Luis Rubio
“La política», escribió el gran comediante Groucho Marx, «es el arte de buscar problemas, encontrarlos en todas partes, diagnosticarlos erradamente y aplicar los remedios equivocados.” El problema de México no radica en las elecciones, el voto, las alianzas, el mando único, la segunda vuelta, el “frente opositor,” la corrupción o la reelección de legisladores, sino en la capacidad de la clase política -la ampliada, incluyendo a todos los partidos que, desde 1996, son parte del mundo de privilegios- para preservar el statu quo. Es decir, el verdadero problema es que no hay ni la menor disposición a cambiar la realidad existente por parte de quienes tienen el poder para no cambiar nada. Quien observó las recientes elecciones del estado de México o Coahuila no puede más que concluir que el problema no radica en el procedimiento electoral sino en la esencia del sistema político.
Quizá no haya mejor manera de describir el fenómeno que caracteriza al debate (o conjunto de monólogos) de los meses recientes que el que describe el viejo dicho panista de que “no hay que hacerse ilusiones para que no haya desilusionados.” Por alguna extraña razón, ha emergido la noción de que los problemas políticos del país se reducen a contiendas desequilibradas que conllevan a cálculos de voto útil y a la ausencia de mayorías legislativas que le permitan al gobernante en turno imponer sus preferencias. Es decir, el problema, en esta caracterización, es que la ciudadanía es estúpida y que, en lugar de expresar sus preferencias, debe ser conducida por personas que entienden mejor cómo se resolverían los problemas del país.
Décadas de observar la dinámica política nacional me han enseñado al menos tres cosas: primero, que no hay soluciones mágicas y que los problemas no se resuelven con la adopción de respuestas superficiales que no atienden al asunto de fondo. La segunda vuelta es eso: una solución mágica, un fetiche, porque parece responder a la problemática del momento, pero no ataca la esencia; supone que todos los actores en juego son honestos y se apegan a las reglas del juego. Las elecciones recientes demuestran que esta es una falacia y que se requiere un cambio político de vuelos mucho más grandes para que cambien las relaciones de poder que son, a final de cuentas, el fenómeno que preserva el statu quo.
Un segundo aprendizaje es que México vive dos mundos: el del debate, la discusión y las soluciones fáciles, por un lado, y el del poder por el otro. Uno discute, propone, analiza y aboga -con honestidad- por soluciones a los problemas del día. El otro preserva el statu quo. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que la legislación en torno a la reelección de legisladores: el concepto elemental que yace detrás de la reelección consiste en acercar al legislador con la ciudadanía a la que (supuestamente) representa. Sin embargo, a la hora de aprobar la ley respectiva se incorporó un “pequeño” requisito para que un legislador se reelija: que obtenga la aprobación del liderazgo del partido. Con esa restricción, los defensores del statu quo y de la inmovilidad cercenaron el vínculo que hacía relevante y útil la reelección; el resultado será que tendremos legisladores de por vida sin jamás haber gozado del apoyo ciudadano. Lo probable es que algo similar ocurra con la segunda vuelta.
El tercer aprendizaje es que todo mundo juega un juego perverso. Los opinadores, analistas y críticos proponen soluciones, pero luego se aferran a mitos, soluciones mágicas y fetiches que no resuelven el problema de fondo. Por su parte, los dueños del poder aceptan las recomendaciones y luego generan soluciones que no atienden al problema real. Unos se aferran a su definición del problema, otros aniquilan la viabilidad de la solución. Lo fantástico es que se generan mitos que sirven para evitar el asunto de fondo. Los beneficiarios se van a celebrar, como ocurrió después de las elecciones recientes, en tanto que los críticos se abocan al siguiente fetiche.
En el fondo, el problema no es la forma en que se conducen las contiendas electorales, aunque ahí se aprecien -en tecnicolor- los síntomas del caos político-electoral en que ha caído el país, sino en el monopolio del poder que ha tenido la capacidad para paralizar todo, hacer irrelevantes los procesos electorales y corromper al poder legislativo. Desde esta perspectiva, podemos seguir cambiando todas las leyes que queramos, promover modificaciones a la ley en materia electoral o demandar “gabinetes de coalición,” pero ninguna de estas va a alterar la esencia del statu quo. Y ese es el asunto crítico: el problema no es de leyes o de formas, sino del divorcio entre los que gobiernan y quienes los padecen. Y eso se traduce en ausencia de gobierno.
En años recientes hemos observado el renacimiento de la visión del gobierno controlador que no se preocupa del sentir ciudadano, ese que cree que puede manipular el voto e imponerse sobre las preferencias ciudadanas. En esto no es distinto el gobierno actual de su principal retador: ambos viven en el México de los 60-70.
México va a cambiar el día en que la sociedad, y sus opinadores, se sumen para modificar la esencia y no sólo los síntomas. Todo el resto es ilusión.
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09 Jul. 2017