Luis Rubio
La mayoría de los argumentos a favor de la segunda vuelta electoral se sustentan en una falacia de la política real en nuestro país, a la vez que ignoran una de las razones por las cuales la segunda vuelta podría ser una solución significativa: todo depende del problema que se quiera resolver. La falacia reside en la noción de que una mayoría legislativa garantiza la gobernabilidad; la oportunidad radica en la eliminación de los incentivos que hoy propician campañas grotescas como la más reciente que caracterizó al estado de México.
El argumento más frecuentemente esgrimido para la segunda vuelta es la obtención de mayorías legislativas que permitan gobernar. Sin embargo, el presidente Peña demostró que la existencia de una mayoría legislativa no es una condición necesaria: todas sus reformas fueron aprobadas por una amplia coalición de partidos, casi siempre con el voto íntegro de las principales fuerzas políticas. Eso no se logró gracias a un agudo y convincente debate sustantivo, sino a un costoso pero exitoso maiceo. O sea, en nuestra realidad, las mayorías legislativas son simples de construirse por los profesionales del poder.
En los recientes comicios se pudo apreciar una enorme distorsión de nuestra maltrecha democracia: tenemos un Rolls Royce de sistema electoral, incluyendo a un consejo y a una Fepade pero que no se manchan las manos ni con el pétalo de una denuncia en una realidad de terracería llena de baches y mafias en el piso en que se conducen las campañas. Ese terreno es fértil para la proliferación de costosísimas estrategias de miedo, mentira, manipulación e intimidación que procuran generar un voto útil para preservar el statu quo. El choque entre la realidad en la tierra y la vida fácil en las alturas del INE es flagrante, nulificando al supuesto árbitro y engendrando incentivos a la protesta.
Desde esta perspectiva, para los puristas del sistema electoral y los promotores de la segunda vuelta, el problema medular del país reside en “una democracia sin demócratas,” es decir, una disfuncionalidad que ha llevado a que los partidos abusen de manera sistemática, aprueben leyes que saben que van a violar, ignoren los límites de gasto en las campañas y, en una palabra, vean al gobierno como un botín y no como una responsabilidad. O sea, el problema es de cultura.
Hace años, Guillermo Trejo evidenció la falacia de este argumento: “El funcionamiento de las democracias es un problema de instituciones efectivas. La cooperación y la eficiencia gubernamental no son producto de virtudes individuales, sino de sistemas de pesos y contrapesos que incentiven el buen funcionamiento de las instituciones estatales. El problema no es encontrar al Roosevelt, al Churchill, al Mandela, al Adolfo Suárez mexicano. Madison lo sabía: ‘Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún tipo de control gubernamental, ni interno ni externo, sería necesario.’ Pero como ninguna sociedad está gobernada por ángeles, sino por hombres y mujeres con intereses y pasiones, los Federalistas idearon una fórmula eficaz: arreglos institucionales para contraponer las ambiciones humanas. La fórmula es sencilla: Más que esperar el advenimiento de grandes estadistas, se trata de incentivar a los gobernantes, incluso al peor de los rufianes, a garantizar el estado de derecho y a rendir cuentas, en aras de su propio interés. No es, pues, problema de voluntades, como solemos decir, sino de incentivos. No es Freud, es Madison”.
Entonces, a menos que se emprenda otra reforma electoral más que no conduzca a resolver los problemas de nuestra realidad, la pregunta clave es qué se requiere para construir incentivos que propicien comportamientos distintos. El asunto de fondo no es que nuestros políticos ignoren el problema, sino en que no ven porqué cambiar un sistema que les ha sido tan benigno. En consecuencia, el asunto es de poder: la sociedad versus los privilegiados del sistema político.
En México llevamos cuarenta años desde la primera reforma electoral y todavía no logramos construir un sistema político susceptible de lo esencial: gobernar dentro de un entorno de rendición de cuentas. En Francia, la Cuarta República hizo su aparición luego de la guerra, en 1946, pero resultó disfuncional. En contraste con nuestros políticos, los franceses se dedicaron a corregir los errores de aquel sistema y, en 1958, inauguraron la Quinta República, que desde entonces los rige. Si vamos a copiar uno de sus mecanismos, quizá debiéramos entender el contexto en el cual éste se construyó y el conjunto del andamiaje que incluye.
La única razón por la cual creo que una segunda vuelta tiene sentido es que eliminaría el beneficio y, por lo tanto, el incentivo, a manipular, comprar votos, fabricar encuestas e intentar promover o castigar a candidatos en aras de generar voto útil para el partido en el poder. Cuando hay dos vueltas, las campañas son más limpias, los partidos buscan sacar el máximo voto posible y no hay beneficio para las campañas negativas. La segunda vuelta puede resolver este problema, pero no todos los problemas. Todo depende de los incentivos.
La pregunta clave acaba siendo qué puede hacer la ciudadanía para cambiar los incentivos de los políticos.
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02 Jul. 2017