Un TLC para la política mexicana

América Economía – Luis Rubio

Más allá de su (enorme) impacto económico, la verdadera trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. El TLC resolvió la principal fuente de incertidumbre que impedía que fluyera la inversión privada. Pero su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”. Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano era la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos al respecto, la inversión que, de manera natural se caracteriza por su aversión al riesgo, no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión.

Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

Al final del día, la respuesta gubernamental constituyó un hito en nuestra vida política porque el TLC entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años.

Más allá de los desafíos económicos y políticos que hoy enfrenta el país (que no son pocos ni sencillos), seguimos enfrentando un reto fundamental en la política y éste no es distinto, en un plano conceptual, al que existía cuando se decidió aceptar esas disciplinas económicas y comerciales. En la medida en que el gobernante puede decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley, la legalidad es irrelevante. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre (lo que se reproduce a nivel estatal) y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, no existen planes maestros para el desarrollo de ciudades; la inversión –igual pública que privada- se concibe para plazos cortos; los pactos y acuerdos entre partidos se entienden como asuntos personales, no institucionales; las decisiones en materia de permisos y nombramientos se hacen por preferencias amistosas; no existe una política de Estado en asuntos elementales como educación, salud, lucha contra la pobreza, política exterior.

El punto es que cada gobierno se siente dueño del país y no ve su gestión como parte de un proceso de desarrollo de largo plazo. Por supuesto, cada gobernante cree que sus proyectos perdurarán y que él en lo personal se unirá a las filas de los líderes de la Independencia y Benito Juárez y que su nombre pasará a la historia como uno de los grandes constructores de la patria. Pocos reparan en el hecho de que eso no es frecuente y menos en que esa forma de ser del país impide que crezcan y se consoliden instituciones independientes, conlleva a dependencias perniciosas y limita el propio potencial de éxito del gobernante en turno.

Hay una razón por la cual algunas naciones logran acceder al desarrollo y esa tiene menos que ver con las tasas de crecimiento de la economía que con la fortaleza de las instituciones que hacen posible ese crecimiento en el largo plazo. Un gobernante que pretenda trascender lograría mucho más cediendo facultades y poder en aras de ir consolidando un sistema institucional (en lugar de uno personal como fue la historia del PRI) que con grandes proyectos que no son otra cosa que la reinvención de la rueda.

Lo que naciones como Chile y Corea, entre otras, han logrado es instaurar al Estado de derecho como su institución primordial. Cada uno de esos países siguió su propio proceso pero, en el corazón del asunto, el común denominador, fue la aceptación del gobernante de auto-limitarse. Ese paso crucial, que ocurrió en el caso del TLC en un ámbito específico, es el ejemplo más palpable del reto que el país tiene frente a sí. El país pasará a las ligas mayores el día en que se dé ese paso. Hasta ese momento, todo será una mera cascarita.

 

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