Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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¿Más reformas?

Luis Rubio

“Sería de ciegos ocultar lo obvio,” dice John Womack: “que el México contemporáneo exige una reorganización política profunda y responsable; reorganización que comporta una limpia de todos los extremos del nudo, y no de uno solo”. Si el país quiere salir del agujero en el que estamos, los mexicanos tendremos que dejar de mirar solo el ombligo y comenzar a romper con los entuertos que nos impiden progresar. La primera pregunta es cambiar qué y la segunda sería cómo.

La retórica y el discurso sobre una “reforma del Estado», así como sobre un sinnúmero de reformas dirigidas específicamente a la actividad económica, son ubicuas, pero el contenido es siempre difuso y los objetivos concretos de dudosa relevancia. Unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno y a la economía. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un Estado fuerte capaz de gobernar.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué no se ha orientado el debate público en esa dirección? ¿Por qué se ha concentrado en temas cambiantes que, bien a bien, nunca acaban de resolverse, quizá evidenciando lo efímero y, por lo tanto, lo irrelevante de los mismos? En la última década se han discutido en este contexto temas tan diversos y dispersos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, la ratificación del gabinete y la reelección de legisladores. El contraste con otras latitudes no podría ser mayor: si uno observa los grandes momentos de transformación institucional que experimentaron naciones como Chile, España, China o Corea en las últimas décadas, lo que resalta es la disposición a pensar en grande y, a la vez, a sumar a toda la población. El apoyo de la población es crucial porque sin ello cualquier reforma acaba siendo formal, poco susceptible de modificar la realidad; su participación también implicaría un mayor grado de permanencia. Por eso es tan significativo que en cada uno de esos países el proceso de cambio incluyó un ambicioso proyecto de transformación nacional encaminado tanto a sentar las bases del desarrollo de largo plazo como a reconciliar a sus poblaciones consigo mismas y con el pasado. En México no ha habido ni la visión ni la capacidad de concepción. No deberíamos sorprendernos del resultado.

El gobierno mexicano ha sido ineficaz por muchos años, pero esa ineficacia se ha exacerbado a partir del 2000. Antes, hasta mediados de los sesenta, el gobierno era muy eficaz para sus propios objetivos, pero extraordinariamente ineficaz para atender al ciudadano en cualquiera de sus actividades. Lo que le importaba al gobierno era que el país funcionara razonablemente bien para que los integrantes de la clase política pudiesen disfrutar de los beneficios. Desde esta perspectiva, la eficacia del sistema era muy elevada: existía estabilidad, la economía más o menos prosperaba y la mayoría de la población aceptaba las circunstancias con mayor o menor júbilo. Ese mundo de hadas se vino abajo en los setenta en parte porque el gobierno de entonces decidió cambiar súbitamente las reglas del juego, generando extraordinarios niveles de inflación, lo que comenzó a carcomer todo: el crecimiento de la economía y la estabilidad social, la educación y la estructura familiar. El punto no es elogiar una época que, a pesar de sus logros, se encontraba saturada de problemas y conflictos, sino marcar el comienzo de la era de descomposición y, luego, de intentos de reforma que siguieron.

El clamor de hoy no es por reformas específicas y relativamente menores -de cualquier índole- sino por una reforma integral del poder. Por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes o reformas, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.

La realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. Si antes, hasta los noventa, las cosas funcionaban mal, ahora funcionan peor y, además, son disfuncionales. Esto no es “culpa” de alguien en particular, sino del agotamiento de una estructura institucional diseñada para otra época que no empata con las circunstancias actuales y que no responde a las realidades del poder de hoy. Lo imperativo hoy es rediseñar las instituciones para que sean funcionales y que operen en torno al ciudadano. Los vectores del cambio, de la reforma del Estado, no pueden ser otros que la eficacia y la rendición de cuentas. Pero eso no se puede imponer por decreto: para funcionar, requieren de una renegociación fundamental del poder, es decir, el equivalente a la constitución de un pacto político fundacional: un Estado fuerte.

No hay que perder de vista que un objetivo subsidiario al de la construcción de un Estado fuerte es el de conferirle certidumbre y claridad de rumbo a la población y eso sólo se puede lograr en la medida en que haya un acuerdo político amplio, acompañado por mecanismos de pesos y contrapesos que lo hagan efectivo. Nada más, pero nada menos.

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Un mundo al revés

Luis Rubio

El mundo sufre convulsiones que rompen paradigmas y certezas sólo equivalentes a las que ocurrieron en momentos transformacionales como los que produjeron lasguerras mundiales: se han trastocado todos los referentes tradicionales. Es casi como si el mundo fuera al revés, como si el famoso poema de Goytisolo fuera verdad y no una mera sátira: «Erase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo y una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez cuando yo soñaba un mundo al revés».

Los países ricos están en crisis y los pobres crecen como la espuma; el yuan se fortalece y el dólar se debilita; los chinos viajan a Europa y los jóvenes españoles protestan indignados en las calles; los ingenieros de Bangalore mantienen funcionando al sistema financiero francés en tanto que la deuda de Japónduplica su PIB;China lleva tres décadas experimentando crecimientos superiores al 9%mientras que Japón prácticamente no crece; los árabes se rebelan y los rusos votan.

Algo muy grande debe estar pasando, pero probablemente menos de lo aparente: el gran cambio es la velocidad de las comunicaciones que produce la globalización y que genera expectativas desmedidas en todos los rincones del mundo. Sin embargo, como argumentaron numerosos observadores en los meses pasados, la única diferencia con las revoluciones de 1848 fue la velocidad del contagio, no el hecho mismo.

Como dice el dicho, «no es tanto lo duro sino lo tupido». Cada uno de estos procesos y sucesos tiene una explicación lógica pero el conjunto no deja de ser impactante. Si uno lee los diarios del mundo, la especulación respecto a las consecuencias de estas convulsiones es más que galopante: que si China será la nueva superpotencia o si el gobierno de Washington se va a colapsar; que si la democracia sobrecogerá al Medio Oriente o si India dominará al mundo del futuro; que si Brasil será el nuevo rico de América Latina, dejándonos no más que las migajas; que si Europa se convertirá en territorio mayoritariamente musulmán. Todo se vale y no faltan razones para imaginar un mundo distinto. Pero la imaginación no es substituto de análisis.

Los problemas de Europa y de EUA son muy distintos pero convergen en un punto fundamental que es el que más aqueja a Japón: sus sociedades están envejeciendo y los programas de pensiones y salud que se concibieron bajo el paradigma de muchos jóvenes sosteniendo a relativamente pocos ancianos está haciendo crisis. En la medida en que crece (y vive más) la población de edad avanzada y disminuye la proporción de la población económicamente activa, el resultado no puede ser otro que el del colapso del estado de bienestar que para muchos es el epítome de la civilización y la característica quizá más atractiva de muchas de las naciones europeas.

En Europa prácticamente no hay cuestionamiento sobre el «modelo» que desean preservar, pero eso no disminuye el desafío financiero que sus sociedades enfrentan. Aunque los estadounidenses envejecen de manera mucho más lenta, su desafío es similar en concepto pero la dinámica políticaes muy distinta: ahí los «azules» desean ser más como los europeos en tanto que los «rojos» prefieren un modelo más de pioneros y aventureros que dependen más de sí mismos que del arropamiento gubernamental. Esto último garantiza más chispas y centellas pero probablemente también, al final del día, soluciones pragmáticas que son típicas de ellos. En contraste, los japoneses llevan más de una década estancados en buena medida por la parálisis de su sistema político que les ha impedido reconocer la naturaleza de sus problemas financieros y, no menos importante, por una población que, contenta o no, vive tan bien que prefiere no llevar a cabo cambios al statu quo.

La rebelión en la calle árabe responde a una combinación de factores que me recuerda mucho a Porfirio Díaz y al 68. Egipto es paradigmático del primer símil: una sucesión irresuelta, un dictador avejentado, incapaz de entender la forma en que evoluciona su sociedad y de cómo las nuevas formas de comunicación minan las fuentes de control político. Arabia Saudita quizá ilustre el segundo símil: el éxito en crear una clase media pujante entraña la semilla de la demanda por participación política y acceso a las decisiones que habrán de definir su devenir. No es casualidad que sean los jóvenes quienes se manifiestan.

El desenlace de todo esto está por verse: las debilidades de los países «emergentes» (como China, India y Brasil) son muy grandes y las fortalezas de los desarrollados mucho mas. Pero las implicaciones para nosotros son evidentes: ni estamos creciendo como los países emergentes ni gozamos de una estructura política capaz de avanzar reformas susceptibles de lograrlo. En cierta forma,nos comportamos como los japoneses (paralizados y no queriendo cambiar) pero sin gozar de su nivel de vida. Gracias a las crisis de las décadas pasadas y a algunas reformas recientes, nuestra situación fiscal yla estructura del financiamiento de las pensiones son infinitamente más saludables que en los países desarrollados. Además, aunque a muchos les cueste aceptarlo, el sistema político, que nunca fue tan represivo como en otras latitudes, lleva décadas abriendo espacios de oxigenacióny, en contraste con el Medio Oriente, la población está muy consciente de los dilemas que enfrentamos. A los mexicanos quizá no nos satisfaga el statu quo pero ciertamente no hay una base social amplia, dispuesta a optar por soluciones violentas o revolucionarias.

Lo que es intolerable en México, y que sin duda nos asemeja a muchas otras naciones con las que implícitamente nos comparamos, es la inacción. La situación de inseguridad entraña costos y sin duda disuade a muchos potenciales empresarios e inversionistas pero no es una explicación suficiente del pesimismo y la parálisis que ha sobrecogido a los políticos y a la población en general.

Cada quien tiene su hipótesis de por qué nos encontramos en esta tesitura pero lo que es claro es que el país está a la espera de que alguien nos resuelva los problemas. La demanda de liderazgo es evidente pero también peligrosa porque, por más que yo estoy convencido que se requiere un liderazgo efectivo, una sociedad no puede estar permanentemente a la espera. Las circunstancias de México no justifican una rebelión callejera al estilo de Túnez o El Cairo pero como que ya es tiempo de que, más allá de preferencias políticas, partidistas o ideológicas, la clase política actúe antes de que la sociedad en su conjunto se loexija… como a Mubarak.

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Carreta atascada

Luis Rubio

Cuando se atasca la carretadel crecimiento, uno debiera preguntarse si son válidas las premisas que sustentan la forma de promoverlo. Bertrand Russell, el gran filósofo británico, alguna vez afirmó que «lo que tiene que ser promovido en los países industriales es significativamente diferente de lo que siempre se ha predicado». En materia de desarrollo, lo que siempre se ha fomentado en México es la demanda, o sea, más gasto. Es posible que, en algunas circunstancias, el gasto pudiera ser útil; sin embargo, lo que de verdad debería preocuparnos es por qué es tan baja la inversión.

La perspectiva gubernamental es, por naturaleza, desde arriba: se ve el conjunto y es muy difícil entender las partes o actuar con la precisión de un cirujano. Esa es la razón por la cual falla la mayoría de los programas de promoción sectorial o del crecimiento en general. Excepto en circunstancias muy particulares, lo que favorece o inhibe a la inversión es muy distinto a lo que, desde arriba, puede entender -o resolver- un burócrata que, por fuerza, tiene que decidir sobre el conjunto.

El papelito en una galleta de la suerte china lo decía con toda claridad: «los elevadores llenos de gente le huelen distinto al enano».Ese enano, es decir, el ciudadano común y corriente, vive problemas que comienzan en la puerta de su establecimiento pero que no acaban ahí. El o ella tiene que lidiar con la basura en la banqueta y las variaciones en la energía eléctrica, la escasez de agua, los baches en la calle y el interminable tráfico para llegar a cualquier parte, ¿y qué decir de la violencia y la inseguridad? Antes de siquiera comenzar a pensar en establecer un negocio -igual si se trata de una planta de motores automotrices que un changarro de reparación de planchas- el empresario potencial ya ve el mundo cuesta arriba.

Ese empresario o inversionista potencial ni se imagina lo que viene: permisos de usos de suelo, evaluaciones de impacto ambiental, trámites de importación, registros ante Hacienda, el IMSS, el gobierno municipal o delegación en el DF. Si se pone a planear el proceso de manera integral, el aspirante a empresario tendrá que contemplar un equipo de abogados y contadores meses antes de que produzca el primer tornillo. A juzgar por la realidad tangible, la mayoría sucumbe antes de comenzar: por eso tenemos una economía informal tan grande.

Suponiendo que se trata de un empresario grande o de una multinacional, con capital y capacidad para lidiar con todos los trámites y costos inherentes al proceso, sus consideraciones se vuelven todavía más prácticas: cómo se compara México con países como Corea, China, Brasil, Hungría o Taiwán. Si el mercado potencial es el de Norteamérica, el intrépido inversionista comenzará a investigar qué ofrece México para su proyecto. Las ventajas serán evidentes: cercanía y acceso regido por un acuerdo comercial bilateral. Con eso vamos de gane. Sin embargo, tan pronto se ponga a comparar otras cosas, comenzará a tener que recalcular sus costos y los potenciales beneficios.

Desde el otro lado de la mesa, como aspirantes a esa inversión (aunque no siempre así lo parezca), tendríamos que preguntarnos cómo nos comparamos con naciones como las antes citadas y en qué momento esas dos enormes ventajas comienzan a erosionarse por el peso de nuestros problemas y limitaciones. En contraste con China o Corea, nuestra infraestructura es patética: vieja, de mala calidad, calles llenas de baches, un tránsito permanentemente desquiciado y una burocracia cuyos incentivos siempre privilegian el corto plazo (igual beneficios personales que los fondos para la elección del gobernante) en lugar de estar alineados con el crecimiento de la economía.

Lo que México requiere es un cambio de enfoque. Idealmente, esto podría darse a nivel global, cuando un gran líder nacional convence a la colectividad de enfocarse hacia el futuro y con criterios de crecimiento y desarrollo. Aunque atractivo, a juzgar por lo que hemos atestiguado en los últimos lustros, un enfoque de esta naturaleza parece poco realista. La función y responsabilidad del gobierno es la de eliminar barreras, tanto internas como externas, a la inversión privada. Sin embargo, la cantidad de barreras que existen son el equivalente, dice Luis de la Calle, a los topes que los automovilistas enfrentamos todos los días: se trata de la mejor evidencia del subdesarrollo porque los topes son substitutos de lo que no existe, es decir, respeto por la ley, los semáforos y otros medios que, en la teoría, deberían servir para normar y hacer posible el desarrollo.

Una manera de intentar resolver estos entuertos entrañaría una revolución burocrática y regulatoria que, aunque concebible, no se ve posible. Sin embargo, hay otras maneras de pensar sobre estos temas. Quizá el mayor logro de las dos administraciones panistas de los últimos años sea el de haber hecho posible el mercado de hipotecas que hoy le ha permitido a varios millones de familias adquirir una casa. En lugar de pretender resolver todos los problemas que impedían el mercado inmobiliario, Fox reunió a banqueros, constructores, reguladores y burócratas para explicitar los impedimentos y definir opciones. La solución que de ahí surgió no transformó al mundo, pero sí resolvió el corazón del problema. Me parece que ese debería ser el modelo a seguir en el futuro: soluciones pequeñas pero idóneas al problema específico.

El verdadero reto del crecimiento de la economía y del empleo en el país no reside en la ausencia de ideas, proyectos y oportunidades, sino en lo errado del enfoque que norma la función gubernamental. La riqueza la crean los empresarios y son ellos los que generan empleos. Esta primera premisa debería entenderse en toda su dimensión: todo lo que obstaculiza e impide el desarrollo de inversionistas y empresarios reduce el crecimiento y la creación de empleos. Difícil ser más claro.

En la economía clásica, el crecimiento lo hacía posible la “mano invisible” del mercado. El problema es que, como dice Rafael Fernández Macgregor, en nuestro país esa mano está amarrada. La amarran los trámites y los burocratismos, las paraestatales de le energía, los proyectos políticos particulares y la impunidad que, de facto, promueve la corrupción y el estancamiento. Nuestro problema no es de ausencia de oportunidades o empresarios potenciales sino de la excesiva presencia de obstáculos e impedimentos  que acaban derrotando hasta al más persistente. El éxito de países como China con la revolución que inició Deng no es producto de su perfección sino del hecho de que privilegian a quienes crean riqueza. Así de simple.

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Autoesclavos

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Tolstoy cómo había sido posible que treinta mil ingleses sometieran a 200 millones de hindúes. Su respuesta fue lógica pura: «Las cifras hacen evidente que no fueron los ingleses quienes esclavizaron a los hindúes, sino los hindúes quienes se esclavizaron a sí mismos». Algo similar parece ocurrir con el crecimiento económico en nuestro país.

Uno de los pocos asuntos en los que hay casi unanimidad en el país es respecto al crecimiento económico. Todos vemos al crecimiento de la actividad productiva como un medio crucial para crear riqueza, generar empleo, reducir la pobreza y la desigualdad, así como elevar el nivel de vida de la población. El consenso en ese ámbito es prácticamente universal. Sin embargo, las diferencias sobre cómo lograrlo son tan vastas como siempre.

En la discusión sobre el desarrollo económico hay dos grandes vertientes: las prácticas o técnicas y las ideológicas o políticas. Por el lado técnico hay un amplio consenso sobre el tipo de factores o reformas que podrían contribuir al crecimiento de la economía y el debate es sobre el contenido específico de las iniciativas de ley que eso requeriría: la estrategia fiscal, el régimen de inversión, la ley laboral, etc. Algunos estudiosos dentro de este campo, como Gordon Hanson, afirman que México ha llevado a cabo muchas reformas pero que no ha logrado elevar la tasa de crecimiento y que probablemente lo que falte sean pequeños ajustes en varios ámbitos más que grandes reformas. Si algo es claro después de más de treinta años de reformas es que el problema no reside en las reformas mismas.

La discusión ideológica y política es muy distinta. Por un lado se encuentran los que protegen y defienden intereses específicos y, por otro, los que quieren construir o reconstruir un determinado modelo de desarrollo ya sea del pasado o de otras latitudes. Ambos contingentes han desarrollado una narrativa muy amplia y ambiciosa que busca justificar y legitimar a los intereses o valores que yacen detrás. Otra cosa que es evidente luego de casi cincuenta años de crisis y pobre desempeño económico es que el problema no es de nacionalismo ni de ideología.

De vez en cuando, una buena lectura altera la forma en que uno ha venido pensando sobre un determinado tema. Eso me pasó con el libro intitulado «La Dignidad Burguesa»*. El argumento de Deirdre Mccloskey es que el crecimiento es posible no cuando se dan ciertas condiciones económicas y estructurales, sino cuando la creación de riqueza adquiere legitimidad.

La autora revisa la historia de numerosos países -como China, India, Irán y las naciones árabes- que, desde el siglo XVIII, mostraban condiciones no muy distintas a las de Inglaterra y Holanda pero que, sin embargo, fue en estas últimas donde comenzó la innovación que llevó al desarrollo capitalista. El libro se aboca a preguntarse por qué la diferencia y qué es lo que la hizo posible. La conclusión a la que llega es que las condiciones estructurales son necesarias pero que lo que hace la diferencia es la legitimidad. No por casualidad, el subtítulo del libro es «por qué la economía no puede explicar al mundo moderno». El gran cambio de las últimas décadas, dice Mccloskey, es que la creación de riqueza adquirió legitimidad en lugares como China e India y eso destrabó fuerzas y recursos inconmensurables que han transformado no sólo a sus propias naciones sino al mundo en general. En ese sentido es que la autora afirma que la verdadera revolución ha sido en el mundo de las ideas y no en el de las reformas económicas específicas. Lo segundo es útil cuando lo primero está resuelto.

Si aplicáramos el argumento a México parecería evidente que aunque las reformas de las últimas décadas, buenas o malas, eran necesarias, el factor crucial nunca se atendió. En México el concepto de riqueza no goza de legitimidad y quienes son responsables de generarla -los empresarios- son vistos más como una lacra o una fuente de abuso que como la raíz de la que depende la innovación y el desarrollo del país. La ausencia de legitimidad para la función empresarial tiene muchos orígenes pero quizá lo más significativo sea que ni los «técnicos» ni los «ideólogos» han procurado revertir ese orden de cosas. De hecho, la narrativa tanto de quienes abogan por más reformas como de quienes adoptan una visión ideológica tiende a excluir al empresariado de la película. Esto último es lo que permite y conlleva que se proteja al empresario existente en lugar de crear un entorno de competitividad que permita florecer a millones de empresarios en potencia, incluyendo a muchos de los informales y «mil usos» que tendrían todo para transformar al país.

Para Mccloskey la idea de una burguesía libre y digna (además de dignificada) está directamente correlacionada con la máquina de vapor, la mercadotecnia masiva y la democracia. Fueron las ideas liberales las que crearon las transformacionesen el mundo real porque hicieron posible la existencia de un entorno de innovación que hizo florecer a la burguesía europea, lo que hoy llamaríamos el empresariado. Las dos ideas centrales que hicieron la diferencia de acuerdo a la autora fueron: que la libertad de tener esperanza es una buena idea en sí misma; y que una vida íntegra en materia económica debe conferirle dignidad y honor a la gente común y corriente.

Los mercados y la innovación vienen desde antaño, no son algo nuevo o novedoso. Lo que es nuevo en muchos lugares es el hecho de que quienes operan en esos mundos han adquirido legitimidad y la libertad de actuar. En este sentido, la gran aportación de este libro es que explica con nitidez cómo la legitimidad de una función social tiene la capacidad de transformar a una nación, así como que el dogmatismo y la rigidez (social o política) la inhiben. Una de las observaciones más interesantes e implacables de la autora es que la liberación que entraña la legitimidad permite romper con las estructuras sociales, regulatorias y raciales que mantienen permanentemente pobres a muchas naciones y a sectores dentro de sus sociedades. Una vez que la creatividad empresarial adquiere legitimidad, todos pueden ser empresarios y quienes asumen el reto acaban transformando sus vidas y sus países.

China comenzó a transformarse cuando legitimizó al capitalismo y a la función empresarial, aunque lo haya hecho de una manera oblicua. Esa es la trascendencia del famoso dicho de DengXiaoping en el sentido de que lo importante no es si el gato es blanco o negro sino que cace ratones o, en este caso, que produzca riqueza. Los chinos rompieron con su esclavitud auto impuesta. ¿Cuándo lo haremos nosotros?

*Bourgeois Dignity: why economics can’t explain the modern world, Chicago University Press, 2010

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Civilidad

Luis Rubio

Lo impactante de la elección española fue la civilidad. Todo fue impecable: los resultados finales se anunciaron escasas cuatro horas después de cerrar las urnas; el candidato perdedor salió a los medios a reconocer su derrota, felicitar al triunfador y ofrecer defender, como oposición, a las bases y valores de su partido; y el triunfador invitó a todos los españoles a sumarse en un gran esfuerzo nacional, reconocer a sus contrincantes y anunciar lo que sería el enfoque de su proyecto a partir de ese momento. No hubo disputas, pleitos o desencuentros. Los votantes habían hablado y los contendientes habían acatado. Todos se habían subordinado a las reglas del juego en las formas y en lo sustantivo. La civilidad.

Aunque nada de eso debiera sorprender, nuestra experiencia es obviamente distinta,por lo que amerita preguntarcómo lograron imponer reglas del juego que todos los actores aceptan y cumplen. En términos técnicos, lo que los españoles han logrado es la legitimidad de su sistema de gobierno, que consiste en la creencia en la validez y la aceptación de las reglas del juego. Eso es lo que nos diferencia de ellos.

El punto nodal del proceso español tuvo lugar cuando, meses después de la muerte de Franco, en una reunión en materia de precios y salarios, todos los actores políticos -tanto los que habían vivido bajo la dictadura (o sido parte de ella) como quienes habían sido exiliados luego de la guerra civil- aceptaron la legalidad franquista, es decir, las reglas del juego existentes, como plataforma para iniciar la transformación democrática. El hecho de aceptar ese conjunto de reglas (antipáticas y abusivas para la mayoría de los participantes en la reunión) implicaba someterse a un proceso político que, confiaban, arrojaría un nuevo marco legal, una nueva constitución y reglas del juego democráticas. El llamado «Pacto de la Moncloa» fue trascendente porque implicó un consenso respecto al proceso, no al resultado.

En México llevamos décadas dando vueltas encírculos porque los actores políticos no han acordado (ni mucho menos aceptado) un conjunto de reglas de procedimiento, independientes del resultado. Más bien, los actores políticos han hecho gala de aceptar las reglas sólo si el resultado les favorece. El espectáculo de López Obrador en 2006 es muestra patente de ello, pero desafortunadamente no único, como pudimos observar con el PAN en Michoacán recientemente.

La aceptación de las reglas de procedimiento es central al desarrollo y a la civilidad. Dada su ausencia en el país, la discusión se centra en lo electoral, pero el asunto es más amplio. Hace algunos años me quedé impresionado –de hecho estremecido- al observar cómo un niño, que seguramente no rebasaba los tres o cuatro años de edad, salía disparado en su bicicleta de una callecita menor hacia una gran avenida en Tokio sin parar a mirar: la luz verde era todo lo que tenía que saber y seguramente era todo lo que sus padres le habían enseñado. Detrás de la luz verde había un reconocimiento absoluto de que todos los automovilistas parados en la arteria mayor esperarían al cambio de luces antes de proceder. El punto relevante es que una sociedad que respeta las reglas de tránsito también respeta las reglas electorales y viceversa: son cosas indivisibles.

En el fondo, al menos en el plano electoral, el asunto de las reglas es un asunto de poder. Implica un acuerdo sobre el procedimiento pero especialmente sobre su legitimidad. Implica, como en el Pacto de la Moncloa, una subordinación sin discusión a las reglas, independientemente del resultado. En México no hemos logrado resolver la disputa del poder y eso se traduce en la propensión automática a desacreditar las reglas cada que alguien pierde una elección.

En la era del PRI el problema del poder se resolvió mediante la imposición de dos reglas «no escritas» pero evidentes: por un lado, el presidente es jefe indisputable e indisputado de todos; por el otro, se vale competir por la sucesión mientras no se viole la primera regla. Era un mecanismo sencillo y eficaz que, sin embargo, no surgió de la nada. Su éxito fue producto del establecimiento de la regla y de la capacidad de hacerla cumplir. Esto último no fue automático: se logrócuando Cárdenas exilió a Elías Calles y sometió al general Cedillo. Una vez demostrada la capacidad de hacer cumplir las reglas, el sistema cobró vigencia y funcionó hasta que el PRI dejó de ser representativo de la sociedad mexicana y los no representados comenzaron a disputar la legitimidad de aquel sistema.

Las reglas democráticas que se adoptaron en las últimas décadas no han gozado de legitimidad porque no ha habido un acuerdo amplio entre las fuerzas políticas respecto al poder: procedimientos, distribución de los beneficios y reconocimiento de la oposición como factor real de representación. En la actualidad, quien está en el poder descalifica a la oposición y quien está en la oposición tiende a desacreditar a quien está en el poder, comenzando por desconocerle legitimidad de origen.

No tengo duda que el gran desafío de los próximos años será el del poder. En las décadas pasadas pasamos de un sistema fundamentado en reglas no escritas a uno sin reglas. Hoy el reto es construir reglas explícitas a las que todos se subordinen y eso implica un pacto sobre el poder. El problema no es de mayorías sino de legitimidad.

Logrado un pacto sobre el poder todo lo demás que no funciona comienza a cambiar. Habiendo reglas claras, los actores abocarse a resolver los temas que nos aquejan con un enfoque distinto: en lugar de que se vaya la vida en cada discusión, podríamos entrar en debates donde lo único que está de por medio es el asunto inmediato.

En la actualidad, no se pueden discutir temas clave para el desarrollo del país como la seguridad pública, la competencia, la educación, la energía y la protección de los derechos laboralesporque alguno de los actores tiene la fuerza para imponer sus intereses, desconociendo la estructura de poder formal. Es decir, los llamados poderes fácticos (incluyendo a los partidos) pueden vetar o cancelar cualquier debate relevante porque son más poderosos que los poderes formalmente establecidos. Un acuerdo sobre el poder formal (el gobierno) permitiría fortalecer al Estado en su conjunto, comenzando con ello el proceso de sometimiento de los poderes fácticos: tal y como hizo Cárdenas en los treinta.

Como ocurría en el maximato, hoy el gobierno está aquí, pero el que manda está allá afuera. Urge un pacto que legitime el poder del gobierno y el papel de los partidos y abra la puerta, ahora sí, a la etapa de desarrollo institucional del país.

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Hacia adelante

Luis Rubio

«Las presiones cotidianas, escribió Kissinger, tientan a pensar que un problema pospuesto es un problema evitado; más frecuentemente, es una crisis creada». Así estamos con la posposición continua de soluciones al tema del crecimiento de la economía.

Una pregunta clave para nosotros es ¿por qué no crece la economía? O, puesto en otros términos, ¿por qué crecía la economía en los sesenta y qué hace que no podamos reproducir esas condiciones en la actualidad? Si le hacemos esta pregunta a un economista, su respuesta va a ser técnica y probablemente correcta, pero luego de diversos intentos, muchos de ellos contradictorios, el crecimiento sigue siendo raquítico. Años de observar este fenómeno me ha llevado a la conclusión de que la causa del estancamiento relativo (porque la economía está creciendo bien en la actualidad) se debe a la ausencia de ciertos componentes clave, pero sólo unos cuantos de los cuales son materia de reforma. El problema principal reside en la ausencia de certidumbre.

Remitirnos al pasado quizá nos permita comprender qué es lo que hacía que la economía creciera de manera sostenida y por plazos prolongados en los cincuenta y sesenta pero no ahora. Planteado el problema de esta manera podremos encontrar explicaciones que trascienden lo estrictamente técnico. Si uno observa cómo es que economías como la japonesa o coreana pudieron crecer a tasas tan elevadas por tantos años a pesar de sus severas deficiencias estructurales internas, resulta evidente que las explicaciones económicas, a pesar de ser clave, no son suficientes. Para que se dé el crecimiento tiene que haber más que una estructura saludable; también tiene que existir una sensación entre los empresarios e inversionistas de que el país tiene claridad de rumbo, que esa dirección es compartida, al menos en lo elemental, por el conjunto de las fuerzas políticas y que la inversión privada es percibida como necesaria y, más que eso, como un componente crucial del desarrollo del país.

En los cincuenta y sesenta existía un marco de estabilidad macroeconómica que garantizaba una plataforma clara para el crecimiento e impedía que hubiese crisis cambiarias frecuentes. Más al punto, existía un entendimiento implícito entre el gobierno, los políticos y el empresariado sobre las reglas del juego para la inversión. Es decir, existía una colaboración implícita entre el gobierno y los empresarios, que esencialmente consistía en una división del trabajo: el gobierno creaba condiciones propicias para el crecimiento, particularmente a través de inversión en infraestructura, en tanto que el sector privado realizaba inversiones productivas en fábricas, servicios y demás. Desde luego, estamos hablando de una economía cerrada en una era en que casi todas las economías eran cerradas. Pero lo evidente cuando uno echa la mirada al mundo es que la clave no es lo específico de la estrategia de desarrollo sino la certidumbre.

La clave, o una clave fundamental, del éxito del proceso de industrialización del pasadoresidía en la existencia de un pacto implícito con anclas profundas y trascendentes:detrás de la división de funciones se encontraba un arreglo institucional, un conjunto de reglas que eran trasparentes, así fuesen implícitas, para todos los participantes. Esas reglas no sólo implicaban que el gobierno se auto limitaba en su alcance y en el tipo de políticas que podía instrumentar, sino que demarcaba su ámbito de influencia de una manera nítida y transparente.

La era del crecimiento económico apuntalado en ese tipo de arreglos implícitos, alta rentabilidad y reglas del juego claras se colapsó en los setenta en buena medida porque el gobierno desconoció el pacto implícito y comenzó a alterar las reglas del juego: desapareció la estabilidad macroeconómica, dio vuelo a una era de inflación, impuso controles de precios, absurdas regulaciones, subsidios, restricciones a la inversión y las expropiaciones. Todo esto violó los términos del pacto implícito que por tantos años le había dado fortaleza a la economía y certidumbre al sector privado. Lo impactante es la longevidad de la era de desconfianza que de ahí nació.

El tema clave es cómo recrear el pacto que establecía las reglas del juego con nitidez y que fue fundamental para lograr años de crecimiento económico elevado y sostenido. Cómo, en otras palabras, construir el andamiaje institucional que le permita al país tomar las decisiones que urgentemente requiere su desarrollo tanto en el ámbito político como en el económico. Una parte del problema yace en la diversidad de autoridades que tienen jurisdicción sobre la actividad de una empresa, cada una con su lógica y motivación, pero todas ellas demandantes de satisfacción burocrática. Esto es lo que afecta más que nada al empresario pequeño. Pero quizá la parte más importante reside en la percepción de que no existe una dirección de largo plazo para el país, que las fuerzas políticas no tienen un compromiso con un objetivo común y que, por lo tanto, la viabilidad del país está siempre en entredicho. Este no es un problema de regulación, sino EL problema político central del país.

En esta dimensión, sólo un pacto político que comprometa a las fuerzas políticas con un objetivo común y con el respeto de las reglas para avanzar en esa dirección podría  comenzar a construir la confianza que requiere toda sociedad para prosperar. Algunos de los participantes en semejante pacto quizá requirieran eliminar privilegios o consolidarlos, pero esos son distractores. México requiere un pacto explícito porque los implícitos ya dieron de sí. Además, un pacto de esa naturaleza tendría que ser coherente con las circunstancias y realidades del mundo de hoy: con la globalización, los tratados de libre comercio y los requerimientos de los potenciales inversionistas de quienes depende, a final de cuentas, el crecimiento de la economía y del empleo.

Mas allá de euro, el proceso de integración europea es muestra fehaciente de que un entorno legal y político certero y propicio para el crecimiento es la mejor receta para el desarrollo integral de un país. Es evidente que no somos europeos, pero también es evidente que los países que han prosperado en las últimas décadas lo lograron gracias a que crearon un entorno de predictibilidad que confiere certidumbre. Sin eso no hay nada.

Si queremos recuperar la capacidad de crecimiento económico, tenemos que crear un nuevo pacto político y éste sólo es posible a través de un marco legal que se cumple y a prueba de abuso. Esto ciertamente no se construye de la noche a la mañana, pero mientras no comencemos a desarrollarlo, nunca llegaremos ahí.

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IFE: del Estado

Luis Rubio

El empresario quería desarrollar una estrategia para modificar algunas regulaciones y elevar un arancel a fin de reducir la capacidad de sus competidores para acceder al mercado. El consultor le planteaba la necesidad de pensar en grande y a largo plazo: aceptar menores utilidades en el corto plazo a cambio de un negocio más grande en el futuro. El empresario estaba en lo suyo: viendo por su interés, tratando de sesgar los instrumentos a su alcance para elevar el beneficio de su empresa. El consultor estaba pensando en México y en sus necesidades de largo plazo. El desempate era evidente.

Se trata de una historia real que me tocó presenciar hace unos años. La cabeza de una de las empresas importantes del país hablando con un ex funcionario público, ahora consultor de empresas. Los consejos que daba el ex funcionario eran serios, sólidos y totalmente inapropiados para la empresa. Mientras que los funcionarios públicos viven (y la mayoría de los de carrera así lo hacen) de pensar en el bien colectivo y en cómo propiciar mayor competencia con menores barreras a los inversionistas o, en el caso de la política, a los contendientes, los empresarios (como los partidos y candidatos) buscan siempre sesgar las reglas del juego para salir beneficiados. Se trata de dos visiones normales, ambas necesarias en una sociedad, pero no iguales.

Lo que le interesa a un ciudadano en su vertiente de empresario, intelectual o candidato, es ganar en su propio terreno y espacio. Lo que le preocupa a un funcionario público es que nadie abuse y que todos tengan la misma oportunidad de salir avante. La tensión entre ambos es lo que hace funcionar a una economía, a una sociedad y a los procesos políticos.

No menciono los nombres de los involucrados por razones obvias, pero al presenciar el intercambio me di cuenta que el diseño institucional del IFE es erróneo. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Todo. El IFE nació como una institución ciudadana porque nadie confiaba en los políticos y el momento fue único para nombrar a un grupo de personas excepcionales en un instante que, como hemos visto, no se repetiría. El tiempo ha demostrado que se trató de algo inusual e irrepetible. El primer consejo ciudadano del IFE logró conferirle legitimidad a las elecciones y borrar, de un plumazo, toda una historia de abuso electoral. Sin el menor afán de restarle mérito alguno a aquél consejo, una evaluación realista y honesta de aquel momento también tendría que concluir con que se prestigió el proceso electoral y, con éste, al consejo, porque ganó el candidato políticamente correcto o, en términos todavía más precisos, porque perdió el PRI. No es obvio que, de haber mantenido el PRI la presidencia en 2000, el prestigio hubiera sido igual, por decir lo menos. 2006 mostró algo de esa otra cara de la moneda.

Lo irónico de aquel primer consejo ciudadano es que su éxito hizo sentirse amenazados a los políticos, todos ellos indispuestos a perder control de una institución tan central para el juego político. Tan pronto se logró dejar atrás la historia de abuso, al menos en las apariencias, los partidos se repartieron los asientos del consejo y lo manejan con un criterio estrictamente partidista, como lo muestra el hecho del retraso en nombrar a tres de sus integrantes.

El IFE debería ser una institución del Estado, administrada por funcionarios profesionales del servicio público. Aquí es donde resulta relevante el intercambio entre el empresario y el ex funcionario: los ciudadanos no son las personas idóneas para administrar una entidad del Estado. Esas instituciones, y más las que presiden sobre asuntos tan contenciosos, requieren la mentalidad y visión de largo plazo que es inherente a un funcionario público y que los distingue del ciudadano común y corriente.

No es que un ciudadano sea incapaz o malo como responsable en una institución del Estado, pero su visión y perspectiva es, por definición, de corto plazo. Un ciudadano -igual empresario que intelectual- sabe que su mandato es finito lo que, inexorablemente, le lleva a siempre pensar en su siguiente chamba (igual, por cierto, que los políticos). En contraste, un funcionario permanente tiene una carrera de largo plazo que lo arropa y le da la certidumbre de permanencia que es indispensable para administrar con criterios de equidad y de interés general. Un ciudadano, por desinteresado que sea, siempre estará pensando en su futuro y se la jugará sólo en tanto no se afecte su prestigio o perspectiva de empleo.

Esta no pretende ser una crítica a los individuos que han integrado los consejos de instituciones como el Instituto Federal Electoral u otras instancias regulatorias similares. La dedicación y compromiso de muchos de ellos es loable y absolutamente respetable. Pero, en términos del desarrollo del país y de la construcción de instituciones que le den fortaleza y permanencia a la estabilidad política y al crecimiento económico, los ciudadanos no funcionarán pues siempre estarán pensando en su futuro personal.

La presencia de ciudadanos excepcionales en entidades como el IFE, el IFAI y los organismos de regulación económica (competencia, energía y comunicaciones) nos ha permitido sortear las dificultades y avatares de una compleja transición política y económica. No tengo duda alguna que parte del éxito y de la tersura de la transición que vivimos en 2000 se debió a ese equipo de ciudadanos que entendieron el momento como pocos. También tengo la certeza de que ese periodo ha concluido y que la presencia de ciudadanos ya no contribuye al desarrollo institucional del país.

En esta nueva etapa requerimos fortalecer al Estado, darle permanencia y solidez. Eso sólo se logra con funcionarios de carrera, apartidistas,no sólo con horizonte de tiempo que es inherente a la función gubernamental, sino con la visión del Estado que entrañavelar por el interés colectivo, equilibrar los intereses particulares y crear, y administrar, reglas del juego parejas para todos. En otras palabras, es tiempo de construir un Estado (y a su servicio civil) con las capacidades y atribuciones que el país requiere para el futuro. Jamás un ciudadano, por altruista y bien intencionado que fuera, podría lograr eso. John Stuart Mill, filósofo del siglo XIX, decía que «todas las revoluciones políticas comienzan como revoluciones morales y que la subversión de las instituciones establecidas es una mera consecuencia de la subversión de las opiniones establecidas». Para continuar, y sobre todo, concluir, la transición en que nos hemos embarcado, debemos pasar a la etapa institucional, al fortalecimiento del Estado.

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Disquisiciones

Luis Rubio

David Lurie, el protagonista de la novela Desgracia de Coetzee, parece dedicado en cuerpo y alma a cortejar un desastre en su vida, hasta acabar despedido de su empleo como profesor y desquiciado en su familia. Ante la desgracia, concluye que «cuando todo lo demás falla, dedícate a filosofar». Algo así estoy tentado a hacer cuando pienso en un tema que desde hace tiempo me intriga y preocupa: la relación educación-empleo que caracteriza al país.

El problema es muy simple: el comportamiento del mercado de trabajo en México es exactamente opuesto al estadounidense y me pregunto por qué. Aquí el desempleo de graduados universitarios es mayor que el promedio, en tanto que el desempleo de personas con educación secundaria es inferior. En EUA ocurre lo contrario: ahí el desempleo promedio es 9%, pero la cifra asciende a 15% para quienes tienen estudios de preparatoria o menos, en tanto que es de 4.3% para los egresados con título universitario.

El tema me parece relevante por varias razones. Ante todo, siempre que hablamos de los migrantes hacia EUA decimos que se trata de un solo mercado laboral y que los mexicanos que se mudan a ese país lo hacen porque hay oportunidades de empleo, como atestigua la evidencia empírica. Si es un solo mercado laboral, ¿por qué se comporta tan distinto el índice de desempleo? Un segundo tema es el relativo al perfil de los graduados universitarios. ¿Por qué hay tantos graduados de disciplinas sociales respecto a los de las ingenierías y ciencias duras? Finalmente, qué nos dicen estos factores de la economía mexicana: ¿hay algo en la relación educación-empleo que nos permita entender mejor la naturaleza de nuestros desafíos económicos?

En Profesionistas en Vilo*, Ricardo Estrada estudia la matrícula universitaria en el país a lo largo del tiempo y analiza la forma en que ha cambiado el perfil del estudiante y su relación con el mercado laboral. Tomando la perspectiva del estudiante que aspira a integrarse al mercado laboral, su conclusión fundamental es que «el título universitario ha dejado  de ser pasaporte a una vida profesional estable y bien remunerada» pero, «si se entiende a la educación profesional como una inversión, las oportunidades son tan grandes o mejores que antes».

Estrada propone que parte del problema del desempleo de los egresados universitarios reside en que «el perfil de los candidatos no está en sintonía con lo que los empleadores buscan… Una preocupación central es que el grueso  de los profesionistas ha estudiado carreras con pocas oportunidades laborales». Si este es el caso, la pregunta es ¿por qué han estudiado carreras con poco potencial de encontrar empleo? No tengo una respuesta, pero una hipótesis es que las carreras que se consideran «fáciles» tienden a ser compatibles con un empleo simultáneo: el estudiante opta por una carrera que le permita trabajar y estudiar bajo la premisa de que el mero título le permitiría obtener un mejor empleo. Otra versión de la misma hipótesis sería que las becas universitarias han incentivado el estudio para obtener un ingreso (como si fuera un empleo) y no por vocación. La carrera «fácil» acaba siendo muy atractiva aunque no conduzca a un buen empleo. También es posible que la enseñanza secundaria de materias clave como matemáticas sea tan deficiente que los aspirantes a un título acaban conformándose con algo que no necesariamente es su vocación. El desencuentro es evidente.

Por el lado de los empleadores, rápidamente aparecen dos mundos muy contrastantes. En términos generales, están las empresas más exitosas que se abocan a elevar sistemáticamente su productividad como medio para reducir costos y elevar utilidades y que  tienden a contratar al personal más calificado, del que esperan una clara contribución para seguir incrementando sus índices de productividad. Es ahí donde se concentra la mayor parte de las ofertas de empleo para universitarios con credenciales compatibles con la demanda de habilidades.

La perspectiva es muy distinta en el resto de la economía, igual entre empresas industriales que de servicios. Para las empresas que no enfrentan competencia significativa o que han logrado construir barreras que las protegen, no existe presión por elevar la productividad, reducir costos o ser más competitivos. Estas empresas contratan al personal que requieren, típicamente aquel con menores niveles de educación: no necesitan más.

Lo que tenemos es un mundo bifurcado donde conviven dos economías muy distintas: una sumamente competitiva que requiere al personal más calificado y con las mejores credenciales profesionales y otra que demanda empleados manuales. Aunque la primera contribuye mucho más al crecimiento de la economía, la segunda concentra al mayor número de personas empleadas. Es decir, como dice Macario Schettino, la mayoría de los trabajadores mexicanos son poco productivos y por eso tienen ingresos bajos. De la misma forma, quienes los emplean también agregan poco valor y, por lo tanto, son empresas de baja productividad y así es su contribución al desarrollo.

En este contexto, resulta patético el debate político respecto al futuro de la economía. La disyuntiva teórica que enfrentamos implicaría optar entre la economía moderna que crece pero emplea a un porcentaje relativamente bajo de demandantes o la economía decrépita del pasado que emplea al mayor número. Por supuesto, se trata de una disyuntiva falsa pero lo sorprendente cuantos políticos suscriben, en la retórica y en la práctica, la noción de apostar por la economía vieja e improductiva. A mí me parece evidente que la apuesta que el país tiene que aceptar y asumir es por una economía moderna, competitiva y susceptible de generar más empleos, cada vez más productivos y mejor pagados. El problema, desde luego, no reside en que los políticos y funcionarios sean incapaces de entender el dilema, sino que su percepción es que sus propios costos de actuar serían demasiado elevados.

Apostar por una planta productiva moderna entrañaría eliminar obstáculos a la producción para igualar el terreno para todas las empresas, es decir, eliminar los mecanismos arancelarios, regulatorios y de otro tipo que, de hecho, mantienen aislada y protegida a una parte importante de nuestra industria y a los oferentes de servicios en la economía. Contra lo que muchos podrían suponer, la protección no hace sino perpetuar un mundo improductivo que se traduce en salarios bajos, incertidumbre (tanto para empresarios como trabajadores) y un daño permanente al consumidor. La verdadera alternativa es entre un país que crece y se desarrolla y uno que se muere de a poquito.

*Cidac, 2011

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¿De vanguardia?

Luis Rubio

Según una historia bíblica, una familia vive hacinada en un cuarto, lo que genera interminables conflictos. El papá decide ir a consultar a su rabino quien le dice al acongojado padre que debe meter a todas sus gallinas al cuarto y volver en una semana. Siete días después, el señor ya no aguanta ni un minuto pero el rabino le dice que debe meter al resto de sus animales y volver en un mes. Al mes, desesperado, el papá llega dispuesto a pelearse. El rabino le dice que saque a todos los animales y vuelva en una semana. Siete días después, la familia entera regresa con una enorme sonrisa en la boca: todos están felices porque viven a sus anchas en el mismo cuarto que sólo unas cuantas semanas antes parecía un lugar inhabitable. Esa parece ser la estrategia del gobierno del Distrito Federal: elevar la presión en todos los ámbitos –tránsito, infraestructura, agua, programas sociales, planes de desarrollo- a nivel tal que, cuando se acaben las obras y todo retorne a la normalidad, los habitantes de la ciudad de México nos sintamos rejuvenecidos y felices por lo grandioso del actuar gubernamental. Como estrategia política se trata de un proyecto inmejorable. Como plataforma para el desarrollo de la ciudad –o del país- no es más que un espejismo. Igual que la anécdota bíblica.

Cuando uno escucha los enormes programas gubernamentales y los logros que se han alcanzado, no queda más que preguntarse si los ciudadanos vivimos en el mismo lugar que nuestras autoridades. Según el gobernante de la ciudad, el DF ha resuelto los problemas principales, se están sentando las bases para un futuro prodigioso y estamos camino al desarrollo. ¿Yo me pregunto dónde quedaron los baches, la escasez de agua, el tráfico y la creciente criminalidad?

Es evidente que una ciudad que ha sido abandonada por tantas décadas padezca de todo tipo de problemas que no pueden resolverse de un día para el otro. De igual manera, las molestias que genera el proceso de lograr una mejora son elevadas y no tienen remedio: una calle o una línea de Metro toma tiempo en construirse y el periodo entre que se inician las obras y que se concluyen no es agradable ni menospreciable y, por más que nos quejemos, se trata de costos inevitables y, por lo tanto, tolerables. La verdad, la población ha sido por demás estoica en su aceptación de los costos y las molestias.

Lo disputable no son los problemas mismos sino la pretensión de que estos ya se resolvieron. En lugar de plantear una visión de largo plazo para el desarrollo de la ciudad (y, por razones obvias, para el país), lo que los habitantes de urbe venimos oyendo es afirmaciones grandilocuentes sobre logros que no existen. La falta de planeación es escandalosa: hay calles que sufrieron importantes modificaciones en años recientes (por ejemplo deprimidos o puentes) y ahora están siendo nuevamente abiertas para algún otro proyecto. No es que el proyecto esté mal, sino que no hay continuidad de obras, lo que revela que en lugar de visión hay reacción.

La vida cotidiana en una ciudad tan compleja como la de México es de por sí difícil. El habitante típico trabaja lejos de donde vive y eso implica horas desperdiciadas en transportarse, horas que se multiplican por los problemas de tránsito que nunca parecen resolverse. En adición a ello, la criminalidad domina las mentes de los habitantes: el hecho de que el número de muertos sea menor que en otras partes del país no es razón para congratularse por lo que no existe. El número de secuestros, robos y asaltos sigue siendo elevadísimo y es incongruente con el deseo de convertir al DF en un centro financiero, turístico y del desarrollo del conocimiento y de la investigación científica. Ningún capitalino ignora los activos reales y potenciales de la ciudad: pero es insuficiente contar con ellos, construidos a lo largo de décadas, para suponer que son anclas inexorables para un futuro promisorio.

Quizá el verdadero problema de la ciudad radique en la incompatibilidad de su sistema de gobierno con las necesidades y problemas de la urbe. La ciudad requiere un plan de desarrollo de largo plazo y una administración profesional dedicada a instrumentarla de manera sistemática. Cuando la administración y el gobierno citadino son los mismos, cambian cada sexenio y dedican toda su energía a construir una candidatura presidencial, el desarrollo de la ciudad se trunca y nunca acaba de lograrse. El incentivo para el gobernante radica en concentrarse en lo que es popular o muy visible (y presumirlo a más no poder) en lugar de dedicarse a un proyecto integral de largo plazo.A pesar de lo anterior, es de reconocerse que el gobierno actual ha sostenido proyectos, como el de la supervia (San Jerónimo-Toluca), así sean impopulares.

Los problemas de la ciudad son evidentes: el desperdicio del agua es extraordinario, al grado que se estima que lo que se desperdicia es más que el consumo total la ciudad de San Antonio; la seguridad pública es una ilusión; la calidad del asfalto, incluso en avenidas que han sido recientemente «pavimentadas» (como Reforma) es patético. Incluso problemas como el del tránsito en muchas ocasiones se deben más a los cuellos de botella que producen autos mal estacionados, vendedores, reparaciones y entronques mal diseñados que denotan un severo problema de ausencia de autoridad. Si uno pudiera observar el tránsito desde arriba, lo que vería son embudos por todas partes. Algunos de esos sin duda requieren grandes obras (distribuidores y segundos pisos), pero muchos requieren acciones pequeñas y concretas, además de disposición a hacer cumplir las reglas.

Además de activos «ancestrales», una ciudad de vanguardia requiere una visión de largo plazo, una población enterada y convencida del proyecto y la capacidad para instrumentarla. Hoy tenemos una combinación paradójica: grandes activos, una población que no tiene idea de hacia dónde vamos (o si vamos) y una gran capacidad de instrumentación. Lamentable que falte la visión y la búsqueda del convencimiento. Una población que sabe hacia dónde va y que puede confiar en sus autoridades para lograrlo se convierte en el mejor activo de cualquier gobierno, sobre todo cuando, contra lo que muchos suponían, todo indica que el futuro residirá en las grandes urbes que sean «inteligentes». Sin visión,sin seguridad y con pésimos servicios, nada de eso es posible. Los grandes proyectos acaban siendo una quimera.

La ciudad de México quizá esté a la vanguardia de Tapachula, Lima o Lagos, Nigeria. Sin embargo, la comparación relevante es Kuala Lumpur, Seúl o Beijing. A la luz de ese parangón, ni siquiera hemos comenzado.

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