Ayer y hoy

Luis Rubio 

A Leonardo Curzio, para quien
los principios importan precisamente
porque son inconvenientes

Hace medio siglo, el PIB per cápita de México era el doble que el de Corea del sur. Hoy, el de esa nación es más de tres veces superior. Más allá de la estrategia que siguió Corea en su desarrollo, es evidente, primero, que tuvo una estrategia y, segundo, que ésta fue incluyente, arrasando con sus diferencias regionales. Eso fue ayer; hoy, Corea encara el mayor desafío existencial desde su nacimiento. Me pregunto si hay ahí lecciones para nosotros.

Afortunadamente, la crisis de los misiles norcoreanos en nada se parece a la crisis que México experimenta con nuestro vecino del norte. Sin embargo, con toda proporción guardada, México enfrenta un desafío existencial en cuanto a su desarrollo y en eso hay lecciones relevantes, al menos conceptuales.

Voy por pasos. Primero, he leído y escuchado a varios expertos* sobre la crisis de los misiles afirmar que el asunto ha acabado cayendo en manos del gobierno de Corea del sur, en buena medida porque tanto China como Estados Unidos, cada uno por sus razones, ha probado ser impotente ante la amenaza. China, se afirma, tendría la posibilidad de imponerle condiciones al régimen de Pyongyang, logrando con ello una moderación de su escalada nuclear, aunque no es evidente que hacerlo sea en su interés: para China es mayor el riesgo de tener en su frontera a un régimen militarmente aliado con EUA que las amenazas de Kim Jong-un. Estados Unidos dice contar con la capacidad militar para destruir las instalaciones nucleares clave, aunque cada vez es más claro que esa capacidad no es utilizable por los riesgos inherentes a su empleo. Por su parte, Corea del sur es el país que corre el mayor riesgo en esto, dado que su capital y ciudad principal, Seúl, se encuentra a unas decenas de kilómetros de la frontera. Frente a este escenario, lo crucial es qué hará Seúl más que lo que harán las dos potencias involucradas.

Corea del sur y Estados Unidos han sido aliados desde los cincuenta; esa alianza incluye una vasta presencia militar norteamericana en territorio coreano y garantías de acción conjunta en caso de conflicto. Sin embargo, para Corea, el gobierno de Trump está probando ser menos confiable de lo que preferiría y los riesgos son cada vez mayores, todos ellos para la población coreana. ¿En qué momento sería preferible para Seúl romper con la alianza militar a cambio de la paz con Pyongyang y la desaparición de su amenaza nuclear?

Por supuesto que no hay paralelo entre el predicamento que enfrenta el régimen de Seúl con los dilemas que nosotros los mexicanos encaramos: los suyos son de vida o muerte, los nuestros de desarrollo. No se puede equiparar la dimensión del asunto, pero sí su concepto. Ambos enfrentamos los avatares que impone un gobierno equívoco y vacilante en Washington, lo que obliga a ambos a tomar decisiones fundamentales sobre su futuro. Estoy seguro que los coreanos preferirían enfrentar nuestros dilemas, pero no por eso los nuestros son intrascendentes.

Para Corea el dilema parece radicar en su propia fortaleza interna: ¿cuenta con la capacidad para avanzar sus intereses y proteger a su población sin la alianza con EUA? Menudo problema, sobre todo cuando el riesgo es inconmensurable: cualquiera que haya visitado la zona desmilitarizada entre el sur y el norte entiende a qué sabe el miedo y comprende de inmediato por qué la llaman “el lugar más peligroso del mundo.” Para México la pregunta es si pueden desarrollar fuentes de certidumbre interna que nos permitan disminuir la importancia del TLC para la viabilidad económica del país.

Cada nación tiene su historia y la nuestra no incluye, afortunadamente, riesgos existenciales de la magnitud que afrontan los coreanos. Sin embargo, lo existencial para nosotros tiene que ver con la pobreza que aqueja a buena parte del sur del país y, parte integral de la potencial solución radica en la ausencia de fuentes de confianza y certidumbre internas que, sin el TLC,  permitan atraer inversión, la esencia de cualquier estrategia de desarrollo y de combate a la pobreza.

El dilema es conceptualmente simple: la razón central del TLC, el objetivo medular que buscaba procurar el gobierno del presidente Salinas con ese instrumento, era la generación de confianza entre los inversionistas a fin de que se crearan fuentes de riqueza y empleo en México. Sin el TLC, México queda desnudo porque no hemos hecho nada en estas décadas para solidificar un régimen de legalidad equiparable al que crea el TLC. Eso, más que ninguna otra cosa, es lo que está de por medio en el complejo kabuki -ese drama y teatro japonés en el que nunca es claro donde está uno parado- que estamos bailando con los estadounidenses.

La negociación obviamente tiene que continuar, pero lo esencial no es lo que decida un presidente que se levanta a las cuatro de la mañana a twitear ocurrencias, sino qué vamos a hacer nosotros para construir fuentes de certidumbre y legalidad en nuestro propio fuero interior. Nada más y nada menos. Nuestra vulnerabilidad es grande pero no existencial: he ahí una lección central.

«La fortaleza de un país, decía el secretario de finanzas de un país europeo, se refleja en su capacidad para enfrentar y resolver situaciones de crisis.” ¿Es fuerte México?

*ver, por ejemplo, https://www.youtube.com/watch?v=IFLuGzM9alw

 

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08 Oct. 2017

Crisis y oportunidad

Luis Rubio

 Los momentos de crisis sacan lo mejor y lo peor de nosotros: de la sociedad y del gobierno. El sismo que afectó a la zona central del país el pasado 19 de septiembre mostró a una sociedad previamente organizada, con capacidad inmediata de reacción y a una ciudadanía instantáneamente dedicada a lo importante. Tanto la preparación que ya existía como la respuesta ciudadana mostraron una cara no sólo encomiable de la sociedad mexicana, sino también a una ciudadanía comprometida y activa. Lo mismo se puede decir del gobierno: su capacidad de respuesta, su preparación y acción inmediata fueron plausibles y decisivas. La suma de los dos, ciudadanía y gobierno, salvó el momento.

La sociedad no esperó al gobierno: tomo control de su espacio y en cuestión de horas los centros de acopio estaban literalmente saturados; a su vez, los jóvenes se fueron de inmediato a las zonas afectadas, haciendo lo posible por contribuir al rescate de las víctimas. La eficacia en lo primero es simplemente imposible de empatar en el segundo ámbito, pues ahí se requieren equipos, experiencia y disciplina casi militar. Lo contrario es cierto en el ámbito gubernamental: su capacidad de acción en los sitios afectados es inmensa porque se ha preparado, cuenta con los equipos y cuenta con la experiencia necesaria; por otro lado, por la enorme desconfianza -y desprecio- que los gobernantes -de todos los partidos- se han ganado a pulso, su capacidad de generar sustento para necesaria movilización social es sumamente limitada. Al menos en la ciudad de México, sociedad y gobierno actuaron en los ámbitos que les correspondía, dando cada uno lo mejor de sí.

También hubo cosas menos encomiables. Los asaltos no disminuyeron, retornamos a los viejos vicios de intentar manipular las emociones populares y el celo burocrático impidió que otras entidades gubernamentales -y, especialmente, los contingentes técnicos que vinieron del extranjero- actuaran de inmediato, todo lo cual quizá implicó la innecesaria pérdida de muchas vidas que, tal vez, pudieron haber sido evitadas.

Pasada la primera etapa, la de las tragedias y la reconciliación de cada quien con las nuevas circunstancias, comienzan las nuevas realidades políticas. Los voluntarios realizaron un impactante trabajo, pero ahora retornan a la escuela o a su actividad laboral; el gobierno retorna a lo de siempre, suponiendo que cumplió con su deber y lo que sigue ya es lo cotidiano: administrar las consecuencias. Los primeros sienten que lograron un hito ciudadano; los segundos se olvidan de las emociones del momento y retornan a la rutina burocrática. Quizá ambos se percatan que las cosas cambiaron, pero no exactamente en la forma en que lo imaginan.

Es lugar común afirmar que el sismo de 1985 cambió la vida política mexicana porque evidenció a un gobierno incompetente, incapaz de lidiar con la crisis inmediata, lo que creó una conciencia ciudadana. Todo ello es factual y, sin duda, relevante. Sin embargo, lo que verdaderamente cambió a la política mexicana fue la crisis que representó la población que sobrevivió al sismo pero perdió su vivienda. Fue ahí donde se cuajaron acuerdos no muy sacrosantos entre diversos actores políticos, construyendo la coalición que cambió al DF y, eventualmente, al país. El equivalente de hoy podría estar en ciernes: miles de familias que sobrevivieron el sismo pero quedaron sin casa. Peor, muchas de éstas eran propietarias de condominios (algo muy distinto a 1985) y no sólo se quedaron sin un lugar donde vivir, sino sin su principal patrimonio.

Es decir, la crisis apenas comienza y los desafíos son enormes porque la población afectada en el DF es fundamentalmente de clase media y no cuenta con las opciones que serían concebibles en las zonas rurales. En términos legales, es evidente que el problema no corresponde al gobierno, pues cada persona es responsable de proteger sus posesiones y quien no compró un seguro para su apartamento optó, de facto, por correr el riesgo en su persona. Pero esa no es nuestra forma típica de comportarnos, por lo que el hecho político, a diferencia del legal, probablemente será una enorme presión sobre el gobierno para que resuelva la crisis que se viene.

La forma en que se resuelva esta y otras situaciones que sin duda se presentarán en las próximas semanas y meses serán absolutamente determinantes del devenir político en 2018, particularmente para el gobierno perredista de la CDMX y el gobierno federal. Ambos tienen la oportunidad de buscar soluciones, anticipar complicaciones y encontrar salidas efectivas que eviten un cisma mayor. Igual de evidente es que ambos gobiernos (y sus partidos y candidatos) enfrentarán a los oportunistas de siempre -internos y externos- disparando en busca de leña del árbol caído.

En sus cuadernos, Mao Tse Tung escribió, a la Clausewitz, que «la política es guerra sin derramamiento de sangre, en tanto que la guerra es política con sangre.» Acabó el sismo y sus consecuencias inmediatas, pero ahora volvemos a la guerra política de siempre. Lo que cambió es la posición relativa de los actores políticos: la crisis le regaló una oportunidad a los gobiernos federal y local; ahora todo está en sus manos.

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DOMINGO 1 DE OCTUBRE DE 2017

El azar y las oportunidades

Luis Rubio

En un ejercicio en el que participé hace años en Boston, el profesor que organizaba el evento planteó la posibilidad de que Tolstoy y Dostoyevsky colaboraran. La pregunta que le hacía al auditorio era: ¿Será “la guerra y el castigo” o “el crimen y la paz”? El propósito era obligar a los participantes a pensar «fuera de la caja» y a buscar soluciones distintas a las convencionales en los asuntos de cada quien. Estos días de sismos me hicieron recordar aquella aventura y a observar al gobierno de una manera distinta.

El temblor que destruyó innumerables comunidades en Oaxaca y Chiapas mostró a un gobierno competente, en forma y con capacidad de respuesta. Tres décadas después del funesto sismo de 1985 -mismo que hundió a la administración de entonces y sembró las semillas de la ruptura dentro del PRI y del nacimiento del movimiento que llevaría al eventual triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el DF- es fehaciente y palpable el aprendizaje que experimentó el gobierno a partir de entonces, que se volvió a ver en la CDMX el 19 de septiembre. De hecho, en las últimas semanas se ha podido apreciar la presencia de un presidente dispuesto a comunicarse con la población, a explicar los hechos e intentar convencer a la ciudadanía. ¿Habrá consecuencias políticas de este cambio?

Este sexenio hubiera sido muy distinto de haber tenido el presidente Peña Nieto una presencia pública como la de los últimos días. En contraste con los años pasados, el presidente de hoy se encuentra claramente a cargo, de manera visible y hasta contundente. Quizá el factor diferenciador radique en que el asunto no es técnico, como lo fueron las reformas que promovió, sino enteramente político y, por lo tanto, mucho más apegado a su naturaleza. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que, en un país ávido de liderazgo fuerte y claro (tal vez la razón principal por la que López Obrador encabeza las encuestas), la súbita (y, hasta hoy, exitosa) prominencia del presidente de la República obliga a preguntar si esta nueva persona pública le permitirá salvar su sexenio o, en todo caso, si tendrá un efecto electoral.

Luego de revisar varias encuestas, tres son los factores que me parece determinan el comportamiento de las expectativas y percepciones del electorado en este momento: primero, liderazgo y claridad de rumbo, sobre todo a la luz de un enorme enojo de la población con el gobierno, el statu quo y, en general, la percepción de ausencia de soluciones; segundo, honestidad y corrupción: parece claro que la población se ha tornado absolutamente intolerante respecto al mal uso de fondos públicos, los criterios con los que administran los gobernantes y funcionarios tanto a nivel estatal como federal y, sobre todo, el descaro con el que se enriquecen quienes detentan cargos públicos; y, tercero, empleos, crecimiento y desigualdad, con particular énfasis en la creciente brecha que aqueja al país: la mitad que crece arriba del 6% y la mitad que se contrae o que, en el mejor de los casos, se mantiene igual que hace dos décadas.

Ninguna encuesta es definitiva y las emociones y percepciones cambian con el tiempo y las circunstancias, por lo que su efecto electoral no siempre es perceptible sino hasta el último momento. El tan vapuleado libro de Hillary Clinton sobre su derrota electoral es interesante en más de un sentido, pero lo que más me llamó la atención es su afirmación de que ella no se percató durante la campaña del enorme enojo que caracterizaba al electorado estadounidense y que fue lo que, al final, logró capitalizar exitosamente Donald Trump. Traigo esta anécdota a colación por una razón: las campañas estadounidenses son extraordinariamente sofisticadas en el uso de herramientas técnicas, demoscópicas y análisis de la llamada «big data» y, sin embargo, todo ese (costosísimo) aparato en manos de Clinton fue incapaz de detectar el factor que, a final de cuentas, determinó el resultado. ¿Podrá pasar algo similar aquí el próximo año?

Las emociones y las percepciones tienen distintas causas y son dinámicas, cambiando todo el tiempo. Para unos el enojo puede ser producto del evidente enriquecimiento de un gobernador, para otros el efecto de una mala obra pública (como fue el socavón en Cuernavaca o el acueducto en Monterrey). En muchos casos, como ocurrió con las casas del grupo gobernante, fue mucho más dañina la falta de explicación y respuesta que el hecho mismo: el gobierno creó un vacío que fue inmediatamente llenado por los enojados por la corrupción. No juzgo la relevancia del actuar de unos u otros; el hecho político es que el sexenio actual padece los efectos de sus propias acciones y omisiones. Fox prometió soluciones y su fracaso en producirlas creó las condiciones para que emergiera una ciudadanía demandante y exigente que ha tomado al voto con una enorme seriedad y está dispuesta a usarlo en 2018.

En los próximos nueve meses seremos testigos de toda clase de pullas, estrategias, estratagemas e intentos por ganar la presidencia. Pero el mayor riesgo y la mayor oportunidad recaen en el gobierno saliente, pues su actuar en momentos de crisis, puede alterar, para bien o para mal, todo el panorama. Ahí estamos y ahí va el país.

 

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24 Sep. 2017

Nostalgias

 Luis Rubio

Una manera de resumir (inevitablemente simplificando) las últimas décadas es la siguiente: por un lado, una lucha entre dos visiones del desarrollismo y, por otro, intentos por lidiar con sus consecuencias. Ambos procesos han sido infructuosos, pero su principal característica es que todo ha sido mirar hacia el pasado. Llevamos al menos dos décadas tratando de retornar a un mundo que no era deseable pero, más al punto, que no es posible. La nostalgia no es buena guía: lo que México necesita es construir un futuro distinto.

Las visiones desarrollistas son obvias; en primer lugar se encuentra el gobierno actual, con proyectos grandiosos de desarrollo: carreteras, grandes y ambiciosas reformas, infraestructura y sueños de recreación de un mundo idílico. El énfasis es en el largo plazo y en objetivos faraónicos que, tarde o temprano, llevarían a reconocer la grandeza del gobierno promotor. En segundo lugar está Andrés Manuel López Obrador con una visión igualmente nostálgica pero inmediata en concepción: su perspectiva es la de actuar frente a los retos del momento y lidiar con los grupos de interés que son políticamente clave; quizá no haya mejor ejemplo de su énfasis que los segundos pisos en el periférico del entonces DF: grandes obras que el gobernante le otorga al ciudadano para su mayor comodidad.

El denominador común es el gobierno generoso que actúa para el bien ciudadano sin jamás consultarlo: el gobierno está por encima de esos menesteres pequeños, como la ciudadanía, y su única responsabilidad radica en grandes obras, infraestructura y acciones que deben servir al ciudadano porque el gobierno no está para preguntar, responder o rendir cuentas sino para imponer sus propias decisiones. Los dos, el priista saliente y el ex priista de Morena son mucho más parecidos de lo que ellos imaginan o reconocen.

El PAN ha sido muy distinto en su paso por el gobierno: Fox simplemente vivió el fin de la era del PRI sin molestarse por los detalles del rompimiento de las instituciones precolombinas que habían servido para contener y controlar a la población. En lugar de lidiar con el pasado y construir instituciones nuevas o convocar al desarrollo de estructuras idóneas para el siglo XXI (en contraste con las de los treinta del siglo pasado que siguen siendo la esencia de la política mexicana), Fox navegó de “muertito” y así le fue a él y al país. Calderón respondió ante las consecuencias del viejo sistema y la liviandad de Fox con una estrategia de contención de las hordas criminales, sin jamás reparar en la necesidad de un nuevo basamento para la seguridad cotidiana al servicio de la población. Visión distinta, pero igual pegada al retrovisor.

Los proyectos desarrollistas no se preocupan por las consecuencias porque el gobierno siempre sabe mejor; los panistas no se preocupan por las consecuencias porque se atoran en lo que existe. Ninguno ha construido capacidad de gobierno para el futuro del país: ninguno se dedicó a gobernar en el sentido de crear condiciones de seguridad, estabilidad y credibilidad que le permitieran al ciudadano dedicarse a actividades cada vez más productivas y relevantes para sí mismo y, como resultado, para el país. Ninguno se ha abocado al país del futuro.

Gobernar no consiste en imponer preferencias desde arriba, sino en resolver problemas, crear condiciones para el progreso y prosperidad de la población y, en una palabra, contribuir a que la ciudadanía goce de una vida mejor. La función del gobernante no consiste (al menos no fundamentalmente), en grandes obras públicas, aunque las pueda haber, sino la de servir al ciudadano: ganárselo, y su voto, sirviéndolo. En otras palabras, casi lo inverso de la lógica que caracteriza a la política mexicana, que entiende al ciudadano como un estorbo y al gobierno como la solución de todos los problemas.

¿Cuántos de nuestros gobernantes han pensado en hacer menos penosa la espera -en ocasiones de muchos meses- para que una persona sea recibida en el IMSS? ¿Cuántos han construido infraestructura para reducir drásticamente los tiempos de transporte para la ciudadanía en las grandes ciudades del país, que hoy llegan a dedicar hasta cinco horas de su día a ese menester? ¿Cuántos de nuestros funcionarios han buscado simplificar el pago de impuestos? ¿Cuántos de nuestros políticos entienden la angustia cotidiana que produce la ausencia de un sistema confiable de seguridad para millones de padres y madres de familia?

Gobernar desde luego incluye reformas y obras de infraestructura, pero ninguna de esas va a mejorar o resolver la vida pública si no se conciben para y con la ciudadanía. Nuestro sistema político fue creado para estabilizar al país y controlar a la población, circunstancias que empataban la realidad del país y del mundo hace cien años, en la era postrevolucionaria. Hoy, casi cien millones de mexicanos después, ese sistema ha sido totalmente rebasado y los remiendos -como el electoral de las últimas décadas- ya no son suficientes.

México tiene que construir un nuevo sistema de gobierno, uno que confiera certidumbre y obligue a los gobernantes a gobernar y a servir al ciudadano. Sin eso, seguiremos en el pasado y peor en algunos escenarios.

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17 Sep. 2017

Conectividad para el futuro

Luis Rubio

Hasta hace no muchas décadas, la geografía imponía límites a la capacidad de desarrollo de las naciones. Las distancias y la falta de infraestructura determinaban que los países pobres se mantuvieran pobres, con pocas posibilidades de progresar. Sin embargo, los avances tecnológicos han transformado al planeta al permitir escapar de la “prisión de la geografía”, como la llama el Nobel Angus Deaton: “billones de personas se han reunido en el mercado global al construir conectividad a pesar de su ‘mala’ geografía e instituciones”*. La tecnología abre ingentes oportunidades porque permite el acceso a nuevas ideas, prácticas de negocios y tecnologías hasta el lugar más recóndito de la Tierra. A pesar de la oportunidad, México no las ha aprovechado más que marginalmente.

Según Parag Khanna en su nuevo libro Connectography, el futuro del mundo va a determinarse por las cadenas de proveeduría que se establezcan dentro y entre las naciones. La capacidad de acercar los productos a los mercados y las materias primas a los centros de producción es lo que determinará la riqueza de las naciones en la era de la conectividad. La clave del éxito en ese entorno reside en la conectividad y ésta la determina la infraestructura y la adopción de tecnologías que permitan la conectividad.

Siempre se ha sabido que la infraestructura es clave para el desarrollo, pero no cualquier infraestructura es relevante: sólo aquella que permite romper con los límites dela geografía y de la pobreza. “No hay peor corrupción que la opresiva ineficiencia de las sociedades en que la movilidad más básica está impedida por la inexistencia de infraestructura. Es como vivir sin la rueda”. Y continúa: “La falta de infraestructura física y de capacidad institucional es tan desesperante que deberíamos considerar si el problema de la construcción de fortaleza gubernamental no reside en el Estado mismo… Deberíamos conectar áreas urbanas dentro y a través de las fronteras nacionales para que alinear mejor a las personas, recursos y mercados. Esto implica contemplar a las ciudades como la base de la construcción y fortalecimiento del Estado en lugar de verlo como un producto de éste”.

El punto de Khanna es que la infraestructura debe concebirse como un medio para promover la cercanía entre personas, recursos y mercados, de tal suerte que se convierta en un trampolín al desarrollo. En este sentido, es clave que los proyectos de infraestructura que se promuevan sirvan para elevar la conectividad porque los recursos son escasos y no todos contribuyen al desarrollo. Es imperativo, dice el autor, entender al mapa de un país, de la región y del mundo como un conjunto de centros productivos (hubs) que, al vincularse directamente, permiten remontar las limitaciones de Estados débiles y gobiernos sin brújula.  Desde esta perspectiva, no hay inversión más importante que la de la infraestructura que permite esa conectividad.

En lugar de los imperios del pasado dedicados a dominar grandes territorios y fuentes de recursos, dice Khanna, la verdadera disputa en la actualidad es por la generación de valor a través de la conectividad como medio para acelerar el crecimiento de las economías. Al estudiar a China, el autor argumenta que ese país no está intentando controlar vastas regiones de África y Asia, sino tener acceso a sus mercados ya sea como fuente de recursos o como destino de sus productos. Es decir, el gran tema del futuro es logístico.

En ese mundo futuro las empresas serán actores fundamentales porque estarán a cargo de la provisión de bienes, recursos y empleos; actuando más allá de sus fronteras, cambiará la dinámica entre empresas, gobiernos y sindicatos, lo que exigirá nuevas formas de rendición de cuentas no sólo para gobiernos sino también para las empresas. De hecho, dice Khanna, “la distinción entre lo público y lo privado, consumidor y ciudadano, se evapora. Cuando la ciudadanía nacional aporta beneficios menores, las cadenas de provisión ciudadanas se tornan mucho más importantes”.

Desde esta perspectiva, atraer cadenas de provisión constituye la forma más rápida para elevar la tasa de crecimiento. Pero no es sólo atraer inversiones, sino cadenas de proveedores que las alimenten, de tal suerte que se amplíen las oportunidades de empleo y generación de riqueza. Como beneficio adicional, la incorporación integral de la economía al mundo global (algo que en México sólo es parcial porque buena parte de la planta industrial sigue aislada de la globalidad), se ha convertido en un vehículo para la transformación social, de derechos laborales y, en general, de derechos de las personas.

“La conectividad se convierte en una plataforma para un desarrollo integral de la sociedad”. Más aún, “el acceso a la información permite afianzar la dignidad de las personas: un derecho fundamental para el avance personal y la productividad económica”. La conectividad tiene otro beneficio: como argumenta Deirdre McCloskey en su nuevo libro,** son las ideas y su diseminación lo que hace posible el desarrollo, ideas para los motores eléctricos y elecciones libres, pero sobre todo las ideas liberales de igualdad, libertad y dignidad para las personas comunes y corrientes.

No es el capital ni las instituciones lo que hizo posible que unas naciones se hicieran ricas, sino las ideas que dignificaron al innovador y dieron vuelo a su imaginación. Las cadenas de proveeduría permitirían diseminar todo eso que ha sido imposible por siglos en México, incluyendo el desarrollo y la riqueza.

*The Great Escape
** Bourgeois Equality

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10 Sep. 2017

https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1378632.conectividad-para-el-futuro.html

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Gobierno vs. elecciones

Luis Rubio

En la Odisea, Ulises retorna a su casa habiendo aprendido a distinguir lo esencial de la vida: separar lo profano de lo sagrado, así como la existencia de límites para el ejercicio del poder. Ulises había destruido el alcázar sagrado de Troya para conseguir alimentos para sus compañeros, un cálculo pragmático que entrañaba la profanación de lo que merecía respeto. La experiencia le enseña a Ulises que tiene que aprender a ser reverente ante lo sagrado, metáfora que emplea Homero para explicar los límites de las cosas, la necesidad de mesura.

El debate político en el país es álgido y en ocasiones violento, pero siempre divertido, sobre todo porque refleja lo que es natural: los intereses, pero también las pasiones. Lo que es peculiar del debate es la personalización de los asuntos: que si Calderón inició una “guerra contra las drogas” o si a López Obrador le robaron la elección de 2006. Como dice Leonardo Curzio, llevamos más de dos décadas de alternancia en una multiplicidad de estados, municipios y la presidencia y, sin embargo, seguimos peleando los asuntos electorales, como si la realidad fuese la de la vieja era del PRI. Las cosas cambian, los actores se mimetizan y la naturaleza de los problemas acaba siendo otra, exigiendo respuestas que tienen que ser distintas.

Nuestro problema es de gobierno -gobernanza- y no de naturaleza electoral. Por supuesto, no tengo duda que se podrían y deberían mejorar los procesos electorales y avanzar hacia un estadio en el que las prácticas violatorias del espíritu de la ley sean erradicadas, a la vez que se logra una legitimidad absoluta del resultado. Sin embargo, el hecho de que no hayamos logrado romper con estos vicios sugiere que el problema que enfrentamos no se encuentra en el ámbito electoral pues es evidente que quienes ahí se juegan la vida son los mismos que establecen las reglas y están dispuestos -de hecho, decididos- a violarlas tan pronto se seca la tinta del Diario Oficial.

México tiene un sistema de gobierno nominalmente federalista pero que de hecho tiene un espíritu centralista. El fenómeno del “jefe máximo,” el caudillo instalado en la silla presidencial se reproduce a nivel estatal y municipal. Antes, con un centralismo asfixiante, el presidente servía de contrapeso frente a los gobernadores, evitando sus peores excesos. Ahora, con un sistema centralista en ruinas pero que permanece ubicuo, nos hemos quedado con todos los vicios del centralismo sin su única potencial virtud, que es la que hoy caracteriza a China: ser capaz de enfocar todos los recursos hacia el desarrollo, le guste a la población o no.

Nuestro federalismo es de papel. No existen estructuras institucionales para hacerlo funcionar, sobre todo a nivel estatal y municipal, donde sobrevive el viejo centralismo asfixiante, pero dedicado casi sin excepción al enriquecimiento del gobernante en turno. Pero son las excepciones las que son reveladoras: independientemente de que se enriquezca el gobernador temporal, hay estados en lo que las realidades del poder -o sea, la existencia de contrapesos de facto- hacen mucho más difícil el exceso. Por ejemplo, no es casualidad que haya menos escándalos de corrupción desmedida en estados como Querétaro y Aguascalientes, donde la presencia de enormes inversiones extranjeras se ha tornado en un factor de estabilidad y avance sistemático (en infraestructura, seguridad, etc.) que no existe en estados más diversificados o menos exitosos en atraer esas inversiones. Con esto no quiero sugerir que tienen un mejor sistema de gobierno, solo que existen contrapesos fácticos y éstos cambian la lógica del ejercicio del poder. Es decir, los incentivos del gobernador son muy claros y limitativos.

Así como antes los presidentes “supervisaban” a los gobernadores y, con frecuencia, los removían del cargo, hoy muchos gobernadores hacen lo propio con los presidentes municipales. Los métodos han cambiado en algunos casos, pero el fenómeno es el mismo: la noción del mando único es exactamente eso, la búsqueda de la subordinación con la excusa de la inseguridad. Lo que no ha mejorado -ni cambiado- es la forma de “gobernar.”

El gobierno (y la seguridad) comienza desde abajo. Si queremos lograr un país bien gobernado tendremos que construir un sistema de gobierno municipal que funcione y eso comienza con el impuesto predial, pues así se establece un vínculo de contrapeso entre el ciudadano que paga y el munícipe que gasta. De ahí hacia arriba: justo lo opuesto de lo que hoy existe.

Cuando “explotó” Michoacán al inicio de este sexenio, el gobierno envió al ejército y a la policía federal para estabilizar el lugar, a la vez que envió a un encargado que se dedicó a comprar voluntades sin ton ni son, pero también sin éxito. Hubiera sido mucho mejor aprovechar la presencia de las fuerzas federales para construir capacidad local: policías nuevas, un sistema fiscal, un fuerte contrapeso ciudadano y así sucesivamente. O sea, construir un nuevo sistema de gobierno.

Oportunidades no faltan, pero el diagnóstico correcto sigue estando ausente, probablemente porque eso cambiaría el equilibrio de poder que es, a final de cuentas, nuestro problema de fondo.

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03 Sep. 2017

 

Desgobierno por consenso

Luis Rubio

 

La democracia no se inventó para generar acuerdos o consensos sino precisamente para lo opuesto: para administrar los desacuerdos. Por su parte, la política es el espacio para la negociación sobre distintos tipos de solución a los asuntos y problemas de la sociedad e, inevitablemente, genera ganadores y perdedores. La diferencia entre democracia y política es nítida y evidente, pero en nuestro país se pierde porque no está resuelta la legitimidad del acceso al poder por la vía electoral, al menos en un partido y su actor político clave. Si yo gano fue democrático, si pierdo fue fraude y, en cualquiera de los dos casos, yo fijo la agenda política. ¿Alguna duda sobre la principal fuente de incertidumbre viendo hacia 2018?

Guillermo O’Donnell escribió que “la razón básica del desencanto de los ciudadanos latinoamericanos reside en haber creído que el ladrillo de la alternancia era la casa de la democracia.” En México apostamos a una serie de reformas electorales como vía para la transformación del sistema de gobierno, un medio incompatible con el objetivo que se perseguía; lo que se logró a lo largo de décadas de reformas fue la inclusión de fuerzas políticas alienadas del tradicional “sistema,” el objetivo central de las reformas, sobre todo la primera relevante: la de 1977. Así, llevamos casi medio siglo de reformas electorales cuyo objetivo era el acceso al poder, no la construcción de un nuevo orden político ni, mucho menos, un nuevo sistema de gobierno.

En esa dualidad se puede observar quizá el principal desafío que el país enfrenta hoy: las reformas políticas -de 1977 en adelante- fueron concebidas por los partidos políticos para ellos mismos; ninguna contempló a la sociedad o a la ciudadanía. El caos político, económico y de seguridad que hoy nos caracteriza se deriva de ese simple hecho: la prioridad ha sido la clase política que se expande con cada reforma, pero no la solución de los problemas que padece el país y que afectan de manera directa a la ciudadanía. No hay ejemplo más patente de esta peculiaridad que la reforma de 1996, en que se incorporó al segundo y tercer partido en el sistema de privilegios en lugar de crear un sistema abierto, competitivo entre los partidos.

Si uno acepta que nuestro principal problema hoy no radica en el acceso al poder sino en la funcionalidad y calidad del gobierno, la solución no se va a encontrar en los procesos electorales (más reformas, segundas vueltas). La democracia sirve para definir quien accede al gobierno y, en un sentido más amplio, cuáles son los procedimientos para la toma de decisiones en la sociedad; sin embargo, la entidad dedicada a la administración de las decisiones y al cumplimiento de las funciones esenciales que la sociedad demanda del gobierno depende del gobierno mismo y ese es el eslabón débil en la realidad mexicana actual.

Nuestro sistema de gobierno es una herencia que se remonta a la era del porfiriato y que, por mucho que haya funcionado entonces, no tiene capacidad alguna para responder a las realidades y circunstancias del siglo XXI. En aquella era, el país era pequeño en población, muy concentrado geográficamente y la economía se circunscribía, en lo fundamental, a actividades primarias. Más importante, no existían las comunicaciones de hoy ni la disponibilidad ubicua e instantánea de información y el poder del gobierno -organizado, centralizado y totalmente enfocado- mantenía el orden a como fuera necesario. La vida simple demandaba un sistema educativo simple y, en su mayoría, sesgado hacia las zonas urbanas.

Hoy en día, el país es enorme en población, su diversidad y dispersión extraordinaria, (casi) toda ella con acceso instantáneo a lo que ocurre en el resto del mundo y, en un número creciente, dependiente de sus ingresos del exterior. Además, el éxito económico de hoy no depende de la actividad manual de las personas sino de su creatividad en el más amplio sentido del término, lo que implica la necesidad de un sistema educativo de otra naturaleza. El punto es, simple y llanamente, que el sistema de gobierno que tenemos quizá sirva para gobernar el centro de la ciudad de México y de otras ciudades, pero la realidad en el resto del país es de ausencia de gobierno. Peor, aunque no hay gobierno, sí hay gobernadores que expolian y depredan.

Cuando estaba yo en la universidad, el profesor y filósofo Elliot Aristóteles Maquiavelo Montesquieu Feldman, planteó un enigma el primer día de clases: los candidatos a regidores de la ciudad de Boston se gastan hasta un cuarto de millón de dólares en sus campañas para lograr una chamba que les pagará 15 mil dólares de salario anual. “Piensen en esto y díganme a qué conclusión llegan.” Lo peculiar de la discusión subsiguiente fue que mientras que los estadounidenses se perdían en escenarios teóricamente posibles, a ninguno de los latinoamericanos le pareció algo extraño. Para estos era vida cotidiana.

Problemas no nos faltan, pero ninguno tiene las dimensiones de la carencia central de nuestra era: la falta de gobierno. Nada se compara a ello porque lo que vivimos es un sistema de extorsión y corrupción institucionalizado, eso sí, por consenso, pero sin capacidad o disposición a gobernar.

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El futuro

Luis Rubio

Somos peculiares los mexicanos, al menos nuestros gobiernos. Llevamos décadas de reformar, pero evitamos cambiar para convertir a las reformas en una palanca implacable hacia el desarrollo. El resultado es la mediocridad  en que nos encontramos: reformas de gran realce pero una realidad cotidiana que no se resuelve; un sistema educativo al que se le reforma una y otra vez, pero la práctica cotidiana sigue siendo la misma y los resultados peores; una economía con enorme potencial que no se traduce en crecimiento, empleos atractivos o mejora en las expectativas; y, sobre todo, un entorno social de desesperanza en lugar de optimismo, enojo en lugar de satisfacción y un millón de oportunidades desperdiciadas. Nuestra circunstancia me recuerda aquella famosa cita que relata Kolakowski al subirse a un tranvía: “por favor muévase hacia adelante para atrás.”

Esto ha sido posible por una razón muy sencilla: por décadas contamos con dos instrumentos que permitieron que las cosas caminaran al mínimo, sin crear una crisis social o económica, preservando el statu quo político y los privilegios que le acompañan. Esos dos instrumentos -la migración hacia EUA y el TLC- ya no resolverán el problema en el futuro y eso nos deja una sola salida: hacer la chamba que por décadas ha sido obvia, pero nadie ha querido llevar a cabo y que no es otra sino la de elevar los niveles de productividad, la única forma que existe para elevar los niveles de vida. La salida no reside en más de lo mismo ni en regresar a lo que no funcionó en el pasado pero que tanta nostalgia genera.

En lugar de una discusión seria sobre las medidas necesarias para dar ese paso adelante, tenemos dos discursos contrapuestos. Por el lado gubernamental, toda la retórica de 2012 en adelante se concentró en las “grandes” reformas que se implementarían por sí mismas y con eso entraríamos al nirvana. Pero es en la implementación donde se han atorado, disminuyendo sus beneficios potenciales. Por el lado de AMLO, la propuesta es concentrarnos en mercado interno, crear empleos bien pagados y retornar a un entorno económico con protecciones del exterior, favoreciendo a los productores. Ambas visiones tienen su sentido, pero ninguna es adecuada.

El país requiere una estrategia de desarrollo que debe comenzar por crear condiciones para que éste sea posible. De nada sirven muchas reformas si no existe el entorno idóneo para que éstas avancen y de nada sirve la promoción del mercado interno si no se eleva la productividad. Es decir, no hay contradicción entre reformar y promover el mercado interno: la contradicción radica en la pretensión de que se puede imponer el desarrollo sin crear condiciones para que éste sea posible. Las reformas -de Peña o de AMLO- son meros instrumentos; sin una estrategia que las articule, el desarrollo es imposible. Y, por supuesto, cualquier estrategia de desarrollo debe contemplar tanto al mercado interno como a la globalización de la producción: dos caras de una misma moneda, ambas necesarias para elevar los niveles de vida.

Las dos anclas del statu quo de las últimas décadas, la migración y el TLC, ya no serán viables en el futuro. La migración ha cambiado en parte porque había disminuido la demanda de mano de obra en EUA, pero también porque la curva demográfica en México se ha transformado; además, las crecientes dificultades para cruzar la frontera ciertamente desalientan la migración. Por su lado, la realidad es que la trascendencia del TLC ha disminuido de manera radical: con Trump desapareció la noción de que es intocable y eso ha provocado que se colapse la inversión.

Sin inversión, la economía no va a crecer por más que se hagan reformas o se enfatice el mercado interno. Lo único que queda como posibilidad es la creación de condiciones que hagan posible el desarrollo y eso no es otra cosa que elevar la productividad. ¿Cómo hacer eso? La productividad es resultado de un mejor uso de los recursos tecnológicos y humanos y eso requiere de un sistema educativo que permita desarrollar conocimientos, habilidades y capacidades para el proceso productivo; es decir, se requiere que la educación deje de estar al servicio del control político que ejercen los sindicatos para su beneficio y se concentre en el desarrollo de las personas para prepararlas para una vida productiva y exitosa. El mismo caso es para infraestructura, comunicaciones, el trato que la burocracia le da a la ciudadanía y, por supuesto, el poder judicial. El punto es que el desarrollo no es gratuito ni se puede imponer por decreto: es resultado de la existencia de un entorno que hace posible elevar la productividad y todo debe dedicarse a ello.

Nuestro sistema de gobierno ha hecho imposible el desarrollo porque todo está diseñado para que unos cuantos controlen procesos clave que generan poder y privilegios, como es el caso de la educación. Mientras eso no cambie, la economía seguirá estancada, sea el proyecto uno de grandes reformas o del mercado interno. Da igual. Lo que ha cambiado es el entorno: los subterfugios que sirvieron para evitar acciones proactivas han desaparecido; hacemos la chamba o nos quedamos atorados. “La mejor manera de predecir el futuro, escribió Peter Drucker, es crearlo.”

 

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20 Ago. 2017

No es chiste

Luis Rubio

La antigua Unión Soviética y México tenían un elemento distintivo en común: los chistes. Hay libros enteros de chistes soviéticos que también se contaban en México: ambas sociedades se veían reflejadas en la distancia respecto a las autoridades y el desdén que éstas le prodigaban a la población. Ante la falta de acceso, la población se burlaba, generalmente con amargura y cinismo. Las cosas han cambiado, pero menos de lo que uno pensaría. Burlarse de los políticos y de sus decisiones y acciones ya no es noticia porque no hay día que no generen oportunidades y las redes sociales se han convertido en un medio perfecto para la expresión ciudadana. Pero los chistes no contribuyen a resolver los problemas del país justo cuando éstos se acrecientan y se empalman con el proceso de sucesión, el momento más delicado de cualquier sistema político.

Los chistes reducen tensiones y permiten canalizar el descontento hacia una dimensión de estabilidad política y tanto gobiernos violentos y totalitarios como el de la URSS como el del autoritarismo blando mexicano lo entendían de esa manera y lo usaban para su beneficio. El extremo fue un gobernador de Coahuila de los setenta quien, queriendo saber lo que pensaba la población, se disfrazó de ciudadano y acabó en el tambo luego de una trifulca en una cantina… Mantener el pulso de la población es función medular del arte de gobernar, pero no es substituto de gobernar, pero esa es, lamentablemente, la realidad del país en las pasadas décadas: los ciudadanos se burlan de los políticos y éstos se burlan de los ciudadanos, con lo que nada ni nadie construye el futuro que, uno supondría, es la responsabilidad central de los gobernantes.

Entre chiste y meme, nos aproximamos al proceso de sucesión sin certeza alguna sobre lo que éste nos depara. Una vista al panorama político revela, en la frase tradicional, una flaca caballada pero, a diferencia del pasado, una crisis partidista que no augura nada bien. Lo menos que uno tendría que preguntarse es, en un mundo en el que los viejos instrumentos y criterios de predicción electoral han dejado de ser relevantes, ¿por qué habrían de ser distintos los mexicanos? Es decir, así como no se predijeron acertadamente los resultados de Nuevo León y de otros siete estados en 2016, qué nos hace pensar que el 2018 va a ser distinto: qué nos hace pensar que no vamos hacia una crisis política.

Por un lado se encuentran los ciudadanos y sus lógicas de votación; por otra, los partidos han dejado de ser referencia relevante para una buena parte de la ciudadanía por su distancia, desidia y corrupción. El PRI vive días aciagos: habrá ganado dos de las justas electorales recientes, pero el escarnio es interminable; ciertamente, supongo, los priistas pensarán que es mejor ganar perdiendo que perder perdiendo, pero no es mucho consuelo para el partido que mayor responsabilidad tiene de la crisis permanente que vive el país. Al PRI no le faltan potenciales gobernantes competentes, pero lleva años dedicado a no gobernar, que es, desde mi perspectiva, el verdadero reto de México: gobernar con miras hacia el futuro.

El PAN, por su parte, no canta mal las rancheras: sus divisiones internas son legendarias, su incapacidad para gobernar patente y sus contradicciones -derivadas del choque entre sus supuestos principios morales y su mezquindad a la hora de (des)organizarse- incorregibles. Hoy tiene tres precandidatos ambiciosos dedicados a que el otro(a) no llegue: en su inconfundible tradición, primero acaban con el partido que plantear una alternativa creíble.

El PRD enfrenta el dilema de un partido que no puede ganar por sí mismo pero no puede darse el lujo de entrar en una alianza que lo hiciera desaparecer del mapa. Morena es la nueva fuerza política de la izquierda que vive de ser víctima en lugar de tratar de gobernar. Igual que el PRI, aunque por razones distintas, goza del statu quo y prefiere mantenerse ahí.

El hecho tangible es que nadie se preocupa por crear un mejor sistema de gobierno para que el país pueda desarrollarse y prosperar. Hundidos en una discusión inútil sobre la permanencia de tal o cual política social o económica, hemos perdido de vista que lo importante no es sólo quién llega al gobierno (incluso cómo) sino para qué; justo lo que le importa al 99.99% de la ciudadanía. Peor, los procesos electorales ya ni siquiera generan legitimidad. En estas condiciones, no es inconcebible que los ciudadanos opten por decisiones que los partidos considerarían herejes.

Para mí no hay duda que nuestro gran déficit es de gobierno más que de democracia, no porque ésta última funcione a plenitud, sino porque la democracia es sólo un método para tomar decisiones, pero éstas tienen que tomarse; en la medida en que la democracia mexicana se dedica exclusivamente a cambiar autoridades pero no tiene capacidad de obligarlas a que gobiernen -es decir, a que garanticen la seguridad, pavimenten las calles, no abusen de los ciudadanos- el ciudadano acaba perdiendo. Y por eso los chistes son cada vez más agrios, groseros y directos; a falta de gobierno, todo es caricatura: lo importante ha desaparecido y ese no es un chiste.

 

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13 Ago. 2017

El retorno

Luis Rubio

Cuando Julio César cruzó el Rubicón, cambió la historia de Roma. Ese paso, dice Lawrence Alexander, implicó «que no hay retorno, que la república ha terminado y que cualesquiera que fueran las formas que se preservaran, la nueva realidad de Roma sería la del gobierno de un solo hombre.» Como en aquel momento, México entró en una nueva era en 2012 y no es imposible que en 2018 se cierre el círculo: consolidando el camino hacia el PRI de antaño que tanto Enrique Peña Nieto como Andrés Manuel López Obrador representan.

Las similitudes son muchas más de lo aparente: para quien recuerde la noción del péndulo en el “viejo régimen,” las sucesiones presidenciales, se decía, tendían a ir de derecha a izquierda, y viceversa, dependiendo de las coalición que se constituía en torno al candidato ganador. EPN es heredero de las huestes que, desde Miguel Alemán hasta Carlos Hank González, lideraban las posturas económicas más moderadas y, dentro de los cánones de la época, aperturistas. Por su parte, AMLO es heredero de la otra tradición, aquella encabezada por Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría y José López Portillo, que procuraba un papel preponderante para el gobierno en el desarrollo del país. Aunque las diferencias político-ideológicas de aquella época eran mucho menos extremas que las que hoy, el impacto de esas variaciones sobre la vida cotidiana y el funcionamiento de la economía era enorme. Ese PRI viejo -con todas sus características, si bien no todas sus prácticas- regresó hace cinco años y podría consolidarse para convertirse en la nueva realidad nacional. De ser así, como con el famoso alea jacta est de Julio César -la suerte está echada- podríamos retornar a una era en la que, pasado ese punto, ya no habría retorno.

Con estas afirmaciones no pretendo minimizar las diferencias entre las vertientes izquierda y derecha de la era del PRI duro, ni sugiero igualar la política económica de entonces con la de hoy sino, más bien, resaltar las semejanzas. Ambas corrientes conciben al gobierno como el corazón de la vida nacional y, por lo tanto, proponen centralizar el poder, controlar a la población y a los factores de la producción, aunque con objetivos y lógicas muy distintos. El presidente Peña, anclado en una visión política del siglo XX, promovió, con enorme pragmatismo, algunas de las reformas más trascendentes para el siglo XXI. AMLO propone reconstruir la plataforma económica del siglo XX: fundamentada en el mercado interno, promovida con subsidios y gasto público desde el gobierno y protegiendo a los factores de la producción de la competencia externa.

El punto de partida del viejo sistema, que ambos suscriben, es la necesidad de crear fuentes y motores internos de crecimiento, siguiendo una lógica de poder que se alimenta tanto por la desazón de los últimos tiempos como por la nostalgia. Evidentemente, el crecimiento económico es indispensable y la promoción de motores internos necesaria, pero ninguno será posible, como le ocurrió a la administración actual, desde una visión postrevolucionaria y a-histórica. El viejo sistema no se colapsó por la voluntad de una persona o un grupo, sino por su agotamiento e inviabilidad en la era de la economía del conocimiento, las cadenas integradas de producción y la ubicuidad de la información. La centralización que pretendió el gobierno actual sirvió para corromper pero no para enfrentar los desafíos estructurales que tiene el país frente a sí.

No le irá mejor a AMLO de llegar a la presidencia. Su proyecto es una poesía emotiva pero no una estrategia de desarrollo. Para comenzar, subestima el grado de apoyo popular a la apertura económica (los beneficiarios de los bienes importados y de la competencia con los productores nacionales no son pocos) y la profundidad de la clase media en las zonas rurales, producto de las remesas. En segundo lugar, la industria nacional, que presumiblemente se convertiría en el corazón de la pretendida «regeneración nacional,» no tiene capacidad alguna para sustentar un crecimiento acelerado: no se puede revivir a una industria que vive al borde de la muerte y que no produce los bienes que demanda el consumidor nacional o requieren los sectores industriales más avanzados y que más crecen. Es, en una palabra, una falacia suponer que un país se puede replegar y, por esa vía, crecer con celeridad. Una vez dada la apertura, la alternativa es inexistente. Más al punto, la apertura que se dio en los ochenta fue para salvar a la industria, no para matarla. Esa diferencia es incomprensible desde la perspectiva de la visión priista de los cincuenta o, más al punto, de los setenta.

El problema del proyecto de AMLO no reside en su sentido ideológico o en su objetivo de desarrollo, sino en su incompatibilidad con el México de hoy, para no hablar del mundo en general. Es evidente que existen muchos rezagos y muchos más rezagados que merecen y deben ser atendidos, pero la solución no reside en rezagar a todo el país, sino en crear condiciones para que esas personas tengan la capacidad y la oportunidad de sumarse al desarrollo de manera integral.

La Asamblea priista que viene debería encarar el reto de frente y construir hacia el futuro, dejando atrás lo que ya no puede -ni debe- ser.

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