Luis Rubio
La escena lo dice todo: un grupo de chinos e hindúes discutiendo sobre el potencial de sus respectivos países para lograr y mantener elevadas tasas de crecimiento por largos periodos para transformar a sus sociedades. Dos naciones que llevan décadas creciendo con celeridad comparan notas y defienden sus formas de ser. La conferencia se acalora en momentos y a veces parece más una confrontación no sólo de dos maneras de hacer, sino de dos formas de ser. Las dos economías han crecido a más del 7% por años (y la china mucho más que eso) y, sin embargo, lo notable es la discusión sobre el potencial de continuidad. Observando el foro me sentí un poco como Cantinflas en aquella película en que, sin darse cuenta, acaba sentado en una mesa llena de gente desconocida y sólo puede preguntarse a sí mismo «¿y qué hago yo aquí?».
La discusión entre estos estudiosos y académicos asiáticos es por demás interesante, además de reveladora. Pero, sobre todo, arroja muchas enseñanzas para nosotros. Evidentemente, la historia y circunstancias de esas naciones son diferentes a las nuestras, pero no por eso dejan de ofrecer un contraste relevante para nuestro propio proceso. China ha seguido un impulso reformador a ultranza, motivado en buena medida por el temor de su élite política a perder el poder. El crecimiento económico ha satisfecho a su población y eso le ha permitido evitar cambios políticos significativos, situación que le ha llevado a enfrentar cualquier desafío de manera desalmada. No ha habido obstáculo suficientemente grande porque la alternativa a reformar, parecen pensar, entrañaría el derrumbe del gobierno. El caso de India es muy distinto: ahí, un país democrático, la aprobación de cada cambio, por menor que sea, ha requerido discusiones y votos legislativos que en ocasiones parecen tomar una eternidad. Sin embargo, una vez aprobados, gozan de plena legitimidad.
Nuestro caso es peculiar por una razón muy diferente: aún cuando gozó de pleno control, el sistema priista nunca tuvo la disposición a reformar y ahora que vivimos en un contexto democrático no contamos con la capacidad o disposición a hacerlo. Es decir, ni fuimos exitosos cuando tuvimos un sistema similar al chino ni hemos podido serlo con un sistema semejante al hindú. ¿Dónde, me pregunto, está la diferencia medular?
China e India están cambiando a paso acelerado, siguiendo dos caminos radicalmente distintos. Fiel a su historia de control centralizado, de la cual el partido comunista no es más que la más reciente encarnación, China ha logrado construir una estrategia de desarrollo desde la cima del poder. En sentido contrario, India es una nación compleja, caracterizada por centenas de etnias, religiones, tradiciones y partidos políticos que le imprimen dinámicas sociales y políticas muy diversas que han generado un sistema político inexorablemente descentralizado. El control en China yace en el centro, en India en la legitimidad del sistema en su conjunto. En nuestro caso el control se evaporó.
La afirmación que me pareció más poderosa en la discusión fue que el común denominador en ambas sociedades yace en el proceso de descolonización mental que han experimentado. Mientras que por décadas o siglos ambas poblaciones se vieron a sí mismas como víctimas de la explotación por parte de las potencias imperiales, su verdadera transformación yace en la liberación que han logrado sus poblaciones. Los hindúes, afirmó Gurcharan Das, autor de India Liberada, “ya se quitaron de encima la mentalidad colonial y ahora sólo sueñan con ser ricos pero, más importante, están seguros que es posible lograrlo”. Otro expositor describió a Radú como un joven que no quiere aprender ningún idioma excepto “Windows” y sólo le importa saber las 400 palabras clave para poder aprobar el TOEFL, el examen de inglés para quienes quieren ir a estudiar a EUA. Lo más importante: “la generación actual ya no ve al pasado como la era de grandeza, sino al futuro como fuente de oportunidades infinitas”. Al escuchar eso pensé que el día que logremos eso “ya la hicimos”.
Lo interesante de comparar a China e India es que nos ofrecen dos caminos absolutamente distintos. China “tiene orden pero no legalidad porque las leyes siempre emanan del rey”, en tanto que India “tiene demasiadas leyes pero no mucho orden, pero las leyes siempre están por encima del emperador”. Con estas palabras uno de los estudiosos chinos diferenció a esas dos naciones: China tiene una sociedad débil pero un gobierno fuerte, en tanto que lo opuesto caracteriza a la India. El gobierno chino liberó fuerzas y recursos para lograr elevadas tasas de crecimiento, en tanto que el hindú promedio funciona con una mano atada a su espalda por el poder de la burocracia y diversos grupos de interés. Unas cuantas reformas iniciadas en los noventa abrieron oportunidades antes inexistentes que han hecho posibles tasas de crecimiento cercanas al 7% en promedio anual. Uno se pregunta qué pasará el día en que se liberen los hindúes de esas ataduras, porque al ritmo al que van arrasarán con todos los demás…
Evidentemente, México no es igual a ninguna de esas dos naciones, pero ambas ofrecen lecciones que vale la pena entender porque no sólo explican muchas de nuestras limitaciones, sino que nos podrían ayudar a comenzar a enfrentarlas. El modo chino de actuar, a rajatabla, era posible en la era priista porque existía la capacidad de acción y la concentración de poder y recursos que lo hacían teóricamente posible. Sin embargo, nada de eso ocurrió, al menos no después de los sesenta. En lugar de reformar, nuestro camino fue el de retroceder, enquistar intereses y limitar el potencial de desarrollo, exactamente al revés que los chinos. El modelo hindú, si es que así se le puede llamar a la estructura social y política de esa nación, no ha impedido la adopción de reformas o su instrumentación. Lo que ambas naciones sí han tenido es un claro sentido de dirección en la cabeza de sus respectivos gobiernos.
Si hay una lección valiosa del caso hindú esta reside en que el factor medular de cambio reside en el liderazgo: la capacidad de sumar voluntades detrás de un proyecto transformador. En India el cambio ha sido modesto pero radical en sus consecuencias. Ninguna de éstas ha sido mayor que la que ha logrado cambiar las actitudes de la población. Una población deseosa de ganar tiene mucho más probabilidad de lograrlo. Es por eso que nuestro peor enemigo no reside en la parálisis política o legislativa (o, incluso, en las reforma mismas) sino en el pesimismo que ha sobrecogido a la población. En eso los chinos e hindúes tienen mucho que enseñarnos.
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