El sistema y yo

Luis Rubio

La historia cuenta que el Comodoro Perry, héroe de la guerra de 1812, acuñó la frase de que «hemos encontrado al enemigo y es nosotros». Algo similar se podría decir del viejo sistema priista: sigue vivito y coleando porque a todos nos beneficia, o creemos que nos beneficia, de alguna manera. Por más que todos los mexicanos, desde el más modesto hasta el más encumbrado, tengamos aspiraciones de mejorar, el viejo sistema era tan abrumador y omnipresente que se alojó hasta en la grieta más profunda de nuestro ser. El resultado, visible en todos los ámbitos, es que aunque nos consideremos modernos, algo de lo viejo, y de lo que impide cambiar, sigue estando ahí.

Los beneficios y privilegios, chicos o grandes, son siempre atractivos. Podrá molestarnos que un individuo se apropie de la calle y luego la rente como estacionamiento privado, pero es una forma muy conveniente de encontrar un lugar donde dejar un vehículo cuando uno va con prisa al dentista. También es más fácil hablarle a un cuate para que nos facilite un trámite en lugar de tener que hacer una cola. Todos estos pequeños privilegios son en realidad formas de discriminar a todo el resto de la sociedad. Por supuesto, ninguno de estos pecadillos se compara en monto con el abuso que representan las transferencias millonarias que recibe un sindicato del sector público o el monopolio de las comunicaciones, pero en concepto son exactamente lo mismo. Todos son privilegios que funcionan a costa de los demás. La cultura del privilegio, de las influencias y del derecho sin contraprestación constituye una afrenta al desarrollo del país.

La gran pregunta es cómo se le puede dar la vuelta a semejante realidad. Cuenta la historia que cuando los romanos lograron no sólo derrotar sino destruir a los cartagineses, su enemigo más poderoso, pensaron que finalmente su república estaría a salvo. De lo que no se cuidaron fue de sí mismos: tan pronto acabaron con su enemigo externo los propios romanos minaron su república al abandonar sus instituciones, reduciendo su libertad y erosionando su prosperidad, hasta acabar en una guerra civil. Los mexicanos estamos minando nuestra propia viabilidad como sociedad organizada en la medida en que jugamos el juego de los privilegios porque estamos haciendo imposible el funcionamiento de un país competitivo y una sociedad decente en sus formas.

Dejar el pasado es algo fácil en concepto pero difícil en la práctica, sobre todo a nivel individual cuando una persona o familia decide romper con esos modos para intentar vivir en un mundo de igualdad ante la ley. Muchos hemos hecho intentos en este sentido. Recuerdo dos casos específicos: al llegar a renovar su licencia de conducir, una conocida mía se encontró con la recepcionista que de inmediato le preguntó si quería servicio normal o exprés. Ingenua respecto a la naturaleza de la pregunta, mi amiga optó por el servicio normal. Horas más tarde, luego de observar cómo el servicio expedito tomaba unos cuantos minutos, acabó sucumbiendo: ella sola no podía cambiar al sistema. Lo opuesto le ocurrió a un empresario mexicano que intentaba realizar un trámite fiscal en EUA. Su primer instinto, a la mexicana, fue el de buscar algún contacto que le ayudara a hacer más expedito el trámite. Primero habló con un funcionario de la embajada estadounidense, quien le dijo que no podía asistirle pero que fuera directamente a la oficina pertinente. Molesto, colgó el teléfono y comenzó a hablar con otras personas en EUA. Uno de ellos, un abogado, le dijo que no era necesario pedir ayuda pero, más importante, que al hacerlo podía incurrir en un delito. Incrédulo y asustado, fue a la oficina respectiva y en menos de quince minutos, sin ayuda alguna, concluyó el trámite. El contraste entre las dos maneras de funcionar no podía ser mayor. Aquí todo está diseñado para que alguien se beneficie -desde la recepción de una «modesta» gratificación hasta un mercado entero-, mientras que allá el sistema funciona para el usuario y ciudadano.

Una de las paradojas del sistema que heredamos es que se ha vuelto mucho más intrincado desde que el PRI fue derrotado en 2000. Antes existían mecanismos, que no se usaban con frecuencia, para limitar algunos de los peores excesos (como ocurrió con el «quinazo»), pero nunca fueron concebidos para construir un país más equitativo y funcional. Con la dispersión del poder que hemos observado, en las circunstancias actuales no parece haber poder humano que permita limitar el abuso que sufre la ciudadanía por parte de burócratas, políticos, sindicatos, empresarios y otros poderes «fácticos». Entonces, ¿qué hacer? Lo fácil sería buscar culpables -quién hizo, o no hizo qué- pero eso no nos ayuda. Si uno lee las páginas de los periódicos o escucha los noticieros, las culpas vuelan por doquier. El problema es que nada de eso cambia la realidad.

Más útil sería buscar formas de ir erosionando al sistema que permite tanto abuso y exceso. Hay dos grandes líneas que la ciudadanía podría ir articulando en esta dirección: acciones y organización. Por lo que toca a las acciones, podríamos comenzar por decir NO, cada uno a su escala, a ese mundo de privilegios y sus concomitantes abusos. Cosas tan sencillas como pagar una multa en lugar de dar una mordida, estacionarse aunque sea lejos para no propiciar la «renta» de la vía pública, hacer las colas que sea necesario, negarse a aceptar una compra sin IVA. Una actitud quijotesca a todas luces puede sonar ingenua (y en muchos sentidos lo es), excepto si se propaga. Con un sistema tan intrincado y una estructura de beneficiarios tan enmarañada, es difícil creer que una persona o una familia en lo individual podría transformar a un país.

La única manera de provocar un cambio es creando una organización que poco a poco vaya sumando suficiente gente como para crear una masa crítica y convertirse en un factor político al que los poderes reales -igual gubernamentales que «fácticos»- no puedan negarse a atender. Un grupo o familia que logra convocar y sumar a otras familias para realizar actos de «resistencia activa», clamando «basta» a cada rato -no ceder, pagar IVA, exigir derechos- bien podría prender y provocar una marea.

Gandhi inauguró la estrategia de la resistencia pasiva para derrotar al enemigo colonial. En nuestro caso, lo que hace falta es una ciudadanía pujante y vigorosa, dispuesta a cumplir estrictamente con las obligaciones y regulaciones que la vida en sociedad exige. Para los mexicanos la alternativa es esperar que alguien, bondadosamente, cambie las cosas desde arriba, o comenzar a hacerlo por sí mismos cada minuto del día.

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Revoluciones

Luis Rubio

El futuro, decía la activista ambiental Dana Meadows, es una elección, no un destino. Ahora que conmemoramos el centenario de la Revolución es un buen momento para reflexionar sobre el futuro. Además de reconcentrar el poder, la revolución de hace cien años causó un enorme número de muertes y vino acompañada de la destrucción física de activos productivos, propiedades e infraestructura. Hoy, con el poder desconcentrado una vez más, el gran reto será darle viabilidad al país. Lo que es claro es que ningún país puede ser exitoso si no cuenta con el aval, y sobre todo la confianza, de su población.

La Revolución Mexicana fue la consecuencia del agotamiento del régimen porfiriano y de la inevitable inflexibilidad que acompaña la edad de un solo personaje. Como escribió hace décadas Roger Hansen en su famoso estudio sobre el PRI, el sistema priísta resolvió ese problema, en las palabras inolvidables de Cosío Villegas, con una estructura monárquica no hereditable. Pero el sistema priísta también se agotó y su caída, aunque sin la destrucción revolucionaria, no resolvió el problema del poder. Hoy el país se encuentra nuevamente a la deriva, sin claridad sobre el futuro o sentido de propósito. Nada es más riesgoso para la estabilidad que un entorno así.

Las revoluciones, decía Jean Francois Revel, concentran el poder o no sirven para nada. La Revolución de 1910 llevó no sólo a la concentración del poder, sino también a la construcción de un sistema que, mientras funcionó, permitió responder a los retos que el país fue enfrentando. Como todas las revoluciones y regímenes que de ellas emanan, la nuestra arrojó toda una parafernalia de mitos, excesos, abusos e intereses. Pero lo interesante, y ese era el punto que Hansen enfatizaba, es que el éxito del régimen revolucionario fue el mismo que el de Porfirio Díaz: la concentración del poder permitió controlar a un país tan diverso y disperso y con una geografía tan cambiante y susceptible a generar feudos políticos por doquier. Díaz sometió a los poderes regionales exactamente de la misma manera en que lo hizo el general Cárdenas. Lo que ninguno de los dos sistemas logró fue darle permanencia institucional al país.

Un país de nuestras características sólo puede ser gobernado de dos maneras: ya sea concentrando el poder o institucionalizándolo. No es casualidad que el común denominador de las dos eras exitosas fue ese: la concentración del poder. A diferencia del porfiriato, el PRI construyó un sistema de inclusión que utilizaba la corrupción y la tolerancia a ésta- como mecanismos de control, ambos elementos inherentes al sistema. Lamentablemente, el fin de esa era no vino acompañado del desarrollo de un mecanismo capaz de resolver los asuntos del poder y, en ausencia de instituciones fuertes que lo contengan, su dispersión se ha traducido en una fuente de permanente inestabilidad, violencia y desencuentros entre gobierno federal y los gobernadores.

La extinción de los viejos mecanismos de concentración del poder, y la inexistencia de instituciones que contengan a quienes lo detentan y ejercen, constituye una amenaza para el desarrollo y es un componente fundamental de la parálisis económica. La población desconfía de los políticos porque no ve en ellos capacidad para decidir y actuar y los políticos reflejan la enorme diversidad que caracteriza a la población, lo que les lleva a paralizarse. El problema no es nuevo: lo que sí es distinto hoy es que no existen mecanismos para resolverlo.

Muchos políticos priístas critican a los gobiernos panistas por su incapacidad de actuar y creen que el problema es de personas, razón por la cual, afirman, el día en que ellos lleguen a gobernar, todo será diferente. De la falta de habilidad para la política y los asuntos de gobierno entre muchos panistas es imposible dudar. Sin embargo, es ilusorio pensar que todo depende de las personas. Irónicamente, fue Fox el presidente que creyó que el problema era de moralidad: entra un presidente probo en lugar de los corruptos del PRI y con eso se resuelve todo. Claramente el asunto era un poco más complejo, máxime que su propia elección implicó la dispersión del poder. El punto central es que no se resolvió el problema del poder, del crecimiento ni mucho menos de la moralidad.

La pregunta de antaño, pues, sigue siendo válida: ¿cómo gobernar a México? La constitución afirma que la solución es el federalismo y eso, en cierta forma, es lo que la derrota del PRI en 2000 nos endilgó. Sólo que nuestro federalismo no entraña una suma de gobiernos eficientes a nivel local, sino de agandalle permanente por parte de los gobernadores. En lugar de un emperador nacional ahora tenemos una multiplicidad de señores feudales a nivel local. El resultado, como muestra el magro crecimiento de la economía, ha sido patético. Desde una perspectiva liberal, la solución tendría que venir de una ciudadanía activa y pujante, dispuesta a hacer valer sus derechos y convertirse en un contrapeso efectivo frente al poder local. Pero nadie puede decretar la existencia de una ciudadanía militante y responsable y su ausencia entraña el riesgo de que alguien intente reimponer el orden por las buenas o por las malas.

La revolución, decía Trotsky, es imposible hasta que se torna inevitable. Ese es nuestro riesgo actual: que un mal manejo de gobernantes benignos, o un intento de reconcentración del poder por parte de otros menos benignos, nos lleve a lo mismo: a que desesperación y temor al caos le haga creer al gobernante que todo es materia de voluntad y de decisión personal.

Efectivamente, México es un país extraordinariamente difícil de gobernar tanto por la diversidad y dispersión como por el desenfado de la población. Como dice mi amiga Claudia Díaz, lo que jode a los países en buena medida es lo que jode a las personas: la inercia, la rigidez, la incapacidad para lograr alianzas saludables, los contrapesos, los delirios (personales y colectivos). La pregunta es cómo romper con esa inercia y con esa rigidez. Quizá la respuesta se pueda encontrar en un liderazgo que, como en Brasil, se aboque a construir las instituciones que son indispensables para el desarrollo. El riesgo sin duda es volver a caer en la dictadura.

Un día Robert Pastor le preguntó a un taxista en el DF si habría una nueva revolución. México, respondió el conductor, ya tuvo una y esa nos enseñó que las revoluciones no mejoran la vida de nadie. Ahora que estamos conmemorando deberíamos concentrarnos en lo que nos falta: instituciones sólidas que encaucen a los políticos y limiten el poder de los intereses particulares pero que a la vez permitan gobernar.

 

El pasado

Luis Rubio

«La vida, decía Kierkergaard, debe entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante». Pero, en nuestro caso, ¿cómo se puede entender el pasado si no estamos dispuestos a vivir hacia adelante y cómo vivimos hacia adelante si no resolvemos el pasado?

México no ha sabido lidiar con su pasado y no me refiero al distante, al de nuestro origen como país. Transitamos de un régimen fundamentado en un partido dominante y una presidencia exacerbada, hacia un paradigma democrático pero carente de reglas y marcos de referencia, lo que produjo el desencuentro que hoy vivimos.

Al inicio de la década, con la derrota del PRI, hubo tres grupos de propuestas sobre cómo lidiar con el pasado: aquellas que reclamaban un recuento retrospectivo y un resarcimiento moral en la forma de comisiones de la verdad orientadas a poner al PRI en evidencia; aquellas que proponían un gran pacto nacional que «pintara una raya» respecto al pasado y construyera los cimientos de una nueva realidad política; y las que planteaban una visión pragmática de entendimiento pari pasu, o sea, «irla llevando». No estoy seguro si en algún momento hubo una decisión expresa al respecto, pero lo evidente es que triunfó un pragmatismo tercermundista que no sentó las bases para el desarrollo futuro ni obligó a la modernización del PRI.

Es decir, se dio un vuelco político dramático pero no hubo conducción alguna: todo se dejó a la buena o, como podemos ver en retrospectiva en muchos ámbitos, a la mala. El gobierno de Zedillo se contentó con la reforma electoral que igualó el terreno de la contienda y dejó que todo el resto de las instituciones se adaptaran así como por arte de magia. Por su parte, Fox llegó sin plan ni programa y se despreocupó de inmediato. No hubo un intento por reformar instituciones y todos los esfuerzos se concentraron en minar y debilitar los antiguos bastiones del PRI en el gobierno, como la Secretaría de Gobernación, sin reparar en que con eso destruía su propia capacidad de acción, además de que, de mucha mayor gravedad, se ignoró la evidencia de un acelerado crecimiento de la criminalidad que ya se comenzaban a vislumbrar. La suma de la falta de visión de Zedillo con la total ausencia de responsabilidad de Fox impidió que el país lograra una transformación política tersa.

El hubiera, dicen los políticos, no existe. El momento en que quizá hubo la oportunidad de replantear el diseño político del país de una manera elegante y prístina quedó en el pasado. Lo que no quedó en el pasado fueron las consecuencias del viejo régimen y el desajuste que éstas representan para la realidad de hoy.

La alternancia de partidos en el poder en 2000 se dio sin complicaciones. El candidato perdedor reconoció la derrota y ambos gobiernos, el entrante y el saliente, cooperaron para asegurar una entrega y recepción profesional. Lo que no fue terso fue el manejo de las consecuencias que esa transición tuvo y que han impedido que el país consolide un régimen democrático estable y la posibilidad de sedimentar su desarrollo.

Hay dos tipos de consecuencias: las que tienen que ver con la gobernabilidad, y las que tienen que ver con la vida cotidiana. Aunque, en cierta forma, se trata de dos lados de una misma moneda, cada una amerita su propio análisis.

Quizá el mayor de los costos del no hacer de Fox se puede observar en el hecho de que todo en la política mexicana sigue siendo como antes, excepto la fortaleza de la presidencia. Es decir, con la separación del PRI de la presidencia, ésta perdió su principal instrumento de control y de acción. Pero todo lo demás siguió igual: el desprecio por la ley, la corrupción gubernamental y policiaca, la impunidad tanto en lo administrativo como en lo criminal. En lugar de gobernante, tuvimos al novelista siciliano Lampedusa orientando el interés público: que todo cambie para que todo siga igual. Seis años después, el país estaba al borde del caos.

Por lo que toca a la gobernabilidad, hay dos elementos centrales: las capacidades de los individuos a cargo y la fortaleza e idoneidad de los instrumentos con que cuenta. La población le dio a Fox el beneficio de la duda en lo primero, reconociendo que por la realidad histórica –no había panistas expertos en el manejo del gobierno- no se le podían pedir peras al olmo. Lo increíble ha sido que diez años después los panistas todavía no hayan sido capaces de generar un contingente de políticos competentes, diestros en estas materias.

Ojalá ese fuera el único problema. El instrumental que existía hace décadas se fue erosionando hasta que resultó inservible. Años antes de la derrota del PRI el país comenzó a observar una gradual descentralización del poder, misma que se precipitó en 2000, con el efecto de que las instituciones de antes dejaron de ser operativas, en tanto que las nuevas nunca se crearon. El caso de la seguridad pública es paradigmático: el gobierno federal fue cediendo poder, mecanismos y dinero, pero ni la federación ni los estados desarrollaron las capacidades concomitantes. Diez años después estamos ante el fenómeno de una delincuencia organizada fortalecida, envalentonada y extraordinariamente armada. Es decir, justo en el momento en el que el país desarticulaba sus capacidades policiacas, así fueran viciadas, el crimen organizado crecía sin impedimento alguno.

Todo esto se traduce en costos crecientes para la sociedad. Las empresas, comenzando por las pequeñas, se han convertido en presa fácil de la extorsión. Aquellas que tienen opciones y escala concentran sus inversiones en lugares distantes, cuando no en el extranjero. La inseguridad ha destruido negocios y oportunidades. La consecuencia evidente es que declina la inversión y, con ello, la creación de empleos. Podemos construir todas las hipótesis que queramos sobre las causas del estancamiento, pero no cabe la menor duda que la inseguridad física y la incertidumbre respecto a las reglas del juego son las dos principales.

Quizá lo más triste es que ahora tenemos todos los males del viejo sistema sin el beneficio de la estabilidad y predictibilidad sexenal. El viejo sistema se carcomía por dentro y eso acabó por destruirlo, circunstancia que ocurrió tiempo antes de la transición. Esto deben entenderlo los priistas que sueñan con la restauración y los panistas que con eso se quieren deslindar de cualquier responsabilidad. El asunto hoy no es de identificar culpables sino entender qué pasó para poder corregir el camino.

Requerimos un país renovado, con instituciones nuevas y capacidades de gobierno derivadas de un gran acuerdo político. Nada menos que eso va a funcionar si es que queremos vivir hacia adelante.

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Apostar y perder

Luis Rubio

Decía uno de mis maestros, Roy Macridis, que a las políticas públicas, en particular las relativas a la política exterior, se les debía evaluar no por sus objetivos sino por sus consecuencias. El tema que a él le acongojaba de manera especial era el de la guerra de Vietnam, sobre la que su afirmación lapidaria era que Estados Unidos había logrado exactamente lo opuesto a lo que se había propuesto. Todos los gobiernos enfrentan situaciones similares: cada programa, estrategia, discurso o decisión se contempla a la luz de la información disponible, los prejuicios del grupo que participa o asesora y los objetivos que se persiguen. Una vez tomada la decisión de qué hacer y cómo hacerlo, lo que queda es lidiar con las consecuencias.

La visita del presidente Calderón a Washington hace unos meses tuvo lugar en el contexto de un profundo conflicto en la sociedad norteamericana sobre su futuro. En aquella ocasión, el presidente fue severo en sus juicios respecto a los dos asuntos más candentes de la relación bilateral: la migración y la venta de armas a las mafias de narcos en México. En ambos temas, no se limitó a la perspectiva mexicana, sino que se embarcó en una fuerte crítica a la forma de ser de los norteamericanos. En el tema de migración, propuso la necesidad de una solución conjunta pero, luego de afirmar su respeto por las leyes de aquel país, se dedicó a criticarlas. En el tema de las armas tampoco se limitó a exigir que el gobierno estadounidense se dedique a impedir la exportación de armas hacia México, sino que les advirtió del riesgo para ellos de continuar vendiendo armas de alto calibre para consumo en aquella nación.

Es difícil comprender la motivación de rebasar la línea entre lo que es la política exterior de lo que constituye una intromisión en los asuntos de política interior de otro país. Independientemente de lo que diga la ley, un extranjero debe ser siempre cauto respecto a externar sus opiniones respecto a la política interna de otra nación y, mucho más, si se trata de un presidente. Yo supongo que hay dos posibles explicaciones para este lapsus: una, que se trató de una decisión consciente, con pleno conocimiento de las consecuencias potenciales; la otra, que éstas nunca se imaginaron o midieron. Ahora, con los resultados electorales de esta semana en aquel país, es posible comenzar a vislumbrar los costos.

Especulando sobre el modo de proceder, éste pudo derivarse de una postura moral maximalista donde el objetivo era hacer sentir el peso de las implicaciones de las políticas estadounidenses sobre México o, quizá de manera más simple, el verdadero auditorio al que se dirigían los discursos era la galería en nuestro país. En cualquiera de los casos, la pregunta es para qué: cuál es el posible beneficio de ir hasta allá para alienar a la mitad de los anfitriones a los que, además, se les estaba proponiendo una sociedad de largo plazo, máxime ante la no remota posibilidad de que los republicanos pudieran llegar a tener un mucho mayor peso en las decisiones.

Independientemente de si la estrategia gubernamental consistía en intencionalmente causar una animadversión especialmente por parte del los legisladores republicanos y el movimiento del tea party o si se trató de una profunda incomprensión de la forma en que ha evolucionado ese país en los últimos años, el hecho tangible es que, a varios meses de aquel momento, la estrategia que se adoptó entonces fue errada. Lo que interesa a México es tener una relación con el gobierno y sociedad estadounidenses para poder resolver los complejos problemas que se derivan de la vecindad. Nada se logra alienando a los votantes o a los políticos en ascenso.

El movimiento del «tea party» comenzó a despegar a principios de este año, justo cuando la visita del presidente Calderón. Sus discursos le dieron instrumentos electorales a muchos de los candidatos: en un impactante número de anuncios, videos en YouTube y discursos de las campañas, se emplearon las palabras, imágenes y hasta la voz del presidente mexicano como medio para golpear a sus rivales y, de paso, al presidente Obama. Como dice un analista, los demócratas en el congreso le dieron una ovación, pero a nivel del estadounidense común y corriente las palabras del presidente mexicano sonaron a predicador frío, ingrato e hipócrita que estaba regañando a su congregación. En otras palabras, justificadamente o no, hizo enojar a los americanos.

Como diría mi maestro, es tiempo de lidiar con las consecuencias. Cualquiera que haya sido el objetivo que se perseguía con aquella visita, las consecuencias ya han sido extraordinariamente costosas y podrían serlo aún más, sobre todo porque han afianzado la noción de que México es un tema de política interior en aquel país, lo que lleva a justificar que nuestros connacionales son causantes de muchos de los males que los aquejan.

Como dice el viejo dicho chino, las crisis también son momentos de oportunidad. México se ha vuelto el malo de la película en EUA, circunstancia que afecta todas las facetas de nuestra interacción con aquel país. De no revertirse este camino, los costos se irán apilando en formas muy específicas, sobre todo en acciones mucho más duras a lo largo de la frontera, y en el rechazo a una nueva legislación migratoria o, mucho peor, en la adopción de una legislación tan restrictiva que acabaría cerrándole puertas no sólo a futuros migrantes sino sobre todo a quienes ya están allá. Es tiempo de lanzar una estrategia de conquista de las mentes de los norteamericanos.

Lo que México tiene que hacer en EUA es bastante evidente desde hace mucho tiempo. México ha sido un socio serio y responsable, se ha dedicado a enfrentar temas y problemas que afectan a las dos naciones vecinas y ha propuesto contribuir a resolver problemas comunes en formas que hace años eran herejía pura en nuestro país. Hoy, sin embargo, las circunstancias demandan un activismo decidido, una decisión de lanzar una estrategia de legitimación de México y lo mexicano. Con gran visión, Luis de la Calle ha hablado de posibilidades como la de colocar a un actor mexicano como médico en alguno de los programas más vistos de la televisión estadounidense o de promover que un par de ciudades, como San Diego y Tijuana, organicen conjuntamente los juegos olímpicos. El punto es cambiar el imaginario colectivo estadounidense para que la imagen del mexicano sea la de una persona trabajadora y responsable que quiere vivir mejor. Mejor esa imagen verídica que un proceso contestatario interminable.

 

Cambio de régimen

Luis Rubio

Mark Twain decía que «la primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutarla sin tener la posibilidad de hacerlo, en tanto que en la última hay la posibilidad sin la capacidad». Lo mismo es cierto de los gobiernos. En 2000 se dio la primera alternancia de partidos en el gobierno pero no hubo cambio en las estructuras institucionales del país. En términos técnicos, no hubo cambio de régimen. Ese fue el mayor error de Vicente Fox y la principal causa de la persistencia de las viejas estructuras políticas, los vicios y los fardos para el desarrollo. Ahora se da algo así como una segunda oportunidad, esta vez en Oaxaca y Puebla. Lo que  hagan los nuevos gobernadores podría transformar al país.

Cuando Fox llegó a Los Pinos, el PRI era componente inherente al sistema presidencial. Las organizaciones que lo integraban funcionaban en coordinación con la presidencia y servían de mecanismo de transmisión y de control. Los intereses ahí insertos contaban con vehículos para influir y presionar. El sistema era corrupto, autoritario y con frecuencia conflictivo, pero también funcional: permitía el control, mantenía una semblanza de orden y limitaba (casi siempre) los peores excesos, al menos dentro de la normalidad que establecían las reglas «no escritas».

La llegada de Fox alteró la ecuación medular del sistema: al perder el control de la presidencia, el PRI se quedó huérfano y comenzó a experimentar distintos grados de convulsión. El «divorcio», por así llamarle, entre el PRI y la presidencia cambió la realidad del poder político en el país y desató fuerzas que no se habían visto desde antes de la Revolución. El poder fluyó de la presidencia hacia los gobernadores y los partidos. Al mismo tiempo, muchas de las organizaciones que, con mayor o menor cercanía o sincronía, funcionaban en torno al PRI, adquirieron vida propia, convirtiéndose en factores de poder autónomos, ya sin amarras institucionales que, para bien o para mal, habían operado como contrapeso. Así surgen los llamados «poderes fácticos», cuyo único interés es el propio. A la vez, desapareció el recurso para disciplinar a esos poderes sin cambiar al sistema, cuyo ejemplo paradigmático  fue el «quinazo».

A su llegada, Fox tuvo la oportunidad, al menos hipotética, de negociar un acuerdo con los priistas, acuerdo que pudo haberse traducido en una nueva estructura institucional. Antes de que los beneficiarios del cambio político se percataran de las implicaciones del mismo, los priistas estaban aterrados de que pudieran ser enviados a la cárcel, al viejo estilo del sistema. Temían que el gobierno recurriera a tácticas autoritarias para tomar control del aparato gubernamental y se comportara como cualquiera de los anteriores. De haber previsto el efecto de la pérdida de poder del ejecutivo, el flamante gobierno panista pudo haber negociado desde una posición de fuerza: apalancándose en el temor de los priistas, redefinir la naturaleza de las instituciones políticas y cambiar el destino del país.

Lo que ocurrió es historia. Ante todo, el nuevo gobierno (2000) no tuvo la perspicacia ni una comprensión cabal de las fuerzas que había desatado. En segundo lugar, las posturas dentro del gabinete respecto a cómo proceder fluctuaban entre las jacobinas de quienes proponían comisiones de la verdad orientadas a juzgar (y, sin duda condenar) al viejo régimen, y quienes abogaban por mantener el statu quo. Lamentablemente no hubo una visión de Estado que trascendiera la coyuntura para aprovecharla de manera excepcional.

Los nuevos gobernadores de Puebla y Oaxaca no pueden ignorar la experiencia de Fox y el costo que ésta ha significado pero, al mismo tiempo, pueden aprovecharla para bien de sus estados y del país. Al asumir sus funciones se encontrarán con una fotografía no muy distinta a la que recibió a Fox: un PRI encumbrado, saturado de intereses que abusan de manera sistemática y una historia de corrupción inconmensurable. Algunos de los integrantes de las administraciones salientes se sentirán atemorizados (como ilustra la súbita búsqueda de impunidad a través del fuero del secretario de finanzas de Oaxaca), pero muchos ya vieron la forma en que todo vestigio de institucionalidad se colapsó con la llegada de Fox, lo que los ha envalentonado.

La situación crea la extraordinaria oportunidad de redefinir la naturaleza de la política en dos de los estados más rezagados y corruptos del país. Los nuevos gobernadores podrían plantear disyuntivas precisas y absolutas a quienes tienen cuentas pendientes, pero no a la usanza del viejo PRI que, a pesar de los años, nunca dejó de ser el partido obregonista: «nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos», o sea, la corrupción permanente. En vez de intentar comprar la paz, los nuevos gobernadores podrían plantear una nueva institucionalidad y abrir brecha para el resto del país: nuevas reglas a las que todos se someten a cambio de pintar una raya respecto al pasado.

Las opciones, al menos conceptuales, para los nuevos gobernadores son muy simples: comprar la paz y pretender que la suya fue una elección tradicional (como el PRI de siempre); tratar de mantener el bote andando (como Fox); o replantear el arreglo institucional. Nadie en el país ha intentado esto último, pero eso es lo que el país requiere: reglas nuevas y un gobierno capaz y dispuesto a hacerlas cumplir. Muchos reclamarán justicia revolucionaria («meter a los corruptos al tambo»), pero para eso se requeriría un sistema judicial creíble que no existe; en las condiciones actuales, ese camino llevaría a un «michoacanazo»: puro show sin final feliz, perdiéndose la gran oportunidad de transformación.

La verdadera alternativa es replantear las reglas del juego y comunicarlas bien: establecer un marco institucional nuevo -fundamentado en la ciudadanía y no en las corporaciones y organizaciones partidistas- y un marco legal idóneo para una sociedad que se propone transformarse. El intercambio dependería de la disposición de los poderes reales de la actualidad: si aceptan las nuevas reglas y se someten a ellas, su pasado quedaría libre; si no, se les aplicaría la ley y la fuerza sin miramiento. Mientras tanto, el nuevo gobernador mantendría una espada de Damocles, susceptible de utilizarse a la menor provocación.

Los nuevos gobernadores arriban a sus estados con un sinnúmero de deudas hacia quienes los apoyaron. Harían bien en recordar la forma en que Fiorino Laguardia rompió con todos ellos el día en que tomó posesión como alcalde de Nueva York: «mi primera calificación para esta gran función es mi monumental ingratitud». Por algún lado es imperativo comenzar.

 

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Batahola

Luis Rubio

Séneca, el filósofo romano, ya lo había anticipado: «nunca hay buen viento para quien no sabe a dónde va». Las disputas respecto a los aranceles, tratados de libre comercio y futuro de la economía ponen en evidencia la flagrante confusión que nos caracteriza. Las posturas tanto del gobierno como del sector privado son tan absolutas y ensañadas que parecería que el mundo va de por medio.

El conflicto parece estar a flor de piel: el tema específico es lo de menos; lo relevante es la confrontación. Por un lado, el gobierno insiste en la necesidad de reducir aranceles, desregular y crear un entorno más competitivo para la actividad económica. Por el otro, el sector privado salta a la primera oportunidad, pero con un solo monosílabo: NO. La verdad sea dicha, ambos tienen razón: como ninguno, incluyendo a todo el resto de los mexicanos, tiene idea de a dónde vamos, cualquier camino nos llevará ahí. En consecuencia, mejor armar borlote que tratar de encontrar un espacio de entendimiento.

En el barullo se ha perdido la perspectiva: la función del gobierno, la lógica de los empresarios y el sentido del desarrollo económico. Para comenzar, la obligación y responsabilidad del gobierno es crear condiciones para que la economía se pueda desarrollar. Entre éstas se encuentra la conformación de un entorno de competencia que permita elevar la productividad general de la economía, obligue a los empresarios a ser más eficientes y propicie la formación de nuevas empresas. En un mundo ideal, las reglas del juego tienen que facilitar el nacimiento de empresas cuando un emprendedor genera una idea susceptible de ganar terreno en el mercado,  y a la vez permitir la transformación o muerte de las que son incapaces de satisfacer la demanda de los consumidores.

Este es el quid del asunto. En el corazón de la disputa entre gobierno y empresarios yace una indefinición fundamental: quién debe ser el beneficiario del desarrollo, el empresario o el ciudadano y consumidor. En los ochenta el país pareció dar ese paso fundamental al liberalizar las importaciones, disminuir los subsidios a la actividad industrial y, aparentemente, privilegiar al consumidor. El objetivo no era acabar con la planta productiva como claman empresarios y críticos, sino darle viabilidad de largo plazo a la economía del país al incrementar las escalas de producción, y crear una economía más especializada y más capaz de satisfacer al consumidor. Es decir, el giro que se trató de dar fue el de obligar a la planta productiva a servir al consumidor en lugar de que éste dependiera de la buena voluntad del productor.

Detrás de la lógica gubernamental de entonces se encontraba la vieja discusión respecto a la función del mercado en el desarrollo económico. El objetivo del libre comercio es que las economías se especialicen, es decir, que en lugar de fabricar todos los bienes que demanda la sociedad dentro de un país, cada nación se especialice en lo que es mejor. Cuando un país ha vivido bajo el yugo de la protección de los productores, es natural que una apertura a las importaciones provoque diversas dislocaciones; sin embargo, el objetivo de la apertura no es causar dislocación sino provocar la transformación del sector productivo a fin de que se consoliden empresas más eficientes, se generen mejores empleos bien remunerados y que, en el conjunto, todos acabemos ganando.

Desafortunadamente, la apertura de la economía mexicana fue muy desigual. Se liberalizó la importación de la mayoría de productos industriales pero no se liberalizó el comercio en servicios, a la vez que se mantuvieron diversos mecanismos de protección -por medio de aranceles, subsidios, excepciones y regulaciones tortuosas- que han tenido el efecto de hacer mucho más difícil la competencia. El resultado ha sido que algunos sectores industriales enfrentan una competencia inmisericorde, mientras que otros viven en la cueva de Ali Babá. El episodio más reciente de liberalización fue sugerente de lo que realmente enfrentamos: se liberalizaron algunos bienes pero se preservaron cotos de caza, como cables eléctricos, con la excusa de que las normas mexicanas son distintas a pesar de que los exportamos y son idénticos a los que se producen en esos países. Es decir, se trata de mecanismos vulgares de protección para empresas encumbradas que monopolizan su mercado.

La indecisión respecto al rumbo del país y a los criterios que deben privar en la conducción de la política económica ha causado una extraordinaria dilación en el crecimiento, pero no sólo eso: los costos son tangibles. Irónicamente, los sectores que cuentan con menor o nula protección son precisamente los más competitivos y los que mejores salarios pagan. La razón es simple: la competencia eleva la productividad y ésta exige mejores trabajadores y genera recursos para remunerarlos bien. No es casualidad que el verdadero rezago que experimenta el país se encuentre precisamente en los sectores y regiones que «gozan» del dudoso privilegio de la protección.

El verdadero tema para el país es que no tiene sentido de dirección: la crisis del 94 aniquiló el proyecto liberalizador y, desde entonces, ningún gobierno ha tenido idea de qué quiere ni mucho menos ha sabido convencer a la población de las ventajas o costos de esa u otras opciones.

Frente a la confusión gubernamental (y social), el sector privado hace lo que mejor sabe hacer: quejarse y protestar. La realidad es que los empresarios tienen un buen argumento pero no lo han sabido articular: las condiciones generales de la economía no permiten que las empresas compitan, razón por la cual es indispensable abrir los sectores protegidos, comenzando por los servicios, pero incluyendo a todas las actividades industriales que siguen gozando de protecciones y subsidios. El empresario prototípico paga caro el crédito y el transporte, es súbdito  (en lugar de consumidor) de Pemex y la CFE y, por si todo eso fuera poco, padece de una infraestructura patética y tiene que pagar exorbitantes costos de seguridad. Su competidor en Corea, Taiwán o China cuenta con un personal altamente capacitado, inmejorable infraestructura y un gobierno que se dedica a mejorar las condiciones de competencia todos los días. El problema del empresariado mexicano no es que se queje, sino que no se queje por lo relevante. En lugar de demandar que mejoren las condiciones de competencia, se dedica a jugar a la grilla, propiciar controversias constitucionales y pedir subsidios. Así jamás va a progresar el país.

La diferencia con Brasil no es que sus industrias estén protegidas, sino que ese país si sabe a dónde va. La diferencia no es menor.

 

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Clasemedieros

Luis Rubio

La sociedad mexicana está cambiando de manera vertiginosa y en el camino ha logrado que la mayoría de la población sea de clase media. Esto que comenzó a ser obvio con el triunfo de Felipe Calderón en las pasadas elecciones presidenciales, constituye una verdadera revolución. En contraste con López Obrador, Calderón entendió con meridiana claridad que la población mexicana se estaba convirtiendo en una sociedad mayoritariamente de clase media. Las implicaciones económicas, políticas y sociales de esta nueva circunstancia son extraordinarias.

El concepto de clase media es difícil de establecer y complejo de asir, pero no por eso deja de ser menos real y, sobre todo, políticamente relevante. Para quienes enfocan a las clases sociales desde una perspectiva marxista (propietarios de medios de producción  o explotadores vs. obreros), la noción de “clases medias” es en buena medida repugnante. Sin embargo, prácticamente todas las sociedades modernas, y ciertamente todas las sociedades desarrolladas, tienen una característica común: la mayoría de su población tiene ingresos suficientes para poder vivir en una sociedad urbana, quiere mejorar su posición de manera sistemática y no está dispuesta a arriesgar lo que ya logró.

En un libro sobre los “clasemedieros”* Luis de La Calle y un servidor argumentamos que, más allá del ingreso, la clase media entraña sobre todo una actitud. Una persona es de clase media cuando tiene una mínima independencia económica aunque poca influencia política, al menos en lo individual. El término incluye a profesionales, comerciantes, burócratas, empleados, académicos, todos los cuales tienen un ingreso familiar suficiente para no preocuparse por su sobrevivencia. Las encuestas revelan que la mayoría de los mexicanos se auto definen como de clase media y, más importante, que se han convertido en el segmento políticamente más relevante de la sociedad porque han abandonado una pertenencia partidista rígida. Se trata de la parte de la sociedad que integra a los votantes que los encuestólogos denominan “indecisos” no porque no sepan qué quieren sino porque están dispuestos a considerar cualquier opción electoral.

La forma en que los encuestólogos emplean el término se refiere casi siempre a valores y actitudes: contar con una casa propia, tener un automóvil, percibir el empleo como permanente, consumir (o aspirar a consumir) cierto tipo de bienes. En EUA, por ejemplo, el segmento de clase media incluye a cerca del 75% de su población, aquella con un ingreso familiar de entre 25 mil y cien mil dólares anuales.

En México no existen definiciones convencionales y comúnmente aceptadas de qué constituye la clase media en parte porque nuestros políticos, con buenas razones, se enfocan hacia la pobreza. Sin embargo, al hacerlo, han ignorado la forma tan estruendosa en que se ha transformado la sociedad mexicana. El segmento creciente de la población que ya no es pobre y que puede darse algunos lujos (como ir al cine,  salir de vacaciones, comprar diversos bienes) se siente de clase media y quiere proteger ese status. Este hecho, el de tener un sentido de propiedad, pertenencia y el derecho a preservarlo, fue sin duda un factor definitorio de la elección presidencial más reciente.

De hecho, la historia de la elección de 2006 es aleccionadora sobre cómo ha cambiado el país. Según diversas encuestas, la población con menos de nueve salarios mínimos de ingreso familiar y aquella con más de quince salarios mínimos también de ingreso familiar decidió su voto relativamente temprano en el proceso electoral y cambió poco en los meses subsiguientes. La población de en medio, la que percibe un ingreso familiar de entre nueve y quince salarios mínimos, titubeó a lo largo del proceso y acabó favoreciendo mayoritariamente a Felipe Calderón, decidiendo así el resultado de la contienda.

Según un estudioso de las encuestas, esa población que modificó su voto en diversos momentos se caracteriza por elementos como los siguientes: en los últimos años logró comprar una casa; tiene tarjetas de crédito cercanas al tope; entiende que el futuro de sus hijos depende de contar con habilidades en el uso de una computadora, altos niveles de educación y dominar otros idiomas; cuenta con automóvil y aspira a elevar su nivel de consumo de manera sistemática. Evidentemente, se trata de un concepto elástico que incluye igual tanto a familias que apenas lograron satisfacer las condiciones mínimas de estabilidad económica y que se encuentran en riesgo de perder lo que han alcanzado, como a familias relativamente acomodadas que no enfrentan riesgo alguno.

La lección de la elección presidencial pasada es que el segmento clave de la población mexicana es precisamente el de las clases medias. Quizá no sería aventurado afirmar que las bases políticas tradicionales ya no son el factor decisivo en materia electoral y que sólo aquellos liderazgos capaces de comprender la forma en que está cambiando nuestra sociedad podrán encabezar la próxima etapa de desarrollo del país. A pesar de la aparente parálisis, la realidad es que el país cambia con celeridad, arrojando realidades que todavía no penetran el discurso o, incluso, la comprensión política.

México se está convirtiendo en un país mayoritariamente de clase media. El tráfico en las ciudades es quizá el indicador más evidente de la transformación que experimenta nuestro país, pero los indicadores que lo demuestran son muchos y muy diversos: el tipo de empleo, la venta de casas, la escolaridad de los hijos, la proporción de mujeres en la fuerza laboral, la calidad de la vivienda, la compra de seguros, el tipo de hospitales, las salas de cines, el turismo, las universidades, etcétera, etcétera. Ciertamente, el hecho de que la mayoría de la población se pudiera agrupar bajo este rubro no niega la problemática social del país ni disminuye la pobreza y marginalidad que caracteriza a un gran número de mexicanos, pero si evidencia que el país está cambiando en la dirección deseable.

La gran pregunta para el futuro, pregunta con enormes implicaciones políticas, sociales, económicas y, sin duda, electorales, es cómo acelerar la transformación de la sociedad mexicana a fin de afianzar los logros de esa incipiente mayoría de clase media y sumar a un cada vez mayor número de familias que se encuentran por debajo de esa definición. Hace diez años, una pequeña modificación regulatoria liberó el mercado de hipotecas, haciendo posible que millones de familias adquirieran una casa, consolidando a la clase media mexicana. Siendo así, ¿qué no haría una modificación de las leyes laborales y fiscales?

*del libro Clasemediero: pobre ya no, desarrollado aún no

 

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Patético y grave

Luis Rubio

El presidente se rehúsa a la posibilidad de entregarle el poder al PRI. Un aspirante a la presidencia del PAN, Gustavo Madero, habla de “acabar” con el PRI. Las alianzas que llevaron a derrotar al PRI en tres estados emblemáticos y que se negocian para otros tantos fueron pregonadas sobre la base de la necesidad de remover al PRI de determinados feudos regionales. Me pregunto si el gobierno sabe lo que hace.

En la democracia los medios son tan importantes como los fines y por eso el objetivo de impedir que el PRI gane, o intentar socavarlo, es inaceptable en un contexto democrático. Con esto no pretendo argumentar que el PRI es un partido moderno, que la democracia mexicana se ha consolidado o que no persisten feudos caciquiles y otros obstáculos al desarrollo de nuestra democracia. Pero la noción de que un partido es ilegítimo y, por lo tanto, sin derecho a ser electo, es simple y llanamente inaceptable. Los priistas, al menos muchos de ellos, pueden ser premodernos, abusivos o corruptos, pero es evidente que no gozan de un monopolio en ninguno de esos terrenos.

Es México el que ha fallado en construir una democracia integral y los gobiernos nacidos en la era post priista son mucho más responsables de la falta de transformación política que los propios priistas que, con todos sus defectos, aceptaron la decisión de los votantes en las urnas. Muchos priistas siguen lamentando “haber permitido” que el PAN gobernara y es obvio que no todos los panistas son igual de inconscientes, pero el panorama desafortunadamente no es propicio para matices.

Nuestra democracia padece los avatares de una transición fallida pero también los de dos gobiernos incompetentes, incapaces de ponerse a la altura de las circunstancias. Fox nunca entendió las dimensiones del cambio que había provocado y Felipe Calderón parece incapaz de reconocer la gravedad del momento que vivimos. El primero dejó ir la gran oportunidad de la transformación que el país reclamaba y el segundo se empeña en cavar la tumba de esa transformación. No es que los problemas sean pequeños, sino que no se puede gobernar desde la pequeñez. Hoy se requiere de la unidad de todos los mexicanos para poder vencer al enemigo común más peligroso que el país haya enfrentado por lo menos desde la Revolución. Esa unidad es imposible si se niega la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, independientemente de su religión, ideología o partido al que pertenezcan.

Duverger, estudioso de los partidos políticos, empleaba el término de “oposición leal” para caracterizar a los partidos que se oponen al partido gobernante pero sin poner en entredicho su legitimidad: partidos que son adversarios pero no enemigos; partidos que no disputan el método por el cual el gobierno llegó al poder aunque compitan con éste para reemplazarlo. La paradoja del momento actual es que el partido que desafió la legitimidad del gobierno en 2006 es ahora su aliado fraterno, mientras que el partido que le confirió legitimidad e hizo posible que asumiera la presidencia se ha vuelto el ogro pestilente de antaño.

Supongo que para explicar estas paradojas se requeriría penetrar la psicología de quienes detentan el poder y analizar la forma en que vieron al PRI a lo largo de los años en que el PAN vivía de las miserias que dejaba un sistema autoritario en el que la oposición tenía que pedir permiso hasta para respirar. Sin embargo, por terribles que hayan sido esas experiencias, y no pretendo minimizarlas, estoy seguro que en nada se comparan a las de Nelson Mandela quien, después de 27 años en la cárcel, reconoció que lo único que podría funcionar era la reconciliación con los integrantes del sistema que lo había encarcelado. La grandeza no se mide por el tamaño de la retórica sino por la claridad de miras.

Las paradojas no cesan con las fobias y alianzas. El presidente Calderón correctamente identificó la amenaza que representaba el narcotráfico y, a pesar de la pésima comunicación que caracteriza a su gobierno, ha intentado convencer a la población del riesgo. Sin embargo, al mismo tiempo se propone dividir al país respecto a la próxima sucesión presidencial: es un gobierno incapaz de comprender que las decisiones que toma no son independientes entre sí. No puede pretender que una alianza contra el PRI (algo legítimo en política democrática) va a ser libre de repercusiones. De la misma manera, no puede reclamar solidaridad nacional cuando le niega legitimidad a uno de los partidos políticos que, en estas circunstancias, es crucial para la gobernabilidad del país. La inconsistencia mata la confianza y disminuye al propio PAN.

Yo no tengo duda que la democracia mexicana va a prosperar con mayor celeridad gracias a las derrotas que experimentaron dos caciques (y pésimos gobernadores) priistas en Oaxaca y Puebla. Las estructuras políticas de esos dos estados experimentarán alteraciones fundamentales -similares al súbito respiro de libertad que los mexicanos comenzamos a otear con la derrota del PRI en 2000- y que se traducirán en una disminuida capacidad de control respecto al que ejercían los anteriores gobernantes. Si el objetivo del presidente Calderón con las alianzas era “liberar” a esos estados del yugo priista, debe sentirse satisfecho: sin duda, el PRI perdió dos bastiones y “reservas” de votos. Pero eso no le da razón para esperar cooperación legislativa por parte del PRI (más bien, es previsible exactamente lo contrario) ni mucho menos a suponer que ese partido se quedará con los brazos cruzados precisamente en los temas que son más críticos (como el presupuesto) para su gobierno. Las decisiones tienen consecuencias y ahora es el momento de experimentar estas últimas.

Lo que no es tolerable es la decisión de empeñarse  en que el PRI no retorne al poder, excepto a través de un buen gobierno. La calidad de una democracia exige que los ciudadanos puedan esperar de los partidos y los gobiernos un comportamiento congruente con las reglas de la democracia y éstas no contemplan la negación de un adversario. El enemigo a vencer es el narco y el gobierno debería estar dedicado íntegramente a dos cosas: sumar a la población detrás de esa lucha y crear un ambiente propicio para una transición política tersa, gane quien gane.

El presidente debería liderar y no esperar a que otros se comporten. Napoleón decía que “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad”. El presidente Calderón probó lo primero cuando su campaña para la presidencia. Hoy es tiempo de que demuestre lo segundo.

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México y Brasil

Luis Rubio

Cuenta una anécdota que Talleyrand, ese gran estadista francés, se encontraba refugiado en su casa mientras París ardía como resultado de los disturbios que acabaron llevando a Luis Felipe al trono. Por fin, luego de tres días, se escucharon campanas, a lo que Talleyrand exclamó “estamos ganando”. Su asistente le preguntó “¿quiénes estamos ganando príncipe mío?”. Talleyrand se cruzó el labio con un dedo y respondió: “ni una palara. Te digo mañana”. Los mexicanos observamos con un dejo de desprecio y envidia la forma en que Brasil ha comenzado a despuntar y, aparentemente, a transformarse en una potencia media. Pero no es obvio que vaya a ganar; mucho menos obvio es que nosotros no podamos ser igualmente ganadores.

Los hechos hablan por sí mismos: en la última década, Brasil despegó. Su tasa de crecimiento ha sido varios puntos porcentuales superior a la nuestra y, si proyectamos su ritmo de ascenso en el tiempo, ese país tendría la oportunidad de transformarse en nación desarrollada en un tiempo relativamente breve. Muchos han tratado de explicar qué es lo que ha creado esa oportunidad en Brasil y qué es lo que ha faltado para que México pueda lograr un desempeño similar. Lo interesante es que las comparaciones analíticas que se han realizado no arrojan suficiente luz sobre lo que ha acontecido en aquél país respecto al nuestro.

México Evalúa, un centro de estudios de políticas públicas, recientemente realizó un estudio con el título «México y Brasil: Convergencias y Divergencias»*. El estudio compara todos los elementos que los economistas han determinado como clave: finanzas públicas, desempeño económico, productividad, balanza de pagos y sector financiero. En cada instancia, su objetivo fue entender dónde están las diferencias para poder derivar conclusiones de política pública. En algunos rubros estamos mejor que ellos, en otros peor: por ejemplo, la productividad crece más rápidamente allá, pero el capital humano es más desarrollado aquí. Lo interesante es que el estudio concluye con lo que todos sabemos: que, aunque faltan algunas cosas por atender (diversas reformas), lo mismo es cierto en Brasil. O, en otras palabras, que en términos objetivos no es muy distinta la realidad brasileña a la nuestra. Si no son esos factores «objetivos» los que explican las diferencias, ¿cuáles si son?

La experiencia brasileña demuestra que la diferencia no la hacen leyes y reformas, aunque éstas sean necesarias, sino la claridad de propósito y la férrea instrumentación del mismo. Esto implica, primero, la decisión política de dedicar las fuerzas y recursos necesarios a la consecución del objetivo. En Brasil han contado con un liderazgo efectivo, continuidad de políticas públicas y claridad de rumbo. Resulta que estos elementos son tan importantes o más que los estrictamente cuantitativos.

Lo relevante de estudiar a Brasil (y, con todas sus diferencias, a China) reside en que pone en perspectiva lo que es clave para lograr una mejoría sustantiva en el desempeño económico. Los factores cruciales que diferencian a esa nación respecto a México no residen en reformas específicas (aunque ciertamente algo hay de eso), sino en las condiciones que sus gobiernos han creado para que sea posible el crecimiento. Brasil comenzó sus reformas poco después que nosotros, a mediados de los noventa, pero ha gozado de un extraordinario privilegio: la continuidad. El presidente Cardoso inició un proceso de reforma muy similar al que comenzó en los tardíos ochenta en México y lo sostuvo a lo largo de sus ocho años de gobierno. A pesar de su origen radical, y para sorpresa de todos, el presidente que lo sucedió, Lula de Silva, no sólo continuó exactamente el camino iniciado por Cardoso, sino que aceleró el paso. Además, Lula demostró ser un líder excepcional, capaz de conferirle certidumbre y claridad de rumbo igual a los pobres que a los ricos, a los habitantes de las urbes y a los del campo. Más que reformas específicas, Cardoso y Lula lograron darle a los brasileños confianza en sí mismos y en el futuro. Estos son logros extraordinarios que contrastan dramáticamente con el pesimismo que domina el espacio mexicano. Dieciséis años de continuidad le dieron a Brasil una plataforma de desarrollo con la que nosotros no hemos contado.

En adición a la continuidad, Brasil ha gozado de otras dos circunstancias que lo diferencian de nosotros. La primera fue el cuidado que tuvieron sus gobernantes por instrumentar las reformas. Por ejemplo, aprendiendo de la experiencia mexicana, privatizaron sus telecomunicaciones de manera tal que hubiera mucha más flexibilidad y competencia en el mercado, además de que hicieron imposible, de entrada, que un solo jugador pudiera dominar el mercado. Pronto, las telecomunicaciones se convirtieron en el sector más dinámico de su economía. La otra circunstancia se llama China. Brasil estaba excepcionalmente posicionado para aprovechar el boom chino: como productor de alimentos, materias primas y productos mineros, Brasil se ha convertido en uno de los principales proveedores de insumos para el extraordinario crecimiento de aquella economía. La suma de un buen proyecto interno con una fuente literalmente infinita, al menos hasta ahora, de financiamiento externo, hicieron posible este pequeño milagro brasileño.

El despegue brasileño no habría sido posible sin los brasileños mismos. Los gobernantes han asumido su responsabilidad, los empresarios invierten y apuestan por el desarrollo futuro y todo eso crea un entorno en el cual la población comparte el entusiasmo, arrojando una actitud de cambio que simplemente está ausente en México. Parte de todo esto sin duda viene impreso en el ADN brasileño, pero parte también es producto de los círculos virtuosos que han comenzado a lograr.

El contraste con México es muy grande. Aquí nos hemos acostumbrado a la mediocridad, al no se puede y a la dependencia que heredamos del viejo sistema. Como dice Hugo García Michel, “el PRI salió de Los Pinos, pero no del alma de México.” La verdadera diferencia con Brasil reside ahí: los ciudadanos de ese país se sienten libres y su gobierno les ha creado condiciones propicias para desarrollarse. La combinación ha sido explosiva, liberando fuerzas y recursos de una manera extraordinaria. En la medida en que nosotros sigamos aceptando la mediocridad seguiremos siendo peones, instrumentos en el proceso de preservación del viejo sistema que se beneficia del statu quo y que, en consecuencia, hace imposible el desarrollo de largo plazo.

* http://www.mexicoevalua.org/descargables/9dd557_20100709_FINAL_Mexico-versus-Brasil_.pdf

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Información, ciudadanía y la política pública

Luis Rubio

En México nunca llegó a concretarse la figura del ciudadano, al menos no en lo que va del siglo XX. No hay la menor duda que en los albores del siglo XXI  la posibilidad de que eso ocurra será mayor que nunca. Esto no se debe a que los priístas cambien su manera de ser o de que algún partido político distinto al PRI logre llegar al poder a nivel federal. La razón de que todo llegue a cambiar radica en la disponibilidad de información que todos los mexicanos estamos teniendo y vamos a tener en los próximos años. Esa información puede llevarnos a destruir al país, como en cierta forma está ocurriendo en lo que fue la Unión Soviética, o puede llevarnos a construir un país pujante, democrático y sumamente rico. Lo que logremos hacer va a depender, fundamentalmente, de la capacidad que tengamos de hacer un uso inteligente de la información.

Construir un país de y para los ciudadanos parece una empresa mucho más fácil de lo que en realidad es. Los mexicanos hemos sido objeto de todo tipo de teorías, sistemas y estudios. Pero nunca hemos sido ciudadanos. Es decir, personas con plenos derechos políticos, con un sistema legal que nos permita defendernos del abuso de la autoridad o que favorezca la resolución de conflictos entre personas o entre éstas y el gobierno. La estabilidad política de que el país gozó por décadas fue a costa de esos derechos ciudadanos. Lo que cada quien tendrá que revisar para su conciencia es si eso fue lo que los americanos llaman un trade off aceptable. Es decir, ¿valió la pena la estabilidad política a cambio de esas carencias?

Cada persona tendrá su respuesta particular. Pero hay dos consideraciones que no están sujetas a disputa. La primera es que el sistema político organizado alrededor del PRI fue una respuesta a la realidad nacional postrevolucionaria. Fue una respuesta a la ausencia de instituciones políticas, a la ubicuidad de conflictos sociales y políticos y al fracaso de sucesivos gobiernos, a partir de 1910, de estabilizar al país y crear un clima propicio al desarrollo económico. Independientemente de los vicios de que vino acompañado el sistema político postrevolucionario, la realidad nacional a la que respondía era muy real. La segunda consideración es que, bueno o malo, efectivo o no, el sistema político postrevolucionario está acercándose a su fin. Nadie sabe cómo va a ser ese proceso o de qué tanta violencia venga acompañado, pero muy pocos dudan del hecho que el sistema político dominado por el PRI es más una característica del pasado que del presente o del futuro.

La duda es en el cómo  y no en si el sistema político va a cambiar, pues de hecho esto ya está sucediendo. Junto con este proceso de cambio político por el que estamos atravesando se está dando otra transformación, mucho más profunda. Se trata de la revolución de la información que está sobrecogiendo a México, tal y como arrolló con otros países, comenzando por la antigua Unión Soviética. La información se ha convertido en la esencia de la actividad productiva y en el conducto a través del cual fluyen las ideas, los productos, la producción, la distribución de bienes y de servicios y, en muchos sentidos, la vida misma. La disponibilidad de información transforma las relaciones laborales, las relaciones productivas y, obviamente, las relaciones políticas. Este es, precisamente, el tema de este ensayo.

 

El contexto del cambio

El cambio que ocurre en México es parte de una revolución generalizada que afecta al mundo entero. Parte de esta revolución tiene su origen en la manera en que ha evolucionado la economía mundial, en las nuevas formas de producir y distribuir bienes y, sobre todo, en los cambios que han experimentado las comunicaciones. Pero quizá el cambio más profundo está ocurriendo en la vida cotidiana de todos los mexicanos que poco a poco han venido experimentando alteraciones en la manera en que se dan las cosas más normales. Paul Kennedy, un historiador que en 1987 escribió un controvertido libro intitulado  “El ascenso y caída de las grandes potencias”, afirmaba algo que parece muy apropiado al momento actual de México: “Se da una dinámica por el cambio, conducida esencialmente por desarrollos económicos y tecnológicos que afectan a las estructuras sociales, a los sistemas políticos, al poder militar y a la posición relativa de países e imperios en lo individual”(1). Para Kennedy, los  cambios que se dan en el mundo en el curso del tiempo no son producto de decisiones individuales, sino de procesos sociales que acaban por transformar todo lo existente.

 

Lo impactante del cambio que actualmente sobrecoge al mundo, y del cual México no puede escapar, es la velocidad con que está teniendo lugar. A lo largo de los últimos años, los mexicanos nos hemos estado batiendo en una guerra inútil sobre la culpabilidad o inocencia de los gobernantes actuales o pasados por la crisis en la que nos encontramos. Más allá de errores específicos o de potenciales  conspiraciones para robar o dominar al país, la realidad es que llevamos más de una década persiguiendo una nueva piedra filosofal sin que existan planos o mapas que nos guíen con certidumbre por el camino. Leonid Batkin, un historiador de otro país que ha andado por las mismas que nosotros en estos años, la antigua Unión Soviética, alguna vez comparó a Gorbachov con un viejo apócrifo del que se decía que bajó el agua de su inodoro en el momento preciso en que tuvo lugar el terremoto de Tashkent a mediados de los ochenta. Saliendo de la ruina que dejó el temblor, este viejo observó el desolador panorama y exclamó: “de haber sabido que esto iba a pasar, jamás habría bajado el agua”(2).

Esta analogía es tan injusta como un mal chiste político, pero muchos mexicanos, como los rusos a los que se refería el cuento de Batkin, seguramente reconocerán una gran verdad en todo esto: lo que ha ocurrido en México es muy distinto a lo que los últimos tres gobiernos pretendían lograr o tenían por objetivo. Ninguno de nuestros gobernantes desde Miguel de la Madrid planearon ir de crisis en crisis o intentaron provocar la debacle por la que han atravesado innumerables empresas y familias mexicanas a lo largo de los últimos años. Si algo, la reforma económica que comenzó a mediados de los ochenta buscaba objetivos sumamente modestos que pretendían fortalecer las estructuras políticas tradicionales, no debilitarlas ni destruirlas, a la vez que revitalizaba la economía, para recuperar la legitimidad del gobierno y del sistema en general.

 

Haciendo un paréntesis, una de las razones más lógicas por la cual nunca se intentó una reforma política de altos vuelos fue precisamente porque el objetivo inicial y esencial de las reformas económicas era el de resolver la problemática económica del país para hacer posible el mantenimiento del status quo, no para cambiarlo. La expectativa gubernamental suponía que, de corregirse la recesión de la economía, de la que se culpaba al excesivo endeudamiento que dejaron como legado Echeverría y López Portillo, el país retornaría a sus viejas formas de hacer las cosas. Se reconocía que el mundo estaba cambiando, razón por la cual era necesario reformar a la economía, pero jamás existió la comprensión de que el cambio económico necesariamente conllevaría alteraciones políticas. Por ello, más allá de las preferencias individuales de cada presidente, la realidad fue que ninguno de ellos se planteó el cambio político como un factor inevitable y necesario en esta etapa del mundo y, especialmente, como complemento inexorable de las reformas que, en lo económico, ellos mismos estaban promoviendo. Quizá irónicamente, la tozudez con que se evitó adentrar al país en ese proceso de cambio político es una de las razones por las cuales la economía acabó empantanándose como lo hizo, con las consecuencias que todos conocemos.

 

Las circunstancias por las cuales ha atravesado el país desde que se inició la reforma económica a mediados de los ochenta y el curso de los eventos desde entonces, han sido muy distintas a lo que estaba planeado. Ningún gobernante en su sano juicio hubiese planeado la crisis política y económica por la que atraviesa el país. Pero sus reacciones han sido muy sugestivas del problema de fondo: en ocasiones los últimos tres gobernantes del país se presentaron como los grandes demócratas transformadores, flexibles y dispuestos a tomar al mundo por los cuernos, en tanto que, en otras, han actuado como dignos hijos del sistema autoritario al que pretendieron reformar. En realidad, el gran problema de la reforma económica de los últimos años es que ha enfrentado a sucesivos gobiernos mexicanos ante fuerzas que no comprenden, que cambian con una velocidad vertiginosa y, quizá más importante, sobre las cuales no han tenido control alguno. Los gobiernos mexicanos se han dedicado a intentar domar una bestia que no conocen, con criterios y técnicas producto de nuestro peculiar sistema político y con los resultados que saltan a la vista.

 

No todo lo que ha pasado en el país en la última década es criticable. De hecho, la mayor parte de lo que se hizo fue no sólo acertado, sino sumamente exitoso. Quizá la mayor dificultad de estos años, la que ha producido la mayoría de los estragos y reveses, ha residido menos en lo que se hizo que en lo que no se hizo. Si se observa el cambio en la estructura de la economía, el éxito de estos gobiernos en promover el desarrollo de una industria altamente exportadora, eficiente y productiva es más que visible. A pesar de los problemas en que se encuentra, la infraestructura carretera más que se duplicó, y las telecomunicaciones nos han colocado en el umbral del siglo XXI con todos los instrumentos para poder dar un enorme salto adelante. Si uno quiere encontrar efectos positivos de las reformas de los últimos años, lo único que tiene que hacer es mirar alrededor. Pero esa misma mirada también va a arrojar otra observación: esa otra parte de la sociedad mexicana que se ha rezagado, que no ha logrado subirse al carro de los cambios económicos y que ha sido mucho más víctima que beneficiaria de los cambios. Mucho de eso seguramente era inevitable en cualquier transformación tan ambiciosa y descarriada como la que hemos experimentado. Pero mucho también habría sido evitable de haber habido un gobierno -un sistema político, de hecho-, más responsivo, más responsable y con obligación efectiva de servir a la ciudadanía.

 

Es el sistema político mexicano, con su falta de representatividad, con la ausencia de contrapesos, con su impunidad , el que ha provocado las crisis recurrentes en el país. Los gobernantes recientes indudablemente han tenido la competencia técnica y política para llevar a cabo sus planes. Con lo que no contaron fue con la obligación de mirar los efectos de sus actos, obligación que les habría llevado a corregir muchos de sus errores o excesos en el curso del tiempo, lo que a su vez habría evitado muchas de las crisis. El problema no ha sido, como muchos afirman en forma contumaz, el exceso de apertura o la falta de equidad en la misma, el TLC o las privatizaciones. El problema residió mucho más en que esas innovaciones se impusieron artificialmente y por encima de una estructura social y política que no se pretendía alterar, con lo que se selló su destino. En el ámbito económico se tomó la ruta fácil: la de las grandes empresas que más rápidamente podían reaccionar y actuar; en el ámbito político la salida se encontró en el mantenimiento de las estructuras vigentes; y en el ámbito social se intentó matizar los peores extremos de pobreza. En ningún caso se contempló -ni se ha contemplado- la necesidad de transformar las estructuras políticas que impiden la apertura de la economía, que cierran el acceso de las personas al desarrollo social y político y que, en conjunto, restringen el desarrollo del país. Sin ese cambio político, la pretensión de vivir en un mundo de legalidad es una más de ese conjunto de fantasías que surgió y creció a partir de que se inauguró la noción de reforma en los ochenta.

 

El mundo que nos arrolla

 

Los políticos y gobernantes pueden preparar a México para el cambio que está por arrollarnos o pueden dejarnos indefensos frente a la tromba que viene. Lo que no pueden hacer es impedir que ésta llegue a México, por las mismas razones que no han podido domar a la economía: porque se trata de fuerzas que están más allá de su control o capacidad de afectación. Lo que sí pueden hacer es continuar dañando a la población y continuar impidiendo que los mexicanos nos preparemos no sólo para acoger, sino sobre todo aprovechar constructivamente los cambios que ya se han comenzado a otear en el horizonte nacional.

El mundo está cada vez más unido por redes electrónicas que llevan datos, noticias, información, palabras, ideas y opiniones a la velocidad del sonido y a lo largo y ancho del planeta. La información que pasa por esas redes puede ser buena o mala, verídica o falsa, pero de todas maneras está ampliamente disponible a una creciente porción de la población del mundo. La información y su disponibilidad están transformando la manera en que funciona el mundo, las relaciones entre gobernantes y gobernados,  entre distintos gobiernos y entre empresas y las entidades gubernamentales diseñadas para regularlas. En el camino ha abierto la puerta para un desarrollo ciudadano quizá no visto desde que se inició la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII.

 

La era de la información podría parecer distante para un país relativamente pobre y con tantas carencias como el nuestro, un país en el que lo poco de la economía que parece ser exitoso es la industria de exportación. La realidad es que la mayoría, si no es que toda, esa economía exitosa constituye una combinación de la industria, en los términos en la que la conocemos, y la información: las plantas producen de acuerdo con planes, procesos y controles establecidos en redes de computadoras y los bienes que de ahí salen se dirigen a mercados cuya distribución, pago y entrega están totalmente integrados y operados por computadoras. En este sentido, la economía de la información es una realidad tan importante en México como lo es en cualquier otra parte del mundo. De hecho, basta observar el uso del correo electrónico en comunidades rurales de Michoacán, Oaxaca o Zacatecas, cuyos habitantes típicamente lo emplean para  comunicarse con sus parientes “en el otro lado”, para reconocer que la era de la información es mucho más real en el país de lo que muchos pretenden.

El mero uso de correo electrónico o de una computadora constituye no más que un avance tecnológico aparentemente inocuo. Tarde o temprano, sin embargo, eso va a cambiar. Las revoluciones ocurren cuando la gente comprende que hay una alternativa a su forma de vida. Esto puede ocurrir en un instante o tomar una vida, pero cuando ocurre todo cambia súbitamente. El control de la información que nuestros gobiernos llevaron a cabo por décadas impidió que la mayoría de los mexicanos tuvieramos esa percepción de alternativas; hoy en día la disponibilidad de información a través de vehículos como internet, televisión por satélite, radio y demás no requiere más que la decisión de emplearla. Empujado hasta sus últimas consecuencias, este proceso está llevando inexorablemente a la integración de los espacios políticos, lo que implica que las noticias de un lugar serán noticias en todos los demás. La capacidad de abusar de sus ciudadanos por parte de un gobierno va a disminuir drásticamente. En ese contexto las opciones de los gobiernos van a ser muy simples: o se abocan a darle instrumentos a la población para que cada individuo sea capaz de ser productivo y libre, o condenan al país a la pobreza. Los mexicanos no son distintos a los ciudadanos del resto del mundo: reconocen en la libertad un valor universal. En la medida en que tengan más libertad gracias a la disponibilidad de información van a comparar su nivel de vida con el resto de los seres del planeta y van a demandar garantías respecto a los caciques y jefes políticos de la localidad, mejores  condiciones para poder trabajar, abrir una empresa y, en general, vivir.  A final de cuentas, van a demandar un cambio en las relaciones de poder.

 

Poder e información

El control de la información ha sido siempre una de las fuentes más importantes de poder. Las comunicaciones y la capacidad de procesamiento de la información son las dos tecnologías que están penetrando a México a la velocidad del sonido y, con ello, transformando la realidad política del país. Mientras que antes la información se podía concentrar y ocultar, la esencia de la revolución implícita en estas tecnologías es precisamente la contraria: las comunicaciones descentralizan el poder en la medida en que se descentraliza el conocimiento y la información. Lo mismo da si se trata del volumen de reservas en el banco central que la localización de recursos minerales o de la manera en que se construye una casa, el hecho es que las nuevas tecnologías hacen asequible toda esa información a quien la quiera. Al no haber secretos, disminuye la capacidad de emplear la información como fuente de poder.

Sobra decir que muy pocos gobiernos y sus políticos disfrutan la noción de que la información sobre sus actos es cada vez más pública. En algunos ámbitos en México la información disponible para los comunes mortales es casi tan amplia como la de cualquier miembro del gobierno. A partir del caos de fines de 1994, por ejemplo, el gobierno publica todas las cifras de reservas internacionales y otros rubros de la balanza de pagos y del Banco de México cada semana a través de internet. A partir de ese momento, lo que haga el gobierno es analizado con detenimiento por millares de observadores en México y alrededor del mundo: ya no importa lo que los políticos digan; ahora lo que cuenta es lo que dice el mercado. Lo mismo tendrá que comenzar a ocurrir en otros ámbitos, mucho menos propicios a la diseminación generalizada de la información, como son los debates dentro del gobierno sobre el curso a seguir en un determinado momento. Eso que antes era materia literalmente de kremlinólogos, ahora es tema cada vez más sujeto a debate público. Si no como se explicaría uno que revistas como Proceso o diarios como Reforma reciban documentos supuestamente privados para que todo mundo se entere de lo que ocurre en el gobierno. Evidentemente, quien  envía un documento a estos medios de información lo hace con objetivos políticos propios, lo cual crea un problema porque sólo se conoce una parte de la información. Este hecho, sin embargo, es precisamente lo que está liberando la disponibilidad de información: en una era en la que la mercancía más costosa y más difícil de alcanzar es la credibilidad gubernamental, la opinión pública va a ser crecientemente el terreno de disputa. Si un bando en un debate publica su versión de los hechos o su postura, tarde o temprano el otro también lo hará. Cuando esto ocurra, el balance de poder habrá comenzado a cambiar en favor de la ciudadanía.

Hace doscientos años la máquina de vapor permitió revolucionar la producción en el mundo. Hoy en día todo mundo puede producir bienes industriales. La tecnología para hacerlo se encuentra ampliamente disponible. Así como la máquina de vapor fue revolucionaria en su momento, lo revolucionario hoy en día es el conocimiento que permite emplear tecnologías comúnmente disponibles para lograr un mayor valor agregado y, por lo tanto, una mayor riqueza.  En la medida en que el principal recurso para el desarrollo no es material -el conocimiento-, se tornan obsoletas todas las doctrinas económicas, las estructuras sociales y los sistemas políticos que se desarrollaron y evolucionaron en un mundo diseñado para producir cosas en lugares fijos, con grandes contingentes de fuerza de trabajo y bajo condiciones fácilmente controlables. Es decir, la era de la información requiere flexibilidad, creatividad y libertad, condiciones que no son fácilmente compatibles con estructuras rígidas como las que típicamente asociamos con caciques, sindicatos, controles políticos e imposición burocrática.

El ejemplo más palpable del choque entre estos dos conceptos y realidades del mundo indudablemente se encontraba en la antigua Unión Soviética. Una anécdota relatada por Gorbachov es sumamente reveladora: cuenta que, siendo el segundo del Secretario General Andropov y, por lo tanto, miembro del politburó y con acceso a los secretos del sistema, fue a solicitarle a su jefe información sobre el gasto militar. Andropov no sólo se opuso a tal solicitud, sino que se indignó e insultó a Gorbachov diciéndole que era demasiado joven para meter su nariz en esos temas (3). El control sobre la información, incluso para los funcionarios más importantes del régimen, era tan brutal, que acabó condenando a muerte a toda la nación. Una superpotencia como la URSS acabó dependiendo de industrias tradicionales como gas, oro, petróleo y la industria militar, todas las cuales estaban perdiendo valor e importancia mundial en comparación con el recurso crecientemente más valioso -el conocimiento- en el cual, por todos los prejuicios políticos más retrógrados, la URSS no había invertido tiempo, esfuerzo o dinero.

La razón por la cual el gobierno de la URSS no había invertido en el desarrollo de tecnologías basadas en el conocimiento es muy obvia: el libre flujo de información implica la liberación no sólo de datos y estadísticas, sino de personas y dinero, libros y periódicos y, a final de cuentas, la proliferación de accesos a ideas nuevas. Nada más subversivo que eso. El régimen postrevolucionario en México acabó reconociendo que era imposible controlar la información como hubiera sido la preferencia de muchos de los políticos, más cercanos al concepto soviético de la democracia que al europeo. Su apuesta, que fue sumamente acertada y exitosa por décadas, consistió en permitir el acceso a la información a quien la pudiese obtener por sí mismo. De esta manera no impidió el que la gente viajara o que leyera revistas extranjeras, a sabiendas de que sólo un segmento muy pequeño de la población tenía acceso a ese tipo de oportunidades. Algunos analistas culpan a ese segmento de la población de las crisis cambiarias del 76 y del 82, lo que llevó a que un ex presidente lanzara una (infructuosa) campaña contra los “malos mexicanos”.(4) La realidad es que esa parte de la población era la única que contaba con algún tipo de información y de percepción de alternativas, lo que le llevó en esas ocasiones a actuar como lo hizo. Visto de otra manera, se trató de las primeras ocasiones en que la ciudadanía le impuso límites al actuar gubernamental. Con el advenimiento de la era de la información todo esto ha cambiado. La información ya es asequible a quien la quiera tener, en los pueblos más remotos. Más temprano que tarde, la población con posibilidad de imponerle límites a los gobernantes se va a multiplicar como arena en el mar.

 

La economía global en la era de la información

La maravilla de esta era es que nadie la puede controlar. El mundo se está encaminando rápidamente hacia una etapa en la que cada vez habrá una mayor integración económica, lo que exigirá todavía más cesiones de control político y, de hecho, de soberanía. Habrá cada vez más mexicanos incorporados, directa o indirectamente, en la economía mundial, produciendo bienes y servicios en competencia con sus contrapartes en Taiwán, Tailandia o Brasil. Esos mexicanos serán cada vez más capaces de discernir entre opciones e impondrán una nueva lógica a la función gubernamental. Los gobiernos -el mexicano igual que todos los demás- tendrá que abocarse cada vez más a atraer e invitar a inversionistas, ahorradores y personas y empresas con tecnología -mexicanos y extranjeros-, en lugar de pretender que los puede conducir sin más.

Lo anterior es mucho más trascendente de lo que parece. Puede parecer muy obvio como un ingeniero en computación podrá convertirse en un formidable productor de software en competencia con los mejores del mundo. Pero lo mismo es cierto para el campesino más aislado del país. La disponibilidad de acceso a una red telefónica, por ejemplo, le puede permitir a un campesino conocer los precios que se pagan por los productos que él cultiva, lo que lo pone en igualdad de condiciones respecto al mayorista, de tener ambos acceso a la misma información. La capacidad de abuso por parte del cacique, o de su forma institucionalizada como es la de Conasupo, disminuye drásticamente. En Sri Lanka ocurrió precisamente esto: cuando se instalaron líneas de teléfono en las zonas rurales, los campesinos lograron incrementar su ingreso en más del cincuenta por ciento gracias a la disponibilidad de información que ese medio facilitó (5). La liberación implícita en la era de la información es para todos.

Quienes participen plenamente en la economía de la información van a ser sus grandes beneficiarios. Típicamente, esa red internacional que crece cada día comparte no sólo objetivos económicos o profesionales sino, con el tiempo, sus integrantes van adquiriendo y compartiendo gustos, opiniones y otros factores con obvias implicaciones políticas para cada uno de los países involucrados. La gran interrogante que se debate en muchas de estas naciones es si esto es bueno o malo. Aunque evidentemente se puede argumentar en favor o en contra de cualquiera de estas perspectivas, en realidad se trata de un debate inútil y de un dilema falaz, como se puede observar en México en la actualidad. Claramente, los que participan en la economía de la información, buscando lograr un mayor valor agregado en la producción, tienden a tener mejores ingresos y todo lo que ésto implica, mientras que quienes no están en ese circuito pierden posición relativa. Pero la disyuntiva no puede ser entre proseguir con la economía moderna o concentrarse en la economía vieja en la cual se concentra una enorme porción de la población. Esa salida al dilema es falsa porque la economía vieja, por llamarle de alguna manera, no tiene futuro. Esa economía de bajo valor agregado y de productos que nadie quiere o necesita va a continuar perdiendo valor relativo y, por lo tanto, capacidad de emplear y remunerar a quienes ahí trabajan. Quienes abogan por esa salida no tienen más que objetivos políticos, ajenos a las necesidades de la población y a las realidades del mundo. Negar la economía moderna es equivalente a cerrar los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor; pretender que se puede optar por un mundo fuera de ella no es más que una ilusión. La única salida realista consiste en hacer lo posible y lo necesario por transformar las estructuras económicas y políticas actuales para hacer posible el florecimiento de una industria pequeña y mediana que sea competitiva en el mundo internacional.

Hacer avanzar a la economía que se rezaga es materia de decisiones fundamentales de política pública, pues entraña alteraciones esenciales al status quo político y económico imperante. En el corto plazo, la porción de la población que no está integrada a la economía de la información tiene que recibir apoyos directos en la forma de programas de capacitación, así como en el rediseño de empleos tradicionales -desde los trabajos de limpieza hasta los de la industria altamente manual- a fin de elevar radicalmente la productividad de cada trabajo y, con ello, el ingreso potencial de los individuos. Las soluciones de corto plazo involucran acciones tendientes a resolver problemas inmediatos de la población, así como a lidiar con los ajustes necesarios e inevitables de quienes no están capacitados para la nueva economía. Pero las soluciones de largo plazo requieren acciones mucho más trascendentes, tanto para los niños de hoy que requieren una educación drásticamente distinta a la de sus padres, como para los adultos de hoy y de mañana, que requieren de la posibilidad de acceder al mundo productivo.

El modelo implícito que se adoptó cuando se inició la reforma de la economía a mediados de los ochenta consistió en apoyar a las grandes empresas del país para que éstas se convirtieran en líderes de un proceso de transformación económica e industrial a lo largo del tiempo. Esta prioridad quizá era razonable en el México de los ochenta, cuando lo imperativo era dar un viraje rápido, generar exportaciones con gran velocidad e incentivar nuevas inversiones industriales. En retrospectiva, los éxitos de sectores como el automotriz, que ha generado una industria de autopartes ultra competitiva a nivel mundial, sugiere que no era una mala estrategia, dadas las restricciones del momento. Sin embargo, la estrategia se llevó a extremos absurdos, al grado de concentrar brutalmente la propiedad -y la riqueza- de las empresas privatizadas y, mucho más importante, al diseñar modelos implícitos de estructura industrial que no sólo no apoyaron, sino que incluso restringieron de manera extraordinaria el acceso y desarrollo de empresas pequeñas y medianas al mercado nacional y mundial. De esta manera, el modelo industrial que implícitamente el gobierno adoptó -y que todavía preserva- excluía a cuatro quintas partes de las empresas del país, a la vez que cancelaba la posibilidad de que una multiplicidad de nuevas empresas cimentara el camino hacia el futuro. El problema nunca fue la apertura de la economía o el TLC, sino la necedad de crear una plutocracia en lugar de una inmensa riqueza dispersa entre millares o millones de empresarios.

 

El dilema de la información y la ciudadanía

La libertad implícita en esta nueva era entraña problemas nuevos. Un ruso decía que es posible que la población de todo un país sepa que le están mintiendo y, sin embargo, ignorar la verdad. Tanto el sistema soviético como el priísta fueron construidos en torno a un conjunto de mitos y creencias que empañaron la realidad e hicieron cada vez más difícil separar mitos de realidades, análisis de intereses. En este contexto, la manipulación política es siempre posible. El problema es cómo romper con el círculo vicioso ahí implícito. La mayor disponibilidad de información no necesariamente permite el mayor y mejor uso de esa información. Nadie puede decirle a otra persona cómo puede o debe utilizar esa información, pero las herramientas necesarias para emplearla son la clave del desarrollo futuro y ese es un tema central de la política pública.

El control y el acceso a la información han sido motivo de innumerables discusiones, libros y novelas. Quizá la más conocida de éstas, 1984, de George Orwell, argumentaba que la tecnología electrónica inevitablemente magnificaría el poder del gobierno sobre el ciudadano. La experiencia de la URSS, sobre la cual está basada la novela de Orwell, parece demostrar que el autor estaba equivocado. A final de cuentas, el acceso a la información rompió las amarras que mantenían el yugo sobre decenas de nacionalidades, religiones y países en lo que alguna vez fue la URSS. Esta experiencia revela que la información puede convertirse en el factor liberador que facilita el desarrollo de la ciudadanía e impone límites al gobierno. Pero hay otro lado de la misma experiencia que no es posible ignorar, sobre todo para nosotros. La súbita disponibilidad de información minó el poder totalitario del gobierno soviético en buena medida porque hizo posible que crecientes grupos de la población se percataran de la realidad del régimen, de la violencia y de la falsedad. Todo eso destruyó la legitimidad del gobierno e hizo posible su subsecuente caída. La información acabó siendo una poderosísima arma destructiva que fue incapaz de construir algo que supliera al viejo orden. Peor aún, le dio acceso y vida a toda clase de chauvinismos, extremismos, radicalismos y grupos violentos. En este sentido, las comunicaciones que han hecho posible la llegada y la ubicuidad de la información son nada más que medios a través de los cuales ésta fluye; la información misma es producto de quienes se comunican a través de ese vehículo.

Muchas de las críticas que con frecuencia enarbolan algunos empresarios y virtualmente todos los funcionarios contra revistas como Proceso y diarios como Reforma en el sentido de que estos tergiversan la información o que son extraordinariamente irresponsables en lo que publican, caen precisamente en este campo. Por una parte, la disponibilidad de información claramente altera el status quo, toda vez que se hacen públicos actos de corrupción o abusos diversos, lo que afecta a intereses particulares. Por otra parte, el sensacionalismo que comúnmente  acompaña a ese tipo de revelaciones con gran frecuencia incluye afirmaciones falsas, sesgos y prejuicios que indudablemente dañan injustificadamente a personas o empresas. Este otro lado de la información tiene fuertes implicaciones para los dos temas que seguramente estarán en el centro del desarrollo o involución política que experimente el país en el futuro mediato: las acciones del gobierno y las responsabilidades de la ciudadanía.

 

La política pública: ¿podrá el gobierno cambiar?

El gran sueño de la planeación central, que nunca logró mucho más que hacer olas retóricas en nuestra realidad, además de costosísimas incursiones paraestatales en terrenos que no competen a un gobierno cuerdo, sigue vivo en los criterios de nuestros gobernantes. La racionalidad del contador que prefería que no se construyera un nuevo puente porque el transbordador todavía tenía espacio, sigue permeando las decisiones gubernamentales. Nuestros gobernantes siguen pretendiendo que la economía de los setenta es igual a la de los noventa y que los principios que entonces pudieron haber sido válidos lo siguen siendo ahora. Seguramente habrá un conjunto de premisas que son básicamente inmutables en cuanto a la estructura de una economía; sin embargo, el advenimiento de la economía de la información ha venido a trastocar todos los criterios y premisas que los economistas mantuvieron por casi dos siglos desde la Revolución Industrial. La realidad de hoy exige otro tipo de enfoques y nuevas prioridades.

La realidad actual requiere de un gobierno decidido a crear las condiciones para que ocurran dos cosas y sólo dos cosas: por una parte procurar que los individuos, sobre todo los niños, los pobres y los marginados, adquieran las capacidades básicas que les permitan enfrentar al mundo moderno. Esto es, enfocar todos los programas de educación, capacitación, subsidios, gasto social y de salud hacia el desarrollo de niños sanos y la incorporación de los pobres y marginados en el mainstream de la sociedad. Por otra parte, la función del gobierno tiene que ser la de crear las condiciones para que pueda prosperar la actividad económica. Esto requiere de dos acciones: una, la de alcanzar la estabilidad macroeconómica. La otra, la de desarrollar la infraestructura que haga posible el desarrollo de la actividad empresarial sin interferencias gubernamentales o burocráticas.  Esto se logra mediante el desarrollo directo o indirecto de la infraestructura física, así como de  un sistema jurídico y judicial independiente y no sujeto a la permanente intromisión y reforma por parte del poder ejecutivo.  También se logra mediante la definición y protección de los derechos de propiedad y el desarrollo de un sistema financiero efectivo, donde lo que importe no sea la nacionalidad del propietario, sino la capacidad de apoyar el desarrollo de las empresas. Todo el resto es contraproducente.

El dilema para el gobierno mexicano es extraordinario. De no liberalizar la estructura de decisiones públicas, fortalecer la descentralización política y favorecer una rápida dispersión de la información, el desarrollo económico fracasará; por otro lado, de liberalizar, el gobierno corre el riesgo de enfrentarse a desafíos políticos como los que caracterizan al gobierno chino, para los cuales no hay salidas fáciles. La pretensión de que el dilema no existe y de que es posible seguir alimentando la ilusión o la expectativa de que estamos avanzando porque un conjunto de indicadores macroeconómicos claramente muestran mejorías significativas, evidencia ceguera más que visión. Ceguera como la que seguramente caracterizó al régimen de Albania al pretender que porque nada se movía todo estaba bien.

En el fondo el problema y el dilema mexicanos son un tanto distintos. Por años, el gobierno ha pretendido que sabe mejor que el resto de los mexicanos qué es lo que  a ellos conviene. La forma de gobernar, las campañas publicitarias de la Secretaría de Hacienda y el desprecio por cualquier propuesta alternativa de política, por sensata que ésta sea, reflejan la perspectiva de un gobierno que, a pesar de sus diferencias, va hacia el cuarto lustro de imponer una serie de políticas inteligentes y benevolentes pero que carecen de la esencia de todo buen gobierno: legitimidad. Lo que el gobierno requiere no necesariamente es cambiar sus políticas, sino incorporar a la población en ellas. Es decir, cambiar sus prioridades. En lugar de predicar sobre la legalidad, para desaparecerla cada vez que no conviene a sus intereses, el gobierno tiene que someterse a ella. En lugar de ignorar a la población, incorporarla. En lugar de estar por encima de los mexicanos, ser parte de ellos. La democracia es una forma más compleja de gobierno; pero mucho más permanente que la autocracia que choca cada seis años.

 

¿Podrán los ciudadanos con el paquete?

 

La información libera y beneficia antes que nada o a nadie a los ciudadanos. Es para los ciudadanos que la información puede ser una palanca excepcional de desarrollo. La información altera la capacidad de la gente de organizarse, de actuar y de conocer a sus competidores, adversarios y amigos. En el terreno de lo político, la información genera toda una impresionante red de relaciones potenciales con Organizaciones No Gubernamentales, con partidos políticos, con organismos nacionales y extranjeros y con medios de presión internacionales. Todo esto apalanca el poder potencial de cualquier grupo de interés y permite multiplicar y fortalecer el poder institucional de cualquier grupo o entidad. Basta ver a Sebastián Guillén y al EZLN en Internet para observar lo que esto puede implicar. Además, el contagio y fertilización mutua entre grupos políticos, ecologistas, de derechos humanos, etcétera, acelera la diferenciación que existe en la sociedad y, con ello, profundiza los mecanismos necesarios para la estabilidad política.  No importa el grupo o interés de cada persona, el hecho es que la disponibilidad de información y los vínculos con otros grupos e intereses a lo largo del país o del mundo abre puertas y vehículos de participación antes impensables.  Pero este desarrollo no necesariamente tiene que conducir a la estabilidad o a la evolución política.

En la medida en que el ciudadano se adueña del balón, como reza el dicho popular, los problemas cambian de naturaleza.  Una cosa es que una persona adquiera los conocimientos o las habilidades para entrar al mercado de trabajo, por ejemplo, y otra muy distinta es que esa persona se constituya en un ciudadano responsable, capaz y deseoso de luchar por sus derechos estrictamente dentro de los marcos institucionales que el concepto de ciudadanía entraña por definición. Puesto en otros términos, siguiendo el ejemplo del campesino de Sri Lanka que logró casi duplicar los precios de sus cosechas cuando tuvo acceso a un teléfono, la disponibilidad de la información puede llevar exactamente a lo contrario: un niño abusado igual puede encontrar en el internet la manera de construir una bomba atómica. La diferencia en la manera en que se emplee la información reside en la responsabilidad de cada persona.

Para todas las personas que tienen hijos es evidente que nadie puede hacer responsable a otra persona. Nadie puede obligar a un niño a ser responsable.  La educación de un niño, como la de un ciudadano, consiste -o debe consistir- precisamente en la creación de condiciones en las cuales ese ciudadano futuro comprenda sus derechos y obligaciones al hacerlos efectivos. El gobierno no puede obligar a nadie a ser responsable pero sí, en cambio, puede proveer toda clase de incentivos para que la población sea extraordinariamente irresponsable.  También puede crear los incentivos para que se haga responsable. Cuando resulta más fácil conseguir una cita con un determinado secretario de gobierno mediante la organización de una manifestación en las calles que llamando a la secretaria del mismo, la población acude a las manifestaciones. En ese caso el gobierno esta ofreciendo incentivos a la irresponsabilidad ciudadana que hacen que las personas actúen muy racionalmente como políticos, pero no como ciudadanos.

El dilema de la ciudadanía es muy simple: para que exista, tiene que ser responsable. Y para que sea responsable se le tiene que dejar hacer uso pleno de sus derechos ciudadanos. Uno de estos derechos es el que el gobierno no cambie arbitrariamente y a conveniencia las leyes y que no imponga sus decisiones por encima de la sociedad. Conceptualmente este planteamiento es muy simple. La gran interrogante del México de hoy es cómo llevarlo a la práctica. El dilema en la vida real se va a presentar en forma creciente en el curso del próximo lustro por razones demográficas. Un indicador de esto es muy claro: hace dos décadas el voto confiable o “duro” del PRI era indudablemente mayoritario a nivel federal; hoy en día ese voto es menor al 40%. En el curso de la próxima década ese porcentaje va a disminuir a no más de la mitad. Entre este momento y aquel, el país tendrá que saber funcionar sin el PRI y tendrá que haber creado un sistema legal confiable y respetado que haga posible una transmisión pacífica del poder entre dos partidos distintos. Eso sólo será posible en la medida en que los priístas hayan creado una estructura legal capaz de ofrecer garantías a los propios miembros del PRI de que no serán perseguidos arbitrariamente, a la vez que los miembros de otros partidos la consideran institucionalizada de tal forma que ellos no tengan la capacidad política, ni mucho menos la legal, para alterarla. Cuando eso ocurra, México será un país de leyes. Nadie en México hoy puede creer que eso es una realidad presente. Por ello, o nos preparamos para el embate de la información y la competencia, y eso implica crear un país de leyes, o nos lleva el tren.

 

1)    Kennedy, Paul, The Rise and Fall of the Great Powers, Vintage, Nueva York, 1989 pp.438

2)    citado por Shane, Scott, Dismantling Utopia, Elephant Paperback, Chicago, 1994, p.5

3)    ibid, p.45

4)    lo que no ha impedido que, en la nueva legislación fiscal, se retorne, implícitamente, a esos conceptos.

5)    Wriston, Walter, the Twilight of Sovereignty, Scribners, Nueva York,1992. p.41.


* politólogo, director de CIDAC