Luis Rubio
Estos no han sido días buenos para el presidente. Las dificultades se acumulan, la economía no levanta y ahora hay marchas de protesta por doquier. El asunto no es el horror de las matanzas, aunque eso es lo que haya provocado el impasse, sino el hecho de que el gobierno fue tomado por sorpresa: como si no entendiera lo que está de por medio.
El mundo se le viene encima pero el gobierno ha actuado bajo una lógica táctica de corto plazo: ganarle puntos al PRD; en sus discursos, el presidente no se asume como responsable de la seguridad: más bien, se solidariza con las víctimas, pero no como autoridad a cargo sino como si fuera una ONG. Recuerda más a Fox con su “y yo por qué” que al político calculador y experto operador de las reformas.
Los días pasan y el gobierno ni responde ni escucha otras voces. En contraste con el momento de su campaña en que giró para anticipar críticas futuras con una ambiciosa propuesta en materia política (al menos en términos efectistas), hoy el gobierno parece destanteado. Este es el momento de plantear un paradigma distinto porque su verdadero problema yace en que ha perdido los dos activos más importantes con que contaba: la apariencia de eficacia y la iniciativa.
Por año y medio, el gobierno siguió un script perfectamente articulado, con operadores idóneos en los lugares clave, una efectiva estrategia de comunicación y una infinita capacidad –por cualquier medio- para sumar a la oposición y neutralizar a los intereses en su propio seno. Su impactante capacidad de ejecución logró aplausos hasta de los rincones más críticos de la sociedad. Por eso es tan pasmosa su parálisis e incapacidad de respuesta, misma que podría llevar a que se multipliquen las protestas, en México y fuera. No un escenario halagüeño.
Iguala no inauguró los problemas. Desde hace meses son claros diversos signos ominosos que el éxito en procesar las reformas escondía. Mucho antes de las matanzas recientes la economía mostraba signos de parálisis que el agresivo estímulo fiscal no corrige pero eleva la deuda. Los precios del petróleo vienen a la baja, amenazando las ya de por sí deterioradas cuentas gubernamentales, y Europa amenaza con entrar en recesión, si no es que deflación.
Aunque el tema de la seguridad había sido suprimido de los medios, la realidad sigue exactamente igual: la extorsión se ha vuelto el pan de todos los días en el comercio en pequeño (y no tan pequeño), los secuestros crecen y el robo no cesa, incluso (sobre todo) en la entidad que hasta hace poco gobernaba el presidente. Imposible cerrar los ojos ante esta destrucción masiva, aunque lenta, de capital social. Las matanzas reflejan el desorden que impera en el país, el contubernio entre autoridades electas y el crimen organizado y la total ausencia de estrategia para combatir la criminalidad. Iguala es crucial porque esa no fue una masacre entre narcos: ahí se evidenció al Estado actuando como sicario al servicio del crimen organizado. Negar la realidad no es una estrategia. El presidente tiene que hacerse cargo.
El proyecto de reformas era ambicioso en sí mismo. Pero hasta ahora no ha sido más que un cambio en el papel. Independientemente de las nuevas circunstancias, la complejidad de la implementación de las reformas es enorme y, sobre todo, exige habilidades muy distintas a las que hasta ahora ha desplegado el gobierno. No es lo mismo negociar con diputados o comprar votos en el senado que enfrentar mafias dedicadas al robo de combustibles o a sesgar los contratos al interior de las paraestatales. Lo primero es operación política, lo segundo es eso que se llama gobernar.
Imposible minimizar el reto que enfrenta el gobierno y el país, pero eso no implica que no haya salidas. Quizá el mayor de los desafíos resida menos en la situación en las calles que en la visión del gobierno. El actuar gubernamental refleja una visión que rechaza la realidad del mundo externo. Aunque, por ejemplo, el gobierno promueve activamente la inversión extranjera, no da la impresión de que acepte la realidad del mundo globalizado donde la comunicación es instantánea y lo criterios de decisión son de cara al mundo. La conexión entre las protestas en la ciudad de México y en Roma es real y el impacto sobre los inversionistas inevitable. El gobierno no puede pretender ser innovador y moderno hacia afuera mientras adentro existen miles de Igualas a punto de estallar. En una palabra, es imposible, además de fútil, pretender recrear el viejo paradigma fundamentado en que los de afuera no ven lo que pasa adentro y los de adentro no se comunican con los de afuera. Imperativo que el gobierno reconozca la urgencia de un nuevo paradigma de desarrollo político. Así de simple y así de complejo.
Nadie espera que el presidente resuelva el problema de Guerrero en quince minutos. Lo que la población espera del presidente es certidumbre y claridad de rumbo, es decir, instituciones que permitan que Guerrero, y todo el país, entren en una dinámica de estabilidad y desarrollo político-legal que, poco a poco, haga imposible, o al menos excepcional, la existencia de nuevos Ayotzinapas. Una visión así obligaría a dedicar toda esa extraordinaria capacidad de operación política a construir un nuevo entramado institucional y a obligar a los actores clave –comenzando por los gobernadores- a construir capacidad de gobierno en lugar de simplemente “irla llevando” para enriquecerse, sin beneficio alguno para la ciudadanía. Este es el momento de actuar.
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