Luis Rubio
No me cabe la menor duda de que, cuando el gobierno actual se aprestaba a tomar posesión, su principal consideración residía en cómo reconstruir la capacidad de acción del Estado. Para todos es evidente que la capacidad de gobernar se ha venido deteriorando a lo largo de las últimas décadas y que ningún país puede prosperar con un gobierno enclenque, incompetente y paralizado, además de abrumado por factores fuera de su control. La propuesta de un “gobierno eficaz” resumía no sólo una filosofía política, sino un imperativo categórico. Ahora más que nunca.
La clave no radica en la necesidad de construir un gobierno eficaz sino en las causas de su ineficacia. Se puede suponer que el gobierno funcionaba bien antes y que, por diversas circunstancias, dejó de hacerlo. Con un diagnóstico así, lo procedente era recrear lo antes existente. Sin embargo, otra forma de contemplar el problema sería preguntar ¿qué tal si el gobierno de antaño no era tan exitoso ni tan competente, aunque algunas cosas funcionaran bien?
De lo que no hay duda es que el viejo sistema político –con sus aciertos y carencias- funcionó en el contexto de un país muy distinto al actual: mucho más pequeño en población, con un sistema político autoritario y una economía fundamentalmente desligada a la del resto del mundo.
En los ochenta y noventa, el país se embarcó en un proceso de reforma orientado a recuperar la capacidad de crecimiento de la economía. Con un gobierno todavía fuerte y fundamentalmente capaz de administrar los procesos políticos, las reformas de aquellos tiempos modificaron estructuras fundamentales (privatizaciones, desregulación, liberalización de las importaciones). Mucho cambió con eso, pero no se logró el objetivo de elevar la tasa de crecimiento de una manera sostenida. Por otro lado, las fuerzas que desató el proceso cambiaron la realidad política del país, creando el entuerto del gobierno débil de hoy que tan brutalmente fue expuesto en Iguala.
En esa misma época, la otrora Unión Soviética intentaba un objetivo similar, con un proceso dual de reforma: política y económica. Dentro del gobierno mexicano se discutió mucho el caso ruso y el gobierno de entonces decidió que una apertura política antes de la consolidación económica como Gorbachev estaba intentando llevaría a una catástrofe. En retrospectiva es claro que la lectura mexicana sobre la URSS fue acertada, pero eso no implicó que el diagnóstico sobre lo que aquejaba a México fuera correcto.
Sin proponérselo, el nuevo libro de Francis Fukuyama* describe este dilema de una manera nítida. Para Fukuyama hay tres componentes clave para el funcionamiento ordenado de una sociedad: un Estado fuerte, el Estado de derecho y la rendición de cuentas. Afirma que, aunque los tres son indispensables, ninguno funciona si el Estado es débil y disfuncional. Es decir, para que un país sea exitoso, requiere de un sistema de gobierno capaz de cumplir con funciones básicas como la seguridad, el sistema legal y la regulación económica. La secuencia, dice Fukuyama, es clave: los países que se democratizan antes de haber construido la capacidad de gobernarse con eficacia siempre fallan porque la democracia exacerba los problemas, las carencias y los desafíos al orden existente, carcomiendo la capacidad del gobierno de ejercer su autoridad al verse sometido a demasiadas demandas encontradas.
El diagnóstico es claro y devastador. El sistema político mexicano funcionó en un entorno y en un contexto que ya no existe y que la realidad hizo obsoleto. Parte de su obsolescencia se aceleró con las reformas de los ochenta y noventa, pero es claro que el deterioro comenzó desde los sesenta, cuando comenzaron a evidenciarse problemas políticos y en la balanza de pagos. De hecho, las reformas de los ochenta y noventa no fueron sino un intento por atacar los problemas entonces evidenciados. Los problemas de crecimiento económico y de seguridad se remiten a aquella época y la capacidad política de lidiar con ellos mostró sus límites en el 68, en la estrategia económica de los setenta, en la virtual quiebra del gobierno en 1982 y en el caos de seguridad más reciente. Detrás del pobre desempeño económico yace un paupérrimo desempeño político.
Un gobierno débil crea un entorno en el que es imposible el crecimiento de la economía en parte por su propia disfuncionalidad, pero también porque es incapaz de resolver los problemas que aquejan al país. El dilema reside en cómo resolver la debilidad del Estado. Una forma es centralizando e intentando controlar todas las instancias y resquicios de la vida política y social. El gobierno está intentando esta vertiente, pero rápidamente enfrenta sus límites: una estrategia así exacerba tensiones que luego tienen que ser disipadas con excepciones. Así ha ocurrido con la reforma educativa y con la seguridad en Michoacán. Iguala hace obvia la inviabilidad de la estrategia.
La alternativa sería construir un sistema de gobierno moderno, apropiado a las realidades internas y externas del mundo de hoy. El cambio medular residiría en una visión distinta, donde el objetivo es la funcionalidad del gobierno y no el control y donde la participación política es un medio y no un objetivo. El gobierno se profesionaliza, dándole certidumbre a la población. Es decir, implicaría el reconocimiento de que el sistema de gobierno es obsoleto y requiere una transformación cabal. Sólo así sería posible contemplar su viabilidad y el éxito del país en el largo plazo.
*Political Order and Political Decay: From the Industrial Revolution to the Globalization of Democracy
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org