El dilema del país

 FORBES – Marzo 2015

OPINION- EN PERSPECTIVA

 

  LA INCREDULIDAD NO DEJA DE SORPRENDER. VISITO DIVERSOS LUGARES DEL PAÍS y escucho la misma queja y preocupación: cómo es posible que continúe el deterioro del país. A unos les preocupa la inseguridad, otros fueron a la universidad pero acabaron de taxistas, otros más simplemente no ven que su situación económica vaya a mejorar. Para quienes en adición a esas angustias también han tenido que padecer el viacrucis que representa enfrentar al poder judicial para resarcir un mal u obligar al proveedor de un servicio a cumplir con lo pactado, la pregunta ya no es cuándo, sino si del todo será posible salir del hoyo.

El dilema respecto a la conducción política del país es muy simple: restablecer los mecanismos de control de antaño o construir una nueva estructura política. La primera opción, poco creativa pero quizá más fácil de avanzar, implicaría re-centralizar el poder, imponer un conjunto de mecanismos de control en diversos ámbitos e intentar subordinar a la sociedad, pero sobre todo a los llamados “poderes fácticos” al designio presidencial. La alternativa, mucho más compleja y ambiciosa pero también, al menos potencialmente, mucho más duradera, implicaría rediseñar al sistema político. En alguna medida, esta segunda etapa implicaría concluir lo iniciado por Plutarco Elías Calles en los años veinte del siglo pasado, pero adaptado a las necesidades y circunstancias del siglo XXI.

En uno de sus artículos, José Luis Reyna ponía el dedo en la llaga en un tema crucial: “Una diferencia de la democracia con los sistemas autoritarios es que en éstos, para gobernar, se requieren de pocas instituciones y escasas reglas; basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto. En contraste, en un régimen democrático las reglas tienen que ser seguidas, acatadas y respetadas. Para ello se necesitan instituciones que instrumenten los acuerdos, las diferencias y sus consecuencias.” Bajo ese parámetro, México sigue siendo, o comportándose, como un régimen autoritario.

Lo crítico de la realidad mexicana es que en las décadas pasadas, desde 1968, poco a poco fue debilitándose hasta que desapareció el régimen centralizado y concentrador del poder, pero el país no entró a una etapa de desarrollo institucional. El resultado no ha sido el florecer de una sociedad ávida de participación democrática (aunque hay manifestaciones incipientes), sino la dispersión del poder y la desaparición de la responsabilidad. Lo que antes, en un contexto nacional e internacional muy distinto, había permitido la existencia de un gobierno funcional (aunque no siempre eficaz y grandioso como la leyenda sugiere), el país pasó a una era de derechohabientes donde toda la sociedad –desde el presidente hasta el último alcalde, incluyendo a los legisladores, empresarios, líderes sindicales y sociales- defiende privilegios y prebendas: el statu quo. Al menos a nivel federal, desapareció la autoridad y capacidad de intimidación, pero en todos los ámbitos, las formas siguieron siendo autoritarias. El peor de los mundos: no se desarrollaron mecanismos nuevos para resolver problemas ni capacidad para utilizar los de antaño. Un mayor control y concentración de poder tampoco va a cambiar la realidad.

 

El corazón del asunto es si el problema es de personas o de estructuras políticas. Aunque todos los gobernantes tienen aciertos y defectos, los problemas de México trascienden a sus presidentes. La paradoja no es menor: dada la debilidad de las instituciones, un presidente eficaz tiene enorme margen de maniobra y, con ello, la oportunidad de hacerle un gran servicio, o un gran daño, al país. Un líder efectivo puede construir los cimientos de un futuro promisorio o puede dañar sus oportunidades. Echeverría y López Portillo ejemplifican los costos de un liderazgo fuerte que daña al país y crea desconcierto y costos que duran generaciones. Carlos Salinas modificó el curso del desarrollo de la economía mexicana pero no lo consolidó. Los grandes estadistas de antaño, como Elías Calles, acabaron traicionándose a sí mismos. La pregunta para el presidente Peña Nieto es si pasará a la historia como otro más de los presidentes que intentaron y no pudieron, como el presidente que le infligió un daño irreparable al desarrollo o como el nuevo constructor de instituciones que hizo posible la siguiente etapa del país. El reto es un Estado fuerte porque tiene instituciones fuertes.

 

Fragmento del libro Una utopía mexicana: el Estado de derecho es posible, www.wilsoncenter.org

 

 

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

www.cidac.org

@lrubiof

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¿Democracia vs. desarrollo?

Luis Rubio

¿Cómo ha cambiado la interpretación de lo que significó la caída de la URSS?

Al estilo de la película Casablanca, el fin de la guerra fría parecía “el comienzo de una preciosa amistad”. Veinticinco años después resulta evidente que las realidades geopolíticas y los intereses son más importantes en las relaciones internacionales que los mejores deseos. La literatura revisionista que ha surgido en los últimos años desafía la versión convencional sobre el papel de la democracia en los procesos nacionales de cambio, particularmente el que involucró el final de la Unión Soviética. Las lecciones que de ahí se derivan son altamente relevantes para nosotros.

El revisionismo es una constante en la historia porque el tiempo, y el conocimiento que se va acumulando, permiten una interpretación cada vez más aguda de las causas de distintos sucesos o de los factores que los hicieron realidad. En el caso de la URSS, la versión convencional, ampliamente aceptada, es que fueron el Oeste y la democracia los factores que finalmente derrotaron al imperio ruso del siglo XX. Hoy sabemos que los factores cruciales que minaron la fortaleza de esa nación fueron sus inherentes debilidades económicas y el conflicto que ya desde entonces se gestaba entre Ucrania y Moscú.

¿Es posible decir que el fin de la guerra fría marcó el triunfo de la democracia?

Aunque la “nueva” Rusia adoptó a la democracia como forma de gobierno y hubo avances importantes en la relación gobierno-ciudadanía, ni allá ni en México se ha arraigado un sistema liberal de gobierno, entendiendo por esto instituciones fuertes que protegen al ciudadano y contrapesos efectivos que hacen valer el Estado de derecho. Fareed Zakaria atinó cuando acuñó el término “democracia no liberal” para describir a este tipo de sociedades.

Una pregunta clave es si la democracia impulsa el desarrollo de sociedades liberales o si es el desarrollo de sociedades liberales lo que da lugar a la democracia. En el mundo occidental, el supuesto predominante es que la democracia es la que ha producido el desarrollo. Invasiones como la de Irak hace una década se predicaron bajo esa racionalidad y esa ha sido la discusión en torno a la fallida “primavera árabe”. También ha sido el razonamiento que ha llevado a sucesivas reformas políticas en nuestro país. El problema es que, en una nación que se reforma tras otra, la democracia –más avanzada o menos- no se ha traducido en un decisivo avance económico o en la consolidación de una sociedad liberal.

¿Qué papel han jugado los avances legales en estas materias?

México ha dado grandes pasos hacia la consagración de derechos en el papel de la constitución, pero muy pocos se han hecho efectivos en la vida cotidiana. Baste ver el estado que guarda la administración de la justicia o la inseguridad en que vive la mayoría de la población para reparar en lo complejo de los procesos sociales y lo incierto de sus logros. David Konzevik, pensador creativo y agudo observador de la realidad, apunta que “el siglo 20 fue el de los derechos humanos; si el siglo 21 no es el de las obligaciones humanas, hasta aquí llegamos”. En las últimas décadas hemos avanzado en materia de derechos, así sean nominales, pero nada ha ocurrido con las obligaciones y el patético nivel de crecimiento económico sugiere que tampoco es evidente una línea de causalidad entre democracia y crecimiento.

Por su parte, el mal desempeño económico ha conformado la noción de que ha habido un exceso en materia de derechos ciudadanos a expensas de la fortaleza del gobierno porque, según esta visión, es de esa fortaleza donde se deriva la capacidad de crecimiento. La propensión reciente de establecer toda clase de mecanismos de control sobre la ciudadanía y la economía sigue esa lógica pero es improbable que logre tasas elevadas de crecimiento.

La razón de esto último no es de carácter ideológico o político. El verdadero déficit no es de un gobierno controlador sino de un gobierno funcional. Donde el país evidencia carencias aterradoras es en materia de la operación cotidiana del gobierno: provisión de servicios, construcción y mantenimiento de la infraestructura, seguridad pública y justicia. Nada de eso mejorará con un mayor control sobre la ciudadanía: más bien, un gobierno más diestro en lograr su cometido fundamental (particularmente proveer seguridad y condiciones equitativas y predecibles para el funcionamiento de las reglas del juego en todos los ámbitos) requeriría menos mecanismos de control. La clave no radica en el control sino en la solidez y confiabilidad de la función gubernamental, cosas muy distintas.

¿Cuál debe ser la prioridad para revertir la situación en México?

En un contexto caracterizado por estas ausencias elementales es inevitable la desilusión ciudadana que priva en el país. Tampoco es sorpresivo el argumento gubernamental de que la única manera de resolver las carencias consiste en revertir los excesos de los últimos tiempos y lograr una mayor eficacia. El verdadero asunto no reside en la urgencia de contar con un gobierno más eficaz (condición sine qua non) sino en cómo se puede lograr y, sobre todo, qué características debe tener.

El gran desafío consiste en construir un sistema de gobierno que sea eficaz pero que también proteja los derechos ciudadanos. No hay contradicción entre ambos: más bien, son dos caras de la misma moneda. A menos de que el país retorne al autoritarismo, su única carta es la de construir una sociedad liberal, así sea paso a paso.

Años de observar la evolución de la democracia mexicana me han convencido que Womack tenía razón cuando afirmó que “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen democracia”. Nos urgen esas formas.

Artículo publicado en Reforma

 

Ausencia de legalidad, una medida de la falta de civilización en México

América Economía – Luis Rubio

Cuenta una anécdota que como lectura de verano en 1835, el periodista inglés John Wilson Croker se llevó un listado de todas las personas que habían sido condenadas a muerte durante el reino del terror en la Francia revolucionaria. Miles fueron guillotinados por crímenes que iban del acaparamiento de víveres hasta conspiración contra la república, pero incluyendo cosas nimias como tumbar un árbol. Horrorizado, Croker se preguntaba algo que nunca ha sido aclarado: ¿cómo es posible que eso haya sucedido? ¿Cómo fue que el optimismo del progresismo revolucionario acabara, en sólo cinco años, en arrestos y ejecuciones sumarias? Preguntas relevantes hasta hoy.

Del optimismo al terror, de los grandes planes a la realidad, de la confianza al cinismo. La Revolución Francesa comenzó con un espíritu transformador y acabó anegada en el terror que instigó el celo de los revolucionarios. En el mismo sentido, cuando el presidente y su secretario de Hacienda reconocen  que detrás de la crisis que caracteriza a la sociedad mexicana en la actualidad hay un problema de confianza, se abre la posibilidad de comenzar a otear un horizonte menos alarmante.

«La confianza, afirmó la cabeza del Eurogrupo en las recientes negociaciones con Grecia, viene a pie y se va a caballo». El gobierno del presidente Peña comenzó su gobierno con todo a favor. Aunque los votos en la elección de 2012 no le confirieron el triunfo que anticipaba, su habilidad política y claridad de propósito más que lo compensaron. En pocos meses construyó una plataforma de credibilidad y confianza que, aunque no consolidada, parecía prometedora. Los números mostraban que su popularidad no ascendía, pero la aprobación de reformas extraordinariamente ambiciosas, sobre todo en energía, abrían la puerta para una transformación del país en el largo plazo. Nada mejor que hechos para afianzar la confianza.

La realidad ha tomado otro curso. En lugar de que los pasos que sistemática y premeditadamente se fueron dando para ganarla, la confianza se evaporó: a caballo, a toda velocidad. A nadie debiera sorprender este resultado: el gobierno alienó a todo mundo, priistas y todos los demás; ni siquiera tuvo la humildad de construir un equipo integrado dentro del propio gabinete. Cuando todo depende de las acciones de (muy pocos) individuos en lo personal, el riesgo de que algo salga mal es enorme. El plan inicial avanzaba con precisión militar. Sin embargo, en la medida en que se fueron evidenciando fallas en el proceso, fuentes de corrupción e incapacidad de respuesta, la escasa confianza se colapsó. La soberbia del primer año y medio acabó traicionando al proyecto.

El reto para el gobierno es más complejo de lo aparente. Aunque ciertamente habría un conjunto de acciones que éste podría asumir en aras de construir una base de confianza, su capacidad de lograrlo será limitada en tanto todo siga dependiendo de acciones individuales. Me explico: más allá de los problemas de credibilidad que experimenta el presidente Peña y su gobierno, el problema del país es que todo depende de personas en lo individual. Es decir, tanto el actuar como la forma en que lo hace determinan la capacidad del gobierno de lograr credibilidad y confianza. Dado que vivimos en un contexto en el que las reglas del juego cambian de acuerdo al humor del gobierno en turno, las formas y la substancia son importantes.

En una palabra, el gobierno actual modificó las reglas del juego sin haber logrado satisfacer o convencido a nadie. Ignoró a la población e incluso a actores clave de la sociedad en ámbitos desde el político hasta el empresarial, pero incluyendo a los medios y, sobre todo, a la ciudadanía. Los propios priistas se sienten excluidos. Decidido a modificar la agenda pública y la forma de relacionarse con la sociedad, el gobierno se organizó para ser distante. Por otro lado, en la medida en que alteró las reglas del juego en materia de medios de comunicación (i.e. censura), impuestos y acceso de los diversos intereses de la sociedad a las instancias gubernamentales, alienó tanto a aliados potenciales como a actores críticos para su éxito.

No hay relación perfecta entre el gobierno y su sociedad. Cada nación tiene su historia, tradiciones y formas. Al mismo tiempo, cada gobierno le imprime características particulares a su gestión. De esta forma, David Cameron es muy distinto como primer ministro a Margaret Thatcher o Luis Echeverría respecto a Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo, lo que diferencia al Reino Unido de México no es el estilo personal de sus gobernantes sino el hecho de que los nuestros cuentan con enormes facultades discrecionales que ningún primer ministro británico jamás imaginaría posibles. Es decir, los gobernantes de países serios están limitados por pesos y contrapesos efectivos que limitan su capacidad de acción, pero también establecen una plataforma mínima de confianza permanente. En México la confianza va y viene y cada gobernante se la tiene que ganar; en Inglaterra puede subir o bajar la popularidad del primer ministro pero la sociedad no queda desprotegida cuando uno sube u otro cae. La legalidad comienza en casa. Su ausencia es la medida de nuestra falta de civilización.

Efectivamente, el gobierno tiene que volver a procurar la confianza de la sociedad. La recobraría mucho más rápido si promueve garantías permanentes y respeto a los derechos de la población que con grandes actos espectaculares.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/ausencia-de-legalidad-una-medida-de-la-falta-de-civilizacion-en-mexico

La elusiva confianza

Luis Rubio

¿Cómo se explica la transición que ha habido de un momento de optimismo y espíritu transformador a uno de crisis?

Cuenta una anécdota que como lectura de verano en 1835, el periodista inglés John Wilson Croker se llevó un listado de todas las personas que habían sido condenadas a muerte durante el reino del terror en la Francia revolucionaria. Miles fueron guillotinados por crímenes que iban del acaparamiento de víveres hasta conspiración contra la república, pero incluyendo cosas nimias como tumbar un árbol. Horrorizado, Croker se preguntaba algo que nunca ha sido aclarado: ¿cómo es posible que eso haya sucedido? ¿Cómo fue que el optimismo del progresismo revolucionario acabara, en sólo cinco años, en arrestos y ejecuciones sumarias? Preguntas relevantes hasta hoy.

Del optimismo al terror, de los grandes planes a la realidad, de la confianza al cinismo. La Revolución Francesa comenzó con un espíritu transformador y acabó anegada en el terror que instigó el celo de los revolucionarios. En el mismo sentido, cuando el presidente y su secretario de Hacienda reconocen que detrás de la crisis que caracteriza a la sociedad mexicana en la actualidad hay un problema de confianza, se abre la posibilidad de comenzar a otear un horizonte menos alarmante.

¿En qué forma perdió la confianza este gobierno?

«La confianza, afirmó la cabeza del Eurogrupo en las recientes negociaciones con Grecia, viene a pie y se va a caballo». El gobierno del presidente Peña comenzó su gobierno con todo a favor. Aunque los votos en la elección de 2012 no le confirieron el triunfo que anticipaba, su habilidad política y claridad de propósito más que lo compensaron. En pocos meses construyó una plataforma de credibilidad y confianza que, aunque no consolidada, parecía prometedora. Los números mostraban que su popularidad no ascendía, pero la aprobación de reformas extraordinariamente ambiciosas, sobre todo en energía, abrían la puerta para una transformación del país en el largo plazo. Nada mejor que hechos para afianzar la confianza.

La realidad ha tomado otro curso. En lugar de que los pasos que sistemática y premeditadamente se fueron dando para ganarla, la confianza se evaporó: a caballo, a toda velocidad. A nadie debiera sorprender este resultado: el gobierno alienó a todo mundo, priistas y todos los demás; ni siquiera tuvo la humildad de construir un equipo integrado dentro del propio gabinete. Cuando todo depende de las acciones de (muy pocos) individuos en lo personal, el riesgo de que algo salga mal es enorme. El plan inicial avanzaba con precisión militar. Sin embargo, en la medida en que se fueron evidenciando fallas en el proceso, fuentes de corrupción e incapacidad de respuesta, la escasa confianza se colapsó. La soberbia del primer año y medio acabó traicionando al proyecto.

¿El problema que enfrenta el presidente es principalmente de credibilidad?

El reto para el gobierno es más complejo de lo aparente. Aunque ciertamente habría un conjunto de acciones que éste podría asumir en aras de construir una base de confianza, su capacidad de lograrlo será limitada en tanto todo siga dependiendo de acciones individuales. Me explico: más allá de los problemas de credibilidad que experimenta el presidente Peña y su gobierno, el problema del país es que todo depende de personas en lo individual. Es decir, tanto el actuar como la forma en que lo hace determinan la capacidad del gobierno de lograr credibilidad y confianza. Dado que vivimos en un contexto en el que las reglas del juego cambian de acuerdo al humor del gobierno en turno, las formas y la substancia son importantes.

En una palabra, el gobierno actual modificó las reglas del juego sin haber logrado satisfacer o convencido a nadie. Ignoró a la población e incluso a actores clave de la sociedad en ámbitos desde el político hasta el empresarial, pero incluyendo a los medios y, sobre todo, a la ciudadanía. Los propios priistas se sienten excluidos. Decidido a modificar la agenda pública y la forma de relacionarse con la sociedad, el gobierno se organizó para ser distante. Por otro lado, en la medida en que alteró las reglas del juego en materia de medios de comunicación (i.e. censura), impuestos y acceso de los diversos intereses de la sociedad a las instancias gubernamentales, alienó tanto a aliados potenciales como a actores críticos para su éxito.

¿Cómo podría evolucionar la relación de los mexicanos con el gobierno?

No hay relación perfecta entre el gobierno y su sociedad. Cada nación tiene su historia, tradiciones y formas. Al mismo tiempo, cada gobierno le imprime características particulares a su gestión. De esta forma, David Cameron es muy distinto como primer ministro a Margaret Thatcher o Luis Echeverría respecto a Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo, lo que diferencia al Reino Unido de México no es el estilo personal de sus gobernantes sino el hecho de que los nuestros cuentan con enormes facultades discrecionales que ningún primer ministro británico jamás imaginaría posibles. Es decir, los gobernantes de países serios están limitados por pesos y contrapesos efectivos que limitan su capacidad de acción, pero también establecen una plataforma mínima de confianza permanente. En México la confianza va y viene y cada gobernante se la tiene que ganar; en Inglaterra puede subir o bajar la popularidad del primer ministro pero la sociedad no queda desprotegida cuando uno sube u otro cae. La legalidad comienza en casa. Su ausencia es la medida de nuestra falta de civilización.

Efectivamente, el gobierno tiene que volver a procurar la confianza de la sociedad. La recobraría mucho más rápido si promueve garantías permanentes y respeto a los derechos de la población que con grandes actos espectaculares.

Artículo publicado en Reforma

¿Importa la corrupción?

Luis Rubio

La corrupción fue un asunto de profunda reflexión cuando los “padres fundadores” de la nación norteamericana discutían los elementos que debían incorporarse en su nueva constitución. Hamilton argumentaba que si se le purga al modelo constitucional heredado de los británicos “sus fuentes de corrupción y si se le da igualdad de representación al poder popular, se creará un gobierno disfuncional: como está en el presente, con todos sus supuestos defectos, es el mejor sistema de gobierno que jamás existió”. Para Hamilton la corrupción era un costo inevitable de la vida pública. Al final Hamilton perdió, quedando el sistema integral de pesos y contrapesos que postulaba Madison.

230 años después, la argumentación pública en México es casi idéntica. Pulula la noción de que, primero, así ha sido siempre y, por lo tanto, así seguirá. Segundo, que en la medida en que la corrupción permite que las cosas funcionen, su costo es menor. Aunque hay mediciones que sugieren un costo incremental (más de 1% del PIB anual), es evidente que ésta ha ido mutando y que lo que pudo haber sido válido en el pasado no necesariamente lo es ahora.

Más allá de las características específicas del fenómeno y de cómo ha cambiado, lo que debería preocuparnos a todos no es el hecho mismo de que un funcionario se enriquezca en el poder (algo usual), sino el hecho de que la corrupción se ha ido generalizando, sumando a todos los partidos políticos y penetrando de manera incremental a toda la sociedad. Si antes fue un factor que permitía atenuar conflictos o acelerar la implementación de proyectos, sobre todo la obra pública, fuente ancestral de corrupción, hoy se vive un fenómeno de metástasis que podría acabar paralizando no sólo al gobierno sino al país en general.

En su excelente ensayo en Nexos de febrero, Luis Carlos Ugalde describe la naturaleza y dimensiones del fenómeno, ilustrando la forma en que la corrupción piramidal de la era de presidencialismo autoritario se ha ido “democratizando” al incorporarse todos los niveles de gobierno, partidos y poderes públicos. Lo que antes era concentrado y un instrumento de cohesión política se ha convertido en un mecanismo de control político en manos de un creciente número de actores. Peor, su ubicuidad ha generado un amplio repudio en la sociedad, enojo que ha llegado a convertirse en odio.

La democratización de la corrupción ha generado un efecto ejemplo que, combinado con la impunidad, se ha propagado hacia otros ámbitos de la sociedad. Mientras que la corrupción de antes era típica de la disponibilidad de información privilegiada dentro del gobierno (por ejemplo para comprar terrenos a sabiendas de que ahí se construiría una carretera), del uso del gasto público para fines privados o de la interacción entre actores públicos y privados (como las compras gubernamentales), hoy la corrupción es frecuente en transacciones entre actores privados (como la compra de publicidad) y se ha enquistado en la definición de reglas de comportamiento (por ejemplo hospitales) que exigen estudios innecesarios que engrosan los cargos a los pacientes.

Racionalizar a la corrupción como algo ancestral y cultural permite generar y alimentar clientelas políticas. Los propios partidos se han dedicado a incorporar regulaciones cada vez más extremas (y absurdas) para el financiamiento de las campañas, mismas que son los primeros en violar: un cálculo sugiere que la campaña promedio cuesta veinte veces más de lo que la legislación permite.

Más que un fenómeno exclusivamente monetario, la corrupción ha alterado el léxico, el discurso y el modus operandi: podría parecer que se trata de un mero cambio semántico, pero lo que en realidad implica es que deja de concebirse a la corrupción como un “mal necesario” para pasar a ser la única forma de conducir la vida pública. Ese “pequeño” paso implica que deja de haber límites y que todo se vale: todo vestigio de comunidad, sociedad organizada o reino de la ley desaparece y se torna inasequible. La historia demuestra que ese es el mejor caldo de cultivo para liderazgos mesiánicos, populistas y autoritarios.

La mayor parte de las propuestas de solución no atacan más que los síntomas. La legislación en materia de transparencia se ha atorado en un conjunto de excepciones que diversas entidades del gobierno han intentado interponer, algunas más lógicas que otras. Pero la dinámica de esa discusión es reveladora en sí misma: todo el esfuerzo se concentra en transparentar y fiscalizar (importante), no en eliminar las causas del fenómeno. El título mismo del instrumento que se ha propuesto para combatirla es sugerente de sus limitaciones: “sistema nacional anti-corrupción”.

El problema de todas las recetas que se han presentado para combatir la corrupción es que no se atreven a reconocer el fondo, sobre todo la razón por la cual ésta se ha “democratizado”. En una palabra, nuestro problema no es de corrupción, violencia, criminalidad o drogas. Nuestro problema es la ausencia de un sistema de gobierno profesional. Pasamos de un patrimonialismo autoritario de corrupción controlada a un desorden patrimonialista en que la corrupción hizo metástasis. Nada va a cambiar mientras no se construya un sistema moderno de gobierno, con una burocracia profesional y apolítica, anclado en el reino de la legalidad.

En tanto eso no ocurra, la descomposición persistirá y la economía seguirá arrojando resultados mediocres. Las reformas son necesarias, pero sin gobierno y sin ley nada cambiará.

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La lectura de Joaquín Villalobos del vacío de autoridad en México

América Economía – Luis Rubio

Joaquín Villalobos, estratega y extraordinario lector de la realidad criminal, escribió un artículo* largo en el que describe con claridad y precisión el dilema que enfrenta México. Transcribo aquí, con su permiso, las oraciones medulares del texto:

·       El Estado se desarrolla a partir del monopolio de la violencia, es decir, en torno a la capacidad que tenga una clase gobernante de ejercer autoridad sobre un territorio determinado para proteger a quienes en éste habitan.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares.

·       La seguridad es el primer derecho de los ciudadanos y la primera responsabilidad del Estado. El poder coercitivo del Estado es, por lo tanto, el principal poder del Estado porque la certeza de estar protegido en la vida, el patrimonio y los derechos humanos son precondiciones para todo lo demás.

·       Todo vacío de autoridad del Estado deriva en crecimiento del poder criminal. Este vacío facilita que pequeñas bandas se agrupen y jerarquicen hasta convertirse en grandes organizaciones criminales que terminan controlando territorio y cooptando a las instituciones.

·       Durante la Guerra Fría policías y militares estaban desplegados en el territorio en cantidades considerables para reaccionar frente a protestas, insurgencias y golpes de Estado. Es con instituciones fundadas en esas ideas que las democracias emergentes ahora intentan responder a la ola de violencia criminal.

·       El policía de la calle se quedó con menos recursos, cobrando bajos salarios, con su autoridad debilitada, sin reconocimiento social, con los conocimientos y doctrina que aprendió del autoritarismo y con la obligación de respetar los derechos humanos.

·       No es posible enfrentar a la actual violencia criminal sin una transformación de las instituciones de seguridad, sin un nuevo despliegue de éstas en el terreno y sin un aumento sustancial de su pie de fuerza. Las políticas sociales preventivas no serán eficaces si los ciudadanos viven aterrorizados por el crimen; es indispensable que el poder coercitivo derrote el miedo y restablezca la autoridad del Estado en las comunidades. La policía es el primer eslabón de contacto entre el Estado y los ciudadanos y el pilar fundamental de toda la seguridad; si ésta falla, todo el sistema falla.

·       La forma en que se ejerció autoridad en el pasado dio base a la confusión entre autoritarismo y Estado fuerte, cuando lo primero no implicaba lo segundo, por el contrario el Estado era débil.

·       El debate para encontrar soluciones a los problemas de seguridad ha girado en torno a los énfasis que se ponen en la represión o en la prevención. La primera corriente parte de que la impunidad multiplica el delito, por lo tanto el castigo debe ser el instrumento principal para reducirlo. En la segunda corriente se establece que el delincuente es una víctima social, por lo tanto se supone que los programas sociales deben reducir el delito.

·       Es comprensible que algunos demanden la despenalización o regulación del consumo, comercio y producción de las drogas…; sin embargo, en nuestro caso la violencia criminal simplemente cambiaría a otros delitos, con el agravante de que un aumento del consumo nos podría crear un problema de salud pública que no tenemos.

·       Nuestra seguridad sólo mejorará si avanzamos en la construcción de Estado y ciudadanía.

·       Para nosotros la tarea principal es fortalecer la autoridad del Estado y proteger a nuestros ciudadanos. Una estrategia basada en perseguir a la droga no implica, necesariamente, que fortalecemos nuestra seguridad, sin embargo, si fortalecemos nuestra propia seguridad sin duda seremos más eficaces en combatir el narcotráfico y cualquier tipo de delito.

·       El intento de resolver con instituciones débiles heredades del autoritarismo dio tiempo a que el delito echara raíces culturales en nuestras sociedades.

·       La tarea primordial en seguridad es evitar que haya víctimas; una sociedad es segura cuando no ocurren delitos y no por el número de criminales que se procesa y encarcela.

·       La actividad criminal que más evidencia la derrota del poder disuasivo del Estado es la masificación de la extorsión.

·       En el caso de México, el régimen del PRI preservaba la paz a partir de un extenso y eficaz control social en todo el territorio ejercido por una amplia red de organizaciones que fueron el componente principal del llamado “autoritarismo incluyente”.

·       El antiguo modelo mexicano de seguridad se basó en control social y debilidad institucional… Fue una derivación de periodos autoritarios, por lo tanto ya no es repetible.

·       Recuperar el terreno implica que los delincuentes deben perder estabilidad, confort, movilidad, poder de intimidación y capacidad de concentrarse para actuar impunemente… No basta capturar y encarcelar delincuentes, es indispensable contrarrestar todos los intentos de éstos de intimidar, exhibir poder y actuar con violencia.

·       Pacificar comunidades y capturar delincuentes no son tareas contradictorias… Las capturas dependen de contar con inteligencia y fuerzas especializadas, en tanto que evitar delitos requiere control territorial.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares. Sin refundar las instituciones de seguridad heredadas de los regímenes autoritarios no es posible proteger a los ciudadanos. Si los policías se parecen a los delincuentes, terminarán como delincuentes.

*Bandidos, Estado y ciudadanía, Nexos, enero 2015.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-lectura-de-joaquin-villalobos-del-vacio-de-autoridad-en-mexico

 

Simulan gobernar

 FORBES – Febrero 2015

OPINION- EN PERSPECTIVA

UN EMPRESARIO SE PRESENTA ANTE LA OFICINA DE INSPECTORES DE LA SECRETARÍA DEL TRABAJO para preguntar sobre una multa que recibió. El encargado de la oficina le explica que el inspector visitó su empresa y encontró que las rayas pintadas en el piso eran de nueve centímetros, en tanto que el código establece que deben ser de 10.

Esa violación conlleva una multa de 16,000 pesos que debe ser pagada en los siguientes 30 días, pero el encargado le informa que existe un procedimiento de inconformidad y que es fácil ganarlo porque el código tiene distintas medidas para esas rayas dependiendo de la parte del código que se aplica.

Acto seguido, se acerca una persona que estaba sentada a un lado del escritorio de la recepción y le ofrece al empresario representarlo en el procedimiento de inconformidad. Se mueven a una esquina y el presunto abogado le informa que es fácil ganar la querella y que le cobra 5,000 pesos por el procedimiento.

El empresario acepta a regañadientes y en 24 horas se resuelve el caso por módicos 5,000 pesos. La celeridad del procedimiento hace pensar que se trató de una celada, un procedimiento concebido para extorsionar.

La simulación es el pan de cada día. A unos los extorsiona el crimen organizado, a otros inspectores gubernamentales, pero el acto de extorsionar no es distinto. En ambos casos, la asimetría de poder es tal que el ciudadano común y corriente no tiene más alternativa que apechugar.

La extorsión por parte de la burocracia goza de un halo de legitimidad pero no es distinta de la otra: ambas están diseñadas para encarecer los costos de la operación de los negocios lo suficiente como para no matarlos. Lo interesante del caso gubernamental es la simulación que lo caracteriza: el disfraz de legalidad que adquiere un acto de flagrante abuso.

Ejemplos de simulación sobran. Un médico amigo mío, que realizó su servicio social en una población del Estado de México, enfermó de sarampión. Sin embargo, el gobierno del estado informó unos meses antes que esa enfermedad se había erradicado de la entidad, razón por la cual el caso no podía existir. Acto seguido, una ambulancia lo llevó a su casa con un certificado de terminación del servicio, aunque faltaban meses para concluirlo.

La legislación en materia de telecomunicaciones, supuestamente orientada a generar mayor competencia en el sector, no ha impedido que se siga “consolidando” la industria, es decir, que los jugadores dominantes compren a sus competidores menores.

Por años, la CFE empleó la consigna de “empresa de clase mundial” para describirse. El único problema es que era única en su liga porque no era competitiva en ninguno de los rubros relevantes con que se mide a la industria. Por suerte, Pemex no ha tenido la audacia de adoptar semejante punto de comparación, quizá reconociendo que una simulación de ese tamaño ni siquiera sus propios próceres la podrían tolerar.

Ahora, en temporada electoral, nos encontramos con que es la etapa de los chapulines: políticos que abandonan los puestos para los cuales fueron electos, en aras de conseguir un nuevo puesto. La responsabilidad adquirida en la elección anterior es lo de menos: lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío sino estar dentro del vaso.

Algunos funcionarios tienen la necesidad imperiosa de tener un nuevo puesto porque así quedan protegidos con el fuero legislativo de las fechorías que practicaron en el anterior. El caso es que no existe compromiso alguno con la ciudadanía a la cual prometieron gobernar (es un decir) o representar. Lo importante es tener un puesto. Todo el resto es simulación.

La simulación es la esencia de la política mexicana. El discurso dice democraciapero es despotismo; en la retórica se propone representación pero el objetivo es enriquecimiento individual. La ciudadanía, el progreso económico y el bienestar del país es lo de menos: lo relevante es mantenerse en el círculo del poder y la corrupción. Lo asombroso es la facilidad con que el PAN y el PRD se mimetizaron con el PRI, el viejo y el nuevo.

El triángulo simulación-corrupción-impunidad le da respetabilidad a la expoliación, a los llamados derechos adquiridos, al abuso y, por lo tanto, al atraso en que vive el país. Un país que vive en y de la simulación no es un país que pueda moverse o que pueda lograr el desarrollo. Hay contradicciones que simplemente no aguantan escrutinio alguno.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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Estado y seguridad

Luis Rubio

 

Joaquín Villalobos, estratega y extraordinario lector de la realidad criminal, escribió un artículo* largo en el que describe con claridad y precisión el dilema que enfrenta México. Transcribo aquí, con su permiso, las oraciones medulares del texto:

 

  • El Estado se desarrolla a partir del monopolio de la violencia, es decir, en torno a la capacidad que tenga una clase gobernante de ejercer autoridad sobre un territorio determinado para proteger a quienes en éste habitan.
  • La seguridad es el primer derecho de los ciudadanos y la primera responsabilidad del Estado. El poder coercitivo del Estado es, por lo tanto, el principal poder del Estado porque la certeza de estar protegido en la vida, el patrimonio y los derechos humanos son precondiciones para todo lo demás.
  • Todo vacío de autoridad del Estado deriva en crecimiento del poder criminal. Este vacío facilita que pequeñas bandas se agrupen y jerarquicen hasta convertirse en grandes organizaciones criminales que terminan controlando territorio y cooptando a las instituciones.
  • Durante la Guerra Fría policías y militares estaban desplegados en el territorio en cantidades considerables para reaccionar frente a protestas, insurgencias y golpes de Estado. Es con instituciones fundadas en esas ideas que las democracias emergentes ahora intentan responder a la ola de violencia criminal.
  • El policía de la calle se quedó con menos recursos, cobrando bajos salarios, con su autoridad debilitada, sin reconocimiento social, con los conocimientos y doctrina que aprendió del autoritarismo y con la obligación de respetar los derechos humanos.
  • No es posible enfrentar a la actual violencia criminal sin una transformación de las instituciones de seguridad, sin un nuevo despliegue de éstas en el terreno y sin un aumento sustancial de su pie de fuerza. Las políticas sociales preventivas no serán eficaces si los ciudadanos viven aterrorizados por el crimen; es indispensable que el poder coercitivo derrote el miedo y restablezca la autoridad del Estado en las comunidades. La policía es el primer eslabón de contacto entre el Estado y los ciudadanos y el pilar fundamental de toda la seguridad; si ésta falla, todo el sistema falla.
  • La forma en que se ejerció autoridad en el pasado dio base a la confusión entre autoritarismo y Estado fuerte, cuando lo primero no implicaba lo segundo, por el contrario el Estado era débil.
  • El debate para encontrar soluciones a los problemas de seguridad ha girado en torno a los énfasis que se ponen en la represión o en la prevención. La primera corriente parte de que la impunidad multiplica el delito, por lo tanto el castigo debe ser el instrumento principal para reducirlo. En la segunda corriente se establece que el delincuente es una víctima social, por lo tanto se supone que los programas sociales deben reducir el delito.
  • Es comprensible que algunos demanden la despenalización o regulación del consumo, comercio y producción de las drogas…; sin embargo, en nuestro caso la violencia criminal simplemente cambiaría a otros delitos, con el agravante de que un aumento del consumo nos podría crear un problema de salud pública que no tenemos.
  • Nuestra seguridad sólo mejorará si avanzamos en la construcción de Estado y ciudadanía.
  • Para nosotros la tarea principal es fortalecer la autoridad del Estado y proteger a nuestros ciudadanos. Una estrategia basada en perseguir a la droga no implica, necesariamente, que fortalecemos nuestra seguridad, sin embargo, si fortalecemos nuestra propia seguridad sin duda seremos más eficaces en combatir el narcotráfico y cualquier tipo de delito.
  • El intento de resolver con instituciones débiles heredades del autoritarismo dio tiempo a que el delito echara raíces culturales en nuestras sociedades.
  • La tarea primordial en seguridad es evitar que haya víctimas; una sociedad es segura cuando no ocurren delitos y no por el número de criminales que se procesa y encarcela.
  • La actividad criminal que más evidencia la derrota del poder disuasivo del Estado es la masificación de la extorsión.
  • En el caso de México, el régimen del PRI preservaba la paz a partir de un extenso y eficaz control social en todo el territorio ejercido por una amplia red de organizaciones que fueron el componente principal del llamado “autoritarismo incluyente”.
  • El antiguo modelo mexicano de seguridad se basó en control social y debilidad institucional… Fue una derivación de periodos autoritarios, por lo tanto ya no es repetible.
  • Recuperar el terreno implica que los delincuentes deben perder estabilidad, confort, movilidad, poder de intimidación y capacidad de concentrarse para actuar impunemente… No basta capturar y encarcelar delincuentes, es indispensable contrarrestar todos los intentos de éstos de intimidar, exhibir poder y actuar con violencia.
  • Pacificar comunidades y capturar delincuentes no son tareas contradictorias… Las capturas dependen de contar con inteligencia y fuerzas especializadas, en tanto que evitar delitos requiere control territorial.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares. Sin refundar las instituciones de seguridad heredadas de los regímenes autoritarios no es posible proteger a los ciudadanos. Si los policías se parecen a los delincuentes, terminarán como delincuentes.

 

*Bandidos, Estado y ciudadanía, Nexos, enero 2015

 

 

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Cómo revertir la ola destructiva en México

América Economía – Luis Rubio

Cuatro años es mucho tiempo: en ese espacio un país puede sentar las bases de su transformación hacia el desarrollo, pero también destruir lo acumulado a lo largo de décadas. La diferencia reside en la existencia de una estrategia política y económica idónea, así como del liderazgo capaz de conducirlo a buen puerto. Como afirmó Martin Luther King, “la obscuridad no puede remover la obscuridad; solo la luz puede lograrlo”. La pregunta es de dónde va a venir la luz.

El sexenio comenzó a tambor batiente con una larga lista de reformas y un mecanismo político -el llamado Pacto por México- para su aprobación. Lo que siguió muestra la naturaleza del problema: el atorón comenzó con la implementación de las reformas constitucionales, proceso por definición involucra la afectación de intereses particulares porque reformar inexorablemente entraña una modificación del statu quo: el gobierno optó por no hacerlo. Algunas reformas se congelaron, otras se diluyeron y otras más se renegociaron en la práctica. El resultado: muchos cambios pero poca probabilidad de lograr beneficios tangibles, además de que se ha creado una peligrosa propensión a destruir toda (la poca) institucionalidad previamente existente.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

A lo largo de los meses, fue evidente que el criterio de implementación de las reformas nada tenía que ver con el éxito de las mismas, sino con la no afectación de intereses específicos. El caso de la reforma educativa es ilustrativo: todas y cada una de las secciones sindicales que se rebeló contra la reforma ha logrado una excepción. Lo mismo con el IPN. Es natural y hasta encomiable que el gobierno privilegie la paz y la estabilidad, otorgando concesiones circunstanciales. Sin embargo, las excepciones son útiles sólo si compran tiempo para luego forzar la implementación de la reforma requerida; de lo contrario se convierten en hechos políticos que anulan toda posibilidad de lograr el objetivo del propio gobierno. Cancelar la implementación de las reformas solo provoca una ola expansiva de peticionarios: ¿alguien recuerda la era de las concertacesiones?

Tocqueville describió a los procesos de reforma como el momento más peligroso para un gobierno: el gran riesgo que enfrenta el presidente Peña es haber alterado los cimientos del viejo orden constitucional sin tener nada que mostrar como resultado, minando grupos e intereses que sostienen a su partido sin haber construido una nueva coalición que lo sustente.

Para cuando ocurrió Iguala el gobierno ya estaba en problemas. Iguala tuvo el efecto de unificar a todos los que se sentían amenazados, afectados o agraviados, uniendo a tirios y troyanos, algunos por demás inocentes. La ausencia de respuesta gubernamental magnificó el suceso (que no pretendo minimizar pero es claro que tampoco es algo excepcional en un país que ha visto más de cien mil muertos en estos años) y cambió la ecuación política. Lo que no cambió fue la visión gubernamental, que se ha mantenido dogmáticamente en un script (y con un marco de referencia) hoy inviable e insostenible.

¿Qué sigue? Países con estructuras sólidas que no dependen de la destreza o estado de ánimo de personas en lo individual pueden navegar por mucho tiempo sin que nada pase, como ocurre con nuestro vecino del norte. Pero eso es imposible países como México donde la ausencia de instituciones le confiere tanto poder, pero también responsabilidad, al individuo a cargo. Puesto en términos llanos, no hay forma en que el país sobreviva sin contratiempos cuatro años a la deriva como hoy está. El gobierno tiene que actuar –actuar diferente- o enfrentará las acciones y estrategias de quienes siempre saben cómo explotar el río revuelto. La estrategia de no conflicto a cualquier precio está conduciendo a la anarquía.

La paradoja yace en que el gobierno actual tiene las características necesarias para encabezar una transformación política pero parece indispuesto a afectar intereses cercanos al propio presidente, así como la construcción de una alianza con los naturales beneficiarios, aunque la mayoría todavía no lo sepa: los ciudadanos.

Los reformadores exitosos han sido quienes privilegian sus reformas por encima de amistades. En su Elogio a la traición, Jeambar y Roucaute afirman que “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. En esa tesitura se encuentra el presidente Peña: conducir el barco a un nuevo puerto o dejar que lo hunda la corrupción, los dueños de agendas de cambio no institucional o una economía que no crece.

La clave reside en reconocer que el país funciona cuando se satisfacen las necesidades más básicas de la población, comenzando por la esperanza de una vida mejor y la certeza de que las cosas no irán peor. La política económica seguida a la fecha contradice estos principios y pone en riesgo la viabilidad del país. Perón decía que el órgano más sensible del cuerpo es el bolsillo, dicho que se aplica igual al más modesto trabajador que al empresario más encumbrado. La incertidumbre que impera sólo se puede combatir con reglas creíbles y perdurables: conducción política clara y una economía que sí funciona.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/como-revertir-la-ola-destructiva-en-mexico

 

De aquí al 18

Luis Rubio

 

Cuatro años es mucho tiempo: en ese espacio un país puede sentar las bases de su transformación hacia el desarrollo, pero también destruir lo acumulado a lo largo de décadas. La diferencia reside en la existencia de una estrategia política y económica idónea, así como del liderazgo capaz de conducirlo a buen puerto. Como afirmó Martin Luther King, “la obscuridad no puede remover la obscuridad; solo la luz puede lograrlo”. La pregunta es de dónde va a venir la luz.

El sexenio comenzó a tambor batiente con una larga lista de reformas y un mecanismo político -el llamado Pacto por México- para su aprobación. Lo que siguió muestra la naturaleza del problema: el atorón comenzó con la implementación de las reformas constitucionales, proceso por definición involucra la afectación de intereses particulares porque reformar inexorablemente entraña una modificación del statu quo: el gobierno optó por no hacerlo. Algunas reformas se congelaron, otras se diluyeron y otras más se renegociaron en la práctica. El resultado: muchos cambios pero poca probabilidad de lograr beneficios tangibles, además de que se ha creado una peligrosa propensión a destruir toda (la poca) institucionalidad previamente existente.

A lo largo de los meses, fue evidente que el criterio de implementación de las reformas nada tenía que ver con el éxito de las mismas, sino con la no afectación de intereses específicos. El caso de la reforma educativa es ilustrativo: todas y cada una de las secciones sindicales que se rebeló contra la reforma ha logrado una excepción. Lo mismo con el IPN. Es natural y hasta encomiable que el gobierno privilegie la paz y la estabilidad, otorgando concesiones circunstanciales. Sin embargo, las excepciones son útiles sólo si compran tiempo para luego forzar la implementación de la reforma requerida; de lo contrario se convierten en hechos políticos que anulan toda posibilidad de lograr el objetivo del propio gobierno. Cancelar la implementación de las reformas solo provoca una ola expansiva de peticionarios: ¿alguien recuerda la era de las concertacesiones?

Tocqueville describió a los procesos de reforma como el momento más peligroso para un gobierno: el gran riesgo que enfrenta el presidente Peña es haber alterado los cimientos del viejo orden constitucional sin tener nada que mostrar como resultado, minando grupos e intereses que sostienen a su partido sin haber construido una nueva coalición que lo sustente.

Para cuando ocurrió Iguala el gobierno ya estaba en problemas. Iguala tuvo el efecto de unificar a todos los que se sentían amenazados, afectados o agraviados, uniendo a tirios y troyanos, algunos por demás inocentes. La ausencia de respuesta gubernamental magnificó el suceso (que no pretendo minimizar pero es claro que tampoco es algo excepcional en un país que ha visto más de cien mil muertos en estos años) y cambió la ecuación política. Lo que no cambió fue la visión gubernamental, que se ha mantenido dogmáticamente en un script (y con un marco de referencia) hoy inviable e insostenible.

¿Qué sigue? Países con estructuras sólidas que no dependen de la destreza o estado de ánimo de personas en lo individual pueden navegar por mucho tiempo sin que nada pase, como ocurre con nuestro vecino del norte. Pero eso es imposible países como México donde la ausencia de instituciones le confiere tanto poder, pero también responsabilidad, al individuo a cargo. Puesto en términos llanos, no hay forma en que el país sobreviva sin contratiempos cuatro años a la deriva como hoy está. El gobierno tiene que actuar –actuar diferente- o enfrentará las acciones y estrategias de quienes siempre saben cómo explotar el río revuelto. La estrategia de no conflicto a cualquier precio está conduciendo a la anarquía.

La paradoja yace en que el gobierno actual tiene las características necesarias para encabezar una transformación política pero parece indispuesto a afectar intereses cercanos al propio presidente, así como la construcción de una alianza con los naturales beneficiarios, aunque la mayoría todavía no lo sepa: los ciudadanos.

Los reformadores exitosos han sido quienes privilegian sus reformas por encima de amistades. En su Elogio a la traición, Jeambar y Roucaute afirman que “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni regaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. En esa tesitura se encuentra el presidente Peña: conducir el barco a un nuevo puerto o dejar que lo hunda la corrupción, los dueños de agendas de cambio no institucional o una economía que no crece.

La clave reside en reconocer que el país funciona cuando se satisfacen las necesidades más básicas de la población, comenzando por la esperanza de una vida mejor y la certeza de que las cosas no irán peor. La política económica seguida a la fecha contradice estos principios y pone en riesgo la viabilidad del país. Perón decía que el órgano más sensible del cuerpo es el bolsillo, dicho que se aplica igual al más modesto trabajador que al empresario más encumbrado. La incertidumbre que impera sólo se puede combatir con reglas creíbles y perdurables: conducción política clara y una economía que sí funciona.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

 

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