Luis Rubio
Según Lord Byron, “Se necesita un siglo para formar un Estado y una sola hora para convertirlo en polvo». Nuestro problema es que, a pesar de lo que siempre creyeron los priistas –y todos los demás-, en México nunca se consolidó un sistema institucional. Todo mundo hablaba (y habla) de las instituciones, pero lo que la derrota del PRI reveló es que el país había vivido bajo un sistema de rasgos autoritarios que imponía el control pero que nunca consolidó un sistema institucional que administrara el poder y acotara a los gobernantes. En este sentido, nuestro dilema hacia el futuro no es distinto que antes de la alternancia y esa es una verdadera tragedia.
El fin de la era priista no vino acompañado del fin de sus principales características y formas, excepto que muchas de ellas dejaron de ser funcionales, cuando no francamente disfuncionales. Con sus virtudes y defectos, aquel sistema mantenía el control y la estabilidad y, por algunas décadas, pero no siempre, hizo posible tasas de crecimiento económico relativamente elevadas. Los gobiernos panistas no modificaron la estructura básica del sistema, pero ésta dejó de ser operativa no (sólo) porque los nuevos gobiernos fuesen incompetentes, sino porque el “divorcio” del PRI y la presidencia entrañó una migración del poder político hacia los gobernadores, los partidos y lo que hoy llamamos “poderes fácticos”. La realidad política cambió no por la alternancia de partidos en la presidencia sino por la profunda transformación que experimentaron las relaciones de poder en la sociedad. La pretensión de muchos priistas de retornar al statu quo ante en nada se diferencia de aquellos que intentan meter al genio de regreso a su lámpara mítica.
En retrospectiva, la gran sorpresa de la elección de 2000 fue que una de las “verdades” retóricas más importantes y ubicuas del sistema priista emanado del callismo resultó ser falsa: México nunca fue un país de instituciones. Resulta que era un sistema autoritario que empleaba la disciplina para mantener el control y lo hacía con diligencia y cuidado, de tal forma que la represión era empleada sólo excepcionalmente: el sistema logró una amplia legitimidad por muchas décadas y eso llevó a que los distintos actores, y la población en general, aceptaran la disciplina no por la amenaza de un castigo como ocurría en las dictaduras, sino por un cálculo racional pero implícito. En cierta forma, como lo acusó Vargas Llosa con tanta claridad, la “dictadura perfecta” tenía su atractivo porque disfrazaba muy bien su naturaleza real. Más que la democracia y sus complicaciones, el verdadero descubrimiento de la alternancia fue que el país no tiene instituciones consolidadas y quizá de ahí emanen muchos de sus retos actuales.
¿Importa esto? Muchos de quienes más activamente promovieron el cambio democrático afirman que se trata de un proceso inevitable de cambio y transformación y que lo excepcional es una transición pactada en la que las otrora instituciones autoritarias se transforman en democráticas: que lo típico es que la situación sea compleja y exija que los actores políticos tarde o temprano acaben reconociendo que sólo colaborando y llegando a establecer acuerdos y puentes será posible la consolidación democrática. Del otro lado del espectro, sobre todo del lado priista y entre los ex priistas del PRD, la conclusión es mucho más taciturna: para ellos el experimento democrático resultó fallido y debe corregirse el rumbo. Por supuesto, en un mundo de corrección política, nadie se atrevería a expresar esa concepción de manera tan clara, pero no es necesario escudriñar demasiado para entender su lectura. Un candidato pretende modificar la llamada “cláusula de gobernabilidad” de tal suerte que se reduzca el umbral para lograr una mayoría legislativa artificial, o sea, intentar revitalizar al viejo sistema por la puerta de atrás. Otros son más claros cuando afirman que Putin restauró el orden y la viabilidad de su país luego de una década de caos supuestamente democrático.
Reflexionando sobre los avatares de nuestra realidad, recuperé un artículo que había leído en 1980 y que me parece extraordinariamente clarividente. Susan Kaufman Purcell y John FH Purcell* analizaron al sistema político mexicano y llegaron a una serie de conclusiones que son útiles para explicarnos el origen de nuestra realidad y, con suerte, darnos luz sobre lo que hay que cambiar. Algunas de sus apreciaciones en aquel insigne artículo son:
-“El Estado mexicano es un malabarismo permanente porque se fundamenta en una negociación continua entre los grupos gobernantes y los intereses que representan a un amplio espectro de tendencias ideológicas y bases sociales.”
-“El Estado mexicano es excepcional… en cuanto a que nunca ha evolucionado de su origen transaccional hacia una entidad institucionalizada.”
-“El sistema se mantiene funcionando no por instituciones sino por una rígida disciplina que impide que las élites se salgan de límites impuestos por acuerdos implícitos. Por ello, no es un conjunto de estructuras institucionales… sino un conjunto complejo de estrategias y tácticas bien establecidas, ritualmente consolidadas, que hacen posible el funcionamiento político, burocrático y la interacción privada a través del sistema.”
-“La estabilidad política reside principalmente… en la interacción de dos principios de actuación política: la disciplina y la negociación.”
-“Las entidades del sistema que reciben la mayor atención –el partido dominante, la presidencia y la burocracia- son meramente marcos formales convenientes dentro de los cuales se lleva a cabo la interacción política, que es fundamental para la sobrevivencia del heterogéneo sistema político.”
-En consecuencia, “México es menos institucionalizado de lo que podría parecer… es posible el conflicto descontrolado y colapso político en un momento de crisis.”
El pasado no se puede cambiar, pero sí se puede aprender de él. Venimos de una era autoritaria y no de una era de instituciones. Esa diferencia explica en buena medida la complejidad que entrañan los procesos de decisión en la actualidad y su frecuente parálisis. También invita a pensar que sólo la interacción entre líderes clarividentes y visionarios podría hacer posible la construcción de acuerdos y, eventualmente, de instituciones que sean susceptibles de darle dirección y estabilidad al sistema y, con ello, viabilidad al desarrollo económico. En otras palabras: no tenemos instituciones funcionales, razón por la cual sólo la interacción de personas capaces y dispuestas a remontar las rencillas cotidianas podría permitir salir del hoyo en que nos encontramos.
* State and Society in Mexico: Must a Stable Polity be Institutionalized?, World Politics, Vol. 32, No. 2 (Jan., 1980), pp. 194-227
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