AMERICA ECONOMIA – Luis Rubio
¿Qué es primero, la persona o la estructura, el líder o la institución? El dilema se discute en ámbitos académicos y no es distinto al viejo acertijo del huevo y la gallina. Hay momentos en que una persona puede hacer una enorme diferencia, otros en los que las circunstancias hacen prácticamente imposible que así ocurra.
Al inicio del milenio, se dio una circunstancia singular en México que hacía posible –quizá necesaria- la emergencia de un líder capaz de transformar la estructura política del país. Fox tuvo en sus manos la oportunidad de modificar el régimen político, construir un nuevo marco institucional y transformar a la sociedad mexicana de una vez por todas. Lamentablemente Fox no fue una persona capaz de comprender la oportunidad ni tuvo la grandeza de convocar a un equipo susceptible de asirla. Al final, la oportunidad se desvaneció en un mar de superficialidad y frivolidades.
Cuando llegó la transición política en 2000, México llevaba décadas de amplia y profunda discusión así como de una gran diversidad de propuestas de acción que iban desde quienes abogaban por enjuiciar al viejo régimen a través de comisiones de la verdad hasta aquellos que argumentaban por un gran pacto nacional. El punto es que en aquel momento no faltaron ideas.
En contraste con el momento que le tocó vivir a Fox, hoy se ha dado una circunstancia que nadie había anticipado y que, de hecho, fue creada por la extraordinaria capacidad de operación política que ha desplegado el gobierno actual.
En contraste con aquel momento, el fin de la guerra fría no fue anticipado por prácticamente nadie. Luego de décadas de tensión y temor ante la posibilidad de un intercambio nuclear, lo impactante del fin de la guerra fría fue la suavidad y tersura con que concluyó. Para quienes vivimos los momentos de angustia que representó la crisis de los misiles nucleares de Cuba en 1962, la guerra fría parece ser, en retrospectiva, no más que un mero accidente pasajero.
La aparición del excelente libro El triunfo de la improvisación* sobre aquel momento hace ver que el éxito del fin de la guerra fría no radica en que ésta haya sido un “mero accidente pasajero”, que claramente no fue, sino que reside en la extraordinaria habilidad de un conjunto de líderes que tuvieron la capacidad para responder ante circunstancias sorpresivas e inusitadas. Aunque en retrospectiva pudiera parecer evidente que existían problemas estructurales insuperables en la Unión Soviética, nadie pronosticó su súbito colapso.
Las circunstancias crearon un momento que personajes como Gorbachov, Sheverdnadze, Reagan, Bush, Kohl, Thatcher, Baker y Shultz supieron convertir en oportunidad. Sobre todo, tuvieron la capacidad de actuar de manera deliberada sin un plan preconcebido pero con una extraordinaria claridad estratégica. Quizá lo más notable de la trama que relata el autor es la habilidad con que se entendieron las circunstancias, se construyeron alianzas y se creó un clima de confianza que, con firmeza y determinación, llevó a buen puerto un proceso que pudo haber sido caótico e incierto. Fue un extraordinario ejercicio de liderazgo. De ahí surgió no sólo un entorno de paz, sino enormes reducciones en el arsenal nuclear tanto de EUA como de la ex-URSS, para beneficio de la humanidad.
En contraste con el momento que le tocó vivir a Fox, hoy se ha dado una circunstancia que nadie había anticipado y que, de hecho, fue creada por la extraordinaria capacidad de operación política que ha desplegado el gobierno actual. Por dos décadas existió la convicción en un sinnúmero de instancias políticas, mediáticas y académicas de que el país solo tendría futuro de llevarse a cabo un conjunto de reformas estructurales fundamentales. Ahora esas reformas se han dado gracias a la estrategia de concertación política del presidente Peña Nieto.
Como seguramente pronto veremos, las reformas son necesarias pero no son todo lo necesario para echar a andar al país. Para que las reformas surtan efecto será indispensable, primero que nada, implementarlas. Se dice fácil pero la implementación va a requerir una dedicación infinitamente superior –y mucha mayor complejidad- que la que involucró el proceso legislativo. Ahora vienen dos etapas o, realmente, dos procesos cruciales que exigirán toda la capacidad de que el gobierno disponga.
Por un lado, si la negociación legislativa sacó chispas en muchos momentos, la implementación va a generar fuegos. Muchos han desestimado la complejidad de transformar entidades históricamente dedicadas al saqueo como Pemex y CFE, pero eso es lo que tendrá que venir si se quieren lograr los beneficios potenciales que le son inherentes a la nueva legislación. Ninguna de esas entidades fue construida para servir al consumidor, competir, rendir cuentas, producir utilidades o cumplir la ley. Su función empresarial (explotar los recursos del subsuelo y generar electricidad, respectivamente) era casi incidental. Visto en retrospectiva, su verdadera función fue la de generarle riqueza a miembros de la familia revolucionaria (y aliados) y un fondo de gasto al gobierno. Para que la reforma funcione, esos vectores tendrán que invertirse: la nueva ley es el contexto pero la realidad depende de lo que se haga en esas entidades y eso exigirá una titánica labor política.
Por otro lado, una reforma no ocurre en un vacío. Para que sean exitosas, las reformas requerirán del apoyo y confianza de la población y esa es una tarea de liderazgo. Hasta hoy, el presidente ha despreciado el enorme capital que puede representar una población que confía en su gobierno y no ha hecho nada por cultivarla. La coyuntura de hoy exige ese liderazgo y ha creado la oportunidad para que prospere. ¿Será como en el 2000 o diferente?
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