Luis Rubio
Quienquiera que haya paseado por las calles de una ciudad europea sabe que los cafés son la sangre de la vida social y comunitaria. Los cafés se extienden hacia las banquetas, donde conviven los comensales con los transeúntes, sin que haya el menor conflicto entre ambos. Los cafés ocupan la banqueta pero no la invaden, reflejo perceptible de una sociedad en la que hay reglas claras que se respetan tanto por parte de los actores privados como por las autoridades responsables de hacerlas cumplir.
Aunque en México han proliferado los cafés y restaurantes con mesas sobre la banqueta, el resultado ha sido muy distinto. La comparación es reveladora.
En sociedades como la nuestra, en que se le otorga muy poca importancia a las reglas, la convivencia cotidiana requiere de mecanismos alternos que la faciliten. En el caso del tránsito vehicular, por ejemplo, la existencia de topes y un sinnúmero de semáforos es sugerente: a falta de conocimiento y aplicación de las reglas (frecuentemente cambiantes) del código de tránsito, la autoridad recurre a barreras físicas para forzar a los conductores a comportarse. Siguiendo el ejemplo europeo, en sociedades en que el conocimiento de las reglas es condición sine qua non para conducir, hay muchos menos semáforos y prácticamente no hay topes: la autoridad recurre a glorietas como mecanismo de interacción entre conductores que se dirigen en direcciones distintas de manera simultánea. Detrás del recurso a glorietas hay toda una filosofía de vida comunitaria que también revela la naturaleza de la autoridad: se espera que todos los conductores conozcan las reglas y se apeguen a ellas. Para las glorietas existe un procedimiento para entrar, circular y salir: sólo quien conoce las reglas de tránsito puede librarlas.
Los cafés y restaurantes de la colonia Condesa o de Av. Masaryk viven en un entorno de reglas cambiantes, siempre dependientes de la voluntad del delegado o municipio. Es decir, no existe un código permanente que establezca qué se puede hacer y qué está prohibido (y cuyo cumplimiento es igualmente estricto tanto para el individuo o comercio como para la autoridad). A falta de esa reglamentación clara y transparente, todo está sujeto a una negociación que, en nuestro medio, implica una mordida. Cuando un comercio llega a un acuerdo (o sea, le llega al precio a la autoridad), el permiso vale por el tiempo en que ese personaje se mantenga en su puesto, razón por la cual el restaurante invade toda la banqueta a fin de explotar cada centímetro del espacio disponible (por el que pagó “por fuera”). El comportamiento tanto de la autoridad como del restaurantero es absolutamente lógico y racional: los dos están explotando la oportunidad que creó el “acuerdo” y ambos saben que es por un tiempo limitado. Los poderes arbitrarios que las reglas le confieren a la autoridad permiten arreglos fuera de reglamento.
Estos obvios impedimentos al crecimiento de la inversión y, por lo tanto, de la economía, trascienden las reformas que con tanto ahínco promovió el gobierno en su primera mitad. Son factores que la inhiben porque la hacen costosa y, sobre todo, riesgosa. Un restaurantero que no cuenta con una razonable certeza del espacio que va a poder utilizar va a pensar dos veces antes de invertir. Lo mismo es cierto para una mega empresa que contemple invertir en el sector energético o en una planta manufacturera de exportación. No es casualidad que quienes más invierten son aquellos que, gracias al TLC, gozan de certeza legal y patrimonial. No así los mexicanos comunes y corrientes.
Mancur Olson, un académico estadounidense, clarificó este fenómeno: encontró que cuando una empresa o consorcio tiene un interés particular claramente definido puede obtener prebendas muy amplias comparadas con las que podrían lograr millones de consumidores que carecen de objetivos comunes. De esta forma, un núcleo de empresas y sindicatos puede lograr protección arancelaria o regulatoria que afecta negativamente al consumidor en general porque tiene capacidad de presión efectiva y directa. Ese núcleo de empresas puede llegar a un acuerdo con la autoridad local o federal que, al beneficiarlo, perjudica no sólo a la población en general, sino que hace riesgosa la inversión en general. ¿Quién querría invertir en un entorno en el que las reglas las fija de manera berrinchuda (es decir, corrupta) la autoridad? El ejemplo es extensivo a sectores como el de las comunicaciones, agricultura, ganadería y otros. Cuando nos preguntamos por qué no crece la economía, la respuesta debería ser obvia.
Nuestro sistema de gobierno fue construido bajo el principio de que la autoridad debe tener gran latitud para decidir dónde y cómo se va a desarrollar el país. Eso quizá tenía sentido y funcionó hace cien años, luego de la devastación revolucionaria y en el contexto de una economía cerrada y protegida. Hoy persisten esas facultades pero la realidad del entorno es la opuesta: en un entorno abierto y competitivo, lo que antes fue (quizá) virtuoso, hoy nos condena a la pobreza y la desilusión. Nada cambiará mientras la arbitrariedad y la falta de contrapesos sean la norma.
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