Que se ordenen los otros

Luis Rubio

Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Los gobiernos son especialmente buenos para identificar problemas técnicos pero tienden a ser profundamente ignorantes sobre lo que motiva el actuar de la población. Suponen que la gente responderá a sus ordenamientos sin chistar y sin jamás poner en duda el altruismo del gobierno.

Pero los mexicanos llevan siglos viendo gobiernos ir y venir y su respuesta no ha cambiado: obedecen pero no cumplen, simplemente se adaptan. La naturaleza humana es terca pero predecible: jamás una persona irá contra sus intereses ni se doblegará voluntariamente ante las preferencias burocráticas. Quizá ahí resida una explicación más lógica al patético desempeño económico actual.

Yo no tengo modelos matemáticos complejos a mi alcance que me permitan dilucidar las causas del pésimo desempeño de la economía, pero observo la forma en que actúa y responde la población ante la interminable andanada en la forma de normas, reglas, procedimientos e impuestos. Una observación me dice mucho: el uso del dinero crece con celeridad. Me cuenta un notario que ya casi habían desaparecido las transacciones en efectivo (en buena medida por el impuesto a los depósitos) pero que ahora crecen inconteniblemente. ¿La razón? La gente tiene miedo que le auditen sus cuentas bancarias o tarjetas de crédito. O sea, en lugar de avanzar hacia una economía cada vez más eficiente y con un sistema financiero que intermedia las transacciones entre agentes económicos, vamos hacia el trueque. Menor eficiencia equivale a menos actividad económica: multiplique usted las operaciones que así tienen lugar a lo largo y ancho del país y el efecto es brutal.

La lógica de una tasa superior de impuestos radica en que, al reunirse un mayor caudal de recursos en el erario, el gobierno puede gastar en forma masiva, con resultados impactantes: no es lo mismo miles de pequeñas transacciones que un gran proyecto de infraestructura. Así quizá suceda en Suecia, pero en México hasta la construcción está declinando. El gasto se eleva pero la economía no responde. Sin duda, meses de gasto creciente van a tener su impacto más adelante, pero menos de lo que el gobierno imagina y quizá de manera distinta. La razón es obvia: el gasto gubernamental es sumamente ineficiente. Mientras que gente sólo gasta lo que le rinde, el gobierno dispendia, con frecuencia de manera absurda. Además, la corrupción no amaina y todo mundo conoce ejemplos de ella en su vivencia cotidiana que refuerzan su desprecio por las soluciones burocráticas: licitaciones amañadas, sindicatos abusivos, pagos por voto en el congreso, los famosos moches, pensiones generosísimas…

En lugar de procurar la confianza de la población y avanzar hacia la construcción de una economía cada vez más eficiente, las acciones gubernamentales aceleran el crecimiento de la economía informal, cuyos impuestos se privatizan: los cobran inspectores, policías y líderes y nunca llegan al erario. En lugar de simplificar el pago de impuestos y disminuir los costos para la creación de empresas formales, la estrategia incentiva la informalidad donde, con todo, los empresarios enfrentan menores costos y operan fuera del radar gubernamental. La lógica del informal es impecable pero su efecto es el de disminuir el crecimiento agregado de la economía.

Por encima de todo, la realidad cotidiana sigue siendo sumamente onerosa para el mexicano de a pie por los costos de la extorsión, la impunidad con que actúa la autoridad a todos los niveles de gobierno y su enorme desorden. La noción de que la población se va a ordenar sin que el gobierno entre en orden es contradictoria con la naturaleza humana. El ejemplo comienza en casa.

La ley fiscal vigente eleva dramáticamente el costo fiscal tanto porque en México no hay impuesto marginal (se pagan impuestos a la tasa completa en cada “escalón” de ingresos), como porque las nuevas facultades de fiscalización paralizan el consumo y la inversión. En estas circunstancias, no es difícil explicar la situación económica. El problema no es técnico sino de naturaleza humana. En los setenta los gobiernos se empeñaron en imponer su lógica burocrática sobre las prácticas cotidianas: inventaron fideicomisos y gastaron como si no hubiera límite alguno, subvirtiendo la confianza. El resultado fue crisis, inflación y caos. La gente no respondió (ni responde) como un burócrata anticipa.

En el corazón de todo yace la contradicción inexorable entre la experiencia de la población y el voluntarismo gubernamental. En el prólogo al libro intitulado “Tráfico de armas en México” de Magda Coss Nogueda, Leonardo Curzio relata que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. Así parece ser la lógica de la estrategia económica: imposición en lugar de convencimiento, autoridad en vez de liderazgo. La imposición no funciona  en la era de la globalización. El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno. ¿De quién es la culpa? Obviamente de la población y de los empresarios que no entienden las instrucciones gubernamentales.

 

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EL MUNDO DESPUÉS DE CRIMEA

FORBES – Mayo 2014

 ARI SHAVIT, UN PERSPICAZ PERIODISTA ISRAELÍ ,  apunta que “el ala occidental” de la Casa Blanca es diferente a cualquiera otra anterior. Está llena de gente joven y mujeres, negros, hispanos y gays. No se ven hombres blancos de edad media, casi nadie que personifique la estructura política de antaño. Dos mujeres que conversan por señas revelan la historia completa: esta administración es una de minorías y liberales comprometidos con igualdad, libertad y justicia social. El uso del poder es suave, de un gobierno que se rehúsa a gobernar”.

Su argumento es que, desde esa posición estratégica, todo lo que antes parecía obvio y natural para observadores externos ya no lo es, y eso que les parece obvio es visto como dinosáurico a los que ahí habitan.

Es en ese contexto en el que hay que entender la racionalidad de la Casa Blanca de Obama frente a situaciones críticas, algunas de enorme trascendencia para nosotros, como la crisis de Crimea, las negociaciones de libre comercio en el Pacífico y en el Atlántico o los altercados entre el Ejecutivo y el Legislativo en materia presupuestal y de deuda. En todos y cada uno de estos casos, los supuestos que tendían a prevalecer entre los actores relevantes y que trascendían al partido que habitaba esa casa proverbial, han dejado de ser válidos. Obama es un presidente distinto.

Hace dos años escribí un artículo que titulé, con un ánimo absolutamente provocador, Obama y Echeverría. Mi argumento era que, como nuestro dilecto ex presidente, Obama estaba alterando el orden establecido de su país. Hoy no tengo duda que ese ha sido su espíritu, pero menos por el color de su piel que por su postura ideológica. Todo indica que en su desarrollo fueron mucho más importantes las lecciones de su madre, una radical de izquierda, su vida en Indonesia y su evolución como profesor de derecho constitucional y activista social. Cada una de esas facetas, como ocurre con cada uno de nosotros, fue dándole forma a sus ideas y posturas. Quizá lo más notable de su visión, que contrasta con la de sus predecesores en el gobierno estadounidense, es que ve con desdén el poderío militar de su país y cree que es posible arreglar cualquier conflicto por la vía del discurso.

EL CASO DE CRIMEA QUIZA ERA INEVITABLE POR LA LÓGICA ESTRATÉGICA DE LA RUSIA DE PUTIN, PERO EL HECHO ES INDICATIVO DE LA PERCEPCIÓN DE DEBILIDAD QUE SOBRE OBAMA HAY EN EL MUNDO”

Nada malo en esas características, excepto que no han tenido el efecto deseado. Estados Unidos no ha tenido un presupuesto en cinco años, el programa de estímulo fiscal resultó inadecuado en buena medida por la forma en que se decidió cómo gastarlo (le cedió esa potestad al Congreso, que lo empleó en proyectos con relativamente poco efecto multiplicador), su titubeo con pintar rayas en Siria, Libia e Irán para luego no actuar de acuerdo a su propio diseño. El caso de Crimea quizá era inevitable por la lógica estratégica de la Rusia de Putin, pero el hecho es indicativo de la percepción de debilidad que sobre Obama hay en el resto del mundo.

Hace unos días, el ex secretario de Estado estadounidense James Baker decía respecto a Crimea que quizá hubiera sido imposible parar a los rusos, pero que la respuesta debió haber sido mucho más drástica e inmediata: autorizar los veintitantos proyectos de exportación de gas licuado que han sido parados por Barack Obama.

 El punto de Baker era que la mera autorización habría desatado a los mercados financieros, tumbando el valor de los activos petroleros rusos en un santiamén. Las dos respuestas la de Obama y la que propone Baker son de escritorio y no entrañan movilización militar alguna, pero la segunda es un planteamiento estratégico, de un profesional, en tanto que la cancelación de unas cuantas visas y provisiones similares no tiene dientes e irradia tibieza, la visión de un amateur.

 Quizá el mejor análisis de la crisis de Crimea lo escribió Anne Applebaum: “Abiertamente o de manera subconsciente, el Oeste ha operado bajo el supuesto de que Rusia es un país occidental fallido pero que tarde o temprano se sumaría a Europa… Por primera vez parece claro que esa narrativa es errada: Rusia es una potencia antioccidental con una visión mucho más oscura de la política mundial”.

Barack Obama no tiene idea cómo responder a eso y su pérdida de liderazgo, influencia y popularidad lo refleja. Pero, toda proporción guardada, en contraste con Luis Echeverría Álvarez (quien fungiera como presidente de México de 1976 a 1982), su capacidad de dañar los intereses de su país es infinitamente menor: en Estados Unidos no hay crisis como las que en México explotaban de manera súbita.

Para eso son los contrapesos, que en Washington funcionan con enorme efectividad, si no siempre con pulcritud.

 LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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Mitos de la democracia

Luis Rubio

Hay ocasiones en que se hace más que evidente la juventud de nuestro sistema político, pero no me refiero a la edad de la incipiente democracia sino a lo adolescente, cuando no infantil, de los criterios y comportamientos que la nutren. Mayoriteo, consenso y democracia partidista son tres de esos mitos que no hacen sino mostrar lo mucho que nos falta avanzar. El show de la elección del PAN en las pasadas semanas debería hacernos llorar de lo patético que es nuestro momento en términos de civilización. ¿Cuáles serán las consecuencias de esa inmadurez?

La demanda de consenso en la aprobación de leyes en el congreso es el más patético de nuestro infantilismo. Una democracia que se respeta no requeriría más que un voto por encima del resto para aprobar una legislación. Aquí, sin embargo, el requisito es de unanimidad. El síndrome es tan profundo que el gobierno ha estado dispuesto a dilapidar miles de millones de pesos en la aprobación de leyes que no hubieran requerido más que el voto de sus propios contingentes y acólitos. Dice el dicho que el miedo no anda en burro.

El mayoriteo es uno de esos cargos que desde hace décadas han servido para tenderle una trampa al PRI. Demandando unanimidad o consenso, los partidos de oposición y muchos críticos han logrado intimidar al PRI y al gobierno al punto de convertir un voto mayoritario en una causa de escándalo. Lo que en democracias serias se considera natural y lógico –quien tiene la mayoría gobierna- en México es motivo de vergüenza. Las leyes que del consenso emanan diluyen tanto su contenido que resultan irrelevantes. Mi impresión es que el “consenso” que aportará el PRD para la aprobación de la legislación en materia energética consagrará a Lampedusa y su gatopardo.

No se a quien se le ocurrió que los partidos son democráticos solo cuando eligen democráticamente a sus candidatos y líderes. La evidencia internacional es, en el mejor de los casos, dudosa. Pero en nuestro contexto –una democracia enclenque y lejos de haberse consolidado-, la democracia partidista ha resultado un desastre. Cada partido que la ha intentado ha acabado desgastado y perdedor. Cuando el PRI lo intentó -2000 y 2006- acabó en la oposición; cuando en ese partido un candidato construyó una coalición abrumadora acabó en la presidencia: 2012. Lo contrario le ocurrió al PAN: la contienda interna en el 2012 no hizo sino dividir al partido, darle municiones a sus contrincantes y llevarlo a la derrota. En su libro Democracy within Parties, Hazan y Rahat argumentan que la forma en que los partidos eligen a sus candidatos determina su potencial de éxito. Independientemente de lo que demande la galería, es evidente que la democracia intra-partidista no es una receta de éxito en el México de hoy.

La contienda por la presidencia del PAN fue tan patética que jamás se discutió lo único importante: qué es lo que hizo que sus dos presidencias fuesen mediocres y qué deben hacer para poder recobrar el poder. En lugar de eso, la contienda giró en torno a la relación PAN-gobierno. Los calderonistas no han logrado salir de su ensimismamiento: no tengo la menor duda que esta contienda se resolvió en el momento en el que Margarita Zavala se volcó públicamente hacia Cordero. Calderón, su familia y candidato no se han percatado que nadie aprecia, al menos en este momento, su gobierno como un factor de concordia o de éxito. Abrazar a su candidato en público fue el beso del diablo.

Años de observar y actuar bajo los parámetros de una democracia en construcción me han convencido que tenemos muy poca materia prima con la cual trabajar. La ley electoral en ciernes habla por sí misma: ninguno de los responsables –partidos, legisladores o gobierno- está trabajando en torno al desarrollo de instituciones fuertes y de un gobierno funcional. Si ese no es el objetivo de una reforma político-electoral, entonces nuestros dilectos gobernantes y representantes deberían dedicarse a otra cosa. La mexicana no tiene que ser una democracia perfecta, pero lo que sí es indispensable es un gobierno que funcione, haciendo posible el crecimiento de la economía y la seguridad de la población. Nada de eso atiende la reforma electoral.

En lo que va de la actual administración, el gran asunto ha sido cómo revertir la tendencia hacia la anarquía a la que el país ha tendido paulatinamente desde los setenta. Algunos gobiernos intentaron tomar el toro por los cuernos y acabaron cornados, como fue el caso de Calderón. Otros, como Fox, optaron por eludir el problema, dejando un país infinitamente más complejo y violento al final de su mandato. El gobierno actual se propuso reconstituir al gobierno como receta para confrontar exitosamente al crimen organizado pero lo único que ha logrado es “democratizarlo”, es decir, extenderlo por todo el país, haciendo posible que afecte a una población cada vez más grande en la forma de extorsión y secuestro.

Hoy confrontamos tres opciones: anarquía, autoritarismo o instituciones modernas. Si no se hace nada, podemos asegurarnos que la anarquía continuará avanzando. No tengo duda que hay muchos en el aparato político que creen que sólo una reconstrucción autoritaria podría restaurar el orden. Ese camino tal vez restaurara el orden, pero no lograría el crecimiento ni la estabilidad y en eso yace su error y, en parte, la parálisis actuar. La estabilidad y el crecimiento se logran sólo con instituciones fuertes e independientes. Mientras eso no ocurra, seguiremos con los mitos.

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Culpas y promesas

Luis Rubio

A la memoria de Lorenzo Zambrano,

empresario visionario y hombre íntegro

que encaró la adversidad con absoluta entereza

Hay algo de platónico en el debate nacional actual: las reformas constitucionales son como las sombras de Platón, las secundarias la realidad. Las primeras describieron sueños, las segundas se toparon con un mundo de intereses de la más diversa índole. La gran pregunta es por qué se atoró el proceso.

Lo fácil es identificar a “los malos” y no faltan propuestas. Los periódicos están saturados de explicaciones sobre cuál es o ha sido el factor que atoró las cosas. Para unos el problema yace en las contradicciones al interior de los partidos de la oposición: que si sus procesos de elección interna o la división real que los caracteriza. Aunque hay mucho de cierto en esto, fallan en explicar por qué no procede el gobierno a aprobarlas directamente con sus partidos acólitos.

Otra línea interpretativa culpa a los villanos favoritos: las empresas avorazadas que no quieren perder sus privilegios o monopolios. También aquí es claro que ningún poder encumbrado, de cualquier tipo (sindical, empresarial, político), va a ceder prebendas sin pelear. Sin embargo, esta explicación es un tanto contradictoria con la primera. Es posible que ambas –la discordia intra-partidista y el poderío de los intereses particulares- se hayan juntado para producir la parálisis que caracteriza al momento, pero también es obvio que las contradicciones están igualmente presentes en el partido gobernante. Por eso esta línea tampoco explica cómo es posible que el enorme impulso que caracterizó a la actividad legislativa en 2013 súbitamente se haya desinflado. Algo más tiene que estar atorando el proceso.

El problema de fondo reside en las dislocaciones que las reformas prometen. De entrada, no hay reforma sin dislocación: reformar entraña cambio, afectación, corrección. Si una reforma no altera el orden establecido, la reforma acaba siendo irrelevante. El objetivo de una reforma tiene que ser el de construir un nuevo orden y no meramente dislocar lo existente: y el problema de las reformas -sobre todo, pero no exclusivamente, las secundarias-, es que están diseñadas meramente para dislocar. Su lógica es política más que económica u organizacional.

Las reformas de 2013 gozaron de un amplio apoyo entre la población. Parte de ello se derivó del impacto que produjo el hecho mismo de que “por fin” se moviera la maquinaria legislativa, pero mucho tuvo que ver la promesa implícita de construir un nuevo entorno. Para que una reforma tenga viabilidad requiere de una base de apoyo que le dé sustento al gobierno reformista y haga posible neutralizar la oposición de quienes podrían ser perdedores. Aunque etérea y nunca expresamente articulada, esa base de apoyo contribuyó a lograr el éxito de la primera etapa de reforma, sobre todo en las dos que realmente son susceptibles de mejorar la vida de la población: la energética y la de comunicaciones. Sin embargo, esa base de apoyo no fue producto de una construcción intencional sino del hartazgo generalizado de la sociedad con el gobierno y los políticos.

Como en el proverbial cuento de Andersen sobre el del emperador sin ropa, las reformas secundarias desnudaron la propuesta gubernamental: hicieron evidente que no existe un proyecto de transformación sino meramente de control. Varios son los indicadores que revelan la naturaleza del proyecto: son observables en la ley de competencia, en las diferencias entre la manera en que se afectaría a los ahora llamados preponderantes, el candor con que se intentó incorporar controles a Internet. Sobre todo, lo que despojó al proyecto del halo reformador fue la falta de futuro promisorio. Nadie va a apoyar un proyecto en el que toda la población pierde. Suponer lo contrario sería absurdo.

Las sombras acabaron dominando sobre las promesas, creando un entorno propicio para que se mantenga el statu quo. Las reformas constitucionales pintaron un panorama de posibilidades, las secundarias prometen un mundo de restricciones, todo bajo el control gubernamental. A nadie debería sorprender el momento actual.

La manifestación de todo esto es el nuevo entorno político nacional: un espacio en el que domina la disputa más que la construcción. Aunque los partidos de oposición podrían, quizá en otro momento de su historia, hacer una propuesta grandiosa de transformación, la construcción depende de quien tiene la responsabilidad de gobernar. El problema es que el gobierno tiene una profunda contradicción entre su cara pública y sus objetivos privados: la primera promete una transformación, los segundos han quedado expuestos y son todo menos transformadores.

El gran mérito del gobierno del presidente Peña a la fecha ha radicado en su astucia y habilidad para aprovechar el momento y todos los instrumentos a su alcance para lograr un primer empuje hacia la transformación del país. Su gran carencia ha residido en la estrechez del objetivo ulterior que anima a su proyecto. El control no es, no puede ser, un objetivo de gobierno. El control podría ser un medio para alcanzar metas relevantes, pero no es substituto de una propuesta integral de desarrollo. De la misma forma, las reformas son medios a través de los cuales se puede avanzar la consecución de un objetivo transformador, pero no son substitutos del proyecto mismo. Hace falta el proyecto.

La buena noticia es que las reformas aprobadas en 2013 abren enormes oportunidades para el desarrollo del país; la mala es que no hay evidencia de que exista la visión susceptible de hacerlas posibles en la realidad.

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Reforma y reacción

Luis Rubio

La noción de reformar cobró inusitada –de hecho monumental- relevancia en las últimas décadas en buena medida porque la primera etapa de modificaciones estructurales, a fines de los ochenta y principios de los noventa, quedó trunca. El mantra acabó siendo que faltaba un conjunto de reformas y que en el momento en que éstas se consumaran, el país entraría, de inmediato, al Nirvana. Con el nuevo ímpetu reformista, es importante reflexionar lo que significa reformar y los riesgos y oportunidades que el país tiene frente a sí.

El país lleva prácticamente medio siglo estancado y, salvo pequeños momentos de luz, y acciones conducentes a ello, no ha encontrado su camino hacia el desarrollo. El desarrollo estabilizador murió en los sesenta porque ya no tenía gasolina que le diera vida: el esquema funcionó mientras el país exportó suficientes granos y minerales para financiar la importación de maquinaria e insumos para una industria cerrada y protegida; cuando declinaron las exportaciones de granos (consecuencia de una fallida política agraria), todo el modelo se colapsó. Los gobiernos de la docena trágica (1970-1982) intentaron todo lo existente para sostener ese modelo y lo único que dejaron fue un país en crisis, una enorme deuda externa y una sociedad en conflicto consigo misma y con el gobierno. No me es obvio por qué querría uno retornar a ese momento paradisiaco.

Para los ochenta México ya estaba retrasado una década: en ese lapso se experimentaron cambios económicos y políticos fundamentales en el mundo (económicos en Asia, políticos en el sur de Europa) de los cuales nosotros estábamos abstraídos, como si nada pudiera afectarnos. A mediados de los ochenta, se comienza a enfrentar el toro por los cuernos: se inicia la era de las reformas, dándole oxígeno y oportunidad de transformación a innumerables empresas y sectores. El gran mérito de Salinas fue que cambió la visión imperante: en lugar de ver hacia atrás, forzó a ver hacia adelante; en lugar de ver hacia adentro, obligó al país a enfocarse hacia afuera. Parece poco, pero su gran legado fue la visión estratégica. Nada de eso hubo en los años anteriores y sigue estando ausente.

“La experiencia enseña que el momento más peligroso de un mal gobierno normalmente ocurre cuando comienza a reformarse. Solo un gran genio puede salvar al gobernante que está presto a aliviar de su sufrimiento a los súbditos luego de un largo proceso de opresión”.  Aunque se refiere a la Francia pre-revolucionaria, parecería que de Tocqueville visitó a México en años recientes. Su argumento es muy claro: “En la medida en que la prosperidad avanzaba, la mente de los hombres reflejaba cada vez mayor ansiedad y parecía más descompuesta. El desasosiego de la población se agudizaba; el desprecio hacia las instituciones crecía. La nación claramente marchaba hacia una revolución”.

Reformar implica alterar el orden establecido porque entraña la afectación de intereses y exige la adaptación a nuevas realidades. En este sentido, toda reforma representa un desafío para las empresas, instituciones y gobierno. Los que pierden se revelan e intentan asirse al pasado o plantar minas en el camino del cambio; los merolicos buscan la oportunidad de capturar clientelas y encabezar una marcha, hacia donde sea, usualmente hacia el pasado. La administración política del proceso se torna crucial pero generalmente no se entiende esa demanda y es en ese contexto que se presentan las crisis.

La crisis de 1994-1995 se debió a una estrategia financiera de déficit fiscal y endeudamiento  pero también al choque que produjeron las reformas, incluyendo la pérdida del activo priista más fundamental: el control centralizado y autoritario. El caos de 1994 –asesinatos, rebeliones, devaluación- anunciaba una reestructuración de las relaciones de poder en la sociedad que, bien a bien, no acaba de resolverse. Esto quizá no sea del tamaño de los huracanes que llevaron a la Revolución Francesa, pero los resultados en México han sido patéticos.

Veinte años después no hemos acabado de abandonar el pasado y no hay visión de futuro. Las reformas del año pasado son importantes pero su devenir va a depender mucho más de la calidad del liderazgo y la visión con que se convenza a la población de su importancia que de su contenido inmediato. En un país cuyas instituciones no gozan de prestigio o capacidad, la letra de la ley es siempre relativa.

Al mismo tiempo, no es posible minimizar los riesgos que el propio proceso de reforma genera. La complejidad de los intereses y potenciales afectados que yace detrás de los retrasos en materia de leyes secundarias no se puede desestimar. En su análisis comparativo de diversos procesos de reforma, Samuel Huntington concluía que existe un severo riesgo de provocar la unificación de las oposiciones a diversas reformas. “En lugar de intentar resolver todos los problemas de manera simultánea… hay que separar unos de otros para lograr la aquiescencia e incluso el apoyo hacia una reforma de quienes se podrían oponer a otras… el crecimiento de la economía requiere la modernización cultural; la modernización cultural demanda la existencia de autoridad efectiva; y la autoridad política efectiva tiene que anclarse”.

Las reformas de la era anterior avanzaron en un contexto autoritario que ya no existe por más que se concentre el poder. El gran reto es construir hacia adelante o correr el riesgo de enfrentar una resaca fulminante en contra. O, peor, otra oportunidad perdida.

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Razones de la anarquía parcial de México

América economía – Luis Rubio

Decía Kenneth Waltz, el recientemente fallecido estudioso del poder, que “el opuesto de anarquía no es estabilidad, sino jerarquía”. Se llega a la anarquía cuando no hay hegemonía o cuando no existen (o se pierden) estructuras de orden y control en una sociedad. Esto ocurre cuando se rompe el orden establecido (como con el colapso de un imperio o dictadura), cuando no existen instituciones capaces de canalizar el conflicto o cuando se presentan condiciones anómalas –exógenas o endógenas- que generan desorden, violencia y, potencialmente, caos. México no llegó al nivel de caos que ha caracterizado a naciones como la URSS o Egipto, pero las tendencias desde los 90 no han sido encomiables: cualquiera podría encontrar ejemplos para las causales anteriores.

Un logro inicial del actuar del gobierno de Enrique Peña fue el retorno de un sentido de orden y autoridad; sin embargo, ese sentido se ha ido mermando debido al renovado caos que caracteriza a diversas regiones y estados del país, así como por todo tipo de manifestaciones y violencia callejera.Aunque es obvio que las tendencias en la estructura del poder en el país han cambiado, el gobierno ciertamente no ha logrado establecer una hegemonía en el sentido que emplea Waltz. Queda por verse cuál de las dos tendencias avanzará: el caos o la hegemonía y, si es esta última, si vendrá acompañada de mecanismos institucionales que le den permanencia.

El restablecimiento del orden y de un sentido de autoridad es un logro extraordinario y constituye una excepcional oportunidad para el desarrollo del país, pero sólo será exitoso en la medida en que se consolide y atienda a la demanda ciudadana, hasta hoy ignorada.

El retorno de un sentido de orden y autoridad no cambió la creciente industria de la extorsión y el secuestro ni alteró los patrones de violencia en las zonas de tránsito de droga. Basta ver las manifestaciones de violencia y disidencia no institucional, las organizaciones de auto defensa o el crimen organizado que extorsiona a la sociedad, para ser cautos en las conclusiones a las que uno llegue.  Pero nada de eso niega el giro hacia el restablecimiento de un sentido de autoridad. La pregunta es si éste será perdurable.

Desde la perspectiva de los estudiosos “realistas” del poder, como Waltz, lo fundamental es lograr un equilibrio que permita estabilidad. Desde esta visión, el peor escenario es aquel que conduce a la inestabilidad, por lo que, en contraste con los “idealistas”, lo crucial es evitar cambios radicales: siempre procurar equilibrios y acomodos. Cuando hay un poder dominante o hegemónico tiende a haber orden y, por lo tanto, desarrollo.

La democracia es una forma de hegemonía que, a diferencia de la que es producto de la capacidad de imposición, es resultado de un voto que, por lo tanto, entraña el acuerdo de una sociedad. Pero, al igual que otras estructuras de dominación, la democracia es una estructura jerárquica que se impone por medio de instituciones que gozan de la legitimidad derivada del consentimiento. Sin embargo, una democracia incompleta o no consolidada como la nuestra generó una expectativa de igualdad (por parte de los gobernadores, poderes fácticos, empresarios y líderes obreros) que contribuyó a crear un entorno de crisis e inestabilidad. Es decir, al desaparecer la estructura o fuente de autoridad el país comenzó a entrar en una era de desorden que ha amenazado con deteriorarse de manera sistemática.

El punto no es sugerir que lo que el país requiere es una estructura de control autoritario que imponga orden sino todo lo contrario: que requiere consolidar su democracia para que existan instituciones fuertes que no sólo hagan posible la existencia de una autoridad legítima, sino que ésta sea permanente a través de los procesos electorales que le confieran legitimidad cada seis años. Dados los magros resultados a la fecha, este es un reto fundamental para el futuro mediato.

El gobierno anterior intentó evitar la anarquía a través de un combate frontal al crimen organizado. Independientemente de la racionalidad o viabilidad de esa estrategia, uno de los problemas fundamentales de su concepción fue la suposición de que todas las fuentes de inestabilidad provenían de ahí. Además del crimen organizado una buena parte de los problemas del país proviene de la erosión de las estructuras de autoridad que, por razones buenas y malas, ocurrió en las décadas pasadas. El viejo presidencialismo se fue desgastando pero no se construyeron instituciones idóneas para reemplazar los poderes que se deterioraban.

 

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Desorden y autoridad

Luis Rubio

Decía Kenneth Waltz, el recientemente fallecido estudioso del poder, que “el opuesto de anarquía no es estabilidad sino jerarquía”. Se llega a la anarquía cuando no hay hegemonía o cuando no existen (o se pierden) estructuras de orden y control en una sociedad. Esto ocurre cuando se rompe el orden establecido (como con el colapso de un imperio o dictadura), cuando no existen instituciones capaces de canalizar el conflicto o cuando se presentan condiciones anómalas –exógenas o endógenas- que generan desorden, violencia y, potencialmente, caos. México no llegó al nivel de caos que ha caracterizado a naciones como la URSS o Egipto, pero las tendencias desde los noventa no han sido encomiables: cualquiera podría encontrar ejemplos para las causales anteriores.

Un logro inicial del actuar del gobierno de Enrique Peña fue el retorno de un sentido de orden y autoridad; sin embargo, ese sentido se ha ido mermando debido al renovado caos que caracteriza a diversas regiones y estados del país, así como por todo tipo de manifestaciones y violencia callejera. Aunque es obvio que las tendencias en la estructura del poder en el país han cambiado, el gobierno ciertamente no ha logrado establecer una hegemonía en el sentido que emplea Waltz. Queda por verse cuál de las dos tendencias avanzará: el caos o la hegemonía y, si esta última, si vendrá acompañada de mecanismos institucionales que le den permanencia.

El retorno de un sentido de orden y autoridad no cambió la creciente industria de la extorsión y el secuestro ni alteró los patrones de violencia en las zonas de tránsito de droga. Basta ver las manifestaciones de violencia y disidencia no institucional, las organizaciones de auto defensa o el crimen organizado que extorsiona a la sociedad, para ser cautos en las conclusiones a las que uno llegue.  Pero nada de eso niega el giro hacia el restablecimiento de un sentido de autoridad. La pregunta es si éste será perdurable.

Desde la perspectiva de los estudiosos “realistas” del poder, como Waltz, lo fundamental es lograr un equilibrio que permita estabilidad. Desde esta visión, el peor escenario es aquel que conduce a la inestabilidad, por lo que, en contraste con los “idealistas”, lo crucial es evitar cambios radicales: siempre procurar equilibrios y acomodos. Cuando hay un poder dominante o hegemónico tiende a haber orden y, por lo tanto, desarrollo.

La democracia es una forma de hegemonía que, a diferencia de la que es producto de la capacidad de imposición, es resultado de un voto que, por lo tanto, entraña el acuerdo de una sociedad. Pero, al igual que otras estructuras de dominación, la democracia es una estructura jerárquica que se impone por medio de instituciones que gozan de la legitimidad derivada del consentimiento. Sin embargo, una democracia incompleta o no consolidada como la nuestra generó una expectativa de igualdad (por parte de los gobernadores, poderes fácticos, empresarios y líderes obreros) que contribuyó a crear un entorno de crisis e inestabilidad. Es decir, al desaparecer la estructura o fuente de autoridad el país comenzó a entrar en una era de desorden que ha amenazado con deteriorarse de manera sistemática.

El punto no es sugerir que lo que el país requiere es una estructura de control autoritario que imponga orden sino todo lo contrario: que requiere consolidar su democracia para que existan instituciones fuertes que no sólo hagan posible la existencia de una autoridad legítima, sino que ésta sea permanente a través de los procesos electorales que le confieran legitimidad cada seis años. Dados los magros resultados a la fecha, este es un reto fundamental para el futuro mediato.

El gobierno anterior intentó evitar la anarquía a través de un combate frontal al crimen organizado. Independientemente de la racionalidad o viabilidad de esa estrategia, uno de los problemas fundamentales de su concepción fue la suposición de que todas las fuentes de inestabilidad provenían de ahí. Además del crimen organizado una buena parte de los problemas del país proviene de la erosión de las estructuras de autoridad que, por razones buenas y malas, ocurrió en las décadas pasadas. El viejo presidencialismo se fue desgastando pero no se construyeron instituciones idóneas para reemplazar los poderes que se deterioraban.

En un sistema democrático, la hegemonía proviene de un gobierno centralizado que controla las estructuras de poder o de instituciones fuertes. En la actualidad, el gobierno ha logrado amasar un poder creciente gracias a los mecanismos de control que se han revitalizado. Más control quizá conlleve a resultados en el corto plazo pero también entraña las semillas de su propio riesgo.

En los noventa tuvimos una presidencia que logró algo similar: consolidó el poder, construyó una estructura de dominación que conducía hacia la hegemonía y  avanzó una plataforma para el desarrollo económico del país. En mucho de lo logrado entonces reside el potencial de desarrollo actual y de lo que ha funcionado bien en estas décadas, comenzando por el TLC. Sin embargo, como vimos desde 1994, también es imperativo reconocer que el poder unipersonal no es permanente y puede en sí mismo ser una fuente de inestabilidad y hasta desorden.

El restablecimiento del orden y de un sentido de autoridad es un logro extraordinario y constituye una excepcional oportunidad para el desarrollo del país, pero sólo será exitoso en la medida en que se consolide y atienda a la demanda ciudadana, hasta hoy ignorada.

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Enseñanzas de la rebelión en la plaza Tahrir para México

America Economía

 Impactante el contraste entre el discurso de los políticos y la realidad en las calles. Como si se tratara de dos mundos contradictorios, que se ignoran mutuamente. Mucho de eso hay en México y en el provincianismo de su política, pero no me refiero a México. La gran revelación de la película The Square, es que hoy ya nadie goza del monopolio de la información. La interrogante relevante para nosotros es si las reformas recientes empatan con ese cambio en la realidad.

La película, un documental sobre la rebelión estudiantil en la plaza Tahrir, es un perfil de seis activistas desde el inicio de las manifestaciones hasta que el ejército retoma el poder luego de tumbar al presidente electo. Es un poderoso testimonio de una movilización social espontánea, quizá animada por años de contención y represión política. Pero el mensaje más trascendente no reside en las manifestaciones mismas sino en la narrativa de la movilización.

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

Cuando comenzó y se propaló la llamada “primavera árabe”,  muchos observadores apuntaron que los medios de comunicación, las redes sociales y otros instrumentos de la era de la globalización habían hecho posible el fenómeno. Algunos historiadores, menos pasionales, demostraron cómo las revoluciones europeas del siglo XIX habían seguido un patrón similar: el ejemplo había tardado más en cundir, pero había tenido el mismo impacto. La tecnología apresuró los tiempos pero no cambió la dinámica. Lo que la tecnología si logró fue terminar con el monopolio de la verdad.

Como dice uno de los protagonistas, antes la historia la escribían los ganadores, ahora cada quien cuenta la suya. Los políticos ya no son los poseedores de la verdad y sus afirmaciones son inmediatamente cuestionadas, frecuentemente con datos implacables. Los medios de comunicación tradicionales ahora compiten con blogueros y, de hecho, con cualquier persona que trae un teléfono con cámara en la bolsa. Ya no existe una sola verdad ni una sola perspectiva. Las implicaciones políticas de este hecho son extraordinarias

Para comenzar, nadie controla los eventos y la capacidad de manipularlos disminuye drásticamente. No es inconcebible que, de haber tenido lugar una o dos décadas antes, el intento de desafuero (2005) hubiera sido exitoso, pero hoy sería imposible porque nadie controla todos los procesos, incluido el gobierno.

Como dice Aníbal Romero, la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados “y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía”. Esto se magnifica dramáticamente con la multiplicidad de fuentes contradictorias de información y la explosión de las expectativas, todo lo cual altera de manera fundamental la actividad gubernamental.

El mundo de antes era el paraíso de los políticos controladores y la población tenía pocos recursos a su alcance. Los reyes y los señores feudales (cualquiera que fuese su título) dominaban gracias a su capacidad para controlar los insumos básicos. Aunque con excepciones, esa capacidad de control y manipulación se mantuvo inalterada hasta hace apenas unos lustros. Hoy, como dice David Konzevik, las expectativas crecen 5% por cada 1% que crece el ingreso, es decir, crecen exponencialmente y no es necesario para una persona más que ver la televisión para saber que quiere lo que ahí vio y que lo quiere ahorita. Gobernar en este contexto exige una forma muy distinta de entender al mundo y de actuar.

En el México de las muchas reformas, la pregunta es si éstas empatan la realidad de hoy. En ocasiones me parece que en lugar de intentar colocar al país adelante de la curva, lo que en realidad se está haciendo es legislar la revolución industrial de principios del siglo XIX: la era del control y la centralización

Hay varias cosas que parecen muy claras: primero, ya no es posible engañar a la ciudadanía ni intercambiarle oro por espejitos relumbrantes; segundo, la población va años adelante de los políticos en cuanto a sus deseos y expectativas y no hay manera de satisfacerlas y ciertamente no con los instrumentos hoy disponibles; y tercero, dado que el gobierno no puede controlar los flujos de información o las expectativas (y sería ridículo que lo intentara), su función debería concentrarse en darle a las personas los instrumentos y las capacidades para que puedan ser exitosas por sí mismas.

La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, pero sus implicaciones en el terreno de las reformas es evidente: éstas tienen que concentrarse en liberar la capacidad productiva de la población (laboral); darle instrumentos para que pueda valerse en un mundo tan complejo y competido (educación, salud); darle acceso a la información (telecomunicaciones); y crear condiciones para que sus derechos estén protegidos (política y seguridad). La diferencia es el enfoque, el “para qué”.

Me quedan dos dudas: primera, aunque los recursos energéticos potenciales son evidentemente enormes y ameritan una explotación intensa, racional y exitosa, ¿por qué concentrarse en eso, siglo XIX, en lugar del siglo XXI? Otra duda: ¿en qué medida las reformas que han sido aprobadas y cuya segunda etapa está en proceso se apegan a la lógica de avanzar lo importante para el futuro?

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/ensenanzas-de-la-rebelion-en-la-plaza-tahrir-para-mexico

Reformas en la era de la globalización

Luis Rubio

Impactante el contraste entre el discurso de los políticos y la realidad en las calles. Como si se tratara de dos mundos contradictorios, que se ignoran mutuamente. Mucho de eso hay en México y en el provincianismo de su política, pero no me refiero a México. La gran revelación de la película The Square, es que hoy ya nadie goza del monopolio de la información. La interrogante relevante para nosotros es si las reformas recientes empatan con ese cambio en la realidad.

La película, un documental sobre la rebelión estudiantil en la plaza Tahrir, es un perfil de seis activistas desde el inicio de las manifestaciones hasta que el ejército retoma el poder luego de tumbar al presidente electo. Es un poderoso testimonio de una movilización social espontánea, quizá animada por años de contención y represión política. Pero el mensaje más trascendente no reside en las manifestaciones mismas sino en la narrativa de la movilización.

Cuando comenzó y se propaló la llamada “primavera árabe”,  muchos observadores apuntaron que los medios de comunicación, las redes sociales y otros instrumentos de la era de la globalización habían hecho posible el fenómeno. Algunos historiadores, menos pasionales, demostraron cómo las revoluciones europeas del siglo XIX habían seguido un patrón similar: el ejemplo había tardado más en cundir, pero había tenido el mismo impacto. La tecnología apresuró los tiempos pero no cambió la dinámica. Lo que la tecnología si logró fue terminar con el monopolio de la verdad.

Como dice uno de los protagonistas, antes la historia la escribían los ganadores, ahora cada quien cuenta la suya. Los políticos ya no son los poseedores de la verdad y sus afirmaciones son inmediatamente cuestionadas, frecuentemente con datos implacables. Los medios de comunicación tradicionales ahora compiten con blogueros y, de hecho, con cualquier persona que trae un teléfono con cámara en la bolsa. Ya no existe una sola verdad ni una sola perspectiva. Las implicaciones políticas de este hecho son extraordinarias

Para comenzar, nadie controla los eventos y la capacidad de manipularlos disminuye drásticamente. No es inconcebible que, de haber tenido lugar una o dos décadas antes, el intento de desafuero (2005) hubiera sido exitoso, pero hoy sería imposible porque nadie controla todos los procesos, incluido el gobierno.

Como dice Aníbal Romero, la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados “y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía”. Esto se magnifica dramáticamente con la multiplicidad de fuentes contradictorias de información y la explosión de las expectativas, todo lo cual altera de manera fundamental la actividad gubernamental.

El mundo de antes era el paraíso de los políticos controladores y la población tenía pocos recursos a su alcance. Los reyes y los señores feudales (cualquiera que fuese su título) dominaban gracias a su capacidad para controlar los insumos básicos. Aunque con excepciones, esa capacidad de control y manipulación se mantuvo inalterada hasta hace apenas unos lustros. Hoy, como dice David Konzevik, las expectativas crecen 5% por cada 1% que crece el ingreso, es decir, crecen exponencialmente y no es necesario para una persona más que ver la televisión para saber que quiere lo que ahí vio y que lo quiere ahorita. Gobernar en este contexto exige una forma muy distinta de entender al mundo y de actuar.

En el México de las muchas reformas, la pregunta es si éstas empatan la realidad de hoy. En ocasiones me parece que en lugar de intentar colocar al país adelante de la curva, lo que en realidad se está haciendo es legislar la revolución industrial de principios del siglo XIX: la era del control y la centralización

Hay varias cosas que parecen muy claras: primero, ya no es posible engañar a la ciudadanía ni intercambiarle oro por espejitos relumbrantes; segundo, la población va años adelante de los políticos en cuanto a sus deseos y expectativas y no hay manera de satisfacerlas y ciertamente no con los instrumentos hoy disponibles; y tercero, dado que el gobierno no puede controlar los flujos de información o las expectativas (y sería ridículo que lo intentara), su función debería concentrarse en darle a las personas los instrumentos y las capacidades para que puedan ser exitosas por sí mismas.

La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, pero sus implicaciones en el terreno de las reformas es evidente: éstas tienen que concentrarse en liberar la capacidad productiva de la población (laboral); darle instrumentos para que pueda valerse en un mundo tan complejo y competido (educación, salud); darle acceso a la información (telecomunicaciones); y crear condiciones para que sus derechos estén protegidos (política y seguridad). La diferencia es el enfoque, el “para qué”.

Me quedan dos dudas: primera, aunque los recursos energéticos potenciales son evidentemente enormes y ameritan una explotación intensa, racional y exitosa, ¿por qué concentrarse en eso, siglo XIX, en lugar del siglo XXI? Otra duda: ¿en qué medida las reformas que han sido aprobadas y cuya segunda etapa está en proceso se apegan a la lógica de avanzar lo importante para el futuro?

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

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EN LA COLA PERO CON GRANDES ASPIRACIONES

FORBES – Abril 2014

       LAS EMPRESAS EMPLEAN DIVERSOS INDICADORES macroeconómicos o sectoriales para decidir sobre inversiones, líneas de producción y oportunidades de negocio. En los últimos años, el World Justice Program* se ha dedicado a elaborar indicadores para otro tipo de medida: el grado de estado de derecho que caracteriza a un país.

Su propósito es proveer al ciudadano, a las empresas y a los gobiernos una medición analítica que permita evaluar no sólo los escenarios de producción, sino las condiciones dentro de las cuales funciona la sociedad y la economía. Se trata de un esfuerzo titánico que arroja resultados por demás interesantes.

El índice comienza por definir al Estado de Derecho, cosa que hace por etapas. El Estado de Derecho aporta los cimientos para comunidades de oportunidad y equidad, comunidades que proveen desarrollo económico sustentable, gobierno que rinde cuentas y respeto a los derechos fundamentales.

Se trata de un planteamiento de objetivos más que una definición precisa, pero es sugerente de la complejidad del término, tanto así que la introducción comienza con la afirmación de que el Estado de Derecho es sumamente difícil de definir y medir.

En lugar de intentar una definición, propone una serie de condiciones que deben estar presentes para que se pueda afirmar que existe el Estado de Derecho: 1) el gobierno y sus agentes, al igual que los individuos y las entidades privadas, están sujetas a la ley; 2) las leyes son claras, están publicadas, son justas, se aplican de manera equitativa y protegen los derechos fundamentales; 3) el proceso de elaboración, administración y cumplimiento de las leyes es accesible, equitativo y eficiente; 4) la justicia se administra oportunamente por funcionarios competentes, éticos, neutrales e independientes que son suficientes en número y tienen recursos adecuados y reflejan la composición de la comunidad a la que sirven.

¿Cómo medir algo tan aparentemente fluido? La forma en que el World Justice Program resuelve el entuerto es con una serie de indicadores, que luego compara a nivel internacional.

Su objetivo analítico es determinar: a) ¿en qué medida la ley impone límites al ejercicio del poder por parte del gobierno y sus agentes? y b) ¿en qué medida se hace valer el interés público sobre todo en materia de seguridad, protección de la población respecto a la violencia y acceso a la resolución de disputas?

Como conceptos, ambos son implacables. Sin embargo, codificarlos de una manera en la que puedan ser cuantificados y, por lo tanto, comparados, constituye un reto significativo.

Con todos los problemas que se le pueden encontrar, muchos de ellos válidos, el índice compara a 99 países en ocho factores que agrupan a un centenar de indicadores. Esos factores son: límites al poder gubernamental, ausencia de corrupción, transparencia en el gobierno, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento de las regulaciones, justicia civil y justicia penal.

“ES INTERESANTE HACER NOTAR QUE EL ÚNICO FACTOR EN EL QUE MÉXICO OBTIENE UNA EVALUACIÓN SUPERIOR AL RESTO ES EN MATERIA DE TRANSPARENCIA GUBERNAMENTAL”.

No será sorprendente para nadie saber que los países nórdicos se disputan los primeros lugares, seguidos de naciones como Nueva Zelanda, Holanda, Canadá y la mayoría de Europa. México queda en el lugar 79 de 99, detrás de la mayoría de las naciones latinoamericanas e, incluso, en un lugar mucho peor a diversas naciones del Medio Oriente y Africa.

Este tipo de mediciones siempre se presta a controversia porque se trata de intentos por medir cosas que son difíciles de evaluar en términos objetivos. Sin embargo, más allá del número específico, es claro que México sufre severamente en cada uno de los factores evaluados.

En realidad, no es necesario hacer una evaluación tan detallada para concluir que hay problemas con el control de la actividad gubernamental, que es pobre la administración de justicia o que la inseguridad y la corrupción son flagrantes.

Es interesante hacer notar que el único factor en el que México obtiene una evaluación significativamente superior al resto de los países evaluados es en materia de transparencia gubernamental, tema al que le ha dedicado significativos esfuerzos y recursos en los últimos años.

Más allá de los detalles, lo que este indicador nos dice, más bien nos confirma, es que el país está intentando entrar en las grandes ligas (como ilustra la pretensión de atraer inversionistas del primer mundo al sector de la energía), pero no tiene la infraestructura legal e institucional que se requiere para poder hacerlo.

Esta realidad nos arroja una tesitura muy clara: ¿doblamos las manos porque no contamos con lo requerido o asumimos el reto y nos dedicamos, sociedad y gobierno, a sobrepasarlo y vencerlo?

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

www.cidac.org

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