Otra Revolución

A 102 años de la Revolución Mexicana, el PRI se apresta a retornar a la presidencia. Las circunstancias del país de hoy y su realidad cotidiana en nada se parecen al tiempo en que Madero conminó al levantamiento contra Porfirio Díaz, pero el momento es igualmente trascendente. No sólo regresa un presidente emanado del PRI, sino que será la primera ocasión en muchos lustros en que retornan los políticos al poder. La esperanza es que los que regresan hayan aprendido la lección de sus correligionarios anteriores que salieron derrotados, primero por su desempeño y luego en las urnas.

La ciudadanía está ansiosa de un cambio y temerosa de sus implicaciones; muchos mexicanos creen que hubo fraude en la elección y algunos demostraron una preocupante propensión a rechazar los conductos institucionales para dirimir diferendos e, incluso, una disposición a adoptar vías violentas para salirse con la suya. A pesar de la estabilidad de que goza el país y la situación económica relativamente benigna (sobre todo comparada con otras latitudes), el hecho ineludible es que la insatisfacción es ubicua y generalizada.

Ante este panorama, el gobierno que iniciará su sexenio en unos días evidentemente ha estado ponderando sus prioridades y objetivos. Los distintos integrantes de su equipo han estado estudiando opciones, proponiendo alternativas -algunas en público, así sea de manera indirecta- y compitiendo por el oído del presidente electo. A diferencia de los gobiernos amateurs de los últimos tiempos, es notorio el control del escenario: a pesar de que se le ha estado demandando al próximo presidente que muestre sus cartas (en agenda legislativa, gabinete, programas y prioridades), la disciplina habla por sí misma. Ningún político muestra sus cartas o abre espacios hasta que no se encuentra en funciones y con la posibilidad de administrar los procesos.

Lo que ningún presidente en ciernes puede eludir es la realidad a la que se enfrenta y la complejidad que ésta entraña. En alguna ocasión Kissinger afirmó que «las diversas presiones pueden tentar al decisor a creer que un problema pospuesto es un problema evitado; más frecuentemente resulta ser la invitación a una crisis». La diversidad de problemas y temas que requieren atención multiplican la complejidad y abonan a un entorno como el que elocuentemente describe el diplomático estadounidense. Al mismo tiempo, no hay que olvidar que fue justamente en este mismo fin de semana hace tres sexenios que se discutieron problemas fundamentales y la falta de decisión al respecto condujo a la peor crisis económica que el país había experimentado desde la Revolución.

El gran éxito del viejo sistema priista residió en su capacidad para diferir problemas. Luego de pacificar al país, los priistas, que sin duda por muchos años guardaron una estrecha cercanía con la población en todos sus estratos y propiciaron una extraordinaria movilidad social, se acomodaron y se dedicaron a evitar problemas, posponerlos y administrar el conflicto. En algunas instancias no lo lograron, pero en algún momento su mantra acabó siendo, en palabras de un personaje de entonces,  «mejor no le muevas». El PRI de antaño estaba todo dedicado al poder: la ideología era un instrumento, no su razón de ser. Por su parte, el desarrollo era un objetivo relevante, pero siempre y cuando no alterara el orden establecido o los intereses de los beneficiarios de la «pax priista».

Los tecnócratas que llegaron al poder en los ochenta introdujeron orden y disciplina a la función gubernamental, así como un sentido de propósito más contundente y una lógica de futuro. Sabedores de que se había vuelto imposible mantener el poder sin desarrollo y crecimiento económico sistemático, iniciaron reformas que tuvieron el enorme beneficio de darle oxígeno a la economía, pero claramente no una solución perdurable. El contraste con el Partido Comunista Chino es palpable: aunque su propósito es, exactamente igual que el del PRI de entonces, preservarse en el poder a cualquier precio, su actuar revela la comprensión de que eso sólo es posible en la medida en que se logre una transformación permanentemente tanto del partido como del país, pues sin ello es imposible generar satisfactores para toda la población.

La realidad de hoy exige una regeneración así del propio PRI y de la actividad gubernamental. Lo que las reformas de las últimas décadas lograron es la existencia de una planta productiva hiper moderna y competitiva, sólo limitada por la pésima calidad del gobierno, a todos los niveles. Peor, como ironizan los hindúes respecto a su país, muchas vecesparece que la economía funciona en las noches cuando la burocracia duerme. Un país con sentido de futuro requiere un entorno que favorezca el progreso y  la prosperidad. Excepto para los más avezados o con mayores ventajas de entrada, hoy eso no es cierto para la abrumadora mayoría de los mexicanos.

Aunque es injusto el reclamo al gobierno que todavía no inicia funciones que abra sus cartas, lo que esa urgencia revela es una aguda incertidumbre sobre lo que viene y la preocupación porque las prioridades que decida impulsar se traduzcan en una mejoría perceptible en un futuro muy cercano. En lugar de apaciguar a los quejosos, las iniciativas en materia de transparencia, corrupción y rendición de cuentas (independientemente de su importancia), han tenido el efecto de generar escepticismo sobre la claridad de la complejidad del momento que caracteriza al equipo que se apresta a gobernar.

Claramente, el país requiere elevar drásticamente sus tasas de crecimiento económico y eso sólo es posible en un entorno de seguridad física, regulación que propicia la inversión y estabilidad política y económica. Todo lo que contribuya al logro de estas condiciones debe acelerarse, todo lo que atente contra ello debe anularse.

Tomó muchas décadas recobrar la estabilidad financiera y el hecho de que un candidato emanado del partido que causó todas esas crisis haya retornado al poder es muestra de todo lo que ha cambiado la realidad nacional. Perdió el partido que prometió centrar el desarrollo en el ciudadano y no cumplió. Ahora el PRI, que prometió un gobierno eficaz, tiene la inusual oportunidad de lograr la agenda de reforma que sacó al país del hoyo hace tres décadas pero que nunca se consolidó.

La diferencia entre el éxito y el fracaso es enorme en los resultados, pero es muy pequeña -en ocasiones imperceptible- en el momento de tomar decisiones sobre prioridades, cambios de secretarías y nombramiento de funcionarios. Más nos vale que el presidente electo tenga la sabiduría de entender la diferencia.

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Capacidad para gobernar

Según una vieja idea, el problema del país radica en que las leyes no se cumplen, que si sólo se hicieran cumplir, todo funcionaría bien. Detrás de esa percepción yace la noción de que tenemos buenas leyes pero un mal sistema de gobierno. Otros piensan que el problema reside en algo distinto: algo así como el mundo de Luigi Pirandello, cuya esposa era esquizofrénica y él escribía obras de teatro que intentaban conciliar múltiples grados de realidad. O sea, que hay tantas reglas, tan complicadas, tan discrecionales y tan contradictorias entre distintos niveles de gobierno que es imposible cumplir con las leyes o que éstas se hagan cumplir. Sea cual fuere, la población acaba acomodándose, sobreviviendo de la mejor manera posible. Me pregunto si no habría una mejor manera de resolver nuestros diferendos y, por lo tanto, de gobernar al país.

Parte del problema es el conflicto subyacente. Otra parte es la complejidad que nos auto imponemos. Una fuente esencial de lo mismo en las últimas décadas reside en ese desencuentro que Roger Bartra describe con precisión: “no toda la gente vive en el mismo ahora y, por lo tanto, no todos imaginan el mismo futuro… Uno de los aspectos fundamentales de la política democrática radica en…el hábito de contemporizar, en el sentido de saber vivir en la misma época…en el mismo tiempo… y por lo tanto adaptarse, transigir y avenirse”. Si ni siquiera vivimos todos los mexicanos en el mismo tiempo, ¿cómo es posible establecer reglas susceptibles de ser cumplidas y que los gobernantes hagan cumplir?

Puesto en otros términos, tenemos un problema elemental de desacuerdo político que se ha intentado corregir o subsanar adoptando infinidad de reglas, leyes y niveles de autoridad que no han hecho sino complicarlo todo e impedir que funcione la vida productiva cotidiana. Peor, todo esto ha ocurrido en el contexto de un sistema gubernamental disfuncional donde choca la estructura federal con la concentración del poder y los incentivos de los gobernantes (hacerse ricos y mantener el poder) con las necesidades de desarrollo del país. Se requiere un mejor gobierno pero éste no es asequible sólo por quererlo.

El problema no es asunto de abstracción. La realidad cotidiana, tanto para la población como en el mundo de los gobernantes, ofrece innumerables instancias que ilustran dilemas frecuentemente irresolubles. Algunos gobernadores, como recientemente ilustró el de Michoacán, han intentado el camino estricto de la legalidad, solo para encontrarse con que aplicarla no es tan simple y los riesgos de hacerlo enormes, al grado en que la precaria estabilidad social y política se puede perder en un santiamén. Otros han optado por no exacerbar las tensiones, abdicando a su responsabilidad esencial de gobernar, como ocurre con las manifestaciones, marchas y plantones en la Ciudad de México, donde no hacer nada –o, incluso, proteger a los protestantes de la población afectada- resulta menos costoso políticamente que hacer cumplir la ley.

La corrupción es la otra cara de la misma moneda. La corrupción es consecuencia, síntoma y solución, todo a una misma vez, dependiendo del lugar de la “cadena de valor” del poder en que uno se encuentre. Para el ciudadano común y corriente la corrupción es una solución al excesivo poder discrecional de la autoridad: una mordida -pequeña o grande, según sea el caso- permite quitarse de encima a un inspector, agente de tránsito o burócrata cuyas facultades son tan vastas que ésta acaba siendo una solución funcional. La corrupción es sintomática de un sistema político podrido que se caracteriza por la existencia de tantas leyes y reglas que le confieren facultades tan amplias a la autoridad que el potencial de abuso es inmenso y permanente. La corrupción no se resuelve con una mayor supervisión o con un mayor número de fiscalías de cualquier color, porque el problema es de exceso de autoridad: lo que urge es quitarle facultades discrecionales a las autoridades y sus empleados de tal suerte que no tengan posibilidad de abusar en sus diversos ámbitos de competencia, a la vez que se fortalecen las instituciones responsables del orden y la justicia.

Ante la complejidad de gobernar un país tan disímbolo como lo es México, la propensión natural es, y ha sido históricamente, la de centralizar el poder e incrementar las facultades de la autoridad. La solución, como propone Luis de la Calle en una conferencia reciente*, reside exactamente en lo contrario: en abrir la competencia, eliminar espacios protegidos y cambiar los incentivos que hoy propician la ilegalidad, la violencia y los comportamientos antisociales. Aunque parezca sorprendente, sólo con los incentivos adecuados se tendrá un Estado más fuerte que propicie el respeto al derecho ajeno.

La corrupción y el abuso existen porque hay espacios que generan lo que los economistas llaman “rentas”, es decir, utilidades exageradas producto de circunstancias que le confieren ventajas excepcionales a unos jugadores. Esas ventajas pueden derivarse del marco regulatorio (cuando, por ejemplo, le otorgan facultades excesivas a un inspector, mismo que las emplea para extorsionar; o a una empresa, cuando le regalan control sobre un recurso o sector de la economía, facilitando el abuso a los consumidores) o del control de puntos nodales para el funcionamiento de una determinada actividad (como pueden ser ciertos cruces de carretera o los puntos de acceso a EUA en el caso de las drogas). En ambas instancias, es el hecho de que alguien tiene demasiado control, o facultades enormes que permiten decidir quién vive y quién muere, lo que determina la existencia de ilegalidad, conflicto y violencia.

El planteamiento es muy simple: el control de procesos y decisiones genera rentas para unos cuantos y eso, a su vez, crea incentivos y enormes montos de dinero para protegerlas. Si se quitan las protecciones y los subsidios y se reducen las facultades discrecionales que son casi ubicuas en nuestro país, los incentivos cambian radicalmente. Con incentivos distintos es posible comenzar a construir un sistema efectivo y eficaz de gobierno apuntalado en instituciones sólidas.

Se trata de un asunto complejo que requiere mucho análisis, pero parece evidente que el camino de más controles es contrario al de un mejor y más eficiente sistema de gobierno. En tiempos de replanteamiento de paradigmas es necesario pensar distinto porque simplemente hacer más, incluso más eficientemente, de lo mismo implica acabar en el mismo lugar. Un país moderno requiere un sistema de gobierno moderno. No hay reto más grande, pero también oportunidad más grande aún.

* http://youtu.be/HziMXveQJto

 

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Contrapesos

Una sociedad madura, democrática y funcional –el sine qua non del crecimiento económico y la convivencia pacífica- sólo puede existir cuando se han construido pesos y contrapesos efectivos. Los problemas que hoy enfrentamos, y que sin duda confrontará el próximo gobierno, se derivan de esa ausencia fundamental.

El presidente electo ofreció algo que los mexicanos añoran: un gobierno eficaz. Esa oferta responde a una de las mayores carencias de las últimas décadas: ha habido gobiernos de distintas características, pero con muy poca capacidad de ejecución, es decir, poco eficaces. El problema es que la eficacia no sólo depende del talento ejecutivo de una administración: igual de trascendente es el contexto institucional en el que opera.

Visto desde la óptica del equipo que se apresta a gobernar, lo último que desea es restricciones a su capacidad de acción: su mejor escenario hubiera sido uno de control absoluto del poder legislativo para poder dedicarse a “lo relevante”, a decidir y actuar, dejando a un lado la discusión y el blablabla (como los priistas solían referirse al congreso) para hacer todo eso que al país le urge. Afortunadamente, tanto los resultados electorales como la evidencia reciente hacen imposible avanzar un proyecto de gobierno sin concertar, sumar y construir.

El gobierno en ciernes tiene la oportunidad de cambiar la realidad: construir eso que eludió a los priistas a lo largo del siglo XX, un país de instituciones. La ironía es que será un gobierno priista al que le tocará realizar eso que hubiera sido más natural y lógico para un gobierno históricamente de oposición.

Construir contrapesos no debe verse como una concesión a la sociedad o a los partidos. Todo gobierno enfrenta las vicisitudes de diversos grupos de poder que intentan limitarsu marco de acción, algo inevitable en una sociedad caracterizada por diversidad y dispersión (política, geográfica, económica). Poco a poco, cada uno de esos poderes comenzará a mostrar su músculo e intentará imponer sus preferencias, forzando al nuevo presidente a responder. En ese momento el presidente se percatará de un hecho fundamental: a todo mundo le conviene la existencia de contrapesos.

En su esencia, una sociedad con contrapesos implica que nadie puede imponer su voluntad sobre los demás: el presidente no la puede imponer, las televisoras no la pueden imponer, los sindicatos y sus líderes no la pueden imponer, los empresarios no la pueden imponer, los partidos políticos y sus perennes candidatos no la pueden imponer. En suma, nadie, desde el gobierno hasta el más modesto de los ciudadanos  -incluyendo a los (con frecuencia brutales) poderes fácticos- puede imponer su voluntad. La existencia de contrapesos implica que la sociedad se institucionaliza, circunstancia que limita a todos por igual.

El gran reto de la sociedad mexicana es la institucionalización y eso no es otra cosa que el desarrollo de pesos y contrapesos. Cuando existe un sistema efectivo de pesos y contrapesos, cada uno de los actores y poderes de la sociedad sabe a qué atenerse y, más importante, acaba por reconocer que sólo el conjunto puede lograr el progreso. El sistema gana cuando todos ganan, no cuando uno puede imponer sus términos a los demás. Suena a cuento de hadas, pero esa es la esencia de la democracia: sólo funciona cuando existen instituciones sólidas que le dan funcionalidad.

Cuando existe un equilibrio, las partes se convierten en engranes de una gran maquinaria que hace funcionar a la sociedad. Ese equilibrio no resulta de una imposición desde el poder central, sino que es producto de una negociación por medio de la cual todos acaban construyendo el mejor arreglo posible. Lamentablemente, a pesar de que hubo momentos (sobre todo con Fox) en que pudo haberse construido un arreglo de esta naturaleza, éste nunca se concretó. Ahora ese arreglo se torna no sólo crucial, sino necesario. Necesario para que el próximo gobierno pueda ser tanto eficaz como exitoso.

El gran reto de institucionalizar al país consiste en construir pesos y contrapesos que, respetando los derechos de las partes, éstas sean acotadas de tal suerte que ninguna pueda abusar de las demás. Es decir, se requiere una negociación política que arroje el mejor arreglo posible donde todos quepan pero con derechos y poder acotados.

Un arreglo de esa naturaleza no implica conculcación de derechos ni imposición pero sí negociaciones, cesiones e intercambios: eso que el presidente electo ha comenzado a construir. Implica una implacable y despiadada dedicación a la construcción institucional, donde el objetivo es un arreglo político que le dé funcionalidad al sistema de gobierno. Se trata de eso que no hemos tenido desde los ochenta, década en que se colapsó el viejo y para entonces agotado pacto callista-priista.

La eficacia de un gobierno se puede medir en la velocidad de su respuesta, algo que el hoy presidente electo Enrique Peña demostró con creces como gobernador. Sin embargo, desde la óptica de la presidencia, la eficacia adquiere una dimensión muy distinta porque la fortaleza de un país no sólo se mide por la eficacia cotidiana de su  gobierno sino por la capacidad de resolver los problemas de largo plazo, así como por la solidez de sus instituciones. Para llevarlo al ejemplo más elemental, mientras que a nivel estatal la aprobación de un gobernador puede ser garantía suficiente para que se lleve a cabo una determinada inversión que comenzará y concluirá durante su mandato, a nivel federal lo que cuenta es la confiabilidad de los procesos judiciales, el cumplimiento de los contratos y, muy en particular, la imposibilidad de que una empresa, sindicato, grupo político o poder público pueda abusar de los otros. Cualquiera que recuerde la forma en que algunos de estos poderes fácticos respondieron ante la mera posibilidad de que el gobierno otorgara una concesión para una “tercera cadena” sabe bien que el sistema político mexicano no será confiable mientras no existan los contrapesos necesarios que aseguren que nadie puede abusar o imponer sus preferencias.

Lo que el país requiere se resume en la construcción de un entramado político cuya esencia reside no en la aprobación o modificación de más leyes (aunque pudiera incluirlo) sino en la construcción de acuerdos políticos que conduzcan hacia la transformación del gobierno (para que sea de verdad eficaz), a la legitimación del ganador en la elección y, como contraparte, a la legitimidad de la oposición y a la creación de un régimen efectivo de rendición de cuentas. Cuando México tenga eso, la inversión, el empleo y la riqueza no dejarán de crecer.

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Obama Romney y Mexico

La comentocracia nacional tiene una natural inclinación hacia los candidatos demócratas y más en esta ocasión. El presidente Obama irradia un enorme atractivo, casi un magnetismo, y tiene una personalidad que inspira tanto por su historia como por ser el primer presidente negro de su país. Romney, por otra parte, ha sido presentado en los medios, de allá y de acá, como un extremista radical de derecha. Las últimas semanas han demostrado que ninguna de las dos percepciones es muy cierta. Más allá preferencias ideológicas o de personalidad, mi preocupación y perspectiva es más sobre el potencial impacto de cada una de las dos opciones sobre la economía mexicana.

Nunca he entendido la propensión mexicana a preferir a los candidatos demócratas sobre los republicanos, sobre todo porque, más allá de la retórica, no hay evidencia alguna de que unos sean mejores para nuestros intereses. En lo que toca a temas políticos y legislativos (como los asuntos migratorios, de narcóticos y de armas), la influencia de un presidente americano es relativamente menor. Tanto Bush W como Obama prometieron una reforma migratoria, pero ninguno logró su aprobación en el congreso. En contraste, el impacto de la economía estadounidense sobre la nuestra puede ser dramático y eso no depende de benevolencia alguna hacia México sino de la conjunción de acciones institucionales y presidenciales orientadas a su propio desarrollo y bienestar.

Como en tantas otras cosas, quizá nadie explica mejor la forma en que funciona la política estadounidense que Alexis de Toqueville, el estudioso francés que visitó EUA en el siglo XIX y  escribió observaciones de enorme clarividencia: “Tiempo antes de que llegue el momento, la elección se convierte en el único tema de preocupación… La nación entera entra en un estado de fiebre, es asunto cotidiano en los medios y de conversaciones, el tema de todo pensamiento… Tan pronto se decide el ganador, el ardor se disipa, todo retorna a la calma, y el río, antes desbordado, regresa a su lecho”. La elección concluirá el próximo 6 de noviembre y lo que sigue será lo relevante: cómo nos va en la feria de la política económica del próximo gobierno.

La dinámica electoral cambió radicalmente en las últimas semanas por dos razones. Primero, la más importante, porque Obama perdió el aura que lo protegía. Por cuatro años –de hecho, por toda su (relativamente) corta carrera política-,Obama vivió de su capacidad para irradiar ese carisma que le caracteriza y que le evitó tener que defender o abogar por acciones y decisiones específicas. Quizá nada lo muestre mejor que su forma de conducir el paquete de estímulo al inicio de su gobierno: en lugar de avanzar sus prioridades o las que su equipo considerara más propensas a generar un impacto mayor en menos tiempo (el objetivo de cualquier estímulo), Obama dejó que fueran los integrantes de su partido en el congreso quienes determinaran la agenda, circunstancia que se tradujo en una enorme dispersión de proyectos, muchos de ellos sin impacto significativo. Pero nada de eso parecía afectar a Obama hasta que fue incapaz de defenderse en el primer debate. Aunque se recuperó parcialmente en los siguientes, el aura había desaparecido.

La segunda razón por la que la dinámica presidencial ha cambiado es, simple y llanamente, que Romney abandonó la farsa de radical que construyó para ganar la contienda interna de su partido y ahora se ha presentado como el hombre de negocios pragmático, flexible y adaptable que es. Yo no se qué tan bueno podría ser un hombre de negocios en un puesto tan trascendente de decisión política, pero lo que me parece evidente es que su experiencia es, al menos a nivel conceptual, absolutamente relevante para el momento actual. Suponiendo que Romney no repitiera los excesos de gasto de sus predecesores republicanos, su pragmatismo podría permitirle los acuerdos bipartidistas que le urgen a su sociedad.

Lo que la economía estadounidense requiere es el tipo de restructuración que la mexicana llevó a cabo, sobre todo en materia de gasto público, en los ochenta y noventa. La tendencia ascendente de los pasivos sociales es de tal magnitud que, de no resolverse pronto, ese país entrará en una depresión permanente, tipo Japón, arrastrándonos con ello. Romney no parece un genio, pero su experiencia profesional consistió en realizar restructuraciones de empresas, transformando entidades quebradas en proyectos rentables y exitosos. En contraste con Obama –que poco a poco ha ido minando eso que hizo tan exitosa a la economía de su país-, Romney ofrece al menos la posibilidad de enfocarse en lo que es trascendente y susceptible de darle un impulso al crecimiento de nuestra economía.

La experiencia de Obama tanto en la presidencia como antes es totalmente superficial y ajena a estos asuntos. Si uno lee sus libros, su agenda es social y política más que económica. Pero la mejor evidencia de que representa la opción menos atractiva para nosotros es el desempeño económico en los últimos años. Es evidente que recibió una situación caótica, pero su actuar no la ha mejorado. Ha logrado estabilizar a la economía pero no ha convencido a su propia sociedad, comenzando por sus empresarios, de sus políticas y prioridades. El desempleo se mantiene a niveles estratosféricos, el déficit sigue en ascenso y no existe programa alguno diseñado para enfrentar ese tema o el de la deuda, así sea en un periodo de décadas.

La defensa que esgrime Obama de su desempeño es que las cosas hubieran estado peor de no haber actuado como lo hizo. Aunque no es un mal argumento electoral, es imposible de probar en términos lógicos. Lo que sí es evidente a partir de la experiencia mexicana de crisis financieras es que los desequilibrios tarde o temprano (temprano en nuestro caso) acaban desquiciando a la economía. Eso no le ha pasado a EUA por su tamaño, pero también por una situación mundial en que no hay alternativas: Europa y Japón están peor. Sin embargo, de no atenderse, cuando los desequilibrios los alcancen, el costo será dramático.

Por esto último es tan importante cuándo y cómo comiencen ellos a enfrentar sus problemas estructurales. Si algo ha probado Obama es que no tiene una propuesta viable. Romney no ha sido convincente al respecto, pero sin duda entiende perfectamente que la realidad actual es insostenible y eso, en estas circunstancias, es mucho mejor para nosotros que proseguir hacia el precipicio. Lo que no tiene vuelta de hoja es que nuestro futuro depende de cómo y cuándo comiencen ellos a actuar, así que la elección es tan transcendente para ellos como lo es para nosotros.

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Alicia y Kafka

La discusión sobre la ley laboral nos ofrece una excepcional ventana al mundo de irrealidad en que vive el conjunto de nuestra clase política. Aunque sin duda hay muchos intereses y valores de por medio, nada del debate se ha concentrado en las únicas tres cosas que importan en materia económica: la creación de fuentes de empleo, el crecimiento de la productividad y la vinculación del sector manufacturero nacional con el de exportación. Esos son los tres ejes que importan y en los cuales debería centrarse la atención del congreso y del próximo gobierno.

Desafortunadamente, la discusión parece más una combinación de Alicia en el país de las maravillas con un dejo kafkiano de irrealismo burocrático. Como en Alicia, se parte de supuestos que nada tienen que ver con la realidad. Como con Kafka, se asume que el statu quo funciona y arroja tasas elevadas de crecimiento y mantiene satisfecha a toda la sociedad.

Tendemos a preferir soluciones grandiosas y complejas cuando mucho de lo que nos diferencia de las economías que crecen con celeridad se refiere más a regulaciones y obstáculos cotidianos que a grandes reformas constitucionales. Puesto en términos de economistas, los problemas de crecimiento del país tienen mucho más que ver con asuntos de la microeconomía (la abrumadora mayoría de los cuales están bajo el control del ejecutivo y de los gobiernos estatales y municipales) que con el poder legislativo.

Si se acepta que el objetivo último es elevar la tasa de crecimiento como medio para crear fuentes de empleo e incrementar los satisfactores a la población, entonces todo el actuar del gobierno (en el sentido más amplio y comprensivo del término) debería abocarse a crear condiciones para que eso ocurra. Ciertamente, hay muchas vertientes de acción que pueden emprenderse para lograrlo. Entre éstas está el propio gasto público y los proyectos de infraestructura, así como el conjunto de reformas de que se habla comúnmente (como las referentes a energía y asuntos hacendarios). Sin embargo, aunque indispensables, esas reformas e instrumentos no siempre conducen a una mayor tasa de crecimiento.

Mucho más relevante para el crecimiento es el conjunto de obstáculos que enfrentan las empresas y potenciales inversionistas para desarrollar nuevos proyectos o hacer exitosos los existentes. La economía es la suma de millones de decisiones que realizan los consumidores y los creadores de bienes y servicios todos los días. Todo lo que impida o afecte esas decisiones impacta el nivel de actividad general de la economía.

El proyecto de ley aprobado por el congreso en materia laboral es un buen ejemplo de lo que funciona y de lo que no funciona: por una parte, la minuta que salió de la Cámara de Diputados abre espacios para nuevas formas de contratación de personal que, en el tiempo, favorecería un mayor dinamismo en las relaciones laborales. Sin embargo, me parece que la pregunta pertinente es si esos cambios harían más atractiva la formalización de las empresas que han optado por ese otro mundo de la economía. Hay evidencia abrumadora de que la mayor parte de los empleos en el mundo se crean en empresas chicas o medianas, la gran mayoría de las cuales son informales en nuestro país. ¿En qué medida contribuye esta legislación a atraer a esas empresas a la formalidad? Esa debería ser la medida del éxito y de la relevancia de una nueva ley en esta materia.

Como decía al inicio, los temas cruciales para el crecimiento de la economía son la productividad, el empleo y la vinculación del sector manufacturero «tradicional» con el de exportación. Se trata de tres asuntos de muy distintas dinámicas y características, pero en el conjunto reside la llave del crecimiento.

La productividad es el resultado del conjunto de esfuerzos que realizan los productores y de los obstáculos que les impone el medio. Al emplear sus instrumentos -como la tecnología, metodología de producción y relaciones laborales- el empresario produce bienes y servicios. Cualquier cambio u obstáculo en estos elementos eleva o disminuye sus costos y, por lo tanto, su capacidad para producir mejores bienes, a un menor costo y de mayor calidad. El entorno en que operan las empresas determina su capacidad para competir en el mercado. Mientras más terso es el entorno, menores los costos y mayor el potencial de elevar la productividad, factor crucial en la creación de fuentes de empleo y en la compensación que reciben los empleados y trabajadores.

Cuando comparamos el entorno en que opera una empresa mexicana con la de sus competidores, el panorama comienza a nublarse. No es necesario hurgar muy profundo para identificar las fuentes de problema: dispersión arancelaria, protección selectiva (importaciones), subsidios discriminatorios, inseguridad, trámites, contrabando, costo de los servicios, tráfico, burocratismo, etc. Si uno observa esos factores en países como China, Corea, Chile y otros con quienes las empresas mexicanas compiten, el problema se torna evidente de inmediato. Y la solución a todos estos depende no de grandes reformas macroeconómicas sino de pequeños cambios regulatorios, transformación de la forma de operar de los gobiernos locales y estatales y una mucho mayor competencia en los mercados internos. Nada legislativo en todo esto.

Quizá no haya asunto de mayor relevancia para el crecimiento en el corto plazo que el de la vinculación del sector manufacturero con el de exportación. La economía mexicana se caracteriza por la existencia de dos sectores manufactureros distintos, casi divorciados entre sí. En lugar de que la industria nacional se convierta en proveedora de la de exportación, ésta se ha anquilosado y quedado dependiente, en buena medida, de mecanismos formales e informales de protección. Una buena estrategia microeconómica llevaría a la liberalización y desregulación del sector manufacturero y a la creación de mecanismos que incentiven la conformación de una formidable industria de proveedores, por parte de empresas nacionales y extranjeras. Quizá no haya oportunidad mayor de crecimiento tanto del empleo como del producto en el corto plazo.

El empleo depende de que existan condiciones propicias para que las empresas contraten. Los mejores empleos son los formales que, además, son los que con mayor fuerza inciden sobre el desarrollo de largo plazo de la economía. De ahí que sea tan importante simplificar el entorno regulatorio y fiscal, además de laboral, para incentivar la creación acelerada de empresas formales. No hay nada como simplificar, liberalizar y abrir para generar crecimiento. Nada como acabar con los sueños de Alicia y las realidades de Kafka.

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Pintar una raya

Después del huracán viene la calma. El país lleva años experimentando una escalada de violencia que es intolerable para la población. El gobierno saliente respondió con responsabilidad y convicción pero no contó con una estrategia susceptible de llevar al país a buen puerto. La población lo apoyópor sentirse amenazada y vejada, pero no porque percibiera mejoría ahora o en un futuro razonable. Peor, en la medida en que las bandas de criminales se han ido fragmentando y multiplicando, el impacto sobre la ciudadanía ha sido cada vez peor, toda vez que muchos de los perdedores en las guerras entre narcos acaban moviéndose a mercados criminales, esos que van directamente contra la ciudadanía más vulnerable: la extorsión, el secuestro y la venta de protección.

Desde esta perspectiva, no tiene sentido alguno exigirle a la administración entrante que continúe con una estrategia que no arroja los resultados deseados. La noción de que un embate constante va a recrear un pasado idílico parece no más que una remembranza de cuando don Quijote recordaba los tiempos pasados, el esplendor de los caballeros luciendo en su máximo apogeo, reconfortando su espíritu con la memoria de las antiguas gestas y hazañas de los caballeros medievales. Lo valioso de la estrategia residió en el hecho mismo de confrontar un problema que no hacía sino mermar la vida de los ciudadanos y la viabilidad del Estado. Partiendo del aprendizaje, el futuro requerirá otras formas.

El planteamiento de la estrategia a la fecha ha sido claro: tomar control de las regiones que acabaron en manos del narco y debilitar a las bandas criminales. Aunque ambos propósitos han avanzado, los resultados no son encomiables: primero, por las consecuencias no anticipadas y, segundo, las pocas victorias que se han alcanzado no han sido sostenibles. Entre las consecuencias no anticipadas la más evidente tiene que ver con la fragmentación de las bandas criminales: cada que se mata a la cabeza de una banda se inicia una lucha interna por el poder que, en muchos casos, se traduce en una multiplicación de bandas. La estrategia tendría sentido en un país con autoridades municipales o estatales fuertes que, con la fragmentación, podrían combatirlas con éxito. En México, donde no ha habido gobierno local funcional desde la colonia, la fragmentación de las bandas ha elevado la violencia y eliminado la regla histórica de no afectar a la ciudadanía. En este sentido, el éxito inicial de algunas campañas se ha traducido en un infierno para la población.

En el camino se han afianzado tres mitos sobre los narcos, el crimen organizado y las estrategias potenciales para combatirlos. Primero está el mito de la prevención. Es evidente que, para prosperar, una sociedad requiere mecanismos que prevengan el delito y la criminalidad en general, así como estrategias orientadas a acelerar el desarrollo económico y social. Sin embargo, la prevención tiene sentido y viabilidad antes de que exista el fenómeno: no se puede prevenir lo que ya está ocurriendo. Lo urgente es construir la capacidad del Estado para hacer efectiva la seguridad de los ciudadanos y, una vez logrado eso, prevenir la criminalidad futura.

El segundo mito es el de la negociación. La idea es que, en lugar de combatir a un enemigo demasiado poderoso o que afecta a la población de manera sistemática (tanto narcotráfico como extorsión), el gobierno debería negociar un armisticio con los criminales y pacificar a la región específica. El planteamiento en abstracto suena razonable, sobre todo para políticos cuya función es, o debería ser, llegar a acuerdos, pactos y arreglos entre partes disímbolas. Sin embargo, una negociación con delincuentes tiene problemas evidentes: ¿con quién negociar? ¿a cambio de qué? ¿cómo se hace valer lo pactado? ¿cómo se sanciona el incumplimiento?

El tercer mito es el de la legalización. La idea de legalizar las drogas es elegante y por demás atractiva porque hace parecer que todo el problema de la violencia se puede evaporar con el plumazo de una decisión presidencial. No es casualidad que tantos ex presidentes nostálgicos así lo propongan. Al igual que con la idea de negociar, los problemas prácticos hacen absurdo el planteamiento: ¿cómo se distribuirían? ¿quién es responsable? ¿cómo se hacen cumplir las reglas? La clave reside en esta última interrogante.

Aunque con implicaciones absolutamente opuestas, planteamientos como el de negociar o legalizar son impracticables en el México de hoy. Para funcionar, cualquiera de las dos estrategias requeriría la presenciade un gobierno fuerte, capaz de establecer reglas y de hacerlas cumplir. Si aceptamos que el problema de hoy es la debilidad del Estado, entonces no hay manera de hacer cumplir acuerdos a los que se pudiera llegar en caso de negociar o el funcionamiento del mercado en el caso de la legalización. Desde esta perspectiva, las drogas en México son legales (en el sentido de que circulan sin ninguna dificultad) porque no hay autoridad alguna que las controle o regule.

Lo mismo sería cierto en el caso hipotético de que los estadounidenses legalizaran las drogas: lo único que cambiaría sería la capacidad financiera de los criminales (asunto no menor) pero en nada afectaría la criminalidad que azota a la población como el secuestro y la extorsión. Estos son problemas que reflejan inexistencia de Estado, policías mediocres e incapaces y un poder judicial enclenque y corrupto. La paradoja es que, para poder contemplar estrategias como la de legalizar o negociar habría que transformar al Estado mexicano. De lograrse eso, esas estrategias se tornarían irrelevantes por innecesarias. El asunto de fondo es la capacidad y autoridad del gobierno. Para eso es indispensable construir esas instituciones de manera deliberada y con mucha mayor celeridad.

La estrategia futura debe contemplar como objetivo fortalecer al Estado para que sea capaz de imponer las reglas del juego, es decir, pintar una raya. El negocio de las drogas, a diferencia de la criminalidad local, no desaparecería, pero enfrentaría a un gobierno capaz de imponer la ley (es decir, la fuerza) a la primera de cambios. En esto, la diferencia con el actual gobierno sería enorme porque el objetivo no sería erradicar al narco sino forzarlo a vivir en un entorno enteramente controlado por el Estado.Como ocurre en otras latitudes.

El verdadero reto del próximo sexenio reside en fortalecer al Estado sin intentar regresar al control centralizado, sino en el contexto de descentralización y de unaincipientedemocracia que caracterizan al país. Es, de hecho, la oportunidad de construir un país moderno y civilizado.

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Transparencia

El personaje más obscuro en Trampa 22, la novela de Joseph Heller, es Milo Minderbinder, un oficial de bajo rango que construyó un inmenso imperio vendiendo supuestos sobrantes militares y acumulando toda clase de títulos “nobiliarios”, como el de Califa de Bagdad. Todo parece florecer hasta que Milo se mete en un mal negocio al comprar algodón en Egipto sin poder colocarlo en ninguna parte. Tan complejo acaba siendo su problema que el propio gobierno americano toma control del mismo. Me pregunto si el desenlace de esa historia hubiera sido distinto en un contexto de transparencia y rendición de cuentas.

La transparencia se ha vuelto una palabra frecuente en el debate público. Diversas asociaciones civiles la reclaman y los políticos prometen avanzarla. Dado el origen de nuestro sistema político y su propensión a la opacidad y el control, la transparencia es un valor central e indisputable.

Detrás de la guerra por las apariencias yace toda una cultura de desconfianza y miedo por parte de las autoridades hacia la ciudadanía. En lugar de erradicar la corrupción, la demanda por transparencia ha servido para justificar venganzas políticas y personales y, peor, a emplearla como argumento para el incumplimiento de las normas. Muchos funcionarios viven en un entorno de miedo respecto a la Función Pública (cuyas resoluciones pueden conllevar tiempo en prisión), lo que les lleva a tomar malas decisiones, a esconder recursos o a malgastarlos, es decir, exactamente lo opuesto a lo que se propone la legislación de transparencia. Además, la ley sólo se aplica a unos espacios de la vida pública pero no a otros (por ejemplo, no ha “tocado” a los gobiernos estatales), lo que propicia opacidad y protege a malhechores. No es casual que la abrumadora mayoría del financiamiento a las campañas provenga de los estados.

Pero la transparencia también puede ser un mito. Una mayor transparencia no es garantía de mejor gobierno.De hecho, se logaría mucho mayor transparencia si se eliminaran tantos requisitos y controles porque el régimen actual tiende a causar que los funcionarios honestos y competentes se inhiban sobre todo cuando deben tomar decisiones complejas y trascendentes que no son fácilmente comprensibles por el ciudadano común, a la vez que abre espacios de opacidad para quienes no son honestos.

En nuestro estilo atropellado, la legislación en materia de transparencia ha ido mucho más lejos de lo que ocurre en otras latitudes. Mientras que en México un ciudadano puede exigir una determinada información y obtenerla en materia de días, en EUA eso mismo puede tomar seis meses. Además, en nuestro país el servicio es gratuito mientras que allá sólo lo es si quien lo solicita es un medio periodístico: todos los demás tienen que pagar una cantidad que no es nominal.

Vuelvo al inicio: la transparencia es vital para una democracia y mucho más para una que comienza a construirse y que proviene de un mundo obscuro. Pero existe el riesgo de que la transparencia en la forma en que la hemos construido acabe siendo enemiga del buen gobierno. Dos anécdotas, de naturaleza absolutamente distinta, animan mi preocupación.

La primera se refiere a la decisión que un funcionario del más alto nivel tuvo que tomar hace unos años. Se trataba de una enorme inversión gubernamental: el proyecto requería unas turbinas de un determinado tamaño, pero los analistas habían determinado que el proyecto sería mucho más exitoso en términos de eficiencia y rentabilidad si se adquirían unas más grandes. Aunque más costosas, su mayor eficiencia permitiría una mayor rentabilidad en la vida del proyecto. La decisión económica parecía obvia, pero los abogados convencieron al funcionario que su vulnerabilidad legal era enorme de hacer lo que era mejor para el proyecto y para el país.

La otra anécdota es más mundana pero no menos relevante. Una conocida mía se ha vuelto empleada virtual del IFAI porque parece que no tiene otra cosa que hacer que estar respondiendo a solicitudes de información que le llegan constantemente. En lugar de hacer el trabajo que tiene encomendado y por el cual le pagan, dedica horas enteras a escarbar archivos para obtener información y enviarla al IFAI. Uno pensaría que este es un costo pequeño en términos de la construcción democrática; sin embargo, lo verdaderamente interesante no es el tiempo del burócrata, sino la naturaleza de las peticiones que tiene que atender: la abrumadora mayoría de éstas es información ampliamente disponible que sólo es útil para estudiantes realizando trabajos escolares. O sea la transparencia se ha vuelto un mecanismo para poner a la burocracia a hacerle la tarea a estudiantes flojos.

Ninguna de las dos anécdotas es concluyente en sí misma. Yo soy un firme creyente en la democracia como método para que una sociedad decida su devenir y de la transparencia como instrumento para que la sociedad se informe. También tengo claro que luego de décadas de excesos y abuso, es mejor pecar de más que de menos. Lo que me preocupa es que la transparencia se pueda convertir en una excusa para una todavía peor calidad de gobierno.

El tema de la transparencia es ubicuo en el mundo. En todas partes se discute el nivel “óptimo” de transparencia que permita tanto mantener debidamente informada a la ciudadanía como el cumplimiento de las responsabilidades y funcionamiento de un gobierno. Ese equilibrio no es fácil, por lo que en muchos ámbitos se plantea la pregunta de ¿cuánta transparencia es suficiente? Muchos funcionarios preferirían ninguna, las organizaciones civiles quieren toda.

Más allá de preferencias, el tema es importante. Frente a dilemas de esta naturaleza, en Inglaterra se discutió la posibilidad de que miembros del parlamento revisaran asuntos delicados (por ejemplo militares) que requieren supervisión, pero se concluyó que los parlamentarios podrían encontrarse anteconflictos de interés por su doble función de supervisores y responsables ante los electores. Por esa razón, optaron por una figura peculiar: un “hombre sabio” que no dependa del gobierno, se le pague por hora y sea responsable de supervisar esas funciones delicadas y reportar al comité del parlamento. Con esto no quiero sugerir la adopción de un esquema como este, sólo llamar la atención a que la transparencia no siempre es la única o mejor solución en una sociedad democrática.

La clave no reside en más transparencia per se, sino en un régimen integral de transparencia que a la vez salvaguarde los asuntos que deben ser supervisados pero no necesariamente hechos públicos. La democracia es demasiado importante para arriesgarla con agendas ideológicas o políticas.

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Productividad-eje rector

Dice Macario Schettino que somos pobres porque somos improductivos. Ningún mexicano sensato podría disputar esa afirmación. La pregunta relevante es por qué no convertir a la productividad en el eje rector de la estrategia del próximo gobierno.

Ahora que se discuten reformas propuestas por el gobierno saliente y se especula sobre las que propondría el próximo, es necesario reflexionar sobre la razón por la que es imperativo llevar a cabo un conjunto de reformas, en ámbitos diversos. También es importante dilucidar en qué, y por qué, el proceso de reforma en un país “en desarrollo” es distinto al que caracteriza a los países que se fueron transformando a lo largo de siglos.

La mayor parte del aparato legal y regulatorio, además de político, que caracteriza al país proviene del “viejo régimen”, una estructura sociopolítica cuyas características y modos de funcionamiento dejaron de operar en el momento en que ocurrieron dos cambios radicales: primero, en orden cronológico, la apertura de la economía y, segundo, el cambio político que se dio en 2000. Vistos en retrospectiva, estos factores alteraron todos los vectores que hacían funcionar al país: con ellos se acabó el control central que ejercía la presidencia y la burocracia, se liberalizó el funcionamiento de la economía, se eliminó la capacidad de imponer el criterio del presidente sobre todo el acontecer nacional y se descentralizaron las decisiones económicas y políticas, en el sentido más amplio de la palabra.

Puesto en otros términos, cambió la realidad del poder de manera radical: de concentración pasamos a descentralización; de control a atomización y fragmentación; de imposición a que todo dependa de la capacidad e integridad de cada una de las partes. Por donde uno lo vea –en la economía, en los gobiernos estatales, en la sociedad civil, en la política- el país ha experimentado una transformación radical en su naturaleza y estructura de poder.

Lo que no cambió fue el entramado institucional, legal y regulatorio. Con excepciones –algunas enormes- seguimos viviendo bajo el yugo de un esquema legal e institucional que nada tiene que ver con la realidad actual. Ese es el caso del poder judicial y de la PGR, de la legislación laboral y del régimen energético, de las policías y del ejército. La economía vive en un entorno global, pero se gobierna con instrumentos de una economía protegida; la política vive una enorme efervescencia y competencia pero opera bajo criterios que Plutarco Elías Calles reconocería como propios; la sociedad es cada vez más diversa y tiene experiencias cada vez más cosmopolitas, pero la estructura regulatoria en que vive es antediluviana. El desempate entre la realidad y la formalidad es impactante.

Las reformas de los ochenta y noventa intentaron conciliar, al menos parcialmente, la nueva realidad con el marco jurídico existente. En algunos casos se avanzó, en otros seguimos paralizados. El principal problema de esa era residió en la permanente inconsistencia entre las diversas reformas y privatizaciones. En lugar de seguir una estrategia integral, se tomaron decisiones casuísticas, muchas de ellas inherentemente contradictorias, generando las condiciones que llevaron a la crisis de 94.

Visto en conjunto, el país requiere una estrategia de desarrollo integral. Esto es, un proyecto claro y definido que explique a dónde se quiere llegar y que goce de coordinación entre proyectos. Volviendo a los ochenta, se puede observar cómo se privatizó la empresa telefónica (con criterios de ingreso fiscal, no de competencia) casi de manera simultánea con la aprobación de la ley en materia de competencia. Lo mismo ocurrió con la forma en que se privatizaron los bancos, se adopto la ley en materia de inversión extranjera o se liberalizó la economía. En una palabra, nunca hubo un proyecto rector que asegurara que las partes fuesen compatibles entre sí.

Para ser exitoso y evitar esos dislates, el próximo gobierno debería adoptar una visión integral y de ahí “colgar” todas las decisiones individuales que decida emprender. Es decir, no descuidar el objetivo que se propone y los elementos que deben estar presentes para que éste pueda ser logrado. El proceso debe asegurar compatibilidad con la realidad económica global, sobre todo en temas como impuestos, energía, regulación, competencia y similares.

Es claro que es muy difícil articular una gran estrategia de desarrollo que integre todos los elementos y factores que caracterizan a la gestión de un gobierno. En virtud de esto, me permito proponer que en lugar de intentar un gran ejercicio de planeación central estilo soviético, el gobierno que se prepara para iniciar funciones adopte un criterio central que guíe su actuar y, sobre todo, que le sirva como mojonera para asegurar que las partes cuadren con su objetivo último.

De acuerdo a los estudiosos, hay una correlación absoluta entre el ascenso de la productividad y el crecimiento de la economía. Siendo así, lo más simple sería adoptar a la productividad como el criterio rector. Paul Krugman, uno de los economistas más críticos en la actualidad, afirma que la productividad “no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo” porque determina el número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de la población. De adoptarse la productividad como criterio, el presidente podría evaluar con enorme claridad qué contribuye y qué impide y, por lo tanto, qué costos son aceptables y cuáles no. Más al punto, le permitiría poner en perspectiva la importancia relativa de reformas en unos temas respecto a otros porque algunos sectores son infinitamente más trascendentes en materia de impacto sobre la productividad que otros.

Desde el punto de vista de la productividad, no hay nada más importante que la formación del capital humano, el funcionamiento de los mecanismos de resolución de disputas, la seguridad pública, la infraestructura, la disponibilidad de energéticos y la existencia de un entorno propicio para el crecimiento de la innovación y la creatividad. La gran virtud de contar con un criterio unificador es que permitiría discernir los costos y beneficios de asumir un conflicto con los intereses comprometidos con el statu quo, a la vez que permitiría identificar contrapartes y apoyos.

El “viejo régimen” vivió de abusar de los derechos de propiedad, de ignorar (y hacer imposible) el Estado de derecho y de imponer las preferencias del presidente. Ese régimen se colapsó porque fue incapaz de adecuarse a los tiempos y satisfacer a una reciente población. Una creciente productividad permitiría construir un nuevo régimen, bueno para todos.

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Mitos y responsables

Retorna el mito de que unas cuantas reformas nos darían acceso directo al Nirvana. Tres décadas de reformas diversas son testigo de que las reformas son indispensables, pero no lo son todo: sin una claridad de dirección y un liderazgo efectivo, las reformas, cualesquiera que éstas sean, serán siempre insuficientes. El verdadero reto consiste en saber qué reformar y para qué y sumar detrás de esa visión al conjunto de la población. Sin ello seguiremos discutiendo «las» reformas por las siguientes tres décadas.

El problema de los mitos es que, como afirmaba Monsiváis, «la realidad del mito es la irrealidad del país». Se construyen enormes edificios en torno a una solución milagrosa y luego se pretende que cambie la realidad en un santiamén. Para que surta efecto, una reforma tiene que tener al menos tres características cruciales: primero, debe partir de un diagnóstico certero sobre la naturaleza del problema que se pretende resolver; segundo, debe ser coherente y consistente con otras acciones gubernamentales que se emprenden de manera paralela; y, tercero, debe afectar a los intereses que se benefician del statu quo que la reforma se propone modificar. Si no se satisfacen los tres requisitos, la reforma no logrará su cometido.

Lamentablemente, muy pocas de las reformas (incluyendo privatizaciones) que se emprendieron desde los ochenta han satisfecho estos requisitos. Peor, se ha arraigado la noción de que todos nuestros problemas están plenamente diagnosticados y que lo único que hace falta es que el Congreso actúe para salir del hoyo en el que estamos. Como ilustra la polémica en torno a la iniciativa de reforma laboral que recientemente envió el presidente Calderón al poder legislativo, no existen consensos respecto a las causas de los problemas que nos aquejan. Mucho menos existen respuestas automáticas que, además, gocen de consenso entre especialistas o políticos. En otras palabras, no existen soluciones mágicas.

En adición a lo anterior, dado que cada iniciativa de ley que se presenta desata su propia dinámica política (producto de las fuerzas con intereses de por medio), existe el riesgo de que, al final del proceso, una reforma acabe siendo contradictoria con otras. Esto es algo normal en un entorno democrático donde en cada proceso intervienen fuerzas distintas que acaban conformando un producto único cada vez. El arte de lo posible como dirían los clásicos.

Sin embargo, nosotros debemos aspirar a más. La clave del desarrollo, y del logro de tasas elevadas de crecimiento económico, reside en la coherencia del conjunto de estrategias que organiza el gobierno y que se plasman en la forma de leyes, reglamentos, regulaciones y presupuestos. Puesto en otros términos, el éxito de una estrategia de desarrollo reside enteramente en la capacidad de un gobierno de articular una visión y convencer a la población y a los legisladores de sus beneficios. En este sentido, se trata de un proceso inherentemente político aunque sus resultados se aprecien, para bien o para mal, en el desempeño económico.

Dicho lo anterior, es evidente que el país requiere reformas al menos en materia laboral, fiscal y energética. Pero estas reformas no pueden ser independientes del conjunto que se pretende conciliar y coordinar.

Para que sea exitosa, una reforma laboral debe facilitar la contratación de personal y favorecer el crecimiento de la productividad sin mermar los derechos políticos y laborales del trabajador. Estos principios son elementales, pero es importante notar que esta reforma es mucho más importante para empresas chicas que para las grandes, cuya escala les permite mucho mayor latitud en materia de sueldos y prestaciones. Además, el costo laboral como porcentaje de los costos totales tiende a ser mucho menor en empresas con alta inversión en tecnología y maquinaria que aquellas dependientes estrictamente de mano de obra. Es decir, las empresas chicas, que son las que más empleos generan (con bajos salarios), son las que urgentemente requieren mayor flexibilidad laboral. Prueba de esto es que ahí domina la economía informal, que carece de prestaciones o protección alguna.

Para que sea exitosa, una reforma energética debe hacer posible que el país cuente con combustibles y materias primas a precio competitivo y en condiciones similares o mejores a las de nuestros competidores. En la actualidad no sólo no se cumple esa premisa, sino que es incierta la disponibilidad de energéticos y los monstruosos monopolios que se encargan del sector tienen por prioridad la satisfacción de sus intereses sindicales y burocráticos internos, así como de sus jefes políticos. El mercado y la competitividad los tienen sin cuidado. Para que sirva, una reforma energética tiene que resolver estos entuertos y, a la vez, hacer posible la explotación de los recursos con acceso a tecnologías que hoy sólo son asequibles a través de asociaciones privadas.

Por su parte, una reforma fiscal exitosa implicaría liberar al gobierno de su dependencia respecto al ingreso petrolero sin que eso implique exprimir a los pagadores de impuestos de tal manera que se trastoque el incentivo a producir de manera eficiente. Desde luego, en materia de impuestos todos queremos que alguien más pague, pero la clave reside en que el contribuyente vea en los servicios públicos una justificación plena para su pago. Sin embargo, si uno ve desde la seguridad pública hasta el estado del pavimento es evidente que el divorcio entre impuestos y servicios es tan grande que es imposible pretender conciliarlos sin un profundo y serio compromiso gubernamental.

Las reformas son necesarias, pero perviven tantos obstáculos, estancos, favores, mecanismos de protección, subsidios y burocratismos dentro del poder ejecutivo que un actuar serio en ese frente tendría el efecto de liberalizar fuerzas y recursos, además de dinamizar la competencia en sectores clave de la economía. Lo mismo es cierto en sectores sujetos a concesión, siempre dados al chantaje y a las prácticas monopólicas. En muchos ámbitos, el problema es menos legislativo que ejecutivo, pero no por eso menos polémico o político.

En la conformación de su gabinete, el presidente deberá equilibrar la presencia de técnicos del primer mundo con operadores políticos eficaces y dispuestos a enfrentar a los intereses -en todos los ámbitos- que mantienen paralizada a la economía. Si nombra puro grillo cosechará bajas tasas de crecimiento; si nombra puro técnico cosechará conflictos por doquier. Su decisión en esta materia será otra muestra de su visión y de su disposición a lograr eso que le ganó el voto: un gobierno eficaz.

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Oportunidad

Dos visiones –¿serán fantasmas?- recorren la discusión pública en anticipación al inicio de la nueva administración. Una enfatiza y evoca el conflicto, las diferencias y los supuestos atropellos al proceso democrático. La otra privilegia la oportunidad de romper la parálisis político-legislativa que ha caracterizado al país en las últimas décadas y colocarlo en el umbral de una nueva era de crecimiento. ¿Estamos ante un abismo infranqueable, o meramente ante una diferencia de percepciones: si el vaso se encuentra medio lleno o medio vacío?

La elección del primero de julio produjo tres circunstancias: a) la necesidad de coaliciones para poder avanzar una agenda legislativa; b) una nueva fuente de conflicto político: y c) una gran oportunidad.

La necesidad de coaliciones no es algo novedoso. Las reformas de los años ochenta y noventa inauguraron una era de cooperación entre partidos a nivel legislativo y ese ha sido el tenor de lo que ha avanzado y de lo que ha se ha quedado atorado. La pretensión de unanimidad y consenso impidió que prosperaran iniciativas trascendentes, pero el hecho de negociar alianzas ya es parte inherente al proceso legislativo nacional. De hecho, ha habido un enorme número de decretos constitucionales aprobados (64 desde 1997), todos ellos producto de votos multipartidistas, pero la abrumadora mayoría de esas iniciativas se refiere a derechos políticos y sociales. Es decir, a pesar de que funciona el proceso, los partidos han sido reacios a afectar intereses reales en el terreno económico o político, que es, por definición, la naturaleza de las reformas estructurales en terrenos como el fiscal, laboral o energético.

La nueva fuente de conflicto no es tan nueva. Aunque, al menos en concepto, algunos de los reclamos de la coalición de izquierda ameritan una discusión seria (y digo en concepto porque el uso del dinero no fue privativo de un solo partido), la demanda presentada ante el Tribunal Electoral claramente no fue sobre las reglas o sobre los recursos. La pobreza jurídica de la demanda habla por sí misma. A pesar de ello, mostró que no hay límites al daño que están dispuestos a causar a la reputación de personas e instituciones con tal de lograr avanzar la causa del conflicto. Es claro que el reclamo fue estrictamente por el poder: es nuestro turno y punto. Las reglas no importan, la legislación es lo de menos y el conflicto no cejará hasta que el resultado sea otro.Todo esto sugiere que el gobierno de Enrique Peña no debería dispendiar su tiempo o recursos en nuevas reformas electorales o políticas que nunca podrían atender el verdadero fondo del asunto. Haría bien en concentrarse en cambiar la realidad económica del país para acelerar el crecimiento pero también para que eso fuerce a una radical modernización de la izquierda mexicana.

La oportunidad que se presenta se deriva en parte del resultado de la elección de este año pero es en mucho producto de la combinación del cambiante contexto internacional y de los cambios que ha experimentado el país, casi a sottovoce, en las últimas dos décadas. Por lo que toca a los cambios internos, ha habido extraordinarias inversiones en infraestructura, las exportaciones han transformado la estructura productiva, la población es cada vez más de clase media, el TLC se ha consolidado como un ancla de confianza para la inversión y el crecimiento y la estabilidad financiera ha favorecido el crecimiento del consumo y afianzado la credibilidad de instituciones clave para el desarrollo. A su vez, la gradual desaceleración de la economía china ha afectado a sus proveedores de materias primas (como Brasil y Australia), abriendo un espacio para que México se convierta en un gran pivote de crecimiento en los próximos años. Si el nuevo gobierno despliega las capacidades de negociación y articulación de alianzas –capacidad de operación política- que le ha caracterizado, el potencial transformador sería inmenso.

La clave de los próximos meses reside en las prioridades que Enrique Peña Nieto decida enfatizar. Es obvio que se requieren acciones en muchos frentes, pero la capacidad de cualquier gobierno es siempre limitada. De ahí que tenga que definir sus prioridades y la estrategia idónea para alcanzarlas. A la fecha, el equipo del futuro gobierno ha esbozado dos grupos de temas: aquellos vinculados con la corrupción, la transparencia y la rendición de cuentas y los relativos a las reformas económicas.Los dos son importantes y ambos requieren atención e, incluso, podrían ser medios para construir coaliciones con distintos contingentes legislativos. La gran pregunta es de definición: se trata de imitar a Lapedusa (que todo cambie para que todo siga igual) o de realizar reformas que, aunque afecten intereses en el corto plazo, sean susceptibles de transformar la realidad de la población y del país en el curso de un sexenio. No hay definición más transcendente.

Parte del dilema que enfrenta el nuevo gobierno reside en su visión del mundo. Hay el riesgo de que intente avanzar la transparencia y la rendición de cuentas, así como reducir la corrupción, por medios burocráticos: más comisiones, más regulaciones  más burocracia. La experiencia histórica es transparente: lo único que eleva la eficiencia, reduce la corrupción y obliga a la transparencia es la eliminación de regulaciones e impedimentos. El ejemplo de la SECOFI en los ochenta y noventa es ilustrativo: con la eliminación del requisito de permiso previo para importar, exportar e invertir, se acabó la burocracia y virtualmente desapareció la corrupción. Tanto en temas regulatorios como en los estructurales, el cómo es tan importante como el qué. De hecho, como muestran los (relativamente pobres) resultados de muchas de las reformas y privatizaciones de los ochenta, el cómo es en ocasiones mucho más trascendente pues es lo que determina los niveles de competencia, productividad y, por lo tanto,  el dinamismo de la economía y su ritmo de crecimiento.

La gran oportunidad para el nuevo gobierno se deriva precisamente de que no comanda una mayoría absoluta en el legislativo. Los principales obstáculos a las reformas son todos priistas o cercanos al PRI. La necesidad de construir coaliciones le permite al nuevo presidente separarse de ellos para llevar a cabo cambios de gran calado que le rindan a él y al país.

En contraste con los gobiernos anteriores, Enrique Peña es un operador político nato. Ese es el factor que puede destrabar al país para iniciar la transformación que hace años se nos ha escapado. De ahí que sea crucial la definición que adopte y el orden de prioridades en su gestión política y legislativa.

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