2018

Luis Rubio

El 2018 llegó temprano gracias a Peña y a Trump, una combinación que resulta letal para las expectativas, miedos, ánimos y, sobre todo, el futuro, porque parece allanar el camino, de manera inexorable, para la presidencia de López Obrador. Esta aparente causalidad se ve reflejada en las encuestas, mismas que el propio AMLO ha procurado convertir, con enorme habilidad, en una profecía que se auto cumple. ¿Será así de fácil?

Parafraseando a H. L. Mencken, “para cada problema hay una solución simple, clara y equivocada” y ésta no es la excepción. El argumento a favor de AMLO se sustenta en cinco elementos: primero, ‘ya probamos al PRI, ya probamos al PAN, ya volvió el PRI y sigue sin funcionar.” Segundo, sólo él, un nacionalista de cepa, nos puede defender de Trump; tercero, no hay candidatos creíbles en los otros partidos; cuarto, así lo dicen las encuestas; y, finalmente, le toca. El comportamiento “presidencial” del candidato contribuye a esta fotografía.

Las encuestas dicen muchas cosas pero, a quince meses de las elecciones, son poco relevantes, máxime cuando los indecisos son, con mucho, el mayor bloque del electorado. Con un solo candidato en el panorama, las encuestas de este momento favorecen todos los prejuicios y sirven para manipular la discusión pública.

El argumento en contra del PRI radica en que este gobierno ha sido un fracaso, la popularidad del presidente hace imposible que surja un sucesor de sus filas, la corrupción ahoga al país y a todos sus potenciales candidatos y en que, a pesar de su promesa de ser un gobierno eficaz, luego de las reformas no ha dado una. Si lo anterior no fuese suficiente, en su obsesión por preservarse en el poder, el gobierno ha politizado todas sus acciones, al grado de cometer suicidio en las elecciones de junio pasado y posponer la actualización de los precios de la gasolina. En consecuencia, dice el mantra político, no hay forma que un priista pudiera ganar.

El argumento en contra del PAN reside en que sus pleitos internos lo anulan, que no existe un candidato carismático capaz de entusiasmar a la ciudadanía y, sobre todo, que ha probado ser -históricamente- un gran partido de oposición, pero uno incapaz de gobernar con efectividad.

En suma, parecería que son innecesarias las elecciones del año próximo porque se trata de un hecho consumado. Yo me pregunto si esto es de verdad tan obvio. Más allá de los evidentes avatares de cualquier contienda -los aciertos y los errores, la suerte y la mala suerte, las circunstancias económicas, y el humor de los votantes a la hora de votar- a mí me parece que es el PRI quien determinará el resultado de la elección y no AMLO.

En primer lugar, las contiendas de más de dos candidatos y una sola vuelta electoral siempre acaban siendo de dos, casi una ley de hierro de la política. En este sentido, la interrogante clave es si la contienda acabará siendo entre PRI y Morena o entre Morena y el PAN. Ceteris paribus, parece evidente que AMLO va a ser el “elefante en el salón,” el candidato a vencer.

En segundo lugar, la característica medular del momento actual es la fragmentación del electorado. En principio, hoy todos los partidos pueden ganar pues, en contraste con el pasado, el electorado ya no tiene lealtades permanentes. En adición a ello, la aparición de los independientes -uno o muchos- como candidatos a la presidencia sin partido, agrega tanto a la dispersión del voto como a su fragmentación. Tengo certeza que ninguno de los potenciales candidatos independientes puede ganar, pero todos compiten por el mismo segmento del electorado, típicamente las clases medias urbanas, justo la población que AMLO requiere para ganar más allá de su base dura en el centro del país y algunas otras localidades como Guerrero y Michoacán. Es decir, casi cada voto que va a un independiente es un voto menos para AMLO.

A lo anterior se agrega el PRD o, por lo menos, Miguel Ángel Mancera, que por más que esté tratando de construir una coalición multicolor, la medida de su éxito residiría en darle viabilidad al PRD más que ganar la presidencia. Esa candidatura divide al voto de la izquierda.

La consecuencia de todo esto es que el próximo presidente probablemente será electo con menos de 30% del voto.

En tercer lugar, con un umbral de triunfo tan bajo, la pregunta crucial es cómo votarán los priistas pues, a pesar de su impopularidad, siguen comandando el mayor voto duro del país. Algunos colocan ese voto duro en alrededor del 26% del electorado, cifra no muy distante de la necesaria para ganar la elección. Sin embargo, como se pudo observar en 2006, los priistas no votan de manera automática y garantizada: Roberto Madrazo apenas logró poco más de la mitad del voto duro de su partido en aquel momento.

Por lo tanto, mi lectura de la realidad política del momento me dice que el PRI podría ganar la elección si postula a un candidato capaz de llevar al 100% de su militancia el día de la elección. Me parece que sólo hay dos o tres priistas que podrían lograr esa faena. Así, de ser correcto mi análisis, la elección está en manos del PRI y no de AMLO. Todo dependerá del candidato que sea postulado y su capacidad para lograr que todos los priistas asistan el día de los comicios.

 

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26 Feb. 2017

Peor ¿imposible?

 Luis Rubio

 

El deterioro es lento pero seguro. Las dificultades se apilan y las expectativas empeoran. La imagen del gobierno empobrece de manera sistemática sin que nadie sea capaz de revertirla. Los partidos y pre candidatos intentan sacar raja del árbol caído, sin preocuparse por las implicaciones de su actuar, igual el PAN que el PRD, Morena o la colección de independientes: cada quien para su santo. Súbitamente sale el sol: Trump parece liberar a todos de sus penas porque ofrece la oportunidad de un problema -o enemigo- común. La unidad adquiere una dimensión cósmica: todos somos migrantes, todos somos patriotas, todos somos buenos. Todos, menos la dura realidad.

Los tiempos difíciles reclaman unidad y, en eso, el llamado del presidente es impecable. Pero un llamado no resuelve años de desdén ni deslegitima la convocatoria de López Obrador a sumar fuerzas. La falsedad -intemperante y distante- de los llamados a la unidad resulta evidente para una ciudadanía cauta por experiencia, que distingue lo honesto de lo interesado. A nadie importa la espada de Damocles que pende sobre la cabeza de México, sino la disputa por la sucesión y la vanidad del instante. Por si faltaran pruebas, ni los convocantes a la marcha del pasado domingo pudieron ponerse de acuerdo sobre el objetivo.

El problema de las convocatorias a la unidad es que no entusiasman a nadie cuando son contra algo: la población quiere respuestas y soluciones, no condenas gratuitas; en todo caso, unidad a favor de algo mejor. Los migrantes que viven atemorizados en Estados Unidos y sus familias en México no quieren marchas y protestas: quizá se sumen a una convocatoria por la transformación del país pero no está dispuestos a perder ni un minuto en un ejercicio ficticio de unidad. Peor cuando el presidente intenta subirse al carro para atajar su propia impopularidad que, no sobra decir, evidencia lo obvio: por más que Trump represente una enorme amenaza al statu quo, el mexicano común y corriente está mucho más enojado con el gobierno; no por casualidad innumerables organizaciones que se sumaron a la convocatoria de la marcha al final optaron por salirse. Nadie quiere ser parte de un barco que naufraga: eso incluye al gobierno actual y a muchos de quienes vieron en sus reformas alguna posibilidad.

Por casi medio siglo, los mexicanos hemos vivido a la espera de una transformación que permita romper con los amarres que anclan al país en el pasado. En todas esas décadas, hubo muchos intentos por reformar aspectos de la vida económica y política del país, pero ninguno pretendió sentar las bases para un futuro distinto, para entrar de lleno al siglo XXI. Las reformas económicas crearon espacios de excepción que nos han dado un extraordinario alivio, pero no una solución integral; las reformas político-electorales procuraron apaciguar a las diversas oposiciones, incorporándolas en el sistema priista de privilegios. Los migrantes buscaron empleo fuera porque aquí no hay oportunidades.

Décadas dedicadas a atender la crisis del momento: puros parches y remiendos, trapitos que ayudan pero no resuelven. Bastaron unos cuantos twits de Trump para desenmascarar a todo el país, evidenciando no sólo nuestras carencias, sino nuestras vulnerabilidades. Frente a eso, envolverse en la bandera acaba siendo no más que un acto de vanidad, un mero berrinche.

El hastío que vive la población no es producto de la casualidad y no se resuelve, como pretende el candidato favorito de las encuestas, retornando a una era idílica y simple. La invitación a un «nuevo proyecto» de nación es muy llamativa (y sin duda atrae a muchos empresarios desesperados), pero choca con la realidad del mundo en que vivimos. Precedentes hay muchos, desde Perón hasta Chávez, que no sólo destruyeron lo existente, sino que para siempre minaron el futuro de sus naciones. Muchos, comenzando por Trump, Xi y Putin, pretenden recrear su antigua grandeza pero nada, excepto una destrucción total de la vida moderna y las comunicaciones que la caracterizan, podrá cambiar el reino de la opinión pública, las redes sociales y la globalización de las expectativas.

El país ciertamente tiene que cambiar; la pregunta es hacia dónde y cómo. Los llamados a la unidad no son sino llamaradas nostálgicas o interesadas de quienes se benefician del viejo orden y pretenden preservarlo, por lo que ni parpadean con invitaciones nacionalistas y patrioteras. El nacionalismo, escribió Orwell, es “hambre política atemperada por un auto-engaño.”

Trump nos ha sacado de la zona de confort y nos obliga a optar: damos un paso firme al siglo XXI o aceptamos que el deterioro continúe. De lo que no hay duda es que, sin alteración de las tendencias, el único camino posible es hacia abajo y todos los que abandonan el barco -unos porque no ven opciones, otros porque creen que sumándose temprano pueden sacar raja doble- no hacen sino acelerar el paso. Quien crea que las cosas no se pueden poner peor -antes de las elecciones y después- desconoce la historia, desde la revolución rusa en adelante, para no hablar del pasado remoto.

Mucho más útil sería la unidad de personas e intereses disímbolos para construir el futuro, que un palco privilegiado en el Titanic.

 

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Populismo

Luis Rubio

Suena simple: me eliges y yo resuelvo todos los males: en palabras de Trump, “yo solito lo puedo resolver.” El llamado populista es seductor por la sencilla razón de que tergiversa el elemento intuitivo clave de la democracia que consiste en que “la gente” puede gobernarse a sí misma. El populista vende la noción, claramente ilusoria, de que él o ella representa a la gente y, de hecho, la personifica. Es por ello que Jan-Werner Müller, autor de Qué es el populismo, afirma que “el populismo es una sombra permanente sobre la democracia representativa.”

El populismo se ha vuelto una etiqueta de fácil arraigo pero de difícil definición. En los últimos meses, diversos partidos europeos y al menos dos candidatos estadounidenses, cayeron bajo esa definición. Unos son de derecha, otros de izquierda, pero todos comparten una serie de elementos comunes. John Judis, en La explosión populista, afirma que el populismo de derecha (utilizando a Trump como ejemplo) propone que las clases medias están siendo comprimidas por “otros,” que igual pueden ser “los ricos”, extranjeros, burócratas: o sea, “los malos.” Por su parte, el populismo de izquierda, donde Judis emplea a Sanders como el prototipo, promete defender a las masas de las élites plutocráticas. Ambos viven de lo mismo: los buenos contra los malos, donde solo una persona puede resolver el problema porque se identifica con la población y es parte integral de ella, el único auténtico representante del pueblo.

El populista se enfoca en problemas reales para convertirlos en un llamado a la acción: lo que importa no es si tiene mejores ideas o herramientas para resolver las dificultades, sino crear una sensación de impotencia porque es la ausencia de esperanza o de percepción de mejoría lo que se constituye en el principal caldo de cultivo del populismo. También es la razón por la cual es tan preocupante que el presidente emplee términos como el del “mal humor social,” porque, viniendo de una persona en posición de autoridad, ese tipo de caracterizaciones tienden a validarse y convertirse en mantra. Entre los estudiosos de las elecciones estadounidenses hay un virtual consenso de que Carter perdió su posibilidad de reelección cuando afirmó que los americanos sufrían una “crisis de confianza.” Ese discurso, conocido como del “malestar,” cambió las expectativas de la población y creó un espacio para la derrota del entonces presidente.

El populismo no es un tema de política pública -de impuestos, empleos o comercio-, ni tampoco es una ideología; más bien, se trata de una lógica política que gana posibilidades cuando se exacerban los ánimos, se eleva el tono de la discusión política y se acentúa el descontento con el statu quo. La genialidad de los populistas radica en su capacidad para convertir preocupaciones de la población que contienen algún elemento de verdad (como fue la inmigración en Brexit) para convertirlas en plataformas electorales sostenibles. En el fondo, sin embargo, el factor que energiza a los populistas no es la economía sino la impotencia que se manifiesta en sed de justicia. ¿Por qué se mete a la cárcel a un pobre diablo y no al gobernador corrupto? ¿Por qué se mantiene como diputado o senador a un conocido hampón mientras que la economía sigue sin beneficiar a la mayoría? ¿por qué ningún banquero fue a la cárcel por Fobaproa?

El populismo, dice Müller, se sostiene en tres patas: la negación de la complejidad, el anti-pluralismo y la tergiversación del sistema de representación. Para el populista las soluciones son simples y obvias y la suya es la única respuesta posible, es decir, no hay una legítima discusión respecto a la mejor forma de resolver los problemas existentes porque sólo ese líder tiene la solución que, además, no tiene por qué explicarle a nadie. Como el populista representa la voluntad popular, los procesos legislativos son contraproducentes, lo que explica el amor por los plebiscitos. La vida pública es un asunto no de debate sino de moral: nosotros tenemos la razón y el resto es inmoral, con agendas ulteriores. No sobra decir que el mejor antídoto contra el populismo yace en la transparencia: explicitar los dilemas y la complejidad, tratar a la población como adultos, reconocer la diversidad de visiones en la sociedad y que no todas se conforman al ideal tecnocrático, y fortalecer las instancias legislativas como el mecanismo supremo de representación popular en lugar de, como ahora, el instrumento de control político de la presidencia.

Le quedan poco menos de dos años a este sexenio y 17 meses para las próximas elecciones. El asunto primordial debiera ser el de concluir este gobierno en mejores condiciones que las actuales. Aunque la sociedad decidirá con su voto quien nos gobernará los siguientes seis años, es el gobierno actual quien tiene la responsabilidad de crear condiciones para que la opción sea real. Lo que ha hecho a la fecha es exactamente lo opuesto: ha polarizado, ignorado a la población y faltado a su misión esencial, que es la de crear condiciones para el progreso, la prosperidad y la esperanza de la población. Con sus errores ha promovido la desazón y la impotencia. Todavía es tiempo de que dé la vuelta.

 

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12 Feb. 2017

Atizar el fuego

Luis Rubio

Hay tres preceptos que ningún gobierno puede ignorar: primero, no hay alternativa más que lidiar con quien es presidente de Estados Unidos. Nos puede gustar o disgustar, pero la superpotencia tiene un impacto desmedido sobre el mundo y más sobre México: es una realidad que no podemos cambiar. La geografía -y las circunstancias políticas, sociales, económicas y geopolíticas- son inexorables. En segundo lugar, la función de gobernar depende enteramente de la confianza que el gobierno logra obtener de parte de la ciudadanía, fenómeno que se magnifica dramáticamente en la era de las redes sociales. Cuando la Unión Europea negociaba con Grecia hace un par de años, la cabeza del euro grupo lo dijo de manera lapidaria: “la confianza llega a pie, pero se va a caballo.” Finalmente, el tercer precepto es que es mejor mantener las expectativas de la población bajas porque si todo sale bien el éxito es enorme, pero si sale mal nadie queda decepcionado. Alexander Pope, el gran poeta inglés del siglo XVIII lo dijo de manera elocuente: “Bendito es quien no espera nada, pues nunca acabará decepcionado.”

En los pasados meses, y en crescendo desde que Trump fue ungido como candidato a la presidencia, el gobierno mexicano ha ido violando uno a uno los tres preceptos. Independientemente de las preferencias de la población o de los integrantes del gobierno actual, nunca supo cómo lidiar con el hoy presidente Trump. Las quejas y críticas en los periódicos y redes sociales son una cosa, pero otra es el gobierno mismo, cuya responsabilidad no es delegable. En las gráficas de las encuestas de aquella temporada electoral se puede apreciar que cada vez que el expresidente Fox lanzaba uno de sus petardos, las preferencias por Trump ascendían. Lo mismo, pero en mayor grado, ocurrió cuando el presidente le dio trato de jefe de Estado al entonces candidato. Hoy es claro que el presidente Trump no va a cambiar o “moderar” su discurso: la interrogante clave es en qué medida los límites reales al poder (geopolíticos, de la estructura política-electoral estadounidense y de su sistema de pesos y contrapesos) contendrán sus peores excesos. Cuando Nixon inició su mandato, uno de los funcionarios de la Casa Blanca le dijo a los periodistas del momento “observa lo que hacemos, no lo que decimos.” Lo dicho es inmenso y muchas veces intolerable; ahora falta ver qué sigue en la realidad.

Lo que simplemente no es parte del repertorio del presidente Enrique Peña Nieto y su equipo es comunicarse con la población. Al gobierno no le interesa informar, explicar o convencer. Su concepción del gobierno es la del PRI de antes: mandar. El problema es que eso es imposible -como la evolución de esta administración ha demostrado- en la era de las redes sociales, la comentocracia y la ubicuidad de la información. Los gobiernos exitosos son los que informan y tratan de conducir la discusión para que la población entienda su racionalidad y, con suerte, la haga suya. Hace décadas, el gobierno podía controlar los flujos de información, pero hoy eso es imposible: ésta no sólo surge de una infinidad de fuentes -igual serias que no- sino que la propia ciudadanía puede inventar, adicionar o modificar la información y diseminarla con la misma rapidez e impacto que cualquier gobierno. La confianza es clave para el funcionamiento de un gobierno, y más cuando se trata de un gobierno anclado en instituciones sin mayor fortaleza o credibilidad. A pesar de esto, la administración del presidente Peña está convencida que sabe más y mejor que toda la población. En este sentido, es patética su respuesta reciente a un fracaso más en la relación con el gobierno de Trump, la de recurrir a un nacionalismo ramplón: lo fácil es iniciar una escalada nacionalista; luego nadie sabe cómo pararla o quién la va a aprovechar.

Si bien es difícil gobernar en esta era, lo que es inexplicable es que el gobierno atice el fuego sin mayor reparo o, peor, sin sustento. La invitación al entonces candidato Trump fue ya de por sí temeraria, mostrando una profunda ignorancia de la manera de funcionar de la política estadounidense o de los riesgos de tal acción para México. Pero nada explica el acto público del día 23 de enero en que el presidente y su secretario prácticamente ofrecieron que ya tenían resuelto “el problema.” Los días siguientes mostraron que la temeridad seguía ahí, con enorme disposición a incurrir en ingentes riesgos. Todos los gobiernos cometen errores: esa es parte inevitable de la función; lo que resulta inexplicable es la necedad de atizar expectativas y, peor, cuando los riesgos que la sociedad en su conjunto percibe son extremos.

“El horno no está para bollos,” dice la conseja popular. El desafío que entraña la nueva administración estadounidense es poderoso en sí mismo y a éste se adiciona el proceso de sucesión presidencial que está en pleno apogeo:  todo mundo trata de hacer leña del árbol que percibe muerto. El gobierno tiene que seguir hablando con sus contrapartes en EUA, pero no hay porqué precipitarse, dado que no hay condiciones para negociar. Mejor preparar el terreno para poder ser exitosos cuando la agenda de EUA lo permita. La prisa no es buena consejera.

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05 Feb. 2017

La preocupación

Luis Rubio

G.K. Chesterton entendió nuestro dilema mejor que nadie: “Cuando un precepto religioso es destrozado, no sólo se desperdigan los vicios. Claro que los vicios se desperdigan, deambulan y causan daños. Pero también las virtudes se desperdigan y las virtudes deambulan de manera más salvaje, causando un daño mucho más terrible.”

El país enfrenta enormes riesgos tanto en su interior como frente al exterior, ambos producto, en buena medida, de lo que Chesterton hubiera denominado “el rompimiento de un precepto religioso,” aunque en este caso de religioso no tenga nada: la incapacidad e incompetencia legendaria de nuestro sistema de gobierno.

Ayotzinapa, el gasolinazo y la pobreza -tres ejemplos inconexos y radicalmente distintos entre sí- ilustran el fracaso de la gestión política del sistema a lo largo de las décadas, si no es que de siglos. En Ayotzinapa se resume la crisis de seguridad, justicia y gobierno que caracteriza al país; el llamado gasolinazo ilustra la propensión ancestral del gobierno a cortar esquinas, en este caso a incurrir en un gasto público politizado y deficitario, con el consecuente crecimiento de la deuda, para no lograr nada relevante (excepto devaluaciones), aunque sí más privilegios para una burocracia ineficiente y ensimismada; la pobreza, ese mal ancestral, no se ha extinguido porque se privilegian cacicazgos, sindicatos corruptos y el control político por encima del desarrollo y el progreso.

Ciertamente, cada uno de estos ejemplos emana de sus propias circunstancias, pero el común denominador que los causa es un sistema político displicente, no sólo incapaz de resolver problemas de una manera definitiva, sino indiferente frente a la necesidad de resolverlos, para no hablar de lograr un desarrollo integral.

Nada ilustra mejor la indisposición a resolver la causa de nuestros problemas que el Tratado de Libre Comercio, hoy bajo asalto por parte del nuevo presidente de Estados Unidos. El TLC ha sido la salvación económica del país a lo largo de los últimos veintitantos años, el único motor de crecimiento con que cuenta la economía. La amenaza que pende sobre el país desde el exterior se agudiza por lo que el presidente Peña Nieto llamó el fin de la “gallina que pone los huevos de oro,” el petróleo.

El desafío que amenaza al TLC y el fin de la era petrolera generan enormes -y absolutamente razonables- miedos tanto en la sociedad como en el gobierno. La razón es muy simple: porque ambos, cada uno a su manera, le permitieron al sistema -por décadas- evitar tomar las decisiones y emprender las acciones que el país requería para desarrollarse.

El petróleo permitió construir obras faraónicas que nadie necesitaba; substituyó el desarrollo de un sistema fiscal moderno porque generaba flujos (aparentemente) interminables de efectivo que, además, se podían desviar hacia cuentas privadas, gastos personales y campañas políticas. El petróleo en manos de Ali Babá permitió décadas de privilegios, enriquecimientos explicables y suficiente impulso económico como para que todo mundo se sintiera satisfecho.

El TLC fue la forma de darle la vuelta a todos los vicios e ineficiencias del sistema político. Aunque evidentemente se trata de un acuerdo en materia comercial y de inversión, su verdadera trascendencia no reside en lo económico per se, sino en la certidumbre jurídica que le confirió a las empresas e inversionistas para que arriesgaran su capital en México.

Visto desde una perspectiva cínica, el TLC fue una forma (otra) de evitar resolver los problemas internos que generaban (y siguen generando) incertidumbre jurídica, física y patrimonial entre los mexicanos. En lugar de resolver esos problemas, el gobierno optó por crear un régimen de excepción en el cual pudieran confiar los inversionistas del exterior. Esa es la razón por la que el TLC es el único motor de crecimiento: como pudimos ver en 2009 cuando se cayeron las exportaciones, sin la demanda de importaciones por parte de la economía norteamericana estamos lucidos. La solución no es más gasto público como este gobierno intentó, siguiendo la gran tradición iniciada en 1970, sino un régimen político y legal confiable.

La incertidumbre de hoy es perfectamente lógica, pero manufacturada en casa: es producto de todo lo que no se ha hecho para construir un país moderno, libre de su burocracia depredadora. Se han preferido acciones excepcionales que, como decía el viejo chiste, nos han hecho depender de soluciones “técnicas” como la Virgen de Guadalupe, en lugar de las “religiosas” como un nuevo régimen político al servicio del ciudadano.

Como tantas otras veces en los últimos cincuenta años, México se encuentra ante el eterno dilema de tratar de sacar al buey de la barranca o tapar la barranca de una vez por todas. Es evidente que es indispensable negociar un acuerdo amplio con EUA del cual se desprendan los cambios técnicos en materia comercial, de seguridad o de lo que sea necesario, pero nada de eso evitará la siguiente crisis si no comenzamos a transformar al sistema político para que éste responda a las demandas ciudadanas, impida los excesos burocráticos y obligue a la construcción de pesos y contrapesos efectivos.

 

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Luis Rubio

29 Ene. 2017

Norteamérica

 Luis Rubio

 Trump ya es presidente de Estados Unidos y ahora sigue la realidad. Aunque su discurso inaugural incluyó elementos claros de lo que espera hacer, en este momento todo queda en el plano de las expectativas y posibilidades. Como escribió Spinoza en el siglo XVII, “en la vida práctica estamos obligados a seguir lo que es más probable; en el pensamiento especulativo estamos obligados a seguir la verdad.” ¿Cuál será la verdad?

He observado a Trump desde que emergió como el candidato republicano a la presidencia y, tratando de ser objetivo, he analizado sus planteamientos, su contexto y el abanico de posibilidades para determinar qué parte cree y cuál es meramente retórica pero, sobre todo, qué es posible en el mundo real en lo que a México atañe. Mi impresión, en una línea, es que, aunque dado a frases lapidarias e incendiarias en su discurso -y tweets- cotidianos, el nuevo presidente es (como uno esperaría de un empresario) hiper pragmático, con pocas creencias o convicciones fijas (como, por ejemplo, si las tiene Obama o las tuvo Reagan, con quien con frecuencia se le compara) y que, en consecuencia, se moverá por ensayo y error. Es posible que, por esa razón, cometa errores grandes de inicio que luego irá corrigiendo. De ser acertado esto, la clave (o el factor suerte) radicará en no estar en la línea de fuego mientras cometa esos grandes errores…

Yendo de lo general a lo específico, el planteamiento es uno de repliegue, retrenchment en inglés, que implica reorganización, racionalización y replanteamiento. Aunque con una retórica muy distinta, esto no constituye un rompimiento con Obama sino, más bien, su continuación por otros medios. En términos de política exterior, Obama comenzó el proceso de repliegue militar en Medio Oriente y, en el plano migratorio, habrá deportado a casi tres millones de personas en su administración. Trump seguramente hará mucho más ruido sobre estos asuntos, pero la substancia probablemente será más similar que distinta. El único tema en que Trump y Obama difieren radicalmente es en materia comercial: para Obama el comercio es parte de la solución en tanto que para Trump es parte del problema.

El planteamiento medular de Trump radica en la reconstrucción (o recreación) de la fortaleza económica estadounidense. Para él, la actual debilidad de su país se deriva de los excesos de su política exterior en las últimas décadas, sobre todo en el plano militar, así como el movimiento de plantas manufactureras a otros países y el crecimiento de las importaciones. Todo esto se ha traducido en la pérdida de empleos manufactureros y el empobrecimiento de la clase media estadounidense. Aunque cada uno de estos planteamientos pudiera ser desarmado con argumentos analíticos, como de hecho ocurrió, suficientes votantes lo aceptaron, confiriéndole el triunfo electoral.

En este contexto, es obvio lo que Trump haría si Estados Unidos pudiese abstraerse del mundo. Sin embargo, lo que propone el nuevo presidente es mucho más difícil de hacer cuando se trata de la superpotencia mundial la que, como le ocurrió a Roma o a Inglaterra en su tiempo, se beneficia del orden mundial y del statu quo. En el ámbito del comercio, Trump pretende reorganizar los arreglos y acuerdos comerciales existentes para beneficiar a los productores y trabajadores estadounidenses; esto suena bien en la retórica electoral pero es muy difícil de lograr en un mundo en el que la capacidad de producir -y, por lo tanto, de consumir- depende de cadenas de provisión cada vez más estructuradas y competitivas. Por ejemplo, ya prácticamente no existe un solo automóvil fabricado en Norteamérica que no incorpore partes, componentes y procesos productivos originados en los tres países: romper eso implicaría elevar el costo de los coches y reducir la competitividad de esas empresas frente a sus rivales asiáticos y europeos.

Mi impresión es que Trump va a enfatizar el desmantelamiento de regulaciones y elementos que hacen costoso el funcionamiento de las empresas, incluyendo importantes cambios en materia fiscal, además de lanzar un agresivo programa en materia de infraestructura (cuyo financiamiento será un tema complejo en sí mismo), pero es en ese ámbito donde su impacto será mayor. En el camino, le habrá cedido los asuntos político-sociales a su vicepresidente, lo que apaciguará al ala conservadora de su partido.

¿Cómo nos afectará esto? Yo veo dos escenarios: uno es que concluya la era de la relación de amistad funcional que se inauguró en 1988 y que permitió que las dos naciones se vieran mutuamente como inextricablemente enlazadas y donde ambas comparten problemas y oportunidades y no se juzgan sino más bien cooperan. Ese es el riesgo que entraña el extremismo que Trump exhibió en su campaña. El otro escenario es que se acabe reconociendo lo que en su momento entendieron Salinas y Bush papá: que no existe alternativa más que la cercanía y que la apuesta debe ser a mejorar la relación y la vecindad en lugar de perseverar en la enemistad histórica que hasta entonces prevalecía. En este escenario las negociaciones que lleguen a tener lugar acabarían afianzando la alianza. La pregunta, no ociosa, es si nuestro gobierno sabrá conducirse en el nuevo contexto para lograrlo.

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22 Ene. 2017

Confianza ciudadana

Luis Rubio

 

¿Somos una democracia o una autocracia? La respuesta parecería obvia, pero no lo es. Sin duda, México ha cambiado radicalmente en sus formas, pero me pregunto si en realidad cambió su esencia. La evidencia de las últimas semanas no es halagüeña…

El tema del momento es la gasolina, pero la pregunta crucial es: ¿por qué no rinden los frutos esperados las reformas emprendidas a lo largo del último medio siglo? El objetivo expreso de las reformas iniciadas desde los ochenta era elevar la tasa de crecimiento de la economía, a lo que siguieron profundas reformas, algunas planeadas y otras no, en los ámbitos político y social. El México de hoy es irreconocible, al menos en su estructura institucional formal: la constitución de hoy refleja a un país diverso, abierto y complejo, algo radicalmente distinto a lo contemplado en 1917.

Las reformas han proliferado, pero el crecimiento no se ha logrado y eso, sumado a la evidencia de corrupción, tiene a la población con ánimo de revancha. El enojo es real y podría convertirse en el punto de quiebre de la estabilidad que, hasta ahora, ha logrado el país a pesar de tanto trajín. Desde luego, hay partes del país que crecen a tasas asiáticas pero otras se contraen de manera constante y sistemática; a pesar de ello la evidencia sugiere que la población entiende los dilemas, ahora agravados por Trump, pero lo que no tolera es la inequidad.

La evidencia de inequidad es ubicua. Los privilegios persisten y las protecciones que reciben partidos, legisladores y políticos son ininteligibles para una población que lo ha aguantado todo. Peor, las autoridades se defienden en lugar de explicar: los gobernadores se abstraen del fenómeno general y demandan más presupuesto; el gobierno federal promete retornar a la estabilidad macro, pero el gasto sigue ascendiendo; los legisladores exigen aumentos de sueldos y vales de gasolina. En el otrora Distrito Federal se persiste en un ejercicio constitucional orientado a legislar derechos, potestades y poderes sin obligación alguna, excepto para el ciudadano común y corriente que es, a final de cuentas, el que los financia a todos.

Yo no tengo duda que el problema de fondo es uno y muy simple: la ausencia de confianza ciudadana. La confianza siempre es medular, pero era más sencillo de lograrse en el régimen priista porque la existencia de controles verticales permitía alinear las acciones gubernamentales en una era del mundo caracterizada por el control de la información. La combinación favorecía la funcionalidad económica.

Cambió el mundo, se rompieron los controles, la información se tornó ubicua y ahora nadie puede imponer la confianza. Así, desapareció la confianza de la ciudadanía y hoy el gobierno parece decidido a torpedearla. Se han aprobado decenas, si no es que centenas, de reformas, pero ninguna está orientada a proteger al ciudadano, conferirle certezas o garantizar sus derechos frente al embate de los políticos y el riesgo inherente a un cambio de giro en la presidencia. Las reformas electorales son particularmente ilustrativas: sólo atienden los problemas de los políticos; ninguna se enfoca a ganar la credibilidad de la ciudadanía.

En la literatura sobre las transiciones políticas* se establecen dos momentos clave: uno del autoritarismo y otro hacia la democracia. México concluyó la primera etapa y para eso las reformas electorales fueron fundamentales, pero se perdió en el siguiente proceso. Seguimos padeciendo formas autocráticas en materia de transparencia, rendición de cuentas y corrupción: se reforma mucho pero siempre para atender síntomas, dejando que quien manda (porque gobernar es sólo una aspiración) decida qué se da a conocer y a quién se persigue. El pomposamente llamado “sistema nacional anticorrupción” será otra gran burocracia: ¿por qué mejor no eliminar las causas y fuentes de corrupción?

Yo me atrevería a decir que estamos en un momento político (ciertamente no económico) no muy distinto a 1982: el país experimenta un creciente deterioro que se manifiesta en una atrofia ideológica; erosión económica en vastas regiones del país; corrupción endémica; y disenso político –además de conflicto- entre las élites políticas. Todo esto se manifiesta en la forma de un profundo enojo e incontenible desprecio por el gobierno.

Lo paradójico es que, en contraste con 1982, México cuenta hoy con una plataforma económica sumamente poderosa, la productividad que alcanza la planta manufacturera moderna es comparable a la de los mejores del mundo y el ingreso de los trabajadores en esa parte de la economía es robusto y creciente. El presidente tuvo en su mano la oportunidad de convocar a una gran unidad nacional ante el embate de Trump y lo desperdició en una medida mal conducida y peor informada, sin reconocer el contexto social en que se dio.

El TLC fue exitoso porque protegió –aisló- a los inversionistas del potencial abuso y excesos de nuestro dilecto gobierno y su burocracia. Algo similar urge hacerse internamente para conferirle certidumbre a la ciudadanía y comenzar a recuperar su confianza. En esta era es imposible salir adelante sin la ciudadanía: eso que el gobierno no acaba de comprender.

*sobre todo O’Donnell y Schmitter

 

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¿Para quién?

 Luis Rubio

La palabra “democracia” ha acabado siendo trivializada en el discurso político, pero sobre todo entre la población. Muchos de quienes despreciaban al viejo presidencialismo y se dedicaron a combatirlo ahora desprecian la democracia: antes porque una persona tenía demasiado poder, ahora porque no tiene suficiente. En su acepción más fundamental, la democracia existe para proteger al ciudadano del abuso del gobernante; en la discusión pública mexicana la democracia es un instrumento para elegir gobernantes y luego no entrometerse en sus decisiones.

¿Cuál es el balance apropiado? En el contexto de un pésimo manejo político y en la antesala del año crucial del ciclo político, es necesario debatir por qué no progresa el país a pesar de tantos cambios y reformas en todos los órdenes. Sólo así será posible salir del momento tan peligroso.

Parece evidente que hay dos asuntos que nadie disputaría como problemas medulares: la ineficacia del gobierno y la pésima calidad de los servicios públicos. Aunque vinculados, son dos temas distintos que con frecuencia se mezclan o visualizan en términos de causalidad: no funciona el gobierno (y provee malos servicios) porque está mal organizado. Por supuesto que hay algo de cierto en esta relación, pero es imperativo entender bien las causas porque un error de diagnóstico siempre lleva a una mala solución.

Desde por lo menos 1963, en que se crearon los llamados “diputados de partido,” el país ha atravesado por una multiplicidad de reformas políticas y electorales que, bien a bien, no lograron más que resultados parciales, aunque sí la incorporación de todos los grupos políticos. Ciertamente, algunas reformas transformaron al sistema para bien (como la del 96 que creó un sistema electoral profesional ejemplar), pero el país sigue atorado. Las reformas atacaron -en algunos casos hasta la saciedad y el absurdo- problemas entre políticos, pero ninguna ha procurado escuchar a la ciudadanía y responder a sus preocupaciones y necesidades. La mayoría de las reformas ha acabado siendo asuntos de redistribución del poder entre quienes ya lo ostentan.

Como alguna vez dijera Einstein, no es posible esperar resultados distintos cuando se repite la misma cosa. ¿Qué es lo que hace pensar a los políticos que un nuevo trapito va a resolver el problema político del país?

No discuto la necesidad de reformar: lo que pregunto es reformar para quién. Docenas de reformas políticas y electorales -en adición a las centenas de reformas económicas, fiscales y de derechos sociales- no han logrado que se eleve la confianza de la ciudadanía en sus gobernantes, que las calles estén bien pavimentadas o que la población goce de seguridad física y legal.

Cuando uno se pregunta por qué no crece la economía con mayor celeridad, la respuesta es obvia para los ciudadanos, tan obvia que los políticos no la quieren ver: porque no hay la más mínima confianza en el funcionamiento del gobierno. El sistema de gobierno está diseñado para extraer rentas de la ciudadanía, alimentar al ogro filantrópico y preservar privilegios de grupos dentro del sistema político y alrededor de éste. Mientras tanto, la ciudadanía vive en un mundo de incertidumbre respecto a su integridad física, seguridad patrimonial y el abuso del gobierno. Hasta pagar impuestos es complicado.

El viejo sistema político, el de Plutarco Elías Calles, se creó para concentrar el poder e institucionalizar el conflicto en la era postrevolucionaria. Los problemas de hoy son en cierto sentido producto del éxito de aquel entramado, toda vez que reflejan el crecimiento de la población, la dispersión geográfica y la diversidad económica, política y social. Aunque mucho ha cambiado gracias a las reformas emprendidas, el viejo sistema sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, pero con una enorme diferencia: antes funcionaba y satisfacía lo mínimo necesario y hoy ya no.

Una posible explicación de esta paradoja es que el viejo sistema respondió al problema de su momento y luego dejó de hacerlo porque el problema cambió pero el sistema permaneció. Hoy el sistema político no responde a las necesidades de desarrollo del país que, en lo fundamental, nada tienen que ver con lo que lo que preocupa a los políticos. Mientras ellos siguen en la búsqueda de parches a lo que no funciona, el país necesita un gobierno que sí funcione. Desde luego, es imperativo reformar al sistema político para que el gobierno funcione, pero lo crucial es que la reforma que se emprenda se contemple con esa lógica: la de resolverle problemas a la población y hacer más fácil su vida cotidiana.

El problema de esta solución es que entrañaría una revolución en el sistema político del país. Las más avezadas de las propuestas de reforma buscan regresar a lo que antes parecía funcionar, que es, en esencia, lo que este gobierno intentó: re-centralizar el poder. Esa opción desapareció el día en que se liberalizó la economía y es imposible recrearse. Lo que necesitamos es un sistema político para el siglo XXI, no la continuación, así sea institucionalizada, del porfiriato. Y eso implica el fin de los privilegios, transparencia y rendición de cuentas: o sea, responderle a la ciudadanía. Si no se parte de esa premisa, nada cambiará.

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Demasiado importante

Luis Rubio

 

En su libro The Big Short, recientemente dramatizado en la película La Gran Apuesta, Michael Lewis describe un problema complejo de manera fácilmente comprensible. El colapso de los mercados financieros en 2008 constituyó el final de años de desarrollo de productos cada vez más complejos y dependientes de variables que, sus creadores suponían, no estaban vinculadas. Cuando se impuso la realidad, resultó que lo que bajo condiciones normales no estaba relacionado, en circunstancias críticas se articulaba, magnificando el riesgo. El problema es que Lewis solo describe, con enorme gracia, los síntomas; jamás llega a sus causas últimas.

La sucesión de eventos que llevó al colapso, y los instrumentos involucrados, es conocida; sin embargo, lo que éste y otros libros tienden a omitir es la razón por la cual se diseñaron esos instrumentos “infernales”. Décadas de observar a varios de los actores más trinchones en el sector financiero internacional me han convencido de dos cosas: su inteligencia y creatividad, por un lado, y su conducta, casi pavloviana, por el otro. Se trata de una combinación que puede ser extraordinariamente benéfica para el desarrollo económico, pero también letal en ciertas circunstancias. En palabras de economistas: los incentivos estaban desalineados.

El fondo del asunto no reside en los hechos mismos, hoy ampliamente conocidos, sino en las circunstancias en que se dieron: ¿Qué llevó a que se desarrollaran productos tan claramente riesgosos? Lo que todos sabemos es que la crisis se produjo porque se realizaron préstamos, sobre todo hipotecas, que luego los bancos que las habían colocado revendieron por todas partes. En condiciones normales, las familias que habían obtenido esos créditos las hubieran pagado a lo largo de las décadas, generando los fondos para que el sistema funcionara debidamente y los tenedores de esos títulos obtuvieran el retorno pactado. El problema fue que muchas de las familias que obtuvieron los créditos, tal como ridiculiza Lewis, abandonaron las casas hipotecadas, cercenando el círculo virtuoso. Lo que Lewis nunca explica es qué es lo que llevó a que se le concedieran hipotecas a personas que claramente no tenían capacidad de pago.

Mervyn King, ex-gobernador del Banco de Inglaterra explica el otro lado del fenómeno: en lugar de describir escenas heroicas y justificatorias como hace Ben Bernanke, el presidente de la Federal Reserve en los momentos críticos, en su biografía, King se aboca a lo trascendente: qué es lo que hizo que el sector financiero se convirtiera en el talón de Aquiles de la economía mundial.

El título del libro de King dice mucho: El Fin de la Alquimia. King analiza el acertijo que yace en el corazón del sistema financiero desde tiempos ancestrales: la falacia que reside en la aceptación de depósitos del público que pueden ser demandados en cualquier momento, frente al otorgamiento de créditos de largo plazo. Esto, por supuesto, no es algo novedoso: es la esencia del sistema financiero: los banqueros han creado complejos instrumentos que no garantizan que haya suficientes fondos en caso de una excesiva demanda de corto plazo.

El problema de fondo, dice King, es la presencia deriesgos a la estabilidad cada vez más cada vez más complejos frente a los operadores del sistema, personas creativas que no tienen el menor incentivo para ser cautos o velar por la estabilidad del sistema. Es decir, King describe el problema que se presenta para el regulador, como fue él de uno de los bancos centrales más importantes del mundo, cuando los incentivos están desalineados.

En el corazón del colapso del 2008 se encuentra un ordenamiento político que los financieros implementaron de manera sumamente creativa, pero a la vez escandalosa y llena de vicios. Los políticos, especialmente un senador y un congresista estadounidenses, por años presionaron a los bancos para que prestaran dinero a familias pobres para que se hicieran de una casa. Hábiles, los financieros diseñaron un tipo de hipoteca que entrañaba pagos mínimos y sin intereses por tres o cuatro años que luego ascendían de manera vertiginosa. Los acreditados vivieron en las casas mientras el pago era conveniente y las abandonaron inmediatamente después: actores perfectamente racionales. Por su parte, los financieros habían satisfecho el requisito político, obtenido sus bonos por colocar muchos créditos muy rentables, dejando que el diluvio viniera unos años después. Para entonces, todas esas hipotecas habrían sido vendidas a inversionistas que habían sido engatusados.

Enorme creatividad y enorme riesgo. Como observa King, el fenómeno es perfectamente explicable y sumamente difícil de erradicar porque chocan las demandas políticas con los incentivos de actores financieros inteligentes y racionales. Estos son conflictos que nunca acaban de resolverse, pero que pueden ser mitigados con una regulación idónea que parta del reconocimiento de la naturaleza humana como es y no como uno quisiera que fuera.

Agustín Carstens acaba de ser nombrado cabeza de la institución regulatoria más importante del mundo en materia bancaria. Su experiencia e inteligencia podría contribuir a evitar la próxima crisis. No es un reconocimiento menor.

 

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Demasiado importante
01 Ene. 2017

Algunas lecturas

Luis Rubio

Lo hermoso de las bibliotecas, de los libros, es que éstos son como las cerezas. Tiras de uno, y éste arrastra a otros, a los que acaba por llevarte de modo inevitable.

Arturo Pérez Reverte

En 2012 Charles Murray publicó una provocación que probó ser predictiva con la elección de Trump. En Coming Apart, se dedica a analizar un tema que le ha preocupado por años: el de la desigualdad y las políticas públicas que tienden a exacerbarla. En publicaciones previas había oteado en terrenos farragosos y políticamente incorrectos como el de la inteligencia y el IQ. En Coming Apart describe como la población tiende a polarizarse y a agravar el problema: según Murray, los que tienen éxito en la sociedad se han ido concentrando geográficamente y en términos de actividades, al grado de acabar viviendo en una burbuja que los separa del resto de la sociedad: ven programas de televisión distintos, leen literatura diferente, van a otras escuelas y sus intereses son cada vez menos similares a los del resto de la población. El argumento de Murray a lo largo de su carrera es que las políticas públicas diseñadas para atacar la pobreza y reducir las brechas sociales han sido un fracaso porque no atacan el fondo del problema y, en ocasiones, lo exacerba. En 2016 publicó un cuestionario interactivo que permite determinar qué tan cerca del americano modal es una persona, es decir, qué tan similar a la mayoría es un individuo. Aunque el cuestionario es etnocéntrico y no fácilmente aplicable a México, vale la pena responderlo porque es sumamente aleccionador.*

Ronald W. Dworkin es un médico y filósofo que ha incursionado de manera creciente en asuntos de política pública, primero los relacionados con la salud y recientemente con un libro intitulado ¿Cómo puede Karl Marx salvar al capitalismo americano? El argumento de Dworkin no es nuevo, pero es sumamente interesante: Marx fue un enemigo del capitalismo pero, al exhibir sus defectos y limitaciones, forzó a los gobiernos a responder, sobre todo en terrenos como los del abuso de los trabajadores y la necesidad de políticas sociales como un sistema de salud integral. En la actualidad, dice Dworkin, hay nuevos riesgos que, aunque distintos en naturaleza a los que experimentó el capitalismo en el siglo XIX, constituyen un nuevo desafío a su sobrevivencia. Entre éstos, destacan cosas como la alienación social, las descendientes tasas de natalidad, el uso de enervantes y el uso de medicamentos para funcionar en la vida laboral.  Aunque las propuestas concretas que sugiere Dworkin nada tienen que ver con Marx, lo que me pareció relevante de este libro es su noción de que los dogmatismos conservadores y liberales son inútiles para resolver los problemas de la actualidad. Específicamente, propone que el gobierno debe enfocarse, con una precisión de láser, a atender las amenazas a la vida privada sin atentar contra los factores que permiten el buen funcionamiento de los mercados.

Anthony de Jasay es un filósofo y economista húngaro que vive en Francia. Su libro El Estado, comienza con una pregunta extraordinaria: ¿qué haría usted si usted fuese el Estado? Lo usual, dice Jasay, es concebir al Estado como un instrumento, un medio que existe para lograr el bien común. Sin embargo, se pregunta el autor, ¿qué cambiaría si suponemos que el Estado tiene fines propios que no son los de la población? Jasay construye una larga respuesta que sigue la historia del Estado a partir de su función original, con dimensiones por demás modestas, de protector de la vida y la propiedad, hasta convertirse en un “ágil seductor de mayorías democráticas que emplea la distribución de beneficios sociales” y se pregunta “¿Será que el siguiente paso racional es el de desarrollar poderes totalitarios?” El Estado presenta una extrapolación discutible pero no irrelevante o ilógica.

Richard Epstein es un profesor de derecho norteamericano que lleva décadas escribiendo sobre la constitución de su país. Este año publicó su obra magna, La constitución liberal clásica, donde estudia el origen y naturaleza de la constitución estadounidense y analiza la forma en que ha evolucionado a lo largo del tiempo. Más allá de los debates propiamente norteamericanos que atiendea lo largo del libro, lo que me pareció inmejorable son sus reflexiones sobre cómo ha ido cambiando la naturaleza del gobierno, sus objetivos y los valores que, de hecho, lo animan. Su planteamiento principal es que se han reducido las protecciones a los derechos individuales sin resolver los problemas esenciales de la sociedad contemporánea. Creyente profundo en un gobierno pequeño y acotado, Epstein toca muchos de los temas que animan la obra de Murray pero desde una perspectiva constitucional. Su planteamiento central es que sólo una protección constitucional firme y decidida de los derechos de los individuos frente al Estado, garantizada por la Suprema Corte, puede crear las condiciones para una revitalización económica. Un poco en contraste con Murray, su argumento no es ideológico sino fundamentalmente pragmático: le parece obvio que el statu quo no funciona, mientras que antes si funcionaba. Eso, dice Epstein, debería ser lección suficiente.

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