Gobierno y democracia

 Luis Rubio

Hay dos maneras de enfocar los desafíos que enfrenta el país en la actualidad. Uno es suponer que existe un marco de legalidad al cual apegarse. El otro es partir del reconocimiento de que lo que existe no funciona y requiere una transformación. Los dos caminos constituyen avenidas con posibilidades, pero todo depende del puerto al que se desee arribar. Dante Alighieri ofrece una lectura de lo que implica la alternativa: “el sendero al paraíso comienza en el infierno”, nos dice en un pasaje conocido. En otro afirma que “a la mitad de camino de nuestra vida me encontré en medio de un obscuro bosque, pues el camino prestablecido se había perdido”. Cualquiera que sea la perspectiva preferida, ambas implican que el país tiene frente a sí disyuntivas fundamentales.

En meses recientes se han apuntado toda clase de propuestas de solución. Estas varían dependiendo de la experiencia personal o la perspectiva que anima al proponente: unas son radicales en su contenido, otras ambiciosas en su alcance y algunas claramente interesadas. Los diagnósticos también varían, algo paradójico en una sociedad en la que se decía que los problemas del país estaban perfectamente diagnosticados y que todo lo que se requería era la aprobación de un conjunto de reformas (“las reformas”) para arribar al Nirvana. Pues resulta que hemos vivido el periodo de mayor “turbulencia” legislativa desde que existe la Constitución vigente y, sin embargo, los problemas no han desaparecido.

Con lo anterior no pretendo criticar las reformas aprobadas sino la engañosa propensión a  asumir modas como certezas y cambios en el papel como realidades transformadas. Por eso la discusión nacional ha vuelto a los diagnósticos: que si el problema son las reformas mismas o la corrupción, la impunidad o la clase política, los partidos o la ausencia de Estado de derecho. Unos son síntomas, otros potenciales causas, pero es fundamental determinar cuál es cuál y qué es qué antes de seguir armando pactos, aprobando leyes o pretendiendo que la solución a una situación tan compleja reside a la vuelta de la esquina. Lo único evidente es que todos estos son elementos –componentes- de una compleja fotografía con la que el país –y, sobre todo el gobierno- tiene que lidiar.

En su libro más reciente*, Fukuyama ofrece algunas perspectivas que pueden ser útiles para entender la complejidad del momento. Su principal conclusión es que el orden de los factores si altera el producto, pero no de una manera determinista: para que un país logre la estabilidad y el orden que le permita progresar requiere tanto un gobierno competente como un sistema de rendición de cuentas eficaz, pero si lo primero no existe, lo segundo solo servirá para hacer imposible el funcionamiento del gobierno.

Los países que primero construyeron burocracias competentes y eficientes y luego arribaron a la democracia tienden a ser más ordenados, eficientes y no corruptos, pero sus gobiernos son usualmente menos responsivos a las demandas de la ciudadanía. El caso prototípico que ilustra su punto es Alemania, país al que compara con Estados Unidos, donde la democracia precedió a la construcción de un Estado fuerte y la ciudadanía organizada tiene enorme influencia sobre la toma de decisiones. El extremo del primer ejemplo sería China (muy eficaz pero nada democrático), el del segundo Grecia (muy democrático pero terriblemente disfuncional). ¿Dónde pondría usted a México?

Una forma de apreciar el argumento del autor es observando los sistemas clientelares: un sistema dedicado al reparto de favores acaba ahogado en la corrupción y es sumamente reacio a ser reformado. El clientelismo, dice Fukuyama, es un “fenómeno ambiguo” porque es “inherentemente democrático” pero también “sistemáticamente corruptor”. Gobiernos dedicados a construir, nutrir y explotar clientelas generan incentivos para que todo mundo vea a la política como una oportunidad de lucro personal.

Cuando evalúa a los países subdesarrollados dice que lo que diferencia a naciones como Corea, Vietnam o China del sub-Sahara africano es que los primeros se caracterizan por la existencia de “Estados altamente competentes, con gran capacidad de acción”, en contraste con aquellos que “no poseen instituciones estatales fuertes”. La clave, dice el autor, reside en fortaleza y capacidad de las instituciones, no en la orientación ideológica o ética (o sea, cultural) de la sociedad. Donde hay instituciones fuertes, hay un gobierno competente, y viceversa.

Sea cual fuere el diagnóstico correcto de la problemática nacional, es obvio que nuestra debilidad en materia institucional es legendaria, lo cual nos lleva a dos preguntas cruciales: primero, ¿está dispuesto el gobierno a enfrentar una problemática que no tenía en el radar y que lo rebasó en los meses pasados? Segundo, ¿tendrá capacidad la sociedad mexicana para aceptar que algunos de los avances en materia democrática son también parte del problema porque hacen imposible la existencia de un gobierno funcional susceptible de rendir cuentas?

Respecto a lo primero, el país carece de capacidad gubernamental incluso para lo más elemental: seguridad, justicia, infraestructura y disposición a generar certidumbre entre la población. Respecto a lo segundo, la habilidad del gobierno para aprobar las reformas debería ser suficiente para un gran ejercicio de liderazgo que permita discernir entre lo deseable y lo necesario. Lo que no es prescindible es un gobierno funcionando y funcional.

*Politica Order and Political Decay

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=54820&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=54820

http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2015/01/25/25tora07.pdf?i&acceso=41ba82bc243186262bb21406a9583a18