario: el gobierno la organizó, pero la población se la apropió. La trascendencia del hecho quizá no debería sorprender a nadie, pero nos dice mucho sobre el México de hoy, sobre todo respecto al enorme potencial de desarrollo que tiene frente a sí, pero también sobre la calidad de los gobiernos que hemos tenido y su incapacidad para asir y hacer posible ese potencial. No deja de ser notorio que la celebración haya sido casi una “historia de dos ciudades”, dos narrativas contrastantes –ciudadanía y élites- que no se comunican entre sí.

“El futuro, escribió Will Durant, no sólo ocurre. Fue construido”. Pero el gobierno emanado del PAN decidió no construir un futuro; más bien se concentró en la celebración. No hay nada inherentemente malo en haber organizado un magnífico espectáculo con el objetivo exclusivo de celebrar y festejar, pero es extraño que haya aceptado la historia priista sin más. A final de cuentas, el PAN nació como una respuesta, una reacción, al desarrollo de un partido oficial, virtual monopolio del poder público. Sus primeras manifestaciones fueron de rechazo a la glotonería y excesos de los revolucionarios y de reivindicación de ideales fundamentales. Raro que su versión de la historia estuviera ausente.

Manuel Gómez Morín, el fundador del PAN, no fue un hombre dado a las pasiones ideológicas. Abogado cuidadoso, fue director del Banco de México y rector de la UNAM: imposible encasillarlo en una trama ideológica o partidista. Sus escritos revelan a un personaje dedicado, reflexivo y profundamente nacionalista que no aceptaba los dogmas de izquierda o derecha. Su mantra fue contribuir al desarrollo del país y luchar contra los excesos del partido oficial y sus personeros. Su decisión de impulsar la creación de un nuevo partido político respondía al deseo de debatir los temas medulares del país y mantener un diálogo abierto, inteligente y ciudadano. En este contexto, es interesante observar cómo el PAN abandonó a sus próceres y cedió la narrativa histórica.

En una excelente entrevista radiofónica con Leonardo Curzio, Ilán Semo explicaba cómo el PRI se apoderó de la interpretación de la historia. Usando los libros de texto gratuito, el PRI logró unificar la narrativa histórica, contando su versión de las cosas y negando todas las demás. Lo sorprendente es que, dado su origen, el PAN haya aceptado esa narrativa y callado su propia versión, al grado de ni siquiera mencionar, por no decir utilizar, a personajes dignos de nuestra historia como Gómez Morín para reivindicarse a sí mismo. Según Semo, México sólo crecerá como nación en la medida en que las narrativas de todos los grupos e integrantes de nuestra sociedad adquieran legitimidad histórica y comiencen a comunicarse para articular una película mucho más rica y, sobre todo, menos maniquea del pasado. En esto el gobierno renunció a la oportunidad que representaba el bicentenario. En cien años habrá una nueva posibilidad…

Pero lo maravilloso de la celebración estuvo en el choque entre las teorías y las críticas con la realidad mundana. Si el gobierno no tuvo visión ni perspectiva en su proyecto, la población no tuvo el menor empacho de imponer la suya. Para el mexicano común y corriente había todo que celebrar y nada que lamentar. El gobierno montó un extraordinario espectáculo que no hizo sino atizar todas las emociones y expectativas. En algunos lugares del país, como Monterrey, la población salió a hacerse de la magna plaza, a tomar el espacio público y decirle un “hasta aquí” al crimen organizado. En la Ciudad de México la población hizo evidente que “la calle es nuestra” y nadie se la va a quitar. Para la población no había complicación ni contradicción: estamos celebrando lo que somos y lo que queremos ser. Los argumentos intelectuales pueden ser interesantes, pero no impiden celebrar y festejar.

Imposible ignorar la bondad inherente a la respuesta popular. Los gobiernos –buenos o malos- van y vienen pero nada altera la naturaleza de la mexicanidad. La criminalidad de las últimas décadas ha generado profundas divisiones en nuestra sociedad, destruyendo el marco de convivencia mínima que es necesario para construir una estructura social integrada y sólida. El temor a ser víctima de mafias criminales que se distinguen por su violencia y, sobre todo, por la crueldad en su actuar, ha llevado a la fractura de las relaciones sociales y al debilitamiento, si no es que a la extinción, de ese factor cohesionador crucial, la confianza, elemento clave para el desarrollo. Y, sin embargo, las fiestas patrias mostraron un pueblo vivo, dispuesto y rico en manifestaciones de anhelo futuro: al que las rencillas entre políticos y partidos no le hacen diferencia.

Al ver el espectáculo audiovisual y observar las manifestaciones populares reflexionaba yo sobre lo que sería posible construir en un país con tal riqueza, con tal deseo de superación y disposición a desafiar no sólo a la autoridad, sino a la versión oficial de la historia. La población no tuvo empacho ni dificultad en actuar lo que el PAN fue incapaz de hacer con la historia priista. El PAN acabó por hacer suya la narrativa “oficial” emanada de los libros de texto, implícitamente cediendo no sólo su historia, sino, volviendo a Durant, el futuro. No así la población.

En todo esto me pregunto lo mucho que hubiera sido posible lograr si el gobierno hubiera construido un proyecto de celebración orientado a generar esperanza en un mejor futuro, esperanza en un mejor país, esperanza en derrotar al enemigo común, esperanza en construir un futuro promisorio. Fox se dedicó a elevar expectativas, no a construir esperanza. Un gobierno más atemperado como el de Calderón tuvo en la mano la posibilidad de darle esperanza a un pueblo ávido de respuestas, deseoso de oportunidades, pero renunció a todo ello.

Los números de la criminalidad dicen mucho sobre la forma en que se ha desquiciado una parte importante de la juventud. Proliferan las teorías sobre cómo y por qué ocurrió esto, pero el hecho es que el fenómeno existe. Es evidente que urge crear condiciones para elevar la tasa de crecimiento de la economía y del empleo a fin de al menos reducir el incentivo de la juventud a incorporarse a la criminalidad. Pero más allá de la economía, la celebración del bicentenario mostró que la abrumadora mayoría se rehúsa a rendirse: no quiere ser parte de ese país perdedor y, por encima de todo, anhela un mundo muy distinto. Con esa actitud, y esa población, México podría ser otro en un ratito. Si sólo se le convocara.

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Esperanza

Luis Rubio

«Dejad toda esperanza los que aquí entráis» escribe Dante Alighieri en el dintel de la puerta del infierno. Muchos mexicanos así se deben sentir: que la historia los ha traicionado. Las crisis, los liderazgos y las promesas generan expectativas y esperanzas para luego acabar destrozadas en un mar de lágrimas. Las causas y las circunstancias cambian pero el resultado es el mismo: el mexicano se siente victimizado y cree que todo mundo le debe la vida. En lugar de inconformarse y romper con los círculos viciosos, tiende a aferrarse y, por lo tanto, a perder toda esperanza y posibilidad. La pregunta es por qué.

El contraste con otras culturas es impactante. Los avatares de la historia en algunas naciones latinoamericanas no son tan distintos, pero algunas logran romper con las ataduras del pasado mientras que otras se quedan donde están. Independientemente de su marco de actividad, el mexicano tiende a ser dependiente: quiere que alguien más le resuelva sus problemas. Que el gobierno lo proteja y lo saque de apuros, que se necesita un líder, que se requiere un proyecto de país. Para todo hay excusas pero pocas iniciativas.

El contraste con los brasileños es impactante: su sistema gubernamental y regulatorio les impedía progresar; tan pronto se introdujeron reformas idóneas, floreció su reprimida creatividad y capacidad y ahora muestra su músculo en ámbitos empresariales, tecnológicos e industriales. Más allá de sus recientes éxitos, lo contrastante con el mexicano es su pujanza y disposición a asumir riesgos. Mientras que los mexicanos tendemos a vernos como víctimas, los brasileños se perciben a sí mismos como una potencia en ciernes y ven al mundo como suyo.

Ninguna de estas observaciones es novedosa. Samuel Ramos y Octavio Paz dedicaron sus estudios a explicar estos fenómenos y a analizar las implicaciones de nuestra cultura y modo de ser. Algunos historiadores atribuyen a la invasión norteamericana de 1847 el origen del nacionalismo mexicano y del sentido de victimización que lo acompaña. Otros lo explican por el choque de culturas que representó el sincretismo de la conquista y el mundo indígena. Algunos más le atribuyen al sistema priista y a su autoritarismo cultural la destrucción de toda iniciativa individual. Cada una de estas perspectivas explica o contribuye a entender la personalidad del mexicano. Lo que no nos dicen es si es posible romper el círculo vicioso y, en su caso, cómo.

Lo que es cierto es que, con todas sus diferencias, las naciones pobres que en las últimas décadas han logrado romper con el subdesarrollo tienen grandes similitudes. Lo que las asemeja es la transformación que han experimentado y la actitud con que han abierto un mundo de oportunidades a sus respectivas poblaciones.

Parafraseando a Tolstoi, quizá se pudiera afirmar que todas las naciones exitosas son similares mientras que cada una de las que están estancadas es distinta. De la misma forma en que es posible tratar de dilucidar el origen y causas de la personalidad y cultura del mexicano como brillantemente lo hicieron los filósofos mencionados, estoy seguro que hay quienes hacen lo propio para Argentina y para Venezuela, Cuba y Nigeria. Explicaciones no faltan. Lo que falta es alguna forma de romper con el estancamiento.

Un acucioso y experimentado observador de nuestra región afirma que el común denominador de todas las naciones que han logrado ser exitosas es un liderazgo claro que establece un rumbo y no se dedica a minarlo por sus propios intereses. Esta manera de ver al mundo es por demás pragmática, pero entraña enormes riesgos y deja todo a la merced de un salvador. Nuestra propia experiencia a lo largo de las últimas décadas es sugestiva: ha habido líderes por demás capaces que generaron impresionantes expectativas y esperanzaron a la población sólo para acabar arruinando vidas y haciendas, patrimonios y familias.

¿Cómo, pues, romper con el círculo vicioso? Hace años, en la contienda del 2000, recuerdo a uno de los candidatos afirmando que tenía claro lo que había que hacer para resolver los problemas del país. Los dos primeros elementos de su listado eran: una nueva constitución y cambiar al mexicano. La receta era sencilla.

Quizá una manera menos gravosa de desarmar el acertijo es analizar los elementos unificadores o denominadores comunes de las sociedades que se han transformado. Cada una de las naciones exitosas ha logrado conferirle certidumbre a sus poblaciones. Esa es la verdadera receta del éxito. De la misma forma en que la burra no nació arisca, sino que la realidad así la hizo, la gente se protege y se hace reacia a cualquier cambio porque no tiene claridad sobre el futuro y, en ocasiones, ni siquiera sobre el presente. Baste ver lo emprendedor que es el mexicano en lo individual para percibir el inmenso potencial.

Nuestra vida cotidiana es maestra de incertidumbre. La simple observación del acontecer diario podría dejar estupefacto al más pintado. Por ejemplo, hace poco, la Suprema Corte decidió negar el compromiso gubernamental de pensionar hasta con 25 salarios mínimos a los mexicanos que quedaron en la transición entre el viejo sistema de pensiones del IMSS y el de las Afores. En Chile, ese dinero se entregó a través de un «bono de reconocimiento» el día mismo en que se crearon las AP, equivalente a las Afores. Allá hay certidumbre, aquí engaño.

En forma similar, la administración aeronáutica estadounidense (FAA) recientemente degradó la calificación de los servicios de Aeronáutica Civil en México, con lo que, además de revelar graves faltas de procedimiento, nos coloca como parias en el mundo. La respuesta del gobierno: nos falta presupuesto. No hubo siquiera un intento por ofrecer soluciones o una indicación de que se comprende la gravedad del problema o cómo resolverlo. Algo similar ocurrió con el anuncio de que caímos decenas de lugares como recipientes de inversión extranjera. La trascendencia de esa caída es monumental para el crecimiento de la economía y para la generación de empleos y, sin embargo, no hay respuesta o propuesta de solución por parte del gobierno o del resto de los poderes públicos. Unos auto-complacientes y otros resignados.

Certidumbre y credibilidad son quizá los dos vectores más fundamentales del éxito de un país. Estos los puede construir un gran líder o un gran sistema institucional, pero toman décadas en cimentarse hasta trascender. Destruirlos sólo toma un instante. De por medio va la esperanza de cada mexicano y la posibilidad de salir adelante. Construir esperanza hubiera sido una buena manera de celebrar el bicentenario, pero para eso se necesitaba un gobierno de verdad.

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Prioridades

Luis Rubio

En una visita a México al final de los 80, la cabeza de una delegación de empresarios se expresó con una frase lapidaria que dejó frío al auditorio: «les presento a los nuevos empresarios chilenos porque los viejos ya no existen». En México difícilmente podemos hacer semejante afirmación. Aunque muchas empresas han cerrado en las últimas décadas, lo impactante es lo pequeño del número de empresas que ha surgido como líderes y punteros en un mercado competitivo. ¿Será que aquí tenemos cuatropeadas las prioridades?

Muchos critican como precipitada la decisión del gobierno de lanzar una «guerra contra el narco». Esa crítica no es muy distinta a la que le cargan a gobiernos europeos y norteamericano respecto a la capitalización de los bancos al inicio de la crisis. La verdad es que, frente a un momento caótico y amenazante, los tomadores de decisiones en un gobierno no tienen el beneficio de la mirada retrospectiva: tienen que actuar y hacerlo de la mejor manera posible. Pero esa premura no tiene razón de ser en temas del desarrollo, que sólo puede darse como producto de un plan de largo aliento que va cimentando las condiciones necesarias para alcanzarlo.

Ese no ha sido nuestro caso. Por años, las crisis marcaban la prioridad: lo importante era recuperar la estabilidad. Luego vino el cambio político y ahora tenemos una crisis de seguridad. Lo urgente siempre se ha impuesto sobre lo sustantivo y rara vez ha habido claridad de miras. Resolver una situación de crisis es indispensable, pero no es substituto del desarrollo. Sin embargo, en México nos hemos acostumbrado a resolver las crisis como si ese fuera un fin en sí mismo: por ejemplo, tener finanzas públicas saludables se ha convertido en un objetivo, en lugar de un medio, necesario pero insuficiente. En ocasiones, sobre todo si la forma de lograrlo entraña costos excesivos, el medio acaba matando al objetivo. Lo mismo se puede decir de la seguridad pública: se trata de un medio para un objetivo superior.

El objetivo es el desarrollo y el gobierno factor indispensable para lograrlo: para hacer cosas relevantes, no para atorarse en los medios, sino como factor clave de organización social. Utilizando una metáfora futbolística, Mariano Grondona afirma que «si no hubiera árbitro, un jugador como Maradona haría todos los goles con la mano». La función del gobierno -su prioridad medular- es crear condiciones para que el crecimiento sea posible, no substituir a la sociedad y al empresario en el proceso. Nunca ha sido esto más trascendente.

Estamos ante un momento de redefinición mundial: hoy se reconoce que las cosas que se hacían antes ya no son las idóneas para sustentar la siguiente etapa de desarrollo. Esta redefinición se deriva de la crisis financiera reciente, el calentamiento global y la competencia china. En todo el mundo se especula sobre las industrias que serán relevantes mañana y sobre la forma en que deben conducirse los gobiernos para generar prosperidad. Esto ha llevado a que algunos gobiernos se conviertan en accionistas de bancos y empresas pero los interesantes son los que están promoviendo transformaciones cualitativas de gran alcance, orientadas a lograr exactamente lo contrario: hacer factible el establecimiento y desarrollo de nuevas empresas y nuevos empresarios. Por ejemplo, en los países nórdicos los gobiernos se están abocando a elevar los niveles de eficiencia y productividad de sus economías, facilitando la transición de empresas que ya no pueden competir bajo las nuevas circunstancias hacia nuevas oportunidades de desarrollo y creando mecanismos para el establecimiento de empresas tecnológicas que se caracterizan por una alta rotación.

Mientras eso sucede, nosotros seguimos anclados en un paradigma que lleva cuarenta años evidenciando su inviabilidad. Cada país tiene que encontrar la forma de ser exitoso, pero las grandes líneas son conocidas por todos: la clave reside en agregar valor, elevar la productividad y establecer reglas del juego funcionales. En castellano, lo anterior quiere decir transformar el proceso educativo para que las personas puedan desarrollar su creatividad, mejorar drásticamente la calidad de la infraestructura física y humana y crear un marco de reglas que sean claras y parejas.

¿Qué hemos estado haciendo en México? Exactamente lo contrario: tenemos un sistema educativo cada día más retrógrada; aunque ha habido mucha inversión en carreteras, la calidad de la infraestructura y el acceso a la misma son cada vez peores; y en materia de reglas, domina el capricho, la ausencia de mecanismos efectivos para el resarcimiento de daños, resolución de conflictos en disputas por contratos y, en una palabra, la arbitrariedad y la impunidad. No hay forma de crear más y mejores empleos si hay tres strikes en contra  antes de que comience el partido.

Los empresarios chilenos que mencioné al inicio estaban todos concentrados en actividades e industrias «nuevas», aunque fuesen «viejas». Muchos estaban en actividades vinculadas al campo, pero nada tenían que ver con la manera tradicional de cultivar. Su verdadero negocio era de servicio: valor agregado sobre la actividad agropecuaria tradicional. Así crearon industrias espectacularmente exitosas en frutas, vinos, pescado y madera, convirtiéndose en líderes en cada una de ellas. El proceso para llegar a ese nuevo estadio de éxito tomó algunos años de penuria y muchos cambios en la estructura y viabilidad de las empresas que antes existían. Es decir, el cambio no fue gratuito, pero en menos de una década se transformaron. En México llevamos cuarenta años corrigiendo lo macro mientras protegemos industrias que ya no son viables, como si se tratara de un museo.

En este momento se están debatiendo diversas iniciativas de ley que van de extremo a extremo. Por un lado, se pretende hacer autónoma a la Comisión de Competencia, dotándola de enormes -y excesivos- poderes discrecionales. Por otro, se propone aprobar una legislación de asociaciones público-privadas, que le darían al gobierno oportunidades para elegir ganadores y perdedores no en una contienda mundial, sino en la asignación de recursos públicos.

Sería mejor desarrollar reglas claras, sencillas y parejas, sin facultades discrecionales, para que el ahorrador, empresario e inversionista sepan a qué atenerse. De manera paralela, hay que entender el contexto: en mercados muy grandes puede haber muchos participantes, pero en mercados relativamente chicos la única forma de evitar monopolios es con una apertura de verdad. Llevamos cuatro décadas apostando a un pasado que nunca retornará. Es tiempo de comenzar a construir el futuro.

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Aprendizajes

Luis Rubio

La violencia que acecha al país no ceja ni parece responder a los cálculos gubernamentales o expectativas de los expertos y observadores. Lo único que parece certero es que no se trata de un proceso lineal, sino que hay muchos jugadores involucrados que se adaptan con celeridad y cambian las reglas del juego. La única certeza parece ser que todo cambia de manera dinámica.

Dice un dicho, atribuido a Truman, que «lo que importa es lo que uno aprende luego de que ya lo sabe todo». Los últimos meses han sido prolijos en aprendizaje porque han obligado a todos -desde el presidente hasta el mexicano más modesto- a revisar hipótesis, dialogar con opositores y analizar los temas a fondo. En estos años he observado la escalada de violencia, escuchado a los expertos y tratado de comprender la naturaleza del fenómeno que estamos viviendo, y me he encontrado de todo: claridad de miras, críticos gratuitos, expertos de verdad y otros de quince minutos. En el camino, lo único evidente es que el mexicano vive atemorizado y sin la menor claridad de cómo será el futuro.

Quisiera compartir las cosas que he ido aprendiendo, sin afán de arribar a una conclusión definitiva:

  • La relación entre violencia y criminalidad es indisoluble y quizá ahí resida el corazón del asunto. El tema de fondo no es el narcotráfico sino la impunidad que se deriva de la inexistencia de capacidad e instrumentos -y quizá disposición- para lidiar con el crimen organizado. Eso es lo que nos diferencia de países como España o Estados Unidos, donde hay un fenómeno similar de narcotráfico pero no hay la misma violencia.
  • El origen de la situación actual se remonta a dos circunstancias que ocurrieron de manera paralela pero independiente: por un lado, la rápida descentralización del poder que comenzó en los noventa y que transfirió dinero y responsabilidades a los gobernadores pero sin construir las instituciones policiacas y judiciales modernas que reemplazaran a las del sistema priista. Los viejos instrumentos -corruptos y abusivos pero en su época eficaces- dejaron de ser funcionales pero nada los reemplazó. Por otro lado, más o menos al mismo tiempo, y por razones comerciales, los carteles del narcotráfico comenzaron a desarrollar el mercado interno de drogas. Esta conjunción de circunstancias no pudo ocurrir en peor momento. Para cuando llegó Calderón a la presidencia, el país estaba en llamas y se requería una respuesta clara y definitiva.
  • La estrategia adoptada a partir del final de 2006 restableció alguna semblanza de orden en lugares como Tijuana, pero falló por no estar a tiempo para substituir al ejército -que nunca fue entrenado para labores policiacas- con una policía federal efectiva y debidamente formada. El resultado ha sido el desprestigio del ejército y el envalentonamiento de las mafias.
  • Las mafias han desarrollado estrategias territoriales que dominan todo el mundo delictivo: desde la venta de estupefacientes hasta la extorsión y el secuestro. Además, por donde pasan controlan gobiernos e imponen su ley.
  • La mayor parte de la violencia es entre mafias y por eso la cifra del 90% de muertos de los propios narcotraficantes y sus sicarios es creíble. La realidad es que el gobierno ha incidido relativamente poco en esa dinámica entre mafias.
  • Históricamente, los narcotraficantes siempre prefirieron la sombra: nunca atraer atención excesiva. Pero eso ha cambiado: como los demás poderes fácticos, las mafias se han convertido en factores de poder y actúan como actores políticos racionales y calculadores: mandan mensajes, intimidan y se posicionan. Quizá no haya mejor ejemplo de ello que la portada de Proceso con Zambada abrazando a Julio Scherer o la liviandad con que los Zetas matan por doquier. Este cambio de táctica debería hacer reflexionar a los escépticos: no hay duda que están retando al gobierno en todos los ámbitos y ya no es inconcebible su colapso.
  • La violencia se ha convertido en la carta de presentación de las mafias y por ello es necesario repensar la estrategia de capturar o matar a sus líderes.
  • La legalización es un poco como el lado anverso de las teorías de la conspiración: resuelve todo de un plumazo. El único problema es que la legalización que teóricamente ayudaría a México no es la de la droga aquí (porque, igual que el tránsito o los impuestos, la violación de esas leyes parece consuetudinaria), sino en EUA.
  • El verdadero problema reside en que no tenemos un sistema de gobierno que funcione. El narcotráfico no hace sino evidenciar un sistema judicial corrupto, una pésima división de funciones y responsabilidades entre los estados y la federación y la inexistencia de cuerpos de policía profesionales. Parte de esto se deriva de la corrupción y naturaleza del sistema priista, pero también es producto de la incompetencia de nuestros políticos actuales y su desidia por construir una estructura institucional efectiva y funcional. El problema es la falta de gobierno, que hace posible el crecimiento del crimen organizado.
  • Las armas son un instrumento, no el corazón del problema. Las mafias tienen mejores armamentos que el ejército y las policías y éstas entran igual por el norte que por cualquier otro lado. El mercado negro de armas es mundial y el que haya esas armas en México es prueba de lo desquiciado que están las aduanas y todo lo demás.
  • El súbito ascenso de la violencia en Monterrey debería ser tomado en serio. Si la localidad más moderna del país sucumbe ante la escalada, el país no tiene futuro. Lo sorprendente es la pasividad de la clase política que, por indiferencia o vinculación, actúa como si nada estuviera en juego.
  • Colombia puede servir de referencia: ahí las cosas cambiaron cuando el gobierno hizo transparente su actuación fiscal, logró el apoyo de la población entera y los medios reconocieron que sólo dejando de ser portavoces del narco el país saldría avante. La clave reside en un gobierno que comunica, lidera y se gana el respeto de la población.
  • El gobierno tiene que combatir al narco como crimen organizado porque ese es el problema de fondo. La solución no puede consistir en negociar  con las mafias sino en eliminar la impunidad y desarrollar instituciones fuertes para luego imponerle reglas al narco. El orden de los factores es crucial.
  • Hay salidas: lo que ha ocurrido en este tiempo es que el gobierno ha privilegiado la lealtad sobre la competencia. Hay planes bien armados desde finales de los noventa que se desecharon por ignorancia y estupidez pero que sin duda pueden convertirse en la base de una respuesta contundente e integral. Monterrey sería un buen lugar para comenzar a implantarlos.

 

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Otra explicación

Luis Rubio

“La transición  supone –dice Joaquín Villalobos- desmontar aparatos represivos, reconstruir instituciones, aprender a usar las leyes y proteger al ciudadano en vez de vigilarlo”. La transición política abrió un nuevo espacio de libertad para la ciudadanía y competencia para los partidos políticos. En el proceso, alteró la estructura de un sinnúmero de instituciones,  modificó las relaciones de poder en la sociedad mexicana y entre los distintos niveles de gobierno y creó fisuras en los mecanismos de control que antes habían servido para impedir que los ciudadanos actuaran por su cuenta. El problema es que también le hizo la vida fácil al crecimiento del crimen organizado.

Marcelo Bergman, un investigador del CIDE, se ha dedicado a estudiar la criminalidad en varios países de América Latina. Comenzó por observar que brasileños y argentinos, guatemaltecos y mexicanos todos experimentaban súbitos ascensos en los índices de criminalidad. Cada país ofrecía explicaciones lógicas que daban cuenta de lo que ahí había acontecido y las explicaciones tenían sentido y reflejaban realidades locales que sus poblaciones habían vivido en carne propia. Lo que le sorprendió fue que aunque la dinámica de cada país era inteligible, el problema de criminalidad había brotado en un gran número de países prácticamente al mismo tiempo.

Su estudiar lo ha llevado a desarrollar diversas hipótesis que intentan explicar el fenómeno más amplio. En el camino ha logrado dar una perspectiva mucho más comprehensiva del fenómeno de la criminalidad en la región, ofreciendo un punto de vista que explica otros componentes de lo que ha acontecido en estos países. Según su análisis, hubo factores que en los noventa coincidieron en varios países de América Latina: la descentralización del poder, la demanda de bienes de consumo por parte de clases medias bajas, la aparición del crimen organizado dispuesto a satisfacer esa demanda y la aparición de China como fuente de productos de bajo precio que satisfacían ese mercado. En la perspectiva de Bergman, el mundo cambió en los noventa porque la fragmentación del poder y aparición de clases medias emergentes crearon condiciones para que los otros dos factores incidieran y crearan un espacio de oportunidad para que surgiera la criminalidad como el que no había existido por décadas.

Cada país es distinto, pero varias naciones del subcontinente experimentaron profundos cambios en sus estructuras políticas y gubernamentales en el mismo periodo. En algunos casos el cambio se dio por el fin de dictaduras militares y el inicio de gobiernos civiles, en tanto que en otros el cambio se debió a procesos de democratización. En ambos casos, el factor medular de cambio fue que el poder se desconcentró. Esa desconcentración de poder implicó la transferencia de los otrora mecanismos de control hacia otros niveles de gobierno, mismos que, al menos en términos legales, eran responsables de la seguridad pública. Es decir, lo que antes estaba de facto en manos de las autoridades centrales ahora pasó a las estatales y locales. El problema es que esas autoridades no estaban capacitadas para lo que súbitamente les cayó y, en muchos casos, no tenían los instrumentos o la comprensión del reto que ahora era suyo. Países como Chile y Uruguay, que tienen sistemas de gobierno centralizado (unitarios como les llama Bergman), no experimentaron la desconcentración del poder y tampoco vivieron súbitos ascensos en la criminalidad.

El segundo componente del cuadro que ha desarrollado este estudioso es quizá el más significativo y novedoso. La existencia de una demanda reprimida de bienes de consumo por parte de clases medias incipientes es un factor de trascendencia no sólo económica, sino también social y política porque demuestra tanto la mejoría de estas sociedades como el fracaso de la política económica estatista en las décadas anteriores que había impedido el desarrollo. Las clases medias emergentes observaban cómo consumían las clases medias altas pero no tenían la capacidad económica para adquirir los mismos bienes. Esta fuente de demanda fue satisfecha por el crimen organizado.

La primera oleada de criminalidad surgió con el robo de automóviles, mismos que con frecuencia se deshuesaban para venderlos como partes, o se exportaban a otros mercados de la misma región. Con el tiempo surgieron otros mercados: discos compactos y DVDs pirata,  bienes de consumo robados y así sucesivamente. El gran corolario de este proceso fue la aparición de China como proveedor de bienes de consumo baratos y atractivos para un mercado disponible. El contrabando no se hizo esperar. Con gran celeridad, los bienes chinos inundaron los mercados de ropa, zapatos, electrónica, computación y juguetes. El consumidor de estos bienes quizá no tenía acceso al aparato de sonido o video más sofisticado o a la película de mejor calidad, pero tenía la misma diversión y oportunidad que el más encumbrado de los consumidores.

En su artículo seminal “Ventanas Rotas”, James Q. Wilson y George Kelling, argumentaban que cuando las ventanas rotas de un edificio no se reponen o reparan, no tardará un vándalo en romper todas las demás. Con esta metáfora desarrollaron una teoría de la criminalidad que argumentaba que cuando no se atiende o ataca el crimen más básico, éste comienza a florecer y a diversificarse hasta convertirse en un fenómeno ubicuo en incontenible. Lo que Bergman ha observado en estos países sigue esa lógica: en lugar de atacar el problema cuando comenzó, los países que se democratizaron y sus poblaciones estaban demasiado preocupados con los grandes temas políticos de la transición y descuidaron lo más elemental: la seguridad de sus habitantes. El robo de coches vino seguido por la piratería, ésta del consumo de drogas y hoy estamos endrogados en un mar de violencia para el que los instrumentos del Estado siguen siendo insuficientes o inadecuados. A esta historia le falta el final feliz, pero la interpretación de Bergman deja mucho que pensar.

La desarticulación de un sistema político semi autoritario no necesariamente entraña el crecimiento de la criminalidad. Esa situación se dio en México y en otras naciones al sur del continente porque la transición no vino acompañada del desarrollo de instituciones sólidas, capaces de contribuir al crecimiento y maduración de un sistema policiaco, de justicia y, en general, de gobierno. Ahora los mexicanos tenemos que encontrar la forma de lograr lo que los actores y autores de la transición nunca comprendieron era central a la edificación de un país no sólo democrático, sino también moderno y civilizado.

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Una explicación

Luis Rubio

«En las teorías de la democratización -escribe Joaquín Villalobos- se dice que el autoritarismo está hecho de procesos inciertos con resultados ciertos, y la democracia de procesos ciertos con resultados inciertos». Aunque la (interminable) transición democrática que ha experimentado el país ha sido por demás tersa, sus consecuencias han sido extraordinariamente grandes y no todas buenas. La descentralización del poder ha tenido el efecto, por demás bienvenido, de equilibrar los poderes federales, pero el perjuicio de desarticular la capacidad de gobernar. Estos cambios no pudieron tener lugar en un peor momento.

La crisis de criminalidad que comenzó a arrollar al país desde el inicio de los noventa no ha dejado de expandirse y agravarse. No sólo eso: a la criminalidad se vinieron a sumar las guerras entre narcotraficantes y, más recientemente, la andanada de los perdedores de esos encuentros, que se manifiestan en la forma de extorsión, venta de protección y secuestro. Explicaciones sobre las causas de estos fenómenos son muchas y cada una ofrece distintos diagnósticos. Pero ninguna logra aclarar el panorama a cabalidad.

Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno de la criminalidad: unas son de naturaleza endógena porque surgen de la propia realidad nacional de manera única y distinta al resto del mundo, como la que aquí describo. El otro tipo de explicación también surge de la realidad nacional pero se produce en un contexto internacional que le da características propias. Los dos tipos de explicación no son contradictorios, pero revelan distintas dimensiones del problema y por eso ameritan un análisis propio.

En lo que todos los diagnósticos coinciden es en la debilidad del gobierno como factor explicativo. No cabe duda que, como se puede inferir de la cita de Villalobos, la fortaleza del gobierno autoritario permite certidumbres que no se derivan de la existencia de instituciones sólidas y representativas, sino de la capacidad de operación misma y de la propensión a emplear instrumentos que no son aceptables (o presentables) en una democracia. Los procesos de democratización tienen el efecto de debilitar esa capacidad de operación y de cancelar el recurso a instrumentos autoritarios. La apuesta inherente a un proceso de democratización es que poco a poco se consolidarán instituciones que permitirán lograr procesos que confieran certidumbre y que eviten excesos.

El proceso de descentralización del poder en México llegó en el peor momento posible porque ocurrió justo cuando el narcotráfico experimentaba una transformación. Visto en retrospectiva, la apertura económica y la negociación del TLC fueron los primeros pasos de un proceso de liberalización política y descentralización que vinieron a generalizarse con la apertura política y la derrota del PRI en 2000. Los instrumentos y mecanismos de control que antes dominaba la presidencia poco a poco se fueron disminuyendo y transfiriendo hacia los gobernadores, los partidos políticos y los poderes fácticos. Aunque tomó algunos años en consolidarse la transferencia real de poder, en 1994 se hizo evidente que la presidencia ya no contaba con la capacidad de antaño para imponer su voluntad.

Mientras que los beneficiarios de esas transferencias súbitamente adquirieron un gran poder, no todos contaban con capacidad de acción o, más exactamente, con la estructura para ejercer el poder. Los poderes fácticos no requirieron más que formalmente separarse del PRI o adquirir su propia presencia pública para hacer valer sus intereses. Algo similar ocurrió con los partidos políticos y líderes legislativos, aunque con frecuencia fueron un tanto infantiles y hasta cómicos en su manera de hacer obvio el cambio en las relaciones de poder.

El verdadero cambio, el realmente trascendente para fines de la gobernabilidad del país, ocurrió a nivel de los gobernadores. En contraste con un líder sindical, empresarial, partidista o legislativo, el gobernador de un estado tiene responsabilidades concretas para la salud y seguridad de la población, así como para el funcionamiento de procesos vitales de la estabilidad del país. Sin embargo, uno de los grandes descalabros de la transición política reside precisamente en que nunca se desarrollaron mecanismos que aseguraran una transferencia efectiva, responsable y seria de la operación cotidiana en materia de seguridad pública. El gobierno federal fue perdiendo capacidad de acción pero los gobernadores no la desarrollaron con la misma celeridad y muchos, quizá la mayoría, todavía no comienza a hacerlo. El resultado es el caos que tenemos en la seguridad pública: inexistencia de policías profesionales, un sistema disfuncional de procuración de justicia (no que el anterior funcionara) y una creciente inseguridad.

El otro lado de la moneda fue el cambio en el perfil del narcotráfico en el país. Por muchos años, el narcotráfico tenía una racionalidad logística: llegaban cargamentos del sur a los que se sumaba la producción nacional y todo se exportaba. Los arreglos entre funcionarios y gobiernos con narcos, algo  de lo que tanto se habla hoy, tenían una dinámica muy distinta a la actual porque el negocio del narcotráfico era esencialmente de transporte hacia el norte, en tanto que el gobierno federal era sumamente poderoso. La combinación permitía un grado de corrupción que era funcional al narcotráfico en tanto que no amenazaba al gobierno. Todos los participantes estaban encantados.

Todo indica que hacia mediados de los noventa el narcotráfico comenzó a desarrollar el mercado interno de drogas, decisión ominosa que cambiaría todo. Ahora la criminalidad -tanto la que es delincuencia pura, tradicional, como la que se deriva del narcotráfico- se ha convertido en un factor de inestabilidad en todo el país y creció en paralelo a la desarticulación del aparato de seguridad del gobierno federal. La combinación de democratización y descentralización del poder con el crecimiento del narcotráfico y la criminalidad no pudo ocurrir en un peor momento para el país.

Esta explicación, como tantas otras, queda coja porque explica solo algunas partes de lo que ha acontecido en los últimos años. Marcelo Bergman, especialista del CIDE, ha desarrollado una explicación mucho más comprehensiva que permite inscribir estos procesos en un contexto más amplio. Bergman dice que muchos países comenzaron a ser asediados por la criminalidad en los noventa y que, aunque cada uno tiene su propia explicación, como la que aquí intenté describir, el contexto general hace una diferencia y por eso amerita observarlo con detenimiento porque sin ello quizá no haya solución.

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Convencer y ganar

Luis Rubio

La guerra sobre el narcotráfico ha paralizado al país. En contraste con Colombia, en México no existe la convicción en la sociedad de que el enemigo tiene que ser derrotado, factor que fue clave allá. Por eso el tema del narco se ha convertido en otro de los muchos temas de controversia y desacreditación del gobierno. Sin embargo, si uno analiza la diversidad de posturas, el problema de fondo yace en la falta de trabajo político.

En las pasadas semanas, el presidente se ha reunido con toda clase de personas y grupos: con analistas, políticos, representantes de los medios, estudiosos y víctimas. En cada una de esas sesiones ha habido debate e intercambios que son por demás rescatables. En un principio, los partidos y los gobernadores rechazaron participar porque, aducían, el presidente está convocando cuando se le atoró el carro y no porque realmente tenga interés por dialogar o replantear su estrategia. Al final ganó la sensatez.

Lo interesante es que si uno quita la paja y las poses, las diferencias de planteamientos no son muy grandes. Eduardo Guerrero dice que el objetivo del gobierno al iniciar el combate a las mafias del narcotráfico era el siguiente: “1. Fortalecer las instituciones de seguridad. 2. Disminuir, detener o evitar el consumo de drogas. 3. Desarticular a las organizaciones criminales. 4. Recuperar los espacios públicos.”, objetivos que parecen vinculados lógicamente  entre sí pero que “por desgracia, no es el caso”. Por su parte, Manlio Fabio Beltrones, líder del PRI en el Senado, dice que “Felipe Calderón tomó una decisión correcta: ir hasta sus últimas consecuencias en el combate a la delincuencia organizada y al narcotráfico. Es una decisión que hay que apoyar y continuar. Yo solamente digo que hay que replantear la estrategia. No es confrontando la capacidad de fuego entre el Estado y la delincuencia como vamos a resolver el problema: lo único que vamos a generar es más violencia. Debemos actuar con más inteligencia, inteligencia policiaca para dar golpes precisos, detener a los capos, secarlos en donde más les afecta: el dinero”*.

A todos les preocupan los muertos y con razón. Según Joaquín Villalobos, que luego de pasar más de 20 años en la jungla tiene algo de experiencia en estos temas, responde que “La violencia es parte inherente de una guerra y no es por sí misma una señal de lo mal que va ésta. La demanda de los opositores es razonable si se centra en exigir más eficacia, mejor coordinación interinstitucional, integralidad de los planes y acuerdos políticos en seguridad, pero es ilógica cuando demandan el fin de la violencia a toda costa porque eso es imposible”. El argumento esencial de Villalobos es que la violencia no depende del gobierno, sino que es un instrumento que los cárteles de la droga han decidido emplear para defender sus negocios. “Su combate natural es con otros cárteles, no con el Estado”. “La violencia de los cárteles contra el Estado mexicano es, por lo tanto, un recurso de última instancia porque atacar al gobierno no ayuda a sus propósitos, algo que se expresa claramente en su regla explícita de evitar ‘calentar la plaza’, es decir, evitar llamar la atención del Estado”.

El problema de fondo no reside en las definiciones sino en las diferencias políticas. Al hacer suya la guerra, exclusivamente suya, el presidente dejó al resto de los actores -políticos y gobernadores-, así como a la sociedad, en una zona de confort, sin responsabilidad alguna y con amplias oportunidades para criticar. Por eso, para que sea exitoso el llamado al diálogo, requiere compromisos y condiciones mínimas de certeza. El presidente debe ser claro de que su propósito no es meramente mediático y que hay una genuino espacio y apuesta de confianza que asegure que todas las posturas serán escuchadas y valoradas e, igualmente importante, que esta agenda no terminará contaminada de asuntos electorales. De particular importancia es construir un consenso detrás del objetivo común, mismo que se ha hecho más relevante luego de los secuestros de periodistas. Sin embargo, ningún diálogo podrá prosperar a menos que concluya con una división de responsabilidades, particularmente entre la federación y los gobernadores.

Stratfor, una institución de profesionales de inteligencia en EUA, afirma que “una de dos cosas tiene que ocurrir para reducir la violencia a niveles políticamente tolerables: una entidad de tráfico de drogas tiene que dominar o una alianza (o entendido) entre las demás organizaciones debe lograr un equilibrio de poder. Cualquiera de los dos resultados tendría por consecuencia el fin de las guerras por territorio, lo que dejaría al ganador o ganadores la posibilidad de enfocarse a su objetivo esencial: generar grandes sumas de dinero”**

Gustavo Flores Macías argumenta que la estrategia del presidente no podrá ser exitosa sino hasta que logre dos condiciones  previas: fortalecer la posición fiscal del gobierno y sumar a la población detrás de sus esfuerzos. A diferencia de Colombia, dice Flores, el gobierno mexicano no ha llevado a cabo una reforma fiscal significativa, no ha avanzado en la rendición de cuentas ni ha lanzado una campaña contra el consumo de drogas, todos ellos factores clave en la estrategia colombiana. En la medida en que Uribe transparentó las cuentas fiscales, la población comenzó a tener confianza en su proyecto y estuvo dispuesta a apoyarlo. Su principal éxito, dice Flores, residió en el hecho de que la población se sumó detrás del presidente porque se convenció de que el esfuerzo era real y que el combate no tenía una lógica partidista.***

Es encomiable que el presidente abra a debate el tema que ha dominado su sexenio y que lo haga con franqueza. Las posturas que escuchó y sus propios argumentos en esos foros muestran que hay una enorme efervescencia en la sociedad mexicana. Y no es para menos: el tema domina los medios y la violencia acosa a la población. En lo más fundamental, la gente quiere saber qué se propone el gobierno en esta guerra y cuál es la medida de éxito. No es mucho pedir.

A juzgar por los expertos, parece evidente que la clave del éxito reside en la fortaleza intrínseca del gobierno y del apoyo popular con que cuente. Ambos son debatibles en la actualidad. No me queda duda de que el mejor legado que el presidente podría dejar tiene menos que ver con su sucesor que con el andamiaje necesario para ganar esta guerra porque la alternativa es peor de lo que cualquiera podría imaginar. Pero la precondición es que éste sea su tema, es decir, que convenza a sus interlocutores de que el objetivo es la seguridad pública y no la sucesión presidencial.

 

*Nexos, Agosto 2010-08-05

** http://www.stratfor.com/analysis/20100802_mexico_security_memo_aug_2_2010

*** http://www.nytimes.com/2010/07/30/opinion/30flores-macias.html?_r=1&partner=rss&emc=rss&pagewanted=print

 

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Emigración

Luis Rubio

Dice una vieja conseja que uno debe tener cuidado con lo que desea porque en una de esas y se convierte en realidad. En el caso de la migración de México hacia Estados Unidos, México ha sido extraordinariamente enfático en la urgencia de que se legalice a la población de origen mexicano que vive y trabaja en aquella nación. Se trata de un tema complejo en el que se entrelazan factores de realidad económica con los de justicia, legalidad y soberanía. El riesgo es que la legalización acabe siendo mucho menos benigna de lo que se anticipa.

La migración de mexicanos hacia EUA tiene muchas aristas pero no es un tema nuevo. Desde mediados del siglo XIX, con la construcción de su sistema ferroviario, comenzaron a crearse oportunidades de empleo en aquel país. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero algunas siguen siendo iguales y vale la pena analizarlas.

  • Lo primero que es evidente, pero que con frecuencia se ignora, sobre todo del lado norteamericano, es que existe un mercado de trabajo que funciona de manera casi perfecta: hay demanda de empleo allá y hay personas dispuestas a emplearse aquí.  Una enorme proporción de quienes emigran ya tiene los contactos previos para el empleo al que llegarán, lo que ilustra lo eficiente que es el mercado. Mucho más sugerente, la tasa de desempleo entre los ilegales o indocumentados es mucho menor a la de la población estadounidense, lo que demuestra que los migrantes no van para ver si encuentran un empleo, sino que toman su decisión en función de una expectativa razonable de que lo tendrán. Los flujos migratorios suben y bajan según la demanda de empleo.

 

  • En México se desprecia y asigna poca relevancia al hecho del quebranto legal que implica la migración: la entrada ilegal a EUA no es un derecho. Todos los migrantes que cruzan la línea fronteriza por un lugar distinto a una garita ante una autoridad migratoria estadounidense saben que están haciendo algo ilegal. No hay vuelta de hoja. El problema es que la concepción de la ley y la legalidad es muy distinta en las dos naciones. Allá la ley es el fundamento de la interacción y convivencia social en tanto que aquí la ley es uno más de los muchos factores que caracterizan al marco social y político. Para el mexicano la ley es más un deseo que una norma de cumplimiento obligatorio. Aquí, como tantas veces remarcó Octavio Paz, se enfrentan dos mundos cuyas raíces y percepciones son radicalmente opuestas.

 

  • Independientemente de su situación legal, las comunidades de migrantes que se establecen en aquel país echan raíces y, con el nacimiento de sus hijos, crean realidades legales que complican cualquier solución y con frecuencia producen dramas terribles. En ocasiones, como cuando se da una redada que lleva a la deportación de algunos individuos, los hijos quedan en un limbo que resulta no sólo doloroso, sino extraordinariamente difícil de resolver.

 

  • Antes, el migrante típico venía de comunidades pobres, con frecuencia estaba desnutrido y, años después, acababa heredando enfermedades estadounidenses como la diabetes y las relacionadas con la obesidad. Hoy la situación ha cambiado: muchos migrantes llevan consigo enfermedades como aquéllas pero enfrentan una enorme dificultad para atenderse porque los servicios de salud sólo tratan a estas poblaciones en casos de emergencia.

 

  • En términos políticos, el gobierno mexicano por décadas se desentendió del asunto porque, aunque en la práctica lo entendía como una política de empleo, no quería asumir los costos políticos que esa realidad entrañaba para la relación bilateral. Con el argumento de que el mexicano tiene derecho a entrar y salir libremente del país, los políticos mexicanos pretendían que podían beneficiarse del empleo y las remesas sin pagar costo alguno. Con el TLC se reconoció el hecho de la migración pero se supuso que el crecimiento de la economía mexicana resolvería el asunto. Hoy, con una enorme población mexicana en aquel país, ningún político mexicano se puede dar el lujo de desentenderse del tema. El problema es que sigue pretendiéndose que es un asunto estadounidense y que México es un actor inocente en el proceso.

 

  • No es casualidad que en los últimos veinte años se haya dado una enorme burbuja migratoria: todo comenzó con la política de crecimiento demográfico que promovió el gobierno de Echeverría, misma que acabó produciendo alrededor de 20 millones de mexicanos más de los que hubieran existido de seguir la tendencia histórica. Ese número casi empata la población que ha migrado.

 

  • La realidad política estadounidense ha cambiado: diversas circunstancias que van desde la recesión hasta la caída de los niveles de ingreso familiar y el creciente conflicto político interno, han provocado que los niveles de tolerancia hacia la ilegalidad hayan disminuido drásticamente. Más de la mitad de los estadounidenses apoya el tipo de legislación que aprobó el estado de Arizona. Al mismo tiempo, un 60% quiere resolver la situación legal de los que ya están allá. Muy pocos se preguntan qué pasaría si dejara de haber oferta de jardineros y sirvientas en sus casas. Pero el hecho político que nadie puede ignorar es que el nivel de tolerancia ha disminuido.

 

  • Hace años los migrantes cruzaban asistidos por coyotes que eran, en algún sentido, «empresarios» en sí mismos. Hoy se trata de organizaciones criminales que reúnen armas, personas y drogas. Nada de eso ayuda a las percepciones que se forjan allá sobre el tema.

Una potencial legalización de muchos de los mexicanos que hoy residen sin documentos en EUA transformaría sus vidas y les abriría un extraordinario horizonte de desarrollo. Sólo por eso es válido el esfuerzo. Sin embargo, hay que entender las implicaciones.

El costo de dicha legalización sería doble: por un lado, es impensable que se pudiera aprobar algo allá sin un acuerdo bilateral, con el compromiso explícito del gobierno mexicano a regular los flujos y a obligar a los mexicanos a cruzar por las garitas establecidas para ese propósito. Con eso, la migración dejaría de ser una opción real más que para un puñado de personas, todas ellas con visa.

Por otro lado, la consecuencia de lo anterior es que el gobierno mexicano se vería ante la inexorable necesidad de reformar nuestra economía para acelerar su crecimiento y crear empleos. Es decir, todo lo que por décadas se ha evadido. Ahora si, en ausencia de la válvula de escape, la presión sería en serio.

La exigencia de que EU resuelva el tema migratorio es loable, pero su implicación sería la de obligar a nuestro establishment político a entrarle a los temas de fondo y a afectar intereses de todo tipo. Nada es gratis.