Luis Rubio
“Antes de Elvis no había nada” afirmó John Lennon en una entrevista sobre el rock and roll. Iguala promete ser algo similar para el gobierno del presidente Peña. Lo que fue, fue; ahora comienza la realidad. La pregunta es si el parteaguas servirá para construir un proyecto viable de largo plazo o si marcará el momento en que el gobierno fracasó, como le ocurrió a tantas otras administraciones en el pasado.
En nuestro contexto, matanzas como la de Ayotzinapa o Tlatlaya no son algo excepcional o impredecible. Todos sabemos que esas cosas ocurren y que seguirán ocurriendo en México y ese es el problema: en un país civilizado esas cosas no ocurren. El que sean “naturales” en nuestro país es lo que nos distingue y coloca al gobierno frente a un reto que, hasta ahora, había estado indispuesto a asumir. La pretensión de que la inseguridad y la violencia se resuelven negando su existencia o removiendo la información de los medios de comunicación resultó infructuosa y hasta contraproducente. Paradójicamente, a este gobierno le van a costar más estos eventos que al anterior porque aquel no tenía ningún empacho en reconocerlos, lo cual no implica que su estrategia hubiese sido más fructífera. Hay una total ausencia de estrategia de largo plazo que contemple la consolidación de un entorno institucional (policías, judicial, gobiernos) en el que esas cosas no ocurran o, cuando así fuese, se tratara de una verdadera excepción, como en los países civilizados.
La luna de miel inusualmente larga de que gozó el gobierno se debió en buena medida a su extraordinario éxito en avanzar una amplia agenda de reformas que capturó la atención del país y del mundo. El gobierno evidenció una gran capacidad de liderazgo político y de negociación en el contexto legislativo, logrando romper con décadas de parálisis en asuntos de trascendencia económica. De manera paralela, intentó una estrategia de combate a la criminalidad que solo se diferenciaba de la de la anterior administración en el hecho de que incluyó un componente político cuyos méritos no han sido excepcionales, al menos en el caso de Michoacán. Con todo, tanto el avance legislativo como una nueva táctica en materia de seguridad le confirieron al gobierno casi dos años de amplia y casi totalmente indisputada latitud.
Concluido el proceso legislativo comienza el asunto de gobernar y ahí la cosa ha ido cuesta arriba. No cabe la menor duda que la capacidad de manejo y operación política del gobierno es excepcional, y más si se le compara con las administraciones anteriores; sin embargo, situaciones como las de Ayotzinapa y la fallida negociación con los estudiantes del IPN evidencian la ausencia de un proyecto político que trascienda el mero objetivo de mantener las aguas en paz (lo cual claramente tampoco se ha logrado). Es decir, hay evidente capacidad de respuesta pero no una estrategia de solución a los problemas que aquejan al país: peor, es obvio que en el gobierno se considera innecesaria una estrategia de esa naturaleza. En Iguala resultó claro que el presidente municipal hace las veces de sicario; por su parte, la noción de que negociar (por ejemplo con sindicatos de educación o con estudiantes del Poli) es equivalente a conceder la totalidad de las demandas resultó contraproducente y por demás costosa. El país demanda soluciones, no pura política.
¿Es responsable el gobierno federal del segundo empleo del alcalde de Iguala? Por supuesto que no, pero el hecho de que los narcos controlen vastas regiones del país, impongan su ley, extorsionen a la población, amenacen la paz de la ciudadanía, asesinen como les venga en gana y tengan sometidos (o comprados) a muchos gobiernos estatales y municipales, constituye un desafío a la gobernabilidad del país pero, sobre todo, a la noción de que un gobierno “fuerte” es suficiente para que el país progrese y logre la estabilidad. Resulta evidente que se requiere un gobierno institucionalizado y competente a todos los niveles y no solo uno caracterizado por capacidad de manejo coyuntural. La oportunidad para el gobierno reside en replantear su proyecto en esta dirección, pero sus reacciones estos días no sugieren que eso esté siendo contemplado.
Antes de Iguala el gobierno tuvo enorme latitud para imponer su estilo y su ley. Ahora tendrá que lidiar con las protestas que sin duda lo acosarán dentro y fuera del país y, más importante, con una realidad siempre propensa a deteriorarse tanto en lo económico como en lo político. El gobierno del presidente Peña se ha caracterizado por un intento sistemático de adaptar la realidad a sus preferencias en lugar de lidiar con la realidad y tratar de irla moldeando para que se logre la transformación que prometió de origen. En lo político partió del supuesto de que el problema era la carencia de eficacia en la labor gubernamental, eficacia que ahora resulta inadecuada o insuficiente (y que, en todo caso, no se ha logrado excepto en lo legislativo); por su parte, la estrategia de ceder ante cualquier demandante para evitar conflicto no ha hecho sino multiplicarlos. En lo económico ignoró la era de crisis que precedió a las últimas dos décadas de estabilidad macroeconómica y corre el riesgo de llevar al país, una vez más, a esos tiempos aciagos.
En Iguala quedaron exhibidos tanto la complejidad del país como el riesgo de ignorar la problemática que yace detrás. Es esto, más que cualquier otra cosa, lo que Iguala cambia, seguramente de manera permanente: el antes y el después.
@lrubiof
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