Instituciones y democracia

Luis Rubio

Los mexicanos hemos confundido dos procesos muy distintos que, aunque en algún momento y circunstancia pueden ser complementarios, también pueden ser contradictorios. Para funcionar, la democracia requiere instituciones fuertes y eficaces que aseguren a los participantes en el proceso político el cumplimiento estricto de reglas fundamentales de convivencia política. En este sentido, la existencia de instituciones fuertes es una precondición para el funcionamiento de la democracia. Por su parte, la fortaleza y viabilidad de cualquier sistema político depende de instituciones. Más que la democracia, la clave de la viabilidad política y la estabilidad reside en la calidad y fortaleza de las instituciones.

Samuel Huntington, un agudo profesor, observaba que había una permanente tensión entre instituciones y democracia; su heterodoxia consistió en afirmar que había mucho más en común entre la Unión Soviética y Estados Unidos (esto fue en los sesenta) que entre cualquiera de estos y los países llamados subdesarrollados. En la perspectiva de Huntington, lo que equiparaba a la URSS y a EUA no era ideológico sino institucional: con todas sus diferencias, afirmaba, ambas naciones contaban con instituciones fuertes, circunstancia que hacía toda la diferencia.

En los ochenta, Horia Roman Patapievici, filósofo rumano, afirmaba que el objetivo, y primera tarea, de cualquier país que pretende desarrollarse consiste en adquirir y hacer valer reglas de interacción entre personas y grupos políticos que sean transparentes e impersonales como las que caracterizan a los países occidentales. Sin ello, “los negocios y la política serían una intriga permanente”. Patapievici decía en su país la iglesia ortodoxa imponía un enorme desafío al crecimiento de instituciones porque su dogma impedía el desarrollo de reglas confiables y predecibles: insinuaba que la flexibilidad inherente a la actividad eclesiástica hacía imposible la adopción, en un plano cultural y social, de reglas transparentes y prestablecidas. Desde que leí esas palabras, hace casi treinta años, pensé que los mexicanos enfrentábamos un reto similar no tanto por la Iglesia sino por la naturaleza inherentemente corruptora del funcionamiento del PRI.

En las pasadas décadas, el mantra político en el país ha residido en la necesidad imperiosa de construir una estructura democrática como forma de gobierno. Con todos sus avatares, hemos avanzado de manera dramática (y extraordinaria) en el ámbito electoral pero hemos sido remisos, por no decir incapaces, de construir el andamiaje institucional necesario para hacer la democracia funcional. No se trata de un elemento etéreo o ideológico: cuando un partido político solicita, de manera sensata y abierta como lo hizo el PRD recientemente, que la autoridad electoral vigile sus comicios internos no hay más alternativa que reconocer que, por un lado, existe una autoridad electoral confiable y profesional pero, por el otro, que no existe un andamiaje de reglas confiables para la interacción directa entre las personas, grupos o partidos.

Por quince años a partir de que el PRI perdió su capacidad formal de imposición con la desaparición de su mayoría legislativa en 1997, el cuasi-consenso entre analistas fue que la democracia no había cuajado en el país y que el gran mal residía en la ausencia de mecanismos susceptibles de crear mayorías legislativas por coalición. La experiencia de los últimos dos años sugiere que el problema no reside en la incapacidad para formar mayorías (pues la evidencia es contundente en sentido contrario: la democracia no impidió que el famoso Pacto hiciera posible aprobar todas las iniciativas que quiso el gobierno), sino en la inexistencia de reglas del juego (y, por lo tanto instituciones) superiores a las habilidades personales.

El hecho tangible ha sido que la capacidad de operación política del presidente demostró que el problema no era de la democracia sino de la inexistencia de habilidades en el liderazgo político previo. Al mismo tiempo, la forma en que se aprobó esa inmensa retahíla de iniciativas –manteniendo la mera formalidad en el ámbito legislativo- ilustra nuestra enorme debilidad institucional. En una palabra, el problema no es la democracia sino la susceptibilidad política a la imposición (o cualquier palabra que uno quiera emplear) por parte de un operador político eficaz.

En el corazón del éxito presidencial reside nuestro verdadero dilema: la experiencia de estos tiempos muestra a una ciudadanía incapaz o indispuesta a defender las pocas (así sean endebles) libertades e instituciones con que cuenta el país. El PRI ha logrado imponer sus formas más allá de sus filas y nadie –partidos o ciudadanía- salió a defender la formalidad, corazón de la fortaleza institucional. En cierto sentido, la corrupción no es otra cosa que un indicador de la existencia de mecanismos alternativos para la solución de problemas. En el proceder político de los últimos tiempos los mexicanos mostramos que no somos “hijos” de una tradición institucional ni tampoco de los blancos y negros que típicamente son legado de sistemas dictatoriales: más bien, la experiencia de estos tiempos muestra que el sistema de mediatización priista –grises interminables- ha penetrado a toda la sociedad y la ha hecho incapaz de defender lo que, en teoría, más precia. Si la ciudadanía no es capaz de defender sus derechos básicos, no es, a ciencia cierta, una ciudadanía.

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