¿Qué pasó?

 Luis Rubio

¿Qué pasó en las últimas semanas que cambiaron todo el panorama? De un gobierno percibido como excepcionalmente diestro pasamos a uno que se comporta como si estuviera sitiado. ¿Será posible que un incidente, por horroroso que haya sido, transforme tantas cosas en tan poco tiempo? Parece claro que los hechos ocurridos en Iguala no fueron la fuente de la nueva realidad, sino su disparador. La pregunta es ¿por qué?

En su primer año, el gobierno mostró excepcionales habilidades para avanzar su agenda legislativa. Hoy nadie puede albergar la menor duda de su capacidad de interacción y negociación en el contexto partidista y legislativo. Donde ha fallado es en el plano de la función cotidiana de gobernar. La paradoja, y quizá esto explique buena parte de lo que cambió de súbito, es que la promesa del gobierno priista era que sabía gobernar.

Las primeras señales de problemas se manifestaron en el raquitismo económico a lo largo de 2013. Las dificultades se fueron acumulando en la medida en que las licitaciones para obra pública se declaraban desiertas, beneficiando a unos grupos más que a otros. Siguió el total desdén por las consecuencias de decisiones arbitrarias como la del cambio de las tarjetas para el pago de carreteras. Luego vino la anulación de reformas  como la educativa: no hubo contingente de trabajadores de la educación que no lograra el compromiso gubernamental de suspender la aplicación de la ley en su estado. El hilo finalmente se rompió en el asunto que más lacera a la población y en el que el gobierno había hecho la promesa más generosa: el de la seguridad.

El gobierno partió del principio de que el tiempo le beneficiaba y que su sola presencia resolvía los problemas del país. Su visión en la economía es que el gasto marca la dirección y fuerza al sector privado a responder; en la operación cotidiana del gobierno lo importante son los resultados y no la forma o medios para alcanzarlos; en la seguridad, un gobierno con presencia crea un equilibrio entre la autoridad y el crimen organizado, restableciendo con ello la paz y terminando la violencia. O sea, las recetas de los cincuenta y sesenta.

El problema es que las circunstancias de entonces nada tienen que ver con las actuales. En los sesenta la economía estaba cerrada y protegida, el gobierno controlaba la información y existía un contubernio explícito entre las élites: los empresarios no tenían que competir ni satisfacer al consumidor, los sindicalistas se enriquecían, los políticos robaban y los criminales estaban regulados. Un mundo feliz. No todo era perfecto pero la impunidad protegía a los beneficiarios del sistema.

El cambio se dio cuando se liberaliza la economía sin modernizar al sistema de gobierno. En una economía abierta ya no es posible pretender venderle basura a precios altos al consumidor ni firmar contratos laborales leoninos. Con el cambio tecnológico nadie controla la información y cada trapacería o abuso, de cualquier tipo, es susceptible de aparecer publicada en la multiplicidad de medios y redes que hoy existen. La corrupción se nota.

Todavía más importante, en esta era el gobierno ya no manda. El gobernante de antaño tenía control de todos los procesos; el de hoy tiene que explicar y convencer. La población tiene acceso a la misma información que el gobierno y los actores clave tienen infinidad de opciones y comparan unas con otras. Ese mundo juega bajo reglas globales que no admiten la opacidad, amenazas, corrupción y complicidades que son típicos de la política mexicana a nivel local. Ese México violento y corrupto, acostumbrado a gobernantes distantes que viven en la impunidad fue desnudado en Iguala: siglo XX vs siglo XXI. El gobierno sólo será exitoso en la medida en que cree condiciones que hagan atractivo invertir en el país, igual para el changarro de la esquina que para la petrolera más grande del mundo.

El gran problema es que el gobierno mexicano no se ha modernizado: sigue siendo el mismo de hace cincuenta años; no es eficaz, no es institucional y no resuelve problemas, comenzando por el más elemental, la seguridad. Esto no es culpa del gobierno actual pero es un hecho ineludible. El gobierno tiene que ser eficaz: convencer y funcionar. El nuestro no convence ni funciona.

El gran éxito inicial del gobierno residió en que cambió los términos del debate sobre México fuera del país. Sus reformas, sobre todo la de comunicaciones y energética, atrajeron la atención mundial porque abrían un nuevo capítulo de oportunidades. La tragedia de Iguala demostró que nada había cambiado, que se trataba, a final de cuentas, de un montaje estilo Potemkin. La violencia no ahuyenta a inversionistas acostumbrados a trabajar en Siberia, Angola o Nigeria; lo que la espanta es la ausencia de un gobierno capaz de hacer cumplir los contratos. La reforma energética es coja en esto, pero lo que Iguala ilustró, a todo color, es que el gobierno ni siquiera tiene la capacidad para hacer cumplir sus propias reglas.

Suponer que la inseguridad va a desaparecer sin policías, ministerios públicos y un poder judicial, todos ellos competentes (o sea, un gobierno eficaz), equivale a desafiar la gravedad. La falta de congruencia entre la propuesta y los hechos resultó funesta, sobre todo por las enormes expectativas que se habían generado. No es casualidad que las peores críticas vengan de los mayores panegiristas de antes.

México tiene un enorme potencial, pero requiere que el gobierno cree las condiciones que lo hagan posible.

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Los padres

 Luis Rubio

“Perder a un padre, escribió Oscar Wilde, puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido”. Descuido o no, una de las leyes de la vida es que ese momento nos llega a todos tarde o temprano. La pérdida de un padre, o de un padre intelectual, constituye uno de los grandes momentos, y más difíciles, de la vida de todo ser humano. Algunos de los deudos, de los nuevos huérfanos, escriben profundas reflexiones sobre el significado de la vida, de la pérdida, de la trascendencia, de las lecciones. La mayoría de quienes toman el camino de publicar sus meditaciones lo hacen simplemente para entender.

Philip Roth escribió Patrimonio sobre la muerte de su padre y el acercamiento que el proceso final significó para ambos. En un apasionante relato, Roth deja fluir sus emociones: amor, temor, pasión, ansiedad. Al contar la historia de su padre y su vida y contexto, Roth cavila entre lo conocido y lo desconocido, lo cierto y lo incierto, la experiencia suya y la que conoció de su padre. No sé si Roth inauguró un género, pero seguro le ha permitido a millones de lectores lidiar con el desconsuelo que significa la pérdida de un padre, desde los detalles pequeños hasta las grandes lecciones.

Como religioso frecuentemente obligado a consolar el dolor de su grey, el rabino Marcelo Rittner escribió Aprendiendo a decir adiós, un libro dedicado al duelo por la pérdida de un ser querido, no necesariamente un padre o madre, y su enfoque es el del espíritu: ¿cómo enfrentar la muerte?, ¿cómo vencer el sentimiento de pérdida para convertirlo en un camino de liberación? ¿Por qué yo? Quizá su frase más profunda y a la vez más dura, pero trascendente, es que “se pierde una vida pero no una relación”. La relación padre o madre e hijo o hija no desaparece por el hecho de haber concluido la vida, aunque pase a una nueva etapa.

Héctor Aguilar Camín acaba de publicar su propio adiós. En Adiós a los padres, Aguilar Camín retoma lo mejor de la tradición de Roth pero va un paso adelante, convirtiendo su propia historia en una biografía de sus padres y en un intento por explicarse por qué su vida fue como fue y no de otra forma. ¿Cómo entender a un padre ausente? ¿Cómo conciliar las emociones derivadas de esa ausencia con su vuelta al final de sus días? ¿Cómo lidiar con la complejidad de las relaciones que dejó la ausencia y sus consecuentes vacíos? Con profunda madurez y entereza emocional, penetra el escabroso mundo de la vida de su padre, intentando reconstruir su vida y personalidad, todo ello para explicarse a sí mismo y lo que eso implicó, y marcó, en su vida. Al final, Héctor se hace cargo de su padre no porque aquél le deba algo sino porque es su padre y eso sin mermar en lo más mínimo la relación con su madre, que fue quien se encargó, contra viento y marea, de los hijos.

En un tenor un tanto distinto, Joseph Hodara escribió la biografía Victor L. Urquidi: trayectoria intelectual. Aunque no me atrevería a decir que se trata del padre intelectual del autor, la biografía, aunque crítica, es un claro intento por establecer un legado, darle crédito y reconocimiento a quien tuvo un enorme impacto no sólo intelectual sino práctico en la vida pública nacional pero cuyo recuerdo corre el riesgo de perderse en la bruma del tiempo, pero sobre todo de las bajas pasiones y altas rencillas del mundo académico. Hodara hace más que contar la vida de Urquidi: lo coloca en el lugar que merece quien fue padre intelectual de innumerables personajes de la vida política nacional pero cuya personalidad lo dejó arrumbado en los archivos del Colegio de México. El libro se lee como un “misión cumplida”.

Kierkegaard escribió que “La vida sólo puede ser entendida hacia atrás, pero debemos vivirla hacia adelante”. Ese es el desafío que entraña la pérdida de un padre. Algunos meditan o escriben sus pensamientos e introspecciones para su propio uso, otros lo hacen de manera pública para que todos tengamos acceso y oportunidad de entender lo que es el dolor de la vida y la trascendencia del paso que significa la muerte de un padre. Al final, siguiendo a Kierkegaard, de lo que se trata es de entender para poder vivir. Eso es lo que Roth, Aguilar Camín, Hodara y Rittner, cada uno a su manera, logran de manera integral. Contrario a lo que decía Wilde, aquí hay ejemplos de personas que no son descuidadas sino que se encargan de sus padres, los biológicos y los intelectuales.

En su memoria sobre la pérdida de sus padres (Losing Mum and Pup: A Memoir), una historia mucho más política y menos emotiva o personal, Christopher Buckley hace dos reflexiones invaluables. Primero, cita el comentario de Mary McGrory a Patrick Moynihan (una periodista y un político estadounidenses) cuando el asesinato de Kennedy: “nunca volveremos a reír”, le dice, a lo que Moynihan responde “Mary: volveremos a reír, pero nunca seremos nuevamente jóvenes”. Al final del día, la juventud no se mide por la risa sino por la actitud frente a la vida, lo que lleva a Buckley a su segunda reflexión: que la muerte de los padres inevitablemente entraña la comprensión de que uno se movió un escalón hacia arriba.

El paso a través de la muerte de los padres es como cuando Odiseo navegó entre Escila y Caribdis, haciendo hasta lo imposible por no ser devorado por uno o crucificado por el otro: la historia y las explicaciones de un lado, la vida del otro. Estos libros son un verdadero asidero emocional.

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Urge actuar

 Luis Rubio

Estos no han sido días buenos para el presidente. Las dificultades se acumulan, la economía no levanta y ahora hay marchas de protesta por doquier. El asunto no es el horror de las matanzas, aunque eso es lo que haya provocado el impasse, sino el hecho de que el gobierno fue tomado por sorpresa: como si no entendiera lo que está de por medio.

 

El mundo se le viene encima pero el gobierno ha actuado bajo una lógica táctica de corto plazo: ganarle puntos al PRD; en sus discursos, el presidente no se asume como responsable de la seguridad: más bien, se solidariza con las víctimas, pero no como autoridad a cargo sino como si fuera una ONG. Recuerda más a Fox con su “y yo por qué” que al político calculador y experto operador de las reformas.

 

Los días pasan y el gobierno ni responde ni escucha otras voces. En contraste con el momento de su campaña en que giró para anticipar críticas futuras con una ambiciosa propuesta en materia política (al menos en términos efectistas), hoy el gobierno parece destanteado. Este es el momento de plantear un paradigma distinto porque su verdadero problema yace en que ha perdido los dos activos más importantes con que contaba: la apariencia de eficacia y la iniciativa.

 

Por año y medio, el gobierno siguió un script perfectamente articulado, con operadores idóneos en los lugares clave, una efectiva estrategia de comunicación y una infinita capacidad –por cualquier medio- para sumar a la oposición y neutralizar a los intereses en su propio seno. Su impactante capacidad de ejecución logró aplausos hasta de los rincones más críticos de la sociedad. Por eso es tan pasmosa su parálisis e incapacidad de respuesta, misma que podría llevar a que se multipliquen las protestas, en México y fuera. No un escenario halagüeño.

 

Iguala no inauguró los problemas. Desde hace meses son claros diversos signos ominosos que el éxito en procesar las reformas escondía. Mucho antes de las matanzas recientes la economía mostraba signos de parálisis que el agresivo estímulo fiscal no corrige pero eleva la deuda. Los precios del petróleo vienen a la baja, amenazando las ya de por sí deterioradas cuentas gubernamentales, y Europa amenaza con entrar en recesión, si no es que deflación.

 

Aunque el tema de la seguridad había sido suprimido de los medios, la realidad sigue exactamente igual: la extorsión se ha vuelto el pan de todos los días en el comercio en pequeño (y no tan pequeño), los secuestros crecen y el robo no cesa, incluso (sobre todo) en la entidad que hasta hace poco gobernaba el presidente.  Imposible cerrar los ojos ante esta destrucción masiva, aunque lenta, de capital social. Las matanzas reflejan el desorden que impera en el país, el contubernio entre autoridades electas y el crimen organizado y la total ausencia de estrategia para combatir la criminalidad. Iguala es crucial porque esa no fue una masacre entre narcos: ahí se evidenció al Estado actuando como sicario al servicio del crimen organizado. Negar la realidad no es una estrategia. El presidente tiene que hacerse cargo.

 

El proyecto de reformas era ambicioso en sí mismo. Pero hasta ahora no ha sido más que un cambio en el papel. Independientemente de las nuevas circunstancias, la complejidad de la implementación de las reformas es enorme y, sobre todo, exige habilidades muy distintas a las que hasta ahora ha desplegado el gobierno. No es lo mismo negociar con diputados o comprar votos en el senado que enfrentar mafias dedicadas al robo de combustibles o a sesgar los contratos al interior de las paraestatales. Lo primero es operación política, lo segundo es eso que se llama gobernar.

 

Imposible minimizar el reto que enfrenta el gobierno y el país, pero eso no implica que no haya salidas. Quizá el mayor de los desafíos resida menos en la situación en las calles que en la visión del gobierno. El actuar gubernamental refleja una visión que rechaza la realidad del mundo externo. Aunque, por ejemplo, el gobierno promueve activamente la inversión extranjera, no da la impresión de que acepte la realidad del mundo globalizado donde la comunicación es instantánea y lo criterios de decisión son de cara al mundo. La conexión entre las protestas en la ciudad de México y en Roma es real y el impacto sobre los inversionistas inevitable. El gobierno no puede pretender ser innovador y moderno hacia afuera mientras adentro existen miles de Igualas a punto de estallar. En una palabra, es imposible, además de fútil, pretender recrear el viejo paradigma fundamentado en que los de afuera no ven lo que pasa adentro y los de adentro no se comunican con los de afuera. Imperativo que el gobierno reconozca la urgencia de un nuevo paradigma de desarrollo político. Así de simple y así de complejo.

 

Nadie espera que el presidente resuelva el problema de Guerrero en quince minutos. Lo que la población espera del presidente es certidumbre y claridad de rumbo, es decir, instituciones que permitan que Guerrero, y todo el país, entren en una dinámica de estabilidad y desarrollo político-legal que, poco a poco, haga imposible, o al menos excepcional, la existencia de nuevos Ayotzinapas. Una visión así obligaría a dedicar toda esa extraordinaria capacidad de operación política a construir un nuevo entramado institucional y a obligar a los actores clave –comenzando por los gobernadores- a construir capacidad de gobierno en lugar de simplemente “irla llevando” para enriquecerse, sin beneficio alguno para la ciudadanía.  Este es el momento de actuar.

 

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La variable de ajuste

FORBES – Octubre 2014

LA GRAN DIFERENCIA ENTRE LA CRISIS DE 1994 en México y la que ha vivido España en los últimos años radica en que el país europeo no cuenta con el instrumento que hizo posible que México saliera con relativa rapidez de su predicamento fiscal y financiero. En el caso mexicano, la devaluación de la moneda permitió cambiar, en un santiamén, la situación macroeconómica. España, país integrante del bloque del euro, no cuenta con esa libertad. Su variable de ajuste ha tenido que ser otra, con consecuencias devastadoras. Esta diferencia es absolutamente pertinente para la discusión respecto al salario mínimo.

 

Cuando un país entra en problemas financieros, como sucedió en México en 1994, la economía tiene que ajustarse a la nueva realidad. En nuestra historia de crisis, las devaluaciones típicamente ocurrieron porque el exceso de gasto gubernamental llevó a un crecimiento tal de las importaciones que se produjo una crisis cambiaría. Una vez que eso ocurrió, el gobierno tuvo que actuar controlando su gasto e intentando restaurar el equilibrio fiscal. El principal efecto de una devaluación es disminuir el valor real de los salarios, pues estos están denominados en pesos. España, que no puede llevar a cabo una devaluación, ha tenido que disminuir los salarios nominales, es decir, muchos españoles ahora perciben un número menor de euros por el mismo trabajo: el salario acabó siendo la variable de ajuste.

 

En México, el salario mínimo ha sido la variable de ajuste que ha permitido mitigar los costos adicionales asociados con la producción en el país, como la violencia y los robos, las mordidas que exigen los burócratas para que funcione una empresa, la mala calidad de la infraestructura, los costos asociados con reentrenar al personal que no obtiene una capacitación mínima necesaria en el sistema escolar formal y, en general, con los malos servicios públicos que padecemos.

“EL SALARIO MÍNIMO SE HA CONVERTIDO EN LA VARIABLE DE AJUSTE DE TODOS LOS MALES QUE PADECE LA ECONOMÍA Y EL PAÍS. TODA LA ENERGÍA QUE SE PONE EN FORZAR UN AUMENTO DEL SALARIO DEBERÍA CANALIZARSE HACIA SOLUCIONAR PROBLEMAS DE FONDO”

 

Dado que un empresario no tiene manera de resolver el problema de la educación o el de la inseguridad, por citar dos evidentes, su única alternativa es pagar menos por los precios que sí controla, como el del salario. El punto es que el salario en México es bajo porque si fuera más alto toda la economía se colapsaría. Es la variable de ajuste. Esto puede ser injusto y desagradable, pero no lo hace menos real.

 

El gobierno puede decretar un aumento en los salarios pero no puede evitar las potenciales consecuencias de su acción. En términos cuantitativos, el gobierno puede fijar el precio de un producto o servicio (como es el salario mínimo) pero no puede fijar, de manera simultánea, la cantidad demandada. Y viceversa: puede fijar la demanda pero no el precio. Se trata de variables independientes sobre las cuales el gobierno no tiene control simultáneo.

 

En el caso del salario mínimo, la lógica política de incrementarlo es impecable. También lo es, al menos en alguna medida, la argumentación de que ese salario administrado ha estado tan bajo por tanto tiempo que es posible que su elevación a un nivel moderado no tuviera un impacto dramático. El problema es que la medida de ese impacto está fuera del ámbito de control del gobierno. Es posible que un aumento de 15% no tenga consecuencias pero sí uno de 20%. Nadie lo sabe de antemano y, dado que el objetivo de los proponentes es un aumento de varias veces el salario actual, la probabilidad de que se desate un marasmo de consecuencias no controlables (pero ciertamente anticipables) es enorme.

 

El problema del planteamiento de elevar los salarios mínimos por decreto es que se trata de una medida artificial. Es obvio que el país necesita elevar los ingresos de los mexicanos y hacerlo de manera sistemática y decidida. Dado que el salario mínimo se ha convertido en la variable de ajuste de todos los males que padece la economía y el país, toda la energía que se está poniendo en forzar un aumento del salario por decreto debería canalizarse hacia la solución de los problemas de fondo. Ciertamente, hay algunos temas que, incluso en el más optimista de los escenarios, tomarían décadas de resolverse; pero hay otros que, con una acción decidida y concertada del gobierno, podrían traducirse en aumentos rápidos en los niveles de productividad. Por ejemplo, una simplificación radical del sistema fiscal cambiaría la realidad de las empresas de la noche a la mañana y eso no requiere un pleito con el sindicato de maestros o construir un nuevo sistema de seguridad y policía. El asunto es uno de prioridades

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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El dilema político

  Luis Rubio

No me cabe la menor duda de que, cuando el gobierno actual se aprestaba a tomar posesión, su principal consideración residía en cómo reconstruir la capacidad de acción del Estado. Para todos es evidente que la capacidad de gobernar se ha venido deteriorando a lo largo de las últimas décadas y que ningún país puede prosperar con un gobierno enclenque, incompetente y paralizado, además de abrumado por factores fuera de su control. La propuesta de un “gobierno eficaz” resumía no sólo una filosofía política, sino un imperativo categórico. Ahora más que nunca.

La clave no radica en la necesidad de construir un gobierno eficaz sino en las causas de su ineficacia. Se puede suponer que el gobierno funcionaba bien antes y que, por diversas circunstancias, dejó de hacerlo. Con un diagnóstico así, lo procedente era recrear lo antes existente. Sin embargo, otra forma de contemplar el problema sería preguntar ¿qué tal si el gobierno de antaño no era tan exitoso ni tan competente, aunque algunas cosas funcionaran bien?

De lo que no hay duda es que el viejo sistema político –con sus aciertos y carencias- funcionó en el contexto de un país muy distinto al actual: mucho más pequeño en población, con un sistema político autoritario y una economía fundamentalmente desligada a la del resto del mundo.

En los ochenta y noventa, el país se embarcó en un proceso de reforma orientado a recuperar la capacidad de crecimiento de la economía. Con un gobierno todavía fuerte y fundamentalmente capaz de administrar los procesos políticos, las reformas de aquellos tiempos modificaron estructuras fundamentales (privatizaciones, desregulación, liberalización de las importaciones). Mucho cambió con eso, pero no se logró el objetivo de elevar la tasa de crecimiento de una manera sostenida. Por otro lado, las fuerzas que desató el proceso cambiaron la realidad política del país, creando el entuerto del gobierno débil de hoy que tan brutalmente fue expuesto en Iguala.

En esa misma época, la otrora Unión Soviética intentaba un objetivo similar, con un proceso dual de reforma: política y económica. Dentro del gobierno mexicano se discutió mucho el caso ruso y el gobierno de entonces decidió que una apertura política antes de la consolidación económica como Gorbachev estaba intentando llevaría a una catástrofe. En retrospectiva es claro que la lectura mexicana sobre la URSS fue acertada, pero eso no implicó que el diagnóstico sobre lo que aquejaba a México fuera correcto.

Sin proponérselo, el nuevo libro de Francis Fukuyama* describe este dilema de una manera nítida. Para Fukuyama hay tres componentes clave para el funcionamiento ordenado de una sociedad: un Estado fuerte, el Estado de derecho y la rendición de cuentas. Afirma que, aunque los tres son indispensables, ninguno funciona si el Estado es débil y disfuncional. Es decir, para que un país sea exitoso, requiere de un sistema de gobierno capaz de cumplir con funciones básicas como la seguridad, el sistema legal y la regulación económica. La secuencia, dice Fukuyama, es clave: los países que se democratizan antes de haber construido la capacidad de gobernarse con eficacia siempre fallan porque la democracia exacerba los problemas, las carencias y los desafíos al orden existente, carcomiendo la capacidad del gobierno de ejercer su autoridad al verse sometido a demasiadas demandas encontradas.

El diagnóstico es claro y devastador. El sistema político mexicano funcionó en un entorno y en un contexto que ya no existe y que la realidad hizo obsoleto. Parte de su obsolescencia se aceleró con las reformas de los ochenta y noventa, pero es claro que el deterioro comenzó desde los sesenta, cuando comenzaron a evidenciarse problemas políticos y en la balanza de pagos. De hecho, las reformas de los ochenta y noventa no fueron sino un intento por atacar los problemas entonces evidenciados. Los problemas de crecimiento económico y de seguridad se remiten a aquella época y la capacidad política de lidiar con ellos mostró sus límites en el 68, en la estrategia económica de los setenta, en la virtual quiebra del gobierno en 1982 y en el caos de seguridad más reciente. Detrás del pobre desempeño económico yace un paupérrimo desempeño político.

Un gobierno débil crea un entorno en el que es imposible el crecimiento de la economía en parte por su propia disfuncionalidad, pero también porque es incapaz de resolver los problemas que aquejan al país. El dilema reside en cómo resolver la debilidad del Estado. Una forma es centralizando e intentando controlar todas las instancias y resquicios de la vida política y social. El gobierno está intentando esta vertiente, pero rápidamente enfrenta sus límites: una estrategia así exacerba tensiones que luego tienen que ser disipadas con excepciones. Así ha ocurrido con la reforma educativa y con la seguridad en Michoacán. Iguala hace obvia la inviabilidad de la estrategia.

La alternativa sería construir un sistema de gobierno moderno, apropiado a las realidades internas y externas del mundo de hoy. El cambio medular residiría en una visión distinta, donde el objetivo es la funcionalidad del gobierno y no el control y donde la participación política es un medio y no un objetivo. El gobierno se profesionaliza, dándole certidumbre a la población. Es decir, implicaría el reconocimiento de que el sistema de gobierno es obsoleto y requiere una transformación cabal. Sólo así sería posible contemplar su viabilidad y el éxito del país en el largo plazo.

*Political Order and Political Decay: From the Industrial Revolution to the Globalization of Democracy

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Antes y después

 Luis Rubio

“Antes de Elvis no había nada” afirmó John Lennon en una entrevista sobre el rock and roll. Iguala promete ser algo similar para el gobierno del presidente Peña. Lo que fue, fue; ahora comienza la realidad. La pregunta es si el parteaguas servirá para construir un proyecto viable de largo plazo o si marcará el momento en que el gobierno fracasó, como le ocurrió a tantas otras administraciones en el pasado.

En nuestro contexto, matanzas como la de Ayotzinapa o Tlatlaya no son algo excepcional o impredecible. Todos sabemos que esas cosas ocurren y que seguirán ocurriendo en México y ese es el problema: en un país civilizado esas cosas no ocurren. El que sean “naturales” en nuestro país es lo que nos distingue y coloca al gobierno frente a un reto que, hasta ahora, había estado indispuesto a asumir. La pretensión de que la inseguridad y la violencia se resuelven negando su existencia o removiendo la información de los medios de comunicación resultó infructuosa y hasta contraproducente. Paradójicamente, a este gobierno le van a costar más estos eventos que al anterior porque aquel no tenía ningún empacho en reconocerlos, lo cual no implica que su estrategia hubiese sido más fructífera. Hay una total ausencia de estrategia de largo plazo que contemple la consolidación de un entorno institucional (policías, judicial, gobiernos) en el que esas cosas no ocurran o, cuando así fuese, se tratara de una verdadera excepción, como en los países civilizados.

La luna de miel inusualmente larga de que gozó el gobierno se debió en buena medida a su extraordinario éxito en avanzar una amplia agenda de reformas que capturó la atención del país y del mundo. El gobierno evidenció una gran capacidad de liderazgo político y de negociación en el contexto legislativo, logrando romper con décadas de parálisis en asuntos de trascendencia económica. De manera paralela, intentó una estrategia de combate a la criminalidad que solo se diferenciaba de la de la anterior administración en el hecho de que incluyó un componente político cuyos méritos no han sido excepcionales, al menos en el caso de Michoacán. Con todo, tanto el avance legislativo como una nueva táctica en materia de seguridad le confirieron al gobierno casi dos años de amplia y casi totalmente indisputada latitud.

Concluido el proceso legislativo comienza el asunto de gobernar y ahí la cosa ha ido cuesta arriba. No cabe la menor duda que la capacidad de manejo y operación política del gobierno es excepcional, y más si se le compara con las administraciones anteriores; sin embargo, situaciones como las de Ayotzinapa y la fallida negociación con los estudiantes del IPN evidencian la ausencia de un proyecto político que trascienda el mero objetivo de mantener las aguas en paz (lo cual claramente tampoco se ha logrado). Es decir, hay evidente capacidad de respuesta pero no una estrategia de solución a los problemas que aquejan al país: peor, es obvio que en el gobierno se considera innecesaria una estrategia de esa naturaleza. En Iguala resultó claro que el presidente municipal hace las veces de sicario; por su parte, la noción de que negociar (por ejemplo con sindicatos de educación o con estudiantes del Poli) es equivalente a conceder la totalidad de las demandas resultó contraproducente y por demás costosa. El país demanda soluciones, no pura política.

¿Es responsable el gobierno federal del segundo empleo del alcalde de Iguala? Por supuesto que no, pero el hecho de que los narcos controlen vastas regiones del país, impongan su ley, extorsionen a la población, amenacen la paz de la ciudadanía, asesinen como les venga en gana y tengan sometidos (o comprados) a muchos gobiernos estatales y municipales, constituye un desafío a la gobernabilidad del país pero, sobre todo, a la noción de que un gobierno “fuerte” es suficiente para que el país progrese y logre la estabilidad. Resulta evidente que se requiere un gobierno institucionalizado y competente a todos los niveles y no solo uno caracterizado por capacidad de manejo coyuntural. La oportunidad para el gobierno reside en replantear su proyecto en esta dirección, pero sus reacciones estos días no sugieren que eso esté siendo contemplado.

Antes de Iguala el gobierno tuvo enorme latitud para imponer su estilo y su ley. Ahora tendrá que lidiar con las protestas que sin duda lo acosarán dentro y fuera del país y, más importante, con una realidad siempre propensa a deteriorarse tanto en lo económico como en lo político. El gobierno del presidente Peña se ha caracterizado por un intento sistemático de adaptar la realidad a sus preferencias en lugar de lidiar con la realidad y tratar de irla moldeando para que se logre la transformación que prometió de origen. En lo político partió del supuesto de que el problema era la carencia de eficacia en la labor gubernamental, eficacia que ahora resulta inadecuada o insuficiente (y que, en todo caso, no se ha logrado excepto en lo legislativo); por su parte, la estrategia de ceder ante cualquier demandante para evitar conflicto no ha hecho sino multiplicarlos. En lo económico ignoró la era de crisis que precedió a las últimas dos décadas de estabilidad macroeconómica y corre el riesgo de llevar al país, una vez más, a esos tiempos aciagos.

En Iguala quedaron exhibidos tanto la complejidad del país como el riesgo de ignorar la problemática que yace detrás. Es esto, más que cualquier otra cosa, lo que Iguala cambia, seguramente de manera permanente: el antes y el después.

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El problema de visión

 Luis Rubio

«Ningún problema puede ser resuelto con la misma conciencia que lo creó. Tenemos que aprender a ver nuevamente y de manera distinta al mundo». Así describía Einstein la forma en que se pueden resolver problemas. Buena lección para la descomposición que se comienza a observar en el país.

Los problemas se apilan. Hace meses, el actuar en una multiplicidad de frentes parecía comenzar a rendirle frutos al gobierno y algunos números, sobre todo en materia de homicidios, parecía justificar su optimismo. Sin embargo, en las últimas semanas parece que se destapó la caja de Pandora, descomponiendo el panorama en su conjunto. La violencia y criminalidad han cobrado, nuevamente, un lugar preeminente en la agenda pública y ya no hay corporación o entidad que salga bien librada.

El deterioro era previsible en entidades cuya historia y localización geográfica las han condenado a la violencia. Aunque de horror, la situación de Iguala no es novedosa. Pero es Querétaro el caso que cambia el panorama porque se trata de un estado que, al menos en apariencia, había logrado convertirse en un parangón de orden y tranquilidad. La detención de un narco mayor no es noticia en sí misma: el que haya sido miembro activo (¿hasta distinguido?) de la sociedad queretana sugiere que la podredumbre es mucho más profunda -ahí y en el país- de lo que parecía.

Esto nos deja a los mexicanos ante una encrucijada y al gobierno ante la necesidad de revisar su estrategia. No tengo duda alguna que las iniciativas que se avanzaron desde su inauguración estaban concebidas como soluciones a los problemas que se observaban y a la forma en que éstos se definieron. Ahora es claro que esa forma de actuar no está surtiendo efecto. Como argumentaba Einstein, es tiempo de revisar el enfoque, la visión en su conjunto. Se requiere una visión de futuro, no un simple remozamiento.

Más allá de sus circunstancias específicas, el país enfrenta un conjunto de desafíos que son mucho más grandes que los rubros concretos. Si queremos listarlos, tendríamos que incluir asuntos como seguridad, crecimiento económico, corrupción, transparencia, democracia, federalismo y toda la plétora de complejidades que aquejan al país. Cada uno de estos temas se puede descomponer en las partes que lo integran o en asuntos concretos como se van presentando. Por ejemplo, cuando estalló Michoacán, el gobierno envió a la policía, a la tropa y a un político, cada uno de ellos enfocado a atender partes específicas de la problemática general. Meses después, no es obvio que se haya logrado ni siquiera el objetivo más inmediato de pacificar al estado. Guerrero no es un caso aislado: se requieren soluciones integrales.

La verdadera pregunta es si es posible atender los problemas en lo individual como si se tratara de asuntos inconexos. Mi impresión es que la disyuntiva real es entre construir algo nuevo o pretender arreglar lo existente. Por supuesto, no se trata de conceptos excluyentes, pero ciertamente entrañan visiones muy distintas del presente y del futuro.

Una visión transformadora implicaría definir como objetivo la construcción de un país moderno y de ahí derivar la naturaleza y características de las instituciones y políticas que la conformarían. En los ochenta tuvimos un connato de eso: la estrategia de reforma pudo haber sido acertada o errada, pero la visión de un país nuevo se afianzó en la población. Lo relevante es que ningún mexicano en aquella época tenía duda de hacia dónde iba el país: algunos podían coincidir con el objetivo, otros no, pero nadie tenía duda. Eso permitía observar los problemas bajo la perspectiva de un proceso. Desde luego, aquella visión acabó siendo más ambiciosa de lo que el sistema y gobierno estuvieron dispuestos a contemplar como cambios, pero el ejemplo muestra la diferencia entre intentar remozar un edificio a punto de colapsarse con la construcción de uno enteramente nuevo.

Una visión acotada a atacar y contener problemas aislados puede ayudar a resolver problemas específicos pero, como el juego de cabezas que salen y siguen saliendo en las ferias de pueblo, no hay manera de acabar o resolverlos todos. Además, las soluciones individuales tienen el efecto de producir efectos perversos: incentivan el conflicto.

Se trata de dos visiones distintas: una de arreglar problemas, otra de crear una nueva realidad. Muchas de las acciones concretas que llevaría a cabo el gobierno podrían ser similares en ambos casos, pero la diferencia crucial sería el para qué. En un caso se trataría de medios para transformar, en el otro de instrumentos de contención para que todo siga igual. En el primer caso la propuesta sería construir un país moderno, en el segundo mantener las estructuras de la era postrevolucionaria, de hace casi cien años.

Por ejemplo, en el caso de los estudiantes del Politécnico, la pregunta es si se dialoga (y cede) para evitar un mayor conflicto o si se dialoga para construir un nuevo paradigma político. Lo primero lleva a demandas cada vez más grandes, lo segundo suma a los demandantes. En una visión caben todos los mexicanos, incluyendo a los estudiantes y normalistas revoltosos, en la otra se trata de enemigos que tienen que ser aniquilados. En la economía, se protege para mantener el statu quo o se crean condiciones para que todos, o la mayoría, pueda salir avante. En una palabra, se pretende construir el país del futuro o evitar decisiones difíciles en aras de preservar lo existente.

 

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http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1046485.el-problema-de-vision.html

 

 

 

La contradicción

 Luis Rubio

El gran desafío que enfrentaron las naciones autoritarias en las últimas décadas fue que cambiaron los referentes económicos y políticos en el mundo, por lo que tuvieron que transformarse para lograr el desarrollo o, al menos, una mejoría sustantiva en la calidad de vida de sus ciudadanos. Su dilema fue cómo abrir sin perder la cohesión social y política, y cómo mantener esa cohesión bajo referentes económicos que exigen innovación, inversión privada, crecimientos sistemáticos de la productividad y respeto a las capacidades de los individuos. Muy pocos países lo han resuelto bien.

Mikhail Gorbachov comenzó por procurar el apoyo de su población recurriendo a la apertura política con el mecanismo que denominó “glasnost”. Su expectativa era que la discusión (y catarsis) pública y abierta sobre el pasado permitiría encarar la transformación estructural que su economía requería para sobrevivir y prosperar. La llamada “perestroika” consistió en la adopción de mecanismos de mercado en sustitución de la planeación central. Al final, el plan falló, la apertura no fue ordenada, múltiples intereses se apoderaron de los activos existentes y el imperio soviético acabó colapsado.

Carlos Salinas intentó el camino opuesto: apertura económica para evitar el colapso político. El planteamiento era menos ambicioso que el del ruso, pero su concepción igualmente atrevida. Se buscaba la transformación económica como medio para resolver los problemas de crecimiento e ingreso pero sin amenazar el statu quo político. En contraste con Gorbachov, el PRI subsistió, pero muchos de los instrumentos empleados para la añorada transformación entrañaban las semillas de sus propias limitaciones. Las privatizaciones fueron sesgadas y no condujeron, en la mayoría de los casos, a mercados competidos al servicio del consumidor, y la apertura misma fue mediatizada para evitar afectar intereses de los preferidos del “sistema”. El pobre desempeño de la economía en las pasadas décadas no es producto de la casualidad: responde a un plan de liberalización insuficiente, sesgado e inconcluso.

China ha optado por ignorar el dilema y su gobierno se ha dedicado a organizar la apertura, mantener un férreo control político y nutrir su legitimidad con crecimiento económico. La apuesta de su élite es que por su tamaño y cultura milenaria distinta a la occidental podrá preservar el poder en el largo plazo. La literatura al respecto es tan diversa en escenarios posibles que sólo el tiempo dirá. Pero de una cosa no hay duda: sus circunstancias no son repetibles en naciones occidentales y por eso sólo un puñado de casos excepcionales –Corea del norte, Vietnam, Cuba- lo ha intentado. El volado está en el aire.

España, Chile y Corea, cada una en sus circunstancias, son naciones que optaron por romper con el pasado y encarar el futuro. En lugar de proteger intereses aquí y allá o pretender que lo existente podía soportar la transformación que sus poblaciones demandaban a sus gobernantes, se dedicaron a cambiar con visión de futuro. Cada uno de estos países enfrentó sus propias crisis, retos y condiciones pero, al final, los tres salieron avante. Con todas sus dificultades, ninguno pretende que el pasado fue mejor.

El gobierno actual retorna al viejo dilema, pero ahora su enfoque es igualmente contradictorio. Intenta, por un lado, corregir los errores percibidos en el funcionamiento de los mercados y, por otro, procura re-centralizar el poder. En lugar de dar el salto al futuro resolviendo los problemas que dejó a su paso el intento anterior, el proyecto es recrear el viejo sistema, si bien bajo nuevos parámetros. La contradicción es múltiple y obvia: competir por la inversión en los mercados internacionales pero controlado al sector privado; decretar entidades autónomas pero pretender utilizarlas como instrumento de control; abrir sectores otrora protegidos pero preservando grandes cotos de caza para los intereses reinantes. En una palabra: ser moderno hacia afuera pero seguir siendo provinciano adentro.

Eso no funcionó la vez pasada ni funcionará ahora. El país vive inserto en un mercado global pero el conjunto de la nación no lo ha hecho suyo porque persisten innumerables mecanismos que impiden que los mercados funcionen, todo lo cual se traduce en una economía dual que arroja productividades dramáticamente distintas. Algunos de los obstáculos fueron producto de decisiones específicas (ej. las privatizaciones), pero la mayoría tiene que ver con la indisposición a permitir que los mercados funcionen, a lo que ahora se suma la necedad de recrear el viejo presidencialismo. Lo que el país requiere es un gobierno fuerte que preserve la paz y seguridad, construya un Estado de derecho efectivo y haga posible, a través de esos instrumentos, el funcionamiento general del país. Las medias tintas no van a ser exitosas ahora como no lo fueron antes o en otros países. Se asume el futuro o nos quedamos atrás.

La pregunta es cómo y dónde acabará México. Pidiéndole prestada a Tolstoy su famoso axioma de que todas las familias felices son similares en tanto que cada familia infeliz lo es a su propia manera, la disyuntiva es enfrentar el futuro para construir una nación moderna y aceptar los costos y requerimientos de ser parte de las grandes ligas del mundo (la familia feliz) o seguir buscando excusas para mantener (y renovar) al viejo sistema centralizado que impide el crecimiento de la economía, la prosperidad de la población y el desarrollo de la ciudadanía.

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¿Riqueza producto de la innovación en México?

América Economía – Luis Rubio

El libro de Thomas Piketty, Capital, ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar. Lo que Picketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros.

En términos conceptuales, el argumento de Piketty es impecable porque muestra cómo, a lo largo de la historia, el dinero tiende a reproducirse. Su análisis abarca un periodo tan largo, de trescientos años, que le permite distinguir entre las excepciones y las tendencias de largo plazo. Sin embargo, su argumento se refiere, en el fondo, a los rentistas: personas que heredan capitales acumulados por otros y que son ricos o ricas por virtud de herencia y no de trabajo.

La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación. Claramente, ese no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en México y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan.

En el corazón del debate que ha desatado la publicación de este libro yace una interrogante crucial: el capital, entendido éste como la acumulación de ahorros pasados, ¿se multiplica inexorablemente? o ¿se recrea en cada generación?  O sea, se trata de un debate entre si la riqueza se crea o si ésta es producto de herencia. Picketty no hace esta distinción y enfoca, partiendo del principio de que los ricos son todos producto de herencia, razón por la cual propone un impuesto para atenuar la desigualdad resultante. La forma en que uno entienda y defina estos asuntos –sobre todo herencia o creación- determina si es necesaria algún tipo de acción correctiva.

Para Picketty “el retorno del capital con frecuencia combina elementos de creatividad empresarial, suerte y robo descarado”. En una conferencia afirmó que la heredera de la fortuna de L’Oréal, “que nunca ha trabajado un día en su vida” vio crecer su fortuna tan rápido como la de Bill Gates.

En este punto es donde Deidre McCkloskey, historiadora económica y autora de tres volúmenes sobre el origen de la riqueza en el mundo occidental, aporta una perspectiva invaluable. Para McCloskey el gran salto en el ingreso en Europa en los últimos siglos provino no tanto del ahorro sino de la legitimidad –la palabra que emplea (y título de uno de sus libros) es la “dignidad”- de la burguesía: en la medida en que los burgueses (hoy empresarios) y su función social adquirió reconocimiento público, comenzaron a proliferar los valores de la acumulación capitalista y la innovación. Su argumento central es que la creación de riqueza es producto de la innovación y que ésta depende de que los valores predominantes en una sociedad favorezcan y premien a los innovadores.

Llevado a nuestra era, lo que McCloskey dice es que innovadores como Steve Jobs y Bill Gates no hicieron sus fortunas gracias a la inversión de capital o al interés compuesto que produce su acumulación sino a su propiedad intelectual. O sea, inventaron algo nuevo que antes no existía. En este sentido, McCloskey representa una visión alternativa a Piketty. Lo interesante es que, en realidad, no dicen cosas muy distintas; donde contrastan es en que Picketty es absolutamente dogmático respecto a la riqueza (toda es igual, toda es mala), en tanto que McCloskey diferencia tajantemente entre la que es producto de la innovación de la que resulta de herencia. Para ella la distinción entre dinero heredado y dinero creado es obvia.

Para McCloskey la creación empresarial de riqueza es lo único relevante y es lo que ella considera el reto medular de los gobiernos que se proponen impulsar el desarrollo de sus países. Aunque reconoce que siempre coexisten fortunas heredadas con fortunas creadas, producto de la innovación, su observación histórica es que lo que eleva la riqueza general de una sociedad no son los impuestos y la labor redistributiva del gobierno sino el contexto en el que actúan los empresarios.

Un entorno que legitima la creación de riqueza y “dignifica” la labor de los empresarios tiende a sedimentar la plataforma dentro de la cual una sociedad puede prosperar. En sentido contrario, la ausencia de reconocimiento social de la actividad empresarial conlleva poca innovación y, por lo tanto, poco crecimiento económico.

Llevados estos argumentos contrastantes a México, encontramos dos circunstancias ilustrativas: por un lado, proliferan los ejemplos de riqueza acumulada, condición que ha llevado a que muchos justifiquen la receta de Picketty de gravar el capital. La otra circunstancia, mucho más trascendente, es que el entorno socio-político no sólo no legitima la creación de riqueza sino que la penaliza. De alguna manera, ambas circunstancias se retroalimentan creando tanto desigualdad como poco crecimiento económico.

Para Piketty la solución sería obvia: gravar el capital y redistribuirlo en la forma de gasto público.McCloskey afirma lo contrario: imponerle impuestos gravosos a los potenciales Steve Jobs o Bill Gates no haría sino impedir la constitución de empresas exitosas como Apple y Microsoft. En consecuencia, para ella es preferible dejar que los herederos que no trabajan sigan acumulando a impedir que se cree nueva riqueza.

La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación. Claramente, ese no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en México y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan. Capaz que también ahí se requiere mucha innovación y un gran liderazgo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/riqueza-producto-de-la-innovacion-en-mexico

Innovación y riqueza

Luis Rubio

El libro de Thomas Piketty, Capital, ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar. Lo que Picketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros.

En términos conceptuales, el argumento de Piketty es impecable porque muestra cómo, a lo largo de la historia, el dinero tiende a reproducirse. Su análisis abarca un periodo tan largo, de trescientos años, que le permite distinguir entre las excepciones y las tendencias de largo plazo. Sin embargo, su argumento se refiere, en el fondo, a los rentistas: personas que heredan capitales acumulados por otros y que son ricos o ricas por virtud de herencia y no de trabajo.

En el corazón del debate que ha desatado la publicación de este libro yace una interrogante crucial: el capital, entendido éste como la acumulación de ahorros pasados, ¿se multiplica inexorablemente? o ¿se recrea en cada generación?  O sea, se trata de un debate entre si la riqueza se crea o si ésta es producto de herencia. Picketty no hace esta distinción y enfoca, partiendo del principio de que los ricos son todos producto de herencia, razón por la cual propone un impuesto para atenuar la desigualdad resultante. La forma en que uno entienda y defina estos asuntos –sobre todo herencia o creación- determina si es necesaria algún tipo de acción correctiva.

Para Picketty “el retorno del capital con frecuencia combina elementos de creatividad empresarial, suerte y robo descarado”. En una conferencia afirmó que la heredera de la fortuna de L’Oréal, “que nunca ha trabajado un día en su vida” vio crecer su fortuna tan rápido como la de Bill Gates.

En este punto es donde Deidre McCkloskey, historiadora económica y autora de tres volúmenes sobre el origen de la riqueza en el mundo occidental, aporta una perspectiva invaluable. Para McCloskey el gran salto en el ingreso en Europa en los últimos siglos provino no tanto del ahorro sino de la legitimidad –la palabra que emplea (y título de uno de sus libros) es la “dignidad”- de la burguesía: en la medida en que los burgueses (hoy empresarios) y su función social adquirió reconocimiento público, comenzaron a proliferar los valores de la acumulación capitalista y la innovación. Su argumento central es que la creación de riqueza es producto de la innovación y que ésta depende de que los valores predominantes en una sociedad favorezcan y premien a los innovadores.

Llevado a nuestra era, lo que McCloskey dice es que innovadores como Steve Jobs y Bill Gates no hicieron sus fortunas gracias a la inversión de capital o al interés compuesto que produce su acumulación sino a su propiedad intelectual. O sea, inventaron algo nuevo que antes no existía. En este sentido, McCloskey representa una visión alternativa a Piketty. Lo interesante es que, en realidad, no dicen cosas muy distintas; donde contrastan es en que Picketty es absolutamente dogmático respecto a la riqueza (toda es igual, toda es mala), en tanto que McCloskey diferencia tajantemente entre la que es producto de la innovación de la que resulta de herencia. Para ella la distinción entre dinero heredado y dinero creado es obvia.

Para McCloskey la creación empresarial de riqueza es lo único relevante y es lo que ella considera el reto medular de los gobiernos que se proponen impulsar el desarrollo de sus países. Aunque reconoce que siempre coexisten fortunas heredadas con fortunas creadas, producto de la innovación, su observación histórica es que lo que eleva la riqueza general de una sociedad no son los impuestos y la labor redistributiva del gobierno sino el contexto en el que actúan los empresarios.

Un entorno que legitima la creación de riqueza y “dignifica” la labor de los empresarios tiende a sedimentar la plataforma dentro de la cual una sociedad puede prosperar. En sentido contrario, la ausencia de reconocimiento social de la actividad empresarial conlleva poca innovación y, por lo tanto, poco crecimiento económico.

Llevados estos argumentos contrastantes a México, encontramos dos circunstancias ilustrativas: por un lado, proliferan los ejemplos de riqueza acumulada, condición que ha llevado a que muchos justifiquen la receta de Picketty de gravar el capital. La otra circunstancia, mucho más trascendente, es que el entorno socio-político no sólo no legitima la creación de riqueza sino que la penaliza. De alguna manera, ambas circunstancias se retroalimentan creando tanto desigualdad como poco crecimiento económico.

Para Piketty la solución sería obvia: gravar el capital y redistribuirlo en la forma de gasto público. McCloskey afirma lo contrario: imponerle impuestos gravosos a los potenciales Steve Jobs o Bill Gates no haría sino impedir la constitución de empresas exitosas como Apple y Microsoft. En consecuencia, para ella es preferible dejar que los herederos que no trabajan sigan acumulando a impedir que se cree nueva riqueza.

La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación. Claramente, ese no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en el país y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan. Capaz que también ahí se requiere mucha innovación y un gran liderazgo.

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