Libertad y democracia

Luis Rubio

¿Cuál es tu evaluación del sistema electoral mexicano actualmente?

Hace un par de años, cuando Italia atravesaba un momento electoral, una publicación europea acusó al primer ministro de padecer una enfermedad tan rara que todavía no aparecía en revista médica alguna: «proclamitis», el anuncio compulsivo de nuevas reglas del juego. Así parece ser nuestro sistema electoral. La suma de hipocresía, desconfianza y pretensión de superioridad moral ha llevado a la construcción de un sistema electoral complejo, lleno de reglas incumplibles, restricciones que nadie está dispuesto a acatar y oportunidades infinitas para que surjan quejas, litigios y acusaciones. Es claro que el problema yace en que se resolvió el asunto electoral antes que el del poder, razón por la cual nunca se alcanzará la plena legitimidad de los comicios. Sin embargo, me pregunto si no sería posible al menos reparar en los absurdos y excesos que el sistema entraña: ¿no sería mejor un sistema menos complejo y más liberal?

¿Es efectivo el enfoque que tiene el marco regulatorio en esta materia?
Un viejo principio legal -pienso en el reglamento de tránsito como ejemplo- es que todo lo que no está prohibido está permitido. Pero eso no siempre es así: Enrique Jardiel Poncela, el extraordinario dramaturgo español que vivió la dictadura franquista, escribió que la “dictadura (es un) sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio”. Así también parece ser el sistema electoral y eso no ha favorecido la consecución de una mayor legitimidad: hay cerca de 40% de la población que consistentemente rechaza el resultado de una elección cuando éste no favorece a su favorito. En la pasada elección fue significativa la forma en que el presidente de Morena rechazó disputas sobre las contiendas que su partido ganó, pero sin empacho exigía modificar los resultados de las que perdió: si gano es democracia, si pierdo es fraude. La paradoja es que la mayoría de las reformas de la última década -reformas cada vez más restrictivas, extravagantes y regresivas- fueron diseñadas para satisfacer a quienes de entrada rechazan el mecanismo, especialmente al líder de Morena. ¿No sería mejor retornar al espíritu de la reforma de 1996, cuyo objetivo era un piso parejo para que hubiera competencia real? Mas libertad, menos controles.
Incluso, si uno quiere ir más lejos, hay argumentos que plantean que toda la concepción electoral es absurda. Quizá el mejor ejemplo es Don Boudreaux, profesor de economía, en su comentario sobre las recientes elecciones nigerianas: es interesante que las fotos que aparecen en la prensa mundial son de personas haciendo cola para poder votar, lo que reivindica, dice él, los prejuicios occidentales sobre la importancia del voto en una democracia. Sin embargo, «las fotos que a mí me gustaría ver serían de nigerianos o iraquíes cargando cajas o empujando carritos llenos de bienes de consumo, o pagando con efectivo o tarjeta de crédito, símbolos no del derecho a votar por políticos sino del derecho a escoger libremente en el mercado».*

¿Se trata de privilegiar más la libertad en uno de estos campos?
No hay razón por la cual uno tenga que optar: la política y la economía son dos espacios en los que la población, en su calidad de ciudadanos y consumidores, respectivamente, deciden sobre su vida. Cada uno de esos espacios requiere reglas que le permitan funcionar. Sin embargo, aunque es obvio que persisten enormes distorsiones en la economía, en nada se comparan a los absurdos electorales. El tema es fundamental y ahí reside una tensión permanente, en todas las sociedades.
La tensión entre democracia y libertad es vieja y conocida: aún en lugares en que la organización política funciona bien, siempre habrá tirantez entre el objetivo político de lograr equidad para todos y la eficiencia económica que crea disparidades entre los ciudadanos. Esa tensión ha sido una constante en la historia de la humanidad y cada sociedad ha intentado encontrar el punto de equilibrio que le sea funcional. En Europa, Estados Unidos y lo que se conoce como Occidente, la norma ha sido diversas variantes de capitalismo y democracia. En las naciones socialistas del siglo pasado se privilegió la igualdad sobre la eficiencia y en muchas de las naciones asiáticas, notablemente China, se ha enfatizado la eficiencia a costa de la libertad. Dada la desilusión democrática que ha vivido México, me pregunto qué es lo que la población preferiría, qué punto del equilibrio entre libertad y democracia favorecería. De lo que no tengo duda es que una abrumadora parte de los mexicanos piensa que el sistema electoral es excesivamente caro, y eso que realmente no tenemos idea de los montos que involucra, seguramente de un orden de magnitud decenas de veces superior al costo oficial.

¿Cómo resolver el acertijo electoral al que haces referencia?
Yo veo dos posibilidades. Una sería seguir reformando -o sea, restringiendo- de acuerdo a las quejas que se presentaron en la justa más reciente. Sin embargo, este camino exigiría que todas las escuelas de leyes desarrollen la especialidad de nimiedades para poder satisfacer disputas sobre cada cosas cada vez más irrelevantes. La alternativa sería reconocer que las restricciones no han mejorado la calidad de las elecciones, no han impedido que los tres partidos grandes sufran pérdidas significativas y -más importante- no han sido un obstáculo a la constitución de mayorías legislativas. Desde luego, lo mejor sería resolver el asunto del poder, pues eso acabaría con la proclamitis interminable (y su equivalente en las reglas electorales), pero mientras eso no ocurre, ¿por qué no hacer la vida -en la economía y en la política- más simple y razonable?
*cafehayek.com marzo 29, 2015

Leer el artículo publicado en Reforma

Efectos prácticos de malas decisiones financieras y fiscales

FORBES -OPINION

 La experiencia, escribió Frederic Bastiat, nos enseña con eficacia pero de manera brutal. Nos obliga a apreciar los efectos de una acción al forzarnos a sentirlos: no podemos dejar de reconocer que el fuego quema si nos hemos quemado nosotros. El drama griego de los últimos meses me ha hecho reflexionar sobre nuestra propia experiencia con las crisis de los setenta a los noventa, y mi conclusión es menos benigna de lo que anticipaba.

Tendemos a vanagloriarnos de la salud fiscal de que goza el gobierno, al menos hasta hace pocos años. Luego de décadas de malos manejos, gastos excesivos y un endeudamiento creciente, el país finalmente logró romper con el fardo de las crisis recurrentes, y aunque no ha conseguido altas tasas de crecimiento de la economía, al menos ya no hay vaivenes súbitos en el tipo de cambio o en los precios, al menos atribuibles a factores internos.

Así, aunque lejos de ser perfecta, nuestra situación fiscal es infinitamente mejor que la de innumerables países, comenzado por muchos de los desarrollados. En contraste con ellos, nuestro riesgo de excedernos entraña provocar una crisis en la balanza de pagos y las cuentas fiscales, con brutales consecuencias para el empleo y la estabilidad. Es por esa razón que, desde 1994, la mayor parte del establishmentpolítico aceptó que no se puede poner en riesgo el equilibrio fiscal.

Esto que nosotros aprendimos por las malas es algo que varios países de Europa perdieron de vista cuando entraron al sistema monetario europeo. Al ser parte del euro, países con instituciones débiles como Grecia, Italia, Portugal y España lograron tasas de interés alemanas con comportamientos mediterráneos. Es decir, parecían gozar del privilegio de quienes elevan su productividad de manera sistemática (los alemanes), sin tener que trabajar como ellos. Dos décadas después, los costos han acabado por ser evidentes: los sureños, pero dramáticamente Grecia, han acumulado enormes deudas pero están atrapados en el sistema monetario que hizo posible la lujuria.

¿Cómo fue que logramos llevar las cuentas fiscales a buen puerto? Los griegos afirman que han reducido sus gastos, ajustado algunos salarios y mejorado la productividad de su economía, aunque ese ajuste ha sido irrisorio en comparación con otras economías europeas en apuros. La conclusión a la que he llegado es que lo que nos permitió lograr el ajuste fiscal en México fue la combinación de dos cosas: un grupo de funcionarios con claridad mental sobre lo que había que lograr (condición sine qua non), pero también una devaluación. Fue la suma de estos dos elementos lo que permitió el ajuste. Al menos hasta hoy, ninguno de los dos está presente en Grecia.

Comencemos por el principio: qué es una devaluación. Lo visible de una devaluación es el cambio en valor relativo de una moneda por otra. Sin embargo, la consecuencia inmediata es que todos los activos denominados en la moneda que se devalúa se deprecian, o sea, los salarios, pensiones y prestaciones súbitamente tienen un nuevo valor. Las devaluaciones mexicanas de los setenta a los noventa, todas causadas por malos manejos financieros y fiscales, implicaron un ajuste inmediato de los costos internos. De esta forma, aunque hubo muchas decisiones difíciles que las autoridades tuvieron que tomar en materia presupuestaria en aquellos años, gran parte del ajuste ocurrió por el hecho mismo de la devaluación, no porque el gobierno se hubiera peleado con sindicatos, empresarios o burócratas. La devaluación les hizo fácil el trabajo, algo imposible para Grecia dentro del euro.

Para los tecnócratas mexicanos que tuvieron que lidiar con las devaluaciones, el problema era actuar para evitar que los precios internos subieran con celeridad y lidiar con la deuda en moneda extranjera que súbitamente se multiplicó.

El problema de Grecia es doble: primero, estando dentro del euro no tiene forma de depreciar sus activos para comenzar a recuperarse; pero, segundo, de salir del euro requeriría de un equipo técnico —del cual el actual gobierno claramente carece— para convertir la devaluación en una oportunidad. De otra suerte, Grecia acabaría en una crisis todavía peor. Nunca imaginé ver las devaluaciones como una salvación, pero Grecia claramente lo requiere.

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@lrubiof

 

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México desde Corea

 América Economía – Luis Rubio

Corea y México eran más o menos similares al inicio de los sesenta, una gran época en la economía mexicana, con tasas de crecimiento superiores al 6% anual y un PIB per cápita más elevado que el de Corea, país devastado y dividido luego de una larga y sangrienta guerra civil.

Cincuenta años después, las cartas se han invertido y Corea es hoy una nación desarrollada, con una economía pujante, una impresionante base industrial, empresas punteras en los sectores más diversos, incluyendo alta tecnología, y una democracia envidiable. He visitado Corea en varias ocasiones a lo largo de los años y nunca deja de impresionarme la velocidad del cambio que experimenta, pero sobre todo la claridad de rumbo que la caracteriza y la diligencia con que ha resuelto crisis, superado gobiernos autoritarios y construido una plataforma económica, política y social tan impactante.

Detrás del éxito coreano yace una ética asiática que es radicalmente distinta a lo que conocemos en nuestro vecindario y quizá eso explique parte de su desempeño. Sin embargo, no todas las naciones de Asia han sido igualmente exitosas y Corea es excepcional porque su desarrollo fue resultado de un proceso consciente y explícito de decisiones para transformarse luego de la guerra. En el corazón de su éxito yacen dos factores cruciales: liderazgo y un sistema educativo ejemplar.

Sin embargo, no todas las naciones de Asia han sido igualmente exitosas y Corea es excepcional porque su desarrollo fue resultado de un proceso consciente y explícito de decisiones para transformarse luego de la guerra. En el corazón de su éxito yacen dos factores cruciales: liderazgo y un sistema educativo ejemplar.

El liderazgo ha sido una característica distintiva a lo largo de las décadas y ha tenido la virtud de permitirle adecuarse a los tiempos. El país sufrió crisis de la más diversa índole: el atentado contra su presidente y la muerte de varios miembros del gabinete con un bombazo, gobiernos autoritarios, crisis financieras y una permanente tensión con su vecino, Corea del Norte. Lo impactante es cómo cada una de esas crisis fue convertida en una plataforma transformadora. Su salida de la crisis financiera de 1997 es ilustrativa para nosotros porque ese país no sólo corrigió sus agregados fiscales como siempre ocurrió en situaciones similares en México, sino que modificó la estructura de toda la economía, obligando a sus grandes grupos industriales a competir abiertamente. El punto es que gobiernos fueron y vinieron, pero siempre hubo una claridad de visión de lo que era importante. Aprendieron de las crisis y dieron un salto hacia adelante

En Corea, como en el resto de Asia, la corrupción ha sido un factor permanente de la vida económica y política, pero eso no le ha llevado a perder la claridad de rumbo, dejándola como algo menor en importancia. El proyecto económico comenzó imitando a los japoneses, pero luego se fue adaptando con sus propias estrategias. Cuando se alteraron los patrones comerciales, enfatizaron un cambio hacia la alta tecnología; cuando se presentó una crisis política, se movieron hacia un sistema democrático. Por supuesto que estas cosas no fueron lineales, automáticas o impolutas, pero una vista de pájaro revela una impactante claridad de rumbo. El resultado es visible en la forma de carreteras, puentes, universidades, complejos empresariales y, en general, en la vitalidad de sus ciudades y comunidades.

Por lo que toca a la educación, Corea construyó uno de los sistemas más competitivos y a la vez demandantes del mundo. Los estudiantes tienen que aprobar exámenes brutalmente difíciles para entrar a la universidad y ese paso determina sus oportunidades y futuro en la vida. El comportamiento de los alumnos coreanos –allá y en todo el mundo en que se hayan, incluido México- se manifiesta en una dedicación absoluta al estudio. ¿Les permitirá eso trascender los límites actuales de la ciencia y la tecnología como aspiran? El tiempo dirá. Hace años, cuando los japoneses parecían a punto de dominar al mundo, la revista Economist hizo un análisis sobre el potencial del sistema educativo, científico y tecnológico japonés para superar al estadounidense. Su conclusión, sorpresiva, fue que la intensidad de la educación era insuficiente para remontar la creatividad que permite el sistema de educación liberal norteamericano.

No se en qué medida siga siendo válida esa conclusión, pero Corea se encuentra ante esa tesitura. ¿Cómo reproducir la capacidad estadounidense de propiciar startups, empresas tecnológicas susceptibles de transformar economías enteras, como fue el caso de Microsoft, Facebook y Google? Nadie más ha resuelto el enigma, pero lo que destaca de Corea es que se encuentra en el mismo debate que Francia, Alemania y Japón. Impresionante para una nación que hace medio siglo era un país rural con un PIB per cápita de la mitad del nuestro. Todo eso me remite inexorablemente a la CETEG, la CNTE y otras manifestaciones ejemplares de nuestro sistema educativo. Un abismo de diferencia.

Los debates actuales en Corea se dividen en dos: los geopolíticos y los relativos a su futuro económico, aunque con frecuencia son los mismos. A final de cuentas, es un país “sándwich” entre dos potencias: Estados Unidos, con una fuerte presencia militar en la zona limítrofe con Corea del Norte, y China. Un dicho frecuente allá es que “en una pelea entre ballenas, lo que se rompe es la espalda del camarón”. China se ha convertido en su principal socio comercial y los coreanos han aprendido a operar con sus dos contrapartes de manera exitosa. Ahora buscan un TLC con China y se han sumado al nuevo banco asiático para la infraestructura, promovido por los chinos. No deja de impactar que, a pesar de la complejidad de su geografía, han sabido lograr lo importante. Algo de eso podríamos aprender.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-desde-corea

México desde Corea

Luis Rubio

¿Por qué puede ser una buena referencia para México el desarrollo de Corea?

México y Corea eran más o menos similares al inicio de los sesenta, una gran época en la economía mexicana, con tasas de crecimiento superiores al 6% anual y un PIB per cápita más elevado que el de Corea, país devastado y dividido luego de una larga y sangrienta guerra civil.

Cincuenta años después, las cartas se han invertido y Corea es hoy una nación desarrollada, con una economía pujante, una impresionante base industrial, empresas punteras en los sectores más diversos, incluyendo alta tecnología, y una democracia envidiable. He visitado Corea en varias ocasiones a lo largo de los años y nunca deja de impresionarme la velocidad del cambio que experimenta, pero sobre todo la claridad de rumbo que la caracteriza y la diligencia con que ha resuelto crisis, superado gobiernos autoritarios y construido una plataforma económica, política y social tan impactante.

Detrás del éxito coreano yace una ética asiática que es radicalmente distinta a lo que conocemos en nuestro vecindario y quizá eso explique parte de su desempeño. Sin embargo, no todas las naciones de Asia han sido igualmente exitosas y Corea es excepcional porque su desarrollo fue resultado de un proceso consciente y explícito de decisiones para transformarse luego de la guerra. En el corazón de su éxito yacen dos factores cruciales: liderazgo y un sistema educativo ejemplar.

¿Cómo se manifestó el factor de liderazgo en Corea?

El liderazgo ha sido una característica distintiva a lo largo de las décadas y ha tenido la virtud de permitirle adecuarse a los tiempos. El país sufrió crisis de la más diversa índole: el atentado contra su presidente y la muerte de varios miembros del gabinete con un bombazo, gobiernos autoritarios, crisis financieras y una permanente tensión con su vecino, Corea del Norte. Lo impactante es cómo cada una de esas crisis fue convertida en una plataforma transformadora. Su salida de la crisis financiera de 1997 es ilustrativa para nosotros porque ese país no sólo corrigió sus agregados fiscales como siempre ocurrió en situaciones similares en México, sino que modificó la estructura de toda la economía, obligando a sus grandes grupos industriales a competir abiertamente. El punto es que gobiernos fueron y vinieron, pero siempre hubo una claridad de visión de lo que era importante. Aprendieron de las crisis y dieron un salto hacia adelante.

En Corea, como en el resto de Asia, la corrupción ha sido un factor permanente de la vida económica y política, pero eso no le ha llevado a perder la claridad de rumbo, dejándola como algo menor en importancia. El proyecto económico comenzó imitando a los japoneses, pero luego se fue adaptando con sus propias estrategias. Cuando se alteraron los patrones comerciales, enfatizaron un cambio hacia la alta tecnología; cuando se presentó una crisis política, se movieron hacia un sistema democrático. Por supuesto que estas cosas no fueron lineales, automáticas o impolutas, pero una vista de pájaro revela una impactante claridad de rumbo. El resultado es visible en la forma de carreteras, puentes, universidades, complejos empresariales y, en general, en la vitalidad de sus ciudades y comunidades.

¿Qué avances ha tenido Corea en su sistema educativo?

Por lo que toca a la educación, Corea construyó uno de los sistemas más competitivos y a la vez demandantes del mundo. Los estudiantes tienen que aprobar exámenes brutalmente difíciles para entrar a la universidad y ese paso determina sus oportunidades y futuro en la vida. El comportamiento de los alumnos coreanos –allá y en todo el mundo en que se hayan, incluido México- se manifiesta en una dedicación absoluta al estudio. ¿Les permitirá eso trascender los límites actuales de la ciencia y la tecnología como aspiran? El tiempo dirá. Hace años, cuando los japoneses parecían a punto de dominar al mundo, la revista Economist hizo un análisis sobre el potencial del sistema educativo, científico y tecnológico japonés para superar al estadounidense. Su conclusión, sorpresiva, fue que la intensidad de la educación era insuficiente para remontar la creatividad que permite el sistema de educación liberal norteamericano.

No se en qué medida siga siendo válida esa conclusión, pero Corea se encuentra ante esa tesitura. ¿Cómo reproducir la capacidad estadounidense de propiciar startups, empresas tecnológicas susceptibles de transformar economías enteras, como fue el caso de Microsoft, Facebook y Google? Nadie más ha resuelto el enigma, pero lo que destaca de Corea es que se encuentra en el mismo debate que Francia, Alemania y Japón. Impresionante para una nación que hace medio siglo era un país rural con un PIB per cápita de la mitad del nuestro. Todo eso me remite inexorablemente a la CETEG, la CNTE y otras manifestaciones ejemplares de nuestro sistema educativo. Un abismo de diferencia.

¿Cuál es el reto hoy para Corea?

Los debates actuales en Corea se dividen en dos: los geopolíticos y los relativos a su futuro económico, aunque con frecuencia son los mismos. A final de cuentas, es un país “sándwich” entre dos potencias: Estados Unidos, con una fuerte presencia militar en la zona limítrofe con Corea del Norte, y China. Un dicho frecuente allá es que “en una pelea entre ballenas, lo que se rompe es la espalda del camarón”. China se ha convertido en su principal socio comercial y los coreanos han aprendido a operar con sus dos contrapartes de manera exitosa. Ahora buscan un TLC con China y se han sumado al nuevo banco asiático para la infraestructura, promovido por los chinos. No deja de impactar que, a pesar de la complejidad de su geografía, han sabido lograr lo importante. Algo de eso podríamos aprender.

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=69310&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=69310

El viejo autoritarismo

Luis Rubio

En términos generales, ¿en qué etapa colocarías al avance de nuestra democracia?

La reciente elección ilustró, una vez más, una de las grandes paradojas que nos caracterizan. El país ha dado extraordinarios pasos en materia electoral pero, sin embargo, no cesan los conflictos, las injurias y, sobre todo la desconfianza. Aunque diversos partidos y, ahora, candidatos independientes, participan activamente, persiste en una buena parte del electorado -y en demasiados partidos y candidatos- la noción de que una elección es legítima cuando yo gano pero no cuando pierdo. ¿Qué nos dice esto del país, de nuestra política y de nuestra capacidad para trascender esa fuente permanente de conflicto e ilegitimidad?

El asunto no es nuevo. El sistema político actual representa una evolución del viejo sistema priista; más que un cambio de régimen, lo que ocurrió en las décadas pasadas es que pasamos de un régimen de partido único a uno de tres partidos con los mismos privilegios y prerrogativas que antes el PRI gozaba en exclusivo. Sin embargo, la primera paradoja es que esos tres partidos han venido perdiendo terreno ante el incontenible crecimiento de opciones partidistas, muchas de ellas patéticas. De esta forma, aunque es extraordinariamente difícil crear (y preservar) un partido nuevo, éstos no dejan de proliferar. El financiamiento que acompaña a los partidos con registro explica esta segunda paradoja, pero no deja de ser significativo que sea tan difícil preservar el registro, como si se tratara de un mecanismo diseñado para proteger a un oligopolio. De lo que no hay duda es que el sistema partidista-electoral mantiene una distancia respecto a la ciudadanía, protege a los partidos y al gobierno de la población y mantiene la cultura autoritaria de donde surgió el sistema desde el principio.

¿Es esto una condición normal o predecible de la transición democrática?
El contraste con naciones al sur del continente es sugerente. Mientras que en muchos de esos países hubo regímenes dictatoriales muy represivos, en México el sistema priista logró la estabilidad sin recurrir a la represión, más que de manera excepcional. Su preferencia por el control y la cooptación le confirieron a México una larga era de progreso. Sin embargo, cuando aquellas naciones se democratizaron, sus ciudadanos podían distinguir con nitidez el nuevo régimen del anterior. El contraste era blanco y negro: nadie tenía duda que un régimen civil era distinto a uno autoritario. Esa distinción en México nunca fue posible: el régimen priista era autoritario y su cultura y legado se han preservado, no sólo en el PRI y sus derivados sino incluso entre los panistas que tanto denunciaron al régimen del PRI. El punto nodal es que el autoritarismo sigue siendo una característica observable en la forma en que los partidos eligen candidatos, reconocen o rechazan un resultado electoral y, quizá más que nada, en la distancia que existe entre ciudadanos y gobernantes.

¿Cuál es el conflicto de un régimen con esas características en el mundo actual?
El autoritarismo funciona mientras la población se somete y acepta el control, es decir, en tanto éste es percibido como legítimo; la ira contra la corrupción muestra que esa legitimidad ya no existe, lo que hace insostenible a un sistema autoritario. Los comicios recientes evidenciaron que la población ha aprendido a emplear su voto para premiar y castigar; no desperdicia su hartazgo sino que lo canaliza. El sólo hecho que los tres partidos grandes vayan perdiendo representatividad es extraordinariamente revelador. El autoritarismo mexicano podrá estar profundamente enraizado en la sociedad y en su forma de actuar y proceder, pero ha perdido toda legitimidad.

¿Qué señales manda esta situación para el corto plazo?
Esta realidad nos pone directamente en la línea de la sucesión para el 2018. Dentro del gobierno se respira un ambiente de los viejos tiempos, anticipando un dedazo a la usanza del viejo PRI. Lo contrario es perceptible en el PRI legislativo y, mucho más claramente, en el de los gobernadores. En la medida en que el presidente mantenga a su equipo intacto, es anticipable un choque de trenes. En sentido contrario, en la medida en que se den cambios y se constituya un abanico de potenciales candidatos por parte del partido del presidente, la probabilidadde conflagración interna disminuiría. La forma en que el PRI resuelva (o no) sus dilemas marcará la pauta para el resto.
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> Cada uno de los partidos de oposición experimenta su propio proceso y crisis. Algunos pre-candidatos son obvios, otros disputan presidencias partidistas y candidaturas. Algo particularmente prominente es la aparición de una nueva “especie” política: la de los pre-candidatos cuya característica es ser ex-priistas. Hoy no parece remota la posibilidad de que la contienda del 2018 sea entre puros priistas y ex-priistas, bajo distintas denominaciones partidistas o independientes.

¿Qué nos diría un escenario así?
El monopolio del poder que ejerció el PRI por tantas décadas procreó una clase política dotada de habilidades en el manejo del poder, circunstancia de la que quedaron abstraídos los otros partidos, lo que echa luz al menos a parte de la debacle panista. Esto explica la presencia de tantos cuadros originados en el PRI en la palestra pública. La pregunta crucial es si alguno de esos potenciales candidatos y partidos tendrían la capacidad y visión para proponer una reforma al poder que transformara al país en su esencia. Si el autoritarismo de antaño ya no funciona, ¿con qué lo reemplazarían los probables candidatos? En la interacción entre las propuestas y coaliciones que construyan esos individuos y lo que ocurra dentro del gobierno y del PRI quedará determinado el futuro y viabilidad de la política mexicana.

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=68820&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=68820

Miedos y parálisis política

Luis Rubio

¿Qué tan importante es evaluar la capacidad de diagnóstico en las acciones de gobierno?

Concluida la conferencia de Versalles al término de la Primera Guerra Mundial, el primer ministro francés, Clemenceau, se subió a su automóvil  y, de pronto, el joven anarquista Emile Cottin comenzó a dispararle, una bala hiriéndole cerca del corazón. Cottin fue aprehendido y el fiscal demandó la pena capital. Sin embargo, el primer ministro intervino: «Acabamos de terminar la guerra más terrible de la historia, y ahora resulta que aquí tenemos un francés que yerra seis de siete veces… este joven debe ser castigado por el negligente uso de un arma de fuego y por tan pobre puntería». Paso seguido, recomendó ocho años en prisión «acompañados de un intenso entrenamiento en tiro al blanco».  Sirva esta anécdota para introducir un asunto que me preocupa desde hace mucho tiempo: ¿habrá puntería en el diagnóstico sobre temas cruciales como las revueltas de los profesores a través de la CNTE o las protestas de los empresarios por la necesaria apertura de la economía?

Es poco probable que un gobierno logre sus objetivos si la premisa que anima sus acciones o respuestas es errada. En el caso de las interminables marchas y protestas de la CNTE el gobierno lidia con las consecuencias de las estructuras corporativistas de antaño que en alguna época fueron funcionales para la estabilidad política pero hoy son terriblemente disruptivas. El conflicto actual, centrado en el asunto de la evaluación de los maestros, debe separarse en dos facetas: por un lado el enorme poder que ha construido la Coordinadora a partir del control del sistema educativo en Oaxaca, donde la organización sindical decide hasta qué escuelas privadas ameritan reconocimiento oficial. Esa base de poder constituía un desafío monumental, como tiende a ocurrir con soluciones coyunturales que luego entrañan graves consecuencias y por eso es tan importante la toma de control del Instituto Educativo local.

Hay otra faceta en el caso específico de la evaluación de los maestros que me parece es ampliamente ignorada pero no por eso menos simple y relevante: los maestros pueden apoyar o despreciar a sus líderes sindicales, pero muchos, quizá la mayoría, tienen un profundo temor de salir reprobados de la evaluación. El énfasis en la retórica de los líderes de la CNTE está precisamente en eso: en qué pasa si no aprueban el examen la tercera vez. El miedo es un poderoso aliado de la corrupción.

¿En qué otros ámbitos se presenta este rechazo al cambio?
El sistemático rechazo de las cámaras empresariales a cualquier desregulación o apertura es igualmente sugerente. A lo largo de los últimas décadas ha habido varios intentos por racionalizar la estructura arancelaria para las importaciones, simplificar la importación de mercancías que desean realizar personas en lo individual y empresas pequeñas o, simplemente, someter a la competencia a diversas actividades del sector industrial tradicional, ese que emplea a mucha gente pero que le resta productividad a la economía en su conjunto.  La respuesta empresarial ha sido sistemática, iracunda y tan visceral como la de la CNTE, aunque sus medios sean distintos. La oposición a cualquier cambio es absoluta. La pregunta es por qué.

Algunos empresarios simplemente protegen sus cotos de caza; sin embargo, también es obvio que el factor miedo domina mucho de la respuesta empresarial. El empresario prototípico no es una empresa grande, bien capitalizada y encabezada por una persona conocedora del entorno internacional sino, típicamente, una empresa mediana o pequeña que se dedica a hacer lo posible por preservar su mercado y sobrevivir. Algunos son exitosos, otros menos, pero la mayoría navega en un entorno cuyas reglas se establecieron hace décadas bajo el cartabón de la substitución de importaciones o, más recientemente, en el contexto de la economía informal. Las medianas en el ámbito industrial tienden a ser más cercanas a la primera descripción, las de servicios a la segunda. El punto de fondo es que prácticamente ninguna de esas empresas se ha enfocado a especializarse, elevar su productividad o desarrollar productos susceptibles de competir exitosamente en un mercado abierto. Las pocas que han desarrollado capacidad tecnológica propia tienden a estar sub capitalizadas y enfrentan enormes barreras para acceder al crédito o a los mercados internacionales.

¿Por qué se presentan este tipo de reacciones?
En este entorno, es evidente el miedo que genera cualquier intento por modificar las reglas del juego. La gente típicamente se aferra a lo que conoce y no quiere cambiar; el temor a lo desconocido puede ser devastador. Lo mismo es cierto para quienes gozan de algún privilegio producto de subsidios o aranceles y temen perderlo o quienes, simple y llanamente, observan el ámbito de la economía más competida y temen fracasar en un entorno desconocido y para el cual no tienen preparación alguna.
La situación de maestros y empresarios es, a final de cuentas, similar. La mayoría de los empresarios, así sean pequeños o medianos, probablemente no imaginarían que tienen algo muy poderoso en común con quienes apoyan (o se ven arrollados por) la CNTE.
Aung San Suu Kyi, la líder de la oposición en Myanmar afirmó alguna vez que «no es el poder que corrompe sino el miedo. El miedo de perder corrompe a quienes lo ostentan, y el miedo de ser rebasado por el poder corrompe a quienes son sujetos de éste». El miedo es mal consejero porque impide avanzar, pero es esencial que el gobierno comprenda que la motivación de quienes disputan un cambio muchas veces se origina en factores mucho más atendibles de lo aparente.

Leer el artículo publicado en Reforma

Reformar el poder

Luiis Rubio

¿Cómo es la relación con el poder en México?

El periodista Alexander Woollcott cuenta que le preguntó a Chesterton sobre su visión de la diferencia entre poder y autoridad. «Si un rinoceronte fuera a entrar a este restaurante en este momento, nadie podría negar que de súbito adquiriría un enorme poder. Pero yo sería el primero en levantarme para asegurarle que no tiene ninguna autoridad». Así es la relación del gobierno con los mexicanos: mucho poder pero poca autoridad. La autoridad se gana en las urnas y, luego, en el ejercicio cotidiano de la función gubernamental.

En México, llevamos décadas de pobre desempeño gubernamental producto, en buena medida, de un sistema de gobierno que ha dado de sí y que ya no satisface los requerimientos de un país tan grande, diverso y conectado al mundo. En lugar de resolver los problemas, hemos buscado subterfugios para no hacerlo o, en contadas excepciones, adoptado mecanismos para aislar determinados asuntos (como la inversión del exterior) de la naturaleza errática de nuestros gobernantes. Esos instrumentos han permitido navegar a través de los problemas cotidianos, pero le impiden al país dar el «gran paso» hacia un nuevo estadio de desarrollo.

¿Por qué a pesar de reformas diveras, no se ha dado ense gran paso?

 Ilustrativo del problema es el hecho que llevamos más de 40 años reformando diversos aspectos de la vida nacional pero no hemos logrado resolver el corazón de la problemática. Con esta afirmación no pretendo menospreciar las reformas que se han emprendido desde los 80, negar los extraordinarios avances que se han logrado o ignorar la dificultad de enfrentar problemas ancestrales e intereses intrincados. El planteamiento es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique la estructura de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar del sistema político.

Para comenzar, el sistema fue concebido, construido y administrado desde la lógica de un poder concentrado, en control pleno del país y con disposición a emplear la fuerza para acallar cualquier disidencia, así fuera esto excepcional. Esa caracterización del sistema fue válida por unas cuantas décadas a partir de la creación del PNR en 1929, pero su propio éxito la fue alterando. 85 años después, la sociedad mexicana en nada se parece a la de entonces: su tamaño, diversidad, conocimientos, conexiones internacionales y dispersión geográfica son radicalmente distintos.

¿Cuál es el riesgo de que no suceda esa transformación del sistema?

El problema no es que el país se pudiera desquiciar de un momento a otro, sino que no logra salir de su letargo, por más que se han hecho intentos de la más diversa índole: reformas económicas y políticas, alternancia de partidos en el poder, adopción de mecanismos externos para conferir garantías y nombramiento de funcionarios ciudadanos o de partidos diversos a funciones sensibles. El paso del PAN por la presidencia o del PRD por el DF son ejemplos convincentes de que el sistema perdura independientemente de quien esté nominalmente a cargo. En esta circunstancia, no es casualidad que los enfoques cambian pero los problemas permanecen. El gobierno que prometía eficacia con un convincente historial de desempeño se atoró a la primera de cambios porque no existen los mecanismos idóneos para que interactúe la presidencia con los partidos políticos y los gobernadores pero, sobre todo, con la ciudadanía.

Una reforma del poder sólo funcionaría si es resultado de una negociación que no sólo involucre a las partes relevantes, sino también –y, principalmente- a la ciudadanía. Es decir, para que goce tanto de legitimidad como de defensores a lo largo y ancho del país requeriría de un sustento virtualmente universal. En una palabra, tendría que ser fundacional.

¿Cuál es la visión necesaria para este tipo de reforma?

Hace algunos meses un político de la (muy) vieja guardia hacía una reflexión que podría orientar la discusión respectiva. Su punto de foco era la ausencia de un sentido claro de lo que podría llamarse el «interés nacional» para fines del desarrollo. Afirmó que por muchas décadas hasta los setenta existió la llamada «secretaría de la presidencia» que tenía funciones de planeación y presupuesto, pero también de confección de leyes. El director jurídico de aquella entidad operaba como abogado de la nación, en el sentido que velaba por el conjunto. Aunque se trataba de la era monopartidista, el concepto que describía era significativo: cuando se desmantela esa secretaría,la función del director jurídico pasó a la casa presidencial y, con ello, cambió radicalmente. Mientras que antes veía al conjunto y procuraba fomentar estructuras institucionales sólidas, ahora pasó a ser el defensor de los intereses y asuntos del presidente. El fenómeno se exacerbó en la medida en que la sociedad se hizo más compleja y aparecieron partidos de oposición que se negaron a aceptar que la visión presidencial equivalía a la de la nación.

El mensaje del político era muy simple: los problemas son cada vez más complejos y no se pueden resolver con medidas parciales; urge pensar en grande, construir una nueva plataforma institucional que atienda y resuelva los temas medulares que el país enfrenta y que son fuente de eterno conflicto: desde lo electoral hasta el funcionamiento del poder legislativo, la corrupción y la tortura. Es decir, lo imperativo es construir la estructura institucional del siglo XXII, dando un salto cuántico que permita olvidar las rencillas de hoy y  haga posible la consolidación de un país moderno que crece, cuida a su población y aprecia a su gobierno.

La sucesión de liderazgos que necesita México

América Economía – Luis Rubio

Ninguno de los males que nos aqueja en la actualidad es especialmente reciente. Desde hace siglos, los mexicanos conocemos de la corrupción, la criminalidad, las malas prácticas de gobierno, el mal uso de los recursos públicos y la propensión de diversas comunidades, sobre todo en ciertas regiones, a levantarse e imponer su voluntad. Si uno da por buenas estas afirmaciones, hay al menos dos preguntas que me parecerían pertinentes: primero, ¿qué hizo que todo esto generara una crisis en este momento? Segundo, si todo esto es conocido, ¿por qué no se ha resuelto? En otras palabras, ¿cómo es posible que en meses recientes se hayan juntado tantas cosas y no parezca haber salida alguna, circunstancia que inevitablemente tiende a atizar la conflictividad e incrementar la sensación de vulnerabilidad y crisis?
Llevo meses ponderando estos temas y meditando sobre el por qué, pero sobre todo cómo se podría resolver. Un intercambio reciente en España me hizo ver otra faceta de esta disquisición. España comenzó el siglo XX como un país subdesarrollado, desordenado, propenso a gobiernos duros; un país que expulsaba a mucha de su mejor gente. Sin embargo, al final de ese siglo, España se había transformado: un país ordenado, democrático, plenamente integrado a Europa y con una infraestructura, tanto en calidad como cantidad que no deja de impresionar. En España la combinación de liderazgo, circunstancia y geografía permitió una extraordinaria transformación, que no estuvo libre de contratiempos ni en todo fue benigna.
El contraste entre España y México estos días difícilmente podría ser mayor. Aunque en ambas naciones la población ha vivido tiempos aciagos, sus respuestas han sido muy distintas. En México domina el desasosiego, la desazón, la reprobación del gobierno y el pesimismo. La economía crece muy modestamente y los problemas se multiplican por doquier. En España, la crisis económica de los últimos años ha sido sumamente severa, los salarios han caído no sólo en términos reales sino también nominales (muchos ganan menos euros que antes por el mismo trabajo), la economía apenas comienza a levantarse y hay gran efervescencia política.

Aunque hay similitudes, las diferencias son cruciales: en primer lugar, mientras que en México padecemos de un sistema de gobierno que no resuelve ni lo más elemental, como la seguridad de las personas, en España la calidad del gobierno es extraordinaria. Las policías funcionan, las calles no tienen baches, los impuestos se pagan y la gente respeta las reglas de tránsito. Por sobre todo, si bien la población española puede aplaudir o reprobar la gestión de cada gobierno en lo particular, lo esencial de la vida cotidiana funciona de manera normal gracias a una burocracia profesional. En sentido contrario, en México la administración cotidiana es indistinguible del gobierno porque las personas clave cambian cada que entra una nueva administración y sus criterios no son los de eficacia o bienestar sino de avance personal y grupal. En México padecemos un sistema de gobierno débil en tanto que en España existe un Estado fuerte que funciona al margen de la conflictividad político-legislativa que es inherente a la vida política cotidiana. El caso de la seguridad se hizo obvio esta semana.
Meditando sobre esto, llego a la conclusión de que en México estamos padeciendo un choque cultural, en tanto que el gran éxito de España en las últimas (muchas) décadas es producto de una transformación cultural. Me explico: me parece que mucho de lo que hoy vivimos en México se deriva de un choque frontal entre la realidad y las normas o marcos culturales que, como sociedad, nos caracterizan. Los problemas persisten; lo que ha cambiado es que hoy la información es ubicua.

 

Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país.

 

Aunque, por ejemplo, sería deseable contar con mucha mejor información sobre la asignación de recursos, lo relevante es que hoy es imposible mantener oculta la información. La falta de formalización de la transparencia gubernamental tiene el perverso efecto de generar rumores y especulaciones que la tecnología (las redes sociales) magnifica y hace ubicuos.  Mucho de lo que estamos viviendo tiene su origen en el brutal contraste entre el discurso y la realidad, las expectativas que la cultura política ha plasmado tanto en el inconsciente colectivo como en la constitución, y la evidencia de desorden y deterioro de la vida diaria. Ese choque cultural ha servido de justificación para la permanencia de la economía informal y el cierre de carreteras, la ausencia de policías eficaces y la corrupción gubernamental. También para que la gente se ría del escape del Chapo.

España se modernizó y logró una cabal transformación cultural. El respeto a la autoridad es impresionante, igual que la calidad de cosas que parecerían tan nimias como el pavimento de las calles. Pero el respeto a la autoridad no se traduce en respeto al gobierno o gobernante: lo primero habla de la calidad del Estado, lo segundo de la administración del momento. Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país. Pero la clave reside en que estaban acotados por una burocracia profesional. Por ahí habría que comenzar: no es un tema de dinero, sino de actitud: la actitud de la civilización.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-sucesion-de-liderazgos-que-necesita-mexico

La política de la falta de crecimiento

FORBES – Luis Rubio

LA INCAPACIDAD DE LA ECONOMÍA MEXICANA DE LOGRAR ALTAS TASAS DE CRECIMIENTO ha sido tema de controversia desde hace décadas. De hecho, al menos desde los setenta, no ha habido gobierno alguno que no haya emprendido alguna iniciativa orientada a estimular el crecimiento. Unos lo hicieron con gasto gubernamental financiado con deuda, otros con ambiciosas reformas y algunos más con una administración financiera estable y confiable. Aunque ha habido algunos años buenos, es patente el hecho de que el crecimiento ha sido sensiblemente inferior a las necesidades del país y a lo que los economistas estiman como factible. Este año, por ejemplo, las dos fuentes principales de crecimiento serán las exportaciones y el consumo interno, ambos producto de la economía estadounidense a través de las remesas que envían los mexicanos residentes allá y de las importaciones que realizan de fabricantes nacionales.

Hay un sinnúmero de diagnósticos que pretenden explicar el fenómeno. Unos enfatizan problemas de seguridad e infraestructura, otros argumentan la ausencia de Estado de derecho y de capacidad de hacer cumplir los contratos. No tengo duda que todos esos diagnósticos son parte del problema, pero me parece que hay un problema más profundo que explica al conjunto de una manera más convincente. Si uno observa el hecho de que la inversión del exterior crece a tasas sensiblemente superiores a la inversión nacional, no es difícil explicar porqué: mientras que la inversión del exterior goza de garantías legales sólidas gracias al TLC, la nacional es sumamente dependiente del humor del gobierno en turno. El hecho de que un gobierno tenga capacidad de influir constituye un factor sumamente obvio de que hay algo que está mal.

Mi impresión es que el problema de fondo que padecemos es que el país viene de una era en que el gobierno se constituyó a partir de un movimiento revolucionario y no ha dejado de actuar como tal. Es decir, a diferencia de los gobiernos que emanan de la sociedad o que pretenden responder a sus demandas y necesidades, el nuestro proviene del grupo que ganó la justa revolucionaria y que nunca se sintió obligado ante la población. Fidel Velázquez, el legendario líder obrero, afirmó en alguna ocasión que el gobierno “llegó por las armas y por las armas tendrán que quitarlo”. El punto es que nuestro sistema de gobierno no ha evolucionado hacia la democracia o la búsqueda de formas que le permitan profesionalizarse. Si uno observa la forma en que las reglas del juego (las reales, no las que están en las leyes y reglamentos) se modifican cada que entra una nueva administración, es difícil no concluir que existe un problema fundamental de falta de institucionalidad en la estructura gubernamental.

El problema se ha agudizado en la medida en que el sistema se modificó a partir de los noventa cuando la primera gran reforma electoral llevó a que el sistema unipartidista pasara a ser de tres partidos. Es decir, la democracia mexicana ha dado importantes pasos en materia electoral, pero nunca abrió el sistema en términos de poder. Lo que las diversas reformas electorales a partir de 1996 hicieron fue abrir el sistema a dos nuevos actores, el PAN y el PRD, pero sin alterar la estructura del poder en la sociedad mexicana. Esto no es bueno ni malo, excepto que, fuera de incorporar a esos partidos en la estructura de poder, no mejoró la calidad del gobierno o la legitimidad del sistema. El hecho de que el crecimiento de la economía no haya mejorado lo dice todo.

El problema de fondo es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique el sistema de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar (o no funcionar) de nuestro sistema político. El problema del poder se manifiesta de diversas maneras: en la conflictividad permanente, en la pésima calidad de la gobernanza que caracteriza igual al gobierno federal que al de los estados y municipios, en la falta de continuidad de las políticas públicas, en la inseguridad y la ausencia de un sistema judicial que resuelva los problemas cotidianos.

El problema es obvio y se manifiesta en los diagnósticos que se discuten en la arena pública, pero sólo se resolverá en la medida en que la sociedad obligue a los políticos a responder o que surja un liderazgo capaz de iniciar una construcción institucional moderna y funcional. Las elecciones recientes fueron un buen principio, pero el reto es enorme.

www.cidac.org

@lrubiof

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Choque cultural

Luis Rubio
¿Cómo explicar la crisis actual?
Ninguno de los males que nos aqueja en la actualidad es especialmente reciente. Desde hace siglos, los mexicanos conocemos de la corrupción, la criminalidad, las malas prácticas de gobierno, el mal uso de los recursos públicos y la propensión de diversas comunidades, sobre todo en ciertas regiones, a levantarse e imponer su voluntad. Si uno da por buenas estas afirmaciones, hay al menos dos preguntas que me parecerían pertinentes: primero, ¿qué hizo que todo esto generara una crisis en este momento? Segundo, si todo esto es conocido, ¿por qué no se ha resuelto? En otras palabras, ¿cómo es posible que en meses recientes se hayan juntado tantas cosas y no parezca haber salida alguna, circunstancia que inevitablemente tiende a atizar la conflictividad e incrementar la sensación de vulnerabilidad y crisis?
Llevo meses ponderando estos temas y meditando sobre el por qué, pero sobre todo cómo se podría resolver. Un intercambio reciente en España me hizo ver otra faceta de esta disquisición. España comenzó el siglo XX como un país subdesarrollado, desordenado, propenso a gobiernos duros; un país que expulsaba a mucha de su mejor gente. Sin embargo, al final de ese siglo, España se había transformado: un país ordenado, democrático, plenamente integrado a Europa y con una infraestructura, tanto en calidad como cantidad que no deja de impresionar. En España la combinación de liderazgo, circunstancia y geografía permitió una extraordinaria transformación, que no estuvo libre de contratiempos ni en todo fue benigna.
¿En qué se distingue nuestro caso al de España?
El contraste entre España y México estos días difícilmente podría ser mayor. Aunque en ambas naciones la población ha vivido tiempos aciagos, sus respuestas han sido muy distintas. En México domina el desasosiego, la desazón, la reprobación del gobierno y el pesimismo. La economía crece muy modestamente y los problemas se multiplican por doquier. En España, la crisis económica de los últimos años ha sido sumamente severa, los salarios han caído no sólo en términos reales sino también nominales (muchos ganan menos euros que antes por el mismo trabajo), la economía apenas comienza a levantarse y hay gran efervescencia política.
Aunque hay similitudes, las diferencias son cruciales: en primer lugar, mientras que en México padecemos de un sistema de gobierno que no resuelve ni lo más elemental, como la seguridad de las personas, en España la calidad del gobierno es extraordinaria. Las policías funcionan, las calles no tienen baches, los impuestos se pagan y la gente respeta las reglas de tránsito. Por sobre todo, si bien la población española puede aplaudir o reprobar la gestión de cada gobierno en lo particular, lo esencial de la vida cotidiana funciona de manera normal gracias a una burocracia profesional. En sentido contrario, en México la administración cotidiana es indistinguible del gobierno porque las personas clave cambian cada que entra una nueva administración y sus criterios no son los de eficacia o bienestar sino de avance personal y grupal. En México padecemos un sistema de gobierno débil en tanto que en España existe un Estado fuerte que funciona al margen de la conflictividad político-legislativa que es inherente a la vida política cotidiana. El caso de la seguridad se hizo obvio esta semana.
¿A qué te refieres con el choque cultural?
Meditando sobre esto, llego a la conclusión de que en México estamos padeciendo un choque cultural, en tanto que el gran éxito de España en las últimas (muchas) décadas es producto de una transformación cultural. Me explico: me parece que mucho de lo que hoy vivimos en México se deriva de un choque frontal entre la realidad y las normas o marcos culturales que, como sociedad, nos caracterizan. Los problemas persisten; lo que ha cambiado es que hoy la información es ubicua.
Aunque, por ejemplo, sería deseable contar con mucha mejor información sobre la asignación de recursos, lo relevante es que hoy es imposible mantener oculta la información. La falta de formalización de la transparencia gubernamental tiene el perverso efecto de generar rumores y especulaciones que la tecnología (las redes sociales) magnifica y hace ubicuos.  Mucho de lo que estamos viviendo tiene su origen en el brutal contraste entre el discurso y la realidad, las expectativas que la cultura política ha plasmado tanto en el inconsciente colectivo como en la constitución, y la evidencia de desorden y deterioro de la vida diaria. Ese choque cultural ha servido de justificación para la permanencia de la economía informal y el cierre de carreteras, la ausencia de policías eficaces y la corrupción gubernamental. También para que la gente se ría del escape del Chapo.
¿Qué lección podríamos tomar de la experiencia española en este sentido?
España se modernizó y logró una cabal transformación cultural. El respeto a la autoridad es impresionante, igual que la calidad de cosas que parecerían tan nimias como el pavimento de las calles. Pero el respeto a la autoridad no se traduce en respeto al gobierno o gobernante: lo primero habla de la calidad del Estado, lo segundo de la administración del momento. Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país. Pero la clave reside en que estaban acotados por una burocracia profesional. Por ahí habría que comenzar: no es un tema de dinero sino de actitud: la actitud de la civilización.