Luis Rubio
Es impresionante la facilidad con que utilizamos la palabra crisis. Hace dos semanas todo mundo parecía ver en la economía la promesa de una recuperación quizá no imponente, pero sí sostenida y creciente. Parecía como si poco a poco abandonábamos los años de estancamiento. Estas percepciones reflejaban una realidad tangible y dos mitos: la realidad era la de una economía cada vez más sólida y con un mejor futuro. Los mitos eran dos y contradictorios entre sí. Por un lado había quienes partían de la premisa que todo tenía que seguir inmutable para que se lograra el éxito. Por otro lado había un nutrido clamor de todos los que no han prosperado en contra de la política económica. Los mitos y la realidad chocaron en los últimos días: de pronto todo parece cambiar y transformarse en forma absoluta. En lugar de convertir a la devaluación de la moneda en una oportunidad para corregir los desequilibrios en la balanza de pagos y crear las condiciones para una acelerada recuperación, nos sobrecoge la memoria histórica y acabamos convirtiendo lo que pudo ser una oportunidad en una debacle. El problema es manejable y es relativamente menor; la tormenta artificial que lo circunda, sin embargo, puede acabar hundiéndonos.
Son las expectativas, más que los hechos, las que explican el que se llegara al punto de buscar a un chivo expiatorio en la persona del secretario de Hacienda y, por ello, en una crisis de gabinete. Pero no todos son hechos en la realidad de los mercados. En primer término, se presentó lo que los técnicos llaman una «corrida» contra el peso. Esta no es la primera vez que se da una situación semejante en los últimos tiempos. De hecho, algo similar ocurrió varias veces a lo largo del año que concluyó ayer, pero todas fueron capoteadas exitosamente. El costo de esas capoteadas, sin embargo, fue exorbitante: las tasas de interés crecieron en forma brutal a lo largo de 1994, condenando a las empresas a una situación financiera con frecuencia desesperada, si no es que de bancarrota.
¿Es justificable una política que eleva las tasas de interés en forma sistemática para sostener el valor de la divisa frente a otras monedas? Cada economista que uno consulte va a responder de una manera distinta. En términos generales, hay dos corrientes de opinión entre los economistas. El primer grupo lleva años argumentando que el tipo de cambio era inconsistente con el crecimiento económico de largo plazo. Para estos economistas, el problema no era uno de urgencia, sino de estructura: si el país quería crecer en forma acelerada requería un tipo de cambio distinto. El segundo grupo de economistas argumentaba que el tipo de cambio nominal es irrelevante; que lo importante es erradicar la inflación porque, si no, cualquier cambio en el valor nominal de la moneda respecto al dólar se traduciría en mayor inflación. Los empresarios estaban muy divididos respecto a la política idónea en este momento. Unos querían que se devaluara la moneda para con ello ganar competitividad respecto a las importaciones, en tanto que otros veían venir la debacle de darse cualquier cambio en el valor de la moneda.
El problema de las tasas de interés, que preocupaba a economistas de ambas corrientes, sin embargo, no era menor. Las empresas han sido sometidas a una severa competencia en los mercados liberalizados pero tienen costos de capital muy superiores a las de sus competidores. Además, compiten en forma desigual porque muchos de sus proveedores de bienes y servicios son monopolios y/o son sectores que no están sujetos a la competencia del exterior. La elevación de las tasas del último año, por encima de sobretasas atrabiliarias que cobran los bancos a empresas menos grandes, hizo inviable a muchas de las empresas. La gran pregunta era como corregir el problema de las tasas. Los economistas se dividían en dos grupos: los que reclamaban una devaluación y los que perseguían una política que aumentara la certidumbre y, por esa vía, disminuyera las tasas.
A estas posiciones se sumaban tres realidades objetivas. Primero, los flujos de capital fueron decrecientes a lo largo de 1994. Cada vez que el subcomandante en Chiapas perdía la brújula, los mercados financieros entraban en crisis. Los inversionistas del exterior decidieron no hacer mucho con las inversiones que ya tenían en el país, pero dejaron de hacer mayores inversiones, lo que hizo cada vez más difícil el financiamiento del déficit en la balanza de pagos. Es decir, la violencia del EZLN obviamente tuvo un efecto brutal sobre los mercados financieros; el hecho de que se hayan capoteado varias crisis cambiarias no cambia el hecho de que las condiciones habían cambiado. Mientras que el tipo de cambio era financiable en 1993, dejó de ser financiable a partir del primero de enero de 1994. Los analistas financieros llevaban meses anticipando lo que decían sería inevitable como resultado de simple aritmética: las importaciones seguían siendo mayores que las exportaciones y los fondos para financiar la diferencia no se hacían presentes en cantidades suficientes.
Una segunda realidad en este proceso fue el que el planteamiento inicial de política económica del nuevo gobierno no satisfizo a muchos sectores, en parte por razones objetivas y en parte por otras más subjetivas. Al ser inaugurado, el gobierno hizo lo único que podía hacer para evitar una debacle inmediata: asegurar la continuidad en la política económica. Muchos criticaron esa decisión porque tenían la esperanza de que de pronto se resolvieran todos los problemas que enfrenta el país sin costo alguno. Muchos empresarios criticaron no sólo la política económica, sino la nominación de Jaime Serra, a quien culpaban de la falta de adaptación de las empresas a la competencia internacional cuando fungía como Secretario de Comercio. El gobierno, por su parte, se dedicó a tratar de mantener la certidumbre en la política económica, confiando con ello evitar una situación como la que finalmente se presentó. Una vez cambiadas las reglas del juego, en vez de buscar la oportunidad de construir sobre la oportunidad que la devaluación había creado, la jauría no se dejó esperar: parecía que todo mundo perdió la cabeza y lo único que importaba era lograr sangre en la forma de un chivo expiatorio.
La tercera realidad fue que el país ya está integrado en los mercados internacionales y que eso nos sujeta a las reglas del juego que ahí privan. En ese mundo ocurrieron dos cosas, que acabaron por darle al traste al tipo de cambio. Primero, lo mismo que sabían muchos analistas y economistas, también lo sabían muchos especuladores. Para éstos, los menores flujos de inversión hacia México tarde o temprano causarían una devaluación. El negocio de esos especuladores es el de hacer dinero cuando una determinada mercancía, acción o moneda sube o baja. Por ello, se presentaron muchos ataques especulativos contra el peso a lo largo de 1994, hasta que uno finalmente prendió. Aquí se presenta una de esas paradojas geniales. Por una parte, los especuladores, haciendo su chamba, crearon una enorme presión sobre el peso. Ante eso, el gobierno mexicano se encontró con que se perdían divisas en forma acelerada, por lo que tuvo que actuar. Su reacción fue la de ampliar la banda de flotación, lo que técnicamente no constituía una modificación en los términos del pacto, que también servían para guiar a los inversionistas del exterior. Por otro lado, al moverse la banda y gestarse de hecho una devaluación, sin embargo, los inversionistas del exterior se sintieron traicionados, lo que les hizo enojarse. De esta forma, los que por meses no invirtieron por temer una devaluación acabaron enojados cuando ésta se dio.
Con todo, el problema no es que hizo quién y dónde. Eso es coyuntural y, en última instancia, irrelevante. El problema es que lo que debió haber sido una corrección meramente técnica se ha convertido en una crisis de grandes dimensiones. La economía está empezando a mostrar los frutos de más de una década de cambios y ajustes, lo que hace posible una recuperación extraordinaria. De hecho, en términos estructurales, hace décadas que la economía no es tan sólida. Los quejosos de la reforma económica, sin embargo, han logrado crear una situación de crisis que no hará sino retrasar la recuperación. En una situación semejante hace un par de años, Inglaterra logró tasas de crecimiento no vistas en décadas. En México, sin embargo, parece que estamos empeñados en hacer lo posible para no salir adelante. Todavía es tiempo de tomar el camino de la oportunidad, pero, dadas las circunstancias, eso requerirá de mucho más que cambios en el gabinete y anuncios de cambios de política. Lo que se requiere es, ante todo, sensatez: del gobierno y de la sociedad.