Buscar culpables

Luis Rubio

08 Feb. 2015

Los asesinatos de Iguala alteraron la dinámica política del país y cambiaron la suerte del gobierno de manera definitiva. La pregunta crucial es qué implica eso. A juzgar por el discurso y comunicaciones del presidente y su equipo, hay un cierto número de personas insidiosas que son culpables de haber conspirado contra el gobierno y conscientemente provocado la crisis actual. Con este diagnóstico, en lugar de abocarse a resolver la situación, el gobierno se ha dedicado a identificar conspiradores y culpables, destruyendo, paso a paso, su propia capacidad de salir adelante.

Más allá de algunos actores expresa (y públicamente) dedicados a socavar la estabilidad del país y remover al gobierno, como podrían ser diversos  grupos guerrilleros, es difícil creer que empresarios establecidos, políticos profesionales, otros países o instituciones diversas tendrían el menor interés, por no hablar de la capacidad, de enfrentarse al gobierno. Además de que todos estos actores viven de la estabilidad del país y sólo pueden desenvolverse y prosperar en ese contexto, la pregunta fundamental es ¿qué gana el gobierno buscando culpables?

Si algo ha sido evidente a lo largo de estos larguísimos meses es que el único gran perdedor de su falta de acción ha sido el propio gobierno. Peor aún, la búsqueda de culpables ha llevado a agudizar la crisis, evidenciar las carencias e incapacidades del gobierno y envalentonar a sus enemigos. En este sentido, más allá de si hay o no conspiradores, es imposible no arribar a la conclusión de que la culpa del momento actual, comenzando por la situación en que se encuentra el gobierno, yace en el error inicial de haber leído mal la sucesión de eventos desde el Poli hasta Ayotzinapa. Fue ese error el que llevó a la pérdida de credibilidad del gobierno, mismo que todavía no logra reconocer la situación en que se encuentra. Hace unos días, Salvador Camarena retrotraía una cita del general Obregón que explica más que todas las conspiraciones que pasan por la mente de nuestros dilectos funcionarios: “el primer error es el que cuenta: lo demás son consecuencias”.

El problema de los enfoques conspirativos –el primer error- es que se pierden en su laberinto. En lugar de avanzar el proyecto gubernamental, éste acaba paralizado en el “quién me hizo esto”, haciendo imposible resolver la situación. La pregunta que el gobierno debería estarse haciendo es “¿qué hicimos mal?”, pues esa manera de enfocar el problema conlleva respuestas concretas y la posibilidad de resolverlo. En la medida en que el gobierno persista en su búsqueda de “los malos” y en la necedad de seguir haciendo lo que ya probó que no funciona, su situación, y con ello inexorablemente la del país, seguirá el inevitable curso de sistemático deterioro.

En un discurso días antes de su asesinato, Robert Kennedy expuso una idea que parece pensada para México hoy: “algunos buscan chivos expiatorios, otros conspiraciones, pero una cosa es clara: la violencia produce violencia, la represión genera represalias y sólo una limpieza del conjunto del cuerpo social podrá remover esta enfermedad de nuestra alma”. Ese es el verdadero tema de México: la urgencia de construir una nueva plataforma para su desarrollo, algo que no depende de más reformas legales, más controles, cambios presupuestales o chivos expiatorios, sino de una visión transformativa apropiada al siglo XXI.

El país padece toda clase de males, pero el principal es la ausencia de un sentido de dirección y un gobierno diestro y comprometido para encabezarlo. Esa ausencia, que es reflejo de un sistema de gobierno enclenque y poco profesional, crea un entorno de “río revuelto” en el que prosperan y lucran los intereses y grupos más extremistas, se envalentonan los revoltosos de cualquier color y se inhibe la inversión y, por lo tanto la generación de riqueza y empleos. Todo ello mina los proyectos gubernamentales y pospone, si no es que nulifica, el potencial de crecimiento económico.

Así, un gobierno que apostó a que su mera presencia transformaría al país se está encontrando con que todo el sistema tiene pies de barro. Esta realidad arroja dos posibilidades: una, comenzar a corregir los problemas que padece el país y que ahora han tenido el efecto de paralizar al gobierno; o, la otra, seguir buscando culpables, lo que llevaría a escenarios crecientemente más peligrosos y riesgosos para la estabilidad y viabilidad del país en su conjunto.

Evidentemente es imposible resolver problemas ancestrales que este gobierno, y todos los anteriores, heredaron de nuestra historia. Lo que sí es posible es cambiar la tónica, encabezar procesos transformativos y probarle a la ciudadanía que existe un futuro no sólo promisorio sino enteramente posible. El problema para el gobierno es que un enfoque de esta naturaleza implicaría un cambio radical de su proyecto inicial.

El gobierno tomó al país por sorpresa con su iniciativa de reformas y la capacidad para procesarlas en el entorno legislativo. Lo que no hizo fue reconocer que estamos en el siglo XXI, en el contexto de la globalización y en medio de una inmensa crisis de seguridad. Solo adoptando las reglas inherentes a la era de la globalización podrá el gobierno comenzar a cambiar el curso del país y, al mismo tiempo, dejar un legado duradero. La única forma en que el gobierno podrá romper el círculo vicioso en que se encuentra reside en convertirse en el paladín del Estado de derecho, prácticamente lo opuesto que animó su proyecto al inicio.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Un TLC para la política mexicana

América Economía – Luis Rubio

Más allá de su (enorme) impacto económico, la verdadera trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. El TLC resolvió la principal fuente de incertidumbre que impedía que fluyera la inversión privada. Pero su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”. Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano era la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos al respecto, la inversión que, de manera natural se caracteriza por su aversión al riesgo, no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión.

Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

Al final del día, la respuesta gubernamental constituyó un hito en nuestra vida política porque el TLC entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años.

Más allá de los desafíos económicos y políticos que hoy enfrenta el país (que no son pocos ni sencillos), seguimos enfrentando un reto fundamental en la política y éste no es distinto, en un plano conceptual, al que existía cuando se decidió aceptar esas disciplinas económicas y comerciales. En la medida en que el gobernante puede decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley, la legalidad es irrelevante. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre (lo que se reproduce a nivel estatal) y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, no existen planes maestros para el desarrollo de ciudades; la inversión –igual pública que privada- se concibe para plazos cortos; los pactos y acuerdos entre partidos se entienden como asuntos personales, no institucionales; las decisiones en materia de permisos y nombramientos se hacen por preferencias amistosas; no existe una política de Estado en asuntos elementales como educación, salud, lucha contra la pobreza, política exterior.

El punto es que cada gobierno se siente dueño del país y no ve su gestión como parte de un proceso de desarrollo de largo plazo. Por supuesto, cada gobernante cree que sus proyectos perdurarán y que él en lo personal se unirá a las filas de los líderes de la Independencia y Benito Juárez y que su nombre pasará a la historia como uno de los grandes constructores de la patria. Pocos reparan en el hecho de que eso no es frecuente y menos en que esa forma de ser del país impide que crezcan y se consoliden instituciones independientes, conlleva a dependencias perniciosas y limita el propio potencial de éxito del gobernante en turno.

Hay una razón por la cual algunas naciones logran acceder al desarrollo y esa tiene menos que ver con las tasas de crecimiento de la economía que con la fortaleza de las instituciones que hacen posible ese crecimiento en el largo plazo. Un gobernante que pretenda trascender lograría mucho más cediendo facultades y poder en aras de ir consolidando un sistema institucional (en lugar de uno personal como fue la historia del PRI) que con grandes proyectos que no son otra cosa que la reinvención de la rueda.

Lo que naciones como Chile y Corea, entre otras, han logrado es instaurar al Estado de derecho como su institución primordial. Cada uno de esos países siguió su propio proceso pero, en el corazón del asunto, el común denominador, fue la aceptación del gobernante de auto-limitarse. Ese paso crucial, que ocurrió en el caso del TLC en un ámbito específico, es el ejemplo más palpable del reto que el país tiene frente a sí. El país pasará a las ligas mayores el día en que se dé ese paso. Hasta ese momento, todo será una mera cascarita.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/un-tlc-para-la-politica-mexicana

Un TLC para la política*

Luis Rubio

 

Más allá de su (enorme) impacto económico, la verdadera trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. El TLC resolvió la principal fuente de incertidumbre que impedía que fluyera la inversión privada. Pero su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”. Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía- pero en el mundo político.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano era la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos al respecto, la inversión que, de manera natural se caracteriza por su aversión al riesgo, no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión.

Al final del día, la respuesta gubernamental constituyó un hito en nuestra vida política porque el TLC entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años.

Más allá de los desafíos económicos y políticos que hoy enfrenta el país (que no son pocos ni sencillos), seguimos enfrentando un reto fundamental en la política y éste no es distinto, en un plano conceptual, al que existía cuando se decidió aceptar esas disciplinas económicas y comerciales. En la medida en que el gobernante puede decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley, la legalidad es irrelevante. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre (lo que se reproduce a nivel estatal) y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, no existen planes maestros para el desarrollo de ciudades; la inversión –igual pública que privada- se concibe para plazos cortos; los pactos y acuerdos entre partidos se entienden como asuntos personales, no institucionales; las decisiones en materia de permisos y nombramientos se hacen por preferencias amistosas; no existe una política de Estado en asuntos elementales como educación, salud, lucha contra la pobreza, política exterior.

El punto es que cada gobierno se siente dueño del país y no ve su gestión como parte de un proceso de desarrollo de largo plazo. Por supuesto, cada gobernante cree que sus proyectos perdurarán y que él en lo personal se unirá a las filas de los líderes de la Independencia y Benito Juárez y que su nombre pasará a la historia como uno de los grandes constructores de la patria. Pocos reparan en el hecho de que eso no es frecuente y menos en que esa forma de ser del país impide que crezcan y se consoliden instituciones independientes, conlleva a dependencias perniciosas y limita el propio potencial de éxito del gobernante en turno.

Hay una razón por la cual algunas naciones logran acceder al desarrollo y esa tiene menos que ver con las tasas de crecimiento de la economía que con la fortaleza de las instituciones que hacen posible ese crecimiento en el largo plazo. Un gobernante que pretenda trascender lograría mucho más cediendo facultades y poder en aras de ir consolidando un sistema institucional (en lugar de uno personal como fue la historia del PRI) que con grandes proyectos que no son otra cosa que la reinvención de la rueda.

Lo que naciones como Chile y Corea, entre otras, han logrado es instaurar al Estado de derecho como su institución primordial. Cada uno de esos países siguió su propio proceso pero, en el corazón del asunto, el común denominador, fue la aceptación del gobernante de auto-limitarse. Ese paso crucial, que ocurrió en el caso del TLC en un ámbito específico, es el ejemplo más palpable del reto que el país tiene frente a sí. El país pasará a las ligas mayores el día en que se dé ese paso. Hasta ese momento, todo será una mera cascarita.

 

*del libro  Una utopía Mexicana: El Estado de derecho es posible, www.WilsonCenter.org

 

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=55352&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=55352

Gobierno y democracia

 Luis Rubio

Hay dos maneras de enfocar los desafíos que enfrenta el país en la actualidad. Uno es suponer que existe un marco de legalidad al cual apegarse. El otro es partir del reconocimiento de que lo que existe no funciona y requiere una transformación. Los dos caminos constituyen avenidas con posibilidades, pero todo depende del puerto al que se desee arribar. Dante Alighieri ofrece una lectura de lo que implica la alternativa: “el sendero al paraíso comienza en el infierno”, nos dice en un pasaje conocido. En otro afirma que “a la mitad de camino de nuestra vida me encontré en medio de un obscuro bosque, pues el camino prestablecido se había perdido”. Cualquiera que sea la perspectiva preferida, ambas implican que el país tiene frente a sí disyuntivas fundamentales.

En meses recientes se han apuntado toda clase de propuestas de solución. Estas varían dependiendo de la experiencia personal o la perspectiva que anima al proponente: unas son radicales en su contenido, otras ambiciosas en su alcance y algunas claramente interesadas. Los diagnósticos también varían, algo paradójico en una sociedad en la que se decía que los problemas del país estaban perfectamente diagnosticados y que todo lo que se requería era la aprobación de un conjunto de reformas (“las reformas”) para arribar al Nirvana. Pues resulta que hemos vivido el periodo de mayor “turbulencia” legislativa desde que existe la Constitución vigente y, sin embargo, los problemas no han desaparecido.

Con lo anterior no pretendo criticar las reformas aprobadas sino la engañosa propensión a  asumir modas como certezas y cambios en el papel como realidades transformadas. Por eso la discusión nacional ha vuelto a los diagnósticos: que si el problema son las reformas mismas o la corrupción, la impunidad o la clase política, los partidos o la ausencia de Estado de derecho. Unos son síntomas, otros potenciales causas, pero es fundamental determinar cuál es cuál y qué es qué antes de seguir armando pactos, aprobando leyes o pretendiendo que la solución a una situación tan compleja reside a la vuelta de la esquina. Lo único evidente es que todos estos son elementos –componentes- de una compleja fotografía con la que el país –y, sobre todo el gobierno- tiene que lidiar.

En su libro más reciente*, Fukuyama ofrece algunas perspectivas que pueden ser útiles para entender la complejidad del momento. Su principal conclusión es que el orden de los factores si altera el producto, pero no de una manera determinista: para que un país logre la estabilidad y el orden que le permita progresar requiere tanto un gobierno competente como un sistema de rendición de cuentas eficaz, pero si lo primero no existe, lo segundo solo servirá para hacer imposible el funcionamiento del gobierno.

Los países que primero construyeron burocracias competentes y eficientes y luego arribaron a la democracia tienden a ser más ordenados, eficientes y no corruptos, pero sus gobiernos son usualmente menos responsivos a las demandas de la ciudadanía. El caso prototípico que ilustra su punto es Alemania, país al que compara con Estados Unidos, donde la democracia precedió a la construcción de un Estado fuerte y la ciudadanía organizada tiene enorme influencia sobre la toma de decisiones. El extremo del primer ejemplo sería China (muy eficaz pero nada democrático), el del segundo Grecia (muy democrático pero terriblemente disfuncional). ¿Dónde pondría usted a México?

Una forma de apreciar el argumento del autor es observando los sistemas clientelares: un sistema dedicado al reparto de favores acaba ahogado en la corrupción y es sumamente reacio a ser reformado. El clientelismo, dice Fukuyama, es un “fenómeno ambiguo” porque es “inherentemente democrático” pero también “sistemáticamente corruptor”. Gobiernos dedicados a construir, nutrir y explotar clientelas generan incentivos para que todo mundo vea a la política como una oportunidad de lucro personal.

Cuando evalúa a los países subdesarrollados dice que lo que diferencia a naciones como Corea, Vietnam o China del sub-Sahara africano es que los primeros se caracterizan por la existencia de “Estados altamente competentes, con gran capacidad de acción”, en contraste con aquellos que “no poseen instituciones estatales fuertes”. La clave, dice el autor, reside en fortaleza y capacidad de las instituciones, no en la orientación ideológica o ética (o sea, cultural) de la sociedad. Donde hay instituciones fuertes, hay un gobierno competente, y viceversa.

Sea cual fuere el diagnóstico correcto de la problemática nacional, es obvio que nuestra debilidad en materia institucional es legendaria, lo cual nos lleva a dos preguntas cruciales: primero, ¿está dispuesto el gobierno a enfrentar una problemática que no tenía en el radar y que lo rebasó en los meses pasados? Segundo, ¿tendrá capacidad la sociedad mexicana para aceptar que algunos de los avances en materia democrática son también parte del problema porque hacen imposible la existencia de un gobierno funcional susceptible de rendir cuentas?

Respecto a lo primero, el país carece de capacidad gubernamental incluso para lo más elemental: seguridad, justicia, infraestructura y disposición a generar certidumbre entre la población. Respecto a lo segundo, la habilidad del gobierno para aprobar las reformas debería ser suficiente para un gran ejercicio de liderazgo que permita discernir entre lo deseable y lo necesario. Lo que no es prescindible es un gobierno funcionando y funcional.

*Politica Order and Political Decay

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=54820&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=54820

http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2015/01/25/25tora07.pdf?i&acceso=41ba82bc243186262bb21406a9583a18

Estados fuertes, Estados débiles

América Economía – Luis Rubio

El mundo ha experimentado una convulsión tras otra en los últimos años. Con la caída del muro de Berlín desaparecieron los viejos mecanismos que (casi) forzaban la estabilidad, lo que llevó a que, en general, cada nación tuviera que desarrollar y mantener sus propias fuentes de estabilidad y adaptabilidad. La Primavera Árabe es un perfecto ejemplo por su muy diferenciado impacto: mientras que en Libia desapareció toda semblanza de orden y Siria vive días aciagos, Túnez logró una elección democrática, Egipto reconstruyó sus viejas formas y Líbano ha salido relativamente intacto. ¿Qué explica las diferencias y qué nos dice eso sobre el desorden que ha caracterizado a México en los últimos meses y años?

Un artículo y un libro arrojan luz sobre lo que permite o impide la adaptabilidad frente a procesos de alta volatilidad política, económica o social. En Resilient America, que se podría traducir como “Adaptable Estados Unidos”, Michael Nelson describe uno de esos annus horribilis: en 1968, explica Nelson, EUA padeció disturbios urbanos, levantamientos estudiantiles, la ofensiva del Tet en Vietnam (el principio del final de esa “aventura”), el asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy y la incautación del barco espía Pueblo por parte de Corea del Norte. “Nunca desde la Guerra Civil y la Gran Depresión, dice Nelson, el sistema político estadounidense había sido sometido a tanto stress como en 1968…” y, sin embargo, “el sistema sobrevivió prácticamente intacto”.

Si bien tiene razón el Secretario de Hacienda cuando afirma que se requiere un plan de desarrollo para el sur del país distinto al que ha caracterizado al resto, la solución que el gobierno actual ha intentado –la concentración del poder y, por lo tanto, de la responsabilidad- no ha hecho sino exacerbar las tensiones.

En México tuvimos uno de esos años en 1994 que acabó provocando cambios fundamentales en la estructura política, sembró las semillas de la crisis financiera más profunda que había experimentado el país hasta entonces y forzó la transformación del sistema electoral, eventualmente llevando a la alternancia en la presidencia. Aunque el costo en términos de legitimidad para el sistema fue enorme, se podría argumentar que el país sobrevivió la crisis porque encontró la forma de adaptarse. En esto, el contraste entre aquel momento y 2014 es patente: en esta ocasión, al menos hasta ahora, la capacidad de adaptación parece mermada si no es que inexistente.

Nassim Nicholas Taleb y Gregory F. Treverton ofrecen una perspectiva interesante en su artículo The Calm Before de Storm*, texto que afina y aterriza algunos de los conceptos que Taleb desarrolló en sus libros previos: El cisne negro y Anti-frágil. En este artículo los autores se enfocan hacia la forma en que un sistema político administra el desorden. Su argumento central es que algunos sistemas políticos tienen capacidad de soportar un enorme stress, en tanto que otros se colapsan ante las primeras tensiones. La solidez o fragilidad de un sistema depende de las estructuras institucionales de cada nación.

Nelson explica la capacidad de adaptación del sistema norteamericano en aquel momento tanto por sus estructuras institucionales (en un momento dice que “Madison gobierna a Estados Unidos”, queriendo decir que la división de poderes y la descentralización del poder garantiza la institucionalidad), como porque las fuerzas de discordia que tensaban al sistema no estaban alineadas, por lo que no tuvieron un efecto político coherente. Más importante, argumenta Nelson, el sistema incluye mecanismos de disensión que permiten que cualquier fuerza política se exprese a través de diversos canales perfectamente establecidos, coincidan o no con el gobierno del momento.

El argumento de Taleb y Treverton, más conceptual, es que la centralización del poder, que hace parecer a los gobiernos eficaces y eficientes, y por lo tanto estables, no es más que una ilusión porque magnifica los problemas cuando estos se presentan: cualquier situación anómala se traduce en un impacto directo sobre la estructura central. Es decir, la concentración del poder es desproporcionadamente dañina porque disminuye la responsabilidad de los poderes locales y eleva el riesgo de colapso sistémico. Ejemplificando con la URSS, afirman que los sistemas altamente centralizados son mucho más frágiles que los que distribuyen mejor el poder y la responsabilidad. Parecería que se refieren al México de hoy.

La lección parece evidente: México es un país extraordinariamente diverso en términos geográficos, étnicos, religiosos y regionales. Si bien tiene razón el Secretario de Hacienda cuando afirma que se requiere un plan de desarrollo para el sur del país distinto al que ha caracterizado al resto, la solución que el gobierno actual ha intentado –la concentración del poder y, por lo tanto, de la responsabilidad- no ha hecho sino exacerbar las tensiones. Esa exacerbación se ha traducido en un desproporcionado impacto sobre el gobierno federal, dejándolo paralizado. En lugar de hacerlo más eficaz, lo ha hecho más vulnerable, más propenso a ataques sistémicos y, por lo tanto, en mayor riesgo para la estabilidad general. En retrospectiva resulta que la descentralización caótica de la década anterior tuvo el efecto benigno de diversificar el riesgo sistémico.

Lo anterior no implica que esa sea una solución perdurable, pero sí sugiere que la crisis actual es producto en buena medida de haber proyectado las características del Estado de México –nula alternancia- al resto del país, una nación cada vez más diversa y compleja. México tendrá que desarrollar un modelo político que descentralice el poder y establezca líneas claras de responsabilidad, eso que en países serios se llama Estado de derecho.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/estados-fuertes-estados-debiles

El muro y la pobreza

FORBES  – Enero 2015

ES FACIL OLVIDAR LO QUE SIGNIFICÓ EL MURO DE BERLÍN, SOBRETODO porque en nuestro ámbito parece que sigue ahí. En México, el Muro fue, y lamentablemente sigue siendo, una gran excusa para no resolver los problemas fundamentales del país, pero también para justificarlos y, en la práctica, preservarlos.

 

La caída del Muro alteró la geografía política del continente euroasiático, restableciendo el poderío alemán y terminando con el otrora imperio soviético. Quizá lo más importante fue que la caída del Muro aniquiló al marxismo como ideología, aunque no lo hizo desaparecer, especialmente fuera de Europa.

 

El impacto de la caída del Muro sobre México fue distinto. La izquierda mexicana, y en buena medida la latinoamericana, ha preservado el marxismo como dogma y guía de acción. Si bien la izquierda siempre se ha definido por su oposición a un statu quo inaceptable (como la pobreza, la desigualdad o la falta de acceso a diversos satisfactores), su persistente cercanía al marxismo es significativa y reveladora. El marxismo ofrecía y ofrece un vehículo justificatorio y unificador para la oposición al statu quo.

 

NO ES CONTROLANDO Y OPRIMIENDO COMO SE AVANZA. SINO GENERANDO OPCIONES DE PARTICIPACIÓN SOCIAL, TODO ELLO EN UN ENTORNO DE COMPETENCIA Y LIBERTAD

 

Para quienes estudiamos la universidad en la década de 1970, el marxismo constituía la espina dorsal de las Ciencias Sociales. En algunos lugares se aprendía como ciencia o instrumento analítico, en otras como dogma, pero su penetración era prácticamente universal. Con la caída del Muro, la naturaleza del marxismo cambió y desapareció la fuente de financiamiento a activistas útiles a Moscú.

 

Sin embargo, en México el marxismo persistió en parte porque ofrecía una explicación para la realidad social, pero también por la ausencia de opciones de estudio. Este hecho tiene consecuencias que se pueden apreciar, así sea de manera indirecta, en la intentona de forzar una nueva elección presidencial a finales del año pasado.

 

Desde luego, el problema no es el marxismo o el hecho de que subsistan núcleos duros de creyentes en México u otras latitudes. El problema es doble: por un lado, dentro de los ámbitos universitarios pasa algo muy similar a lo que ocurre en la economía, donde con frecuencia tampoco hay competencia. La competencia de las ideas es una de las fuentes más importantes de avance y transformación, pues es así como avanza el conocimiento. En la medida en que no hay ideas disidentes (porque no las hay o porque el medio no las permite), el conocimiento se estanca.

 

El otro problema es que la realidad no ha cambiado: en la medida en que persiste la pobreza, en combinación con la ausencia de oportunidades de participación para generaciones de maestros, académicos y estudiantes, se acumula la frustración y se generan focos permanentes de extremismo. Mucho del radicalismo que caracteriza al país tiene su origen en factores reales que se derivan de la estructura política y de la realidad socioeconómica. Cualquier estrategia política que pretenda atender las fuentes de radicalismo en el país tendría que reconocer los factores que le dan vida.

 

La escuela normal de Ayotzinapa, por citar un ejemplo, es conocida como fuente de radicalismo y no es la única que comparte esa característica. Los meses pasados ilustran la ausencia (histórica) de comprensión de los factores que generan una permanente conflictividad social y que, por ejemplo, hacen atractivo al marxismo como fuente de ideología y estrategia de lucha. En los 70 se le combatió por medios violentos (la llamada guerra sucia), mismos que claramente no sólo no alteraron el patrón histórico sino que lo afianzaron.

 

El verdadero aprendizaje de la caída del Muro de Berlín es que tiene que haber competencia de ideas y existir condiciones que hagan propicio el desarrollo. Sobre todo, la gran lección es que ambas cosas condiciones para el desarrollo y competencia de ideas van de la mano y constituyen la esencia del progreso.

 

Para progresar, México tendrá que cambiar de manera de ser: no es controlando y oprimiendo como se avanza, sino generando opciones de participación social, todo ello en un entorno de competencia y libertad. Esto es tan válido para la economía como lo es para la política.

 

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

www.cidac.org

@lrubiof

A quick translation of this article can be found at www.cidac.org

Estados fuertes, Estados débiles

Luis Rubio

Estados fuertes, Estados débiles

Luis Rubio

El mundo ha experimentado una convulsión tras otra en los últimos años. Con la caída del muro de Berlín, desaparecieron los viejos mecanismos que (casi) forzaban la estabilidad, lo que llevó a que, en general, cada nación tuviera que desarrollar y mantener sus propias fuentes de estabilidad y adaptabilidad. La Primavera Árabe es un perfecto ejemplo por su muy diferenciado impacto: mientras que en Libia desapareció toda semblanza de orden y Siria vive días aciagos, Túnez logró una elección democrática, Egipto reconstruyó sus viejas formas y Líbano ha salido relativamente intacto. ¿Qué explica las diferencias y qué nos dice eso sobre el desorden que ha caracterizado a México en los últimos meses y años?

Un artículo y un libro arrojan luz sobre lo que permite o impide la adaptabilidad frente a procesos de alta volatilidad política, económica o social. En Resilient America, que se podría traducir como “Adaptable Estados Unidos”, Michael Nelson describe uno de esos annus horribilis: en 1968, explica Nelson, EUA padeció disturbios urbanos, levantamientos estudiantiles, la ofensiva del Tet en Vietnam (el principio del final de esa “aventura”), el asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy y la incautación del barco espía Pueblo por parte de Corea del Norte. “Nunca desde la Guerra Civil y la Gran Depresión, dice Nelson, el sistema político estadounidense había sido sometido a tanto stress como en 1968…” y, sin embargo, “el sistema sobrevivió prácticamente intacto”.

En México tuvimos uno de esos años en 1994 que acabó provocando cambios fundamentales en la estructura política, sembró las semillas de la crisis financiera más profunda que había experimentado el país hasta entonces y forzó la transformación del sistema electoral, eventualmente llevando a la alternancia en la presidencia. Aunque el costo en términos de legitimidad para el sistema fue enorme, se podría argumentar que el país sobrevivió la crisis porque encontró la forma de adaptarse.   En esto, el contraste entre aquel momento y 2014 es patente: en esta ocasión, al menos hasta ahora, la capacidad de adaptación parece mermada si no es que inexistente.

Nassim Nicholas Taleb y Gregory F. Treverton ofrecen una perspectiva interesante en su artículo The Calm Before de Storm*, texto que afina y aterriza algunos de los conceptos que Taleb desarrolló en sus libros previos: El cisne negro y Anti-frágil. En este artículo los autores se enfocan hacia la forma en que un sistema político administra el desorden. Su argumento central es que algunos sistemas políticos tienen capacidad de soportar un enorme stress, en tanto que otros se colapsan ante las primeras tensiones. La solidez o fragilidad de un sistema depende de las estructuras institucionales de cada nación.

Nelson explica la capacidad de adaptación del sistema norteamericano en aquel momento tanto por sus estructuras institucionales (en un momento dice que “Madison gobierna a Estados Unidos”, queriendo decir que la división de poderes y la descentralización del poder garantiza la institucionalidad), como porque las fuerzas de discordia que tensaban al sistema no estaban alineadas, por lo que no tuvieron un efecto político coherente. Más importante, argumenta Nelson, el sistema incluye mecanismos de disensión que permiten que cualquier fuerza política se exprese a través de diversos canales perfectamente establecidos, coincidan o no con el gobierno del momento.

El argumento de Taleb y Treverton, más conceptual, es que la centralización del poder, que hace parecer a los gobiernos eficaces y eficientes, y por lo tanto estables, no es más que una ilusión porque magnifica los problemas cuando estos se presentan: cualquier situación anómala se traduce en un impacto directo sobre la estructura central. Es decir, la concentración del poder es desproporcionadamente dañina porque disminuye la responsabilidad de los poderes locales y eleva el riesgo de colapso sistémico. Ejemplificando con la URSS, afirman que los sistemas altamente centralizados son mucho más frágiles que los que distribuyen mejor el poder y la responsabilidad. Parecería que se refieren al México de hoy.

La lección parece evidente: México es un país extraordinariamente diverso en términos geográficos, étnicos, religiosos y regionales. Si bien tiene razón el Secretario de Hacienda cuando afirma que se requiere un plan de desarrollo para el sur del país distinto al que ha caracterizado al resto, la solución que el gobierno actual ha intentado –la concentración del poder y, por lo tanto, de la responsabilidad- no ha hecho sino exacerbar las tensiones. Esa exacerbación se ha traducido en un desproporcionado impacto sobre el gobierno federal, dejándolo paralizado. En lugar de hacerlo más eficaz, lo ha hecho más vulnerable, más propenso a ataques sistémicos y, por lo tanto, en mayor riesgo para la estabilidad general. En retrospectiva resulta que la descentralización caótica de la década anterior tuvo el efecto benigno de diversificar el riesgo sistémico.

Lo anterior no implica que esa sea una solución perdurable, pero sí sugiere que la crisis actual es producto en buena medida de haber proyectado las características del Estado de México –nula alternancia- al resto del país, una nación cada vez más diversa y compleja.  México tendrá que desarrollar un modelo político que descentralice el poder y establezca líneas claras de responsabilidad, eso que en países serios se llama Estado de derecho.

*Foreign Affairs, Enero-Febrero 2015

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Salir del hoyo

Luis Rubio

Los problemas de México no comenzaron en Iguala ni radican en lo que haga o no el gobierno. En todo caso, parafraseando un dicho árabe, el gobierno es culpable de haber celebrado “antes de tener todos los pelos del camello en la mano”, pero ese es un tema de arrogancia y no de intención. El gran problema del gobierno es que no tiene una respuesta, un proyecto idóneo ante la realidad de la globalización del mundo y de una sociedad abierta que, aunque lejos de haber logrado una institucionalidad democrática, ya no es sumisa y temerosa como lo fue bajo el viejo régimen priista. El problema es de proyecto.

El gobierno ha tratado todo: reformas, gasto, amenazas; ha avanzado proyectos de infraestructura y ha cancelado otros; ha intentado convencer al mundo pero ha ignorado a los mexicanos. Los sucesos de Iguala no modifican la necesidad de acciones en múltiples frentes ni tienen por qué impedir que mucho de lo logrado a la fecha se consolide y arroje resultados favorables en el curso del tiempo: el caso de la energía es emblemático. Lo que Iguala hizo fue darle voz a toda una sociedad que rechaza la imposición de un modelo gubernamental gastado y a-histórico.

Al gobierno le ha tomado meses elaborar una respuesta en buena medida porque de entrada  repudió los límites que le impone la realidad. El gobierno rechaza el hecho de que la globalización imponga severas restricciones en su libertad de acción, porque ésta viene acompañada de transparencia que reverbera en todo el orbe, ubicuidad de la información que le da poder hasta al ciudadano más modesto y opciones a todos los actores sociales, comenzando por los empresarios e inversionistas. El gobierno demostró que puede elevar impuestos, beneficiar a algunos contratistas sobre otros, privilegiar a una televisora sobre otros tele-comunicadores y encarcelar a la líder magisterial, pero no ha demostrado que puede sacar al país del hoyo. En esta paradoja radica su desafío: no es lo mismo negociar con políticos en el contexto legislativo y partidista que gobernar.

El primer lado de la paradoja es clave: el éxito inicial, construido al amparo del Pacto entre los partidos políticos, tuvo el beneficio de hacer posible la aprobación expedita de la agenda legislativa, pero el enorme costo de hacer irrelevante a los otros partidos como oposición funcional. Muchos aplaudieron el acuerdo político, pero pocos repararon en sus implicaciones. Dado el régimen electoral tan restrictivo que caracteriza al país –y que implica que es sumamente difícil crear formas alternativas de participación política (incluyendo nuevos partidos)- se creó el efecto de una olla exprés, donde la disidencia se ha venido manifestando por otros medios, muchos no legítimos. Las marchas, manifestaciones, quemas y formas de rechazo pasivas, pero no por ello menos efectivas, ilustran el riesgo de cerrar todo espacio de disidencia y manifestación de ideas o propuestas alternativas. Desde luego, esto no es privativo del gobierno actual, pero su devoción por controlar y censurar, además de corromper a los partidos de oposición (ej. los moches), ha tenido el efecto de cancelar otros medios de acceso y participación.

En el segundo lado de la paradoja reside, a final de cuentas, el verdadero reto de cara hacia el futuro. El país enfrenta un problema fundamental de gobierno: dicho en una palabra, el país lleva décadas sin ser gobernado. La inercia ha ido llevando las cosas, se han enfrentado las crisis de la mejor manera posible, pero no se han ido construyendo instituciones –queriendo decir por esto reglas del juego que son conocidas por todas y que el gobierno hace cumplir sin distingo- que permitan ir desarrollando una sociedad funcional, una economía exitosa y, en general, un país próspero. Ha habido inercia pero no gobierno y en esto el actual no es distinto.

Gobernar no consiste en hacer acuerdos entre políticos o avanzar una agenda legislativa. Gobernar es crear condiciones para el funcionamiento de la sociedad y asegurar que éstas operen de manera sistemática a fin de que sea posible tanto la estabilidad como la prosperidad. Sin orden es imposible el funcionamiento del país, pero por orden no debe entenderse el dictum autoritario porfirista (y priista) de que nada se mueva. El orden es un concepto dinámico que entraña una activa participación de la sociedad dentro de un marco de reglas transparentes.

Esto nunca ha existido en la sociedad mexicana. Pasamos de un régimen autoritario en que las reglas eran “no escritas” a un régimen pseudo-democrático sin reglas y sin gobierno. Se reformó la economía (al menos en aspectos clave como las finanzas públicas y el régimen comercial) pero no se construyó un sistema moderno de gobierno ni se procuró la transformación de la planta productiva tradicional a fin de que eleve su productividad y haga posible compartir el éxito del desarrollo. Y ambas cosas se retroalimentan: el viejo sistema de gobierno empata a la vieja economía y uno vive del otro en una relación simbiótica que beneficia a muy pocos, a la vez que cancela un futuro de viabilidad para la mayoría. Urgen anclas de estabilidad que confieran certidumbre a la población y medios de ajuste al empresariado tradicional.

El gran reto reside en avanzar la transformación tanto del sistema de gobierno como de la vieja economía. Estos asuntos quizá no sean tan llamativos y atractivos como reformas al sector energético, pero sin ellos ni una reforma tan ambiciosa y promisoria como esa tiene futuro alguno.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=53830&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=53830

http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2015/01/11/11tora07.pdf?i&acceso=3c1ec298148818ecdd8076a1e17eecb5

 

Instituciones y democracia

Luis Rubio

Los mexicanos hemos confundido dos procesos muy distintos que, aunque en algún momento y circunstancia pueden ser complementarios, también pueden ser contradictorios. Para funcionar, la democracia requiere instituciones fuertes y eficaces que aseguren a los participantes en el proceso político el cumplimiento estricto de reglas fundamentales de convivencia política. En este sentido, la existencia de instituciones fuertes es una precondición para el funcionamiento de la democracia. Por su parte, la fortaleza y viabilidad de cualquier sistema político depende de instituciones. Más que la democracia, la clave de la viabilidad política y la estabilidad reside en la calidad y fortaleza de las instituciones.

Samuel Huntington, un agudo profesor, observaba que había una permanente tensión entre instituciones y democracia; su heterodoxia consistió en afirmar que había mucho más en común entre la Unión Soviética y Estados Unidos (esto fue en los sesenta) que entre cualquiera de estos y los países llamados subdesarrollados. En la perspectiva de Huntington, lo que equiparaba a la URSS y a EUA no era ideológico sino institucional: con todas sus diferencias, afirmaba, ambas naciones contaban con instituciones fuertes, circunstancia que hacía toda la diferencia.

En los ochenta, Horia Roman Patapievici, filósofo rumano, afirmaba que el objetivo, y primera tarea, de cualquier país que pretende desarrollarse consiste en adquirir y hacer valer reglas de interacción entre personas y grupos políticos que sean transparentes e impersonales como las que caracterizan a los países occidentales. Sin ello, “los negocios y la política serían una intriga permanente”. Patapievici decía en su país la iglesia ortodoxa imponía un enorme desafío al crecimiento de instituciones porque su dogma impedía el desarrollo de reglas confiables y predecibles: insinuaba que la flexibilidad inherente a la actividad eclesiástica hacía imposible la adopción, en un plano cultural y social, de reglas transparentes y prestablecidas. Desde que leí esas palabras, hace casi treinta años, pensé que los mexicanos enfrentábamos un reto similar no tanto por la Iglesia sino por la naturaleza inherentemente corruptora del funcionamiento del PRI.

En las pasadas décadas, el mantra político en el país ha residido en la necesidad imperiosa de construir una estructura democrática como forma de gobierno. Con todos sus avatares, hemos avanzado de manera dramática (y extraordinaria) en el ámbito electoral pero hemos sido remisos, por no decir incapaces, de construir el andamiaje institucional necesario para hacer la democracia funcional. No se trata de un elemento etéreo o ideológico: cuando un partido político solicita, de manera sensata y abierta como lo hizo el PRD recientemente, que la autoridad electoral vigile sus comicios internos no hay más alternativa que reconocer que, por un lado, existe una autoridad electoral confiable y profesional pero, por el otro, que no existe un andamiaje de reglas confiables para la interacción directa entre las personas, grupos o partidos.

Por quince años a partir de que el PRI perdió su capacidad formal de imposición con la desaparición de su mayoría legislativa en 1997, el cuasi-consenso entre analistas fue que la democracia no había cuajado en el país y que el gran mal residía en la ausencia de mecanismos susceptibles de crear mayorías legislativas por coalición. La experiencia de los últimos dos años sugiere que el problema no reside en la incapacidad para formar mayorías (pues la evidencia es contundente en sentido contrario: la democracia no impidió que el famoso Pacto hiciera posible aprobar todas las iniciativas que quiso el gobierno), sino en la inexistencia de reglas del juego (y, por lo tanto instituciones) superiores a las habilidades personales.

El hecho tangible ha sido que la capacidad de operación política del presidente demostró que el problema no era de la democracia sino de la inexistencia de habilidades en el liderazgo político previo. Al mismo tiempo, la forma en que se aprobó esa inmensa retahíla de iniciativas –manteniendo la mera formalidad en el ámbito legislativo- ilustra nuestra enorme debilidad institucional. En una palabra, el problema no es la democracia sino la susceptibilidad política a la imposición (o cualquier palabra que uno quiera emplear) por parte de un operador político eficaz.

En el corazón del éxito presidencial reside nuestro verdadero dilema: la experiencia de estos tiempos muestra a una ciudadanía incapaz o indispuesta a defender las pocas (así sean endebles) libertades e instituciones con que cuenta el país. El PRI ha logrado imponer sus formas más allá de sus filas y nadie –partidos o ciudadanía- salió a defender la formalidad, corazón de la fortaleza institucional. En cierto sentido, la corrupción no es otra cosa que un indicador de la existencia de mecanismos alternativos para la solución de problemas. En el proceder político de los últimos tiempos los mexicanos mostramos que no somos “hijos” de una tradición institucional ni tampoco de los blancos y negros que típicamente son legado de sistemas dictatoriales: más bien, la experiencia de estos tiempos muestra que el sistema de mediatización priista –grises interminables- ha penetrado a toda la sociedad y la ha hecho incapaz de defender lo que, en teoría, más precia. Si la ciudadanía no es capaz de defender sus derechos básicos, no es, a ciencia cierta, una ciudadanía.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org