Luis Rubio
La gran lección del voto británico es que nadie tiene el control de los procesos políticos. En un mundo en el que la información es horizontal y todos tiene acceso a ella -como receptores e informadores- nadie puede limitar lo que se sabe (sea cierto o falso), lo que se discute o lo que se concluye. La información es ubicua y cualquiera puede conducir el debate: todo depende de su habilidad. David Cameron inició el proceso al convocar a un referéndum e instantáneamente perdió el control: una vez que el conejo salió de la chistera, el debate quedó en manos de los más hábiles y el control en los electores. El gobierno inglés no fue el más hábil y los electores tenían otros planes y preocupaciones.
Más que suponer una conexión automática, absoluta e inexorable entre lo ocurrido en el Reino Unido y lo que pudiera pasar con Trump en Estados Unidos o con López Obrador en México, lo evidente desde mi perspectiva es que el mundo ha cambiado y ya nadie tiene control: gana quien entiende mejor al electorado y le responde en sus términos. Esa es la genialidad de Nigel Farage (el principal promotor del rompimiento con la Unión Europea) y de Trump en EUA. Ellos comprendieron algo que los demás ignoraron. Con todas sus diferencias, el electorado en México se rebeló contra el statu quo el pasado 5 de junio y prácticamente ninguno de los partidos ha comprendido lo que en realidad ocurrió.
“El sentir público no es racional, es emocional,” dice Ariel Moutsatsos. Y sigue: “¿Puede alguien pensar en términos racionales respecto a sentimientos de derrota, impotencia, ansiedad o miedo?”… Los “argumentos [de Trump y de los promotores de Brexit] no tienen sentido y hay un conjunto de razones lógicas, hechos y ejemplos tangibles que claramente los contradicen… no es algo racional, es emocional”.
Los promotores del referéndum supusieron que era obvio, lo racional, quedarse en la UE y por lo tanto dejaron el terreno a la oposición que entendió perfectamente la oportunidad porque leyó bien al electorado. El establishment no entendió su aislamiento e insularidad: como dice George Friedman, “La falta de imaginación, el hecho de que la élite no tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo más allá de su círculo de conocidos” delata el verdadero problema que divide a nuestras sociedades. Y, como escribió Edward Luce, “los votantes no están en el ánimo de abrazar el statu quo.”
En todos los países hay personas enojadas con el statu quo, resentidos por el choque de expectativas con la realidad cotidiana, el desempleo o subempleo y la percepción de estarse quedando atrás sin la menor posibilidad de salir adelante. Hasta ahora, esas personas no habían tenido forma de expresarse; hoy, unos cuantos merolicos que sí los entienden cambiaron todo: personajes capaces de articular esas emociones y sentimientos y convertirlos en una fuerza política. De ciudadanos frustrados pasaron a convertirse en el centro de atención, los protagonistas. Su fuerza, como probó el voto contrario a la UE y como han mostrado hasta ahora los seguidores de Trump, radica en la voz que estos personajes les dieron hasta convertirlos en ganadores. Así comenzaron las consecuencias no anticipadas de decisiones absolutamente racionales.
Los agravios son perfectamente comprensibles en términos racionales; su manipulación requirió una capacidad de movilización de emociones y sentimientos. Es ahí donde radica el triunfo de estos nuevos populistas: las razones dejaron de ser relevantes.
¿Hay algo que podamos aprender de esto los mexicanos? Dos cosas me parecen claras: primero, si hay agraviados en Inglaterra, España y EUA, en México hay muchos más y con mejores razones. Quien logre capturar su atención -y sus miedos, enojos y frustraciones- puede fácilmente crear un movimiento político imparable. Por otro lado, hay un sinnúmero de esfuerzos y acciones que encabezan el gobierno, empresarios y diversos grupos de la sociedad que no hacen sino atizar esos fuegos. Puesto en términos llanos, la fuerza de López Obrador no sólo radica en su propia e innegable habilidad, sino también en toda la información, acciones y evidencia del más diverso tipo que estos actores ponen en la vía pública todos los días.
Cada que el gobierno presume sus logros y que el ciudadano no encuentra modo de identificarse con ello, se alimenta el enojo; cada que alguien publica evidencia creíble de corrupción (igual una fotografía que un estudio analítico), se atizan las emociones y se fortalece quien la denuncia día a día; cada que se hacen evidentes las enormes diferencias de riqueza -y las actitudes que las acompañan (como los casos de “lores” y “ladies”)-, los resentimientos crecen. Atizar emociones y agravios no hace sino fortalecer a quien sabe cómo manipularlos.
El país requiere nuevos referentes emotivos y racionales para transformarse. Los existentes -de todos los actores- no sirven y por eso el “mal humor social.” Urge un liderazgo capaz de construir un futuro positivo, susceptible de ganar el favor del electorado.
La revista Economist resumió el momento como nadie: cuando “lo impensable se convierte en irreversible.” La gran pregunta es si en México lo entenderemos o, más bien, quién lo entenderá.
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