¿Somos los mexicanos desordenados por naturaleza?

América Economía – Luis Rubio

¿Qué tienen en común el fútbol, la reforma de telecomunicaciones y la Suprema Corte de México? A primera vista, parecería que se trata de asuntos inconexos. Sin embargo, el hilo que une a estos y otros temas es el del enorme desorden que caracteriza a nuestra sociedad, desorden que tiene muchas manifestaciones pero sobre todo una consecuencia: la renuncia a la responsabilidad.

Los síntomas y ejemplos del desorden son ubicuos: unos mexicanos acaban en la cárcel en Brasil por manosear a una mujer y suponen que allá quedarán impunes como acá; un gobierno regala enormes beneficios a las televisoras como compromiso de campaña; un sindicato bloquea calles a su antojo y el gobierno local lo protege, dejando a la ciudadanía como rehén; un gobierno deja las finanzas nacionales amarradas «con alfileres»; un «activista social» recibe carretonadas de efectivo (con ligas) y no pasa nada; un empresario toma control de unas antenas de televisión con un comando armado; el gobierno asigna contratos saltándose el resultado de los concursos; el congreso no decide sobre asuntos que le competen, obligando a la Corte a pronunciarse sobre temas que no son sobre su competencia; un gol en contra siempre es culpa del árbitro. Por donde uno le busque, todo México -sociedad, políticos y gobernantes- nos caracterizamos por un enorme desorden en el que no hay reglas que se respeten y en el que todo mundo -padres, maestros, gobernantes, legisladores, empresarios, etc.- renuncia a su responsabilidad.

No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.

Cuando murió Franco, la sociedad española se «deschongó», como decía una crónica de la época. Los jóvenes se lanzaron a un mundo de lujuria sexual y los adultos comenzaron a otear un mundo de libertad que no habían conocido por décadas. (Casi) toda la sociedad española, cada quien a su forma, le dio la bienvenida al nuevo momento de su historia. Lo interesante es que aunque de pronto se pudiera escribir cualquier cosa, decir todo lo que la gente quisiera y hacer lo que fuera, la vida en sociedad continuaba: los automovilistas respetaban las reglas de tránsito, la policía sancionaba a los infractores, los procesos civiles y comerciales funcionaban, los impuestos se pagaban. O sea, el fin de la dictadura no entrañó el fin del orden: libertad no acabó siendo equivalente a desorden.

La pregunta es por qué en México hemos evolucionado hacia tal grado de desorden, impunidad y desazón (o, como decía muy propiamente un maestro de derecho, un «desorden con acento en la m»). En un análisis sobre Saddam Hussein, Robert Kaplan decía que su régimen era «una anarquía disfrazada de tiranía» que sofocaba a la sociedad y que funcionaba gracias al temor que le infundía a la población. Aunque parecía un gran orden, debajo de las apariencias no había más que caos en potencia. Tan pronto desapareció el régimen, se desvaneció todo vestigio de orden y el país se colapsó.

Sin pretender equiparar a México con Irak, existen algunas semejanzas evidentes con el viejo régimen priista: como diversos observadores apuntaron a lo largo del tiempo, el régimen se sostenía menos por su aparente legitimidad que por el autoritarismo (generalmente) benigno que lo caracterizaba. Las reglas «no escritas» funcionaban por el temor que inspiraba el régimen y no por su credibilidad. Ilustrativo de esta realidad fue que el proceso de descomposición (que comenzó desde los setenta) se convirtió en un incontenible desorden quizá en la cúspide de su aparente poderío: fue en 1994 que observamos, por primera vez desde los veinte, una oleada de asesinatos políticos, secuestros de muy alto perfil y el inicio de la era de inseguridad.

Lo relevante es que, en contraste con España, el fin del viejo régimen evidenció la total ausencia de un marco institucional funcional. Hasta los sesenta, la gente temía a los policías, hoy les da una propina como cuidadores de coches. La impunidad quizá sea más visible entre los poderosos de cualquier estirpe, pero la realidad es que todos los mexicanos actuamos de la misma forma, así sea en cosas mundanas como la basura, los semáforos, el estacionamiento en segunda fila o la falta de responsabilidad en asuntos de nuestra vida cotidiana. El fin de la era priista no vino acompañado de una sociedad con el potencial de alcanzar el desarrollo sino  de un grado de anarquía que, aunque afortunadamente distante de lo que ocurre en Irak, no es distinto en concepto. En México no ha habido una transición institucional.

El asunto del desorden es uno que el hoy presidente Peña Nieto abordó desde su campaña. Sin embargo, la respuesta que ha dado como gobierno es inadecuada porque no responde al origen y causa del asunto. No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.

El problema no es de control sino de reglas. A menos de que el gobierno crea que es posible volver a meter la pasta de dientes dentro de su contenedor -o su equivalente político, que consistiría en someter a toda la población, a todos los medios de comunicación y a todos los políticos- su esfuerzo no fructificará en orden sino en una todavía mayor desazón. Lo que México requiere es un liderazgo efectivo que avance hacia el establecimiento de un marco de reglas que permitan una convivencia pacífica, eliminen la impunidad y sienten las bases de un desarrollo político sostenible.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/somos-los-mexicanos-desordenados-por-naturaleza

 

Reflexiones

Luis Rubio

¿Qué tienen en común el futbol, la reforma de telecomunicaciones y la Suprema Corte? A primera vista, parecería que se trata de asuntos inconexos. Sin embargo, el hilo que une a estos y otros temas es el del enorme desorden que caracteriza a nuestra sociedad, desorden que tiene muchas manifestaciones pero sobre todo una consecuencia: la renuncia a la responsabilidad.

Los síntomas y ejemplos del desorden son ubicuos: unos mexicanos acaban en la cárcel en Brasil por manosear a una mujer y suponen que allá quedarán impunes como acá; un gobierno regala enormes beneficios a las televisoras como compromiso de campaña; un sindicato bloquea calles a su antojo y el gobierno local lo protege, dejando a la ciudadanía como rehén; un gobierno deja las finanzas nacionales amarradas «con alfileres»; un «activista social» recibe carretonadas de efectivo (con ligas) y no pasa nada; un empresario toma control de unas antenas de televisión con un comando armado; el gobierno asigna contratos saltándose el resultado de los concursos; el congreso no decide sobre asuntos que le competen, obligando a la Corte a pronunciarse sobre temas que no son sobre su competencia; un gol en contra siempre es culpa del árbitro. Por donde uno le busque, todo México -sociedad, políticos y gobernantes- nos caracterizamos por un enorme desorden en el que no hay reglas que se respeten y en el que todo mundo -padres, maestros, gobernantes, legisladores, empresarios, etc.- renuncia a su responsabilidad.

Cuando murió Franco, la sociedad española se «deschongó», como decía una crónica de la época. Los jóvenes se lanzaron a un mundo de lujuria sexual y los adultos comenzaron a otear un mundo de libertad que no habían conocido por décadas. (Casi) toda la sociedad española, cada quien a su forma, le dio la bienvenida al nuevo momento de su historia. Lo interesante es que aunque de pronto se pudiera escribir cualquier cosa, decir todo lo que la gente quisiera y hacer lo que fuera, la vida en sociedad continuaba: los automovilistas respetaban las reglas de tránsito, la policía sancionaba a los infractores, los procesos civiles y comerciales funcionaban, los impuestos se pagaban. O sea, el fin de la dictadura no entrañó el fin del orden: libertad no acabó siendo equivalente a desorden.

La pregunta es por qué en México hemos evolucionado hacia tal grado de desorden, impunidad y desazón (o, como decía muy propiamente un maestro de derecho, un «desorden con acento en la m»). En un análisis sobre Saddam Hussein, Robert Kaplan decía que su régimen era «una anarquía disfrazada de tiranía» que sofocaba a la sociedad y que funcionaba gracias al temor que le infundía a la población. Aunque parecía un gran orden, debajo de las apariencias no había más que caos en potencia. Tan pronto desapareció el régimen, se desvaneció todo vestigio de orden y el país se colapsó.

Sin pretender equiparar a México con Irak, existen algunas semejanzas evidentes con el viejo régimen priista: como diversos observadores apuntaron a lo largo del tiempo, el régimen se sostenía menos por su aparente legitimidad que por el autoritarismo (generalmente) benigno que lo caracterizaba. Las reglas «no escritas» funcionaban por el temor que inspiraba el régimen y no por su credibilidad. Ilustrativo de esta realidad fue que el proceso de descomposición (que comenzó desde los setenta) se convirtió en un incontenible desorden quizá en la cúspide de su aparente poderío: fue en 1994 que observamos, por primera vez desde los veinte, una oleada de asesinatos políticos, secuestros de muy alto perfil y el inicio de la era de inseguridad.

Lo relevante es que, en contraste con España, el fin del viejo régimen evidenció la total ausencia de un marco institucional funcional. Hasta los sesenta, la gente temía a los policías, hoy les da una propina como cuidadores de coches. La impunidad quizá sea más visible entre los poderosos de cualquier estirpe, pero la realidad es que todos los mexicanos actuamos de la misma forma, así sea en cosas mundanas como la basura, los semáforos, el estacionamiento en segunda fila o la falta de responsabilidad en asuntos de nuestra vida cotidiana. El fin de la era priista no vino acompañado de una sociedad con el potencial de alcanzar el desarrollo sino  de un grado de anarquía que, aunque afortunadamente distante de lo que ocurre en Irak, no es distinto en concepto. En México no ha habido una transición institucional.

El asunto del desorden es uno que el hoy presidente Peña Nieto abordó desde su campaña. Sin embargo, la respuesta que ha dado como gobierno es inadecuada porque no responde al origen y causa del asunto. No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.

El problema no es de control sino de reglas. A menos de que el gobierno crea que es posible volver a meter la pasta de dientes dentro de su contenedor -o su equivalente político, que consistiría en someter a toda la población, a todos los medios de comunicación y a todos los políticos- su esfuerzo no fructificará en orden sino en una todavía mayor desazón. Lo que México requiere es un liderazgo efectivo que avance hacia el establecimiento de un marco de reglas que permitan una convivencia pacífica, eliminen la impunidad y sienten las bases de un desarrollo político sostenible.

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No aprendemos

Luis Rubio

La demencia, decía Einstein, es hacer las mismas cosas esperando un resultado distinto.  Hace treinta años, en el contexto de una severa recesión, el país optó por emprender el rumbo de la apertura económica como medio para recuperar el crecimiento que, desde fines de los sesenta, había sido cada vez más escaso. En esa primera era de reformas se privatizó un amplio número de empresas (telefonía, bancos, televisoras, acereras, fertilizantes). El resultado no gustó a una parte de la población: aunque algunas de las empresas privatizadas prosperaron de manera incontenible, otras (sobre todo los bancos) acabaron colapsándose y generando un enorme costo que pagó la población a través de sus impuestos. Pero, más importante para el debate actual, es que muchas de las que prosperaron se convirtieron en oligopolios que obstaculizan la capacidad creativa de la población, reduciendo el crecimiento potencial de la economía. Lamentablemente, todo indica que en las reformas que ahora se discuten estamos avanzando exactamente en la misma dirección.

Los países que han sido exitosos en la apertura de sus economías -sobre todo en lo que toca a la liberalización de mercados protegidos, especialmente aquellos dominados por empresas paraestatales- comparten una característica: todos construyeron esquemas competitivos para el funcionamiento del mercado específico. Así ocurrió en Inglaterra y Chile, dos casos exitosos bajo cualquier medida. En México se procedió de manera distinta: se transfirió la propiedad de antiguos monopolios a inversionistas privados sin crear un mercado competitivo en el que la transparencia y la competencia fueran los factores determinantes del resultado.

Recuerdo un panel al final de los ochenta en que se encontraba un miembro prominente del equipo mexicano que era responsable de privatizar, así como la persona que había sido encargado de las privatizaciones en el gobierno chileno unos años antes. El funcionario mexicano planteó cuál era su lógica en el proceso de venta y qué lecciones habían aprendido. Sobre lo primero afirmó que el criterio más importante era que ganara el mayor postor pues eso garantizaba la transparencia del proceso. Sobre lo segundo explicó que expertos en el asunto les habían recomendado que comenzaran por empresas pequeñas para adquirir experiencia pero que habían decidido proceder con las grandes para enviar una sólida señal a los inversionistas. El funcionario chileno traía una larga presentación pero se levantó y dijo que él había entendido que todavía no se iniciaba el proceso y que no presentaría lo que había preparado porque no quería que pareciera una crítica a lo que el funcionario mexicano había expresado. Concluyó su comentario –que duró difícilmente dos minutos- diciendo que en Chile el criterio había sido no el dinero sino la estructura del mercado que quedaría después de la privatización pues lo importante para ellos no había sido la recaudación sino el desarrollo posterior de la industria. Su crítica fue breve pero devastadora. Los años siguientes le dieron la razón, allá y aquí.

Un cuarto de siglo después la discusión en México revela que no se ha aprendido nada. En lugar de deliberar sobre cómo quedará el mercado de la energía después de la apertura del sector, todo lo que parece importar es cuánto va a preservar el monopolio estatal; en lugar de buscar la manera de crear un vibrante -y competitivo- mercado de energía, la discusión se centra en asegurar que el llamado fondo soberano siga siendo una fuente interminable de dinero no contabilizado para fines obvios. Lo mismo es cierto de la reciente reforma electoral, donde lo último que le importó a los dilectos legisladores fue la competencia por el poder: lo relevante fue mantener el control del proceso y los dineros que van de por medio. En el caso de las telecomunicaciones, la rumorología -el único mercado que sí funciona en el país- afirma que se están haciendo toda clase de arreglos “por fuera”, en lo obscurito: a través de concesiones personales, muchas a las personas, no a las empresas. Es decir, seguimos en la lógica del clientelismo, la influencia, el control y la corrupción. Einstein diría que no hay razón para esperar un resultado distinto.

La experiencia en ambos momentos históricos sugiere que hay algo en el ADN de la política mexicana (y de muchos activistas, incluidos algunos legisladores) que impide hacer las cosas de manera abierta y transparente a través de mercados competitivos, apostar por la capacidad creativa del mexicano y, sobre todo, abandonar la tradición de utilizar al sector público como fuente de enriquecimiento personal o como vehículo para comprar voluntades como medio para acceder o mantener el poder.

Todos sabemos que la curva de aprendizaje es siempre costosa. En esta perspectiva, estos yerros serían explicables si no hubiera una experiencia previa. El problema es que no se trata de la primera experiencia y, en contraste con aquella, hoy la evidencia es abrumadora. Tanto lo que resultó de nuestro propio proceso en los ochenta y noventa como el de otras naciones es más que convincente de que sólo un mercado competitivo y transparente permitiría lograr los objetivos que las reformas constitucionales se propusieron.  El caso de las telecomunicaciones –teléfono y televisión- es particularmente revelador: ahí está, en carne viva, la evidencia más brutal de que los oligopolios son contrarios al crecimiento. A menos que el objetivo sea distinto al anunciado.

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Crecimiento

Luis Rubio

México está padeciendo las consecuencias de todas las crisis que sufrió de los setenta a los noventa. Esa es la conclusión a la que llegó un panel de discusión sobre las causas del pobre desempeño económico*. El planteamiento principal es que los mexicanos no le creen al gobierno y suponen que ningún cambio los va a beneficiar porque todo está sesgado para preservar los privilegios de unos cuantos (“los de siempre”). Es decir, más allá de asuntos técnicos, detrás de la parálisis que caracteriza a la economía mexicana y a sus ínfimos niveles de productividad promedio, lo que hay es una profunda desconfianza de la población en su gobierno y en las instituciones. De ser válida esta conclusión, las reformas que ha promovido el gobierno no van a resolver nada porque ahí no radica el problema.

Los análisis y explicaciones –el supuesto “sobre diagnóstico”- de lo que aqueja a la economía mexicana normalmente se concentran en asuntos igual coyunturales que estructurales: la falta de crecimiento de la economía americana; la crisis de la industria viviendera; la reforma fiscal; los excesos de facultades y atribuciones que está acumulando el gobierno; la alienación de los empresarios por parte del gobierno; el Estado de derecho; la sobre regulación; las arbitrariedad burocrática; la falta de reformas. Todos estos asuntos son reales y constituyen impedimentos a la aceleración de la economía. Sin embargo, la conclusión del panel es que todo eso tiene que ser atendido, pero que el verdadero desafío es la confianza. De vuelta al futuro.

Este es el resumen de lo que yo aprendí del panel:

  • La economía está creciendo con enorme rapidez pero solo una parte: la moderna. Hay una enorme brecha en el crecimiento de la productividad: mientras que en unos sectores y empresas ésta crece al 6.5% anual, en otros se contrae al 5.7%. Es decir, el promedio no nos dice nada y, por lo tanto, es indispensable entender las causas de la brecha. Según el sapo la pedrada.
  • Existe un profundo sesgo en contra del mercado, del capital y de la actividad empresarial que se expresa de las más diversas formas. Por un lado el gigantismo que exhiben los monopolios: en México todo es grande y se promueve la consolidación de grandes entidades, igual en el mundo empresarial que en el sindical y en el político. En otros países no hay partidos políticos tan grandes y poderosos ni empresas como Pemex. No es solo empresas grandes: en todos los ámbitos hay una enorme concentración de poder y riqueza. Hasta los carteles del narco son enormes. Se trata de un fenómeno político: es producto de las regulaciones existentes y no del tamaño de los activos. Su permanencia responde a una decisión política.
  • Por otro lado, nuestra cultura castiga y fustiga la creación de riqueza. Deirdre Mccloskey afirma que el crecimiento sólo es posible cuando la creación de riqueza adquiere legitimidad. No es casualidad que en México pocos quieran arriesgar su capital, requisito indispensable para el crecimiento de la economía.
  • La estructura institucional no es conducente al crecimiento: hay demasiadas reglas para todo pero éstas no se hacen cumplir y, cuando se hacen cumplir, es de manera discrecional. Muchas de las reformas recientes (ej. competencia) han acumulado instrumentos para amenazar a los empresarios e inversionistas, confiriéndole vastas facultades discrecionales a la autoridad. Hace veinte años, con el TLC, el gobierno se comprometió a no modificar las reglas del juego para la inversión. Las nuevas facultades amenazan ese enorme logro, que explica virtualmente la totalidad del crecimiento en estos años.
  • Además de ausencia de visión estratégica, el contenido de muchas de las reformas sugiere que no ha habido capacidad, o disposición, para entender la naturaleza del problema, sobre todo su complejidad (problemas distintos en cada sector o actividad) y una gran propensión a apilar cambios sin lógica ni coherencia. Ninguna de las reformas se aboca a crear instituciones que garanticen estabilidad o transparencia.
  • En suma, en el fondo del problema económico yace un profundo déficit de confianza. Mientras éste no se resuelva, todo lo que se haga no cambiará la trayectoria pero sí podría tener el efecto de desacreditar a los partidos y políticos tradicionales, abriéndole la puerta a los populistas de antes y a los que vengan.

Gordon Hanson, profesor de Economía de UCSD, lleva tiempo argumentando que pocos países han llevado a cabo tantos cambios y reformas como México y, a pesar de ello, han logrado cosechar muy poco. Su conclusión es que más reformas, aunque se requieran, no resolverán los problemas “idiosincráticos” que México enfrenta. Esos problemas se reducen en buena medida a lo único que el gobierno actual no ha estado dispuesto a hacer: dedicarse a convencer a la población y a los actores clave para el crecimiento de su compromiso con las reglas del juego, la permanencia de las reformas y la confiabilidad de su proyecto. En el camino, arriesga minar lo único que sí ha funcionado bien en los últimos veinte años: la certidumbre con que cuenta (¿contaba?) el empresario e inversionista.

Alguna vez le preguntaron a Tolstoy cómo había sido posible que treinta mil ingleses sometieran a 200 millones de hindúes. Su respuesta fue lógica pura: “Las cifras hacen evidente que no fueron los ingleses quienes esclavizaron a los hindúes, sino los hindúes quienes se esclavizaron a sí mismos”. Algo similar parece ocurrir con el crecimiento económico en nuestro país.

*http://www.wilsoncenter.org/event/mexico-today-1

 

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¿Funcionará la reforma energética?

FORBES – Junio, 2014

México enfrenta dilemas extraordinariamente complejos y simultáneos. Por un lado, una economía que lleva décadas arrojando un desempeño en el mejor de los casos mediocre. Por otro lado, un sistema de gobierno añejo, inadecuado a las realidades y circunstancias de la actualidad y, en todo caso, ineficaz. Las manifestaciones más evidentes de estos retos se observan en la inseguridad que vive la población, comenzando por la extorsión y el secuestro, la bajísima productividad promedio y la desazón generalizada. Por más que se ha impulsado una multitud de reformas, no hay evidencia alguna, luego de año y medio de gobierno, que la administración del presidente Peña tenga idea de cómo resolver el problema.

El discurso presidencial enfatiza que “no venimos a administrar sino a transformar”. Sin embargo, luego de varias décadas en que no se ha administrado, el país requiere un gobierno funcional, apropiado a la realidad de hoy. Por supuesto que se requieren transformaciones fundamentales, pero no es evidente que las impulsadas sean las adecuadas, que el gobierno tenga la comprensión de lo que su implementación exige o que tenga la disposición para llevarlas a buen puerto. Todavía más importante, no hay conciencia en el gobierno de que muchas de sus acciones efectivamente son la causa de un todavía peor desempeño económico que el histórico.

Este es el contexto en el que se aproxima la discusión legislativa en torno a la reforma energética: muchas reformas, alta inseguridad, enormes expectativas, gobierno ineficaz y un entorno de conflicto político que no cede. En el tema energético la apuesta es enorme no sólo por el hecho de que ésta pudiera, potencialmente, liberar los enormes recursos con que cuenta el país, sino por su potencial impacto en el conjunto de la economía. La transformación legal que entraña la reforma constitucional de 2013 es monumental. Lo que no es obvio es que la reforma secundaria vaya a hacerla posible.

Hay cuatro enormes desafíos que tendrán que ser bien resueltos para que la reforma energética sea exitosa: el papel de Pemex, la estructura legal, el regulador y la seguridad. Por lo que toca a Pemex, el factótum de la industria, la pregunta es si quedará algo para otros potenciales inversionistas luego de que los legisladores –y todos los intereses que yacen detrás- hagan de las suyas. En un sentido conceptual, el PRI propuso una reforma modesta, el PAN demandó una apertura real y eso fue lo que en su esencia arrojó la reforma constitucional. Hoy en día la lucha es por retornar a la propuesta modesta, de la cual los dos grandes promotores naturales son Pemex y el PRD. Una reforma que permita coinversiones con Pemex no sería mala, pero es imperativo reconocer que un Pemex no reformado, ahora sin toda la parafernalia de controles federales, va a ser la cueva de Ali Babá llevada a su máxima expresión. Supongo que no muchos de los inversionistas-objetivo invertirían en ese contexto.|

El segundo desafío es el de la estructura legal que caracteriza al país. Para invertir, los potenciales inversionistas requieren un marco legal que sea claro y transparente. Lo más importante para ellos no son grandes incentivos sino claridad de las reglas del juego, pues en eso fundamentarán su decisión. Acostumbrados a invertir en Cuba, Indonesia, Rusia, Vietnam y otras naciones con regímenes legales y políticos poco consolidados, lo que requieren es claridad. Nuestra historia legal no ofrece mucha certidumbre en esa materia: es rara la ley que no le confiere enormes poderes discrecionales a la autoridad para cambiar las reglas del juego en cualquier momento. Strike two.

El tercer desafío es el relativo al regulador. De la misma forma en que el potencial inversionista requiere certidumbre en las reglas del juego, su principal fuente de confianza reside en el regulador. Un regulador percibido como independiente y capaz de hacer valer las reglas establecidas en la ley es la única forma en que los inversionistas estarían dispuestos a participar en el proceso. Al menos al día de hoy, no es obvio que la legislación producirá un regulador confiable e independiente. En el país no hay muchos de esos, así que este pre-requisito invoca a Sisifo.

Finalmente, el gran problema de México no son las drogas ni las importaciones o el gasto público. El problema de México es la pésima calidad de su gobierno. La inseguridad es producto de esa circunstancia y la decreciente popularidad del presidente no es más que una manifestación de lo mismo. Sin gobierno funcional pero acotado, el país seguirá a la deriva, así sea el presidente infinitamente más capaz como político de llevar a cabo cambios legales.

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Déjà vu

Luis Rubio

Déjà vu, la ilusión que resulta de recordar un mundo anterior. Esa parece ser la lógica de la política económica: recrear un mundo que ya no existe y que ya no es posible. Pero el intento entraña enormes costos y riesgos, comenzando por la ilusión de que es posible separar y diferenciar al mundo externo del interno. La globalización de los procesos productivos transformó no sólo la fabricación de bienes sino también las relaciones políticas entre actores de la sociedad. A menos que el gobierno esté dispuesto a imitar a Corea del Norte u otras dictaduras represivas, su margen de acción es infinitamente menor al que cree.

Hace medio siglo la abrumadora mayoría de la actividad humana tenía lugar dentro de un espacio territorial acotado. Un automóvil se fabricaba íntegramente en una planta a partir de materias primas. Ese esquema productivo venía asociado a sistemas de gobierno con responsabilidad y soberanía plena sobre su territorio. Las regulaciones y mecanismos de supervisión y control ignoraban lo que ocurriera fuera del país: eso no tenía relevancia. En lo político, los gobiernos de aquella época ejercían control absoluto y con frecuencia censuraban la información que se publicaba en periódicos, libros o medios electrónicos. En lo económico, el gobierno establecía regulaciones generalmente orientadas a proteger a los productores nacionales y fomentaba el crecimiento de la actividad económica por medio de la inversión en infraestructura. No era un mundo perfecto pero era sin duda el paraíso de los gobiernos y políticos.

Ese mundo se colapsó con el desarrollo de la llamada globalización que, en su esencia, consiste en la integración de procesos productivos a través de fronteras. En lugar de que un automóvil se fabrique en un solo lugar geográfico, hoy existen fábricas de partes y componentes, cada una más especializada que la otra. Siguiendo la lógica de la productividad, la especialización permite elevar la calidad de los componentes, incrementar las economías de escala y de enfoque y reducir costos. La especialización se ha traducido en mejores automóviles que se descomponen menos y que rinden más. Lo mismo es cierto para aparatos electrónicos, muebles, computadoras, fármacos y demás.

El cambio en la forma de producir trajo consigo una alteración de las relaciones políticas. Con el irredento cruce de fronteras que entraña la globalización, cambiaron las reglas del juego. En lugar de controlar o regular a la inversión (ej. LEA, 1973) hoy se le busca con desesperación. El poder antes radicaba en el gobierno: hoy en la empresa que tiene infinidad de alternativas para localizar su inversión. Los gobiernos tuvieron que adecuar sus regulaciones y formas de conducirse para competir por la inversión, atraerla, ofrecerle las perlas de la virgen y confiar que los beneficios otorgados se traduzcan en empleos, generación de riqueza y mejores oportunidades. De entidades controladoras, los gobiernos se convirtieron en oficinas de promoción.

Esta afirmación podría parecer excesiva pero, al menos en concepto, está lejos de serlo. Todo lo que ha intentado el gobierno mexicano a lo largo de las últimas tres décadas responde a esta lógica: cómo atraer más inversión. Para ello ha realizado un sinnúmero de ajustes en leyes y regulaciones, firmado tratados de libre comercio, establecido oficinas de promoción para la inversión (ej. Proméxico) y dedicado infinidad de tiempo del presidente a cortejar inversionistas potenciales. Muchísimo más los secretarios y gobernadores.

Es claro que a los políticos tradicionales no les gusta esta realidad, pero nada ilustra mejor su vigencia que el reciente llamado del presidente del PRD a los potenciales inversionistas en energía que no se acerquen a México. Lo impactante es que la declaración fue en Washington: si hubiera creído que el gobierno tiene el control del proceso jamás se le hubiera ocurrido hablar así.

La pérdida de poder por parte de los gobiernos respecto a los mercados, inversionistas, empresas y actores cosmopolitas es una realidad ineludible. Esa transferencia de poder no es sólo a los actores internacionales (vgr. empresas multinacionales) sino a todos los actores económicos integrados al mundo global. Esta circunstancia hace inexplicable la forma en que el gobierno ha intentado diferenciar a los inversionistas del exterior respecto a los internos, para no hablar de la ciudadanía en general.

Desde mucho antes de ser electo, el hoy gobierno ya había dedicado grandes esfuerzos a cultivar inversionistas y medios del exterior, llegando incluso a articular o promover la expectativa de un “momento mexicano”. Lo paradójico es que ese esfuerzo (que persiste) ha ido de la mano de una estrategia obviamente consciente de ignorar, rechazar y fustigar a los inversionistas y ciudadanos mexicanos, como si en esta era de las comunicaciones instantáneas esos actores no se comunicaran entre sí. La pretensión de que es posible diferenciar lo interno de lo externo es una costosa (y riesgosa) ilusión.

La conectividad inherente a la globalización hace que todo sea relativo y que la población sólo estará satisfecha en la medida en que esté mejor que otros en el mundo. Desaparecieron los absolutos y desapareció la viabilidad del gobierno que impone. Hoy lo necesario es un gobierno que construye y ejerce un liderazgo positivo. Hoy el gobierno depende de actores económicos y ciudadanos, no al revés. Pretender que es posible regresar al pasado es una costosa ilusión.

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Signos ominosos

Luis Rubio

¿Qué nos dice la más reciente reforma electoral sobre el futuro del país? Sin duda, fue un gran éxito que los legisladores de los tres partidos grandes hayan logrado resolver diferencias que parecían imposibles de zanjar. Sin embargo, el hecho de aprobar una legislación no implica que ésta constituya una mejoría sobre la existente o que su implementación vaya a mejorar la vida política (para qué hablar del bienestar) de los mexicanos. La nueva legislación me recuerda al intercambio que Alicia (la del país de las maravillas) sostiene con Cheshire, el gato: Alicia: “¿Podrías por favor decirme qué camino debo seguir de aquí?” El gato: “Eso depende fundamentalmente de hacia dónde quieres ir”; Alicia “No me importa hacia dónde”; gato: “entonces no importa qué camino tomes”; Alicia “… mientras vaya hacia algún lado”; gato: “Ah! Seguro lo lograrás mientras camines por suficiente tiempo”. A diferencia de Alicia, a los mexicanos si nos hace diferencia hacia donde nos conducen los políticos y el camino que han escogido no augura nada bien.

Hay muchos detalles que incorpora la nueva legislación en materia tanto procedimental como de financiamiento de las campañas que ameritan elogios. Sin embargo, lo preocupante no son los detalles sino el conjunto. En contraste con muchos de los críticos, a mí me parece que debe existir la opción de las candidaturas independientes, pero la ley no debe promoverlas porque en un minuto acabaríamos con un mundo de oportunistas. Dicho en otros términos, si un aspirante a la presidencia no puede lograr 780 mil firmas que mejor ni lo intente. Por el lado del financiamiento de las campañas, Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas, jamás hubiera podido imaginar el surrealismo que caracteriza a la política mexicana: todos los que votaron por todavía más restricciones y controles en esta materia saben perfectamente bien que ellos serán los primeros en violar sus preceptos en la próxima campaña. En lugar de transparencia optan por la opacidad que es prima hermana de la corrupción. El caso de la reelección es todavía más patético.

Lo específico de la ley entraña algunos avances y algunos retrocesos, pero el tenor general es uno de negación de la realidad y de la naturaleza humana. En 1996 se logró una legislación electoral que abría oportunidades de participación política, esbozaba la posibilidad de construir una polis democrática y colocaba al ciudadano en el corazón de la política mexicana. No era una ley perfecta (como ninguna lo es), pero constituía el final de una lucha épica por romper con el control monopólico de un partido sobre la política nacional.

A partir de entonces, todas las reformas subsecuentes han ido en sentido opuesto. Cada nueva versión entraña mayores restricciones, controles e impedimentos. Cada una de ellas es más ignorante y distante de las realidades políticas y de la naturaleza humana: cada restricción invita respuestas subrepticias que no hacen sino negar el propósito de la legislación. Los detalles nos dicen que los políticos y los partidos tratan de resolver diferendos de fondo por medio de reglas inaplicables en la vida real. Pero lo paradójico es que esta forma de actuar tiene el efecto opuesto al deseado: en lugar de fortalecer la credibilidad en los procesos electorales y conferirle confianza a la ciudadanía en la veracidad de los resultados, lo que se logra es la mayor incredulidad y desconfianza que evidencian las encuestas.

La razón de lo anterior no es difícil de dilucidar: los detalles responden a problemas particulares, sospechas y situaciones previamente vividas que se tratan de resolver o al menos atenuar con un número cada vez mayor de artículos en la ley. Pero, claramente, el propósito general no es el de resolver sino el de afianzar el oligopolio de tres partidos en que se ha convertido la política mexicana donde la competencia ya no es lo importante (como  sí lo era en 1996) porque ha sido reemplazada por el clientelismo, la apropiación de los dineros y la permanencia eterna en el poder. El mundo de los moches.

Entre 1997 y 2000, cuando el PRI perdió la mayoría en el congreso, los partidos de oposición hicieron gala de la nueva realidad, pero no era grandeza lo que los animaba, sino vanidad. En sendos discursos como respuesta al Informe Presidencial, Porfirio Muños Ledo (entonces en el PRD) y Carlos Medina Plascencia del PAN se aparecieron como jóvenes imberbes atacando a la institución presidencial y clamando por la paridad de poderes. Ofensivos en su estilo, al menos mostraban una apuesta a la apertura y a la competencia franca. Hoy ningún político se animaría a leer un discurso similar: lo ofensivos se ha tornado permanente, pero ya ninguno apuesta a un sistema político abierto y competitivo. Los partidos y los legisladores se han convertido en uno más de los muchos monopolios que tanto critican en otros ámbitos.

El asunto se torna todavía más grave cuando uno compara lo logrado con los desafíos reales del país: el problema político no es de financiamiento de campañas o de autoridades electorales sino de gobierno. El país carece de gobierno en muchas regiones del país y su naturaleza general es por demás mediocre. Los legisladores se concentran en reformitas retardatarias en lugar de construir un sistema político efectivo que permita el desarrollo de un sistema de gobierno susceptible de enfrentar los problemas de seguridad y crecimiento económico, los dos asuntos que realmente importan a la ciudadanía.

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El problema del poder en México

América Economía – Luis Rubio

El principal problema económico de México, dice el presidente del PAN, es su sistema político porque ha impedido tomar las decisiones y emprender reformas que el país requiere. Nadie que haya observado la forma de funcionar del país podría objetar esta apreciación que, no por casualidad, coincide con la disposición de los tres partidos políticos a sumarse en lo que se conoció como el Pacto por México. El Pacto permitió muchos cambios necesarios pero el verdadero problema del país reside en la realidad del poder.

La gran pregunta es si el problema radica en que los procedimientos existentes no sirven para procesar las decisiones o conflictos (de ahí el Pacto), o en que las instituciones existentes no lo hacen porque son extremadamente vulnerables. Esta disyuntiva yace en el corazón de nuestra aparente incapacidad para construir proyectos de largo plazo, atraer inversiones en sectores y proyectos que entrañan tiempos transexenales y conferirle certidumbre a la población. El problema es de las últimas décadas porque en el pasado remoto el país era muy distinto: cerrado, poca población, poca información y una estructura económica auto-contenida.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido.

No es casualidad que enfrentemos desafíos en ámbitos tan distintos como el de la seguridad, la composición de los órganos reguladores (competencia, telecomunicaciones, transparencia, energía, elecciones) y la legislación secundaria relativa a las reformas constitucionales emprendidas el año pasado. No es que las cosas hayan empeorado sino que no se atienden de una manera consistente. Cada una de las reformas emprendidas tiene su mérito y propósito, pero sólo podrán prosperar en la medida en que satisfagan dos criterios genéricos: uno, que garanticen continuidad transexenal; y, dos, que verdaderamente “ataquen” el corazón de los problemas en el sector o actividad respectiva. Ninguna de las dos cosas es evidente.

El problema de la continuidad se remite a la concentración de poder: es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante de modificar la correlación de fuerzas que su propensión natural conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones.

En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, la institución es incapaz de cumplir su cometido. Quizá no haya mejor prueba de lo anterior que el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de procesos clave como las elecciones, transparencia y regulación (competencia y telecomunicaciones) son cambiados con regularidad pero no cuando les corresponde: esos cambios tienen el efecto de debilitar a las instituciones porque evidencian la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tengan certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.

En los últimos meses se creó un enorme número de entidades con supuesta autonomía constitucional, término que todavía está por precisarse en la realidad. Entiendo que el objetivo de quienes avanzaron esta noción respondía a la urgencia de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La pregunta es qué será distinto en esta ocasión que justifique la certidumbre a que aspiran los reformadores. En otras palabras, ¿cómo van a garantizar la permanencia de los comisionados (o equivalente) y asegurar la independencia de sus decisiones? No es un tema sencillo de resolver dada tanto la propensión a modificar las instituciones y sus integrantes como la falta de respeto hacia éstas, ambos producto de la realidad del poder.

En el corazón de este problema yace el hecho simple y llano de que las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quienes llevan a cabo la modificación tienen el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.

En términos generales, en los países en que se logró “dar el salto” hacia la institucionalización ésta fue producto de la visión de un individuo o de un pequeño núcleo que reconoció el costo de la ausencia de instituciones sólidas, susceptibles de conferirle permanencia y confiabilidad a sus propios proyectos. Es decir, fue tanto por conveniencia como por convicción. Caso tras caso, desde el imperio otomano hasta el fin de la última dinastía china y pasando por un sinnúmero de ejemplos (como Corea, Taiwán y Chile) y, en las últimas décadas, algunas naciones del este de Europa, la institucionalización ha sido producto de la visión y disposición del gobernante de utilizar su vasto poder para acotarlo. La institucionalización no ocurre porque se decrete en la constitución sino cuando el propio gobernante acepta que el futuro requiere acotar su propio poder para someterlo a procesos que no dependen de una persona. Cuando eso sucede, el país pasa a otro nivel de civilización.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido. Esto es imposible con el statu quo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-problema-del-poder-en-mexico

 

El problema del poder

 Luis Rubio

El principal problema económico de México, dice el presidente del PAN, es su sistema político porque ha impedido tomar las decisiones y emprender reformas que el país requiere. Nadie que haya observado la forma de funcionar del país podría objetar esta apreciación que, no por casualidad, coincide con la disposición de los tres partidos políticos a sumarse en lo que se conoció como el Pacto por México. El Pacto permitió muchos cambios necesarios pero el verdadero problema del país reside en la realidad del poder.

La gran pregunta es si el problema radica en que los procedimientos existentes no sirven para procesar las decisiones o conflictos (de ahí el Pacto), o en que las instituciones existentes no lo hacen porque son extremadamente vulnerables. Esta disyuntiva yace en el corazón de nuestra aparente incapacidad para construir proyectos de largo plazo, atraer inversiones en sectores y proyectos que entrañan tiempos transexenales y conferirle certidumbre a la población. El problema es de las últimas décadas porque en el pasado remoto el país era muy distinto: cerrado, poca población, poca información y una estructura económica auto-contenida.

No es casualidad que enfrentemos desafíos en ámbitos tan distintos como el de la seguridad, la composición de los órganos reguladores (competencia, telecomunicaciones, transparencia, energía, elecciones) y la legislación secundaria relativa a las reformas constitucionales emprendidas el año pasado. No es que las cosas hayan empeorado sino que no se atienden de una manera consistente. Cada una de las reformas emprendidas tiene su mérito y propósito, pero sólo podrán prosperar en la medida en que satisfagan dos criterios genéricos: uno, que garanticen continuidad transexenal; y, dos, que verdaderamente “ataquen” el corazón de los problemas en el sector o actividad respectiva. Ninguna de las dos cosas es evidente.

El problema de la continuidad se remite a la concentración de poder: es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante de modificar la correlación de fuerzas que su propensión natural conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones.

En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, la institución es incapaz de cumplir su cometido. Quizá no haya mejor prueba de lo anterior que el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de procesos clave como las elecciones, transparencia y regulación (competencia y telecomunicaciones) son cambiados con regularidad pero no cuando les corresponde: esos cambios tienen el efecto de debilitar a las instituciones porque evidencian la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tengan certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.

En los últimos meses se creó un enorme número de entidades con supuesta autonomía constitucional, término que todavía está por precisarse en la realidad. Entiendo que el objetivo de quienes avanzaron esta noción respondía a la urgencia de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La pregunta es qué será distinto en esta ocasión que justifique la certidumbre a que aspiran los reformadores. En otras palabras, ¿cómo van a garantizar la permanencia de los comisionados (o equivalente) y asegurar la independencia de sus decisiones? No es un tema sencillo de resolver dada tanto la propensión a modificar las instituciones y sus integrantes como la falta de respeto hacia éstas, ambos producto de la realidad del poder.

En el corazón de este problema yace el hecho simple y llano de que las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quienes llevan a cabo la modificación tienen el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.

En términos generales, en los países en que se logró “dar el salto” hacia la institucionalización ésta fue producto de la visión de un individuo o de un pequeño núcleo que reconoció el costo de la ausencia de instituciones sólidas, susceptibles de conferirle permanencia y confiabilidad a sus propios proyectos. Es decir, fue tanto por conveniencia como por convicción. Caso tras caso, desde el imperio otomano hasta el fin de la última dinastía china y pasando por un sinnúmero de ejemplos (como Corea, Taiwán y Chile) y, en las últimas décadas, algunas naciones del este de Europa, la institucionalización ha sido producto de la visión y disposición del gobernante de utilizar su vasto poder para acotarlo. La institucionalización no ocurre porque se decrete en la constitución sino cuando el propio gobernante acepta que el futuro requiere acotar su propio poder para someterlo a procesos que no dependen de una persona. Cuando eso sucede, el país pasa a otro nivel de civilización.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido. Esto es imposible con el statu quo.

 

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México: imposición en lugar de convencimiento, autoridad y no liderazgo

América Economía – Luis Rubio

 Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Los gobiernos son especialmente buenos para identificar problemas técnicos, pero tienden a ser profundamente ignorantes sobre lo que motiva el actuar de la población. Suponen que la gente responderá a sus ordenamientos sin chistar y sin jamás poner en duda el altruismo del gobierno.

Pero los mexicanos llevan siglos viendo gobiernos ir y venir y su respuesta no ha cambiado: obedecen pero no cumplen, simplemente se adaptan. La naturaleza humana es terca pero predecible: jamás una persona irá contra sus intereses ni se doblegará voluntariamente ante las preferencias burocráticas. Quizá ahí resida una explicación más lógica al patético desempeño económico actual.

El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno.

Yo no tengo modelos matemáticos complejos a mi alcance que me permitan dilucidar las causas del pésimo desempeño de la economía, pero observo la forma en que actúa y responde la población ante la interminable andanada en la forma de normas, reglas, procedimientos e impuestos. Una observación me dice mucho: el uso del dinero crece con celeridad. Me cuenta un notario que ya casi habían desaparecido las transacciones en efectivo (en buena medida por el impuesto a los depósitos) pero que ahora crecen inconteniblemente. ¿La razón? La gente tiene miedo que le auditen sus cuentas bancarias o tarjetas de crédito. O sea, en lugar de avanzar hacia una economía cada vez más eficiente y con un sistema financiero que intermedia las transacciones entre agentes económicos, vamos hacia el trueque. Menor eficiencia equivale a menos actividad económica: multiplique usted las operaciones que así tienen lugar a lo largo y ancho del país y el efecto es brutal.

La lógica de una tasa superior de impuestos radica en que, al reunirse un mayor caudal de recursos en el erario, el gobierno puede gastar en forma masiva, con resultados impactantes: no es lo mismo miles de pequeñas transacciones que un gran proyecto de infraestructura. Así quizá suceda en Suecia, pero en México hasta la construcción está declinando. El gasto se eleva, pero la economía no responde. Sin duda, meses de gasto creciente van a tener su impacto más adelante, pero menos de lo que el gobierno imagina y quizá de manera distinta. La razón es obvia: el gasto gubernamental es sumamente ineficiente. Mientras que gente sólo gasta lo que le rinde, el gobierno dispendia, con frecuencia de manera absurda. Además, la corrupción no amaina y todo mundo conoce ejemplos de ella en su vivencia cotidiana que refuerzan su desprecio por las soluciones burocráticas: licitaciones amañadas, sindicatos abusivos, pagos por voto en el congreso, los famosos moches, pensiones generosísimas…

En lugar de procurar la confianza de la población y avanzar hacia la construcción de una economía cada vez más eficiente, las acciones gubernamentales aceleran el crecimiento de la economía informal, cuyos impuestos se privatizan: los cobran inspectores, policías y líderes y nunca llegan al erario. En lugar de simplificar el pago de impuestos y disminuir los costos para la creación de empresas formales, la estrategia incentiva la informalidad donde, con todo, los empresarios enfrentan menores costos y operan fuera del radar gubernamental. La lógica del informal es impecable pero su efecto es el de disminuir el crecimiento agregado de la economía.

Por encima de todo, la realidad cotidiana sigue siendo sumamente onerosa para el mexicano de a pie por los costos de la extorsión, la impunidad con que actúa la autoridad a todos los niveles de gobierno y su enorme desorden. La noción de que la población se va a ordenar sin que el gobierno entre en orden es contradictoria con la naturaleza humana. El ejemplo comienza en casa.

La ley fiscal vigente eleva dramáticamente el costo fiscal tanto porque en México no hay impuesto marginal (se pagan impuestos a la tasa completa en cada “escalón” de ingresos), como porque las nuevas facultades de fiscalización paralizan el consumo y la inversión. En estas circunstancias, no es difícil explicar la situación económica. El problema no es técnico, sino de naturaleza humana. En los 70 los gobiernos se empeñaron en imponer su lógica burocrática sobre las prácticas cotidianas: inventaron fideicomisos y gastaron como si no hubiera límite alguno, subvirtiendo la confianza. El resultado fue crisis, inflación y caos. La gente no respondió (ni responde) como un burócrata anticipa.

En el corazón de todo yace la contradicción inexorable entre la experiencia de la población y el voluntarismo gubernamental. En el prólogo al libro intitulado “Tráfico de armas en México”, de Magda Coss Nogueda, Leonardo Curzio relata que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. Así parece ser la lógica de la estrategia económica: imposición en lugar de convencimiento, autoridad en vez de liderazgo. La imposición no funciona  en la era de la globalización. El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno. ¿De quién es la culpa? Obviamente de la población y de los empresarios que no entienden las instrucciones gubernamentales.

 

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