Luis Rubio
¿Podrá funcionar el nuevo pacto? La propensión natural de muchos mexicanos es la de ver a la reciente devaluación como una repetición automática de una vieja película. Algo así como si lo que pasó en 1976, en 1982 y muchas veces después fuera idéntico a lo que ocurre ahora. Ciertamente, hay semejanzas en el hecho mismo de que el tipo de cambio acabó siendo insostenible. Pero todo parece indicar que en eso comienzan, pero también terminan, las semejanzas. Desde luego, nada garantiza que las cosas van a salir bien en el futuro, pero hay razones para pensar que la historia en esta ocasión puede ser muy distinta.
Hay dos importantes diferencias con el pasado. La primera gran diferencia reside en que las finanzas públicas están virtualmente en equilibrio, lo que garantiza que cualquier proceso inflacionario que pudiese resultar de la devaluación no se traducirá en un crecimiento generalizado y permanente de los precios. Es decir, el gran ancla de un futuro promisorio para la economía mexicana reside precisamente en que las finanzas públicas están bajo control. Lo crítico, desde luego, será mantener esa ancla intacta y que todos los mexicanos, así como los mercados del exterior, lo crean. Por difícil que sea la situación de corto plazo, pocas dudas caben que este factor va a asegurar que el deterioro que pudiese tener lugar como consecuencia de la devaluación sea mínimo comparado con el pasado. Para ello, sin embargo, será necesario que la población y los mercados queden satisfechos de la viabilidad del programa, independientemente de que gusten sus características o no.
La segunda diferencia reside en que ya hay una muy amplia proporción de la economía que está exitosamente incorporada en la economía internacional, que compite exitosamente en los mercados del mundo, que exporta, que se defiende de las importaciones. Ciertamente esto no es válido para la mayoría de las empresas mexicanas, pero sí lo es para las que producen una mayoría del volumen de producción industrial del país. Muchas más empresas podrían exportar si se llevan a cabo cambios como los que se proponen después, lo que revertiría el excesivo déficit externo que llevó a la situación actual. Esto también constituye un contraste drástico con las devaluaciones previas porque hay muchas empresas que ya están hoy listas para exportar, que lo hacen en forma cotidiana, que ya tienen a su disposición mecanismos de distribución para sus productos en distintos mercados del mundo, por lo que pueden convertir una ventaja de precio (que la devaluación ha creado) para incrementar sus ventas y, con ello, el crecimiento eventual de la economía en su conjunto.
Es decir, hay razones muy claras y objetivas que distinguen al México de hoy del México del pasado. A pesar de lo anterior, sigue siendo válida -y crítica- la pregunta inicial sobre si es posible lograr que el programa sea exitoso no sólo en estabilizar a la economía, sino en crear una plataforma donde el crecimiento económico sea una realidad tangible para la población. En última instancia, lo único importante en una economía, cualquier economía, es que la población satisfaga sus necesidades de consumo, exista disponibilidad de empleos productivos y que los ingresos generales vayan creciendo, haciendo cada vez más rico a cada uno de los habitantes. La pregunta es, pues, si el pacto último podrá contribuir a que entremos en esa etapa de oportunidad de desarrollo.
La pregunta no es ociosa, porque la mayoría de los mexicanos, por su edad, no conocen una etapa de crecimiento económico prolongado y, por ello, han escuchado una promesa tras otra de que el crecimiento va a venir, sin que nunca se acabe por materializar. Muchos cuestionan la viabilidad de la reforma en su conjunto en gran medida porque disputan la premisa de la apertura de la economía. Más allá de esa disputa, sin embargo, me parece que el problema del momento actual es más de credibilidad que del programa económico de emergencia. Lo que falló en la reforma no fue su enfoque general, sino algunas de las acciones que faltaron y, como bien sabemos ahora, uno de sus componentes: el manejo oportuno del tipo de cambio. El gobierno tiene que demostrar que esta vez sí, finalmente, la devaluación y el programa económico van a surtir el efecto anunciado.
Uno puede creer una cosa u otra, puede escuchar o leer las opiniones de expertos y formarse una opinión en un sentido o en el otro. Los expertos parecen concordar en que el programa es técnicamente idóneo para lograr el objetivo propuesto. Muchos razonablemente argumentan que un programa como el que se ha presentado constituye un intento de hacer más de lo que no funcionó y que, por ello, traerá más costos sociales sin beneficio alguno para la mayoría. Lo que el gobierno no ha dicho, sin embargo, es que la reforma ha fallado en lograr el crecimiento elevado y sostenido porque no se ha completado. Hasta que lo diga expresamente, la credibilidad de la misma seguirá ausente. Por ello, aunque desde una perspectiva técnica podríamos estar confiados de que el objetivo planteado puede lograrse, creo que no es suficiente confiar en que el programa, por sí mismo, vaya a ser exitoso. Creo que es necesario sesgar todas las circunstancias para asegurar que el programa logre su cometido y no dejar algo tan fundamental para el país y para cada uno de sus habitantes al azar. Si uno acepta esta premisa, hay un conjunto de acciones que tienen que ser emprendidas tanto por parte de la población como del gobierno.
Por parte del gobierno, parecería evidente que ésta es la última oportunidad con que cuenta para alcanzar el tan ansiado crecimiento económico. Una vez lograda la estabilización de la economía, que es el meollo del programa acordado en el marco del pacto, la economía tendría que empezar a crecer en forma acelerada. Para que eso se logre, me parece que es imperativo avanzar con gran rapidez en otros temas, algunos de los cuales se encuentran presentes en el pacto y otros no, pero son los que podrían generar las exportaciones que harían cuadrar las cifras que sustentan el plan gubernamental. Me refiero, principalmente, a los siguientes: primero, ya es ineludible atacar el problema de los monopolios. Sean públicos o sean privados, los monopolios y las prácticas monopólicas están matando a la economía: igual los precios que arbitrariamente pone Pemex a muchos de sus subproductos que los abusos de Televisa o Telmex. Sin competencia no habrá crecimiento y persistirán los problemas actuales.
Segundo, es urgente una ardua acción con estados y municipios a fin de que eliminen toda clase de regulaciones que están empantanando a la economía e impidiendo la inversión y mayores exportaciones. Es más, dados los relativamente modestos niveles de inversión extranjera (productiva) que se han dado en el país, es igualmente urgente encontrar cuáles son los impedimentos que aún subsisten y diseñar políticas expresamente destinadas a atraerla en forma sistemática. Tercero, el gobierno sigue teniendo excesiva presencia en demasiados sectores y actividades económicas, lo que impide que la economía se desarrolle en forma normal. Los criterios gubernamentales lógicamente no siempre son coincidentes con los de la actividad económica. Por ello, es necesario concluir las privatizaciones que faltan. Cuarto, el manejo del tipo de cambio debe despolitizarse totalmente, transfiriendo la responsabilidad de su administración de Hacienda al Banco de México. Finalmente, ya no es posible pretender que se puede lograr el crecimiento económico así como los niveles de inversión que el país exige y, al mismo tiempo, pretender que todo podrá quedar en manos de nacionales. Lo importante es el bienestar de la población, la creación de fuentes de empleo y el crecimiento en los niveles de vida. Si esto requiere de cambios legislativos o, con más frecuencia, de actitud, hay que hacerlos sin mayor miramiento.
Por el lado de la sociedad también hay cambios que tienen que tener lugar si es que el programa va a ser exitoso. Ciertamente es sobre el gobierno donde recae la responsabilidad de crear las condiciones que hagan posible el desarrollo económico. Sin embargo, hay ciertos fetichismos que hemos adoptado a lo largo del tiempo, particularmente respecto a la función del valor del peso frente al dólar, que impiden el funcionamiento adecuado de la economía. Evidentemente lo ideal es un tipo de cambio estable y predecible para todos. Más importante, sin embargo, es el bienestar de la población en general. A juzgar por lo que ocurrió en los últimas semanas, hasta que no aceptemos todos que el objetivo central es este último, el crecimiento bien podrá seguir eludiéndonos.