Instituciones

Luis Rubio

Según Lord Byron, “Se necesita un siglo para formar un Estado y una sola hora para convertirlo en polvo». Nuestro problema es que, a pesar de lo que siempre creyeron los priistas –y todos los demás-, en México nunca se consolidó un sistema institucional. Todo mundo hablaba (y habla) de las instituciones, pero lo que la derrota del PRI reveló es que el país había vivido bajo un sistema de rasgos autoritarios que imponía el control pero que nunca consolidó un sistema institucional que administrara el poder y acotara a los gobernantes. En este sentido, nuestro dilema hacia el futuro no es distinto que antes de la alternancia y esa es una verdadera tragedia.

El fin de la era priista no vino acompañado del fin de sus principales características y formas, excepto que muchas de ellas dejaron de ser funcionales, cuando no francamente disfuncionales. Con sus virtudes y defectos, aquel sistema mantenía el control y la estabilidad  y, por algunas décadas, pero no siempre, hizo posible tasas de crecimiento económico relativamente elevadas. Los gobiernos panistas no modificaron la estructura básica del sistema, pero ésta dejó de ser operativa no (sólo) porque los nuevos gobiernos fuesen incompetentes, sino porque el “divorcio” del PRI y la presidencia entrañó una migración del poder político hacia los gobernadores, los partidos y lo que hoy llamamos “poderes fácticos”. La realidad política cambió no por la alternancia de partidos en la presidencia sino por la profunda transformación que experimentaron las relaciones de poder en la sociedad. La pretensión de muchos priistas de retornar al statu quo ante en nada se diferencia de aquellos que intentan meter al genio de regreso a su lámpara mítica.

En retrospectiva, la gran sorpresa de la elección de 2000 fue que una de las “verdades” retóricas más importantes y ubicuas del sistema priista emanado del callismo resultó ser falsa: México nunca fue un país de instituciones. Resulta que era un sistema autoritario que empleaba la disciplina para mantener el control y lo hacía con diligencia y cuidado, de tal forma que la represión era empleada sólo excepcionalmente: el sistema logró una amplia legitimidad por muchas décadas y eso llevó a que los distintos actores, y la población en general, aceptaran la disciplina no por la amenaza de un castigo como ocurría en las dictaduras, sino por un cálculo racional pero implícito. En cierta forma, como lo acusó Vargas Llosa con tanta claridad, la “dictadura perfecta” tenía su atractivo porque disfrazaba muy bien su naturaleza real. Más que la democracia y sus complicaciones, el verdadero descubrimiento de la alternancia fue que el país no tiene instituciones consolidadas y quizá de ahí emanen muchos de sus retos actuales.

¿Importa esto? Muchos de quienes más activamente promovieron el cambio democrático afirman que se trata de un proceso inevitable de cambio y transformación y que lo excepcional es una transición pactada en la que las otrora instituciones autoritarias se transforman en democráticas: que lo típico es que la situación sea compleja y exija que los actores políticos tarde o temprano acaben reconociendo que sólo colaborando y llegando a establecer acuerdos y puentes será posible la consolidación democrática. Del otro lado del espectro, sobre todo del lado priista y entre los ex priistas del PRD, la conclusión es mucho más taciturna: para ellos el experimento democrático resultó fallido y debe corregirse el rumbo. Por supuesto, en un mundo de corrección política, nadie se atrevería a expresar esa concepción de manera tan clara, pero no es necesario escudriñar demasiado para entender su lectura. Un candidato pretende modificar la llamada “cláusula de gobernabilidad” de tal suerte que se reduzca el umbral para lograr una mayoría legislativa artificial, o sea, intentar revitalizar al viejo sistema por la puerta de atrás. Otros son más claros cuando afirman que Putin restauró el orden y la viabilidad de su país luego de una década de caos supuestamente democrático.

Reflexionando sobre los avatares de nuestra realidad, recuperé un artículo que había leído en 1980 y que me parece extraordinariamente clarividente. Susan Kaufman Purcell y John FH Purcell* analizaron al sistema político mexicano y llegaron a una serie de conclusiones que son útiles para explicarnos el origen de nuestra realidad y, con suerte, darnos luz sobre lo que hay que cambiar. Algunas de sus apreciaciones en aquel insigne artículo son:

-“El Estado mexicano es un malabarismo permanente porque se fundamenta en una negociación continua entre los grupos gobernantes y los intereses que representan a un amplio espectro de tendencias ideológicas y bases sociales.”

-“El Estado mexicano es excepcional… en cuanto a que nunca ha evolucionado de su origen transaccional hacia una entidad institucionalizada.”

-“El sistema se mantiene funcionando no por instituciones sino por una rígida disciplina que impide que las élites se salgan de límites impuestos por acuerdos implícitos. Por ello, no es un conjunto de estructuras institucionales… sino un conjunto complejo de estrategias y tácticas bien establecidas, ritualmente consolidadas, que hacen posible el funcionamiento político, burocrático y la interacción privada a través del sistema.”

-“La estabilidad política reside principalmente… en la interacción de dos principios de actuación política: la disciplina y la negociación.”

-“Las entidades del sistema que reciben la mayor atención –el partido dominante, la presidencia y la burocracia- son meramente marcos formales convenientes dentro de los cuales se lleva a cabo la interacción política, que es fundamental para la sobrevivencia del heterogéneo sistema político.”

-En consecuencia, “México es menos institucionalizado de lo que podría parecer… es posible el conflicto descontrolado y colapso político en un momento de crisis.”

El pasado no se puede cambiar, pero sí se puede aprender de él. Venimos de una era autoritaria y no de una era de instituciones. Esa diferencia explica en buena medida la complejidad que entrañan los procesos de decisión en la actualidad y su frecuente parálisis. También invita a pensar que sólo la interacción entre líderes clarividentes y visionarios podría hacer posible la construcción de acuerdos y, eventualmente, de instituciones que sean susceptibles de darle dirección y estabilidad al sistema y, con ello, viabilidad al desarrollo económico. En otras palabras: no tenemos instituciones funcionales, razón por la cual sólo la interacción de personas capaces y dispuestas a remontar las rencillas cotidianas podría permitir salir del hoyo en que nos encontramos.

* State and Society in Mexico: Must a Stable Polity be Institutionalized?, World Politics, Vol. 32, No. 2 (Jan., 1980), pp. 194-227

 

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Referéndum

Luis Rubio

Las modas nos dominan. Referéndum, revocación de mandato e iniciativa popular son palabras altisonantes que entusiasman a políticos y estudiosos. La idea de construir una democracia directa tiene un enorme atractivo porque permite imaginar una ciudadanía consumada y un mundo de respeto entre actores políticos, todo al servicio del ciudadano. No parecería necesario declarar lo risible de esta noción en nuestra realidad. Con dificultades hemos logrado sobrellevar, y no por mucho, el primer escalón de la democracia: el electoral. Ahora se propone incorporar al proceso político un conjunto de mecanismos orientados, en un mundo ideal, a darle al ciudadano instrumentos para participar de manera más activa. ¿Podemos los ciudadanos creer que súbitamente todo cambiará?

Las dificultades para establecer una democracia directa son enormes, máxime para un país tan grande, diverso y disperso como el nuestro. No es casualidad que, salvo excepciones (algunas ciudades y muy pocos países, como Suiza) la forma de democracia que han adoptado todas las naciones que se llaman democráticas es la representativa, que no es otra cosa que una manera de delegar las decisiones que tiene que tomar una sociedad a un conjunto de políticos profesionales dedicados a eso. Algunos países han adoptado mecanismos orientados a limitar el potencial de abuso o los excesos en los que los representantes populares podrían incurrir, sobre todo a través de medios como el referéndum, que somete a la consideración de la población determinadas decisiones para que éstas sean apoyadas o rechazadas por quienes se verían directamente beneficiados o afectados.

Si uno estudia los países que han adoptado formas de democracia directa, lo primero que es notable es la forma en que se dividen en dos grupos: los que tienen una democracia consolidada y los que pretenden ser democracias. Los primeros incluyen a países como Dinamarca y Suiza, en tanto que los segundos reúnen a bastiones de la democracia como Venezuela y Libia. No es difícil apreciar las diferencias y contrastes: las primeras son naciones en que la política sirve a la ciudadanía y ésta se guarda el derecho de exigir cuentas a los políticos, a sus representantes. El segundo grupo lo integran naciones donde los políticos controlan los procesos de decisión y utilizan diversos mecanismos, más bien formas, de participación directa como medios para legitimizar su actuar. Los primeros le rinden cuentas a la población; los segundos se sirven de ésta. Los primeros ven a la ciudadanía como su razón de ser, los segundos niegan su existencia y la manipulan a su antojo. La diferencia no es menor.

La pregunta para nosotros es ¿a quién nos parecemos más: a las naciones con una democracia consolidada o a aquellas en que los políticos no cejan en su afán de manipular a la población? La respuesta parece obvia, lo que permite dudar de los intereses u objetivos ulteriores, inconfesos, de quienes promueven este tipo de iniciativas.

Pero supongamos que no es así: supongamos que existe una convicción profunda entre quienes abogan por este tipo de mecanismos como medio para efectivamente democratizar a nuestro país. Si uno parte de ese supuesto, habría que analizar cada una de las propuestas por separado para evaluar las implicaciones de adoptar el conjunto de iniciativas que están en discusión en el legislativo. Lo fácil es soñar con una democracia más amable y suponer que, por el sólo hecho de adoptar un conjunto de mecanismos que funcionan en otra parte, México va a acabar transformado de la noche a la mañana.

Para entender la complejidad y las posibles implicaciones de adoptar un camino como el que proponen los abogados de la democracia directa valdría la pena estudiar el caso del estado de California en EUA. Ese estado, como otros en la Unión Americana, adoptó diversos mecanismos de democracia directa al inicio del siglo XX. Se trataba de un estado nuevo, con poca población, muy homogénea, toda ella gente emprendedora y dotada de un enorme desprecio por los políticos. Las formas de democracia directa empataban bien con la realidad de una nueva frontera en plena efervescencia. De esta manera, una población relativamente pequeña y disciplinada utilizó instrumentos de este tipo para mantener bajo control a su gobernador y legislativo estatal. La situación cambió en la segunda mitad del siglo pasado. Para el fin de los setenta, California era el estado con la economía y población más grandes del país vecino y se caracterizaba por una enorme diversidad demográfica, étnica e ideológica. Lo que antes había sido un electorado homogéneo y comprometido se convirtió en un espacio de competencia y polarización.

Los problemas comenzaron con una iniciativa popular en 1978: la de limitar los impuestos prediales. Resultó tan popular como irresponsable, no muy distinta a quienes abogan por eliminar impuestos como el IETU o la tenencia en nuestro país sin meditar sobre las consecuencias por el lado del gasto: los votantes lograron fijar los impuestos prediales sin reducir el presupuesto. El resultado fue un desequilibrio fiscal permanente. Pero lo trascendente no fue eso sino el efecto político que tuvo: a partir de ese momento se desarrolló toda una industria dedicada exclusivamente a promover iniciativas populares y referéndums y conseguir firmas de la ciudadanía. Como resultado, prácticamente todos los legisladores representan a grupos extremos en el sentido político o ideológico, con un compromiso exclusivamente hacia el grupo que los promovió. Nosotros mismos hemos sido víctimas de ese proceso en la forma de la iniciativa llamada 187, cuyo objetivo era limitar los derechos de los hijos de indocumentados. El punto es que la democracia directa que funcionaba tan bien con una población chica y disciplinada se ha convertido en una pesadilla que impide gobernar.

México tiene que transformarse y crear mecanismos de participación política que le confieran a la población la capacidad de supervisar y exigir cuentas a los legisladores. Pero las formas propuestas no tendrían ese efecto: de adoptarse, incluso con todas las provisiones que recomendarían los casos prototípicos, con facilidad podríamos acabar como California. Nuestra realidad de polarización política garantiza eso. Por eso es más probable que la adopción de ese tipo de iniciativas acabaría creando nuevos instrumentos de manipulación al servicio de los peores intereses. Esto lo saben quienes proponen estos mecanismos: la pregunta es por qué, para qué. La pregunta no es irrelevante: adoptar estos mecanismos es fácil, pero modificarlos después si no funcionan se vuelve imposible.

 

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Pobreza y elección

Luis Rubio

La pobreza es una de nuestras peores lacras y también uno de nuestros grandes desencuentros. Más allá de las polémicas cotidianas (originadas igual por diferencias políticas, ideológicas o, simplemente, de concepción), dudo que la pobreza no sea una causa a la que todos los mexicanos quisiéramos derrotar. En contraste con otros temas de controversia, en éste las diferencias no yacen en el objetivo sino en el cómo. Marcel Proust escribió alguna vez que “el viaje de descubrimiento no reside en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Con ese enfoque, un grupo de mexicanos se ha abocado a procurar un camino nuevo hacia el combate de la pobreza.

En el combate a la pobreza hay muchas posturas encontradas y muchos ángulos y perspectivas. Un primer desencuentro yace en la función del gobierno como causa y respuesta: algunos ven que la solución reside en el gasto público orientado a igualar condiciones y conferirle oportunidades materiales a quienes son pobres. Aunque muchos coindicen, con más o menos asegunes, con este diagnóstico muy simplista, las propuestas de respuesta varían: por ejemplo, Solidaridad era un programa de gasto a través del cual el gobierno construía liderazgos locales y transfería fondos a las familias, todo ello con una lógica inevitablemente clientelar. En contraste, el programa sucesor, Oportunidades, privilegió la decisión de las familias en el uso de los recursos y eliminó toda fuente de dependencia. El primero repartía fondos en función de los liderazgos, el segundo a partir de un conjunto de criterios objetivos comparables. Pero en ambos casos se trataba del gobierno empleando recursos públicos para modificar la realidad material de las familias. Combinados con una mejoría en la infraestructura física de las localidades (calles, luz eléctrica, agua, drenaje) y de una atención a la educación y la salud, estos programas se enfocaban a intentar reducir la pobreza cambiando el entorno y potencial de consumo de la población objetivo.

El párrafo anterior podría sugerir que hay acuerdo entre estudiosos, activistas, analistas y funcionarios respecto a qué hacer. Sin embargo, lo contrario sería más cercano a la realidad. Los desencuentros no sólo se refieren a cuánto gastar o cómo gastarlo, sino a quién debe ejercer el gasto, sobre todo qué papel le corresponde a las autoridades. En adición al combate a la pobreza, Solidaridad tenía un objetivo político evidente: el de crear mecanismos para el fortalecimiento de liderazgos locales que contribuyeran a estabilizar a las zonas urbanas que, como resultado de la migración del campo, habían creado colonias con alto grado de conflictividad y potencial de inestabilidad. El que además pudieran sumar votos esos liderazgos no sobraba. Por su parte, Oportunidades se concibió como una política de Estado que no creaba oportunidades de desarrollo clientelar aunque, sin duda, sus promotores confiaban que un descenso en la pobreza se tradujera en votos.

Ninguno de los dos caminos, por sí mismo, es bueno o malo. Lo paradójico es que ambos se apuntalaban en al menos un supuesto poco realista. Me refiero al de la educación. Tanto Solidaridad como Oportunidades exigían que los niños de las familias beneficiarias fueran a la escuela, donde el objetivo era romper la cadena de pobreza que implicaba que los niños de familias pobres seguían siendo pobres porque no desarrollaban el capital humano necesario para incorporarse a la economía formal. Es decir, de manera razonable, se contemplaba a la educación como el mecanismo natural para romper con el determinismo histórico de la pobreza. Lamentablemente nunca se reconoció que mucho del sistema educativo que tenemos está explícitamente dedicado a preservar la pobreza, la dependencia y el control político. Quizá eso explique, al menos en parte, cómo es que programas tan distintos (y hasta disímbolos) lograron elevar el nivel de consumo de las familias más pobres del país pero no lograron terminar, o comenzar a terminar, con la pobreza en el país.

Un libro recientemente publicado aporta una perspectiva que sugiere que el problema principal no reside sólo en la forma en que se ejerce el gasto o quién lo ejerce sino sobre todo en la manera cómo participa el individuo en el proceso. En Pobreza: Cómo Romper el Ciclo a Partir del Desarrollo Humano*, Susan Pick y Jenna Sirkin plantean que no es suficiente resolver el contexto o entorno dentro del cual se genera y preserva la pobreza, sino que es necesario que las personas tomen control de su vida y sean capaces de tomar decisiones que les permitan romper con el círculo vicioso. El libro narra no sólo una técnica, sino una historia de décadas de experiencia de una institución mexicana dedicada a hacer exactamente eso: desarrollar programas de políticas públicas diseñadas para generar alternativas y desarrollar la capacidad de tomar decisiones de una manera informada, autónoma y responsable. Los programas que el libro describe se han abocado a que la gente deje de ser el objetivo de los programas de combate a la pobreza para convertirse en los agentes de cambio que los hagan exitosos. La propuesta implícita en el libro consiste en agregar la dimensión de la elección individual a los programas de combate a la pobreza que no están contemplados en las teorías o programas de desarrollo económico tradicionales.

En otras palabras, las autoras, que iniciaron su modelo atacando otros temas del desarrollo humano, se encontraron con que no sólo es posible la transformación de las personas en agentes de cambio, en individuos capaces de hacerse cargo de sus vidas, sino que cuando eso ocurre en el contexto de la disponibilidad de recursos como los que son el componente central de programas como Solidaridad u Oportunidades, el potencial de romper con la pobreza se multiplica dramáticamente. Es evidente que, independientemente de la perspectiva política o ideológica del político o partido que promueve una determinada perspectiva para el combate a la pobreza, ese objetivo requiere vastos recursos públicos. Lo que este libro demuestra es que el éxito no es posible sólo con recursos públicos, que se requiere de la modificación del contexto en que funciona el individuo: es decir, que se requiere que los individuos se hagan cargo de los programas. Esto claramente no le va a gustar a quienes tienen objetivos clientelares o a quienes prefieren las soluciones estatistas por el hecho de serlas, pero abre una extraordinaria oportunidad para quienes ven en la ciudadanía –y en el desarrollo de un ciudadano responsable y decidido- el futuro del país.

*Limusa-Wiley

 

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Reformar ¿qué?

Luis Rubio

En uno de sus muchos momentos memorables, al sentarse a jugar dominó, Cantinflas preguntó: «¿vamos a jugar como caballeros o como lo que somos?» Llevamos muchos años jugando como lo que somos y no como caballeros, es decir, con reglas del juego cambiantes. Sin reglas, sin acuerdo político no habrá reforma que valga. En un país en el que la ley es aceptada sólo en la medida en que sirve a los intereses de cada persona, grupo o partido, el punto de inicio tiene que ser el de acordar las reglas del juego. Sólo así se puede pretender que una legislación o reforma pudiera trascender la vanidad de sus promotores. Si algo prolifera son las leyes, pero éstas no modifican la realidad: sólo la complican. Tenemos leyes para todo pero su aplicación es siempre discrecional, constituyéndose en una fuente permanente de arbitrariedad y, por lo tanto, de incertidumbre.

Es evidente que al país le urgen diversas reformas. Sin embargo, proceder a aprobarlas constituiría un ejercicio fútil en la medida en que no se resuelva el punto de partida: un acuerdo político que comprometa a todos los actores relevantes. Esa ausencia no impide debatir las reformas necesarias aunque sea incierta su adopción. En ese espíritu, lo que sigue son algunos de los temas conceptuales que exigen ser reformados.

Un primer grupo se refiere al funcionamiento del sistema de gobierno. Es indispensable redefinir la función del gobierno así como construir pesos y contrapesos susceptibles de hacerlo funcionar con eficacia. El primer gran tema es que es necesario fortalecer la presidencia de la República. La presidencia solía ser fuerte pero más por su vinculación con el PRI que por sus atribuciones. Hoy se requiere una redefinición institucional tanto del poder ejecutivo como de sus relaciones con los otros dos poderes públicos. Los tres poderes requieren equilibrios en la forma de pesos y contrapesos cuyo objetivo último sea el de crear un gobierno eficaz, capaz de funcionar dentro de un entorno democrático.

Sigue el federalismo. Pasamos de un sistema de control centralizado desde la presidencia a un sistema libertino -en lo político y en el ejercicio del gasto público- en el que no existen reglas del juego ni rendición de cuentas. En el mismo sentido, es imperativo reconstruir el sistema de seguridad pública, rebasado en estos años, justo cuando el crecimiento del narcotráfico experimentó ritmos explosivos. Los distintos niveles de gobierno tienen que abocarse a estructurar un sistema eficaz, capaz de restaurar la seguridad de la población y de construir los cimientos del México del futuro.

Un segundo rubro es el de la economía. Como en el ámbito político, existe un sinnúmero de propuestas de reforma que van desde lo fiscal hasta lo comercial. Si se acepta que lo esencial es crear un sistema de gobierno eficaz, en el ámbito económico su equivalente sería crear condiciones para que se eleve drásticamente la productividad. Esto implicaría tres grandes apartados: primero, la integración del mercado nacional; segundo, la creación de un entorno que haga propicio el ahorro y la inversión; y, tercero, consolidar las cuentas públicas. Cada uno de estos apartados es un mundo en sí mismo, pero el contenido conceptual de cada uno es fácil de dilucidar.

La integración de un mercado nacional es lo que no se hizo cuando se instrumentó el TLC norteamericano. Es decir, se preservó la estructura económica existente, dejando que fueran las empresas o individuos con visión personal quienes explotaran las ventajas del nuevo instrumento. Crear un mercado nacional entraña dos procesos: eliminar barreras de acceso y propiciar la transformación de la planta productiva. Lo primero incluiría convertir al sistema educativo en una plataforma de desarrollo social y de capital humano, eliminar los sesgos que crean inequidad y crear mecanismos que apoyen la reestructuración de empresas que siguen viviendo bajo el paradigma de un mercado cerrado. En el mismo sentido, se requieren reglas efectivas para promover la competencia en los mercados, someter a toda la planta productiva -incluyendo las empresas paraestatales- a la competencia, eliminar los mecanismos de protección a la planta productiva para propiciar un entorno no discriminatorio y edificar mecanismos efectivos de defensa de los intereses de los consumidores. El objetivo ulterior sería el de elevar la productividad general de la economía mexicana. El medio fundamental para lograr esto último es eliminar el rentismo, es decir, la propensión a prosperar no por la capacidad productiva o la innovación sino como resultado de conexiones políticas o barreras regulatorias.

La creación de un entorno que haga propicio el ahorro y la inversión entraña actuar en todos los demás frentes con el fin de crear certidumbre, predictibilidad y, por lo tanto, confianza en la población. Aunque hay infinidad de acciones y reformas específicas que podrían encapsularse bajo este apartado, en realidad se trata de la resultante de acciones en los frentes que aquí se han mencionado: pesos y contrapesos efectivos, gobierno eficaz, condiciones económicas equitativas, mecanismos efectivos para la resolución de conflictos, continuidad en las políticas gubernamentales y rendición de cuentas. En última instancia, todas las reformas que llegaran a emprenderse tendrían que acabar creando el entorno propicio para el ahorro y la inversión o fallarían en su cometido.

Consolidar las cuentas públicas implica fortalecer la base fiscal del gobierno, reducir su dependencia del ingreso petrolero y revisar la estructura de gasto de todos los niveles de gobierno a fin de que se logren tres objetivos centrales: eliminar la vulnerabilidad fiscal del gobierno; reducir el gasto superfluo, innecesario y motivado por consideraciones electorales; y distribuir la carga fiscal no sólo de manera más equitativa, sino también de manera que contribuya a elevar el ahorro, la inversión y la productividad.

El gran tema de México en este momento es el del reconocimiento de que el viejo sistema ya no es adecuado para encauzar los destinos del país y que la conducción del mismo no depende de personas sino de la fortaleza de las instituciones que se diseñen, construyan y adopten. Reconocer la urgencia de una redefinición institucional implica comenzar por el entramado de acuerdos políticos que sean necesarios para que pueda ser instrumentable una amplia reforma político-económica. La precondición para el conjunto de reformas que son necesarias es el acuerdo sobre las nuevas relaciones y realidades de poder. Una vez resuelto eso, la legislación no consistirá en otra cosa que en codificarlo.

 

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Municipio sometido

Luis Rubio

La pobreza es una de nuestras peores lacras y también uno de nuestros grandes desencuentros. Más allá de las polémicas cotidianas (originadas igual por diferencias políticas, ideológicas o, simplemente, de concepción), dudo que la pobreza no sea una causa a la que todos los mexicanos quisiéramos derrotar. En contraste con otros temas de controversia, en éste las diferencias no yacen en el objetivo sino en el cómo. Marcel Proust escribió alguna vez que “el viaje de descubrimiento no reside en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Con ese enfoque, un grupo de mexicanos se ha abocado a procurar un camino nuevo hacia el combate de la pobreza.

En el combate a la pobreza hay muchas posturas encontradas y muchos ángulos y perspectivas. Un primer desencuentro yace en la función del gobierno como causa y respuesta: algunos ven que la solución reside en el gasto público orientado a igualar condiciones y conferirle oportunidades materiales a quienes son pobres. Aunque muchos coindicen, con más o menos asegunes, con este diagnóstico muy simplista, las propuestas de respuesta varían: por ejemplo, Solidaridad era un programa de gasto a través del cual el gobierno construía liderazgos locales y transfería fondos a las familias, todo ello con una lógica inevitablemente clientelar. En contraste, el programa sucesor, Oportunidades, privilegió la decisión de las familias en el uso de los recursos y eliminó toda fuente de dependencia. El primero repartía fondos en función de los liderazgos, el segundo a partir de un conjunto de criterios objetivos comparables. Pero en ambos casos se trataba del gobierno empleando recursos públicos para modificar la realidad material de las familias. Combinados con una mejoría en la infraestructura física de las localidades (calles, luz eléctrica, agua, drenaje) y de una atención a la educación y la salud, estos programas se enfocaban a intentar reducir la pobreza cambiando el entorno y potencial de consumo de la población objetivo.

El párrafo anterior podría sugerir que hay acuerdo entre estudiosos, activistas, analistas y funcionarios respecto a qué hacer. Sin embargo, lo contrario sería más cercano a la realidad. Los desencuentros no sólo se refieren a cuánto gastar o cómo gastarlo, sino a quién debe ejercer el gasto, sobre todo qué papel le corresponde a las autoridades. En adición al combate a la pobreza, Solidaridad tenía un objetivo político evidente: el de crear mecanismos para el fortalecimiento de liderazgos locales que contribuyeran a estabilizar a las zonas urbanas que, como resultado de la migración del campo, habían creado colonias con alto grado de conflictividad y potencial de inestabilidad. El que además pudieran sumar votos esos liderazgos no sobraba. Por su parte, Oportunidades se concibió como una política de Estado que no creaba oportunidades de desarrollo clientelar aunque, sin duda, sus promotores confiaban que un descenso en la pobreza se tradujera en votos.

Ninguno de los dos caminos, por sí mismo, es bueno o malo. Lo paradójico es que ambos se apuntalaban en al menos un supuesto poco realista. Me refiero al de la educación. Tanto Solidaridad como Oportunidades exigían que los niños de las familias beneficiarias fueran a la escuela, donde el objetivo era romper la cadena de pobreza que implicaba que los niños de familias pobres seguían siendo pobres porque no desarrollaban el capital humano necesario para incorporarse a la economía formal. Es decir, de manera razonable, se contemplaba a la educación como el mecanismo natural para romper con el determinismo histórico de la pobreza. Lamentablemente nunca se reconoció que mucho del sistema educativo que tenemos está explícitamente dedicado a preservar la pobreza, la dependencia y el control político. Quizá eso explique, al menos en parte, cómo es que programas tan distintos (y hasta disímbolos) lograron elevar el nivel de consumo de las familias más pobres del país pero no lograron terminar, o comenzar a terminar, con la pobreza en el país.

Un libro recientemente publicado aporta una perspectiva que sugiere que el problema principal no reside sólo en la forma en que se ejerce el gasto o quién lo ejerce sino sobre todo en la manera cómo participa el individuo en el proceso. En Pobreza: Cómo Romper el Ciclo a Partir del Desarrollo Humano*, Susan Pick y Jenna Sirkin plantean que no es suficiente resolver el contexto o entorno dentro del cual se genera y preserva la pobreza, sino que es necesario que las personas tomen control de su vida y sean capaces de tomar decisiones que les permitan romper con el círculo vicioso. El libro narra no sólo una técnica, sino una historia de décadas de experiencia de una institución mexicana dedicada a hacer exactamente eso: desarrollar programas de políticas públicas diseñadas para generar alternativas y desarrollar la capacidad de tomar decisiones de una manera informada, autónoma y responsable. Los programas que el libro describe se han abocado a que la gente deje de ser el objetivo de los programas de combate a la pobreza para convertirse en los agentes de cambio que los hagan exitosos. La propuesta implícita en el libro consiste en agregar la dimensión de la elección individual a los programas de combate a la pobreza que no están contemplados en las teorías o programas de desarrollo económico tradicionales.

En otras palabras, las autoras, que iniciaron su modelo atacando otros temas del desarrollo humano, se encontraron con que no sólo es posible la transformación de las personas en agentes de cambio, en individuos capaces de hacerse cargo de sus vidas, sino que cuando eso ocurre en el contexto de la disponibilidad de recursos como los que son el componente central de programas como Solidaridad u Oportunidades, el potencial de romper con la pobreza se multiplica dramáticamente. Es evidente que, independientemente de la perspectiva política o ideológica del político o partido que promueve una determinada perspectiva para el combate a la pobreza, ese objetivo requiere vastos recursos públicos. Lo que este libro demuestra es que el éxito no es posible sólo con recursos públicos, que se requiere de la modificación del contexto en que funciona el individuo: es decir, que se requiere que los individuos se hagan cargo de los programas. Esto claramente no le va a gustar a quienes tienen objetivos clientelares o a quienes prefieren las soluciones estatistas por el hecho de serlas, pero abre una extraordinaria oportunidad para quienes ven en la ciudadanía –y en el desarrollo de un ciudadano responsable y decidido- el futuro del país.

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Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

“Mientras más corrupto el Estado, más legisla”. Así decía Tácito, senador romano. En México el gobierno es débil, pesado, aparatoso y muy ruidoso, pero nada efectivo aunque, eso sí, con una interminable propensión a legislar. La evidencia está por doquier: en el pobre desempeño de la economía, la violencia, la informalidad, la inseguridad, el tráfico. Nuestros legisladores se anuncian en el radio diciendo cosas  como: “en el Senado de la República reconocemos que hay mucha criminalidad y por eso legislamos tal o cual cosa”, como si el hecho de legislar resolviera los problemas.

En las últimas décadas pasamos de un gobierno pesado y abusivo pero con alguna capacidad (aunque decreciente) de acción, a uno simplemente pesado e inútil. El gobierno tiene presencia en todas partes pero eso no lo hace funcional o efectivo. Al revés: lo que al país le urge es una redefinición de la función gubernamental y el desarrollo de las capacidades que le permitan enfrentar el monstruo de la inseguridad que acecha a la población y crear condiciones para echar a andar la economía y, en general, mejorar la convivencia en la sociedad.

Aquí van tres ejemplos de absurdos que evidencian lo lejos que estamos de contar con un sistema eficaz de gobierno:

  • En el ámbito fiscal, se gobierna por circular. Los funcionarios hacendarios emiten circulares para todo, jamás reconociendo la incertidumbre que sus actos de autoridad generan. Un entorno estable es condición necesaria para el desarrollo económico y éste se altera cuando las reglas del juego se cambian sin previo aviso, explicación o justificación.
  • La discrecionalidad es un instrumento esencial de la función gubernamental: es el medio a través del cual la autoridad se adapta al cambiante entorno económico, electoral o político. Dado que es imposible legislar para cualquier contingencia, la función del gobierno sería imposible sin facultades discrecionales. El problema es que en México no hay diferencia entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: son sinónimos porque la autoridad emplea sus facultades discrecionales sin restricción alguna. Eso es lo que permite que un gobernador manipule las elecciones en su estado, o en cualquier otro; que las entidades de regulación impongan sanciones sin fundamento legal; o que pueda haber miles de muertos sin que se inicie una sola averiguación previa. La autoridad en México es absolutamente arbitraria.
  • En el caso de las entidades de regulación económica (Telecomunicaciones, Competencia, Energía) tenemos de todo menos reglas claras. Las entidades deciden en función de los criterios de los comisionados, mientras que las facultades del presidente de cada una de ellas son tan vastas que sus preferencias tienden a prevalecer. El caso de la Comisión de Competencia es paradigmático porque el tema es tan central para nuestro desarrollo: leyes van y leyes vienen pero lo único que avanza son los caprichos de quienes definen las prioridades. Es evidente que requerimos una legislación apropiada, comparable a la de los principales países del mundo, pero también requerimos una estructura de autoridad igualmente acotada, como la que existen en aquellas naciones. El tema es el mismo que en el resto: nuestro problema no es de leyes sino de la propensión al abuso de las facultades de la autoridad, lo que las coloca en un plano de permanente arbitrariedad. Sin límites, cualquier autoridad se convierte en un poder fáctico más, lo opuesto de lo que requiere un país moderno e institucionalizado.

Institucionalizar implica limitar a la autoridad, es decir, establecer reglas que acoten y preestablezcan los límites de su acción. La discrecionalidad es indispensable, pero para que el actuar gubernamental no sea arbitrario tiene que estar acotado por reglas conocidas por todos de antemano.

De la misma manera, no se puede ignorar la dinámica histórica que nos precede. Gracias a la hiperinflación de la era del Weimar, en Alemania el banco central es sumamente ortodoxo y se enfoca exclusivamente a combatir la inflación. La historia de Inglaterra es muy distinta: el recuerdo de la pobreza descrito por Dickens y marcado en la conciencia colectiva de aquella nación llevó a que, para el Banco de Inglaterra, la inflación sea importante pero deba ir aparejada con el crecimiento. Nuestra historia no es tan extrema como la de estas naciones europeas, pero la era de las crisis financieras marcó al país y se convirtió en una definición esencial de la función financiera, razón por la cual el banco central se toma con tanta seriedad el control de la inflación. En contraste con otras funciones gubernamentales, ésta ilustra que hay capacidad de aprendizaje.

En el mundo hay muchos modelos de gobierno, cada uno de ellos emanado de su propia realidad social. En Francia el gobierno tiene una amplísima presencia en la economía como propietario y administrador de empresas de lo más diverso. En Inglaterra el gobierno tiene una presencia mucho más modesta. Pero ambos países comparten una característica común: tienen un gobierno efectivo y funcional. Nosotros debatimos (y legislamos) mucho sobre la naturaleza del gobierno pero no tenemos un gobierno funcional. El viejo sistema se caracterizó por un gobierno que funcionó bajo esas circunstancias pero, como ilustran las crisis políticas y económicas que enfrentó a partir de 1968, dejó de ser efectivo hasta acabar prácticamente colapsado.

A casi dos sexenios de la primera alternancia de partidos en la presidencia, sería tiempo de irle dando forma a un nuevo sistema de gobierno. Esto podría hacerse de dos maneras: con un gran replanteamiento de sus estructuras o con una corrección de algunas de sus partes más disfuncionales. En un mundo perfecto, lo ideal sería hacer un gran replanteamiento como hicieron los españoles con su constitución de 1978. Sin embargo, el ejemplo español no es aplicable a México porque ese país ya contaba con un gobierno funcional: lo que la constitución hizo fue modificar los pesos relativos de los distintos componentes del Estado. Nosotros tenemos que partir del reconocimiento de que nuestro sistema de gobierno no satisface ni lo más elemental. Pretender modificarlo todo por la vía legislativa no resolvería el problema.

Los tiempos preelectorales son siempre propicios para la discusión de los retos que enfrentamos. Quizá no haya ninguno más grave y pernicioso que el desorden que emana del desarreglo del poder. De ahí deriva todo: mientras no se establezcan límites al poder y los poderosos desarrollen la capacidad y visión de institucionalizarlo, nuestro sistema de gobierno seguirá siendo lo que es: disfuncional e ineficaz.

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¿Qué sociedad?

Luis Rubio

Control o responsabilidad: ese es el dilema diría Hamlet. Pero no se trata de una disquisición literaria sino de la naturaleza del poder, la función del gobernante y su relación con el ciudadano. Para unos el ciudadano es un mero peón en la dinámica social; para otros es la piedra de toque de ese entramado. La diferencia no es pequeña y por eso la profunda controversia. Lo que está de por medio en la discusión sobre las modificaciones al Artículo 41 constitucional es precisamente eso: el papel protagónico del ciudadano en el desarrollo de la sociedad.

La pregunta es si el ciudadano es un componente más de la democracia o su razón de ser. Esa disyuntiva lo define todo. Algunos argumentan y defienden la noción de que el votante mexicano es menor de edad, incapaz de decidir sobre los grandes asuntos de nuestra realidad. Otros creemos que se trata de ciudadanos completos que tienen todo el derecho de hacer valer su perspectiva y ser el centro de la decisión en los asuntos públicos trascendentes. Para los primeros la función del gobierno y sus instituciones es controlar, regular y mediatizar la información a fin de que el votante sepa qué es lo conveniente y deseable para él. Para los segundos, el ciudadano es plenamente capaz de decidir por sí mismo y no requiere que se le filtre la información. Esa es la diferencia entre un súbdito y un ciudadano.

Según Carlos III, rey de España en el siglo XVIII,  los súbditos nacieron «para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. Acto seguido, es imperativo filtrar –si no es que mediatizar- los anuncios, comentarios o críticas que pudieran provenir de las diversas instancias sociales: poca información, debidamente supervisada. Esa es la perspectiva que inspiró las reformas electorales de 2007 en que se acotó la libertad de la sociedad para expresar sus ideas, comprar tiempos en los medios o recibir información por medio de publicidad negativa. Esa reforma elevó a los partidos políticos, junto con el IFE, al rango de controladores oficiales y absolutos de la información que los ciudadanos deben recibir. Nada fuera de lo que esas entidades produzcan, manipulen o mediaticen debe ser leído, visto o escuchado por los ciudadanos.

 

Mark Twain, ese gran filósofo de la vida, tenía otra idea: para él “la ciudadanía es lo que hace a la república, en contraste con la monarquía que preferiría evitarla”. Esa es la tesitura con la que nos hemos topado: queremos a una ciudadanía libre que se desarrolla y hace suya la responsabilidad de discernir y optar entre las posturas que se le presentan o queremos a un conjunto de votantes que son incapaces de cualquier cosa excepto recibir instrucciones. Reconozco que estoy siendo absoluto en la tesitura, pero no tengo duda de que se trata de una definición fundamental. El tema es si apostamos por una ciudadanía capaz de discernir o por una masa inerte que sólo recibe mensajes y actúa de acuerdo a las instrucciones ahí implícitas.

El debate no es menor. Términos como “Estado rector”, “democracia dirigida” y “gobierno fuerte” se usaron a lo largo de la era priista para legitimar el abuso que el sistema autoritario imponía sobre el ciudadano, siempre considerado como menor de edad. En esa era, el gobierno estaba ahí para suplir la supuesta ausencia de una sociedad organizada, capaz de asumirse como el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte. Restricciones como las que impone la reforma de 2007 no hacen sino subyugar, someter y controlar a la ciudadanía. ¿Cómo se puede pretender que exista más transparencia y rendición de cuentas si no existe ciudadanía? A menos de que el objetivo sea el de conformar a un grupo de expertos (seguramente integrado por quienes apoyan esta visión) que vigile la información y juzgue por ellos, es inconcebible una democracia sin ciudadanos. La pretensión de que es suficiente que los partidos participen en las elecciones y que los ciudadanos sean meros espectadores lo dice todo.

Stalin alguna vez afirmó que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada; quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los noventa pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía. En la política mexicana actual la soberanía yace con los partidos políticos. El desencanto ciudadano tiene que ver con ese hecho: con el monopolio del poder en manos de los partidos y con la corrupción inherente al control que ejercen. El ciudadano promedio podrá no tener conocimientos profundos pero entiende perfectamente que suyo es el voto y que debe ser ejercido con responsabilidad. La mediatización de la información impide que eso ocurra.

La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedó la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección quedaron severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se concentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores. En otro arranque estalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. Se trata de una nueva manera de recentralizar el poder, no ya bajo el yugo presidencial sino del de los partidos y sus administradores. Eso puede ser cualquier cosa, pero democracia no es.

La disyuntiva es muy simple: queremos una sociedad estructurada y controlada por los partidos políticos o queremos una ciudadanía fuerte, capaz de exigir rendición de cuentas y decidir sobre sus gobernantes. Para algunos la disyuntiva es equivalente a escoger entre modelos en una agencia automotriz, pero en realidad se trata de un diferencia fundamental: dado que venimos de un sistema autoritario, requerimos de toda la fuerza ciudadana para discernir sin conferirle tanto poder a los partidos, entidades clave pero no un sustituto de una ciudadanía fuerte, capaz de ejercer el voto de una manera seria, responsable e informada. Las restricciones a la libertad de expresión son nocivas a una ciudadanía viva y deseosa de crecer y trascender.

 

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Tiempo de cambiar

Luis Rubio

«Ustedes han estado sentados demasiado tiempo ahí como para que algo distinto pudiera resultar» les dijo a los nobles Oliver Cromwell, el republicano inglés que derrotó a la corona. Lo mismo se podría decir de muchos de los empresarios y sus cámaras que no pueden ver más que a su interés particular e inmediato, aunque eso sea lógico. La racionalidad de nuestros funcionarios y legisladores tiene que ser la contraria: abrirle espacios a la ciudadanía y a los consumidores.

El país se encuentra ante una tesitura compleja en materia económica. Si queremos ver el vaso medio vacío, se pueden encontrar toda clase de problemas, dificultades y entuertos que impiden que funcionen las cosas de manera óptima. Sin embargo, también existe la visión alternativa: si estamos dispuestos a ver las oportunidades, todo lo que tenemos que hacer es comenzar a hacerlas posibles.

Una parte del sector industrial se ha especializado en obstaculizar el camino con la excusa de que mientras no todo esté perfecto es imposible liberalizar. Pero esa es una forma en la no se puede avanzar. Si queremos la predictibilidad de un reloj suizo tenemos que aceptar las reglas del juego y las disciplinas de Suiza. Mientras no seamos Suiza, debemos ir mejorando las cosas poco a poco, pagando el costo necesario.

El tema del día son las negociaciones comerciales con otros países. Hay negociaciones de profundización comercial con Colombia, de libre comercio con Perú y, en ciernes, ambiciosos tratados con Brasil y Corea. Muchos se preguntan, algunos con insistencia, cuál es la razón de negociar más tratados si no se resuelven los problemas internos primero. Quienes así piensan tienen un punto por demás válido, pero no justificable. Si vamos a esperar a que todo se resuelva, pasaría el sueño de los justos y nunca llegaríamos al desarrollo. La liberalización comercial es un medio necesario.

Lamentablemente, la discusión sobre la negociación de tratados de libre comercio ha estado muy mal enfocada. Desde que se inició la liberalización a mediados de los ochenta, ha habido una permanente confusión sobre los objetivos que se persiguen y el papel y función que le corresponde a los agentes económicos y al gobierno, respectivamente. Es absolutamente lógico y legítimo que los empresarios defiendan su interés y presionen a las autoridades y legisladores para que sus posturas sean escuchadas. Pero la función del gobierno no es velar por esos intereses sino por los de la colectividad, es decir, por los de los consumidores y ciudadanos en general. Aún así, en la negociación con Colombia –que aguarda la ratificación del Senado- es evidente que los intereses de los productores fueron atendidos.

La liberalización comercial que inició en 1985 con la eliminación de permisos de importación y su substitución por aranceles y que prosiguió con los tratados de libre comercio, representó un viraje fundamental en la lógica del desarrollo económico. Hasta los ochenta, todo el énfasis se había centrado en la protección, promoción y subsidio de los productores. Ese esquema funcionó bien entre el final de los treinta y mediados de los sesenta pero acabó en el estancamiento. La apertura se dio por una razón muy simple: porque la inversión interna ya no era suficiente para generar tasas elevadas de crecimiento económico y los beneficios en términos de riqueza y empleo que de ahí se derivan.

La lógica de la apertura comercial gira en torno al consumidor, sea éste persona o empresa. El objetivo es forzar a la planta productiva a volverse competitiva, elevar los niveles de productividad y ofrecerle al consumidor la mejor calidad y precio del mercado, todo ello por medio de la competencia que representan las importaciones. Desde luego, este viraje ha implicado la afectación de muchas empresas, pero, por ejemplo, el porcentaje de su ingreso que las familias mexicanas hoy dedican a vestido o calzado es una fracción de lo que representaba hace treinta años y la calidad es muy superior gracias a la apertura. ¿Qué es mejor: millones de familias con un mejor nivel de vida o una empresa privilegiada que goza del monopolio de altos precios para esas mismas familias? La apertura ha transformado la vida de millones de mexicanos y ha permitido que crezca la clase media. Ese debe ser el objetivo por el que velen nuestros Senadores.

No se requiere ser genio para argumentar que la apertura ha sido desigual, que no ha incluido a todos los sectores, que los servicios siguen siendo caros e ineficientes y que, inevitablemente, algunos productores se verán afectados por la competencia. La verdad, simple y llana, es que no nos hemos atrevido a llevar la lógica de la apertura a otros ámbitos indispensables, como son el burocrático, el político, los monopolios y los privilegios. Pero estos son argumentos para abrir más, no para preservar los absurdos que nos caracterizan.

La alternativa para el futuro es muy simple: profundizamos y avanzamos para tener productores competitivos y consumidores satisfechos o nos enconchamos y pretendemos que las cosas se resuelven por sí mismas. Si entramos en la lógica de proteger un poquito aquí y allá, acabaremos con mil excepciones y una economía colapsada. Tenemos que seguir adelante o nos iremos hacia atrás.

Si uno observa los patrones de importaciones y exportaciones, es evidente la concentración que tenemos con EUA, lo que lleva a muchos a concluir que no debemos proseguir con la liberalización. Hay dos razones para pensar distinto: primero, cada tratado que se firma implica mayores beneficios para el consumidor, productores más competitivos y más de lo que los economistas llaman «disciplinas», es decir, reglas del juego predecibles y confiables para todos, que son clave para el desarrollo en el largo plazo.

La otra razón para pensar distinto es que la concentración del comercio, aunque explicable en términos geográficos, no tiene nada de lógica. La concentración existe esencialmente porque tenemos reglas de origen en el TLC norteamericano que nos hacen sumamente competitivos en esa región pero nos restan competitividad fuera de ella. La solución a esto no reside en cerrar otras puertas sino en atraer la producción de insumos para competir exitosamente con todos. Es decir, nos urge una industria de proveedores de clase mundial. Más tratados y mayor liberalización son condiciones necesarias para que ésta se desarrolle.

Los problemas del país tienen solución, pero sólo si estamos dispuestos a dar los pasos necesarios. En materia de liberalización comercial lo imperativo es privilegiar el interés del consumidor porque la alternativa es seguir estancados. Así de simple.

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Incertidumbre

Luis Rubio

En su ensayo sobre el origen y el significado de América, Alfonso Reyes escribe que “Antes de ser esta firme realidad, que unas veces nos entusiasma y otras nos desazona, América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites». En los últimos lustros México perdió la capacidad de trascender los límites y construir una base sólida de crecimiento. Sin embargo, haciendo honor a la verdad, no han sido, o al menos no fueron, pocos los esfuerzos que se hicieron por edificar los cimientos de un crecimiento sostenido. Pero de todas formas éste nunca se materializó.

Abundan las explicaciones del fenómeno, algunas interesadas, otras producto de un análisis más serio y profundo. Muchos industriales lo atribuyen a lo que llaman contrabando, en tanto que otros a la desigualdad de condiciones que enfrentan las empresas respecto a otros mercados. Desde la izquierda la crítica fundamental se remite al supuesto abandono por parte del gobierno de su función como promotor del desarrollo, esencialmente por medio del gasto y la inversión pública. Estudiosos de la microeconomía se han abocado a problemas de mercados específicos y, en general, a los bajos niveles de crecimiento de la productividad. El gobierno federal estudió el libro del Banco Mundial y se abocó a mejorar la calificación anual de ese organismo. Cada una de estas perspectivas contribuye a explicar la naturaleza de los obstáculos al crecimiento pero, luego de décadas de tasas mediocres de desempeño, quizá sea tiempo de repensar todo el planteamiento o, como diría Alfonso Reyes, de reanimar el apetito e impulso por trascender los límites.

El ambiente que caracteriza al debate público tiende a ser demasiado ideológico para permitir una discusión saludable respecto a la naturaleza del problema. De hecho, con frecuencia es tan absurda la discusión que ni siquiera hay acuerdo sobre cuando comenzó el problema. Si uno se remite a los números, parece evidente que el problema del crecimiento comenzó a mediados de los sesenta cuando, por primera vez, dejó de exportarse maíz que, junto con otras materias primas y granos, había sido una fuente fundamental del financiamiento de las importaciones de maquinaria, equipo e insumos para la industria. Fue a partir de ese momento en que comenzó el debate sobre la apertura de la economía, mismo que ganaron quienes propugnaban por soluciones estatistas que, financiadas con deuda y exportación petrolera, dominaron el panorama durante los setenta. Luego vendrían las reformas de los ochenta y noventa que, aunque profundas en muchos sentidos, nunca revirtieron del todo los «hechos» consumados a lo largo de los setenta en la forma de regulaciones, empresas paraestatales y otros mecanismos de subsidio, protección y control.

Luego de más de cuatro décadas de desempeño económico mediocre, me parece que el enfoque debe cambiar de manera radical: en lugar de buscar formas en que el gobierno PRODUZCA una recuperación económica sostenida, es tiempo de que el gobierno HAGA POSIBLE la recuperación. Aunque parece un mero juego de palabras, el enfoque es radicalmente distinto: en el primer caso, el gobierno hace suya la responsabilidad de procurar el crecimiento haciendo uso del gasto, la inversión, las regulaciones, las empresas paraestatales y otros instrumentos a su alcance. Es decir, todo lo que no ha funcionado en 45 años. La alternativa sería que el gobierno se limite a crear condiciones para que el crecimiento sea posible. Aunque muchos de los instrumentos serían los mismos, la manera de desplegarlos sería muy distinta: en lugar de proteger a unos y favorecer a otros, el gobierno crearía reglas generales, iguales para todos; en lugar de favorecer al productor, haría una defensa decidida del consumidor; en lugar de cambiar las reglas y regulaciones cada rato, crearía un marco regulatorio permanente, apuntalado en sólidos derechos de propiedad; en lugar de hacer excepciones para las paraestatales, éstas tendrían que responder al consumidor y a la competencia como cualquiera otra empresa, independientemente de la naturaleza del propietario. El enfoque gubernamental de las últimas décadas crea un ambiente de incertidumbre que desincentiva la inversión, el ahorro y la producción.

Hace algunos meses Gordon Hanson publicó un estudio* sobre por qué México no es un país rico. Su punto de partida es que el país ha llevado a cabo muchas más reformas y, en general, mucho más profundas que la mayoría de los países de similar nivel de desarrollo pero, a diferencia de aquellos, no ha logrado elevar su tasa de crecimiento. El análisis es por demás interesante porque excluye de entrada muchos de los clichés y mitos que perviven el ambiente: ¿corrupción? si, pero igual de corruptos son muchos otros países que sí crecen; ¿herencia hispana? si, pero, con excepción de Venezuela, es el país que menos crece de la región; ¿paraestatales? si, pero hay muchas de esas en Asia y América Latina y éstas no tienen que ser un impedimento; ¿rechazo cultural? quizá, pero en nada distinto al del resto del continente que crece con celeridad.

La conclusión de Hanson es interesante porque no pretende lograr la piedra filosofal. Desde su punto de vista, hay cinco factores que interactúan negativamente para impedir el crecimiento de la productividad pero es muy difícil saber la importancia relativa de cada uno, por lo que existe el riesgo de sobre dimensionar una causa específica para luego acabar con que el problema residía en otra parte. Los factores son: pésima asignación del crédito, elevados incentivos para la informalidad, mal sistema educativo, control de algunos mercados clave y vulnerabilidad a choques externos. Sin embargo, el corazón de sus conclusiones es que no hay capacidad de gobierno, es decir, que el gobierno es muy poco efectivo, genera demasiadas distorsiones y no contribuye a resolver los problemas de la economía a pesar de intentarlo con tanto ahínco.

México lleva décadas intentando encontrarle la cuadratura al crecimiento económico. En el camino se fueron probando soluciones que claramente no lo han logrado, pero sí han creado una profunda estela de incertidumbre. La única lección que me parece clara es que se requiere un gobierno fuerte con gran capacidad de acción para hacer posible que funcionen los mercados. Hoy sabemos que tenemos un sistema de gobierno débil que se ha abocado a intentar regular, cuando no substituir, el funcionamiento de los mercados. Quizá sea tiempo de hacer posible que estos funcionen.

*Hanson, Gordon, Why Isn’t Mexico Rich? NBER  http://www.nber.org/papers/w16470

 

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Estado

Luis Rubio

“En la lucha por la sobrevivencia, decía Charles Darwin, los más aptos ganan a expensas de sus rivales porque se adaptan mejor a su ambiente”. El gobierno mexicano parece estar librando una batalla por su sobrevivencia y los mexicanos, comenzando por nuestros políticos y precandidatos, parecemos ajenos al trance. Poco se está haciendo para construir el andamiaje que permita construir un “nuevo” Estado mexicano, un nuevo sistema de gobierno, apropiado a las condiciones que hoy existen, que son muy distintas a las de antaño. Siguiendo a Darwin, el gobierno mexicano está luchando por su sobrevivencia, pero no ganará si no erige las estructuras necesarias para poder ganar.

La batalla más directa y visible, pero no la única, es la que enfrenta al gobierno con el narco. Ahí hay balas, violencia y muchos muertos. Menos claro es el objetivo que persigue el gobierno, por qué éste ha ido cambiando. Tampoco es obvio por qué hay tan poco énfasis en la reconstrucción de la autoridad a nivel municipal como bastión elemental. En lugar de redefinir la estrategia para ajustarse a las cambiantes circunstancias, el gobierno ha estado redefiniendo el objetivo. Al inicio, éste parecía ser erradicar el mercado de drogas; luego recobrar los territorios de que el narco se había apropiado; ahora todo se concentra en arrestar o matar a las cabezas de las distintas mafias. En contraste con lo que aquí pasa, los gobiernos fuertes cuentan con instrumentos para actuar y capacidad de movilización y no aspiran sino a una cosa muy específica: establecerle reglas al narco de tal suerte que cualquier infracción será penalizada de manera instantánea y fulminante. Así es como funcionan los gobiernos español y norteamericano: no es que las drogas o los narcos estén ausentes en sus territorios; más bien, la diferencia es que estos saben que cualquier violación a las reglas implícitas del juego (como matar a un policía o provocar una matazón) implicaría una respuesta brutal y terminante.

El gobierno mexicano no actúa así porque no tiene la capacidad para hacerlo y es por eso que se encuentra librando una lucha por su sobrevivencia. En aquellos países, los gobiernos locales son la primera línea de defensa y sólo recurren a las fuerzas estatales cuando las cosas se salen de control. Las policías federales no entran más que en casos extremos y el ejército prácticamente nunca. Nuestro problema es que, en casi todo el país, no existen capacidades a nivel municipal ni estatal o federal, razón por la cual el ejército acabó siendo la primera línea de defensa. Lo que esto nos dice es que nuestro problema no es de narcotráfico o de criminalidad en general, sino de ausencia de Estado. Este es el tema de fondo.

El déficit de gobierno que padecemos tiene su origen en la naturaleza del sistema priista, pero también en la forma en que éste se desmanteló. El sistema priista logró su fortaleza por el peso del gobierno y por su capacidad de controlarlo todo desde el centro y, con base en ello, imponer una férrea disciplina. La disciplina mantenía a raya a los políticos, a los partidos de oposición, a la población en general y hasta a los delincuentes y criminales. Todo esto lo hacía por medio de un ejercicio usualmente inteligente del poder pero no gracias a la existencia de instituciones fuertes que lo hicieran efectivo.

En el ámbito judicial, por citar uno evidente, el gobierno nunca construyó una policía profesional o un ministerio público independiente. La justicia se administraba con criterios políticos y la discrecionalidad, es decir, arbitrariedad, era su carta de presentación. Lo que hacía que funcionara el sistema era el enorme aparato de control que, violando todo respeto a los derechos ciudadanos, permitía administrar la criminalidad. Pero eso era antes, en un entorno de extrema concentración del poder, cuando la población era de la mitad del tamaño y no existía acceso a los medios de comunicación e información que hoy son ubicuos. En el sistema priista no había reconocimiento de que el temor que llevaba a la disciplina y el respeto a la autoridad eran antitéticos, no sinónimos: la gente le tenía miedo al gobierno pero no lo respetaba. Por eso, la pretensión de muchos priistas de que ese sistema se puede revitalizar o reconstruir es simplemente ridícula.

La crisis de seguridad que vivimos no comenzó con la derrota del PRI en 2000. Se fue acrecentando en la medida en que el país creció, se fue abriendo y descentralizando a pesar del PRI. No hay que olvidar que uno de los peores años para el sistema ocurrió en 1994, precisamente en el momento de mayor concentración del poder. La crisis de seguridad tiene diversos orígenes, pero su explosión está directamente correlacionada con la inexistencia de un sistema de gobierno funcional (y legítimo),  capaz de organizarse e imponerse.

La derrota del PRI tuvo el efecto de acelerar la descomposición gubernamental. Aunque debilitada, la capacidad de control del sistema priista se mantuvo hasta el final; sin embargo, en la medida en que el poder comenzó a trasladarse hacia los estados, municipios, partidos y grupos de poder (lo que desde ese momento empezó a llamarse “poderes fácticos”), se derrumbó el sistema de control y, con ello, todo instrumento generador de disciplina. Desafortunadamente, prácticamente ninguno de los estados o municipios reconocieron el fenómeno: de manera casi súbita, esos niveles de gobierno se convirtieron en la primera línea de defensa frente a una criminalidad ascendiente que, por años de desidia, no había sido confrontada. Así, desde finales de los noventa pero, sobre todo, a partir del 2000, el país se hundió en un mar de criminalidad para el que todavía hoy, once años después, no hay camino de solución.

En un mundo ideal, lo que procedería sería desarrollar capacidad de gobierno a nivel local, estatal y federal. En el mundo real ha habido algún avance, modesto, a nivel federal y casi ninguno a nivel estatal y municipal. El municipio en México está prácticamente desaparecido y los gobiernos estatales desdibujados; la persistencia de control vertical de los gobernadores sobre los municipios no ayuda. En un mundo tan descentralizado como el que hoy vivimos y en un entorno de información ubicua, parece claro que sólo un reenfoque de la función gubernamental a nivel estatal y municipal permitiría comenzar a reconstruir al gobierno y, con ello, establecerle límites a las bandas de narcos y criminales. La salida no reside en la reconstrucción de un gobierno federal exacerbado, algo imposible hoy en día, sino en la construcción de un verdadero Estado. Nada menos.

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