FORBES – Luis Rubio
LA INCAPACIDAD DE LA ECONOMÍA MEXICANA DE LOGRAR ALTAS TASAS DE CRECIMIENTO ha sido tema de controversia desde hace décadas. De hecho, al menos desde los setenta, no ha habido gobierno alguno que no haya emprendido alguna iniciativa orientada a estimular el crecimiento. Unos lo hicieron con gasto gubernamental financiado con deuda, otros con ambiciosas reformas y algunos más con una administración financiera estable y confiable. Aunque ha habido algunos años buenos, es patente el hecho de que el crecimiento ha sido sensiblemente inferior a las necesidades del país y a lo que los economistas estiman como factible. Este año, por ejemplo, las dos fuentes principales de crecimiento serán las exportaciones y el consumo interno, ambos producto de la economía estadounidense a través de las remesas que envían los mexicanos residentes allá y de las importaciones que realizan de fabricantes nacionales.
Hay un sinnúmero de diagnósticos que pretenden explicar el fenómeno. Unos enfatizan problemas de seguridad e infraestructura, otros argumentan la ausencia de Estado de derecho y de capacidad de hacer cumplir los contratos. No tengo duda que todos esos diagnósticos son parte del problema, pero me parece que hay un problema más profundo que explica al conjunto de una manera más convincente. Si uno observa el hecho de que la inversión del exterior crece a tasas sensiblemente superiores a la inversión nacional, no es difícil explicar porqué: mientras que la inversión del exterior goza de garantías legales sólidas gracias al TLC, la nacional es sumamente dependiente del humor del gobierno en turno. El hecho de que un gobierno tenga capacidad de influir constituye un factor sumamente obvio de que hay algo que está mal.
Mi impresión es que el problema de fondo que padecemos es que el país viene de una era en que el gobierno se constituyó a partir de un movimiento revolucionario y no ha dejado de actuar como tal. Es decir, a diferencia de los gobiernos que emanan de la sociedad o que pretenden responder a sus demandas y necesidades, el nuestro proviene del grupo que ganó la justa revolucionaria y que nunca se sintió obligado ante la población. Fidel Velázquez, el legendario líder obrero, afirmó en alguna ocasión que el gobierno “llegó por las armas y por las armas tendrán que quitarlo”. El punto es que nuestro sistema de gobierno no ha evolucionado hacia la democracia o la búsqueda de formas que le permitan profesionalizarse. Si uno observa la forma en que las reglas del juego (las reales, no las que están en las leyes y reglamentos) se modifican cada que entra una nueva administración, es difícil no concluir que existe un problema fundamental de falta de institucionalidad en la estructura gubernamental.
El problema se ha agudizado en la medida en que el sistema se modificó a partir de los noventa cuando la primera gran reforma electoral llevó a que el sistema unipartidista pasara a ser de tres partidos. Es decir, la democracia mexicana ha dado importantes pasos en materia electoral, pero nunca abrió el sistema en términos de poder. Lo que las diversas reformas electorales a partir de 1996 hicieron fue abrir el sistema a dos nuevos actores, el PAN y el PRD, pero sin alterar la estructura del poder en la sociedad mexicana. Esto no es bueno ni malo, excepto que, fuera de incorporar a esos partidos en la estructura de poder, no mejoró la calidad del gobierno o la legitimidad del sistema. El hecho de que el crecimiento de la economía no haya mejorado lo dice todo.
El problema de fondo es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique el sistema de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar (o no funcionar) de nuestro sistema político. El problema del poder se manifiesta de diversas maneras: en la conflictividad permanente, en la pésima calidad de la gobernanza que caracteriza igual al gobierno federal que al de los estados y municipios, en la falta de continuidad de las políticas públicas, en la inseguridad y la ausencia de un sistema judicial que resuelva los problemas cotidianos.
El problema es obvio y se manifiesta en los diagnósticos que se discuten en la arena pública, pero sólo se resolverá en la medida en que la sociedad obligue a los políticos a responder o que surja un liderazgo capaz de iniciar una construcción institucional moderna y funcional. Las elecciones recientes fueron un buen principio, pero el reto es enorme.
@lrubiof
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