América Economía – Luis Rubio
¿Qué tienen en común el fútbol, la reforma de telecomunicaciones y la Suprema Corte de México? A primera vista, parecería que se trata de asuntos inconexos. Sin embargo, el hilo que une a estos y otros temas es el del enorme desorden que caracteriza a nuestra sociedad, desorden que tiene muchas manifestaciones pero sobre todo una consecuencia: la renuncia a la responsabilidad.
Los síntomas y ejemplos del desorden son ubicuos: unos mexicanos acaban en la cárcel en Brasil por manosear a una mujer y suponen que allá quedarán impunes como acá; un gobierno regala enormes beneficios a las televisoras como compromiso de campaña; un sindicato bloquea calles a su antojo y el gobierno local lo protege, dejando a la ciudadanía como rehén; un gobierno deja las finanzas nacionales amarradas «con alfileres»; un «activista social» recibe carretonadas de efectivo (con ligas) y no pasa nada; un empresario toma control de unas antenas de televisión con un comando armado; el gobierno asigna contratos saltándose el resultado de los concursos; el congreso no decide sobre asuntos que le competen, obligando a la Corte a pronunciarse sobre temas que no son sobre su competencia; un gol en contra siempre es culpa del árbitro. Por donde uno le busque, todo México -sociedad, políticos y gobernantes- nos caracterizamos por un enorme desorden en el que no hay reglas que se respeten y en el que todo mundo -padres, maestros, gobernantes, legisladores, empresarios, etc.- renuncia a su responsabilidad.
No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.
Cuando murió Franco, la sociedad española se «deschongó», como decía una crónica de la época. Los jóvenes se lanzaron a un mundo de lujuria sexual y los adultos comenzaron a otear un mundo de libertad que no habían conocido por décadas. (Casi) toda la sociedad española, cada quien a su forma, le dio la bienvenida al nuevo momento de su historia. Lo interesante es que aunque de pronto se pudiera escribir cualquier cosa, decir todo lo que la gente quisiera y hacer lo que fuera, la vida en sociedad continuaba: los automovilistas respetaban las reglas de tránsito, la policía sancionaba a los infractores, los procesos civiles y comerciales funcionaban, los impuestos se pagaban. O sea, el fin de la dictadura no entrañó el fin del orden: libertad no acabó siendo equivalente a desorden.
La pregunta es por qué en México hemos evolucionado hacia tal grado de desorden, impunidad y desazón (o, como decía muy propiamente un maestro de derecho, un «desorden con acento en la m»). En un análisis sobre Saddam Hussein, Robert Kaplan decía que su régimen era «una anarquía disfrazada de tiranía» que sofocaba a la sociedad y que funcionaba gracias al temor que le infundía a la población. Aunque parecía un gran orden, debajo de las apariencias no había más que caos en potencia. Tan pronto desapareció el régimen, se desvaneció todo vestigio de orden y el país se colapsó.
Sin pretender equiparar a México con Irak, existen algunas semejanzas evidentes con el viejo régimen priista: como diversos observadores apuntaron a lo largo del tiempo, el régimen se sostenía menos por su aparente legitimidad que por el autoritarismo (generalmente) benigno que lo caracterizaba. Las reglas «no escritas» funcionaban por el temor que inspiraba el régimen y no por su credibilidad. Ilustrativo de esta realidad fue que el proceso de descomposición (que comenzó desde los setenta) se convirtió en un incontenible desorden quizá en la cúspide de su aparente poderío: fue en 1994 que observamos, por primera vez desde los veinte, una oleada de asesinatos políticos, secuestros de muy alto perfil y el inicio de la era de inseguridad.
Lo relevante es que, en contraste con España, el fin del viejo régimen evidenció la total ausencia de un marco institucional funcional. Hasta los sesenta, la gente temía a los policías, hoy les da una propina como cuidadores de coches. La impunidad quizá sea más visible entre los poderosos de cualquier estirpe, pero la realidad es que todos los mexicanos actuamos de la misma forma, así sea en cosas mundanas como la basura, los semáforos, el estacionamiento en segunda fila o la falta de responsabilidad en asuntos de nuestra vida cotidiana. El fin de la era priista no vino acompañado de una sociedad con el potencial de alcanzar el desarrollo sino de un grado de anarquía que, aunque afortunadamente distante de lo que ocurre en Irak, no es distinto en concepto. En México no ha habido una transición institucional.
El asunto del desorden es uno que el hoy presidente Peña Nieto abordó desde su campaña. Sin embargo, la respuesta que ha dado como gobierno es inadecuada porque no responde al origen y causa del asunto. No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.
El problema no es de control sino de reglas. A menos de que el gobierno crea que es posible volver a meter la pasta de dientes dentro de su contenedor -o su equivalente político, que consistiría en someter a toda la población, a todos los medios de comunicación y a todos los políticos- su esfuerzo no fructificará en orden sino en una todavía mayor desazón. Lo que México requiere es un liderazgo efectivo que avance hacia el establecimiento de un marco de reglas que permitan una convivencia pacífica, eliminen la impunidad y sienten las bases de un desarrollo político sostenible.
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