La desigualdad no es el problema

Luis Rubio

En el mundo actual no hay asunto más divisivo y politizado que la desigualdad. La desigualdad ha provisto interminable gasolina retórica a políticos y activistas, convertido a  Piketty en una celebridad internacional y desatado innumerables movimientos de “ocupación” en el mundo. Lo que no es obvio es que el énfasis en la desigualdad resuelva el problema.

Nadie puede disputar el hecho de que hay desigualdad pero el problema de esencia es la pobreza, no la desigualdad. “Los pobres sufren porque no tienen lo necesario, dice Harry Frankfurt, no porque otros tengan más y algunos demasiado”. ¿Por qué entonces no preocuparnos más por los pobres que por los ricos?

William Watson argumenta que enfocarse en la desigualdad constituye un error, pero sobre todo una trampa: un error porque la desigualdad es la consecuencia de recompensar la creación de riqueza, la innovación, el ahorro y la creatividad. Pero es una trampa porque nos lleva a obsesionarnos con la cima de la distribución del ingreso en lugar de fijarnos en quienes se encuentran en el fondo de la pirámide. En otras palabras, combatir la desigualdad –y, por lo tanto, el capitalismo- llevaría a un empobrecimiento generalizado sin jamás disminuir la desigualdad*.

La desigualdad es un efecto del sistema económico que premia y recompensa la creatividad y la innovación, inevitablemente generando diferencias de ingreso en el proceso. El problema en países como México es que hay otros elementos que impactan el resultado y que nos diferencian de sociedades que, aunque con altos niveles de desigualdad, no tienen pobreza. Por ejemplo, el uso político del sistema educativo (creado menos para enseñar que para controlar a la población) ha tenido la consecuencia de sesgar el resultado, creando una población mayoritaria con poca capacidad de desarrollarse en la economía moderna y una minoría que cuenta con infinitas posibilidades de asir oportunidades. Lo mismo se puede decir de las concesiones gubernamentales que favorecen la concentración sobre la competencia o los sistemas de permisos (como los de importación) que son fuente interminable de corrupción. Si a eso se agrega una total impunidad, los ingredientes de la pobreza y desigualdad acaban siendo incontenibles.

Si uno sólo quiere ver la desigualdad y se atora ahí, la solución se torna evidente. Igual que con el proverbial ejemplo del señor que, por tener un martillo en la mano cree que todo lo que hay que hacer es meter clavos en la pared, quienes se obsesionan con la desigualdad realmente tienen una agenda más profunda y relevante, que es la de minar el capitalismo y acumular más fondos para uso de la burocracia.

En la discusión sobre la desigualdad lo crucial es definir si se está hablando de un problema o de un instrumento. La desigualdad como instrumento retórico es sumamente útil para impulsar carreras políticas, pero no conduce a una solución del problema e, incluso, podría hacerla más difícil; la desigualdad como objetivo de la acción social y gubernamental obliga a definir prioridades que deben ser atendidas por la política pública.

Si uno observa los distintos momentos de los programas de combate a la pobreza que, desde los setenta, han sido bandera de sucesivos gobiernos, es clara la tensión entre estas dos formas de entender tanto a la pobreza como a la acción gubernamental. Programas desde IMSS-Coplamar hasta Solidaridad, y más recientemente Prospera, siguen una lógica política que, aunque sin duda procura atenuar la pobreza, tienen un claro sentido clientelar con fines electorales y de control político. Por su parte, programas como Progresa y Oportunidades seguían una lógica técnica sin beneficio clientelar o electoral. La pregunta se torna evidente: ¿instrumento político o problema a ser resuelto?

La desigualdad, sobre todo tan acusada como la que existe en México, tiene un origen complejo y no puede resolverse meramente con política fiscal. De hecho, la noción de elevar impuestos a unos para redistribuirlos a otros siempre ha tenido el resultado de disminuir el crecimiento (porque desincentiva la inversión) sin beneficiar a los más pobres, porque la burocracia no es eficiente en la distribución de esos beneficios y, quizá más importante, porque existe todo un entramado institucional que de hecho promueve la pobreza. El ejemplo de la reforma fiscal de hace dos años es por demás elocuente: afectó el consumo de los pobres y disminuyó la inversión de los ricos.

Atacar la pobreza es el gran reto del país y no hay muchas formas de hacerlo. La más obvia es logrando altas tasas de crecimiento económico en un contexto de mucho mayor competencia a la que estamos acostumbrados, en adición a un viraje radical en políticas públicas que son clave para los pobres, particularmente la educación. Para que esto se logre tenemos que avanzar en una dirección casi opuesta a la que ha caracterizado al país: tenemos que liberalizar más, hacer competitivo al sistema impositivo, crear condiciones que hagan atractiva la inversión productiva (comenzando por la ausencia de instituciones que contengan al poder político) y eliminar los sesgos que favorecen a ciertas personas, burocracias, empresas y grupos sobre otros. Una receta como esta podría preservar la desigualdad pero tendría el efecto de disminuir drásticamente la pobreza no con dádivas sino con oportunidades de empleo productivo.

Por supuesto, es más fácil vender la desigualdad como proyecto político, pero eso no resuelve nada.

*The Inequality Trap

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El cinismo como estrategia

Luis Rubio

«Cuando la gente deja de confiar en las instituciones o deja de sostener con firmeza valores universales, se vuelve fácil que acepte teorías conspirativas». Ese, dice Peter Pomerantsev* es el objetivo ulterior de la estrategia de propaganda y control del Kremlin: generar cinismo entre la población para que acepte el mando del gobierno. El cinismo acaba siendo un instrumento de control político.

En México el cinismo de la población es histórico. Aunque el reino del viejo sistema no tuvo la perversidad del soviético, los chistes y, en general, el cinismo, fueron mecanismos de defensa que la sociedad desarrolló frente al mal desempeño de la economía, la corrupción gubernamental y el abuso. Sin embargo, siempre ha habido un resquicio de inspiración soviética en el manejo de la información, que lleva a que florezcan las explicaciones conspirativas. Es fascinante observar la contradicción inherente a las protestas -antes y ahora- contra el presidencialismo: cómo las mismas organizaciones civiles que más presumen su autonomía acaban demandándole al presidente que haga, responda y resuelva.

Una de las grandes cualidades del viejo sistema político mexicano consistió en el equilibrio que generalmente se mantuvo entre el control y la libertad. Aunque sin duda se trataba de un sistema cargado hacia el control con el recurso eventual a medios autoritarios, los espacios de libertad personal también eran significativos. El contraste con las dictaduras militares y las sociedades totalitarias era brutal: no por casualidad siempre se habló del sistema (e infinidad de académicos así lo caracterizaron) como relativamente único o excepcional. Su gran defecto fue la ausencia de mecanismos de ajuste que permitiesen la flexibilidad necesaria para irse adaptando a tiempos cambiantes. Esa falta de capacidad de ajuste explica en buena medida la complejidad del momento que hoy vivimos.

Los sistemas totalitarios generaban lealtades producto del miedo, pero nunca repararon en el hecho que, al intentar controlarlo todo -todos los aspectos de la sociedad y la vida cotidiana-, esos mismos regímenes hicieron posible que cualquier cosa se convirtiera en una fuente de disenso. Vaclav Havel, el intelectual disidente y posterior presidente checo, convocó a la población a aprovechar ese ánimo de control y voltearlo: si el gobierno quería monopolizar toda la vida de la ciudadanía, ésta debía simplemente vivir «la verdad», ignorando las verdades oficiales.

Uno de los objetivos de la KGB, la organización de inteligencia y represión, consistía en manipular la información, la vida cotidiana y la economía: las cosas no podían «simplemente suceder»; tenían que ser producto de una decisión superior dedicada a manipular el devenir diario. Los mercados no podían ser libres; tenían que ser administrados. Las elecciones no podían ser impredecibles: tenían que ser decididas de antemano. Todo lo que no se controla es hostil. Con esa lógica, el gobierno ruso y sus satélites mantuvieron a la población a raya por décadas.

El sistema político mexicano aprendió mucho de aquellas prácticas y las superó en infinidad de casos, comenzando por uno muy simple: nunca cayó en la pretensión de controlarlo todo. Un día, luego de publicar un artículo que había molestado a un funcionario, me llamó el entonces secretario de gobernación. Como si fuésemos grandes amigos, me dijo como si fuera consejo, «en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco». La amenaza era clara, pero no equivalente al Gulag.

Lo que el sistema no aprendió fue a adaptarse: si bien logró contener movimientos disidentes cuando surgieron candidatos independientes en los cuarenta y cincuenta, la represión del movimiento estudiantil de 1968 marcó un fin y un principio. En lugar de capotear el temporal, el gobierno del momento lo interpretó como un desafío a su esencia y existencia y actuó en consecuencia. Cincuenta años después seguimos viviendo las consecuencias: no sólo se abandonó la razón de ser de cualquier gobierno, que es la de mantener el orden y la seguridad, sino que desapareció todo vestigio de civilidad.

¿Se podrá romper el círculo vicioso? La forma en que se han resuelto diversos aprietos en los últimos tiempos sugiere que es difícil. Vista en retrospectiva, la gran reforma electoral, la de 1996, acabó siendo un mecanismo de cooptación: en realidad no se abrió el sistema a la competencia sino que se incorporó a dos partidos adicionales al sistema de privilegios. En el congreso hoy hay enorme diversidad de representación, pero existe una multiplicidad de anécdotas que sugieren que el mecanismo de control y aprobación de legislación es el más viejo del mundo: el dinero bajo la mesa. Quizá por encima y con tarifas. Algunas decisiones de nombramientos han sido forzadas por la amenaza de movimientos y paros. O sea, por la fuerza.

Me parece que hay dos formas de romper el entuerto: una sería producto de un liderazgo que comprende los riesgos involucrados de seguir por la senda actual. La otra requeriría que las organizaciones de la sociedad civil maduren y desarrollen estrategias y coaliciones dedicadas a forzar el desarrollo de pesos y contrapesos que impidan el abuso y los excesos. No veo cómo va a cambiar la realidad pidiéndole acción a quien concentra el poder (por cierto, cada vez más complejo de ejercer) si lo que se busca es que haya contrapesos y transparencia. La alternativa es el cinismo.

*The Kremlin’s Information War, Journal of Democracy, Oct. 2015

 

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Consecuencias

 Luis Rubio

Sorprende que haya sorprendidos. En las últimas cinco décadas el país perdió todo sentido de dirección: cambió su estrategia de desarrollo económico, mantuvo el sistema de privilegios (cada vez más corrupto y visible) y, por encima de todo, minó su propia credibilidad al incorporar un sistema de creencias que lo socavaba desde dentro. Las preferencias electorales que comandan potenciales candidatos como AMLO, El Bronco y otros outsiders son consecuencia de lo que, con toda conciencia, se ha hecho –y decidido no hacer- en los últimos cincuenta años.

La hegemonía ideológica en una sociedad, la esencia del trabajo de Antonio Gramsci, se desarrolla, nutre y preserva a través de las instituciones que la sustentan. El viejo sistema político mexicano era excepcionalmente diestro para eso: alineó –y sometió- a todos los actores sociales e instrumentos gubernamentales para darle viabilidad al “nacionalismo revolucionario”, sobre el cual sustentó su hegemonía a lo largo de las décadas. Sin embargo, cuando el sistema entró en problemas en los sesenta, primero en lo económico y luego en lo político, perdió la brújula y, aunque se han hecho cosas extraordinariamente positivas, nunca la reencontró. Nunca emergió una nueva hegemonía.

Las sociedades estables tienen dos características complementarias. Primero, gozan de hegemonía ideológica porque coinciden las visiones que emanan del sistema educativo, los medios, prelados religiosos y el discurso político, empresarial y de la diversidad de entes sociales e intelectuales. Cuando desaparece esa coherencia y congruencia se pierde la credibilidad del sistema y desaparece el sustento del régimen socio político.

La otra característica se deriva de los resultados de la gestión gubernamental, que fortalece, o reduce, la credibilidad. Es obvio que es más fácil sostener la hegemonía de una sociedad próspera en la que todos sus integrantes se benefician y tienen un horizonte de progreso, que en una en la cual se vive de crisis en crisis. Corea goza de una gran solidez ideológica mientras que Venezuela se encuentra al borde de un estrepitoso colapso.

¿Qué hemos hecho en México? En los sesenta desapareció el sustento económico del régimen revolucionario. Desde ese momento hemos dado tumbos. En los setenta se destruyeron las fuentes de estabilidad económica y se incorporaron leyes y regulaciones que atentaban contra el desarrollo; en los ochenta y noventa se adoptó una nueva estrategia económica (de la cual hemos vivido los últimos veinte años) pero nunca se implementó de manera integral y cabal, lo que minó su propia viabilidad y, por lo tanto, credibilidad. En todo este proceso se ha favorecido a unos a costa del resto, provocando un profundo resentimiento social. Al mismo tiempo, se ha preservado la esencia del viejo régimen, haciendo del sistema de privilegios una enorme lacra social, con un creciente costo: según algunas estimaciones, la corrupción asciende hasta al 9% del PIB, en tanto que el impacto en términos de credibilidad y reputación (baste recordar momentos insignes como el de la #ladyProfeco o el de #LordMeLaPelas) es infinito. Las fuentes de desazón y enojo de la sociedad son obvias.

Lo paradójico en todas estas décadas es cómo han chocado los objetivos retóricos con las acciones concretas. El caso de la educación es paradigmático: si bien ésta se concibió como instrumento legitimador del gobierno revolucionario, hasta los sesenta mantuvo un equilibrio ideológico que era compatible con el desarrollo de una economía fundamentada en el empresariado. A partir de los setenta, el tenor cambió al punto que los niños de las siguientes generaciones sólo saben todo lo malo que es el capitalismo, esto a pesar de que las todas las reformas económicas posteriores fueron concebidas para apuntalarse en la inversión privada. Flagrante contradicción.

Todo esto generó una creciente tolerancia por la mediocridad, a la vez que la corrección política acabó por convertirse en mantra y límite absoluto a la libertad de expresión. Si a eso se le suma una sucesión de gobiernos fallidos, el rechazo al establishment político es absolutamente lógico. En una palabra, lo que vivimos es la consecuencia de acciones, decisiones y preferencias a lo largo de muchos años.

En este contexto, ¿quién apoya a López Obrador, El Bronco y otros potenciales “disidentes”? Todos aquellos que han crecido en una era de crisis, retórica abiertamente falaz y mentirosa y una creciente corrupción, dispendio e impunidad. ¿Por qué habrían de creer que las cosas van a mejorar si no mejoran ni se hacen las cosas que se prometen y que serían necesarias para que pudiera funcionar? No tengo duda que el obrero que trabaja en una planta que exporta exitosamente y experimenta crecientes niveles de productividad ve un futuro de oportunidad con optimismo, pero tengo certeza que hay millones más atorados en una economía vieja que no tiene posibilidad alguna y que saben que no hay futuro. El resentimiento tiene fuentes reales.

En la lógica de la mediocridad de los últimos cincuenta años, concesiones como la ausencia de un sistema educativo capaz de igualar oportunidades para todos probablemente parecían de poca monta, pero minaron la viabilidad del país y la confianza en el gobierno. Como escribió Mario Puzo en El Padrino, “si cedemos en detalles de poca monta, pronto nos obligarán a ceder en cuestiones de importancia”. Sucesivos gobiernos fueron cediendo en todo. Ahora la pregunta es cómo reencauzar el país para salir adelante.

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Consecuencias

Recortes

Luis Rubio

 Dos han sido las reacciones al anuncio de recortes presupuestales: unos se quejan del impacto que tendrán sobre programas concretos, la inversión pública o la demanda agregada. Otros critican que fue demasiado poco, demasiado tarde. Nadie defiende al gasto gubernamental por sus virtudes o por las oportunidades que podría generar sino por los costos que entraña. El gasto, en cualquier país, refleja una combinación de prioridades políticas y correlaciones de fuerzas. Esa correlación de fuerzas arroja una enorme debilidad fiscal, que refleja la fragilidad institucional del sistema político.

Hay tres factores que agudizan nuestra debilidad fiscal: primero, las excesivas facultades discrecionales con que cuentan los funcionarios. Los ministros europeos o estadounidenses, a diferencia de los mexicanos, venezolanos o brasileños no cuentan con dineros que pueda emplear a discreción. En México hasta los secretarios de tercera cuentan con fondos discrecionales; ni qué decir de la secretaría de Hacienda. El punto es que aunque el Congreso tenga facultades para aprobar el presupuesto, su poder fiscalizador  es mínimo dadas las atribuciones reales del poder ejecutivo, infinitamente superiores a las que caracterizan al secretario del Tesoro estadounidense o sus equivalentes en los países desarrollados.

Un segundo factor que caracteriza a nuestra hacienda pública es la relativamente baja carga fiscal promedio. Aunque algunos pagan mucho, otros no pagan nada. El problema de recaudación se potencia debido a circunstancias que sólo se explican por relaciones de poder o por indisposición, también originada en cálculo político. Por un lado, hay un sinnúmero de sectores y actividades que están, de facto, excluidos de obligaciones fiscales: sindicatos, favoritos, clientelas, crimen organizado, gobiernos estatales, partidos políticos y un largo etcétera. Por el otro, cuando se consideran alternativas al financiamiento gubernamental no se reconoce la necesidad de vincular la recaudación con el gasto, algo que sólo podría ocurrir si los estados recaudaran más, lo que obligaría a los gobernadores a ser responsables ante sus electores.

El tercer factor, y la razón por la cual es tan frágil la situación fiscal del gobierno, es que el sistema político hace mucho perdió toda legitimidad. La renuencia a buscar mejores formas de recaudar (que no necesariamente implica elevar las tasas de los impuestos existentes) se deriva, a final de cuentas, de la percepción, bien ganada, de que la recaudación no es más que un reflejo de la legitimidad del gobierno. Algunos suecos preferirían una estructura fiscal que priorizara objetivos diferentes a los existentes, pero ninguno pone en duda la legitimidad de su gobierno (cuyas tasas impositivas son superiores al 60%). La razón de esto último radica en que la población puede ver sus “impuestos trabajando” en sistemas educativos y de salud de primera, un cuidado impecable de los dineros públicos y una economía que funciona. El punto es que la debilidad fiscal del gobierno mexicano es producto de su pésimo desempeño: más dinero no resuelve ese dilema, ni hace posibles mejores servicios públicos.

Aunque ha habido momentos de mayor fortaleza fiscal, la debilidad observada en las últimas décadas ha caminado en paralelo con el colapso de la legitimidad a partir de los setenta. La gran fortuna del gobierno fue que se encontró con el petróleo justo en ese periodo. Fue a partir de los setenta que la promesa petrolera generó fondos nunca antes imaginados, lo que permitió evadir el problema político de fondo: dado el control gubernamental de los recursos petroleros, pareció natural emplearlos para fines políticos y de gasto corriente.

Cuatro décadas después, la evidencia es abrumadora: la renta petrolera se dispendió desde el primer día, incluso antes de que comenzara a fluir en la segunda mitad de los setenta, y jamás se convirtió en un instrumento de desarrollo de largo plazo. Billones de dólares atravesaron por las arcas gubernamentales dejando muy poco más allá de clientelas dependientes de recursos públicos, sindicatos encumbrados, grandes riquezas de políticos y gobernadores dedicados a negocios particulares y un país que, aunque ciertamente ha mejorado, dista mucho de haber disfrutado del buen gobierno que hubiera sido indispensable para lograr ese cometido. Cuando se promovía la reforma energética se hablaba mucho de Noruega como el “modelo” a imitar. En ambos casos hay mucho petróleo; la diferencia ha sido la calidad de su administración. Hubiera sido mejor contar con esa clase de administración que con petróleo…

La gran pregunta ahora es si nos encontramos ante un bajón cíclico o uno estructural. En la literatura cotidiana es fácil encontrar argumentos en ambos sentidos: aquellos que creen que bajará la oferta, afianzando los precios del petróleo; y aquellos que observan una baja tan pronunciada en los costos de energías alternativas que afirman nos encontramos ante el umbral de una nueva era energética.

Yo no se cuál es la correcta, pero sí se que si el precio no mejora, el país tendrá que enfrentar el problema de esencia y eso entrañaría una redefinición de relaciones políticas y la creación de pesos y contrapesos efectivos, a fin de poder encarar el crecimiento de los gastos de salud y pensiones que se avecinan.  Por supuesto, siempre es posible, incluso probable, la mediocridad intermedia, pero el problema no desaparecerá simplemente porque se haga como que se baja el gasto de manera temporal.

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Torpeza y oportunidad

 Luis Rubio

Lo más extraño del gobierno actual es su total desprecio por su propia legitimidad. Es probable que su cálculo radique en la eventual redención que produzcan las reformas que ha emprendido, pero eso implicaría que sus acciones en los años pasados rendirían resultados por sí mismos y no como producto de la función cotidiana de gobernar. Sea como fuere, se trata de una apuesta extraña, sobre todo a la luz de la oferta que el hoy presidente prometió en la contienda por la presidencia: eficacia.

Los gobiernos de antaño sabían que su legitimidad era frágil y dependía, casi totalmente, del desempeño económico. Por siete décadas, los gobiernos priistas hicieron hasta lo indecible por lograr altas tasas de crecimiento; sabían que la alternativa era el oprobio popular. A pesar de la fortaleza intrínseca de la presidencia en aquella época, todos esos presidentes sabían que su credibilidad dependía del éxito de su gestión. Tan exagerado fue aquel mantra que llevó a momentos de locura como los de Echeverría y López Portillo en que desbocaron, y de hecho quebraron, al gobierno en aras de lograr tasas elevadas de crecimiento.

El gobierno de Enrique Peña Nieto no solo contrasta con aquellos gobiernos priistas de antaño, sino incluso con otros de esta era que, como el de China, se desviven por lograr la credibilidad de sus poblaciones a pesar de no poder lograr tasas tan elevadas de crecimiento como antes. El gobierno chino lleva décadas logrando tasas elevadísimas de crecimiento, pero ahora se enfrenta a lo que allá se percibe como casi una recesión: tasas de crecimiento de “solo” 6%. Lo interesante es que, más allá de los asuntos específicos, las semejanzas son pasmosas porque, a final de cuentas, los dos sistemas coinciden en una cosa: la fragilidad de la sociedad y su incapacidad para obligar al gobierno a responderle.

La economía mexicana está creciendo al 2%, lo mismo que ha alcanzado, en promedio, a lo largo de los últimos cuatro lustros. El gobierno prometió romper con ese mediocre nivel de crecimiento pero no ha logrado mejorarlo a pesar de haber elevado los impuestos, incrementado el gasto público, aumentado el déficit y la deuda. Todo ha cambiado excepto lo único que le importa a la ciudadanía: el crecimiento.

El problema del crecimiento no es exclusivo de México. En estos momentos la mayoría de las naciones al sur del continente experimentan severas recesiones y la mayoría no logra siquiera el 2% que hoy vivimos. Más allá de las diferencias nacionales y regionales, lo evidente es que el crecimiento ya no se logra meramente con mayor gasto gubernamental o porque así lo desean los funcionarios. En un mundo globalizado con ubicuidad en las comunicaciones, lo único que cuenta es la capacidad de cada nación de atraer inversión, sea esta de sus propios connacionales o del exterior. Para fines de la inversión, la fuente da lo mismo porque el mundo es el escenario de juego y todos son parte del mismo espacio.

Lo que el gobierno no ha entendido es que la legitimidad en esta era no se logra por la efímera tasa de crecimiento sino por la calidad del gobierno. Es este factor el que determina no sólo la confianza que nutre a la ciudadanía sino lo que, a final de cuentas,  atrae a los inversionistas. En la medida en que la inversión determina la tasa de crecimiento, uno pensaría que el foco central del actuar gubernamental residiría en atender las preocupaciones y necesidades de los potenciales inversionistas y empresarios pero, en México, los únicos inversionistas que parecen ser relevantes son los extranjeros, aunque su inversión siga siendo menor, en términos absolutos, a la nacional. La ciudadanía no existe en su visión.

El factor diferenciador entre las naciones es uno y muy simple: la calidad del gobierno. Por calidad del gobierno entiendo desde la capacidad de recaudar impuestos y redistribuirlos inteligentemente, hasta la certidumbre que generan sus actos, comenzando por la existencia de reglas del juego predecibles y conocidas por todos de antemano. Es decir, el reto del gobierno no reside tanto en ir a tocar mil puertas sino en crear condiciones generales para que todos los potenciales inversionistas, incluyendo al empresariado existente, puedan confiar en el gobierno. Es mucho más importante que la población comprenda los retos que el país enfrenta a que el gobierno despilfarre sus recursos en opacidades interminables. El punto es que la confianza, clave para atraer inversión y generar crecimiento, depende de la calidad de la gobernanza y no de las promesas o preferencias de los funcionarios en lo individual.

La causa de nuestro estancamiento es evidente. El gobierno que apostó el crecimiento en un mayor gasto ahora tiene que echarse para atrás pero lo hace sin convicción o claridad de ruta. Esto es insuficiente en una era en la que los inversionistas tienen al mundo como su espacio para desarrollarse y crecer. Si México no ofrece condiciones idóneas, siempre habrá oportunidades en alguna otra latitud.

En el corazón del asunto radica una sola cosa: el gobierno tiene que entender que su propuesta inicial era correcta. Lo que los mexicanos quieren es un gobierno eficaz, es decir, un gobierno que funciona porque resuelve problemas y crea condiciones para que el crecimiento sea posible. El problema es que el gobierno identificó eficacia con control pero el control no es una estrategia sino un vicio. Lo que México necesita es un gobierno que funcione. Nada más, pero nada menos.

 

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El gran desajuste

Luis Rubio

A la memoria de Adolfo Sánchez Rebolledo

Charles Dickens, el gran autor británico que relató la enorme dislocación y empobrecimiento que representó la revolución industrial, comienza Historia de dos ciudades con su extraordinaria perspicacia: “Fue el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y también de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas. La primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo teníamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo, y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado  superlativo”. La historia se repite.

El gran tema del mundo en los últimos lustros es, nuevamente, el gran desajuste: la realidad avanza mucho más rápido que la capacidad de los gobiernos y las instituciones de adecuarse. La tecnología provoca grandes cambios en la economía y las familias, dislocando empresas, fuentes de trabajo y modos de producir, consumir y vivir. Así como la revolución industrial destruyó millones de empleos agrícolas, la revolución digital está alterando el statu quo en todos los frentes. Quien visitó alguna fábrica hace tres o cuatro décadas y lo vuelve a hacer en estos días notará una obviedad: la producción crece exponencialmente pero no así los empleos. Hace medio siglo se requerían dos trabajadores por telar; hoy un solo empleado, manejando una computadora, es responsable de hasta diez mil telares. El impacto social es evidente.

Pero la dislocación digital es infinitamente más compleja que la experimentada hace dos siglos porque, aunque desplazó muchos empleos agrícolas con la incorporación de maquinaria en el campo, el tipo de actividad no cambió radicalmente: en ambos casos, en el campo y en la industria, los empleos requerían habilidades manuales para trabajar las líneas de producción. En contraste, el trabajador promedio de una línea de producción industrial no tiene las características que requiere la era digital, donde se requieren habilidades intelectuales producto, en buena medida, del proceso educativo.

Dos cosas resaltan de observar la evolución de la industria automotriz en el país, quizá la más avanzada del sector industrial. Por un lado, la habilidad que han tenido los trabajadores para remontar las deficiencias del sistema educativo con que llegaron: cursos de entrenamiento y la enorme capacidad de adaptación que es típica del trabajador mexicano han permitido elevar la productividad y competir exitosamente con el exterior. Por otro lado, los procesos industriales que se localizan en el país siguen siendo, bajo comparaciones internacionales, relativamente simples. Es decir, el sistema educativo constituye un enorme impedimento a la incorporación de los sistemas productivos más avanzados del mundo, esos que vienen acompañados de los mejores empleos, los que más pagan.

La disfuncionalidad del sistema educativo es sólo un síntoma del problema más amplio que padece el mundo: no hay país, por desarrollado que sea, que no esté experimentando el mismo tipo de desajuste. La manifestación política de este fenómeno es evidente en el fortalecimiento de la extrema derecha francesa, el ascenso del populismo estadounidense en la figura de Trump e, incluso, en el atractivo electoral que, en su momento, representaron figuras como Chávez en Venezuela y los Kirchner en Argentina. Quienes se sienten atosigados por el ritmo de cambio, muchos de quienes han perdido empleos o viven con sueldos miserables, son carne de cañón propicia para estos movimientos. El mismo fenómeno ocurrió al inicio de la revolución industrial y no cejó sino décadas después, cuando la sociedad y sus instituciones lograron adecuarse a las nuevas realidades y sumarse a la nueva era económica. No hay razón para pensar que esta vez será diferente, pero eso implica décadas de dislocación, con las consecuencias que eso entraña.

Hoy en día existen mecanismos de ajuste (seguridad social, afores, pensiones, programas como Prospera) que permiten atenuar los costos más evidentes de estos desajustes, pero el fenómeno político no es distinto. Es decir, quizá los estragos humanos sean menos extremos, pero los impactos políticos sin duda lo serán. Las personas que pierden sus empleos, que no encuentran empleo o que tienen empleos improductivos, inevitablemente se suman a las filas de los frustrados que animan las soluciones populistas. Si a esto agregamos lo que inexorablemente tendrá que venir, la reestructuración de monstruos como Pemex, la dislocación política será enorme porque ahí no sólo se perderán empleos, sino que los perderán grupos sociales y sindicatos que por décadas han sido intocables y desarrollaron toda una cultura militante y agresiva. Las reverberaciones de la quiebra de Luz y Fuerza en la figura del SME habrá sido juego de niños comparado con lo que podría venir de Pemex.

México está particularmente  mal pertrechado para enfrentar el desajuste que viene. Tenemos instituciones débiles, un sistema de gobierno que ya de por sí era incapaz de lidiar con los retos de la era industrial y un gobierno ausente. Al mismo tiempo, ésta podría ser una gran oportunidad para transformar el sistema de gobierno y saltar dos etapas de un trancazo. El símbolo chino para crisis incorpora tanto peligro como oportunidad. La pregunta es cuál será nuestra preferencia.

 

 

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El problema de la desigualdad

Luis Rubio

En su libro sobre la desigualdad, Thomas Piketty obligó al mundo a enfrentar un asunto políticamente explosivo. Aunque sus críticos han derrumbado buena parte del argumento en términos técnicos, nada le quita la trascendencia política que la desigualdad ha adquirido. Más allá de su utilidad para fines populistas y electorales, la desigualdad es inherente a la naturaleza humana; la pregunta relevante desde mi perspectiva es si ésta ha llegado a un extremo tal que amenaza la estabilidad y si sí, qué habría que hacer al respecto.

Según Piketty, la proporción de la riqueza en manos de una pequeña élite mundial va a seguir creciendo porque la tasa de retorno del capital es mayor a la tasa de crecimiento económico. Su conclusión es que el “capitalismo genera… desigualdades… insostenibles que minan de manera radical los valores meritocráticos sobre los cuales se sustentan las sociedades democráticas”. Su solución es cobrarle impuestos a los ricos.

Ian Morris, un historiador, ha estudiado la desigualdad a lo largo de los últimos quince mil años (comparado con 250 de Piketty). Su conclusión es que cada era desarrolla un equilibrio en términos de igualdad-desigualdad que empata las circunstancias y necesidades del momento. “Los diversos sistemas económicos funcionan mejor con niveles distintos de desigualdad, creando presiones selectivas que premian a quienes se acercan al punto óptimo y penalizan a quienes se alejan. Las transiciones entre un sistema y otro pueden ser traumáticas y es posible que ahora nos encontremos en el umbral de una transición”.

La fuente principal de desigualdad a nivel internacional en las últimas décadas parece surgir de la combinación de dos factores: por un lado, el acelerado crecimiento de la población en los setenta y ochenta (periodo en que la población del mundo se duplicó); y, por el otro, la creciente globalización de la economía. Ambos factores han acelerado la desigualdad, sobre todo porque, al incrementarse la reserva de talento en el mundo en el contexto de la globalización, cada persona –desde el trabajador más modesto hasta el empresario más encumbrado- de súbito entró en un espacio de competencia que nunca antes había existido. Dada la producción estandarizada, da igual si un producto es manufacturado en Malasia o en Guanajuato. Por su parte, la tecnología facilita la transferencia de servicios, poniendo a competir a empresas en los lugares más recónditos del planeta. En este contexto, un niño nacido en Hermosillo está compitiendo de frente con otro de su misma edad nacido en Shanghai o en Sao Paulo. La pregunta es si tienen similar capacidad (o “capital humano”) para competir.

En esta era, la capacidad de competir exitosamente se reduce a dos factores básicos: costos y capital humano. Los costos se determinan por factores tangibles como infraestructura y acceso a mercados, así como monetarios, como los tipos de cambio. El capital humano tiene que ver, esencialmente, con la educación con que cuenta cada persona y su capacidad de funcionar en espacios de alta competencia, usualmente determinados por la propia tecnología.

En su libro Desigual pero justo, Marc de Vos plantea otra dimensión. Según él, la acumulación de riqueza vieja no determina, como afirma Piketty, la desigualdad futura, sino que eso tiene mucho más que ver con las capacidades de cada individuo. De Vos plantea que estamos transitando hacia un sistema económico que fusiona el capital humano con el capital financiero donde crecientemente el elemento humano se torna dominante. La prescripción de de Vos es no perderse en intentos fútiles por gravar al capital sino más bien en ampliar las oportunidades para quienes se están quedando rezagados. Este, me parece, es el enfoque correcto y el gran reto del desarrollo económico de México.

La desigualdad en el país surge de dos factores clave: por un lado, la enorme polarización que existe en el sistema educativo que tiende a preservar (y, por lo tanto, ampliar) la desigualdad. En la medida en que un niño de clase media urbana tiene mejores oportunidades de aprender que el hijo de un campesino en la sierra de Oaxaca, la brecha de desigualdad se va ampliando. En este sentido, es obvio que el propósito medular del sistema educativo -igualar las oportunidades para todos los niños independientemente de sus circunstancias u origen- ha sido un estruendoso fracaso. Por muchas décadas, este asunto no parecía importante porque no se había dado la fatal combinación de avance tecnológico y globalización que ha exacerbado las diferencias. Hoy el desafío es monumental.

La otra fuente de desigualdad se deriva de la ausencia de competencia en la economía mexicana, lo que entraña la permanencia de fuentes de riqueza del tipo que Piketty observa como motores de una brecha creciente. Un monopolio (o el control de un mercado) implica que un empresario, sindicato o político no tiene que competir, asegurando lo que los economistas denominan como “renta”, utilidades excesivas que no se derivan del mercado. En esto, es igual si se trata de una empresa que controla un determinado servicio o producto, el líder sindical que tiene garantizado un porcentaje de los contratos de la empresa o el político que sabe dónde se va a construir un aeropuerto y se dedica a comprar tierra de manera anticipada para luego venderla con una enorme ganancia.

La desigualdad en México no surgió del cielo. Fue creada por personas de carne y hueso y, por lo tanto, puede ser desmantelada.

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Gobierno eficaz

Luis Rubio

La necesidad e importancia de un gobierno eficaz es obvia y no debería ser motivo de mayor discusión. Sin embargo, luego de leer el fascinante libro de Micklethwait y Wooldridge*, me parece evidente que éste no se logrará en tanto no se resuelvan asuntos fundamentales de lo que es y la forma en que se conduce el Estado mexicano. Mientras que algunos países experimentan lo que los autores llaman la “cuarta revolución” del Estado, en México ni siquiera hemos logrado concluir la segunda, esa que tuvo lugar al final del siglo XVIII y principios del XIX. De ese tamaño es nuestro atraso.

La primera revolución tuvo que ver con la conformación del Estado en el siglo XVI y que tuvo por consecuencia una semblanza de orden y paz. Esa fue la era de la centralización del poder, el sometimiento de los señoríos feudales en Europa y la consolidación del emperador en China. La función del gobierno en esa etapa era la de ejercer el poder y su legitimidad se medía por la efectividad de su gestión, sobre todo en términos de seguridad (razón por la cual, según los teóricos de la época, como Hobbes, ésta estuvo dispuesta a someterse a un gobierno fuerte). Los monarcas establecieron el monopolio del poder dentro de su territorio, subordinaron a las fuentes de autoridad y poder que los resistían (incluyendo a la Iglesia) y le confirieron enorme poder a los grandes administradores: la era del cardenal Richelieu, que construyó un eficaz sistema de administración y recaudación de impuestos. Según los autores, Europa logró un sistema de gobierno mucho más fuerte que el hindú de la época (plagado por su perenne debilidad) pero a la vez mucho más descentralizado que el chino, permitiendo la proliferación de nuevas ideas, métodos y, en general, ilimitada creatividad.

La segunda revolución consolidó al Estado liberal justo en la época de la Revolución Francesa y la independencia estadounidense. Los nuevos gobernantes comenzaron una era de reformas que tuvieron el efecto de desmantelar los sistemas clientelares, incorporaron sistemas meritocráticos  de ascenso burocrático y construyeron mecanismos de rendición de cuentas. El resultado fue la conformación de un servicio civil de carrera, el ataque sistemático al compadrazgo en la relación entre gobierno y sociedad, la liberalización económica y las constituciones diseñadas para proteger los derechos ciudadanos. La tercera revolución fue la del Estado de bienestar y la cuarta entraña a búsqueda de una eficacia que equipare el extraordinario éxito del sistema de gobierno de Singapur pero dentro de un contexto democrático y liberal.

En México nunca se concluyó la segunda revolución en la nomenclatura de estos autores: se produjo un gobierno a la vez débil como el de India, pero también sumamente rígido y centralizado como el de China (siglo XIX y XX), ambos extremadamente ineficaces. Aunque con excepciones, nunca se consolidó una burocracia moderna. Por su parte, en el ámbito económico, la liberalización fue parcial e incompleta: persisten excepciones, cotos de caza, empresas paraestatales (y privadas) que no compiten, espacios protegidos y subsidios distorsionantes. Más importante, no sólo no se desmantelaron las estructuras de privilegio y clientelismo, sino que ahora comienzan a recrearse y reforzarse. Los autores escriben que los “victorianos (de la reina Victoria, 1819-1901) consideraban que el gobierno debe resolver problemas en lugar de simplemente recaudar impuestos”. La experiencia de reformas recientes como la de telecomunicaciones, para no hablar de la fiscal, nos coloca antes de la era victoriana…

Una de las razones por las cuales hay tanta insatisfacción con el gobierno es precisamente su falta de eficacia, que en buena medida se deriva de la racionalidad de nuestro sistema de gobierno fundamentada en el ánimo de controlarlo todo y preservar privilegios, así como la glotonería que lo caracteriza. Los autores incorporan una discusión que me parece explica mucho de lo que acontece en la realidad actual del país: en México el sector privado ha tenido que transformarse para no ser arrasado por la competencia y para crecer y desarrollarse. La globalización le ha obligado a elevar sus índices de productividad, mejorar la calidad de sus bienes y servicios y a competir por el favor del consumidor. No así el gobierno que, con excepción de lo fiscal frente al colapso del petróleo, no enfrenta retos fundamentales.

Según los autores, muchos gobiernos alrededor del mundo implícitamente asumen que el sector público se mantendrá inmune e intacto frente a los avances tecnológicos y las fuerzas de la globalización que han subvertido de manera tan profunda al sector privado. Es decir, no es casualidad que en México tengamos un sector privado del primer mundo y un sistema de gobierno del quinto.

La pregunta es si, en este contexto, es posible construir un gobierno eficaz como el que el presidente propuso en su campaña. La evidencia sugiere que lo que permite –y, de hecho, obliga- al gobierno a transformarse es la existencia de fuerzas e ideas que provocan el cambio, justamente lo opuesto a lo que el gobierno ha ido avanzando: centralización, control y subordinación. A México claramente le urge un gobierno eficaz porque esa es condición sine qua non para el desarrollo. Sin embargo, como prueba este libro, la eficacia se deriva del profesionalismo, eliminación de privilegios y prebendas. ¿Saltaremos a la cuarta revolución o seguiremos atorados entre la primera y la segunda?

 

*The Fourth Revolution: The Global Race to Reinvent de State, Penguin Pess, 2014

 

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Trump y Corea del Norte

 Luis Rubio

¿Será Trump irracional como muchos lo tildan? ¿Es un fascista como otros afirman? La evidencia al día de hoy, como sugiere un excelente artículo de John Cassidy*, es que se trata de un actor sumamente ignorante pero, a la vez extraordinariamente hábil en el manejo de la opinión pública y los medios de comunicación. Leyendo sobre la reciente explosión de una bomba nuclear en Corea del Norte, me parece que Trump es un gran jugador de póker, lo que implica gran capacidad de control y cálculo. Quizá una pregunta pertinente es si nosotros seremos igual de hábiles como jugadores.

George Friedman escribe así: «el póker es un juego en el que compiten el miedo y la avaricia… Parte del póker es el auto-control del jugador, pero lo más importante es la manipulación del miedo, la avaricia y la razón de los otros jugadores, obligándolos a hacer tonterías… El objetivo del jugador es crear una sensación en los otros que eres un alma impredecible, no como cálculo sino producto de tontería y descuido». Según Friedman, los norcoreanos se han vuelto unos maestros en el arte de la irracionalidad, utilizándola como un instrumento de manipulación y chantaje de las principales potencias del orbe.

Claramente, Trump no está en la misma liga ni lógica que el líder de Corea del Norte, pero no deja de ser impactante su habilidad para manipular a los medios y capturar la imaginación de una porción nada despreciable del electorado estadounidense. Trump responde a una población especialmente irritada respecto al su presente y al futuro: «la gente más enojada y pesimista en Estados Unidos son las personas que solíamos llamar americanos ‘medios’. Clase media, de edad media; no ricos ni pobres; gente irritada cuando le piden que marque 1 para inglés y que no comprende cómo el ‘hombre blanco’ se convirtió en una acusación en lugar de una descripción… Los americanos ‘medios’ y blancos desconfían de todas las instituciones estadounidenses: no solo del gobierno, sino también de las empresas, sindicatos, hasta el partido político por el que típicamente votan: el partido Republicano de Romney, Ryan y McConnell, al que desprecian como un equipo patético de debiluchos y capitulantes. Están hartos. Cuando llegó Donald Trump, son las personas que le dijeron a los encuestadores ‘este es mi tipo'».**

Trump no se apega a regla alguna, pero tiene muy claras las prioridades de la base que ha logrado enamorar. El uso de México, los mexicanos y la frontera es, en su lógica, absolutamente racional. Dice Cassidy: «Trump ha buscado alentar los miedos de que Estados Unidos está perdiendo su herencia histórica y que el establishment político es cómplice en esa traición. La imagen de un muro en la frontera sur es central a la campaña de Trump, no sólo en términos de política pública sino psicológicamente. Representa una manifestación física del deseo de poner un gran letrero de alto ante el avance inexorable de la historia».

Paul Berman escribió un libro hace unos quince años*** en el que describe la incapacidad del establishment político de comprender el papel de lo irracional en los asuntos humanos, sobre todo el fracaso en aceptar la posibilidad de que grandes grupos de personas actúen de manera patológica. Aunque se refiere al radicalismo islámico, el planteamiento de Berman es particularmente relevante en esta era de polarización política donde los extremos se juntan. De hecho, hay analistas que argumentan que no es inconcebible que muchos votantes históricamente del partido demócrata se sientan igualmente atraídos por la propuesta de recrear la grandeza norteamericana. Los extremos se retroalimentan y se juntan en su extremismo.

¿Cómo lidiar con el resentimiento y la sensación de indignidad que aqueja a muchos de los potenciales votantes de Trump? Ese, desde luego, es el reto tanto del establishment republicano como de los estadounidenses en general; pero el desafío no es menor para nosotros. Berman afirma que hay una tendencia a pensar que es posible persuadir a los extremistas con argumentos racionales y acciones concretas. Sin embargo, si la motivación del potencial votante por Trump es emocional o «irracional» en el sentido de Friedman, los argumentos racionales son irrelevantes.

Trump no es un loco ni es un actor irracional, pero ha tenido la enorme habilidad de capturar a un electorado enojado. En todo caso, su irracionalidad es, como en el ejemplo de Kim Jong-un, líder de Corea del Norte, producto de un cálculo. Trump es un empresario exitoso que no sólo sabe lidiar con proveedores, empleados, políticos, burócratas y sindicatos, sino que entiende cómo funciona el mundo en general. En contraste con los políticos profesionales -sus contrincantes por la nominación presidencial y por la presidencia- seguramente es muy ignorante de los asuntos de políticas públicas, como suele ocurrir con los empresarios que se aventuran en la política, pero eso no lo hace irracional ni particularmente ideológico.

El desafío para el gobierno mexicano radica en cómo acercarse para establecer un puente de comunicación sin darle combustible adicional. A la fecha, el gobierno mexicano lo ha manejado muy bien, no dándole espacio de confrontación. Su riesgo es quedar atrapado en su propio discurso y actitud anti-norteamericana. La lógica del acercamiento sería muy simple: no es para convencerlo o disuadirlo, pues eso es imposible e inaceptable para él; pero como con todos los candidatos de países que son clave para nosotros, los puentes son indispensables.

 

*     New Yorker, Diciembre 28, 2015

**   David Frum: http://www.theatlantic.com/magazine/archive/2016/01/the-great-republican-revolt/419118/

*** Terror and Liberalism

 

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Trump y Corea del Norte
 

La panacea del mando único

Luis Rubio

En la mitología griega, Panacea era la diosa de los remedios universales: no había mal que no pudiera curar. Así parece el concepto de mando único que, en los últimos años, se convirtió en mantra: tan pronto se instale, el mando único resolverá el problema de seguridad que padece el país y asunto concluido.

Comencemos por el principio: el problema de la seguridad no nació ayer y tiene como origen un sistema de gobierno creado hace casi cien años que nunca se actualizó. Contra lo establecido como sistema federal en la constitución del 1917, el sistema político que de hecho emergió con la fundación del PNR en 1929 fue centralizado, dedicado al control vertical. El gobierno federal se hizo responsable de la seguridad por su peso decisivo, utilizando a los gobernadores como meros instrumentos. Con ese mismo peso le imponía reglas al narco: más que negociaciones, el gobierno federal era tan poderoso que limitaba la capacidad de movimiento (y daño) del narco dentro del país, con el obvio pago de «participaciones». Funcionaba no porque México tuviera una estructura moderna, profesional y funcional de seguridad, sino porque el gobierno federal tenía el poder para controlarlo todo.

El país progresó pero el sistema de gobierno siguió igual. El progreso implicó nuevas realidades económicas, políticas y sociales que, de facto, fueron limitando la capacidad de control, con lo que llegamos al día de hoy: un sistema de gobierno disfuncional que no empata con la realidad. En el plano de la seguridad, persiste el mismo ánimo de control pero sin la capacidad de hacerlo efectivo.

El concepto de mando único nació del reconocimiento de que el viejo esquema dejó de funcionar, pero constituye, en su esencia, una reproducción del viejo sistema de control, a nivel local. De concebirse como una solución temporal, el mando único no es una mala solución, pero dista mucho de ser perfecta porque, aunque podría permitir salir de la crisis inmediata, no es parte de un proyecto transformador del sistema de gobierno. La aparente contradicción es clave.

La discusión reciente sobre el mando único nace del asesinato de la presidenta municipal de Temixco y del sucesivo decreto de mando único emitido por el gobernador de Morelos. La discusión es peculiar en tres sentidos. Primero, tan pronto se menciona «mando único» surge una absurda defensa sustentada en el Artículo 115 constitucional, como si la soberanía del municipio fuera real y, más importante, como si la gran mayoría de los municipios del país fueran funcionales en términos de seguridad. Segundo, el mismo concepto desata pasiones entre quienes ven en la concentración del poder estatal una solución al problema de seguridad, sin reparar en las implicaciones de ésta o en la corrupción y/o bajo nivel de la mayoría de las policías estatales que serían encargadas de velar por la seguridad en sus estados. Finalmente, es patente la debilidad jurídica del decreto que crea el mando único, debilidad que, llevada hasta sus últimas consecuencias, probablemente le daría la razón a los municipios que la disputaran.

Parte del problema yace en que en el término de mando único se mezclan muchos otros conceptos: no es lo mismo Guadalajara que Tingüindin. Hay municipios que tienen el tamaño y circunstancia que les debería permitir atender el problema y responsabilizarse del mismo, lo hagan o no. Sin embargo, hay innumerables municipios cuya debilidad institucional y económica implica que jamás tendrán la capacidad de construir un sistema de seguridad propio. Además, hay municipios, como el de Cuernavaca, donde todo indica que, en lugar de abocarse a desarrollar un sistema de seguridad, su nuevo gobierno se dedicó a «vender la plaza» al mejor postor, inevitablemente alguna banda del crimen organizado. El decreto del gobernador claramente busca responder a este hecho, pero lo hace dentro de un marco institucional y jurídico endeble y, no menos importante, sin una visión de largo plazo.

En el largo plazo, la seguridad no se puede imponer: se tiene que construir de abajo hacia arriba. Los países que gozan de seguridad cabal tienen policías de manzana o de barrio que conocen a los habitantes y gozan de su reconocimiento. Como ilustra la intervención del gobierno federal en Michoacán, lo único que se logró fue estabilizar la situación, no resolverla. Esa estabilidad debió haber servido como cimiento para construir un nuevo marco institucional y policial pero no fue así. La solución, al menos en municipios (ciudades) de cierto peso mínimo para arriba, no puede ser otra que la de construir un sistema policiaco y de seguridad nuevo, bajo reglas compatibles con el propósito de conferirle certeza y seguridad a la población. Desde luego, aquellos municipios que no tienen el tamaño y capacidad para enfrentar el problema de seguridad tendrán que atenderse bajo otras reglas, pero el riesgo de que el gobernador abuse de estos no es menor.

La mayoría de nuestros gobernadores son una bola de sátrapas que ven su puesto como un medio para enriquecerse o para llegar a la presidencia. El mando único concebido como fin en sí mismo no haría sino facilitar el avance de sus objetivos personales. Por eso es tan importante reconocer que el mando único sólo puede servir en la medida en que sea un medio temporal para construir capacidad de gobierno local. Todo el resto no es sino otra forma de preservar un sistema caduco de gobierno que es, a final de cuentas, responsable de la inseguridad actual.

 

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