Gobierno y burocracia

Luis Rubio
“España lleva meses sin gobierno y su economía mejora cada día”. Así comienza un análisis* extraordinario y aleccionador, sobre todo porque obliga a considerar lo que hace funcionar a un país y a su economía. Si bien los políticos españoles no han logrado ponerse de acuerdo para armar una coalición gobernante (lo que ha obligado a nuevos comicios), el país funciona de manera normal. Visto desde México, que ha pasado por momentos de lo más delicados, preocupantes e inciertos (vgr. 1982, 1988, 1995 y 2006), esto es algo impactante. ¿Puede uno concebir qué pasaría si súbitamente nos quedásemos sin gobierno, sin una figura clara de autoridad? Aunque pudiera parecer absurdo, en cada uno de esos momentos el país se paralizó por la enorme incertidumbre que produjo la falta de claridad respecto al futuro: ¿podrá salir el país de esos momentos tan aciagos? Nada de eso está ocurriendo en España y ese contraste me hizo reflexionar sobre nuestra propia realidad: me resulta claro que lo que nos distingue de España es justamente la diferencia entre gobierno y burocracia.

Una medida clave de desarrollo es la calidad del gobierno, no tanto en términos de los líderes electos, sino precisamente lo opuesto: la burocracia que hace que el gobierno funcione de manera cotidiana, independientemente de los procesos político-legislativos de decisión. Lo que hace funcionar al gobierno en los países civilizados es la burocracia profesional que se encarga de la limpieza de las calles, el funcionamiento del sistema de justicia, la policía que vela por la seguridad y, en general, todo el servicio civil que hace que la vida evolucione de manera normal. Bajo este rasero, España se asemeja a cualquiera de los países desarrollados que funcionan independientemente del gobernante.

La diferencia entre gobierno y burocracia hace que una nación mantenga su estabilidad y la vida cotidiana siga sin tropiezos, independientemente de las disputas políticas. Cualquiera que haya observado la forma en que se comportan los europeos o estadounidenses en momentos de crisis puede atestiguar que nunca está en duda la operación cotidiana del gobierno, como sí ocurrió repetidamente en México en momentos por demás frágiles como cuando estuvo bloqueada Reforma en 2006. En esos países, mientras que el gobierno establece metas, criterios y regulaciones, la burocracia es responsable de su implementación de manera profesional y apartidista. El extremo es el Reino Unido, donde el único personaje que cambia cuando entra una nueva administración es el secretario respectivo, a quien le reporta el servidor público de más alto rango. Dentro de las secretarías y ministerios no hay nombramientos políticos: todos son profesionales. Algo similar ocurre en España. Esto es lo que permite que el gobierno funcione aún en momentos de incertidumbre como el que hoy vive la nación ibérica.

El contraste con México difícilmente podría ser mayor. Aquí todo cambia cada que entra un nuevo gobernante. En lugar de una burocracia profesional y eficiente, cada cambio de gobierno entraña la reinvención de la rueda y la acometida de una infinidad de nuevos funcionarios cuya credencial de acceso nada tiene que ver con sus habilidades sino con sus amistades y relaciones políticas. El fenómeno se extiende: lo mismo ocurre cada que cambia el jefe de una unidad y, peor, cuando cambia un secretario. Los equipos en el gobierno trabajan para su jefe, no para la ciudadanía. Esto explica que prácticamente nunca tengamos una persona experta en los puestos públicos, al menos experta en el asunto que concierne a su función nominal. Muchos son expertos en política y en amistad, y se adaptan a cualquier circunstancia; sin embargo, ninguno ve a la ciudadanía como su razón de ser ni mucho menos al gobierno como el responsable de que la vida cotidiana transcurra sin aspavientos.

La ausencia, por meses, de una coalición gobernante en España ha hecho patente otra cosa: no sólo funciona bien la economía, sino que podría funcionar mucho mejor si los agentes que ahí operan -empresarios, trabajadores, banqueros- no estuvieran sujetos a la infinidad de regulaciones y requerimientos que sólo se explican cuando un gobierno quiere hacer parecer que, pues, gobierna. En el artículo citado, el autor compara el desempeño de Inglaterra y Alemania después de la segunda guerra mundial: mientras que la economía alemana experimentó un extraordinario boom, la inglesa -toda regulada y planeada- apenas crecía. El hallazgo no es sorprendente: lo que un país requiere es una burocracia profesional que mantenga el bote funcionando y no necesita un gobierno que limita su capacidad de desarrollarse.

En México esa diferencia en inexistente. La economía española no es un dechado de virtudes en términos de simplicidad regulatoria, especialmente en lo laboral, pero sigue funcionando a pesar de no haber gobierno. Esto es algo que los políticos, especialmente los de Podemos y sus grandes planes de estatización real o virtual, seguramente no imaginaron ni calcularon. La lección para nosotros es, lamentablemente, muy distinta: a México le urge algo que no está en la agenda de ningún partido: una burocracia profesional, eficaz y competente.

 

*Bartholomew, James, Who needs governments? Spectator, April 28, 2017

 

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Cemento y alfileres

Luis Rubio

En su libro Furor por el orden, Robert Worth analiza y describe el devenir de la llamada Primavera Árabe: las grandes expectativas con que nació, las fuerzas que luego tomaron control, la violencia que se desató, las divisiones que proliferaron y, luego, el colapso, distinto en cada caso, pero casi siempre funesto. El panorama final es uno de desolación pero, sobre todo, de furiosa búsqueda de anclas de orden que permitan sobrevivir. El desorden, la incertidumbre y la violencia acaban desgastándolo todo, al grado de que, como habría dicho Maslow, la gente retorna a lo más elemental.

La gran pregunta para el México de hoy es cómo cambiar, cómo transformar al país sin acabar en el tipo de caos, o autoritarismo, en que concluyó aquella revolución. Un análisis de esta naturaleza fácilmente puede conducir a la claudicación: «mejor no le muevas». Pero el análisis es necesario para entender qué es lo que tiene que cambiar y cómo lograrlo de la mejor manera. El asunto de la corrupción es particularmente importante en este plano.

En meses recientes, la presión por actuar en materia de corrupción ha venido en ascenso y desde las más diversas trincheras se demanda acción por parte del poder legislativo; el propio presidente Peña planteó el llamado «sistema nacional anti-corrupción». Los activistas han estado luchando en todos los foros, pero la resistencia a cualquier cambio que se evidenció en el Senado al final de abril hace evidente que se trata de una fibra extraordinariamente sensible. Ahí chocaron activistas con las fuerzas políticas reales y… no avanzó nada. La pregunta pertinente es si la estrategia que se ha seguido hasta la fecha para atacar el problema de la corrupción es el adecuado en el sentido de ser susceptible de modificar la realidad, porque eso es, a final de cuentas, la única medida relevante.

En los países desarrollados, la ley y las instituciones funcionan a partir de la combinación de dos factores: un acuerdo básico, así sea implícito, sobre el reino de la ley y la existencia de mecanismos efectivos para hacerla cumplir. Es el apego a ese conjunto de principios -zanahoria y chicotito- lo que hace que la sociedad funcione. En México nunca tuvimos algo equivalente y, por más que tenemos toneladas de leyes, no existe esa combinación clave de acuerdo básico y cumplimiento.

México logró su estabilidad en el siglo XX a través del orden priista, cuya esencia consistía en el intercambio de disciplina y lealtad al sistema a cambio de la promesa de acceso al poder y a la corrupción. Estos factores, promesa y acceso, le dieron coherencia y viabilidad al sistema político. De esta forma, el cemento que mantuvo unido al sistema político postrevolucionario fue ese intercambio, donde la corrupción jugó un papel primordial en la estabilidad del país.

Por algún tiempo, las vastas estructuras autoritarias de aquella era fueron sumamente efectivas en hacer valer las lealtades y la paz; sin embargo, el exitoso desempeño del país a lo largo del tiempo fue mermando esas fortalezas hasta que las estructuras colapsaron. Desde esta perspectiva, la reforma electoral de 1996 es sumamente reveladora porque en lugar de cambiar la realidad del poder, incorporó a los dos partidos políticos de oposición más grandes al sistema de privilegios y corrupción. Es decir, se preservó el viejo sistema y su instrumento de cohesión (la corrupción), ahora incorporando a las oposiciones. El sistema no se abrió, sólo amplió el espectro de la corrupción.

Visto así el panorama, la pregunta es cómo atacar la corrupción sin llevar al colapso del sistema político en su conjunto: qué y cómo reemplazar a la corrupción como el cemento que preserva la estabilidad del sistema político, cada día está más soportado con alfileres que con cemento. Eliminar la corrupción de la noche a la mañana, suponiendo que eso fuera posible, sin substituir su función estabilizadora podría fácilmente conducir a brotes de inestabilidad y violencia; por su parte, preservar el sistema de corrupción institucionalizada no haría sino continuar mermando todo sentido de orden, eliminando lo poco que queda de legitimidad del sistema. Más que acabar con la corrupción, la clave reside en cómo substituir su función a través de procesos institucionales o, dicho de otra manera, sumando en lugar de confrontando.

Si la corrupción no es meramente un proceso de enriquecimiento por parte de quienes ostentan poder político y/o controlan goznes clave en la toma de decisiones para la asignación de proyectos públicos, sino un mecanismo de estabilización política, la solución no puede radicar en una mera confesión unilateral de parte porque eso eliminaría el incentivo a mantener la lealtad al sistema. Por supuesto, es evidente que la corrupción trasciende con mucho los niveles hipotéticamente requeridos para que un actor político mantenga su lealtad; sin embargo, nadie sabe cuáles son esos límites y, por consiguiente, sin un mecanismo de substitución, sólo quienes ya hayan acumulado vastas fortunas serían susceptibles, en teoría, de aceptar un cambio de sistema.

Yo no tengo la solución a este acertijo, pero es obvio lo que el nuevo intercambio tendría que incorporar: pintar una raya respecto al pasado (con alguna contraprestación relativamente nominal), incluir a todos los mexicanos (no sólo a los políticos) y venir acompañado de un mecanismo creíble y permanente de persecución de la más mínima violación en el futuro. La alternativa bien podría ser volver a los alzamientos de antaño.

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Oportunidades y expectativas

Luis Rubio

Según un viejo proverbio chino, hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida. La historia de México en las últimas décadas es, en buena medida, la del choque entre promesas excesivas y expectativas incontrolables. Pero peor que eso han sido las oportunidades perdidas o, quizá todavía más grave, las oportunidades desperdiciadas. La combinación explica en buena medida la desconfianza predominante, la volatilidad en las percepciones y lo difícil que ha sido para los gobiernos de las últimas décadas lograr y mantener la credibilidad de la población.

Lo más impactante es el choque entre realidades y percepciones. México ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. De una economía endeudada, introvertida y ensimismada pasamos a la globalización con una ingente capacidad creativa y productiva, convirtiéndonos en una de las potencias manufactureras del siglo XXI. En la política, pasamos de un sistema autoritario y totalmente obscuro a una democracia incipiente y con problemas, pero que elige a sus gobernantes (por distantes que sean), exhibe el abuso, la violencia y la corrupción. La combinación ciertamente no es óptima y el resultado a la fecha imperfecto porque no ha logrado su objetivo medular, el desarrollo integral, además de que ha dejado innumerables fallas, grandes diferencias de ingresos, vicios persistentes y procesos incompletos (o intocados). A pesar de ello, la realidad es infinitamente mejor a la que era hace treinta años.

El avance del país en estas décadas es innegable y la mejoría en niveles de vida palpable (y medible) y, sin embargo, el ánimo colectivo es negativo, por no decir catastrofista. Me atrevería a decir que la explicación de estos contrastes no reside en lo que se ha hecho, sino sobre todo en las enormes oportunidades que se han desperdiciado. Se ha prometido el Nirvana pero, a la hora de la hora, solo se llega al cielo y eso acaba siendo insuficiente. Claro que no estamos en el cielo, pero valga la metáfora: la realidad objetiva es infinitamente mejor que las percepciones. La pregunta es por qué es tan grande la distancia.

El TLC es un ejemplo tanto de aciertos como de insuficiencias: la envidia del mundo entero desde que se negoció porque ha permitido multiplicar las inversiones, elevar las exportaciones, crear empleos de alta productividad y consolidar la balanza de pagos. El TLC ha logrado todo eso para México, aunque no para toda la población ni para toda la economía: gracias a la falta de estrategias idóneas para integrar a toda la economía en este círculo de éxito, el TLC, por trascendente que es, no le ha dado todo su potencial al conjunto del país. A pesar de sus enormes beneficios, el TLC sigue siendo una oportunidad desperdiciada para un gran número de mexicanos.

Fox logró lo que parecía imposible al derrotar al partido de Estado, pero tan pronto llegó a los Pinos se durmió en sus laureles, ignoró la razón de su éxito y desperdició la oportunidad de crear una nueva plataforma política y de crecimiento económico. Fox no le hizo daño al país (un hito en sí mismo), pero no hizo suyo el momento que él mismo creó. Otro choque de promesas y expectativas.

El gobierno del presidente Peña promovió un paquete de reformas extraordinariamente ambicioso pero se atoró cuando los costos de implementación comenzaron a apilarse. Como con el TLC, las reformas, al menos algunas, irán rindiendo frutos en el tiempo, pero los pasos en falso ya tuvieron su costo: la promesa del gobierno eficaz acabó siendo solo eso, una promesa. Otro abono al choque de expectativas.

Estos tres ejemplos ilustran nuestra forma de ser: no es que no avancemos, sino que tendemos a dar dos pasos hacia adelante, para luego echarnos uno hacia atrás. El progreso es palpable y real, pero la percepción acaba siendo lo opuesto, sobre todo porque esos dos pasos se sobrevenden de manera tan excesiva que jamás es posible lograr lo prometido. La población acaba midiendo lo que no se hizo en lugar de reconocer lo mucho que efectivamente se avanzó.

El TLC es el pilar y motor de la economía mexicana; sin TLC estaríamos igual que nuestros vecinos al sur del hemisferio. Fox no cambió al país, pero la derrota del PRI rompió con el monopolio del poder, separó al PRI de la presidencia y, con ello, impidió que volviera a ser posible el tipo de control y centralización que era el corazón del autoritarismo. Reformas como la de energía y, potencialmente, la educativa, son susceptibles de transformar radicalmente al país. En una palabra, el país es mucho mejor hoy que hace treinta años. Lo que no es mejor es el sistema de gobierno que tenemos, que es de donde nace ese choque de expectativas y oportunidades perdidas.

La causa de tantas oportunidades perdidas reside en la distancia, hasta hoy infranqueable, entre los políticos y la ciudadanía. Los gobernantes mexicanos –de todos los partidos- gozan de formidables protecciones que les permiten prometer el Nirvana sin jamás tener que cumplir. Todavía peor, algo exacerbado en el gobierno actual, no se sienten obligados ni siquiera a dar explicaciones de su pobre desempeño.

Un mejor arreglo político resolvería estos entuertos. Lo paradójico –inexplicable- es que nuestros gobernantes prefieran el oprobio que intentar procurar un nuevo arreglo o, al menos reconocer que lo existente no funciona. Como con el proverbio chino, parecen preferir la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida.

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México en vilo

MAGUEN – Abril 2016

Luis Rubio

Hay dos maneras de observar a México: una es apreciando lo mucho que ha cambiado en las últimas décadas; la otra es padeciendo lo mucho que falta por cambiar. Se trata de dos caras de una misma moneda: un parte del país avanza y quiere salir adelante; otra se aferra al pasado y trata de impedir el cambio. Por muchas décadas, sobre todo entre los sesenta y el fin de los ochenta, se hizo todo por evitar cambiar.  El resultado fue desastroso porque prolongó la agonía y no permitió que la economía creciera, generara riqueza y empleos.

Hay dos cosas de las que no hay duda alguna: ante todo, el cambio es real, mucho de éste sumamente positivo y con enormes consecuencias para la vida social, económica y política. La otra cosa que caracteriza al país es que la forma de cambiar es peculiar: típicamente, se dan dos pasos hacia adelante y (al menos) uno para atrás. El resultado es que, aunque el cambio es real y, en ocasiones, vertiginoso, las percepciones con frecuencia llevan a la decepción.

Los cambios comenzaron desde los sesenta, momento en el cual el antiguo modelo de desarrollo industrial por substitución de importaciones comenzó a fallar, a la vez que las protestas estudiantiles condujeron a cambios políticos de enorme trascendencia, sobre todo porque, en los setenta, se inauguró la era de crisis y devaluaciones. En los ochenta se inició un proceso de reforma que redefinió la naturaleza de la economía mexicana y obligó a las empresas a adecuarse a la competencia por importaciones y a adoptar patrones de calidad y precio competitivos frente al mundo. Aunque la apertura no ha sido completa y persiste un sector industrial viejo con poca viabilidad de largo plazo, el cambio es dramático y nos impacta a todos.

Es claro que no todos los cambios realizados han sido positivos, a la vez que no todos los gobiernos de los ochenta para acá han sido igualmente diligentes en la conducción de los asuntos públicos. Sin embargo, si uno ve hacia atrás, es impactante tanto el cambio como la continuidad que se ha dado entre gobiernos de diverso signo político como de naturaleza y orígenes distintos. En ocasiones parece como que no hay brújula en la conducción gubernamental y, en otras, es evidente que existen poderosos intereses que limitan la capacidad de resolver problemas fundamentales del más diverso tipo. En cierta forma, esa es la naturaleza de México.

John Womack, el autor de Zapata y la Revolución Mexicana, escribió que «la democracia no produce, por sí misma  una forma decente de vivir; más bien, son las formas decentes de vivir las que producen la democracia». En México nos falta mucho para lograr formas decentes de vivir e interactuar, pero eso no niega el hecho de que ha habido profundas transformaciones.

El mayor de los beneficios de las reformas de los ochenta y noventa y, previsiblemente, de las de los últimos dos años, radica en que se ha consolidado una clase media incipiente que tiene capacidad de consumo muy superior al que caracterizó a la sociedad mexicana en el pasado. Poco a poco, México se ha convertido en un país cada vez más competitivo y exitoso, que logra remontar problemas como el de la fortaleza del dólar que se ha evidenciado en los últimos meses. Desde luego, hay problemas fundamentales que no se han resuelto, comenzando por el de la pobreza, e incluyendo todos aquellos que hacen difícil la vida cotidiana tanto en la economía como en el quehacer de cada día.

Los próximos años van a ser mucho más complejos porque el país no tendrá alternativa más que avanzar con celeridad en la consolidación de procesos que no hemos asumido pero que no van a ser evitables, como el de la transparencia en el actuar gubernamental; la transparencia de las cuentas fiscales personales y de cuentas bancarias en México y en el extranjero; y la reducción de aranceles a las importaciones. Todos y cada uno de estos rubros van a impactar la forma en que actuamos, consumimos, gastamos, ahorramos e invertimos. En adición a esto, se vienen procesos tecnológicos cada vez más avanzados que reducirán el empleo tradicional y forzarán al país a buscar nuevas fuentes de generación de trabajo y riqueza. Todo esto obligará a reformas mucho más grandes de lo que hoy se puede avizorar en materia educativa, contractual, tecnológica y comercial. La transición va a ser compleja y, en muchos casos, costosa. Tardará más o tardará menos, pero se trata de asuntos que van a presentarse en el curso del próximo lustro y que serán arrolladores.

El impacto de todo esto para la comunidad será fundamental. El desarrollo de la comunidad no es ajeno a lo que ocurre en el país ni puede ser distinto. Las fuerzas que obligan al país a adecuarse son incontenibles y no van a poder pararse. La forma de enfrentar los desafíos que estos cambios  procesos dependerá de cada empresa y persona, pero todos los viviremos de manera directa y definitiva. Es por eso que es tan importante comprender la naturaleza de los cambios que ocurren y su racionalidad, así como la de desarrollar nuevas y más efectivas maneras de incorporarnos, como comunidad, en los asuntos más trascendentes  y rezagados de la vida nacional, como la inseguridad, la pobreza, la educación y la falta de oportunidades.

La comunidad judeo-mexicana tiene la enorme oportunidad, pero también la responsabilidad, de liderar estos procesos de cambio, hacerlos suyos y salir exitosa en el camino. No será fácil, pero, como dijo Herzl en otro contexto, si hay la voluntad no hay nada que la pueda impedir.

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Distorsiones

Luis Rubio

 

La vida es siempre un balance entre el vaso medio lleno y el vaso medio vacío. La actitud respecto a la vida, el trabajo y la economía es fundamental no sólo en el desarrollo de los países, sino también en la estabilidad política. Keynes habló de los espíritus animales como la forma de comportarse de los agentes económicos y cómo estos se mueven por instinto, actitudes y percepciones. Esa observación de los años treinta no ha hecho sino explotar en importancia en la era de las comunicaciones ubicuas que generan expectativas incontenibles.

En fechas recientes, se ha desatado un gran debate respecto al pesimismo que parece determinar las actitudes colectivas en el país. ¿Cómo es posible, argumentan, que el consumo crezca con la celeridad que lo ha hecho en los últimos meses (el consumo siendo, a final de cuentas, el objetivo de la actividad económica) y, sin embargo, la gente ve todo con lentes de pesimismo? Los propios empresarios, dicen desde el gobierno, afirman que sus empresas (excluido el sector petrolero) van bien y, sin embargo, sus percepciones difícilmente podrían ser más negativas.

La gran pregunta es si las cosas han mejorado o empeorado. Los males y los problemas que padecemos son obvios y no hay duda que la incapacidad de lidiar con algunos de ellos genera profunda frustración y anima la visión pesimista. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que llevemos casi un cuarto de siglo experimentando secuestros, extorsiones y homicidios de manera flagrante y todavía no haya ni siquiera un consenso respecto al diagnóstico del problema, para no hablar de una solución? ¿Cómo explicar la incapacidad de una sucesión de gobiernos en estas décadas de atender los problemas más elementales en términos de servicios, infraestructura, la famosa «permisología» o la educación? Todos y cada uno de los problemas tiene una explicación, muchas veces lógica, pero el conjunto arroja un legado muy poco encomiable para gobiernos locales y nacionales de los tres partidos políticos. No hay excusa posible.

Y, sin embargo, una medición objetiva de la realidad arroja enormes mejorías en las últimas décadas. El precio real, después de inflación, de innumerables bienes ha disminuido; el número de familias que cuenta con casa propia ha crecido de manera dramática; las libertades individuales son incomparablemente superiores a las que existían hace algunas décadas; la calidad de los bienes y servicios que consumimos y empleamos es incomparablemente superior. Con todos los avatares, la mejoría en los niveles de vida es palpable.

En su extraordinaria reflexión sobre su padre, y sobre sí mismo, Federico Reyes Heroles (Orfandad) recuerda que los domingos solía acompañar a su padre a una tienda de ultramarinos para «ver qué hay», o sea, para ver qué habían conseguido o importado esa semana. Los jóvenes de hoy no tienen idea de lo que significa una economía cerrada o la inexistencia de un bien: hoy todo está disponible y de inmediato.

Si la realidad objetiva ha mejorado de manera indisputable, ¿por qué el pesimismo reinante? Cada quien tiene su teoría, pero yo creo que hay dos factores inmediatos y uno preponderante y absoluto que nos permiten comprender el fenómeno.

Uno sin duda es la corrupción, asociada a la percepción de que ésta ha explotado en dimensiones. Otro es la ausencia de liderazgo gubernamental y, a la vez, un rechazo casi visceral a cualquier ejercicio de liderazgo. Estos elementos están interconectados.

Las reformas que comenzaron en los ochenta requirieron un enorme ejercicio de liderazgo, sin el cual ese primer gran esfuerzo hubiera sido imposible, pero la crisis de 1994-95 y su pobre manejo político dio al traste con la credibilidad del proyecto reformista. La «entrada a la democracia» en 2000 atizó el fuego por su incapacidad de resolver problemas y por el pésimo liderazgo de que vino acompañada. El gobierno actual prometió gobernar con eficacia, sólo para encontrarse con que no tenía la varita mágica que permitiera lograrlo.

El segundo gran asunto es sin duda el de la corrupción, que ha exacerbado el enojo ciudadano. Yo no se si, en volumen, la corrupción es mayor o menor, pero es obvio que la percepción ciudadana es que ésta ha explotado. Parte es el mero hecho de que ésta es cada vez más visible y que su evidencia se disemina de manera instantánea. Otra parte es que los gobernantes de antes eran menos crasos en su forma de cometer actos de corrupción: cuidaban las formas porque sabían que el asunto se había tornado explosivo. Hoy ya no hay recato alguno.

El factor absoluto que ha cambiado es la información instantánea que genera expectativas incontenibles. Antes la información se controlaba de manera vertical y fluía de acuerdo a las preferencias gubernamentales de arriba hacia abajo. Hoy ésta es ubicua y horizontal: se genera y disemina por todos lados y nadie la controla. Aunque hay evidente capacidad de manipulación, nadie tiene monopolio en ello.

En su discurso de aceptación del premio AFI, Sean Connery comentó que su niñez no era promisoria, pero «yo no sabía que me faltaba algo porque no tenía con qué compararme; y hay una cierta libertad en ello». El gran problema de gobernar en el mundo de hoy es que, como dice David Konzevik, «los pobres de hoy son ricos en información y millonarios en expectativas». En esas circunstancias, «el arte de gobernar es el arte de manejar las expectativas». El país ha mejorado, pero en el manejo de expectativas nuestros gobiernos de las últimas décadas han sido atroz.

 

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Los límites de la salvación

  ENFOQUE – abril 2016

Luis Rubio

Los mexicanos viven a la espera de que alguien llegue a salvarlos, una esperanza que se renueva cada seis años. Se trata del anverso del autoritarismo del régimen priista: un vasto sistema de control político que limitaba la capacidad de acción de la población, haciéndole esperar un cambio desde arriba. Si bien el viejo sistema se colapsó, sus formas y su cultura permanecen, incluso después de dos administraciones del PAN, partido creado como reacción al abuso del PRI. Esta circunstancia crea dos realidades paralelas y en cierta forma paradójicas: por un lado, la sociedad mexicana grita pero no se rebela; por el otro, el país cambia mucho más, y mucho más rápido, de lo que parece.

El mundo se ve difícil cuando uno ve hacia adelante y otea los desafíos que México enfrenta y la aparentemente poca capacidad para remontarlos. Sin embargo, cuando uno ve hacia atrás, es impactante que tanto ha cambiado en la realidad del país. Hoy México es una potencia manufacturera en el mundo, la población se expresa con libertad y los niveles de vida han mejorado sensiblemente. Por supuesto, nada de eso disminuye las carencias que caracterizan al país, pero sí las pone en perspectiva.

El contraste en perspectivas es revelador de la forma en que México ha evolucionado en las últimas décadas. Hasta fines de los sesenta, la economía crecía con celeridad y el sistema político autoritario (que gozaba de enorme legitimidad) creaba un entorno de orden y paz. El gobierno federal dominaba toda la vida nacional y cuidaba de la seguridad con los métodos de la época. Ese mundo idílico comenzó a deteriorarse porque no generó válvulas de escape en lo político y porque su sustento económico (esencialmente la exportación de granos para pagar importaciones de bienes de capital) dejó de funcionar, generando una crisis de crecimiento.

A partir del inicio de los setenta, un gobierno tras otro ha desarrollado respuestas al problema del crecimiento. Algunos llevaron al país al borde de la quiebra (1970-1982), otros construyeron estructuras permanentes, como el Tratado de Libre Comercio de Norte América, que contribuyeron a la transformación de la planta industrial. Sin embargo, al igual que en el ámbito político, ese proceso de cambio económico ha quedado trunco por la presencia de factores de poder que se benefician del statu quo. En contraste con procesos transformativos en otras naciones, en México ha habido ánimo de cambio pero no la disposición o capacidad para modificar la estructura de poder (igual económico que político).

La transición política que el país ha vivido muestra esto de manera patente. Aunque hubo un acuerdo inicial (1996) respecto a la modificación de las reglas electorales para garantizar la equidad de las elecciones, nunca hubo un acuerdo sobre el punto de partida y menos sobre el objetivo a alcanzarse. De esta manera, la política nacional sigue siendo tan contenciosa como antes y los partidos reconocen el resultado electoral siempre y cuando éste les favorezca. Es decir, la elección fue democrática si gano, no lo fue si pierdo. Así, aunque no hay forma de rechazar la profesionalización de los órganos electorales y la transparencia de los procesos de elección, cerca del 35% de la población piensa que lo relevante no es el proceso sino el resultado.

Es en este contexto que debe entenderse la llegada del presidente Peña Nieto al gobierno y su incapacidad para avanzar su agenda. Habiendo sido un gobernador exitoso, Peña Nieto prometió eficacia como su carta de presentación. Tan pronto asumió la presidencia, inició un torbellino legislativo. En unos cuantos meses, la constitución mexicana se había transformado en sus artículos principales. La agenda de cambio no era nueva: todo lo reformado se había discutido por décadas; lo impresionante fue la habilidad política para lograr que las reformas se convirtieran en ley. El presidente exhibió una gran capacidad de negociación, pero el factor clave, el único que sus predecesores panistas no podían administrar, consistió en controlar a las huestes priistas. Por razones históricas, los priistas, por décadas a lo largo del siglo XX los detentores del poder, son también los beneficiarios del statu quo. Su oposición a las propuestas previas de reforma era producto de su deseo de preservar sus cotos de caza. El éxito de Peña residió en controlar a esos grupos y evitar que bloquearan el proceso legislativo. Tan pronto éste concluyó, esos mismos intereses retornaron a lo de siempre: a ignorar las reformas y seguir en sus negocios tradicionales.

En adición al marasmo legislativo, el nuevo gobierno se colocó por encima de la sociedad y recreó viejos mecanismos de control sobre la sociedad, los gobernadores, los medios de comunicación, los sindicatos y los empresarios. Este actuar respondía a una consideración medular: el gobierno partió de la premisa que el país requería retornar al orden y el mejor modelo para ello era la época de oro del PRI: los sesenta. Aunque es obvio que el viejo sistema político y la estrategia económica de antaño no se colapsaron por voluntad de los entonces gobernantes, el gobierno de Peña ignoró los cambios ocurridos tanto en México como en el mundo en estas décadas y se abocó a llevar a cabo su propia agenda de transformación –y su propia realidad.

La población vivió la llegada de Peña Nieto y su asertividad con una mezcla de asombro y expectativa. Como el gran Tlatoani, el líder azteca, Peña llegó a salvar a México. Asombrados, los mexicanos observaban. Sin embargo, el desempeño económico de la administración fue de mal en peor, los aumentos de impuestos afectaron el consumo de la población más pobre y el enojo de los afectados por la inserción creciente de controles fue en ascenso. Tan pronto se presentó la primera crisis –la gota que derramó el vaso- todo el país se volcó contra el presidente. Más allá de las muertes de los 43 estudiantes en Iguala hace un año, su significado político fue claro: se convirtió en una excusa para que toda la población, en el anonimato colectivo, expresara su disenso.

Lo extraordinario no fue el enojo o el vuelco, ambos observables y predecibles, sino la absoluta incapacidad del gobierno para responder. Atrás quedó la eficacia, ahora reemplazada por un gobierno asustado y paralizado. La realidad del poder en México había ganado: acabó siendo evidente que la agenda del gobierno no pretendía alterar la estructura del poder sino meramente incorporarle cierta eficiencia a algunos sectores o actividades con potencial, todo ello sin minar los intereses que se benefician del sistema.

Lo que la experiencia del presidente Peña demostró es que México tiene un grave problema de poder: no hay un conjunto elemental de reglas del juego que gocen de legitimidad cabal entre los actores políticos y, por lo tanto, no hay reglas para nada. El gobernante tiene enormes poderes que le permiten actuar de manera arbitraria en cualquier momento, razón por la cual la inversión –y la credibilidad- se limita a un periodo sexenal y todo gira en torno a la confianza que inspira el presidente en turno. Es decir, el gran problema de México es que carece de instituciones que le den permanencia y legitimidad al sistema de gobierno y garantías de estabilidad a los mexicanos.

Así, México vive una permanente esquizofrenia: grandes cambios y pocos logros; regiones exitosas y gran pobreza en otras; un gobierno que promete eficacia pero sólo poquita. México vive atrapado entre el viejo sistema de controles que persisten y una sociedad crecientemente preparada y cada vez más demandante. Como en los viejos tiempos, esto permite una aparente estabilidad pero garantiza una permanente ilegitimidad. Hasta que venga el siguiente presidente con nuevas promesas.

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México comparado

México comparado

Luis Rubio

El mundo antes funcionaba de manera vertical porque todo estaba concentrado: la información, el control de las fábricas, las relaciones sindicales. Las decisiones se concentraban y la sociedad sabía lo que las estructuras del poder permitían. El mundo de hoy es cada vez más horizontal, donde la información tiene una multiplicidad de fuentes (que son autónomas, como las redes sociales, y se retroalimentan); en la economía se agrega valor en puntos del proceso sobre el que ninguna autoridad centralizada tiene control; y los sindicatos han perdido capacidad de controlar hacia abajo y vender el servicio hacia arriba. Esto que ocurre en los ámbitos públicos no es distinto a lo que se observa en las escuelas, las familias y los gobiernos. El monopolio del poder desapareció, o al menos se debilitó dramáticamente, porque es incompatible con una economía moderna y una sociedad con capacidades para desarrollarse.

El fenómeno es mundial y nadie puede quedar exento, excepto si opta por empobrecerse al abstraerse del mundo exterior, como ocurre con algunos sistemas ermitaños. Aunque, por supuesto, cada país tiene características propias que emanan de su historia y circunstancias, muchos de nuestros retos no son, al menos en concepto, radicalmente distintos a los de otras naciones.

Lo que sigue es una evaluación de China* que podría parecer absolutamente mexicana:

  • “Los regímenes autoritarios contemporáneos que carecen de legitimidad derivada de un proceso político competitivo tienen esencialmente tres medios para mantenerse en el poder. Uno es el soborno de sus poblaciones por medio de beneficios materiales; el segundo es la represión a través de violencia y el miedo. El tercero consiste en apelar a sus sentimientos nacionalistas. [El gobierno] ha empleado los tres instrumentos, pero ha dependido principalmente de los resultados económicos y ha recurrido a la represión (selectiva) y el nacionalismo sólo como un medio secundario.”
  • “Las autocracias, que se han visto obligadas a realizar un pacto faustiano con el diablo para mantener su legitimidad con base en su desempeño, están destinadas a perder la apuesta porque los cambios socioeconómicos resultantes del crecimiento económico fortalecen las capacidades autónomas de las fuerzas sociales de base urbana, como son los empresarios, intelectuales, profesionales, creyentes religiosos, y los trabajadores ordinarios, todo esto a través de mayores niveles más altos de alfabetización, mayor acceso a la información, acumulación de riqueza privada, y una mejor capacidad para organizar la acciones colectivas.”
  • “Si las dificultades económicas de largo plazo fuesen puramente estructurales, las perspectivas del país no serían necesariamente graves. Un conjunto de reformas eficaces podría asignar recursos de manera más eficiente para hacer la economía más productiva.”
  • “Sin duda alguna, las reformas económicas de las últimas décadas han cambiado radicalmente al país. Sin embargo, el [sistema] aún preserva sus instintos e instituciones depredadoras.”
  • “El rechazo a cualquier límite significativo al poder del [gobierno] implica, en términos prácticos, que [el país] no puede desarrollar instituciones judiciales verdaderamente independientes o agencias reguladoras capaces de hacer cumplir las leyes y las normas.”
  • “En tanto [el partido y el gobierno] se mantengan por encima de la ley, es imposible implementar reformas económicas”.
  • “Lo que mantiene atorado a la economía no es su dinámico sector privado sino las ineficientes empresas estatales, que continúan recibiendo subsidios y desperdician un escaso capital.”
  • “Una serie de reformas económicas genuinas y completas, si realmente fuesen adoptadas, amenazarían los cimientos del sistema prevaleciente.”
  • “La preservación de instituciones depredadoras y extractivas impide que funcionen las reformas económicas radicales… haciendo imposible la construcción de una economía genuina de mercado sustentada en el Estado de derecho.”
  • “Ahora que termina la era de rápido crecimiento producto de reformas parciales, así como de factores o eventos excepcionales, lograr un crecimiento sostenido requerirá una revisión radical de sus instituciones económicas y políticas con el fin de lograr una mayor eficiencia. Pero dar un paso de esta naturaleza sería fatal para [el sistema] porque destruiría las bases económicas de su poder; así, es difícil imaginar que [el sistema] de hecho cometiera suicidio económico y, por lo tanto, político.”
  • “Quienes no sean persuadidos por este razonamiento deberían contar el número de dictaduras en la historia que voluntariamente cedieron sus privilegios y el control de la economía con el fin de garantizar la prosperidad del país en el largo plazo.”
  • “La fuente más importante de cambio en los regímenes autoritarios es el colapso de la unidad de las élites gobernantes… Esto ocurre principalmente por la intensificación del conflicto dentro de las élites respecto a la mejor estrategia de supervivencia y distribución del poder y régimen clientelar… La experiencia de las transiciones democráticas desde los 70 muestra que el asunto más polémico que enfrentan las élites es cómo responder al reclamo de cambio político por parte de las fuerzas sociales: recurrir a la represión para apaciguar a esas fuerzas a través de una escalada violenta o recurrir a la liberalización para darles cabida.”

La dinámica político-económica de México y China es radicalmente distinta, pero el desafío es sumamente parecido.

*Pei, Minxin, Twilight of the CPP? The American Interest, Spring 2016

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México comparado

 

 

24 Abr. 2016

México y Estados Unidos

Luis Rubio

No existe un modelo perfecto para la relación entre México y Estados Unidos porque no hay otra relación igual. Hay muchas naciones que comparten largas fronteras, pero ninguna en la que se junten diferencias tan grandes de desarrollo e ingresos. Hay muchas naciones que intercambian elevados volúmenes de bienes y cruces de personas, pero ninguna tan activa como la que compartimos las dos naciones norteamericanas. Ciertamente, hay numerosos pares de países europeos, Canadá-EUA y algunos en Asia que experimentan similares procesos de integración industrial, pero ninguno se asemeja en términos de la combinación y dimensiones de cruces fronterizos, intercambios comerciales y poblaciones de cada uno viviendo en el otro lado de la frontera mutua.

Su contienda electoral ha evidenciado que México es un actor inevitable e importante, circunstancia que puede llevar a dos conclusiones: una, que debemos cerrar los ojos y confiar en que ellos sabrán actuar de manera responsable. La otra, que debemos responder de manera decidida. La primera alternativa es absurda porque esa no es forma de conducir los asuntos de una nación soberana y orgullosa como México. La segunda sería acertada sólo si implica no confrontar sino, más bien, desarrollar una estrategia que reduzca nuestra vulnerabilidad y haga irrelevante el proceso político interno para la funcionalidad de las cosas que nos son importantes.

Como numerosas veces ilustró Octavio Paz en su inigualable prosa, nuestra frontera es excepcional por el choque cultural, histórico y de civilizaciones que representa. La relación no se asemeja a otra que con frecuencia se menciona como modelo, la de Estados Unidos con Israel, porque los factores que animan a la comunidad judía estadounidense nada tienen que ver con las comunidades mexicanas en EUA, comenzando por el hecho de que los judíos estadounidenses no provienen de aquel país. Las supuestas semejanzas no son tales.

Un embajador mexicano en Washington en los ochenta resumió la visión tradicional de una manera por demás vívida: “vecinos siempre, socios ahora, amigos nunca”. Esa forma de concebir la relación nos ha llevado a donde estamos: sin estrategia, abandonando nuestros intereses y cediendo la iniciativa y todos los espacios a nuestros detractores: sindicatos, ecologistas y grupos anti-inmigrantes. En lugar de actuar dentro de los marcos naturales y permisibles en el entorno estadounidense, hemos quedado marginados -impávidos- ante el espectáculo de la destrucción del nombre de nuestro país y nuestros connacionales.

Luego de años de ignorar a los mexicanos que habían migrado hacia el norte, hoy la política mexicana en EUA se concentra casi exclusivamente en ellos. Esto es natural y lógico, pero es insuficiente. Claramente, el gobierno mexicano tiene la obligación de atender a los connacionales, resolver sus asuntos y protegerlos. Pero es clave entender que los mexicano-estadounidenses no están para ayudar a México o para convertirse en instrumentos del gobierno mexicano. Más bien, es el gobierno mexicano el que tiene que asistirlos, confiando en una reconciliación de largo plazo que, lejos de ser utilitaria, sea producto del mutuo reconocimiento y respeto.

Por otro lado, la parte abandonada de la relación, es la que tiene que ver con los propios estadounidenses. En contraste con la falta de memoria histórica en muchos de sus asuntos de política exterior, la memoria respecto a quienes son sus amigos y quienes no lo son es legendaria. Aunque nosotros desarrollamos una extraordinaria presencia cuando se negoció el TLC al inicio de los noventa, nunca dimos la cara cuando se presentaron momentos adversos (como los asesinatos de 1994, la devaluación de aquel año y, sobre todo, la patética respuesta a los eventos de septiembre 11), además de las expectativas destrozadas tanto por el fallido gobierno de Fox como por la ineficacia del gobierno actual. Pasamos de la hiperactividad a la total ausencia, creando un ambiente desfavorable, cuando no hostil, por parte de nuestro principal socio comercial. La clave no es ser protagónicos sino dar la cara.

La relación con Estados Unidos requiere atención a dos realidades que son muy distintas, pero no excluyentes, y que jamás deben ser contradictorias. No se puede pretender influir en sus asuntos internos y a la vez pretender ser socios neutrales. Se trata de la principal relación bilateral que tenemos y que siempre será central por razones geográficas, económicas y geopolíticas. Nada de eso impide que tengamos relaciones activas con todo el resto del mundo, pero ésta tiene que ser, como se dice en el argot político, “de Estado”. Se trata de una relación que puede ser limitante si no la desarrollamos, pero también puede ser fuente de infinitas oportunidades si la cultivamos debidamente. Nuestro objetivo debe ser el de proteger y avanzar nuestros intereses, a la vez de hacer posible una convivencia funcional y mutuamente satisfactoria.

En 1992 el gobierno erró al apostar por un candidato, que perdió. Nuestra lógica jamás debe ser la de escoger candidatos o intentar manipular resultados. Más bien, lo crucial es nunca volver a quedar en una situación como la actual en que somos parte protagónica de su debate interno sin tener instrumentos ni posibilidad de actuar. Debemos tener una presencia activa pero discreta que, paradójicamente, nos haga invisibles: que nadie tenga incentivo alguno para atacar a México y los mexicanos. Justamente al revés de donde hoy nos encontramos.

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Pobreza y desigualdad

Luis Rubio

“Resolver la pobreza sin que importe la desigualdad de oportunidades, dice Gonzalo Hernández Licona de Coneval, podría implicar que los participantes relevantes [en la sociedad] seamos los mismos de siempre”. Efectivamente: es imposible negar el hecho de la desigualdad. Pero la pregunta pertinente es ¿qué hacemos mientras se resuelve el problema de la desigualdad, presumiblemente más complejo que el de la pobreza? La respuesta es todo menos obvia y requiere más que insultos y frases gastadas para entender y mitigar los problemas de fondo.

Hace algunas semanas escribí proponiendo que el problema es la pobreza porque ésta es lacerante, impide la movilidad social y, sobre todo, podría atacarse con relativa celeridad. Me permito explicar mi perspectiva sobre la dinámica entre pobreza y desigualdad.

Ante todo, la desigualdad es parte inherente a la humanidad, pero existen dos fuentes claramente diferenciadas: una, la desigualdad que genera la creatividad humana y que es fuente de crecimiento de la economía. El desarrollo tecnológico de las últimas décadas ilustra esto a la perfección: unas cuantas empresas tecnológicas han revolucionado al mundo, además de creado una casta de ricos nunca antes imaginable. Lo mismo ocurre con grandes artistas, deportistas y actores: la creatividad humana. Por supuesto, esa creatividad sólo fue posible porque estuvieron satisfechas las necesidades básicas de esas personas desde el inicio de su vida. Esta fuente de desigualdad debe ser aplaudida porque es producto de la competencia abierta, la creatividad y la innovación. Quienes pretenden combatir (o regular o aniquilar con impuestos excesivos) esta fuente de desigualdad estarían matando la gallina que pone los huevos de oro.

La otra fuente de desigualdad, a la que se refiere Hernández Licona, es la más difícil de resolver, pero es la que, acertadamente, genera mayor polémica: la desigualdad producto de monopolios, prácticas sociales, corrupción, subsidios, concesiones y, sobre todo, ausencia de competencia. Esta fuente de desigualdad es resultado de decisiones políticas y burocráticas históricas que sesgan el ingreso, protegen a favoritos, preservan cotos de caza y, sobre todo, impiden el acceso del ciudadano de a pie a la movilidad social. Esta fuente de desigualdad es la que ha marcado al país desde la colonia, creando una nación de pobres, polarizada en sus clases sociales y con un acentuado racismo, así como una total ausencia de oportunidades para la inmensa mayoría de la población.

El verdadero problema es cómo enfrentar este desafío. Lo fácil es proponer medidas regulatorias y aumentos de impuestos a los mayores ingresos (que siempre encuentran vericuetos fiscales) para luego distribuirlos entre los pobres. Parece obvio, pero no deja de ser irónico que se proponga que los mismos políticos y burócratas que crearon el problema -y que lo preservan- sean quienes ahora lo vayan a resolver. Es decir, solo para ejemplificar, se propondría que nuestros diligentes gobernadores, esos que dispendian recursos, roban el dinero del erario sin consecuencia alguna y dejan deudas multimillonarias al final de sus mandatos, ahora se dediquen a redistribuir el ingreso a favor de los pobres.

Para realmente transformar al país, generar condiciones para un crecimiento económico acelerado y eliminar la segunda fuente de desigualdad, se requiere un cambio integral del régimen socio-político que nos caracteriza. Lamentablemente, muchos políticos y candidatos -y sus asesores- prometen erradicar la desigualdad en un santiamén cuando su único propósito es lograr el poder.

Si uno acepta que la desigualdad es producto de una serie de sesgos que la causan y preservan, la única forma de acabar con ella es eliminando esos sesgos y ese es un asunto político: implica modificar las estructuras sociales, políticas y económicas que sostienen un sistema que desvía los beneficios a favor de una parte de la sociedad y discriminan contra el resto.

Desde mi perspectiva, sólo un sistema liberal de gobierno podría lograr esto. Un sistema liberal parte del principio de que todo mundo debe tener el mismo acceso a las oportunidades: las leyes están diseñadas para que todos tengamos los mismos derechos; un sistema de justicia que efectivamente crea condiciones para que todos los mexicanos, comenzando por los más modestos, tengan acceso a la justicia en condiciones equitativas; y la función del gobierno es la de, por un lado, asegurar que todo mundo tenga igual posibilidad de acceso (aquí entra el combate a la pobreza, orientado a eliminar barreras a la igualdad de oportunidades) y, por el otro, a establecer un conjunto de reglas del juego que todo mundo conoce de antemano y que el gobierno hace cumplir.

En suma, enfrentar la desigualdad no es asunto de regulaciones o impuestos sino de un régimen sociopolítico distinto. Como veo poco probable un cambio en esa dirección, me parece que el combate a la pobreza, orientado hacia la igualación de oportunidades de acceso (sobre todo educación y salud), es la única forma en que podríamos proceder, al menos por ahora. Más allá de acciones en este frente, sólo el crecimiento económico acelerado puede permitir reducir la pobreza de manera significativa y eso requiere un cambio de enfoque en la política económica.

Lo que no se debe hacer es confundir causas con resultados y pretender que asuntos de esta trascendencia son meramente técnicos y no sujetos a explotación electorera o preferencias ideológicas.

 

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