Mundo de fantasía

Luis Rubio 

En El nombre de la rosa, Umberto Eco emplea una anécdota para evocar una obviedad. Dice “En la Edad Media, catedrales y conventos ardían como yesca. Imaginar una historia medieval sin fuego es como imaginar una película de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico sin un avión de combate derribado en llamas.” Igual de evidente fue la estrategia presidencial para ganar la reciente elección: financiar y subsidiar a casi la mitad de la población.

La estrategia era pública, abierta y sistemáticamente descrita y repetida: nadie puede decirse sorprendido; el presidente empleó recursos que habían sido presupuestados para la salud y la educación, la infraestructura y el mantenimiento de las instalaciones gubernamentales para en vez dedicarlos a subsidiar a sus clientelas de manera permanente, creando una base de apoyo que se reflejó de manera decidida y brutal el día de las elecciones.

Como dijera el filósofo del siglo XIX Frederic Bastiat, hay dos lados de cada moneda: lo que se ve y lo que no se ve; y lo que no se ve es lo que es realmente trascendente.

Lo visible fueron las transferencias en efectivo. Millones de familias fueron beneficiarias de la estrategia clientelar. El concepto no era novedoso: elección tras elección a lo largo del siglo XX priista se caracterizó por una estrategia transaccional de intercambio de beneficios por votos. La innovación que incorporó López Obrador fue la de eliminar el carácter coyuntural del intercambio para hacerlo permanente: ahora una enorme porción del presupuesto público se dedica al subsidio que reciben, según las cuentas oficiales, 45% de las familias.

En toda transacción hay dos lados: a final de cuentas, se trata de un intercambio. En la era priista, el intercambio era coyuntural, relativo a la elección inmediata: los votantes jugaban el juego votando por quienes les daban o prometían beneficios, pero seguían siendo, para emplear un término de los deportes profesionales, agentes libres. Lo que cambió en esta elección, resultando brutalmente efectivo, fue la sistematicidad del “apoyo” como lo denomina el presidente. Esto convirtió a los “agentes libres” en clientelas permanentes. Sin duda brillante como estrategia política, pero la pregunta relevante es ¿qué nos dice esto de la realidad mexicana?

En un país en el que todo es difícil, en que hay obstáculos para todo, el subsidio obradorista resultó ser un factor decisivo para las lealtades de esas familias. De hecho, nadie puede dudar que el objetivo central del gobierno a lo largo de todo el sexenio fue construir esas relaciones clientelares para lograr el resultado que se dio el 2 de junio pasado. Se puede (y se debe) criticar tanto el desdén con que el gobierno operó al no promover, o eliminar obstáculos al desarrollo económico, y  las flagrantes violaciones a la ley electoral, pero el corazón de la estrategia consistió en facilitarle la vida a millones de mexicanos. Ese es el verdadero factor de éxito y contra esa mojonera es que tendrán que contender tanto el gobierno entrante como futuros opositores.

La vida en México es de verdad difícil: quien quiera abrir un negocio sabe que tendrá que vérselas con Hacienda, el gobierno municipal, la CFE y un cúmulo de regulaciones locales y federales. Cumplir con las regulaciones es complejo y costoso; hasta pagar impuestos es difícil para quien no cuenta con conocimientos básicos y el sistema educativo no ayuda. De hecho, la educación en México está concebida para preservar la pobreza y la dependencia, dos factores históricos que el gobierno saliente acentuó con sus libros de texto dedicados a que nadie pueda prosperar. Este punto es crucial: la educación no contribuye a formar personas capaces de desarrollarse al máximo de su potencial, sino a seguir siendo pobres y el gobierno que prometió “primero los pobres” no hizo otra cosa sino la de apuntalar su permanencia en esa categoría. Para qué progresar si es mejor ser dependiente del gobierno: círculo cerrado.  

Para quien logra encontrar una manera de valerse por sí mismo pronto se encuentra con la cruda realidad de un gobierno dedicado a las clientelas o de plano ausente: en lugar de protección y seguridad, se aparecen los extorsionistas que cobran derecho de piso, los inspectores que exigen su tajada y los policías que no se quedan atrás. La inseguridad, el elemento que demuestra que el gobierno no se dedica a lo que importa al ciudadano, es la realidad que vive la abrumadora mayoría de la población. Abrir una cuenta bancaria se ha vuelto un viacrucis y el acceso a una educación conducente a un mejor nivel de vida cuesta porque sólo la ofrecen escuelas y universidades privadas. Para qué hablar del sector salud que mostró ser inexistente a lo largo del largo sexenio que finalmente está por concluir.

Los males que experimentan los mexicanos son el resultado de un sistema de gobierno dedicado a las prioridades del presidente y no a las del desarrollo de la población. En lugar de resolver los problemas que realmente aquejan a la ciudadanía, el presidente optó por subsidiar a las familias: ¿quién no aceptaría que le faciliten la vida cuando ésta es ya de por sí tan compleja, costosa y poco atractiva?

Como escribió Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes), “no hay nada más engañoso que una obviedad.”,

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 REFORMA

 21 julio 2024

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Golpe

Luis Rubio 

Nadie puede dudar que la justicia en México es prácticamente inexistente. El mexicano “de a pie” vive en un mar de abusos permanentes sin contar con recursos para proteger sus intereses. La mayor parte de esos asuntos -contratos, servicios, productos defectuosos- que involucran al ciudadano común y corriente son de lo que los abogados llaman del fuero común, a diferencia del fuero federal, que es el que involucra los asuntos vinculados con la federación y que, en el pináculo de la estructura, se refieren a la Suprema Corte de Justicia. Los primeros asuntos involucran al 99% de los mexicanos; los segundos al restante 1%. Uno pensaría -sería de sentido común- que cualquier reforma al sistema de justicia se enfocaría hacia los problemas que enfrenta ese 99%. 

Sin embargo, la iniciativa que se discute, y se teme tanto, no tiene por objetivo mejorar la justicia ni crear mecanismos para dirimir conflictos o diferendos que afectan a la ciudadanía, sino establecer un férreo control sobre los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Es decir, se trata de un objetivo estrictamente político que se deriva más de un ánimo de venganza que de un espíritu constructivo orientado a resolver problemas reales y tangibles que afligen a la población.

El desafío que el proyecto del presidente saliente representa para el poder judicial es tan sólo un componente del entramado que entraña el conjunto de iniciativas de reforma constitucional que, como veneno, le está intentando dejar al de la Dra. Sheinbaum. Las repercusiones de una modificación a la estructura de la Suprema Corte son múltiples y con consecuencias en muchos más ámbitos de lo que probablemente imagina su promotor, pero en términos de poder político son similares a las que implicarían la eliminación de plurinominales, la incorporación del INE y TRIFE al gobierno federal y el desmantelamiento de los pocos organismos regulatorios independientes que quedan, incluido el de Transparencia y acceso a la información. 

El punto nodal es que las modificaciones planteadas no son un asunto de leyes sino de poder. Mucha de la discusión que ha tenido lugar en los medios, las publicaciones periódicas y los debates académicos han girado en torno a las facultades con que cuentan las diversas instancias y poderes del Estado, es decir, los atributos constitucionales con que cuenta cada uno de los tres poderes públicos. Sin embargo, este enfoque parece errado porque el gobierno saliente ha hecho gala de su indisposición a limitarse por la letra o espíritu de la ley, constitucional o meramente reglamentaria. Para el presidente López Obrador lo relevante no es la ley sino el poder con que cuenta la presidencia y su mantra ha sido la de incrementarlo de manera sistemática, primero de facto y ahora en la constitución.

Es indudable que los límites y contrapesos que se fueron conformando a partir de 1994 (paradójicamente, comenzando con la propia Corte) resultaron ser menos fuertes de lo que sus autores pretendían, quizá en buena parte porque nunca se socializaron y, por lo tanto, no adquirieron la credibilidad que es, a final de cuentas, el factor que determina la fortaleza de una institución. No es casualidad que las dos instituciones más disputadas -por atacantes y defensores por igual- sean las más conocidas: la SCJ y el INE. Su credibilidad las acredita y, en consecuencia, su eliminación tendría enormes costos para el gobierno y para el país en general.

El momento actual acabará siendo crucial, cualquiera que sea el desenlace. La noción de que es posible recrear la vieja presidencia sin costo es risible. El tamaño y dispersión de la población no guarda semejanza alguna con la era con la que el presidente parece guardar idilio (los 70); la estructura de la economía en el mundo globalizado nada tiene que ver con la del desarrollo estabilizador ni puede retornar a esa era; y Morena, además de no ser un partido político en forma, no tiene los tentáculos con que contaba el PRI de antaño ni el control de estructuras sociales como lo fueron el congreso del trabajo, la CNC o la CNOP. Los sueños de opio pueden acabar siendo extraordinariamente costosos.

La batalla grande que se juega en este momento (el llamado “Plan C”) tiene por objetivo la recreación del régimen autoritario de antaño; pero la batalla “chica” es la crucial en esta coyuntura porque es la que determinará la posibilidad de que se consolide el proyecto de control total. Esta batalla “chica” tiene que ver con la sobrerrepresentación a que aspira Morena en las dos cámaras legislativas, para lo cual la calificación de la elección es el factor nodal. El presidente, un político calculador, pretende controlar el proceso que lleve a la sobrerrepresentación y, de ahí, a la mayoría calificada a través de los magistrados del tribunal electoral, cuyo número actual, por acciones del propio presidente, es insuficiente para calificar la elección del pasado dos de junio. No es una conspiración, pero la actitud golpista es más que evidente.

El punto de fondo es el que es crucial: ¿cómo le afectan a la futura presidenta estos enjuagues constitucionales y políticos? Uno pensaría que luego de un triunfo abrumador, lo conducente sería una transición lo más tersa posible, no las condiciones para un potencial Waterloo. 

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 REFORMA
14 julio 2024

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El anverso

Luis Rubio

Los líderes heredan sus circunstancias, afirman Zelikow y Rice.* “Al enfrentar [sus] circunstancias entre 1988 y 1992, algunos líderes optaron, de manera deliberada, por transformar los principios operativos básicos de sociedades enteras. Eligieron abolir países y crear otros nuevos. Eligieron dar marcha atrás y desarmar sustancialmente la confrontación militar más grande y peligrosa del mundo… Pero, como todas las creaciones humanas, su nuevo sistema hizo concesiones, tuvo fallas y generó nuevos problemas…” Los autores se refieren al final de la Unión Soviética, pero el concepto es aplicable a un buen número de naciones que, en los mismos años, se abocaron a transformarse, la mayoría de ellas de manera integral, como fue el caso de Corea, China, España, Portugal, Taiwán y muchas otras, incluido México: gran liderazgo transformador, pero con consecuencias no anticipadas. Los juicios que se hacen décadas después son lógicos y políticamente relevantes, pero no siempre útiles para corregir las secuelas de esas consecuencias no anticipadas.

Una característica común, aunque con enormes diferencias de grado, en todas las naciones que optaron por transformarse fue el autoritarismo que las caracterizaba. En algunos casos se trataba de regímenes militares, en otros de gobiernos autoritarios y en otros más de sistemas que buscaban el control integral de sus poblaciones y a las que se llegó a denominar como totalitarias. La transformación que emprendieron aquellos liderazgos, en algunos casos con enorme claridad, visión y sentido de propósito, en otros menos, abrió una enorme ventana a la libertad de las personas.

“Imagine las esperanzas y los temores de esta generación [Gorbachev, Kohl, Mitterrand, Bush, Delors, Thatcher]. Para la mayoría de estos hombres y mujeres, palabras como ‘tiranía’, ‘libertad’, ‘guerra’ y ‘seguridad’ no eran abstracciones vacías. Para ellos entrañaban traumas muy reales.” Algo similar se puede decir de Adolfo Suárez, Felipe González, Carlos Salinas, Kim Dae-jung, Lee Teng-hui y Deng Xiaoping. Algunos de estos líderes procuraron una transformación estrictamente económica, otros comprendieron que era imposible separar una liberalización económica sin su consecuente liberalización política (concepto que China sigue desafiando).

Las transformaciones han sido reales y han cambiado la naturaleza y circunstancia de decenas de naciones, en la mayoría de los casos para bien. Pero las consecuencias no anticipadas a que se refieren estos autores no son menores y se han traducido en factores de contención real: desde la guerra entre las naciones que antes integraban a la antigua Yugoslavia hasta los gobiernos que, más recientemente, han intentado echar hacia atrás el reloj de la historia o que, simplemente, han construido, fortalecido o recreado sistemas autoritarios. Las mañaneras son un ejemplo perfecto de un liderazgo unipersonal dedicado a mover las manecillas del reloj de la historia como si se pudiera meter al genio de regreso a su lámpara o la pasta de dientes a su contenedor. Pero, más allá del estilo personal de desgobernar de cada líder retardatario, hay dos cosas que no están en duda: una es que, efectivamente, hubo consecuencias no anticipadas y que éstas tienen que ser atendidas; la otra es que hace una enorme diferencia cómo se atienden esas consecuencias.

El cómo es en ocasiones tan o más importante que el qué. Por ejemplo, es indudable que la liberalización de las economías trajo como consecuencia una redefinición de la logística de las manufacturas a nivel mundial y ésta, a su vez, generó impactos muy diferenciados. Al liberalizar sus economías, las naciones desarrolladas vieron salir muchos empleos hacia países que aspiraban a industrializarse. Corea, Taiwán y otras naciones abrazaron la oportunidad y se transformaron en el camino. México llegó un poco tarde a la fiesta y su intento por transformarse fue menos ambicioso, lo que se tradujo en oportunidades perdidas que diligentemente aprovechó China, convirtiéndose en la fábrica del mundo.

El punto clave es que es fundamental entender que las acciones gubernamentales tienen consecuencias y que, por lo tanto, la manera en que se atienden los problemas entraña impactos que muchas veces no parecen evidentes de antemano. ¿Qué tanto debe hacer el gobierno de manera directa? ¿Qué consecuencias entraña una aparentemente imparable tendencia a transferir todos los proyectos e instituciones al ejército? ¿Utilizar al mercado para asignar recursos u hostilizarlo? No importa lo que haga el gobierno o el ámbito en que actúe, su despliegue causa efectos que incentivan acciones favorables o desfavorables. Es decir, aunque el país cuente con pocos contrapesos formales, los informales son por demás efectivos y no siempre arrojan los resultados que anticipa o prefiere el líder político.

Cada uno tendrá sus preferencias respecto a las preguntas del párrafo anterior, pero lo importante es que no siempre resulta lo que el líder desea o prefiere. Por eso es tan importante no perder de vista que la función de gobernar es mucho más delicada de lo aparente.

Como escribió Orwell, “el hecho es que deben observarse ciertas reglas de conducta para que la sociedad humana se mantenga unida.”

*To Build a Better World

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REFORMA
07 julio 2024

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Paradigmas

Luis Rubio

En su campaña, la hoy presidenta electa afirmó en repetidas ocasiones que se confrontaban dos modelos de país y de gobierno. Efectivamente: la democracia y la tiranía son dos modelos contrapuestos que entrañan consecuencias fundamentales para la ciudadanía y para el futuro del país. Cualquiera que haya sido la forma en que cada ciudadano votó en los pasados comicios, la pregunta hoy es hacia dónde se dirigirá el país.

En el corazón de esta pregunta residen dos interrogantes centrales: primero ¿debe un gobierno hacer lo que mejor le parezca al presidente por el mero hecho de serlo y sin limitación alguna? Y, segundo, ¿un voto mayoritario implica poder absoluto para llevar a cabo cualquier cambio que así determine la gobernante?

Si la respuesta a estas interrogantes es afirmativa, entonces estamos hablando de una dictadura porque no hay otra forma de definir un gobierno que tiene todo el poder y puede hacer lo que considere deseable o necesario sin límite alguno. Esta fue la manera en que se condujo el gobierno saliente en todo lo que pudo: atacando al poder judicial, minando a los organismos autónomos, descalificando cualquier crítica, todas estas señales de un gobierno tiránico.

Si la respuesta es negativa, entonces estamos hablando de la posibilidad de una democracia, donde tanto ganadores como perdedores son considerados como ciudadanos iguales y legítimos ante el gobierno, la sociedad y el proceso político. Nuestra democracia es claramente imperfecta y, de hecho, sumamente primitiva y deficiente, pero su esencia es la de la coexistencia de personas, grupos e intereses que piensan diferente y no por ello dejan de ser (y deben ser) respetados y respetables.

El punto de este contraste no es teórico sino absolutamente práctico: ninguna elección puede, por sí misma, definir el destino de una nación, así haya votado por el gobernante una mayoría del electorado o cuando el gobernante goce de una amplia popularidad. Todo el punto de la civilización es que nadie -ganador o perdedor- gana o pierde todo porque siempre hay un mañana y las cartas pueden invertirse y quien hoy triunfó puede acabar estando del otro lado de la mesa.

Desde luego, la agenda de un gobierno -el mandato del triunfador como lo llaman en algunas naciones- es producto de una elección en la que el contenido de esa agenda fue ampliamente debatido y, al triunfar, se constituye en un programa de gobierno. A pesar de lo anterior, en una nación democrática siempre es indispensable encausar esa agenda por el poder legislativo a fin de que ese otro poder público que representa al electorado en su conjunto procese de manera pública y abierta los recursos necesarios para la consecución del objetivo gubernamental.

A menos que próxima presidenta tenga por objetivo el desmantelamiento total de la estructura de pesos y contrapesos vigente (que no por endeble deja de ser crucial), es decir, que esté decidida a constituir una dictadura, la única forma en que el país podrá avanzar y prosperar es afianzando y, en muchos sentidos creando o recreando, instituciones susceptibles de funcionar como contrapeso frente a la presidencia. Esto implicaría aceptar, una vez más, que el objetivo formal y de facto del gobierno es avanzar hacia (o consolidar) elecciones libres y debidamente administradas y procesadas; Estado de derecho consolidado (incluyendo una corte suprema autónoma); libertad plena de expresión y asociación; y protección de los derechos civiles y humanos de toda la ciudadanía. En otras palabras, un sistema de gobierno mayoritario limitado por contrapesos institucionales, comenzando por la constitución y el respeto a las minorías. O sea, lo contrario a lo que vivimos en este sexenio dedicado a la destrucción institucional.

En el entorno de polarización promovido por el presidente saliente, la noción misma de que la presidencia tuviera límites institucionales era considerado un atropello. En países serios y con democracias consolidadas, hay un recambio frecuente de gobiernos orientados por objetivos y filosofías contrastantes, pero, les guste o no, aceptan el hecho de que existan frenos a sus potenciales excesos. Desde luego, en todas las democracias los gobiernos buscan maneras de avanzar sus agendas, recurriendo a todo tipo de artimañas como decretos, leyes anticonstitucionales y otros mecanismos pero, al final del día, aceptan el veredicto de los tribunales y entidades reguladoras autónomas. Lo crucial es esto último: ningún gobierno es encabezado por hermanas de la caridad, pero en todas las naciones civilizadas hay límite a lo que el gobierno puede hacer para afectar a ciudadanos que cuentan con los mismos derechos, independientemente de por quien hayan votado.

Este último punto es la esencia del asunto que tiene que dilucidar la próxima presidenta: va a intentar fortalecer la democracia mexicana o a acelerar el paso a la tiranía. No hay de otra sopa: la disyuntiva es transparente. La “soberanía popular” tiene que sujetarse a las mismas reglas y limitaciones que todo el resto del electorado, porque la verdadera tesitura es entre democracia de y para todos o dictadura de la mayoría.

Paul Johnson lo definió de manera nítida: “las democracias funcionan mejor cuando los contrapesos acotan el mandato de los políticos.”

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30 junio 2024

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REFORMA

30 junio 2024

Temerario

Luis Rubio

1982. El país se encuentra en una situación difícil. Las finanzas públicas se han deteriorado por las apuestas en que incurrió el gobierno a lo largo de su sexenio, confiando que al final todo se traduciría en un mayor crecimiento económico. Mientras eso sucede, la contienda presidencial sigue su curso con normalidad. Llega el mes de julio y triunfa Miguel de la Madrid. Las circunstancias no son óptimas, pero el candidato electo es una persona sensata, estable y por demás cuidadosa, con experiencia en la administración pública. A pesar de la complejidad del momento financiero, el entorno es promisorio porque está por terminar un sexenio saturado de corrupción y frivolidad, anticipándose el advenimiento de una administración austera y mesurada. Pero llega el primero de septiembre, día del informe presidencial. En lugar de reconocer que se trataba de su última oportunidad para tranquilizar a la población, el presidente saliente, López Portillo, opta por exacerbar la circunstancia al anunciar la expropiación de los bancos, abriendo con ello la caja de Pandora. Con esa acción dividió al país y condenó a su sucesor a lidiar con una nación en crisis, casi hiperinflación y un deterioro constante. El nuevo gobierno, que se inauguró tres meses después, nació condenado a batallar con el legado de su predecesor: en lugar de “administrar la abundancia” como había sido previsto, acabó siendo un bombero. El actuar del presidente saliente cambió al país, destruyó su imagen (que nunca dejaría de ser el “perro”) y condenó al país a una década de altibajos y peligros continuos.

Mark Twain, el gran escritor y humorista estadounidense, decía que “la historia nunca se repite, pero que con frecuencia rima.” ¿Podría el presidente saliente en 2024 repetir la faena de 1982, provocando un cambio de giro radical, sobre todo después de una elección tan exitosa?

El presidente López Obrador se encuentra ante esa tesitura: dejar un país en una situación razonable, con las dificultades y retos normales, pero sin una condición crítica incontenible para que su sucesora comience su periodo de manera promisoria, o arriesgar su futuro -el personal, el de su sucesora y el del país- en aras de salvar su imagen y su vanidad.

El anuncio de procesar las veinte iniciativas de ley que anunció el pasado 5 de febrero constituye una amenaza para su sucesora porque le cambia el terreno y crearía condiciones que le harían imposible gobernar. ¿Quién gana con eso?

Si bien es evidente que un sexenio termina hasta el día en que entrega el mando a la sucesora, la realidad política es que éste concluye el día de la elección y lo conducente es que el presidente saliente contribuya a asegurar un proceso terso para magnificar su probabilidad de éxito. Máxime cuando el presidente logró el mayor hito de su administración al ser refrendado por el electorado en la forma de la elección de su candidata. Ponerla en riesgo sería un acto de irresponsabilidad suprema o, como (supuestamente) dijo el estadista del siglo XVIII, Talleyrand, “más que un crimen, sería un error.” Menos comedido en su lenguaje que el diplomático del francés, el principio de Hanlon dice que “no se ha de atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez.”

Efectivamente, en la lógica política mexicana, nos encontramos en el proceso de transición donde el nuevo sexenio ya de facto está comenzando y el presidente saliente tiene que reconocer no sólo que ya concluyó el suyo, sino que, a juzgar por los votantes -el juicio supremo- su éxito es innegable y cualquier cambio en el camino no haría sino complicarle a su sucesora el panorama. Baste ejemplificar con la fecha en que AMLO canceló el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, meses antes de ser formalmente ungido presidente. Su ciclo está concluyendo y es tiempo de que sea su sucesora quien decida qué sigue y cómo lograrlo.

Nada de esto tiene que ver con la parte sustantiva de las propuestas legales del presidente. El paquete de veinte reformas, dieciocho de ellas constitucionales, que propuso el presidente, entraña una gran variedad de asuntos, algunos de mucha mayor trascendencia que otros. Dado que la composición que acabe cobrando el poder legislativo será la misma en septiembre que después de la inauguración de la Dra. Sheinbaum en octubre, no hay razón para la precipitación que el presidente anticipaba al inicio del año. Un país serio no apresura las cosas, sino que las procesa, debate, socializa y reconsidera de acuerdo a las circunstancias. Además, la probadita que mostraron los mercados financieros tan pronto se comenzó a especular sobre la ausencia de contrapesos que produjo el resultado electoral debería ponderarse con enorme seriedad. El presidente se jactó, una y otra vez, de la solidez del peso y sería un acto de superlativa necedad y temeridad jugar con el destino de esta manera.

James Carville, el famoso asesor electoral de Bill Clinton, dijo en alguna ocasión que “solía pensar que, de haber reencarnación, yo querría regresar como el presidente o el Papa o como un bateador de .400. Pero ahora preferiría retornar como el mercado de bonos. Intimidan a cualquiera.” El riesgo de proceder con el paquete de reformas es superlativo. Y enteramente absurdo por innecesario y, sobre todo, por peligroso.

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  REFORMA

23 junio 2024

Nos alcanzó

Luis Rubio

El final de un ciclo electoral más resultó no ser igual a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad, pero pronto la vivirán.

AMLO es irrepetible por sus características y su circunstancia, así como por el momento de México. Tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la ausencia de estructuras, instituciones, reglas del juego y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. En una palabra, el país está por entrar en una nueva era política, poco promisoria.

Esta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de esta naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a lidiar con las consecuencias tanto de la fragilidad de las estructuras institucionales que se construyeron en décadas recientes, como la destrucción intencional emprendida por el gobierno saliente.

A lo largo del siglo XX, la estructura formal del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder: existían poder judicial y poder legislativo, pero la dominancia del ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de “ha muerto el rey, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la transición del poder, pero también la existencia de límites. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco (no de manera intencional, pero con una pésima conducción), hasta casi extinguirse, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal.

Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora. La debilidad institucional, ya vieja, cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia. La ausencia de instituciones y reglas del juego abre un abanico de posibilidades en términos de degradación política y la potencial emergencia de poderes reales o “fácticos” a lo largo del territorio nacional, tanto regionales como nacionales, criminales y políticos. No es inconcebible una nueva era de caudillismo, similar a la experimentada al final del periodo revolucionario, pero en la era digital, en pleno siglo XXI.

Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno que está por concluir será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente es excepcional, por su historia y características, en tanto que la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí, fueron destruidas o resultan inoperantes cuando no contraproducentes.

La gobernanza de Morena, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular y controlar, será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta emplear al partido para obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes y crimen organizado, en un entorno en el que la economía vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino.

La faena que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegará más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos de qué está hecha la nueva presidente para encarar estos retos.

AMLO fue un poco como el PRI, un factor de cohesión y control, pero efímero por razones obvias. Ahora quedarán evidenciadas las debilidades de antes y las nuevas, esas que desnudó el presidente saliente y las que destruyó. Vienen tiempos complejos.

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 16 junio 2024

 

 

La nueva neta

Luis Rubio

Hace años, en mi época de estudiante, asistí a una obra de teatro experimental que, creo, se llamaba, Caos en el escenario. Era una parodia sobre un director de orquesta que no podía decidir qué obra interpretar. Cada uno de sus músicos trataba de convencerlo que tomara aquella partitura que le permitía un mayor lucimiento a su instrumento y tocaba pequeñas selecciones de esas obras para presionar por su propuesta. Como el director no se decidía, se elevaban las pasiones y el volumen de la música, hasta que la obra concluía en un absoluto caos escénico y auditivo.

Luego del domingo pasado es crucial ponderar la forma que podría cobrar la política mexicana a partir de octubre próximo, si no es que antes. La elección arrojó un retorno al monopolio partidista, pero de un partido que no es partido. Morena, un “movimiento” que le responde a una sola persona, su única fuente de cohesión y contención, pasará ahora a un liderazgo que nunca ha sido un factor político relevante, lo que deja más interrogantes que respuestas, tanto respecto a la próxima presidente como sobre su predecesor. Y muchas más dudas sobre el futuro de México.

Tendremos una presidencia legitimada por un aplastante resultado electoral, mayorías calificadas (o casi) en ambas cámaras legislativas y un casi total control del territorio nacional. Sin embargo, eso de “control” es un término relativo porque nadie controla nada y, fuera de AMLO, ni a Morena. El presidente logró el hito extraordinario de preservar alguna semblanza de orden, producto de su personalidad y habilidad política, pero esos elementos no son transmisibles ni son repetibles. La apariencia de control que logró el presidente nadie más lo podrá ejercer. La pregunta entonces es ¿cómo funcionar?

Según Max Weber, hay tres tipos de autoridad: la tradicional, la carismática y la legal-racional. El presidente ha sido una figura carismática (lo que seguramente explica el 80% del resultado). Sin embargo, ese tipo de autoridad no es heredable y México no tiene características de liderazgo tradicional. Históricamente, la inexistencia de estructuras tradicionales o carisma excepcional fue lo que llevó a la institucionalización. Paradójicamente, la heredera del poder carismático podría ser la gran transformadora institucional. No imagino otro escenario bajo el cual pudiera ser exitosa en el contexto político actual.

La manera típica y tradicional de actuar de nuestro gobierno en el pasado no tan remoto era tapar baches. Recuerdo el encabezado de un periódico en una campaña presidencial hace décadas en que una señora potosina le dijo al candidato “mejor tapar la barranca que sacar al buey cada seis años.” Lo fácil, lo natural en nuestro sistema, ha sido siempre la salida fácil: zanjar el problema inmediato para evitar tener que llevar a cabo una transformación sustantiva. Pero esta elección, y la compleja realidad política en que se encuentra el país, no da para eso. Lo central será convertir el escenario políticamente complejo que se avecina en una convocatoria amplia e incluyente de cambio institucional que realmente transforme al país o que, al menos, siente las bases para una transformación cabal: tapar la barranca.

En la noche del domingo pasado hubo dos discursos emblemáticos: el de la triunfadora en la elección y el del presidente de Morena. No hay manera de ocultar o ignorar la contradicción de visiones, posturas y realidades al interior de Morena que ahí se exhibió. Mientras que la próxima presidente fue conciliadora y mostró cabal comprensión de su nuevo papel como líder de toda la ciudadanía, la cabeza de su partido acentuó las divisiones y la polarización, a un grado incluso infrecuente para el presidente saliente. El contraste ilustra la extraordinaria complejidad del manejo político que se va a requerir. Y del reto para la próxima presidente.

La situación del país es por demás difícil en lo fiscal, en la relación con Estados Unidos, en la corrupción imperante y en la seguridad, al menos cuatro de los ámbitos más precarios y que exigen atención inmediata. Poder encararlos va a exigir una inusual capacidad de articulación política porque, aunque podría parecer que se trata de problemas técnicos, enfrentarlos va a requerir sumar intereses disímbolos, construir complejas alianzas y mantener controlados a grupos que, además de violentos y rijosos, son parte del movimiento llamado Morena. Y, para colmar el plato, está la agenda de reformas constitucionales que son el juguete de AMLO, pero que, de aprobarse, agudizarían las divisiones y pondrían en riesgo no sólo al próximo gobierno, sino al país entero. ¿Cómo le hará la nueva presidente para contener a todos estos factores para que no se le deshaga el país en las manos?

El país está exhausto y cada uno de los rubros a los que a la brevedad tendrá que abocarse el equipo del próximo gobierno exigirá sumar en lugar de polarizar. Decisiones en materia de nombramientos cruciales (como Defensa y Hacienda) y criterios que podrían divergir del gobierno actual exigirán enorme destreza. Además, el primer gran desafío está en casa: ponerle límites al presidente, resolver la relación entre los dos. Sin eso no hay futuro.

La ciudadanía debemos arropar a la triunfadora y confiar que logre este cometido central.

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  REFORMA

 09 junio 2024

El dilema

Luis Rubio

El electorado mexicano enfrenta hoy un dilema fundamental. Vote como vote cada ciudadano, es imposible minimizar la trascendencia de su sufragio. En estas elecciones se juega el futuro del país y la pregunta central es cómo elevar la probabilidad de que el resultado sea benigno a la vez que se minimiza el riesgo de que no lo sea.

El ambiente político que caracteriza al país en la actualidad es tenso, mitad por la estrategia de polarización que ha impulsado el gobierno que está concluyendo su mandato y mitad por la falta de resultados efectivos para la mayoría de la población por muchos años de promesas, sobre todo la percepción de pocos logros sostenibles y duraderos. Y este último es exactamente el factor que es crucial que contemple el votante en la próxima elección: cómo evitar los enormes vaivenes y altibajos que han sido la característica, más que la excepción, por demasiado tiempo.

En la mitología griega, Ulises, el personaje de La Odisea, enfrentaba un dilema similar cuando iba de regreso luego de haber derrotado a Troya. Navegando en su barco se encuentra ante el gran peligro de tener que transitar entre los dos grandes amagos por parte de Escila y Caribdis, un monstruo de seis cabezas y un remolino monumental, respectivamente, ambos amenazantes.

La amenaza que enfrentamos los mexicanos es, primero que nada, de un exceso de concentración de poder en una sola persona. La historia de nuestro país ilustra esto de manera contundente y, no tengo duda, los ciudadanos nos iremos dando cuenta del enorme costo en que incurrió el presidente saliente y que todos los mexicanos tendremos que encarar. Por ello, más allá de las preferencias que cada uno de nosotros tengamos respecto a las dos candidatas en la contienda, el primer objetivo que la ciudadanía debiera avanzar es el de reducir el riesgo que entraña que una sola persona o grupo concentre tanto poder y el grave daño que eso representa para el país.

El filósofo del siglo XX, Karl Popper, afirmaba que lo crucial es: “¿cómo evitar de la mejor manera situaciones en las que un mal gobernante cause demasiado daño?” En términos electorales Popper habría recomendado un gobierno dividido (que el ejecutivo y el congreso no estén controlados por la misma persona o partido), de tal suerte que disminuya la propensión a abusar en caso de resultar malo el o la gobernante.

Lo anterior implicaría votar por partidos distintos para la presidencia y para el congreso con el objetivo de procurar un equilibrio entre los dos poderes, que es precisamente el propósito de contar con entidades distintas y que se requieran mutuamente. Confiadamente, el próximo congreso habrá aprendido lo absurdo de los años de oposición a ultranza (1997-2012), los de corrupción incontenible (2012-2018) y los de sumisión denigrante (2018-2024) para construir un esquema de cogobierno, en el mejor sentido del término. El peor escenario, igual para una presidente C que para una presidente X, pero sobre todo para la ciudadanía, sería una mayoría en manos del partido que gane la justa presidencial.

Luego viene el voto por la presidencia. También aquí, los votantes tenemos que definir nuestro voto. Algunos ya lo han hecho por convicción, por experiencia, por asociación con el presidente o por rechazo al presidente o a algún partido en lo particular. La verdad es que, por más que las campañas de facto llevan casi un año, nadie conoce bien a bien a las candidatas. Todos hemos visto sus biografías, las hemos escuchado, las hemos visto tropezar y levantarse y nos hemos formado una opinión. Sin embargo, si vemos hacia atrás, es más que evidente que muy pocos de los presidentes del pasado se comportaron y decidieron durante su mandato como prometían o como parecía que gobernarían cuando eran candidatos. Esto último es normal (las circunstancias forjan al personaje), pero también es producto de todo lo que ocultan y que las reglas electorales nos impiden conocer sobre las personas que aspiran a esa chamba tan trascendente.

Es interesante observar el contraste que hay en el exterior y dentro de México respecto a esta contienda. Los artículos que emanan de la prensa internacional, de las calificadoras de crédito o de los inversionistas sugieren que da igual quien gane la contienda porque ambas garantizan la viabilidad del esquema económico vigente. Lo anterior puede resultar verídico o falso, pero refleja factores estructurales (como el TMEC) y el discurso de las candidatas. Pero, para los mexicanos, el dilema tiene que ver directamente con las libertades políticas y los equilibrios y contrapesos dentro del sistema político y del cual se deriva todo lo demás. Los sesgos son distintos, pero sugerentes: lo crucial para los ciudadanos es la certeza física, jurídica, política y patrimonial, todas éstas ignoradas y vejadas a lo largo del gobierno que concluye ahora.

La polarización que hoy existe le impide a muchos mexicanos reconocer que en esto de las elecciones la única certeza que debiera importar es que quien gane la presidencia no pueda hacerle daño a quienes votaron por otra candidata o, por encima de todo, al país. Cada uno tendrá sus preferencias, pero el riesgo de errar es enorme e irreversible. Por eso es crucial apostar por contrapesos efectivos.

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  REFORMA

 02 junio 2024

La disyuntiva

Luis Rubio

 

En el corazón de la disputa que está por concluir se encuentra el actor central que es la ciudadanía. El próximo domingo será el día en que, con su voto, los ciudadanos expresarán su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. En contraste con otros momentos estelares de la política mexicana, el próximo domingo indudablemente constituye un parteaguas, la situación en que el presidente saliente ha colocado al país a través de su estrategia de confrontación y erosión de las instituciones democráticas. Más allá de las personas de las candidatas, la ciudadanía optará hoy por proyectos muy distintos de gobierno y de futuro. Y la gran pregunta es si el país podrá navegar con tranquilidad, certidumbre y armonía hacia un nuevo estadio de desarrollo a partir del próximo primero de octubre.

En el año 2000 los mexicanos enfrentábamos una tesitura similar, pero el contraste con aquel momento es dramático porque entonces el país vivía una especie de luna de miel: un INE recién inaugurado, una economía en condiciones saludables, instituciones que prometían consagrar una nueva era de paz y desarrollo y candidatos que se comportaron como hombres de Estado. El país estaba sumido en una ola de optimismo por el hito de haber roto con una tradición partidista que se había prolongado por siete décadas. Hoy parece remoto aquel idilio, pero no así la oportunidad que ahora enfrenta la ciudadanía.

En las décadas pasadas, el país ha transitado de un sistema político en el que el presidente mandaba (con el solo límite de las negociaciones al interior del viejo sistema) hacia una imperfecta estructura democrática a la que más o menos se apegaron varios presidentes, para ahora acabar en una presidencia virtualmente imperial que hasta se aloja en un palacio. Es claro que el país no consolidó una democracia ni que el pasado era ese mundo paradisiaco que pretende el presidente saliente. Pero también es igualmente claro (y cualquier seguidor razonable del presidente debiera reconocerlo) que los logros del gobierno que ahora concluye son más bien modestos. Independientemente de los objetivos que se pretendían alcanzar, el país de hoy entraña una mayor conflictividad, mayor violencia y menor certidumbre respecto al futuro.

A lo largo del pasado año, las dos candidatas se han presentado ante el electorado, han mostrado sus personalidades, sus preferencias, sus habilidades y sus ideas respecto al futuro. En franco rompimiento con el presidente saliente, ambas coinciden en la imperiosa necesidad de acelerar el ritmo de crecimiento de la economía porque ambas reconocen que esa es la única forma de romper con los círculos viciosos de la pobreza y la desigualdad.

Donde discrepan es en la forma en que cada una de ellas propone enfrentar los males que aquejan al país. Si bien los periodos de campaña se supone que sirven para presentar propuestas hacia el futuro, la verdad es que, en un país tan propenso a los bandazos, a los cambios súbitos y a depender de una sola persona para todo -un salvador o un exterminador- las campañas sólo sirven para que se conozca a las personas y que la ciudadanía decida por quién se la va a jugar.

Y ese es el problema de fondo: que en lugar de contar con un marco institucional que garantice la estabilidad necesaria para el funcionamiento de la vida cotidiana, el mexicano vive de la esperanza por un futuro mejor, dejándole a quien ocupe la silla presidencial la prerrogativa de conducir los asuntos nacionales a su mejor entender. No por casualidad para Karl Popper la pregunta relevante sobre la democracia debía ser: “cómo debe constituirse el Estado de tal suerte que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin derramamiento de sangre, sin violencia.” Algo en esa dirección parecía comenzar a emerger, pero el gobierno actual ha hecho evidente que se trató de una mera fantasía, por lo que esa opción es inexistente y de ahí el riesgo inherente a esta elección.

Claudia Sheinbaum ha puesto las cartas sobre la mesa cuando afirma que hoy se confrontan dos proyectos de gobierno. Ella lo adereza con más calificativos de los necesarios, pero pone el dedo en la llaga: un país controlado desde arriba con un gobierno que impone, controla y decide con base en sus preferencias y los intereses de sus acólitos, o un gobierno que se dedica a crear condiciones para el desarrollo, dejando que sean las personas quienes decidan cómo llevarlo a cabo. La primera propone que se concentre el poder, la segunda porque se disperse. La diferencia es radical y esa es la que la ciudadanía tiene que evaluar.

Los problemas que enfrenta el país son tan obvios que no requieren mayor discusión, pero la forma de encararlos entraña vastas diferencias y consecuencias y esto si requiere un análisis concienzudo y una amplia socialización tanto en los órganos formales del Estado (especialmente el congreso) como en la sociedad. Poniéndole etiquetas (que inevitablemente simplifican), la pregunta es si el país debe avanzar hacia un esquema tipo chino, obviamente en el contexto cultural mexicano, con una economía impulsada por el gobierno y una sociedad sometida, o un esquema liberal en el que se legisla para hacer valer regulaciones y leyes que hagan posible tanto el desarrollo económico como la libertad de los ciudadanos.

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 REFORMA

26 mayo 2024

Regalito

Luis Rubio

Cualquiera que acabe siendo el desenlace de los comicios el próximo dos de junio, lo que es seguro es que a la ganadora le caerá encima el tigre de la inseguridad y la violencia que aqueja a prácticamente todo el país. Por más que el presidente ha minimizado y despreciado el impacto -y el daño- que la extorsión y la violencia entrañan para la vida cotidiana de la ciudadanía, la próxima presidente no tendrá mayor opción que enfrentarlo. El presidente ha sido extraordinariamente hábil para eludir el problema, pero ninguna de sus posibles sucesoras gozará de ese privilegio: heredará la enorme irresponsabilidad con que el gobierno saliente se ha conducido en esta materia.

Uno de los efectos de tantos años de violencia, extorsión, secuestros y homicidios es la normalización que ha tenido lugar. La vida sigue a pesar de los evidentes riesgos asociados al enorme desorden que caracteriza al gobierno y al creciente poderío del crimen organizado. Lo que debería ser escandaloso -la falta de certeza sobre lo más elemental de la vida diaria, la seguridad- ha pasado a ser una más de las tantas cuitas con que tiene que lidiar el mexicano de a pie todos los días.

Pero seis años de desidia, ignorancia deliberada y profundo desprecio por la vida de la ciudadanía no pasan gratis. Mientras que el presidente profesaba abrazos, los criminales construían hechos consumados porque vieron a ese periodo y a esa absurda (ausencia de) estrategia como una gran oportunidad para consolidarse y hacer tanto más difícil combatirlos. La próxima presidente se encontrará con un país en llamas, con un gobierno incompetente y sin los atributos que hicieron posible que AMLO engañara o, en el mejor de los casos, pudiera ignorar el problema de la inseguridad por tanto tiempo.

Uno de los mitos más ubicuos en la narrativa del gobierno saliente ha sido el de “haberle pegado innecesariamente al avispero.” Según esa mitología, el presidente Calderón optó por iniciar una guerra contra los narcos cuando el país vivía en plena tranquilidad, eso a pesar de la evidencia de una creciente violencia, secuestros y la entonces incipiente industria de la extorsión. La estrategia de Calderón pudo haber sido errada, pero, al igual que la estrategia que había planeado Francisco Labastida para el gobierno al que no llegó en 2000, constituían intentos honestos por enfrentar un problema que crecía de manera incontenible. Lo que es claro en retrospectiva es que el tamaño del desafío crece y no va a disminuir a menos que el próximo gobierno actúe de manera inteligente y deliberada.

La primera pregunta relevante es porqué, luego de décadas de paz, la inseguridad se ha convertido en un desafío de tal magnitud. La respuesta inmediata es que el país pasó de un gobierno hiper centralizado y poderoso que controlaba todo, a una realidad descentralizada en que nadie es responsable de nada. Fue en ese espacio que se colaron las organizaciones criminales, adueñándose poco a poco de regiones y actividades en cada vez más latitudes.

Cuatro circunstancias llevaron a esta situación. La primera tuvo que ver con la gradual erosión de los controles gubernamentales, producto de la evolución de la sociedad y la liberalización económica: entre 1968 y finales de los ochenta, el país experimentó un cambio radical en el poder gubernamental. La segunda tuvo que ver con alteraciones en el mercado americano de drogas (donde cambiaron los patrones de consumo) y, sobre todo, en el control que el gobierno colombiano logró sobre sus propias mafias. Ambos factores tuvieron el efecto de crear y fortalecer a organizaciones criminales lideradas por mexicanos que continuaron el negocio colombiano de transporte de drogas hacia EUA, pero también comenzaron a desarrollar mercados y otros negocios criminales dentro de México, como el secuestro y la extorsión. La tercera circunstancia fue la derrota del PRI en 2000. Ese factor rompió el monopolio del poder y del control que ejercía el gobierno federal y permitió que ascendiera la criminalidad en todo el país. Por último, lo más trascendente, fue que nadie se responsabilizó de la seguridad a nivel estatal y local. A pesar de que los gobernadores comenzaron a recibir ingentes recursos, prácticamente ninguno se abocó a la seguridad. En lugar de construir capacidad policiaca y judicial, se robaron los fondos o los emplearon para construir candidaturas.

O sea, el problema no es de pobreza o desigualdad, sino de la ausencia de una estructura bien planeada de seguridad.

El país nunca ha tenido una estrategia de seguridad ni ha antepuesto a la población como el objetivo principal de la responsabilidad de su gestión. En términos llanos, el éxito o fracaso de la seguridad debe medirse de manera muy simple y aterrizada: ¿Puede una mujer joven caminar sola sin riesgo en la noche en su localidad? El día en que la respuesta sea un SI categórico, el país habrá recobrado su seguridad. Ese es el reto.

El novelista escocés Robert Louis Stevenson expresó lo que ha venido aconteciendo, y lo que viene, de una manera por demás singular: “tarde o temprano, todo mundo se sienta en el banquete de las consecuencias.” El legado de AMLO va a ser patético en general, pero especialmente grave en materia de seguridad. Las consecuencias, y los desafíos, no se harán esperar.

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REFORMA
19 mayo 2024