Cambio político y crisis financiera

Luis Rubio

La agenda política del actual sexenio estaba saturada mucho antes de que se presentara la dislocación financiera que abruma al momento actual. Por años, se han venido presentando toda clase de diagnósticos, críticas y propuestas, además de levantamientos, huelgas de hambre, conflictos postelectorales, etcétera, etcétera, que no han hecho sino evidenciar la insostenible naturaleza del viejo esquema político. Desde la campaña electoral, la actual administración fue delineando una propuesta de reforma política que entrañaba profundas modificaciones a la estructura y naturaleza del sistema político tradicional, comenzando por la nominación de candidatos, uno de los nodos medulares del control político en el país. Ahora que la crisis financiera ha arreciado, es natural que las baterías gubernamentales se enfoquen hacia el problema de corto plazo. La problemática global, sin embargo, hace muy difícil aislar la situación política de la financiera, porque en el corazón de esta problemática se encuentra el factor confianza, el cual suma inevitablemente ambas situaciones. Tan importante es el tema y tan consciente de ello está la administración, que en el discurso que pronunció el presidente al finalizarse el acuerdo intersectorial, discurso que presumiblemente sería esencialmente económico, los temas políticos tuvieron un enorme peso. No hay duda, pues, que la agenda política irá avanzando. La pregunta es cómo.

Hay dos razones por las cuales la problemática política no puede ser dejada a un lado. La primera es que hay demasiados incendios -o situaciones potencialmente incendiarias- a lo largo y ancho del país. Temas de conflicto y dificultades no faltan: Chiapas, Tabasco, las elecciones que se aproximan en varios estados, las quejas -las legítimas y las que no lo son- de los partidos políticos, las críticas respecto a las acciones que el gobierno ha propuesto para encarar la problemática financiera, etcétera. Por todos lados hay potenciales infiernitos, si no es que infiernotes. La segunda razón por la cual la problemática política no puede ser pospuesta es que la única posible salida a la situación económica reside en lograr una unidad nacional detrás del gobierno, y esto sólo es alcanzable si se resuelven las grandes y pequeñas razones que generan los potenciales infiernitos a que me refería yo antes.

Pocas dudas hay que es imperativo lanzar una iniciativa política que empiece a transformar al sistema que se ha deteriorardo al punto de perder su representatividad y capacidad de transmisión de demandas. Dadas las características del sistema político y de los intereses que lo caracterizan, el proceso de cambio debe ser uno que transforme y no que meramente acelere el proceso de deterioro. Hace algunos meses (y años), la postura crítica más frecuente consistía en que el gobierno dejara de influir el proceso electoral, que las elecciones fuesen impecables y que el PRI y el gobierno se separaran. En lo fundamental, estas condiciones ya se han alcanzado, al menos a nivel federal; sin embargo, eso no ha impedido que el deterioro político continúe, sobre todo por dos razones. Primero, porque aún persisten las viejas estructuras y mañas a nivel estatal y municipal; y segundo, porque lo que se ha negociado hasta hoy han sido procedimientos y formas y no lo esencial, que es la distribución del poder. La conclusión inevitable de esto es que es necesaria una política gubernamental que establezca los principios de una nueva estructura política.

Hay dos maneras en las que el gobierno podría actuar. Una consistiría en establecer los parámetros dentro de los cuales se desenvolvería el proceso político, mucho más allá de lo electoral, que hasta ahora ha sido el principio y fin de la interacción política partidista. Los parámetros representarían límites a la acción política: todo lo que esté dentro de esos parámetros es legítimo además de legal; todo lo que está fuera es ilegítimo e ilegal. El gobierno no sólo permitiría la participación política dentro de esos parámetros, sino que la incentivaría al máximo, procurando toda la participación de los partidos de oposición. La contraparte sería que su acción sería implacable con todos los que se encuentren fuera de la legalidad. Con ello quedaría fincado un principio de reorganización política donde el gobierno se limita a establecer los canales, sin una concepción previa de cual sería la arquitectura de un nuevo sistema político. Su función consistiría en hacer posible el cambio político dentro de marcos institucionales claros y precisos.A pesar de lo anterior, no es evidente que ese esquema pudiese ser funcional en la actualidad. La incertidumbre que priva en la sociedad requiere de un liderazgo fuerte, en tanto que la violencia que arrecia en diversas partes demanda acciones claras y absolutamente conspicuas.

Por ello quizá la segunda manera en que el gobierno podría actuar es más apropiada a nuestra realidad actual. Esta alternativa implicaria cambiar la lógica integral del sistema político. La única cosa que nadie puede disputar en el momento actual es la legitimidad de origen del gobierno actual. Las elecciones del pasado 21 de agosto fueron contundentes en su resultado en más de un sentido. De esa legitimidad se pueden derivar diversas oportunidades que en este momento podrían hacer factible la conciliación entre el ajuste económico que se está iniciando -y los efectos sociales de que inevitablemente vendrá acompañado-, con una recuperación de la confianza y credibilidad de la población. En otras palabras, independientemente de las quejas y enojos de muchos mexicanos en las últimas semanas, nadie como el gobierno en la actualidad tiene los recursos y la legitimidad para plantear un nuevo esquema político para el futuro. A esa oportunidad es a la que, desde mi punto de vista, debe abocarse.

A la muerte de Franco en España, los españoles enfrentaban una ausencia total de dirección y, por ello, una gran incertidumbre. El gobierno de Adolfo Suárez pudo haberse mantenido en el poder hasta que concluyera su periodo, permitiendo diversas manifestaciones de participación política, pero sin mayor ambición. En lugar de eso, convocó a una reunión a todos los partidos y fuerzas políticas, a las cuales invitó a acordar un conjunto de «reglas del juego» sobre el modo de proceder y de actuar en el mundo de la política. El llamado «Pacto de la Moncloa» se convirtió así en el punto de referencia para el desarrollo político de la democracia española. Todos los partidos y fuerzas políticas acordaron cuáles serían los términos de la competencia política, cómo se distribuirían los beneficios políticos, cómo se repartiría el poder, cómo se resolverían las disputas entre las partes y, sobre todo, qué es legítimo y qué no.

Acordado algo como esto en México, todos los partidos y fuerzas políticas, incluyendo al gobierno, a los zapatistas, a los manifestantes aquí, en Tabasco y por doquier, sabrían con toda claridad qué se vale y qué no se vale. Las reglas serían de todos y todos serían responsables del resultado. Lo que antes era exclusivo de los priístas pasaría a ser derecho de todos los mexicanos y sus partidos. El gobierno adquiriría el liderazgo político que ha estado ausente a lo largo de la última década y el país entraría en un proceso de evolución política organizada, donde la responsabilidad de mantener la legalidad recaería sobre el gobierno, en tanto que el derecho de participación política se convertiría en un derecho efectivo y no en un mecanismo más de control político.

La suma de todo esto es muy simple: la crisis en que estamos inmersos es también una gran oportunidad. El problema financiero es muy serio, pero la recuperación de la credibilidad puede disminuirlo al punto de hacerlo irrelevante. La pregunta es cómo lograr esa recuperación. Ciertamente, una resolución de la problemática política no es una condición suficiente para que todos los mexicanos dejen de sentirse defraudados, pero el restablecimiento del orden institucional y la creación de un orden legal bien podrían convertirse en las anclas de la transformación del país.

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Nuevo Pacto

Luis Rubio

¿Podrá funcionar el nuevo pacto? La propensión natural de muchos mexicanos es la de ver a la reciente devaluación como una repetición automática de una vieja película. Algo así como si lo que pasó en 1976, en 1982 y muchas veces después fuera idéntico a lo que ocurre ahora. Ciertamente, hay semejanzas en el hecho mismo de que el tipo de cambio acabó siendo insostenible. Pero todo parece indicar que en eso comienzan, pero también terminan, las semejanzas. Desde luego, nada garantiza que las cosas van a salir bien en el futuro, pero hay razones para pensar que la historia en esta ocasión puede ser muy distinta.

Hay dos importantes diferencias con el pasado. La primera gran diferencia reside en que las finanzas públicas están virtualmente en equilibrio, lo que garantiza que cualquier proceso inflacionario que pudiese resultar de la devaluación no se traducirá en un crecimiento generalizado y permanente de los precios. Es decir, el gran ancla de un futuro promisorio para la economía mexicana reside precisamente en que las finanzas públicas están bajo control. Lo crítico, desde luego, será mantener esa ancla intacta y que todos los mexicanos, así como los mercados del exterior, lo crean. Por difícil que sea la situación de corto plazo, pocas dudas caben que este factor va a asegurar que el deterioro que pudiese tener lugar como consecuencia de la devaluación sea mínimo comparado con el pasado. Para ello, sin embargo, será necesario que la población y los mercados queden satisfechos de la viabilidad del programa, independientemente de que gusten sus características o no.

La segunda diferencia reside en que ya hay una muy amplia proporción de la economía que está exitosamente incorporada en la economía internacional, que compite exitosamente en los mercados del mundo, que exporta, que se defiende de las importaciones. Ciertamente esto no es válido para la mayoría de las empresas mexicanas, pero sí lo es para las que producen una mayoría del volumen de producción industrial del país. Muchas más empresas podrían exportar si se llevan a cabo cambios como los que se proponen después, lo que revertiría el excesivo déficit externo que llevó a la situación actual. Esto también constituye un contraste drástico con las devaluaciones previas porque hay muchas empresas que ya están hoy listas para exportar, que lo hacen en forma cotidiana, que ya tienen a su disposición mecanismos de distribución para sus productos en distintos mercados del mundo, por lo que pueden convertir una ventaja de precio (que la devaluación ha creado) para incrementar sus ventas y, con ello, el crecimiento eventual de la economía en su conjunto.

Es decir, hay razones muy claras y objetivas que distinguen al México de hoy del México del pasado. A pesar de lo anterior, sigue siendo válida -y crítica- la pregunta inicial sobre si es posible lograr que el programa sea exitoso no sólo en estabilizar a la economía, sino en crear una plataforma donde el crecimiento económico sea una realidad tangible para la población. En última instancia, lo único importante en una economía, cualquier economía, es que la población satisfaga sus necesidades de consumo, exista disponibilidad de empleos productivos y que los ingresos generales vayan creciendo, haciendo cada vez más rico a cada uno de los habitantes. La pregunta es, pues, si el pacto último podrá contribuir a que entremos en esa etapa de oportunidad de desarrollo.

La pregunta no es ociosa, porque la mayoría de los mexicanos, por su edad, no conocen una etapa de crecimiento económico prolongado y, por ello, han escuchado una promesa tras otra de que el crecimiento va a venir, sin que nunca se acabe por materializar. Muchos cuestionan la viabilidad de la reforma en su conjunto en gran medida porque disputan la premisa de la apertura de la economía. Más allá de esa disputa, sin embargo, me parece que el problema del momento actual es más de credibilidad que del programa económico de emergencia. Lo que falló en la reforma no fue su enfoque general, sino algunas de las acciones que faltaron y, como bien sabemos ahora, uno de sus componentes: el manejo oportuno del tipo de cambio. El gobierno tiene que demostrar que esta vez sí, finalmente, la devaluación y el programa económico van a surtir el efecto anunciado.

Uno puede creer una cosa u otra, puede escuchar o leer las opiniones de expertos y formarse una opinión en un sentido o en el otro. Los expertos parecen concordar en que el programa es técnicamente idóneo para lograr el objetivo propuesto. Muchos razonablemente argumentan que un programa como el que se ha presentado constituye un intento de hacer más de lo que no funcionó y que, por ello, traerá más costos sociales sin beneficio alguno para la mayoría. Lo que el gobierno no ha dicho, sin embargo, es que la reforma ha fallado en lograr el crecimiento elevado y sostenido porque no se ha completado. Hasta que lo diga expresamente, la credibilidad de la misma seguirá ausente. Por ello, aunque desde una perspectiva técnica podríamos estar confiados de que el objetivo planteado puede lograrse, creo que no es suficiente confiar en que el programa, por sí mismo, vaya a ser exitoso. Creo que es necesario sesgar todas las circunstancias para asegurar que el programa logre su cometido y no dejar algo tan fundamental para el país y para cada uno de sus habitantes al azar. Si uno acepta esta premisa, hay un conjunto de acciones que tienen que ser emprendidas tanto por parte de la población como del gobierno.

Por parte del gobierno, parecería evidente que ésta es la última oportunidad con que cuenta para alcanzar el tan ansiado crecimiento económico. Una vez lograda la estabilización de la economía, que es el meollo del programa acordado en el marco del pacto, la economía tendría que empezar a crecer en forma acelerada. Para que eso se logre, me parece que es imperativo avanzar con gran rapidez en otros temas, algunos de los cuales se encuentran presentes en el pacto y otros no, pero son los que podrían generar las exportaciones que harían cuadrar las cifras que sustentan el plan gubernamental. Me refiero, principalmente, a los siguientes: primero, ya es ineludible atacar el problema de los monopolios. Sean públicos o sean privados, los monopolios y las prácticas monopólicas están matando a la economía: igual los precios que arbitrariamente pone Pemex a muchos de sus subproductos que los abusos de Televisa o Telmex. Sin competencia no habrá crecimiento y persistirán los problemas actuales.

Segundo, es urgente una ardua acción con estados y municipios a fin de que eliminen toda clase de regulaciones que están empantanando a la economía e impidiendo la inversión y mayores exportaciones. Es más, dados los relativamente modestos niveles de inversión extranjera (productiva) que se han dado en el país, es igualmente urgente encontrar cuáles son los impedimentos que aún subsisten y diseñar políticas expresamente destinadas a atraerla en forma sistemática. Tercero, el gobierno sigue teniendo excesiva presencia en demasiados sectores y actividades económicas, lo que impide que la economía se desarrolle en forma normal. Los criterios gubernamentales lógicamente no siempre son coincidentes con los de la actividad económica. Por ello, es necesario concluir las privatizaciones que faltan. Cuarto, el manejo del tipo de cambio debe despolitizarse totalmente, transfiriendo la responsabilidad de su administración de Hacienda al Banco de México. Finalmente, ya no es posible pretender que se puede lograr el crecimiento económico así como los niveles de inversión que el país exige y, al mismo tiempo, pretender que todo podrá quedar en manos de nacionales. Lo importante es el bienestar de la población, la creación de fuentes de empleo y el crecimiento en los niveles de vida. Si esto requiere de cambios legislativos o, con más frecuencia, de actitud, hay que hacerlos sin mayor miramiento.

Por el lado de la sociedad también hay cambios que tienen que tener lugar si es que el programa va a ser exitoso. Ciertamente es sobre el gobierno donde recae la responsabilidad de crear las condiciones que hagan posible el desarrollo económico. Sin embargo, hay ciertos fetichismos que hemos adoptado a lo largo del tiempo, particularmente respecto a la función del valor del peso frente al dólar, que impiden el funcionamiento adecuado de la economía. Evidentemente lo ideal es un tipo de cambio estable y predecible para todos. Más importante, sin embargo, es el bienestar de la población en general. A juzgar por lo que ocurrió en los últimas semanas, hasta que no aceptemos todos que el objetivo central es este último, el crecimiento bien podrá seguir eludiéndonos.

Tormenta en un vaso de agua

Luis Rubio

Es impresionante la facilidad con que utilizamos la palabra crisis. Hace dos semanas todo mundo parecía ver en la economía la promesa de una recuperación quizá no imponente, pero sí sostenida y creciente. Parecía como si poco a poco abandonábamos los años de estancamiento. Estas percepciones reflejaban una realidad tangible y dos mitos: la realidad era la de una economía cada vez más sólida y con un mejor futuro. Los mitos eran dos y contradictorios entre sí. Por un lado había quienes partían de la premisa que todo tenía que seguir inmutable para que se lograra el éxito. Por otro lado había un nutrido clamor de todos los que no han prosperado en contra de la política económica. Los mitos y la realidad chocaron en los últimos días: de pronto todo parece cambiar y transformarse en forma absoluta. En lugar de convertir a la devaluación de la moneda en una oportunidad para corregir los desequilibrios en la balanza de pagos y crear las condiciones para una acelerada recuperación, nos sobrecoge la memoria histórica y acabamos convirtiendo lo que pudo ser una oportunidad en una debacle. El problema es manejable y es relativamente menor; la tormenta artificial que lo circunda, sin embargo, puede acabar hundiéndonos.

Son las expectativas, más que los hechos, las que explican el que se llegara al punto de buscar a un chivo expiatorio en la persona del secretario de Hacienda y, por ello, en una crisis de gabinete. Pero no todos son hechos en la realidad de los mercados. En primer término, se presentó lo que los técnicos llaman una «corrida» contra el peso. Esta no es la primera vez que se da una situación semejante en los últimos tiempos. De hecho, algo similar ocurrió varias veces a lo largo del año que concluyó ayer, pero todas fueron capoteadas exitosamente. El costo de esas capoteadas, sin embargo, fue exorbitante: las tasas de interés crecieron en forma brutal a lo largo de 1994, condenando a las empresas a una situación financiera con frecuencia desesperada, si no es que de bancarrota.

¿Es justificable una política que eleva las tasas de interés en forma sistemática para sostener el valor de la divisa frente a otras monedas? Cada economista que uno consulte va a responder de una manera distinta. En términos generales, hay dos corrientes de opinión entre los economistas. El primer grupo lleva años argumentando que el tipo de cambio era inconsistente con el crecimiento económico de largo plazo. Para estos economistas, el problema no era uno de urgencia, sino de estructura: si el país quería crecer en forma acelerada requería un tipo de cambio distinto. El segundo grupo de economistas argumentaba que el tipo de cambio nominal es irrelevante; que lo importante es erradicar la inflación porque, si no, cualquier cambio en el valor nominal de la moneda respecto al dólar se traduciría en mayor inflación. Los empresarios estaban muy divididos respecto a la política idónea en este momento. Unos querían que se devaluara la moneda para con ello ganar competitividad respecto a las importaciones, en tanto que otros veían venir la debacle de darse cualquier cambio en el valor de la moneda.

El problema de las tasas de interés, que preocupaba a economistas de ambas corrientes, sin embargo, no era menor. Las empresas han sido sometidas a una severa competencia en los mercados liberalizados pero tienen costos de capital muy superiores a las de sus competidores. Además, compiten en forma desigual porque muchos de sus proveedores de bienes y servicios son monopolios y/o son sectores que no están sujetos a la competencia del exterior. La elevación de las tasas del último año, por encima de sobretasas atrabiliarias que cobran los bancos a empresas menos grandes, hizo inviable a muchas de las empresas. La gran pregunta era como corregir el problema de las tasas. Los economistas se dividían en dos grupos: los que reclamaban una devaluación y los que perseguían una política que aumentara la certidumbre y, por esa vía, disminuyera las tasas.

A estas posiciones se sumaban tres realidades objetivas. Primero, los flujos de capital fueron decrecientes a lo largo de 1994. Cada vez que el subcomandante en Chiapas perdía la brújula, los mercados financieros entraban en crisis. Los inversionistas del exterior decidieron no hacer mucho con las inversiones que ya tenían en el país, pero dejaron de hacer mayores inversiones, lo que hizo cada vez más difícil el financiamiento del déficit en la balanza de pagos. Es decir, la violencia del EZLN obviamente tuvo un efecto brutal sobre los mercados financieros; el hecho de que se hayan capoteado varias crisis cambiarias no cambia el hecho de que las condiciones habían cambiado. Mientras que el tipo de cambio era financiable en 1993, dejó de ser financiable a partir del primero de enero de 1994. Los analistas financieros llevaban meses anticipando lo que decían sería inevitable como resultado de simple aritmética: las importaciones seguían siendo mayores que las exportaciones y los fondos para financiar la diferencia no se hacían presentes en cantidades suficientes.

Una segunda realidad en este proceso fue el que el planteamiento inicial de política económica del nuevo gobierno no satisfizo a muchos sectores, en parte por razones objetivas y en parte por otras más subjetivas. Al ser inaugurado, el gobierno hizo lo único que podía hacer para evitar una debacle inmediata: asegurar la continuidad en la política económica. Muchos criticaron esa decisión porque tenían la esperanza de que de pronto se resolvieran todos los problemas que enfrenta el país sin costo alguno. Muchos empresarios criticaron no sólo la política económica, sino la nominación de Jaime Serra, a quien culpaban de la falta de adaptación de las empresas a la competencia internacional cuando fungía como Secretario de Comercio. El gobierno, por su parte, se dedicó a tratar de mantener la certidumbre en la política económica, confiando con ello evitar una situación como la que finalmente se presentó. Una vez cambiadas las reglas del juego, en vez de buscar la oportunidad de construir sobre la oportunidad que la devaluación había creado, la jauría no se dejó esperar: parecía que todo mundo perdió la cabeza y lo único que importaba era lograr sangre en la forma de un chivo expiatorio.

La tercera realidad fue que el país ya está integrado en los mercados internacionales y que eso nos sujeta a las reglas del juego que ahí privan. En ese mundo ocurrieron dos cosas, que acabaron por darle al traste al tipo de cambio. Primero, lo mismo que sabían muchos analistas y economistas, también lo sabían muchos especuladores. Para éstos, los menores flujos de inversión hacia México tarde o temprano causarían una devaluación. El negocio de esos especuladores es el de hacer dinero cuando una determinada mercancía, acción o moneda sube o baja. Por ello, se presentaron muchos ataques especulativos contra el peso a lo largo de 1994, hasta que uno finalmente prendió. Aquí se presenta una de esas paradojas geniales. Por una parte, los especuladores, haciendo su chamba, crearon una enorme presión sobre el peso. Ante eso, el gobierno mexicano se encontró con que se perdían divisas en forma acelerada, por lo que tuvo que actuar. Su reacción fue la de ampliar la banda de flotación, lo que técnicamente no constituía una modificación en los términos del pacto, que también servían para guiar a los inversionistas del exterior. Por otro lado, al moverse la banda y gestarse de hecho una devaluación, sin embargo, los inversionistas del exterior se sintieron traicionados, lo que les hizo enojarse. De esta forma, los que por meses no invirtieron por temer una devaluación acabaron enojados cuando ésta se dio.

Con todo, el problema no es que hizo quién y dónde. Eso es coyuntural y, en última instancia, irrelevante. El problema es que lo que debió haber sido una corrección meramente técnica se ha convertido en una crisis de grandes dimensiones. La economía está empezando a mostrar los frutos de más de una década de cambios y ajustes, lo que hace posible una recuperación extraordinaria. De hecho, en términos estructurales, hace décadas que la economía no es tan sólida. Los quejosos de la reforma económica, sin embargo, han logrado crear una situación de crisis que no hará sino retrasar la recuperación. En una situación semejante hace un par de años, Inglaterra logró tasas de crecimiento no vistas en décadas. En México, sin embargo, parece que estamos empeñados en hacer lo posible para no salir adelante. Todavía es tiempo de tomar el camino de la oportunidad, pero, dadas las circunstancias, eso requerirá de mucho más que cambios en el gabinete y anuncios de cambios de política. Lo que se requiere es, ante todo, sensatez: del gobierno y de la sociedad.