Las buenas noticias: la economía y el caos político

Luis Rubio

La relación entre la dinámica política y la económica en el país está experimentando un cambio fundamental: una se está distanciando cada vez más de la otra. Más específicamente, el gobierno está perdiendo capacidad de afectar, para bien o para mal, a un cada vez mayor númro de mexicanos. Lo mismo ocurre con los partidos políticos y con los políticos en lo individual. Sea por incompetencia, por su descrédito o por el cambio que experimenta la propia sociedad, el hecho es que la política y la economía avanzan en direcciones muy distintas.

Ciertamente, los políticos -de todos sabores y colores- no pretenden disminuir su ámbito de acción, ni aprecian el hecho de que el gobierno pierda capacidad de actuar o de movilizar a la población. Sin embargo, el hecho es que los conflictos políticos se vienen acelerando y profundizando, cada vez más al margen del resto de la población. Esto es particularmente notorio en el ámbito económico, donde el actuar gubernamental y político es cada vez menos relevante y más distante. Esto no implica que la población esté ausente de los procesos políticos o exenta de la manipulación que pudiesen intentar llevar a cabo toda clase de intereses, o que la economía esté liblicará una mucho mayor atención al desarrollo económico local. Sin embargo, el que los gobernadores se estén convirtiendo en factores clave del desarrollo regional puede tener efectos igualmente positivos que negativos.

Ya es lugar común observar que, en términos generales, las estructuras e instituciones del presidencialismo tradicional están siendo rebasadas por un sinnúmero de organizaciones sociales que van a cumplir con la misma función de organización y control social, pero no así con la de interlocución con el gobierno. La existencia de esta diversidad de grupos reduce sensiblemente el riesgo de inestabilidad política; sin embargo, la capacidad de acción del gobierno, que antes se daba a través de las organizaciones patrocinadas, apoyadas o reconocidas por el gobierno federal y por el PRI, está desapareciendo. La conclusión inevitable de todo lo anterior es que estamos presenciando un margen de independencia mucho mayor para todos los actores sociales, empresariales y políticos que en lo individual quieran actuar y que sepan como hacerlo.

De esta forma, lo que muchos lamentan constituye, en relaidad una gran oportunidad.

Lo anterior no disminuye el hecho de que el gobierno sigue manteniendo una gran capacidad de obstrucción, a pesar de que ha perdido la imponente presencia que lo caracterizaba en el pasado. Es decir, cuenta con regulaciones y recursos que fácilmente puede emplear para impedir que ocurran cosas o para obstaculizar acciones privadas: desde la Comisión de Competencia hasta el inspector fiscal o sanitario más mundano.

Pero quizá lo más importante es que la multiplicidad de actores que está emergiendo disminuye el riesgo de erupción política, pero también hace infinitamente más compleja la función de gobierno. Un gobierno acotado tiene menor capacidad de acción efectiva, lo que exige negociaciones, acuerdos y pactos entre los partidos y fuerzas políticas para poder gobernar. Esto que acongoja a muchos, entraña la enorme oportunidad de permitir que el país se desarrolle, de una vez por todas, al margen de las preferencias de la burocracia.

Sin embargo, las lacras burocráticas llevan años de hacer mella en un sector de la economía que crece sin cesar, pero que, al hacerlo limita el potencial de crecimiento del resto de la economía. La informalidad existe porque tanto la burocracia como la acción política han creado vacíos de empleo, de particiáción y de acceso a la economía legítima pagadora de impuestos. En un principio la informalidad surgió en un principio, esencialmente por las barreras de acceso que imponían (e imponen) las regulaciones federales, estatales y municipales, mismas que impiden o desincentivan la creación de nuevas empresas, sobre todo pequeñas. Esto ocurre porque esas trabas hacen sumamente onerosa la vida para las empresas que sí están registradas y que sí pagan impuestos. La informalidad se acentuó en los setenta por el crecimiento en las regulaciones. En los ochenta y noventa el proceso continuó, pero por razones distintas. En los noventa comenzaron a disminuir las regulaciones, pero la reducción no ha sido suficiente como para modificar los incentivos a la informalidad. En términos políticos, la informalidad es, claramente, un colchón contra la inestabilidad política y la descomposición social. Pero también es un impedimento al desarrollo de una economía sana, creciente y funcional, toda vez que emplea recursos de la sociedad (como infraestructura) pero no contribuye a ella a través de impuestos. Quizá más importante, representa un obstáculo porque impide el crecimiento acelerado de la productividad, además de que con su mera existencia, se propicia la ilegalidad.

La conclusión de todo lo anterior es que el país está avanzando por un proceso político que no se conforma con una utopía democrática, pero tampoco implica necesariamente una desarticulación social. Por lo tanto, la economía previsiblemente va a seguir funcionando en todas las instancias en que existan empresarios capaces de hacerlo, lo que arroja una perspectiva mucho más optimista de lo que muchos are de toda obstrucción burocrática, pero sí implica que se trata de dos dinámicas cada vez más diferenciadas.

Por su parte, el hecho de que disminuya el ámbito de acción de la política a nivel nacional no implica que se trate de una situación estática o definitiva. La situación nacional puede cambiar en cualquier momento, como resultado de actos políticos promovidos por el gobierno o por cualquier otro actor, lo que inevitablemente tendría efectos sobre la población, la economía y las empresas. Con todo, es innegable que la política está teniendo un efecto cada vez menor sobre el desenvolvimiento de la economía.

La economía, por su parte, está experimentando un cambio de profundas consecuencias. La economía se ha dividido en dos grupos: las empresas que funcionan y las que no. El primer grupo, probablemente constituido por unas tres o cuatro mil empresas, ha adquirido una dinámica propia que le permite funcionar sin el gobierno: produce, exporta, invierte, se diversifica, etc. El segundo grupo, constituido por las 150,000 empresas restantes, experimenta una agonía gradual, producto esencialmente de la incompetencia de sus propios empresarios. Es decir, la principal diferencia entre el primer grupo y el segundo reside en su capacidad de administración y no en su tamaño o en el sector de la economía en que se ubiquen.

Estos dos procesos arrojan una escena caracterizada por una serie de realidades y circunstancias que hacen sumamente complejo, pero también viable, el futuro mediato del país. El hecho de que el gobierno esté perdiendo capacidad de gestión en todos los niveles trae consecuencias muy importantes en los más diversos ámbitos. Es plausible, por ejemplo, la descentralización del poder y de la capacidad de acción, en todos los niveles, regiones y espacios. Esto es particularmente visible en el ámbito de los estados, donde los gobernadores que han roto con la lógica presidencialista se están fortaleciendo y están aumentando su capacidad de acción independiente. En la mayoría de los casos esto impnticipan.

Pero los riesgos también son importantes. Los perdedores en el proceso de cambio político y económico son muchos y nada deseosos de ceder sus posiciones y privilegios. Además, el choque de expectativas que ocurrió entre 1994 y 1995 ha acelerado la desarticulación del sistema político, lo que se ha traducido en una total incapacidad por parte del gobierno de contener la creciente inseguridad pública. La respuesta ciudadana a estos factores ha sido, ante todo, la incredulidad, seguida del rechazo al PRI en las urnas. Dadas las circunstancias objetivas de los últimos dos años, estas respuestas han sido extraordinariamente civilizadas y, por lo tanto, promisorias.

El aguante de los mexicanos es legendario, pero eso no niega el hecho de que la fibra social se esté deteriorando, sobre todo en los sectores marginales urbanos, pero también en los rurales. organizaciones sociales de todo tipo han impedido que esa patología se extienda al resto de la sociedad, pero eso no quita que sólo la disponibilidad de empleos y la expectativa de una mejoría de ingresos puedan revertir la realidad social actual.

¿A dónde nos lleva todo esto? El cambio político y económico del país es extraordinario y sumamente profundo. La descomposición política y social que se observa en los más diversos ámbitos no se va a ir sola, pero tampoco implica que vaya a desembocar inexorablemente en inestabilidad. Cambiar la realidad objetiva de los mexicanos más pobres y más afectados por tanto golpe de timón, los reales y los figurados, no va a ser fácil, pero la mayoría de las circunstancias que caracterizan al país en la actualidad sugiere que un cambio en las expectativas de los mexicanos -acompañada de un fortalecimiento y transormación de sus capacidades- podría transformar las percepciones y, por lo tanto, las realidades de la población y del país. Lo ideal sería un consenso sobre la política económica. Pero, como sugiere el primer párrafo, dado el hecho de que la economía se distancia cada vez más de la política, la falta de consenso puede obstaculizar muchas cosas, pero difícilmente va a alterar el rumbo que poco a poco, y con muchas penas, le están imprimiendo las empresas exitosas al país.

 

País que ya no es

Luis Rubio

Dice un viejo refrán que la genialidad de la democracia reside en la alternancia en el poder porque obliga a la oposición a ser seria: mientras exista la posibilidad de llegar al poder, ésta tendrá que preocuparse por el futuro. Los mexicanos estamos ante el umbral de una posible nueva alternancia de partidos en el poder, pero no es obvio que los potenciales nuevos inquilinos de la casa presidencial tengan claridad sobre el profundo cambio que ha caracterizado al país.

Hoy, diez años después de la primera alternancia en la presidencia, está de moda despreciar la trascendencia del hecho mismo de que el poder haya cambiado de manos. Muchos recuerdan al PRI con nostalgia y otros gritan que estaríamos mejor con alguien más. Algunos ya declararon fallida la alternancia como fundamento esencial de la democracia y de los derechos ciudadanos. Y, sin duda, si uno se fija exclusivamente en los errores, torpezas e insuficiente capacidad de gestión de los gobernantes panistas, es fácil justificar cualquier prejuicio. Si uno se limita a evaluar la alternancia como un mero cambio de pandillas políticas, es evidente que ésta vale poco.

Nadie puede dudar que el devenir del país en los últimos años deja mucho que desear. Por donde uno le busque, el desempeño económico o la tranquilidad ciudadana han sido pobres, por decir lo menos. Sin embargo, si uno revisa los números para los últimos cuarenta años la situación no es muy diferente. Ciertamente, hay muchas cosas negativas que son atribuibles a las dos administraciones panistas, comenzando por el desperdicio de la gran oportunidad de transformar al sistema político al inicio del gobierno de Fox. Pero las tendencias negativas que experimenta el país se remontan a los sesenta, cuando comenzó el deterioro en la tasa de crecimiento. En los setenta experimentamos una aparente mejora, pero todavía no nos recuperamos de su costo en términos de legitimidad, inflación y deuda. Con Salinas vivimos un aparente renacer que no perduró. Pretender que los problemas del país comenzaron en 2000 es simplemente absurdo.

Igual de absurdo sería suponer que nada cambió a partir del 2000. La forma en que el régimen post revolucionario resolvió los problemas de estabilidad política y del poder fue centralizándolo. Primero a golpes y luego con toda clase de incentivos y controles, el sistema priista concentró el poder con lo que fue capaz de tomar decisiones y hacerlas cumplir. El sistema, cuyo nódulo era la vinculación entre el partido y la presidencia (y el rejuego entre ambos), entrañó todo un entramado de estructuras, organizaciones y mecanismos con tentáculos en todas partes que permitían disciplinar disidencias y someter rebeliones. El sistema se fue debilitando a lo largo del tiempo, pero la concentración del poder siguió siendo su característica principal.

A pesar de las fallas de Fox y de su ceguera ante la oportunidad y urgencia de renegociar las relaciones de poder con el PRI, el hecho mismo de la derrota cambió al país para siempre. Independientemente de sus logros o fracasos, el «divorcio» entre el PRI y la presidencia cambió a México porque desarticuló el pivote que permitía la centralización del poder a partir del control de la población, las empresas, los sindicatos, los partidos, los medios y el país en general. Baste observar la forma en que una infinidad de organizaciones, sindicatos, grupos y empresas se distanciaron del PRI -y se afianzaron como independientes- para ilustrar la profundidad del fenómeno. La aparentemente súbita aparición de los llamados «poderes fácticos» no fue tan súbita: todos esos ya existían, pero también existía algún grado o capacidad de control sobre ellos. La pérdida de la presidencia dejó al PRI más como un partido y menos como el sistema de control de antaño.

Si uno quiere ver al vaso medio vacío, es claro que la desaparición del viejo sistema vino acompañada del fin de la certidumbre que ofrecía el control. Al mismo tiempo, si uno quiere ver al vaso medio lleno, la ciudadanía súbitamente adquirió niveles de libertad de los que nunca, bajo el sistema priista, gozó. Ninguno de los dos es perfecto: hoy tenemos la incertidumbre propia de la democracia pero carecemos de un sentido de rumbo; tenemos amplios márgenes de libertad pero la inseguridad pública no permite ejercerlos.

Además de que es indeseable, lo que es seguro es que sea imposible reproducir el viejo sistema. Primero que nada, es imposible volver a someter a todas las organizaciones dentro de un régimen tipo priista. Segundo, los beneficiarios de la descentralización del poder -gobernadores, líderes partidistas y legislativos y poderes fácticos- difícilmente van a dejarse mangonear. Los gobernadores, que hoy son un microcosmos del viejo presidencialismo, no van a ceder ni un milímetro de su nuevo poder. Tercero, hay un sinnúmero de estructuras legales y financieras que se han empleado para financiar proyectos de desarrollo a nivel estatal que no son susceptibles de control federal. Finalmente, es una falacia suponer que el problema de inseguridad y narcotráfico que hoy padecemos sea producto meramente de la incompetencia gubernamental: el fenómeno es otro. El narcotráfico es un poder fáctico con tentáculos mucho más graves y peligrosos que cualquier otro interés en el país. Los arreglos, entendidos y corruptelas que permitieron que el narcotráfico funcionara hace décadas eran producto de las circunstancias: un gobierno en pleno control pero también un tráfico de estupefacientes cuya negocio era meramente el tránsito de sur a norte. Eso ya cambió y no se puede revertir por más que se quiera, aunque hay que enfrentarlo con inteligencia.

Muchos priistas observan a Putin como un modelo de re-concentración de poder y sometimiento de poderes fácticos a ser imitado. Allá, como acá, muchos políticos piensan que lo peor que le pudo pasar al país fue entrar a una era de juego democrático. Sin embargo, el poder de Putin no es el de Stalin y el antiguo partido comunista es uno de muchos jugadores. Tampoco se puede ignorar que la fortaleza de Putin se debe mucho más a los elevados precios del petróleo que a la fortaleza de su economía o la solvencia de su gobierno.

La pregunta relevante para quien aspire a gobernar a México a partir de 2012 no es la de la concentración del poder, sino la de la construcción de un sistema político capaz de tomar decisiones en un entorno de contrapesos efectivos que resulte en un desempeño económico robusto y sostenido. El viejo sistema debe quedar donde le corresponde: en el pasado. Lo clave hoy es comenzar a construir el futuro porque del pasado ni el PRI puede vivir.

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El sistema y yo

Luis Rubio

La historia cuenta que el Comodoro Perry, héroe de la guerra de 1812, acuñó la frase de que «hemos encontrado al enemigo y es nosotros». Algo similar se podría decir del viejo sistema priista: sigue vivito y coleando porque a todos nos beneficia, o creemos que nos beneficia, de alguna manera. Por más que todos los mexicanos, desde el más modesto hasta el más encumbrado, tengamos aspiraciones de mejorar, el viejo sistema era tan abrumador y omnipresente que se alojó hasta en la grieta más profunda de nuestro ser. El resultado, visible en todos los ámbitos, es que aunque nos consideremos modernos, algo de lo viejo, y de lo que impide cambiar, sigue estando ahí.

Los beneficios y privilegios, chicos o grandes, son siempre atractivos. Podrá molestarnos que un individuo se apropie de la calle y luego la rente como estacionamiento privado, pero es una forma muy conveniente de encontrar un lugar donde dejar un vehículo cuando uno va con prisa al dentista. También es más fácil hablarle a un cuate para que nos facilite un trámite en lugar de tener que hacer una cola. Todos estos pequeños privilegios son en realidad formas de discriminar a todo el resto de la sociedad. Por supuesto, ninguno de estos pecadillos se compara en monto con el abuso que representan las transferencias millonarias que recibe un sindicato del sector público o el monopolio de las comunicaciones, pero en concepto son exactamente lo mismo. Todos son privilegios que funcionan a costa de los demás. La cultura del privilegio, de las influencias y del derecho sin contraprestación constituye una afrenta al desarrollo del país.

La gran pregunta es cómo se le puede dar la vuelta a semejante realidad. Cuenta la historia que cuando los romanos lograron no sólo derrotar sino destruir a los cartagineses, su enemigo más poderoso, pensaron que finalmente su república estaría a salvo. De lo que no se cuidaron fue de sí mismos: tan pronto acabaron con su enemigo externo los propios romanos minaron su república al abandonar sus instituciones, reduciendo su libertad y erosionando su prosperidad, hasta acabar en una guerra civil. Los mexicanos estamos minando nuestra propia viabilidad como sociedad organizada en la medida en que jugamos el juego de los privilegios porque estamos haciendo imposible el funcionamiento de un país competitivo y una sociedad decente en sus formas.

Dejar el pasado es algo fácil en concepto pero difícil en la práctica, sobre todo a nivel individual cuando una persona o familia decide romper con esos modos para intentar vivir en un mundo de igualdad ante la ley. Muchos hemos hecho intentos en este sentido. Recuerdo dos casos específicos: al llegar a renovar su licencia de conducir, una conocida mía se encontró con la recepcionista que de inmediato le preguntó si quería servicio normal o exprés. Ingenua respecto a la naturaleza de la pregunta, mi amiga optó por el servicio normal. Horas más tarde, luego de observar cómo el servicio expedito tomaba unos cuantos minutos, acabó sucumbiendo: ella sola no podía cambiar al sistema. Lo opuesto le ocurrió a un empresario mexicano que intentaba realizar un trámite fiscal en EUA. Su primer instinto, a la mexicana, fue el de buscar algún contacto que le ayudara a hacer más expedito el trámite. Primero habló con un funcionario de la embajada estadounidense, quien le dijo que no podía asistirle pero que fuera directamente a la oficina pertinente. Molesto, colgó el teléfono y comenzó a hablar con otras personas en EUA. Uno de ellos, un abogado, le dijo que no era necesario pedir ayuda pero, más importante, que al hacerlo podía incurrir en un delito. Incrédulo y asustado, fue a la oficina respectiva y en menos de quince minutos, sin ayuda alguna, concluyó el trámite. El contraste entre las dos maneras de funcionar no podía ser mayor. Aquí todo está diseñado para que alguien se beneficie -desde la recepción de una «modesta» gratificación hasta un mercado entero-, mientras que allá el sistema funciona para el usuario y ciudadano.

Una de las paradojas del sistema que heredamos es que se ha vuelto mucho más intrincado desde que el PRI fue derrotado en 2000. Antes existían mecanismos, que no se usaban con frecuencia, para limitar algunos de los peores excesos (como ocurrió con el «quinazo»), pero nunca fueron concebidos para construir un país más equitativo y funcional. Con la dispersión del poder que hemos observado, en las circunstancias actuales no parece haber poder humano que permita limitar el abuso que sufre la ciudadanía por parte de burócratas, políticos, sindicatos, empresarios y otros poderes «fácticos». Entonces, ¿qué hacer? Lo fácil sería buscar culpables -quién hizo, o no hizo qué- pero eso no nos ayuda. Si uno lee las páginas de los periódicos o escucha los noticieros, las culpas vuelan por doquier. El problema es que nada de eso cambia la realidad.

Más útil sería buscar formas de ir erosionando al sistema que permite tanto abuso y exceso. Hay dos grandes líneas que la ciudadanía podría ir articulando en esta dirección: acciones y organización. Por lo que toca a las acciones, podríamos comenzar por decir NO, cada uno a su escala, a ese mundo de privilegios y sus concomitantes abusos. Cosas tan sencillas como pagar una multa en lugar de dar una mordida, estacionarse aunque sea lejos para no propiciar la «renta» de la vía pública, hacer las colas que sea necesario, negarse a aceptar una compra sin IVA. Una actitud quijotesca a todas luces puede sonar ingenua (y en muchos sentidos lo es), excepto si se propaga. Con un sistema tan intrincado y una estructura de beneficiarios tan enmarañada, es difícil creer que una persona o una familia en lo individual podría transformar a un país.

La única manera de provocar un cambio es creando una organización que poco a poco vaya sumando suficiente gente como para crear una masa crítica y convertirse en un factor político al que los poderes reales -igual gubernamentales que «fácticos»- no puedan negarse a atender. Un grupo o familia que logra convocar y sumar a otras familias para realizar actos de «resistencia activa», clamando «basta» a cada rato -no ceder, pagar IVA, exigir derechos- bien podría prender y provocar una marea.

Gandhi inauguró la estrategia de la resistencia pasiva para derrotar al enemigo colonial. En nuestro caso, lo que hace falta es una ciudadanía pujante y vigorosa, dispuesta a cumplir estrictamente con las obligaciones y regulaciones que la vida en sociedad exige. Para los mexicanos la alternativa es esperar que alguien, bondadosamente, cambie las cosas desde arriba, o comenzar a hacerlo por sí mismos cada minuto del día.

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Revoluciones

Luis Rubio

El futuro, decía la activista ambiental Dana Meadows, es una elección, no un destino. Ahora que conmemoramos el centenario de la Revolución es un buen momento para reflexionar sobre el futuro. Además de reconcentrar el poder, la revolución de hace cien años causó un enorme número de muertes y vino acompañada de la destrucción física de activos productivos, propiedades e infraestructura. Hoy, con el poder desconcentrado una vez más, el gran reto será darle viabilidad al país. Lo que es claro es que ningún país puede ser exitoso si no cuenta con el aval, y sobre todo la confianza, de su población.

La Revolución Mexicana fue la consecuencia del agotamiento del régimen porfiriano y de la inevitable inflexibilidad que acompaña la edad de un solo personaje. Como escribió hace décadas Roger Hansen en su famoso estudio sobre el PRI, el sistema priísta resolvió ese problema, en las palabras inolvidables de Cosío Villegas, con una estructura monárquica no hereditable. Pero el sistema priísta también se agotó y su caída, aunque sin la destrucción revolucionaria, no resolvió el problema del poder. Hoy el país se encuentra nuevamente a la deriva, sin claridad sobre el futuro o sentido de propósito. Nada es más riesgoso para la estabilidad que un entorno así.

Las revoluciones, decía Jean Francois Revel, concentran el poder o no sirven para nada. La Revolución de 1910 llevó no sólo a la concentración del poder, sino también a la construcción de un sistema que, mientras funcionó, permitió responder a los retos que el país fue enfrentando. Como todas las revoluciones y regímenes que de ellas emanan, la nuestra arrojó toda una parafernalia de mitos, excesos, abusos e intereses. Pero lo interesante, y ese era el punto que Hansen enfatizaba, es que el éxito del régimen revolucionario fue el mismo que el de Porfirio Díaz: la concentración del poder permitió controlar a un país tan diverso y disperso y con una geografía tan cambiante y susceptible a generar feudos políticos por doquier. Díaz sometió a los poderes regionales exactamente de la misma manera en que lo hizo el general Cárdenas. Lo que ninguno de los dos sistemas logró fue darle permanencia institucional al país.

Un país de nuestras características sólo puede ser gobernado de dos maneras: ya sea concentrando el poder o institucionalizándolo. No es casualidad que el común denominador de las dos eras exitosas fue ese: la concentración del poder. A diferencia del porfiriato, el PRI construyó un sistema de inclusión que utilizaba la corrupción y la tolerancia a ésta- como mecanismos de control, ambos elementos inherentes al sistema. Lamentablemente, el fin de esa era no vino acompañado del desarrollo de un mecanismo capaz de resolver los asuntos del poder y, en ausencia de instituciones fuertes que lo contengan, su dispersión se ha traducido en una fuente de permanente inestabilidad, violencia y desencuentros entre gobierno federal y los gobernadores.

La extinción de los viejos mecanismos de concentración del poder, y la inexistencia de instituciones que contengan a quienes lo detentan y ejercen, constituye una amenaza para el desarrollo y es un componente fundamental de la parálisis económica. La población desconfía de los políticos porque no ve en ellos capacidad para decidir y actuar y los políticos reflejan la enorme diversidad que caracteriza a la población, lo que les lleva a paralizarse. El problema no es nuevo: lo que sí es distinto hoy es que no existen mecanismos para resolverlo.

Muchos políticos priístas critican a los gobiernos panistas por su incapacidad de actuar y creen que el problema es de personas, razón por la cual, afirman, el día en que ellos lleguen a gobernar, todo será diferente. De la falta de habilidad para la política y los asuntos de gobierno entre muchos panistas es imposible dudar. Sin embargo, es ilusorio pensar que todo depende de las personas. Irónicamente, fue Fox el presidente que creyó que el problema era de moralidad: entra un presidente probo en lugar de los corruptos del PRI y con eso se resuelve todo. Claramente el asunto era un poco más complejo, máxime que su propia elección implicó la dispersión del poder. El punto central es que no se resolvió el problema del poder, del crecimiento ni mucho menos de la moralidad.

La pregunta de antaño, pues, sigue siendo válida: ¿cómo gobernar a México? La constitución afirma que la solución es el federalismo y eso, en cierta forma, es lo que la derrota del PRI en 2000 nos endilgó. Sólo que nuestro federalismo no entraña una suma de gobiernos eficientes a nivel local, sino de agandalle permanente por parte de los gobernadores. En lugar de un emperador nacional ahora tenemos una multiplicidad de señores feudales a nivel local. El resultado, como muestra el magro crecimiento de la economía, ha sido patético. Desde una perspectiva liberal, la solución tendría que venir de una ciudadanía activa y pujante, dispuesta a hacer valer sus derechos y convertirse en un contrapeso efectivo frente al poder local. Pero nadie puede decretar la existencia de una ciudadanía militante y responsable y su ausencia entraña el riesgo de que alguien intente reimponer el orden por las buenas o por las malas.

La revolución, decía Trotsky, es imposible hasta que se torna inevitable. Ese es nuestro riesgo actual: que un mal manejo de gobernantes benignos, o un intento de reconcentración del poder por parte de otros menos benignos, nos lleve a lo mismo: a que desesperación y temor al caos le haga creer al gobernante que todo es materia de voluntad y de decisión personal.

Efectivamente, México es un país extraordinariamente difícil de gobernar tanto por la diversidad y dispersión como por el desenfado de la población. Como dice mi amiga Claudia Díaz, lo que jode a los países en buena medida es lo que jode a las personas: la inercia, la rigidez, la incapacidad para lograr alianzas saludables, los contrapesos, los delirios (personales y colectivos). La pregunta es cómo romper con esa inercia y con esa rigidez. Quizá la respuesta se pueda encontrar en un liderazgo que, como en Brasil, se aboque a construir las instituciones que son indispensables para el desarrollo. El riesgo sin duda es volver a caer en la dictadura.

Un día Robert Pastor le preguntó a un taxista en el DF si habría una nueva revolución. México, respondió el conductor, ya tuvo una y esa nos enseñó que las revoluciones no mejoran la vida de nadie. Ahora que estamos conmemorando deberíamos concentrarnos en lo que nos falta: instituciones sólidas que encaucen a los políticos y limiten el poder de los intereses particulares pero que a la vez permitan gobernar.

 

El pasado

Luis Rubio

«La vida, decía Kierkergaard, debe entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante». Pero, en nuestro caso, ¿cómo se puede entender el pasado si no estamos dispuestos a vivir hacia adelante y cómo vivimos hacia adelante si no resolvemos el pasado?

México no ha sabido lidiar con su pasado y no me refiero al distante, al de nuestro origen como país. Transitamos de un régimen fundamentado en un partido dominante y una presidencia exacerbada, hacia un paradigma democrático pero carente de reglas y marcos de referencia, lo que produjo el desencuentro que hoy vivimos.

Al inicio de la década, con la derrota del PRI, hubo tres grupos de propuestas sobre cómo lidiar con el pasado: aquellas que reclamaban un recuento retrospectivo y un resarcimiento moral en la forma de comisiones de la verdad orientadas a poner al PRI en evidencia; aquellas que proponían un gran pacto nacional que «pintara una raya» respecto al pasado y construyera los cimientos de una nueva realidad política; y las que planteaban una visión pragmática de entendimiento pari pasu, o sea, «irla llevando». No estoy seguro si en algún momento hubo una decisión expresa al respecto, pero lo evidente es que triunfó un pragmatismo tercermundista que no sentó las bases para el desarrollo futuro ni obligó a la modernización del PRI.

Es decir, se dio un vuelco político dramático pero no hubo conducción alguna: todo se dejó a la buena o, como podemos ver en retrospectiva en muchos ámbitos, a la mala. El gobierno de Zedillo se contentó con la reforma electoral que igualó el terreno de la contienda y dejó que todo el resto de las instituciones se adaptaran así como por arte de magia. Por su parte, Fox llegó sin plan ni programa y se despreocupó de inmediato. No hubo un intento por reformar instituciones y todos los esfuerzos se concentraron en minar y debilitar los antiguos bastiones del PRI en el gobierno, como la Secretaría de Gobernación, sin reparar en que con eso destruía su propia capacidad de acción, además de que, de mucha mayor gravedad, se ignoró la evidencia de un acelerado crecimiento de la criminalidad que ya se comenzaban a vislumbrar. La suma de la falta de visión de Zedillo con la total ausencia de responsabilidad de Fox impidió que el país lograra una transformación política tersa.

El hubiera, dicen los políticos, no existe. El momento en que quizá hubo la oportunidad de replantear el diseño político del país de una manera elegante y prístina quedó en el pasado. Lo que no quedó en el pasado fueron las consecuencias del viejo régimen y el desajuste que éstas representan para la realidad de hoy.

La alternancia de partidos en el poder en 2000 se dio sin complicaciones. El candidato perdedor reconoció la derrota y ambos gobiernos, el entrante y el saliente, cooperaron para asegurar una entrega y recepción profesional. Lo que no fue terso fue el manejo de las consecuencias que esa transición tuvo y que han impedido que el país consolide un régimen democrático estable y la posibilidad de sedimentar su desarrollo.

Hay dos tipos de consecuencias: las que tienen que ver con la gobernabilidad, y las que tienen que ver con la vida cotidiana. Aunque, en cierta forma, se trata de dos lados de una misma moneda, cada una amerita su propio análisis.

Quizá el mayor de los costos del no hacer de Fox se puede observar en el hecho de que todo en la política mexicana sigue siendo como antes, excepto la fortaleza de la presidencia. Es decir, con la separación del PRI de la presidencia, ésta perdió su principal instrumento de control y de acción. Pero todo lo demás siguió igual: el desprecio por la ley, la corrupción gubernamental y policiaca, la impunidad tanto en lo administrativo como en lo criminal. En lugar de gobernante, tuvimos al novelista siciliano Lampedusa orientando el interés público: que todo cambie para que todo siga igual. Seis años después, el país estaba al borde del caos.

Por lo que toca a la gobernabilidad, hay dos elementos centrales: las capacidades de los individuos a cargo y la fortaleza e idoneidad de los instrumentos con que cuenta. La población le dio a Fox el beneficio de la duda en lo primero, reconociendo que por la realidad histórica –no había panistas expertos en el manejo del gobierno- no se le podían pedir peras al olmo. Lo increíble ha sido que diez años después los panistas todavía no hayan sido capaces de generar un contingente de políticos competentes, diestros en estas materias.

Ojalá ese fuera el único problema. El instrumental que existía hace décadas se fue erosionando hasta que resultó inservible. Años antes de la derrota del PRI el país comenzó a observar una gradual descentralización del poder, misma que se precipitó en 2000, con el efecto de que las instituciones de antes dejaron de ser operativas, en tanto que las nuevas nunca se crearon. El caso de la seguridad pública es paradigmático: el gobierno federal fue cediendo poder, mecanismos y dinero, pero ni la federación ni los estados desarrollaron las capacidades concomitantes. Diez años después estamos ante el fenómeno de una delincuencia organizada fortalecida, envalentonada y extraordinariamente armada. Es decir, justo en el momento en el que el país desarticulaba sus capacidades policiacas, así fueran viciadas, el crimen organizado crecía sin impedimento alguno.

Todo esto se traduce en costos crecientes para la sociedad. Las empresas, comenzando por las pequeñas, se han convertido en presa fácil de la extorsión. Aquellas que tienen opciones y escala concentran sus inversiones en lugares distantes, cuando no en el extranjero. La inseguridad ha destruido negocios y oportunidades. La consecuencia evidente es que declina la inversión y, con ello, la creación de empleos. Podemos construir todas las hipótesis que queramos sobre las causas del estancamiento, pero no cabe la menor duda que la inseguridad física y la incertidumbre respecto a las reglas del juego son las dos principales.

Quizá lo más triste es que ahora tenemos todos los males del viejo sistema sin el beneficio de la estabilidad y predictibilidad sexenal. El viejo sistema se carcomía por dentro y eso acabó por destruirlo, circunstancia que ocurrió tiempo antes de la transición. Esto deben entenderlo los priistas que sueñan con la restauración y los panistas que con eso se quieren deslindar de cualquier responsabilidad. El asunto hoy no es de identificar culpables sino entender qué pasó para poder corregir el camino.

Requerimos un país renovado, con instituciones nuevas y capacidades de gobierno derivadas de un gran acuerdo político. Nada menos que eso va a funcionar si es que queremos vivir hacia adelante.

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Apostar y perder

Luis Rubio

Decía uno de mis maestros, Roy Macridis, que a las políticas públicas, en particular las relativas a la política exterior, se les debía evaluar no por sus objetivos sino por sus consecuencias. El tema que a él le acongojaba de manera especial era el de la guerra de Vietnam, sobre la que su afirmación lapidaria era que Estados Unidos había logrado exactamente lo opuesto a lo que se había propuesto. Todos los gobiernos enfrentan situaciones similares: cada programa, estrategia, discurso o decisión se contempla a la luz de la información disponible, los prejuicios del grupo que participa o asesora y los objetivos que se persiguen. Una vez tomada la decisión de qué hacer y cómo hacerlo, lo que queda es lidiar con las consecuencias.

La visita del presidente Calderón a Washington hace unos meses tuvo lugar en el contexto de un profundo conflicto en la sociedad norteamericana sobre su futuro. En aquella ocasión, el presidente fue severo en sus juicios respecto a los dos asuntos más candentes de la relación bilateral: la migración y la venta de armas a las mafias de narcos en México. En ambos temas, no se limitó a la perspectiva mexicana, sino que se embarcó en una fuerte crítica a la forma de ser de los norteamericanos. En el tema de migración, propuso la necesidad de una solución conjunta pero, luego de afirmar su respeto por las leyes de aquel país, se dedicó a criticarlas. En el tema de las armas tampoco se limitó a exigir que el gobierno estadounidense se dedique a impedir la exportación de armas hacia México, sino que les advirtió del riesgo para ellos de continuar vendiendo armas de alto calibre para consumo en aquella nación.

Es difícil comprender la motivación de rebasar la línea entre lo que es la política exterior de lo que constituye una intromisión en los asuntos de política interior de otro país. Independientemente de lo que diga la ley, un extranjero debe ser siempre cauto respecto a externar sus opiniones respecto a la política interna de otra nación y, mucho más, si se trata de un presidente. Yo supongo que hay dos posibles explicaciones para este lapsus: una, que se trató de una decisión consciente, con pleno conocimiento de las consecuencias potenciales; la otra, que éstas nunca se imaginaron o midieron. Ahora, con los resultados electorales de esta semana en aquel país, es posible comenzar a vislumbrar los costos.

Especulando sobre el modo de proceder, éste pudo derivarse de una postura moral maximalista donde el objetivo era hacer sentir el peso de las implicaciones de las políticas estadounidenses sobre México o, quizá de manera más simple, el verdadero auditorio al que se dirigían los discursos era la galería en nuestro país. En cualquiera de los casos, la pregunta es para qué: cuál es el posible beneficio de ir hasta allá para alienar a la mitad de los anfitriones a los que, además, se les estaba proponiendo una sociedad de largo plazo, máxime ante la no remota posibilidad de que los republicanos pudieran llegar a tener un mucho mayor peso en las decisiones.

Independientemente de si la estrategia gubernamental consistía en intencionalmente causar una animadversión especialmente por parte del los legisladores republicanos y el movimiento del tea party o si se trató de una profunda incomprensión de la forma en que ha evolucionado ese país en los últimos años, el hecho tangible es que, a varios meses de aquel momento, la estrategia que se adoptó entonces fue errada. Lo que interesa a México es tener una relación con el gobierno y sociedad estadounidenses para poder resolver los complejos problemas que se derivan de la vecindad. Nada se logra alienando a los votantes o a los políticos en ascenso.

El movimiento del «tea party» comenzó a despegar a principios de este año, justo cuando la visita del presidente Calderón. Sus discursos le dieron instrumentos electorales a muchos de los candidatos: en un impactante número de anuncios, videos en YouTube y discursos de las campañas, se emplearon las palabras, imágenes y hasta la voz del presidente mexicano como medio para golpear a sus rivales y, de paso, al presidente Obama. Como dice un analista, los demócratas en el congreso le dieron una ovación, pero a nivel del estadounidense común y corriente las palabras del presidente mexicano sonaron a predicador frío, ingrato e hipócrita que estaba regañando a su congregación. En otras palabras, justificadamente o no, hizo enojar a los americanos.

Como diría mi maestro, es tiempo de lidiar con las consecuencias. Cualquiera que haya sido el objetivo que se perseguía con aquella visita, las consecuencias ya han sido extraordinariamente costosas y podrían serlo aún más, sobre todo porque han afianzado la noción de que México es un tema de política interior en aquel país, lo que lleva a justificar que nuestros connacionales son causantes de muchos de los males que los aquejan.

Como dice el viejo dicho chino, las crisis también son momentos de oportunidad. México se ha vuelto el malo de la película en EUA, circunstancia que afecta todas las facetas de nuestra interacción con aquel país. De no revertirse este camino, los costos se irán apilando en formas muy específicas, sobre todo en acciones mucho más duras a lo largo de la frontera, y en el rechazo a una nueva legislación migratoria o, mucho peor, en la adopción de una legislación tan restrictiva que acabaría cerrándole puertas no sólo a futuros migrantes sino sobre todo a quienes ya están allá. Es tiempo de lanzar una estrategia de conquista de las mentes de los norteamericanos.

Lo que México tiene que hacer en EUA es bastante evidente desde hace mucho tiempo. México ha sido un socio serio y responsable, se ha dedicado a enfrentar temas y problemas que afectan a las dos naciones vecinas y ha propuesto contribuir a resolver problemas comunes en formas que hace años eran herejía pura en nuestro país. Hoy, sin embargo, las circunstancias demandan un activismo decidido, una decisión de lanzar una estrategia de legitimación de México y lo mexicano. Con gran visión, Luis de la Calle ha hablado de posibilidades como la de colocar a un actor mexicano como médico en alguno de los programas más vistos de la televisión estadounidense o de promover que un par de ciudades, como San Diego y Tijuana, organicen conjuntamente los juegos olímpicos. El punto es cambiar el imaginario colectivo estadounidense para que la imagen del mexicano sea la de una persona trabajadora y responsable que quiere vivir mejor. Mejor esa imagen verídica que un proceso contestatario interminable.

 

Cambio de régimen

Luis Rubio

Mark Twain decía que «la primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutarla sin tener la posibilidad de hacerlo, en tanto que en la última hay la posibilidad sin la capacidad». Lo mismo es cierto de los gobiernos. En 2000 se dio la primera alternancia de partidos en el gobierno pero no hubo cambio en las estructuras institucionales del país. En términos técnicos, no hubo cambio de régimen. Ese fue el mayor error de Vicente Fox y la principal causa de la persistencia de las viejas estructuras políticas, los vicios y los fardos para el desarrollo. Ahora se da algo así como una segunda oportunidad, esta vez en Oaxaca y Puebla. Lo que  hagan los nuevos gobernadores podría transformar al país.

Cuando Fox llegó a Los Pinos, el PRI era componente inherente al sistema presidencial. Las organizaciones que lo integraban funcionaban en coordinación con la presidencia y servían de mecanismo de transmisión y de control. Los intereses ahí insertos contaban con vehículos para influir y presionar. El sistema era corrupto, autoritario y con frecuencia conflictivo, pero también funcional: permitía el control, mantenía una semblanza de orden y limitaba (casi siempre) los peores excesos, al menos dentro de la normalidad que establecían las reglas «no escritas».

La llegada de Fox alteró la ecuación medular del sistema: al perder el control de la presidencia, el PRI se quedó huérfano y comenzó a experimentar distintos grados de convulsión. El «divorcio», por así llamarle, entre el PRI y la presidencia cambió la realidad del poder político en el país y desató fuerzas que no se habían visto desde antes de la Revolución. El poder fluyó de la presidencia hacia los gobernadores y los partidos. Al mismo tiempo, muchas de las organizaciones que, con mayor o menor cercanía o sincronía, funcionaban en torno al PRI, adquirieron vida propia, convirtiéndose en factores de poder autónomos, ya sin amarras institucionales que, para bien o para mal, habían operado como contrapeso. Así surgen los llamados «poderes fácticos», cuyo único interés es el propio. A la vez, desapareció el recurso para disciplinar a esos poderes sin cambiar al sistema, cuyo ejemplo paradigmático  fue el «quinazo».

A su llegada, Fox tuvo la oportunidad, al menos hipotética, de negociar un acuerdo con los priistas, acuerdo que pudo haberse traducido en una nueva estructura institucional. Antes de que los beneficiarios del cambio político se percataran de las implicaciones del mismo, los priistas estaban aterrados de que pudieran ser enviados a la cárcel, al viejo estilo del sistema. Temían que el gobierno recurriera a tácticas autoritarias para tomar control del aparato gubernamental y se comportara como cualquiera de los anteriores. De haber previsto el efecto de la pérdida de poder del ejecutivo, el flamante gobierno panista pudo haber negociado desde una posición de fuerza: apalancándose en el temor de los priistas, redefinir la naturaleza de las instituciones políticas y cambiar el destino del país.

Lo que ocurrió es historia. Ante todo, el nuevo gobierno (2000) no tuvo la perspicacia ni una comprensión cabal de las fuerzas que había desatado. En segundo lugar, las posturas dentro del gabinete respecto a cómo proceder fluctuaban entre las jacobinas de quienes proponían comisiones de la verdad orientadas a juzgar (y, sin duda condenar) al viejo régimen, y quienes abogaban por mantener el statu quo. Lamentablemente no hubo una visión de Estado que trascendiera la coyuntura para aprovecharla de manera excepcional.

Los nuevos gobernadores de Puebla y Oaxaca no pueden ignorar la experiencia de Fox y el costo que ésta ha significado pero, al mismo tiempo, pueden aprovecharla para bien de sus estados y del país. Al asumir sus funciones se encontrarán con una fotografía no muy distinta a la que recibió a Fox: un PRI encumbrado, saturado de intereses que abusan de manera sistemática y una historia de corrupción inconmensurable. Algunos de los integrantes de las administraciones salientes se sentirán atemorizados (como ilustra la súbita búsqueda de impunidad a través del fuero del secretario de finanzas de Oaxaca), pero muchos ya vieron la forma en que todo vestigio de institucionalidad se colapsó con la llegada de Fox, lo que los ha envalentonado.

La situación crea la extraordinaria oportunidad de redefinir la naturaleza de la política en dos de los estados más rezagados y corruptos del país. Los nuevos gobernadores podrían plantear disyuntivas precisas y absolutas a quienes tienen cuentas pendientes, pero no a la usanza del viejo PRI que, a pesar de los años, nunca dejó de ser el partido obregonista: «nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos», o sea, la corrupción permanente. En vez de intentar comprar la paz, los nuevos gobernadores podrían plantear una nueva institucionalidad y abrir brecha para el resto del país: nuevas reglas a las que todos se someten a cambio de pintar una raya respecto al pasado.

Las opciones, al menos conceptuales, para los nuevos gobernadores son muy simples: comprar la paz y pretender que la suya fue una elección tradicional (como el PRI de siempre); tratar de mantener el bote andando (como Fox); o replantear el arreglo institucional. Nadie en el país ha intentado esto último, pero eso es lo que el país requiere: reglas nuevas y un gobierno capaz y dispuesto a hacerlas cumplir. Muchos reclamarán justicia revolucionaria («meter a los corruptos al tambo»), pero para eso se requeriría un sistema judicial creíble que no existe; en las condiciones actuales, ese camino llevaría a un «michoacanazo»: puro show sin final feliz, perdiéndose la gran oportunidad de transformación.

La verdadera alternativa es replantear las reglas del juego y comunicarlas bien: establecer un marco institucional nuevo -fundamentado en la ciudadanía y no en las corporaciones y organizaciones partidistas- y un marco legal idóneo para una sociedad que se propone transformarse. El intercambio dependería de la disposición de los poderes reales de la actualidad: si aceptan las nuevas reglas y se someten a ellas, su pasado quedaría libre; si no, se les aplicaría la ley y la fuerza sin miramiento. Mientras tanto, el nuevo gobernador mantendría una espada de Damocles, susceptible de utilizarse a la menor provocación.

Los nuevos gobernadores arriban a sus estados con un sinnúmero de deudas hacia quienes los apoyaron. Harían bien en recordar la forma en que Fiorino Laguardia rompió con todos ellos el día en que tomó posesión como alcalde de Nueva York: «mi primera calificación para esta gran función es mi monumental ingratitud». Por algún lado es imperativo comenzar.

 

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Batahola

Luis Rubio

Séneca, el filósofo romano, ya lo había anticipado: «nunca hay buen viento para quien no sabe a dónde va». Las disputas respecto a los aranceles, tratados de libre comercio y futuro de la economía ponen en evidencia la flagrante confusión que nos caracteriza. Las posturas tanto del gobierno como del sector privado son tan absolutas y ensañadas que parecería que el mundo va de por medio.

El conflicto parece estar a flor de piel: el tema específico es lo de menos; lo relevante es la confrontación. Por un lado, el gobierno insiste en la necesidad de reducir aranceles, desregular y crear un entorno más competitivo para la actividad económica. Por el otro, el sector privado salta a la primera oportunidad, pero con un solo monosílabo: NO. La verdad sea dicha, ambos tienen razón: como ninguno, incluyendo a todo el resto de los mexicanos, tiene idea de a dónde vamos, cualquier camino nos llevará ahí. En consecuencia, mejor armar borlote que tratar de encontrar un espacio de entendimiento.

En el barullo se ha perdido la perspectiva: la función del gobierno, la lógica de los empresarios y el sentido del desarrollo económico. Para comenzar, la obligación y responsabilidad del gobierno es crear condiciones para que la economía se pueda desarrollar. Entre éstas se encuentra la conformación de un entorno de competencia que permita elevar la productividad general de la economía, obligue a los empresarios a ser más eficientes y propicie la formación de nuevas empresas. En un mundo ideal, las reglas del juego tienen que facilitar el nacimiento de empresas cuando un emprendedor genera una idea susceptible de ganar terreno en el mercado,  y a la vez permitir la transformación o muerte de las que son incapaces de satisfacer la demanda de los consumidores.

Este es el quid del asunto. En el corazón de la disputa entre gobierno y empresarios yace una indefinición fundamental: quién debe ser el beneficiario del desarrollo, el empresario o el ciudadano y consumidor. En los ochenta el país pareció dar ese paso fundamental al liberalizar las importaciones, disminuir los subsidios a la actividad industrial y, aparentemente, privilegiar al consumidor. El objetivo no era acabar con la planta productiva como claman empresarios y críticos, sino darle viabilidad de largo plazo a la economía del país al incrementar las escalas de producción, y crear una economía más especializada y más capaz de satisfacer al consumidor. Es decir, el giro que se trató de dar fue el de obligar a la planta productiva a servir al consumidor en lugar de que éste dependiera de la buena voluntad del productor.

Detrás de la lógica gubernamental de entonces se encontraba la vieja discusión respecto a la función del mercado en el desarrollo económico. El objetivo del libre comercio es que las economías se especialicen, es decir, que en lugar de fabricar todos los bienes que demanda la sociedad dentro de un país, cada nación se especialice en lo que es mejor. Cuando un país ha vivido bajo el yugo de la protección de los productores, es natural que una apertura a las importaciones provoque diversas dislocaciones; sin embargo, el objetivo de la apertura no es causar dislocación sino provocar la transformación del sector productivo a fin de que se consoliden empresas más eficientes, se generen mejores empleos bien remunerados y que, en el conjunto, todos acabemos ganando.

Desafortunadamente, la apertura de la economía mexicana fue muy desigual. Se liberalizó la importación de la mayoría de productos industriales pero no se liberalizó el comercio en servicios, a la vez que se mantuvieron diversos mecanismos de protección -por medio de aranceles, subsidios, excepciones y regulaciones tortuosas- que han tenido el efecto de hacer mucho más difícil la competencia. El resultado ha sido que algunos sectores industriales enfrentan una competencia inmisericorde, mientras que otros viven en la cueva de Ali Babá. El episodio más reciente de liberalización fue sugerente de lo que realmente enfrentamos: se liberalizaron algunos bienes pero se preservaron cotos de caza, como cables eléctricos, con la excusa de que las normas mexicanas son distintas a pesar de que los exportamos y son idénticos a los que se producen en esos países. Es decir, se trata de mecanismos vulgares de protección para empresas encumbradas que monopolizan su mercado.

La indecisión respecto al rumbo del país y a los criterios que deben privar en la conducción de la política económica ha causado una extraordinaria dilación en el crecimiento, pero no sólo eso: los costos son tangibles. Irónicamente, los sectores que cuentan con menor o nula protección son precisamente los más competitivos y los que mejores salarios pagan. La razón es simple: la competencia eleva la productividad y ésta exige mejores trabajadores y genera recursos para remunerarlos bien. No es casualidad que el verdadero rezago que experimenta el país se encuentre precisamente en los sectores y regiones que «gozan» del dudoso privilegio de la protección.

El verdadero tema para el país es que no tiene sentido de dirección: la crisis del 94 aniquiló el proyecto liberalizador y, desde entonces, ningún gobierno ha tenido idea de qué quiere ni mucho menos ha sabido convencer a la población de las ventajas o costos de esa u otras opciones.

Frente a la confusión gubernamental (y social), el sector privado hace lo que mejor sabe hacer: quejarse y protestar. La realidad es que los empresarios tienen un buen argumento pero no lo han sabido articular: las condiciones generales de la economía no permiten que las empresas compitan, razón por la cual es indispensable abrir los sectores protegidos, comenzando por los servicios, pero incluyendo a todas las actividades industriales que siguen gozando de protecciones y subsidios. El empresario prototípico paga caro el crédito y el transporte, es súbdito  (en lugar de consumidor) de Pemex y la CFE y, por si todo eso fuera poco, padece de una infraestructura patética y tiene que pagar exorbitantes costos de seguridad. Su competidor en Corea, Taiwán o China cuenta con un personal altamente capacitado, inmejorable infraestructura y un gobierno que se dedica a mejorar las condiciones de competencia todos los días. El problema del empresariado mexicano no es que se queje, sino que no se queje por lo relevante. En lugar de demandar que mejoren las condiciones de competencia, se dedica a jugar a la grilla, propiciar controversias constitucionales y pedir subsidios. Así jamás va a progresar el país.

La diferencia con Brasil no es que sus industrias estén protegidas, sino que ese país si sabe a dónde va. La diferencia no es menor.

 

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Clasemedieros

Luis Rubio

La sociedad mexicana está cambiando de manera vertiginosa y en el camino ha logrado que la mayoría de la población sea de clase media. Esto que comenzó a ser obvio con el triunfo de Felipe Calderón en las pasadas elecciones presidenciales, constituye una verdadera revolución. En contraste con López Obrador, Calderón entendió con meridiana claridad que la población mexicana se estaba convirtiendo en una sociedad mayoritariamente de clase media. Las implicaciones económicas, políticas y sociales de esta nueva circunstancia son extraordinarias.

El concepto de clase media es difícil de establecer y complejo de asir, pero no por eso deja de ser menos real y, sobre todo, políticamente relevante. Para quienes enfocan a las clases sociales desde una perspectiva marxista (propietarios de medios de producción  o explotadores vs. obreros), la noción de “clases medias” es en buena medida repugnante. Sin embargo, prácticamente todas las sociedades modernas, y ciertamente todas las sociedades desarrolladas, tienen una característica común: la mayoría de su población tiene ingresos suficientes para poder vivir en una sociedad urbana, quiere mejorar su posición de manera sistemática y no está dispuesta a arriesgar lo que ya logró.

En un libro sobre los “clasemedieros”* Luis de La Calle y un servidor argumentamos que, más allá del ingreso, la clase media entraña sobre todo una actitud. Una persona es de clase media cuando tiene una mínima independencia económica aunque poca influencia política, al menos en lo individual. El término incluye a profesionales, comerciantes, burócratas, empleados, académicos, todos los cuales tienen un ingreso familiar suficiente para no preocuparse por su sobrevivencia. Las encuestas revelan que la mayoría de los mexicanos se auto definen como de clase media y, más importante, que se han convertido en el segmento políticamente más relevante de la sociedad porque han abandonado una pertenencia partidista rígida. Se trata de la parte de la sociedad que integra a los votantes que los encuestólogos denominan “indecisos” no porque no sepan qué quieren sino porque están dispuestos a considerar cualquier opción electoral.

La forma en que los encuestólogos emplean el término se refiere casi siempre a valores y actitudes: contar con una casa propia, tener un automóvil, percibir el empleo como permanente, consumir (o aspirar a consumir) cierto tipo de bienes. En EUA, por ejemplo, el segmento de clase media incluye a cerca del 75% de su población, aquella con un ingreso familiar de entre 25 mil y cien mil dólares anuales.

En México no existen definiciones convencionales y comúnmente aceptadas de qué constituye la clase media en parte porque nuestros políticos, con buenas razones, se enfocan hacia la pobreza. Sin embargo, al hacerlo, han ignorado la forma tan estruendosa en que se ha transformado la sociedad mexicana. El segmento creciente de la población que ya no es pobre y que puede darse algunos lujos (como ir al cine,  salir de vacaciones, comprar diversos bienes) se siente de clase media y quiere proteger ese status. Este hecho, el de tener un sentido de propiedad, pertenencia y el derecho a preservarlo, fue sin duda un factor definitorio de la elección presidencial más reciente.

De hecho, la historia de la elección de 2006 es aleccionadora sobre cómo ha cambiado el país. Según diversas encuestas, la población con menos de nueve salarios mínimos de ingreso familiar y aquella con más de quince salarios mínimos también de ingreso familiar decidió su voto relativamente temprano en el proceso electoral y cambió poco en los meses subsiguientes. La población de en medio, la que percibe un ingreso familiar de entre nueve y quince salarios mínimos, titubeó a lo largo del proceso y acabó favoreciendo mayoritariamente a Felipe Calderón, decidiendo así el resultado de la contienda.

Según un estudioso de las encuestas, esa población que modificó su voto en diversos momentos se caracteriza por elementos como los siguientes: en los últimos años logró comprar una casa; tiene tarjetas de crédito cercanas al tope; entiende que el futuro de sus hijos depende de contar con habilidades en el uso de una computadora, altos niveles de educación y dominar otros idiomas; cuenta con automóvil y aspira a elevar su nivel de consumo de manera sistemática. Evidentemente, se trata de un concepto elástico que incluye igual tanto a familias que apenas lograron satisfacer las condiciones mínimas de estabilidad económica y que se encuentran en riesgo de perder lo que han alcanzado, como a familias relativamente acomodadas que no enfrentan riesgo alguno.

La lección de la elección presidencial pasada es que el segmento clave de la población mexicana es precisamente el de las clases medias. Quizá no sería aventurado afirmar que las bases políticas tradicionales ya no son el factor decisivo en materia electoral y que sólo aquellos liderazgos capaces de comprender la forma en que está cambiando nuestra sociedad podrán encabezar la próxima etapa de desarrollo del país. A pesar de la aparente parálisis, la realidad es que el país cambia con celeridad, arrojando realidades que todavía no penetran el discurso o, incluso, la comprensión política.

México se está convirtiendo en un país mayoritariamente de clase media. El tráfico en las ciudades es quizá el indicador más evidente de la transformación que experimenta nuestro país, pero los indicadores que lo demuestran son muchos y muy diversos: el tipo de empleo, la venta de casas, la escolaridad de los hijos, la proporción de mujeres en la fuerza laboral, la calidad de la vivienda, la compra de seguros, el tipo de hospitales, las salas de cines, el turismo, las universidades, etcétera, etcétera. Ciertamente, el hecho de que la mayoría de la población se pudiera agrupar bajo este rubro no niega la problemática social del país ni disminuye la pobreza y marginalidad que caracteriza a un gran número de mexicanos, pero si evidencia que el país está cambiando en la dirección deseable.

La gran pregunta para el futuro, pregunta con enormes implicaciones políticas, sociales, económicas y, sin duda, electorales, es cómo acelerar la transformación de la sociedad mexicana a fin de afianzar los logros de esa incipiente mayoría de clase media y sumar a un cada vez mayor número de familias que se encuentran por debajo de esa definición. Hace diez años, una pequeña modificación regulatoria liberó el mercado de hipotecas, haciendo posible que millones de familias adquirieran una casa, consolidando a la clase media mexicana. Siendo así, ¿qué no haría una modificación de las leyes laborales y fiscales?

*del libro Clasemediero: pobre ya no, desarrollado aún no

 

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Patético y grave

Luis Rubio

El presidente se rehúsa a la posibilidad de entregarle el poder al PRI. Un aspirante a la presidencia del PAN, Gustavo Madero, habla de “acabar” con el PRI. Las alianzas que llevaron a derrotar al PRI en tres estados emblemáticos y que se negocian para otros tantos fueron pregonadas sobre la base de la necesidad de remover al PRI de determinados feudos regionales. Me pregunto si el gobierno sabe lo que hace.

En la democracia los medios son tan importantes como los fines y por eso el objetivo de impedir que el PRI gane, o intentar socavarlo, es inaceptable en un contexto democrático. Con esto no pretendo argumentar que el PRI es un partido moderno, que la democracia mexicana se ha consolidado o que no persisten feudos caciquiles y otros obstáculos al desarrollo de nuestra democracia. Pero la noción de que un partido es ilegítimo y, por lo tanto, sin derecho a ser electo, es simple y llanamente inaceptable. Los priistas, al menos muchos de ellos, pueden ser premodernos, abusivos o corruptos, pero es evidente que no gozan de un monopolio en ninguno de esos terrenos.

Es México el que ha fallado en construir una democracia integral y los gobiernos nacidos en la era post priista son mucho más responsables de la falta de transformación política que los propios priistas que, con todos sus defectos, aceptaron la decisión de los votantes en las urnas. Muchos priistas siguen lamentando “haber permitido” que el PAN gobernara y es obvio que no todos los panistas son igual de inconscientes, pero el panorama desafortunadamente no es propicio para matices.

Nuestra democracia padece los avatares de una transición fallida pero también los de dos gobiernos incompetentes, incapaces de ponerse a la altura de las circunstancias. Fox nunca entendió las dimensiones del cambio que había provocado y Felipe Calderón parece incapaz de reconocer la gravedad del momento que vivimos. El primero dejó ir la gran oportunidad de la transformación que el país reclamaba y el segundo se empeña en cavar la tumba de esa transformación. No es que los problemas sean pequeños, sino que no se puede gobernar desde la pequeñez. Hoy se requiere de la unidad de todos los mexicanos para poder vencer al enemigo común más peligroso que el país haya enfrentado por lo menos desde la Revolución. Esa unidad es imposible si se niega la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, independientemente de su religión, ideología o partido al que pertenezcan.

Duverger, estudioso de los partidos políticos, empleaba el término de “oposición leal” para caracterizar a los partidos que se oponen al partido gobernante pero sin poner en entredicho su legitimidad: partidos que son adversarios pero no enemigos; partidos que no disputan el método por el cual el gobierno llegó al poder aunque compitan con éste para reemplazarlo. La paradoja del momento actual es que el partido que desafió la legitimidad del gobierno en 2006 es ahora su aliado fraterno, mientras que el partido que le confirió legitimidad e hizo posible que asumiera la presidencia se ha vuelto el ogro pestilente de antaño.

Supongo que para explicar estas paradojas se requeriría penetrar la psicología de quienes detentan el poder y analizar la forma en que vieron al PRI a lo largo de los años en que el PAN vivía de las miserias que dejaba un sistema autoritario en el que la oposición tenía que pedir permiso hasta para respirar. Sin embargo, por terribles que hayan sido esas experiencias, y no pretendo minimizarlas, estoy seguro que en nada se comparan a las de Nelson Mandela quien, después de 27 años en la cárcel, reconoció que lo único que podría funcionar era la reconciliación con los integrantes del sistema que lo había encarcelado. La grandeza no se mide por el tamaño de la retórica sino por la claridad de miras.

Las paradojas no cesan con las fobias y alianzas. El presidente Calderón correctamente identificó la amenaza que representaba el narcotráfico y, a pesar de la pésima comunicación que caracteriza a su gobierno, ha intentado convencer a la población del riesgo. Sin embargo, al mismo tiempo se propone dividir al país respecto a la próxima sucesión presidencial: es un gobierno incapaz de comprender que las decisiones que toma no son independientes entre sí. No puede pretender que una alianza contra el PRI (algo legítimo en política democrática) va a ser libre de repercusiones. De la misma manera, no puede reclamar solidaridad nacional cuando le niega legitimidad a uno de los partidos políticos que, en estas circunstancias, es crucial para la gobernabilidad del país. La inconsistencia mata la confianza y disminuye al propio PAN.

Yo no tengo duda que la democracia mexicana va a prosperar con mayor celeridad gracias a las derrotas que experimentaron dos caciques (y pésimos gobernadores) priistas en Oaxaca y Puebla. Las estructuras políticas de esos dos estados experimentarán alteraciones fundamentales -similares al súbito respiro de libertad que los mexicanos comenzamos a otear con la derrota del PRI en 2000- y que se traducirán en una disminuida capacidad de control respecto al que ejercían los anteriores gobernantes. Si el objetivo del presidente Calderón con las alianzas era “liberar” a esos estados del yugo priista, debe sentirse satisfecho: sin duda, el PRI perdió dos bastiones y “reservas” de votos. Pero eso no le da razón para esperar cooperación legislativa por parte del PRI (más bien, es previsible exactamente lo contrario) ni mucho menos a suponer que ese partido se quedará con los brazos cruzados precisamente en los temas que son más críticos (como el presupuesto) para su gobierno. Las decisiones tienen consecuencias y ahora es el momento de experimentar estas últimas.

Lo que no es tolerable es la decisión de empeñarse  en que el PRI no retorne al poder, excepto a través de un buen gobierno. La calidad de una democracia exige que los ciudadanos puedan esperar de los partidos y los gobiernos un comportamiento congruente con las reglas de la democracia y éstas no contemplan la negación de un adversario. El enemigo a vencer es el narco y el gobierno debería estar dedicado íntegramente a dos cosas: sumar a la población detrás de esa lucha y crear un ambiente propicio para una transición política tersa, gane quien gane.

El presidente debería liderar y no esperar a que otros se comporten. Napoleón decía que “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad”. El presidente Calderón probó lo primero cuando su campaña para la presidencia. Hoy es tiempo de que demuestre lo segundo.

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