La nueva política mexicana

El pasado primero de diciembre México entró de lleno a la era de los nuevos políticos. Atrás quedaron tres generaciones de políticos del México contemporáneo: los políticos postrevolucionarios, cuya generación acabó con Gustavo Díaz Ordaz, los burócratas en el gobierno, de 1970 a 1982, y los tecnócratas, de entonces al día de hoy. El nuevo político que representa Fox tiene mucho de los políticos de antaño –la cercanía con la población, la búsqueda del convencimiento, la habilidad para sumar y entusiasmar-, pero viene acompañado de un elemento nuevo que nunca antes estuvo presente: los contrapesos al poder. Se trata de una nueva era para la política mexicana, una era que comienza ahora y para la cual no hay mapas preestablecidos. Todo lo que viene está por definirse. Ojalá que los encargados de esas definiciones, en los partidos políticos y en los tres poderes y niveles de gobierno, comprendan  la enorme responsabilidad que pesa sobre sus hombros.

 

Los políticos priístas que se hicieron con el fin de la Revolución realmente nunca perdieron; simplemente fueron substituidos por burócratas alejados de la realidad a la que pretendieron cambiar sin saber a ciencia cierta a dónde querían llegar. La virtual quiebra del gobierno en 1982 califica con contundencia su gestión. Los tecnócratas llegaron a rehacer el mundo y a construir una nueva plataforma para el crecimiento económico y el desarrollo del país. A pesar de lo anterior, todos ellos perdieron el pasado dos de julio. Los embates contra los tecnócratas comenzaron con el establecimiento de los llamados candados para la nominación de candidatos que incorporaron los priístas al inicio del sexenio de Ernesto Zedillo y terminaron con la nominación de Francisco Labastida como candidato a la presidencia. Una y otra vez los tecnócratas fueron culpados y marginados.  Pero a los burócratas que habían sido desplazados desde 1982 y que reaparecieron en la campaña del PRI no les fue mucho mejor. A final de cuentas, la historia del dos de julio es muy simple: la incapacidad del PRI para comprender lo mucho que había cambiado el mundo, y el país en particular, fue lo que lo llevó al ocaso. El PRI, y sobre todo su vieja burocracia, fueron los grandes perdedores de esa justa.

 

Pocas dudas caben que la inauguración de Vicente Fox como presidente va a cambiar la política mexicana para siempre. El cambio va a ser brutal en los más diversos planos. Para comenzar, ahora sí es posible imaginar, quizá por primera vez en nuestra historia, a un México en el que los ciudadanos se burlan de los políticos, hecho común en las democracias, y no al revés, como suele ocurrir en los sistemas autoritarios. Esto no es algo trivial: aproximadamente 8% de la población cambió su preferencia electoral en la semana anterior al pasado dos de julio o francamente le mintió a los encuestadores, seguramente por ese miedo reverencial que despertaba el PRI y la simbiosis poder ejecutivo-partido político que entrañaba un poder implacable. El rompimiento del binomio poder ejecutivo-PRI es el factor que más oportunidades, pero también más riesgos, entraña para el futuro.   Entraña la oportunidad de construir pesos y contrapesos que permitan reconstruir la política y desarrollar una nueva era de interacción y madurez política, pero también el riesgo de parálisis, descomposición e inestabilidad.

 

El resultado dependerá fundamentalmente de la manera en que Fox decida actuar: una cosa es cambiar al régimen y otra muy distinta sería replantear el paradigma de la política mexicana en su conjunto. Con el nombramiento de su gabinete, la puesta en marcha de diversos programas y su presencia permanente y activa en la escena política nacional, Fox ya inauguró un nuevo estilo de gobernar, rompió con toda clase de mitos y costumbres, le incorporó algo de frescura a la solemnidad tradicional de la política mexicana y abrió espacios en el gabinete para personas con un perfil que hubiera sido anatema en la era del PRI. Sin embargo, todos estos cambios no constituyen una modificación de la esencia del sistema.

 

Un cambio del paradigma de la política mexicana entrañaría la transformación de algunas de las instituciones centrales del sistema y, particularmente, de los incentivos que fueron generando el caos de las últimas décadas: las concertacesiones, los plantones, las marchas y, en general, todos los medios de presión a que dio lugar un sistema que reconocía su falta de legitimidad y que, por consecuencia, era incapaz de ser consistente y hacer valer la ley y los derechos (y obligaciones) del resto de la población. Cuando un gobierno negocia todas sus acciones acaba encontrando grupos de presión dispuestos a negociarlo todo en cada esquina. Nada más obvio. Es evidente que Fox va a confrontarse con un sinnúmero de presiones, obstáculos y hasta trampas, todos ellos concebidos para hacerle caer en el juego en el que se negocia todo, incluso la ley, como está ocurriendo ahora en Tabasco y Yucatán.  De su respuesta, de su capacidad para orientar todos esos retos a las estructuras institucionales correspondientes, de respetar los fallos de los tribunales y de su capacidad para comenzar a hacer valer la ley, va a depender la posibilidad de que efectivamente se consolide un cambio de paradigma.

 

Desde luego, el solo hecho de que el PRI ya no esté en el gobierno implica un cambio fundamental en la política mexicana, pero no del sistema en su conjunto. En un extremo, Fox podría intentar recrear el sistema, ahora sin el PRI. Quizá esto suene absurdo pero, al menos a nivel conceptual, no es algo inconcebible. De una manera o de otra, el triunfo de Fox entraña cambios fundamentales para el país: el primero y más evidente es el que trae consigo la desvinculación del PRI y el gobierno lo que rompe con toda una era de la política mexicana. Tan profundo es este cambio, que no dejan de ser patéticas las manifestaciones de confusión que muestran los priístas, desde su perredización en el acto de cambio de gobierno hasta la penosa escena del diputado Eduardo Andrade en Televisa y concluyendo en su frecuente irresponsabilidad en el proceso de aprobación presupuestal, para no hablar del conflicto tabasqueño.

 

Pero eso no será la única manifestación del cambio. Es previsible que el país comience a experimentar una profunda descentralización, lo que podría acercar el gobierno a la población, pero también crear pequeños feudos y cacicazgos regionales. Seguramente veremos ambos procesos ocurriendo simultáneamente en las más diversas localidades del país. Estos acomodos van a generar el inevitable (y obviamente bienvenido) desarrollo de pesos y contrapesos entre los distintos poderes, tanto federales como de gobierno. La duda es si todo esto conducirá a la consolidación del Estado de derecho o si nos quedaremos solamente con un nuevo estilo de gobernar. La diferencia es mayúscula.

 

Si Fox resiste la tentación de resolver cada conflicto por sí mismo, de intervenir en cada decisión, tal y como hicieron sus predecesores, el cambio político comenzará a cobrar forma de verdad. Los mexicanos ya hemos podido atestiguar que en el momento en que el gobierno se quita del camino, como ocurrió en materia electoral con la consolidación del IFE y el Tribunal Electoral, los partidos dejan de apostar al conflicto postelectoral y se abocan a ganar las preferencias de los votantes. No hay razón para suponer que lo mismo no pudiera ocurrir en todos los demás ámbitos. Pero para ello el gobierno tendrá que mantener una férrea disciplina, algo que de por sí no es fácil, y mucho menos cuando el presidente se caracteriza por un activismo permanente.

 

La nueva política que inauguró Fox tiene características muy específicas. Si bien desde su triunfo en julio se ha dedicado a prometer recursos a diestra y siniestra, su activismo mediático y retórico no viene acompañado de una política fiscal desbocada. Todo lo contrario. En la nominación del Secretario de Hacienda, al igual que en otros puestos clave como el de la Secretaría de Gobernación, el nuevo presidente designó a dos profesionales caracterizados por su competencia, capacidad y moderación, todo lo contrario al activismo presidencial de los setenta que estaba apuntalado por un gasto público inflacionario descontrolado.

 

Todavía más significativo, el presidente Fox hizo tres planteamientos reveladores desde su inicio: a) su propuesta consiste en contribuir al desarrollo de ciudadanos que reemplacen a los súbditos que tanto gustaban a los gobiernos de antaño; b) pretende darle armas a la población para hacer posible que todo el mexicano que quiera pueda ser un empresario, otro golpe al populismo de antes; y c) parte del principio de que cada individuo debe tener la capacidad de decidir por sí mismo, algo que era anatema para el viejo sistema político. En concepción al menos, los planteamientos del nuevo gobierno entrañan un profundo rompimiento con los valores con los que se gobernó al país por años.

 

En la estructuración de su gobierno, así como en su discurso inaugural, Fox hizo hasta lo imposible por incorporar a todos los grupos, intereses, partidos e ideologías. Recurrió a símbolos y a palabras, a nombramientos y a recursos retóricos. La diversidad de la coalición que pretende articular es verdaderamente impresionante: la izquierda, la derecha, los liberales y los conservadores, los partidos chicos y los grandes, los deportistas y los discapacitados, los religiosos y los laicos. Todo mundo cabe en el proyecto de Fox. En esto Fox representa un franco contraste con la política de los últimos treinta años: en lugar de confrontar, como los gobiernos burocráticos, pretende sumar; en lugar de ofrecer un futuro económico mejor, con enormes costos en la transición, como hicieron los tecnócratas, Fox invita a todos y le ofrece algo a todo mundo. Lo que Fox no puede perder de vista es que su activismo funcionará sólo en la medida en que logre mantener la esperanza de un mundo mejor, sin llegar a alimentar expectativas que nunca podrían ser satisfechas. Quizá su gestión conduzca al Nirvana; pero, por si las moscas, los votantes tuvieron la sabiduría de producir un gobierno dividido.

 

Pero ese gobierno dividido puede igual ser una oportunidad que una maldición.  El éxito, o el fracaso, dependerá de un conjunto muy diverso de actores, ninguno de los cuales podrá definir por sí mismo el camino. Todos irán haciendo camino al andar, dándole forma al nuevo mapa de la política mexicana. Habrá un continuo ensayo y error, es decir, casi lo opuesto a lo que ocurría en la era priísta en que la imposición se aplaudía como si se tratara de un paso seguro a la civilización. El tiempo dirá si de esta nueva manera si es posible llegar.

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Ladrones, gobernantes y desarrollo económico

¿Qué es peor: un gobierno tiránico y autoritario, o el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones? Con esta pregunta abre su último libro Mancur Olson, un economista norteamericano que se dedicó a analizar y explicar algunos de los vínculos más importantes existentes entre la economía y la política. Aunque se trata de dos ramas del conocimiento muy distintas, es difícil comprender a una sin tomar en cuenta a la otra: los gobiernos no actúan en un vacío, sino en el contexto de las restricciones que impone la actividad económica, es decir, la inversión, las tasas de interés y los mercados internacionales. Y viceversa, la economía tampoco es una abstracción que opera en el espacio sideral, sino en el contexto de un proceso político que  facilita u obstaculiza su desempeño. La economía y la política están inexorablemente vinculadas y los conceptos que desarrolló Olson son particularmente relevantes para comprender esas vinculaciones, sobre todo en países caracterizados por una enorme debilidad institucional como el nuestro.

 

Olson asegura que, a lo largo de la historia, ha sido mucho mejor para las sociedades humanas vivir bajo el reino de un gobierno autoritario y despótico que estar sujetas a los abusos frecuentes de una punta de ladrones. Aunque ambos gobiernos puedan ser depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen. En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) que se estaciona en un determinado lugar geográfico mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad y favorecer el comercio exterior, todo en aras de generarse ingresos para sí y sus secuaces. El déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo, mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le dá la gana y se lleva consigo todo lo posible.

 

Este primer vínculo entre la forma de gobierno y el desempeño económico que  Marcur Olson describe en el libro Poder y prosperidad: más allá de las dictaduras comunistas y capitalistas, le lleva a analizar las diferencias entre diversos tipos de gobiernos. Mientras que la autocracia es generalmente mejor para sus víctimas que la anarquía, afirma el autor, la pregunta es si la democracia es tanto mejor que la tiranía. Aun en el caso de la estructura democrática más elemental –aquella en la cual el gobierno no sólo ignora a las minorías, sino que abusa de ellas en beneficio de las mayorías-, dice Olson, ésta representa, en términos económicos, una mejoría substancial sobre la tiranía. Al margen de lo que le ocurra a las minorías, la mayoría de la población eleva su ingreso y se beneficia de un mayor número de bienes públicos, comparado con lo que ocurre bajo un régimen autoritario.  Esto quiere decir que los incentivos que llevan a que un tirano modere sus demandas sobre la sociedad son todavía más poderosos en el caso de la democracia, aun en la versión más primitiva de este sistema de gobierno. De hecho, mientras mayor sea la base de sustento del gobierno, mayor será el beneficio económico del sistema de gobierno.

 

Hay países, dice Olson, en los que la constitución requiere de “supermayorías” para la aprobación de determinadas legislaciones. En esos casos, en los que existen mecanismos muy desarrollados de pesos y contrapesos, los obstáculos al crecimiento económico son mínimos, pues todo mundo se perjudicaría de su existencia: en esos casos, el interés más egoísta de toda la ciudadanía busca la eliminación de restricciones al crecimiento, pues todos los ciudadanos pierden cada vez que un burócrata o un interés particular se beneficia de ellas. Este argumento demuestra que la democracia no es un sistema de gobierno del que sólo se pueden beneficiar los países ricos sino, al contrario, que la dispersión y descentralización del poder y la existencia de un sistema representativo de gobierno con frecuencia son factores determinantes del logro de tasas elevadas de crecimiento económico. Todo mundo sabe, dice Olson, que la prosperidad tiende a generar condiciones para el desarrollo de sistemas políticos democráticos; sin embargo, lo opuesto, dice él, es igualmente cierto: la democracia tiende a favorecer la prosperidad.

 

Los argumentos de Olson sobre la vinculación entre la prosperidad económica y el sistema de gobierno tienen su origen en otros dos conceptos que el autor había desarrollado en escritos anteriores. En su primer libro, La lógica de la acción colectiva, Olson analizó los incentivos que llevan a las personas a reunirse y, de hecho, a coludirse para perseguir una ventaja grupal. Según el autor, cuando un grupo relativamente pequeño de personas o empresas se reúne para lograr un objetivo determinado –como sería el cambiar un arancel, obtener una determinada concesión o negociar un pacto- su probabilidad de éxito depende de que exista un beneficio específico y claramente determinado  para cada uno de los participantes en el grupo. De esta manera, cuando diez fabricantes de un cierto producto se reúnen para tratar de influenciar una decisión gubernamental, la probabilidad de que se sostenga el grupo es muy alta, pues cada uno obtendría un beneficio tangible y significativo en la negociación. De manera contraria, cuando se juntan diez mil personas para tratar de defender una determinada postura, los beneficios individuales son tan irrisorios que ninguno tiene un interés significativo en que se logre el objetivo (además de que, en grupos grandes, es muy difícil monitorear a los “gorrones”). Este hallazgo tiene consecuencias dramáticas para la acción sindical, para la movilización de grandes contingentes en el caso de huelgas o movimientos paristas, pues sólo aquellos grupos con un interés concreto y específico tienen una ventaja inherente (aunque, dice Olson, no insuperable) sobre los grupos que manifiestan objetivos más amplios y difusos. Lo anterior implica, en nuestro contexto actual, que el CGH tiene una mayor capacidad de movilización que el rector, dado que los objetivos del primero son mucho más específicos, concretos y, por lo tanto, atribuibles a un grupo específico. El bien de la universidad o el de los mexicanos es algo mucho más difícil de defender en el caso de una batalla política de trincheras.

 

Olson llevó este argumento un paso más adelante cuando, en un libro intitulado El ascenso y caída de las naciones, se preguntó si la lógica de la acción colectiva era igualmente aplicable a las naciones. La respuesta que dió en ese libro fue, como en los dos casos anteriores, sorprendente. Para el autor, la sociedad humana tiende a crear, a lo largo del tiempo, intereses locales, monopolios específicos y grupos interesados en el mantenimiento del statu quo que, a la larga, llegan a paralizar y/o impedir el desarrollo económico. Según Olson, la pujanza de muchas sociedades, desde la japonesa hasta la alemana en la preguerra, se deterioró por el crecimiento de grupos de presión internos que se beneficiaban del estado de cosas. En esos casos, la Segunda Guerra Mundial barrió con todos esos grupos de presión y creó condiciones para el desarrollo económico acelerado que más tarde experimentaron. En sentido contrario, Inglaterra no experimentó la destrucción de esos intereses al finalizar la guerra, lo que la condenó a tres décadas de estancamiento económico. Según Olson, la única manera de evitar el enquistamiento y encumbramiento de ese tipo de intereses es a través de reformas periódicas que limpien a la sociedad. En Inglaterra, a partir de los setenta, la economía comenzó a experimentar diversas reformas que liberaron su potencial productivo, haciendo posibles las extraordinarias tasas de crecimiento que ese país ha experimentado en los años subsecuentes. Algo parecido se podría decir de México en los últimos años, periodo durante el cual se ha comenzado a observar el beneficio de las reformas iniciadas a mediados de los ochenta.

 

Estos tres planteamientos, muchos de los cuales podrían parecer evidentes a muchos estudiosos de la economía, son terriblemente importantes y no eran obvios antes de que Olson los analizara y explicara públicamente. De hecho, los alcances de la obra de este autor son todavía más importantes. Según Olson, el desarrollo económico sólo es posible en la medida en que las transacciones que se pactan cada día en el mercado –los contratos- puedan hacerse cumplir. Si no existen medios legales para hacer exigible el cumplimiento de un contrato, cualquier economía se vería privada de los flujos de inversión necesarios para su desarrollo. La conclusión final del argumento de Olson es que no hay nada más importante para el desarrollo de una sociedad, y de una economía, que la existencia de mecanismos efectivos para el cumplimiento de contratos y la definición de los derechos de propiedad, es decir, el establecimiento de derechos específicos a los propietarios de un bien o servicio.

 

Puesto en otros términos, para Olson es evidente que una sociedad en la que un inventor no goza de la protección cabal de los derechos de la explotación de sus inventos, no va a generar mayores innovaciones. En el caso de la llamada “nueva economía”, la que está vinculada con Internet y el desarrollo tecnológico, este tema es particularmente crítico. El país debería estar pensando en la posibilidad de saltar etapas en su desarrollo y comenzar a crear una plataforma para la generación de nuevas actividades, de alto valor agreagado, más allá de la actividad industrial. Sin embargo, el hecho de que no contemos con una amplia población con educación superior y de las estructuras legales que le permitan proteger y explotar los derechos de propiedad hace que México no sea un lugar atractivo para el desarrollo de ese tipo de plataforma. Si uno le hubiera planteado este tema a Olson, su respuesta probablemente habría sido muy simple: un país que no crea un marco regulatorio y legal capaz de definir los derechos de propiedad y, sobre todo, de hacerlos cumplir en forma cabal, es un país gobernado por una tiranía que no está dispuesta a nada más que a hacer posible el desarrollo de los grupos y actividades que le pueden generar beneficios en un plazo razonablemente corto. Más allá de eso, diría Olson, los beneficios son tan distantes que no tiene caso promoverlos. El problema de México es que la diferencia entre una y otra cosa son millones de empleos potenciales y todo un sistema educativo que sigue sin desarrollarse porque, según parece, no hay incentivos para ello. Valiente consuelo.

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Los mitos del crecimiento

Luis Rubio

Ahora que las campañas electorales finalmente concluyeron, es tiempo de comenzar a discutir los temas fundamentales del país, comenzando por los relacionados con el desarrollo de la economía. Si en algún tema existe un consenso absoluto éste sin duda es el del crecimiento económico. Pero ahí termina el consenso. Algunos piensan que sólo el gobierno puede lograr el desarrollo, en tanto que otros fustigan al gobierno como su peor enemigo. Algunos afirman que la inflación es casi una condición necesaria para lograr tasas elevadas de crecimiento, en tanto que otros aseguran que la inflación aniquila el crecimiento. Muchos piensan que una legislación fuerte en materia de derechos de propiedad asegura tasas altas de inversión, mientras que otros parten del supuesto de que ese tipo de regulación le otorga beneficios inaceptables a quienes ya tienen una posición relevante en los mercados. Por donde uno le busque, es evidente que tenemos un acuerdo firme sobre la necesidad de promover tasas elevadas de crecimiento, pero no tenemos ni el más mínimo consenso sobre la manera de lograrlo.

Si en algo es prolijo el debate sobre el crecimiento económico es en sus mitos. Tenemos mitos sobre todo lo relacionado con el crecimiento: la inflación y el gasto público, la ley y la el gobierno, la desigualdad social y los subsidios, las crisis y la pobreza, las tasas de crecimiento y la educación, la productividad y el ingreso, la globalización y las importaciones. Tenemos mitos para todo y en tanto no acabemos con ellos, no lograremos el consenso necesario para salir adelante de una vez por todas. Afortunadamente, un nuevo estudio del Banco Mundial, que compara ochenta países a lo largo de cuatro décadas, permite llegar a conclusiones muy concretas y específicas sobre los efectos que han tenido las estrategias de diversos países sobre el crecimiento, la pobreza y, en general, el desarrollo. El estudio de David Dollar y Aart Kraay (Growth is good for the poor www.worldbank.org/research/growth/absddolakray.htm) ofrece la oportunidad de afinar nuestra propia estrategia sin los mitos que han arrojado resultados tan pobres a lo largo de las últimas tres décadas. Veamos mito por mito.

Mito número uno: la globalización es enemiga del desarrollo interno. La evidencia que presenta el estudio es contundente: los países pobres que se aíslan del resto del mundo acaban condenados a la pobreza, en tanto que aquéllos que lo esposan a través del comercio exterior y la inversión extranjera tienden a converger. Es decir, la globalización es un factor positivo para el crecimiento. En nuestro caso, el desempeño reciente de la economía hace tan evidente este punto, que no debería ser ni siquiera sujeto de discusión; sin embargo, contra lo que suponen muchos otro mito- el hecho de que sólo una parte de la economía y sólo algunas regiones se estén beneficiando de las exportaciones y del crecimiento de la inversión extranjera es indicativo de otro problema: la economía mexicana no se ha abierto suficiente. Además de los sectores que siguen siendo protegidos, existe un sinnúmero de obstáculos a la integración de todo el país en los circuitos exitosos de la economía mexicana, comenzando por la pésima infraestructura que caracteriza a buena parte del país (mucho de la pobreza es producto de esa situación y no al revés), y de la negativa o incapacidad a transformar el paradigma de la educación, que lleva a la preservación de la pobreza.

Mito número dos: el crecimiento polariza los ingresos de la población, haciendo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. El estudio muestra que, en promedio, los ingresos de los pobres se elevan en la misma proporción que el aumento general del ingreso. Es decir, existe una relación directa entre el crecimiento económico general y el ingreso de la población de menores ingresos. Los autores examinan la forma en que se elevan esos ingresos y llegan a la conclusión de que, contra el mito del ingreso por filtración (o trickle down), llegan a la conclusión de que el aumento del ingreso para la población de menores ingresos no ocurre como resultado de que primero se hicieran más ricos los ricos, sino en forma proporcional y al mismo tiempo (y a la misma tasa). En otras palabras, toda la población se beneficia del crecimiento de la misma manera y al mismo tiempo.

Mito número tres: las crisis le pegan más a los pobres que a los ricos. El estudio muestra cómo los ingresos de los pobres y de los ricos suben y bajan en forma semejante durante periodos tanto de crecimiento como de crisis. O sea, las crisis le afectan a los ricos y a los pobres en la misma proporción. Evidentemente, este hallazgo no disminuye el hecho de que una caída del 10% en el ingreso disponible de una familia que vive de un salario mínimo la afecta mucho más duramente que la misma caída a una familia rica. Pero la evidencia que encuentran los autores muestran que el ingreso de la población pobre no disminuye más que la de los ricos. El problema, por supuesto, es que exista pobreza, no el hecho de que haya crisis.

Mito número cuatro: una economía abierta disminuye los beneficios del crecimiento para los pobres. Una vez más, los autores encuentran que no existe ninguna instancia en todos los casos que analizaron en los que la apertura de la economía afectara la proporción de elevación del ingreso entre los pobres y ricos: todos suben de la misma manera y al mismo tiempo. Mucho más interesante es la evidencia que presentan sobre la manera en que mientras más abierta es una economía, mayores tienden a ser las tasas de crecimiento, lo cual implica que, contra lo que afirma la mitología, la apertura económica es más benéfica para los pobres que el proteccionismo que tiende a sesgar el desarrollo en favor de los productores a costa de tasas más elevadas de desarrollo.

Mito número cuatro: la globalización tiende a polarizar el ingreso y, por lo tanto, a agudizar la desigualdad. Los autores encuentran que mientras mayor es la apertura de una economía, mayores son las tasas de crecimiento y que, al mismo tiempo, la apertura no tiene un efecto sobre la distribución del ingreso. O, puesto en otros términos, la globalización contribuye a elevar las tasas de crecimiento y que los pobres participan en los beneficios en forma equivalente al resto de la sociedad.

Mito número cinco: los derechos de propiedad favorecen a los ricos y a las empresas multinacionales que son dueñas de las patentes y marcas. Los autores encuentran que en aquellos países en que existen leyes que otorgan una protección fuerte a los derechos de propiedad, las empresas tienden a invertir más y a desarrollar programas de inversión de largo plazo, lo que contribuye tanto a la estabilidad económica como a lograr tasas más elevadas de crecimiento.

Mito número seis: la pobreza se resuelve mediante el gasto público. En uno de sus hallazgos más contundentes, los autores encuentran que el gasto público es una de las peores amenazas al crecimiento de la economía. El estudio llega a la conclusión de que el gasto público tiende a afectar negativamente el ingreso de la población más pobre porque tiende a disminuir las tasas de crecimiento y, por lo tanto, disminuye los niveles de ingreso de los pobres y de todos los demás. Además, en otro hallazgo que afecta la mitología inherente a la retórica política en el país, mientras mayor es el gasto público, peor acaba siendo la distribución del ingreso. En cambio, el gasto social, el gasto específicamente diseñado para beneficiar a los pobres, tiende a tener un efecto neutral sobre las tasas de crecimiento y sobre la distribución del ingreso. Es decir, la conclusión a la que se puede llegar a partir de este estudio es que el gobierno debe disminuir su gasto general tanto como pueda, comenzando por la propia administración, y dedicar lo que sí va a gastar a la infraestructura, la educación y el gasto social.

Mito número siete: la inflación contribuye a elevar las tasas de crecimiento. Este, quizá el mito más arraigado después de muchos años de populismo retórico, es el tema más contundente del estudio. Los autores encuentran que la inflación tiene un efecto desastroso sobre el crecimiento de la economía, sobre la distribución del ingreso y sobre el ingreso de los pobres en particular. Específicamente, concluyen que la inflación destruye la riqueza y polariza a la sociedad, además de que retrasa o hace imposible- el crecimiento de la economía. Los autores llegan a afirmar que, además de la apertura de la economía, una de las maneras más efectivas de acelerar el ritmo de crecimiento de una economía y de reducir la pobreza es reduciendo drásticamente la inflación y recortando el gasto público. Ambas estrategias aceleran el ritmo de crecimiento de la economía y, mucho más importante, mejoran la distribución del ingreso, beneficiando doblemente a los pobres.

El estudio en cuestión muestra, fehacientemente, porqué los pobres aborrecen la inflación tanto más que los ricos. Para los pobres, la inflación tiene el efecto directo de disminuir su ingreso disponible y de hacer mucho más difícil su recuperación. En este sentido, este estudio ofrece un buen fundamento analítico para comenzar a construir un consenso contra la inflación. Pero quizá eso sea pedir demasiado de los políticos que, en su vida privada, tienden a estar más identificados con los ricos que con los pobres.

Los mitos que nutren el debate político en el país son, literalmente, infinitos. En la reciente campaña electoral no parecía haber límite a las sandeces que algunos candidatos podían llegar a proponer: que más gasto y más subsidios; más protecciones y menos apertura; más inflación y más promoción al desarrollo. Este estudio muestra que lo que mejor podría hacer el gobierno es reducir su gasto, eliminar gasto administrativo, acabar con todos los subsidios y, en lugar de todo lo anterior, dedicarse a invertir en infraestructura, mejorar la educación y abrir más la economía. El problema es que quizá el mayor de todos los mitos es que los políticos efectivamente quieren promover el crecimiento acelerado de la economía.

 

País de ciudadanos

Ciudadanos sin derechos y sin disposición a exigirlos no son ciudadanos. Esta parece ser la condición de la mayoría de mexicanos. A pesar de que demandan beneficios con una vehemencia tal que ningún ciudadano europeo o norteamericano reconocería como propia de una democracia, el mexicano promedio no se ve a sí mismo como ciudadano, sino como derechohabiente. Esa fue la dinámica a que lo orilló un sistema político que no tenía el menor interés en debatir o negociar con ciudadanos o en satisfacer sus necesidades y en representarlo, sino en mantener el control político sobre la población. Con este objetivo generó una red de lealtades que mantenía a cambio de todo tipo de derechos. La población, generalmente manipulada por líderes, caciques y políticos de cualquier talla,  se volvió experta en extorsionar al gobierno. Así se explican los bloqueos de carreteras, los plantones, las manifestaciones y todas las demás artimañas diseñadas para generar presiones a cambio de satisfactores. Lo que nunca creció en México fue un sentido de ciudadanía. Sin éste, será imposible consolidar la estabilidad política y generar un sistema político nuevo. Pero la ciudadanía no es algo que se dé en los árboles ni que pueda ser impuesto por el gobierno; es algo que sólo los ciudadanos pueden crear.

 

Los diputados y, en particular, los miembros del PAN y PRD se encuentran  muy activos diseñando mecanismos para desmantelar los mecanismos de control y manipulación del viejo sistema. Bajo la etiqueta de “federalismo”, diversos grupos de trabajo están planteando cómo erradicar los instrumentos de control de que hizo uso (y abusó) el gobierno federal para controlar a los gobernadores y presidentes municipales. No es evidente qué va a resultar de esos esfuerzos, ni qué consecuencias económicas podría tener un cambio en el esquema de transferencias fiscales hacia los estados, pero de lo que no hay duda es que los partidos de la antigua oposición al PRI están decididos a impedir que el viejo sistema permanezca sin el PRI en el gobierno, o que éste pueda reconstruirse en el futuro. En tanto esos esfuerzos no atenten contra la estabilidad macroeconómica, deben ser bienvenidos y apoyados. Lo que no es obvio es que vayan a conducir, por sí mismos, a la construcción de un mundo mejor para quienes deberían ser, en primera y última instancia, los beneficiarios de tanto activismo político y legislativo: los ciudadanos.

 

Lamentablemente, la ciudadanía no es algo que se dé con generosidad en nuestro país. Décadas de imposición, burocratismo e impunidad aplacaron cualquier pretensión por parte de la población a defender sus derechos, a hacer valer lo que en términos legales y/o contractuales le corresponde. Por supuesto que todo mundo se queja cuando se ven afectados sus intereses, pero muy pocos osan reclamar cuando se atropellan sus derechos. Con que se resuelva el problema es suficiente. Es así como los habitantes de Chalco toleran que la sucesión de pésimos gobiernos y malas prácticas gubernamentales se traduzcan en inaceptables inundaciones de aguas negras, o que los damnificados por el temblor de 1985 en Tlatelolco no hayan buscado responsables y exigido justicia por lo que a todas luces era un caso de negligencia y corrupción gubernamental. Lo mismo se puede decir de las afores, donde la población tiene depositados de manera forzosa sus ahorros, sin contar con la menor posibilidad práctica de decidir sobre su administración.

 

El problema es ubicuo. Hace unas cuantas semanas, un perímetro importante de la ciudad de México se vio afectado por la suspensión del servicio telefónico. Algún constructor cortó accidentalmente un cable de fibra óptica por el que se transmitían cincuenta mil líneas  telefónicas, dejando sin servicio por una semana a casas, oficinas y empresas diversas. En todo ese tiempo, Teléfonos de México, brilló por su ausencia, algo que no fue sorprendente. Lo que sí resultó impresionante fue que prácticamente ninguno de los usuarios afectados, incluidas muchas de las empresas más importantes del país, hiciera el menor ruido. Sin información respecto a la causa del problema o a la dinámica y tiempos de solución del mismo, la gente aceptó resignadamente el hecho como si se tratara de un acto fatídico producto de una fuerza sobrenatural. Sintomático de nuestra peculiar manera de reaccionar ante la autoridad (porque Telmex parece seguir asociada a la autoridad en la mente de muchos mexicanos) fue el comentario del empleado de una empresa que no utiliza los servicios de Telmex: “nosotros tenemos Axtel” informó con seriedad, como si el problema fuese de la empresa que surte el servicio y no del hecho que no existen ciudadanos dispuestos a hacer valer sus derechos.

 

La pésima calidad de los servicios es sólo una de las manifestaciones de nuestro subdesarrollo político. Mientras que los sindicatos eléctricos se baten en el congreso y se envuelven en la bandera nacional para impedir la apertura del sector a la inversión privada, la ciudadanía que padece cortes diarios en el suministro eléctrico ni siquiera se siente aludida. Hemos llegado a tal extremo en la aceptación de la fatalidad de una autoridad corrupta e incompetente que los cortes en el servicio eléctrico han acabado por ser algo natural y hasta lógico. Nadie se inmuta. Peor todavía, prácticamente nadie establece una conexión entre la calidad del servicio eléctrico y la necesidad de cambiar el régimen que gobierna al sector. Las propuestas gubernamentales diseñadas para modificar la manera en que se produce y distribuye la energía eléctrica pueden ser buenas o malas, adecuadas o inadecuadas, pero prácticamente nadie establece una relación entre éstas y el pésimo servicio que recibe en sus casas, oficinas o lugares de trabajo. El caso de la telefonía celular, cuyo servicio es pésimo por decir lo menos, ilustra el problema todavía con mayor claridad: ni siquiera la población de mayores recursos, aquélla que tiene acceso a ese instrumento de comunicación, está dispuesta a disputar la calidad del servicio (que se cobra como si funcionara de manera impecable las 24 horas del día). Ni a Telmex le causa la menor molestia vender un servicio para el que no tiene capacidad de atención, ni a la Compañía de Luz y Fuerza le parece inmutar la cada vez mayor frecuencia de sus apagones. Ambos casos ponen en evidencia la ausencia de ciudadanos dispuestos  a pelear por lo que legítimamente es suyo. Por supuesto, es casi imposible comportarse como ciudadano en ausencia de los vehículos idóneos para ello, como sería un poder judicial efectivo o una instancia institucional de arbitraje. Pero sin cuidadanos, aun esas instancias serían irrelevantes.

 

Puesto en términos políticos, los costos del sistema priísta son mucho mayores a los que cualquiera pudiera imaginar. Aunque el comportamiento de los votantes ha sido ejemplar en un sinnúmero de ocasiones, lo que muestra que la civilidad política y la democracia están avanzando, la realidad es que todos los demás componentes de la democracia, comenzando por la ciudadanía misma, están sumamente rezagados. La ciudadanía es, a final de cuentas, el principio y fin de un sistema político democrático. Así como no es posible entender el funcionamiento de una fábrica sin máquinas, obreros y administradores, tampoco es posible comprender a la democracia sin ciudadanos. Los ciudadanos son la esencia de la democracia: son la razón de ser de una estructura política que, en concepto al menos, parte del principio de que la soberanía de una nación reside en la población y no en el gobierno o su séquito. En una sociedad democrática, los ciudadanos eligen a sus representantes y obligan a los gobernantes a que rindan cuentas por sus actos y por el uso de los recursos (y facultades) que tienen bajo su responsabilidad. De la misma manera, los ciudadanos son el objeto de la atención de los políticos, toda vez que de ellos depende su empleo. No así en México, donde los políticos tradicionalmente han atendido más a su jefe (el inmediato o, a final de cuentas, el presidente de la República), de quien depende su siguiente chamba. En este sentido, parte del cambio que tiene que ocurrir en el país sin duda depende de las instituciones que se desarrollen para darle cauce a la participación ciudadana, pero también depende, natural e inexorablemente, del valor civil de los propios ciudadanos.

 

Las reglas del juego que hoy existen no propician la participación ciudadana. Ninguno de los  funcionarios públicos, desde los miembros del ejecutivo hasta el último diputado, se siente responsable de sus actos ante la ciudadanía. No existen mecanismos para que esos funcionarios informen de sus actos a la población, ni mucho menos canales para que los ciudadanos se quejen, reclamen y hagan efectivos sus derechos. El poder  judicial ha mostrado una excepcional fortaleza y valentía en la figura de la Suprema Corte de Justicia, pero ese es un nivel al que prácticamente ningún ciudadano  tiene acceso (en parte por el absurdo diseño que creó la reforma impulsada por el gobierno pasado y, en parte, por la corrupción e ineficacia del resto del poder judicial). La prensa ha pasado de ser un vehículo corrupto al servicio del poder a un poder casi autónomo que, con unas cuantas notables excepciones, sólo se encuentra marginalmente interesada en la ciudadanía o sus problemas. En una palabra, los intereses ciudadanos no existen en el diseño político e institucional vigente. Los legisladores deberían abocarse a este tema no sólo porque sin ciudadanos es imposible consolidar el sistema democrático por el que muchos de ellos propugnan, por lo menos en el discurso, sino también –y sobre todo-  porque la única manera en que el viejo sistema priísta puede ser demolido en su integridad es desarrollando el único muro de contención que ningún partido puede derribar: una ciudadanía decidida y dispuesta a defender sus derechos e intereses por encima de cualquier otra cosa.

 

El desarrollo de los ciudadanos mexicanos, esa nueva especie que debería surgir, crecer y convertirse en el corazón de la política nacional, va a depender en mucho del diseño institucional que los legisladores y el nuevo gobierno decidan construir. De ellos dependerá la existencia de mecanismos de rendición de cuentas como la reelección de legisladores y la creación de mecanismos de acceso a la información gubernamental, con todo el detalle que una población informada debe tener. Pero la ciudadanía no se desarrollará en la medida en que los mexicanos no nos armemos de valor y comencemos a defender nuestros derechos, así sea el gobierno o una empresa privada  quien los viole. Sin ciudadanos dispuestos a defender sus derechos no hay democracia ni hay gobierno. Sin ello tampoco puede haber excusas.

 

www.cidac.org

Las latitudes del presupuesto

Luis Rubio

Lo fácil en materia presupuestaria es imaginar todo lo que sería deseable y pretender hacerlo realidad por medio de un acto legislativo. Desafortunadamente los sueños pocas veces se hacen realidad, y los presupuestos públicos son siempre un buen ejemplo de ello. Las necesidades que tiene la población son siempre enormes, pero igual lo son las restricciones que enfrenta el gobierno, cualquier gobierno. Los recursos son insuficientes y las demandas, tanto de la población como de los propios legisladores y sus partidos, son inevitablemente extraordinarias. Además, en estas épocas, las restricciones se acentúan por el hecho de que la economía se encuentra inmersa en la vorágine que representan los mercados financieros internacionales, cuyo comportamiento es siempre inmisericorde. A días de que tengamos un nuevo gobierno, a seis años de la última crisis y a unas cuantas semanas de que el congreso tenga que revisar, discutir y aprobar el presupuesto para el próximo año, más nos vale reparar en la enorme trascendencia y, a la vez, precariedad, de este instrumento tan delicado de política económica. Todos los ojos del mundo, dentro y fuera de México, están observando.

El problema presupuestal en México no es distinto al de otros países. Las necesidades son ingentes y los recursos son limitados. La solución demagógica a este dilema reside en aumentarle los impuestos a los ricos e incurrir en un mayor déficit fiscal. El problema es que ese camino conduce a la inflación, al estancamiento de la inversión y a magras tasas de crecimiento económico, precisamente lo opuesto de lo que el país requiere. Aunque hay un consenso absoluto en la sociedad mexicana en el sentido de que lo imperativo es alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico, existe un consenso casi igualmente amplio entre los políticos, periodistas y muchos académicos respecto a la noción de que la inflación es necesaria para alcanzar tasas elevadas de crecimiento y que los déficits fiscales son un tema de decisión política sin mayores consecuencias económicas.

Una mirada al resto del mundo permite comprobar lo falaz de estos argumentos. Lo fácil es crear las condiciones para que una economía crezca muy rápido por un año o dos; eso cualquier gobierno lo puede lograr por medio de un gasto desenfrenado; sin embargo, como nos tocó experimentar en carne propia en los setenta, el crecimiento inducido por medios artificiales acaba siendo contraproducente porque tarde o temprano conduce a la inflación e, irónicamente, al estancamiento de la economía. En este sentido, aunque hay muchos países que han logrado tasas de crecimiento elevadas, no hay ninguno que haya logrado sostenerlas por periodos realmente largos sin un equilibrio fiscal. Los países del sudeste asiático, el parangón de las altas tasas de crecimiento económico, se logró gracias a que los gobiernos de esos países mantuvieron sus finanzas en equilibrio una década tras otra. Lo opuesto ha ocurrido en un país latinoamericano tras otro: en toda esta región, los políticos y los intelectuales tienden a soñar con un mundo que no existe, pero pretenden aterrizarlo en el presupuesto, ignorando en el camino los riesgos inherentes a un presupuesto deficitario.

El presupuesto gubernamental, en cualquier país, tiene dos dinámicas distintas contrastantes y con frecuencia contradictorias: una política y otra financiera. Por la parte política, los presupuestos son el punto nodal de la democracia. Es ahí donde confluyen las demandas ciudadanas, los intereses particulares y las preferencias políticas e ideológicas de los legisladores y sus partidos. En el proceso legislativo hacen presencia todos aquéllos que esperan que el gasto gubernamental se traduzca en beneficios para ellos o sus clientelas. La manera en que los políticos involucrados en el proceso logran establecer una estructura de prioridades acaba determinando la viabilidad de la actividad económica. En términos generales, los legisladores tienen que seguir tres criterios: primero el de si gastar más en programas sociales o más en inversión física, educación, etcétera. Aunque ambos sean indispensables, las consecuencias del gasto en cada uno de estos rubros son muy distintas, toda vez que la inversión tiende a generar oportunidades de crecimiento económico de manera mucho más directa e inmediata. En segundo lugar, los diputados tienen que decidir cuánto va a gastar el gobierno con relación a los ingresos fiscales: lo fácil en los últimos años ha sido debatir cuánto déficit es conveniente o, en su versión más novedosa, qué precio nos gusta para el petróleo. Mientras mayor sea el déficit, mayor la inflación y menor la propensión a invertir. Finalmente, el tercer criterio tiene que ver con la peculiar manera en que los últimos gobiernos han decidido definir los rubros que integran el déficit fiscal. De acuerdo a la definición oficial, el déficit fiscal acaba siendo mucho menor al que en realidad es: oficialmente, el déficit fiscal en el año 2000 será de aproximadamente 1.5% respecto al PIB; sin embargo, hay un número de rubros que no están contabilizados como parte integral de las finanzas públicas, pero que impactan al déficit, como son las deudas en que han incurrido los bancos de desarrollo pero que no han sido reconocidas por el Congreso (componente central de la crisis de 1994), las reservas que no se han constituido para financiar las pensiones de los empleados del gobierno federal y de los estados; los pidiregas y la deuda del IPAB. Estos conceptos podrían acabar elevando el déficit en varios puntos porcentuales. Los diputados pueden autorizar el presupuesto que les parezca conveniente, pero tienen que estar conscientes de las consecuencias de sus acciones.

La otra dinámica presupuestal tiene que ver directamente con el impacto económico del presupuesto y con las expectativas de los actores en los mercados financieros. Visto el presupuesto desde esa perspectiva, lo crucial deja de ser la manera en que se asignan los recursos o la naturaleza de los ganadores y de los perdedores en el proceso político. Lo único importante para esos actores -fríos y calculadores como pudimos ver en 1994 y 1995- es que los números cuadren, que la inflación esté bajo control y que el presupuesto contribuya a crear las condiciones para que la economía crezca de manera sostenida en el largo plazo. El interés de los actores en esos mercados es simple y transparente: lo único que les importa es el retorno de sus inversiones. Ellos no se complican la vida: si el presupuesto contribuye a que el país avance hacia una estabilidad económica de largo plazo, eso llevará al éxito de la actividad de las empresas mexicanas, lo que se traducirá en retornos atractivos a sus inversiones. La lógica es simple, directa e implacable.

En este momento, las dos lógicas, la política y la financiera, se están enfilando en sentidos opuestos. Mientras que los legisladores quieren reasignar muchos rubros del presupuesto e incrementar el gasto gubernamental, los mercados financieros no cesan de alertar sobre los riesgos por los que atraviesa la economía mexicana en la actualidad. Dada la experiencia de hace seis años, sería importante no ignorar esas señales de alerta. ¿Qué dicen los reportes de los bancos y corredurías financieras? Su argumento es el siguiente: la economía mexicana está creciendo mucho más de lo que es sostenible; la inflación está creciendo con rapidez; el consumo crece como loco, hay mucha inversión orientada al mercado interno; dada la ausencia de crédito bancario, el banco central no tiene mayor influencia sobre el desempeño de la economía (o sea, que no hay política monetaria); y que la economía estadounidense, el motor de nuestras exportaciones y del crecimiento de nuestra economía en los últimos años, está disminuyendo con rapidez y podría acabar con un colapso súbito. En una palabra, el problema económico es muy serio y más vale atenderlo de inmediato.

Los gobiernos tienen dos instrumentos esenciales para orientar el desarrollo de sus economías. Uno es la política monetaria y el otro es la política fiscal, es decir, el presupuesto gubernamental. El primer instrumento, la política monetaria, es clave, pero poco efectivo para afectar los indicadores principales de la actividad económica en el momento actual. Eso nos deja exclusivamente con la política fiscal. Con este instrumento el gobierno tiene que bajar drásticamente el déficit para con ello evitar una nueva crisis. Este objetivo lo tiene que lograr a través de la combinación de una mayor recaudación fiscal y una disminución del gasto. Puesto en términos llanos, no hay otra manera.

El meollo del asunto es muy simple: el país requiere de ingentes montos de inversión productiva que creen empleos, ingresos y riqueza; para que crezca la inversión es necesario crear las condiciones idóneas tanto en el sentido macroeconómico como en lo específico, en cosas como la educación y la infraestructura. En la medida en que baje la inflación, y con ella las tasas de interés, será posible que los empresarios inviertan, que se creen empleos, que esos empleos se traduzcan en un mayor consumo para la población, que se desarrolle el crédito para casas habitación, para la inversión productiva y se construya un círculo virtuoso. En este momento estamos encaminados en el sentido inverso: la economía se podría llegar a desbocar y el próximo presupuesto podría ser la causa directa de esa situación.

La prioridad en este momento tiene que ser un presupuesto en equilibrio ya incorporando los rubros que hoy en día han sido excluidos de las finanzas públicas. Esto, desde luego, no va a satisfacer a muchos intereses y postulados ideológicos que ven al gasto como un objetivo en sí mismo. Sin embargo, el riesgo de no restaurar un equilibrio en las finanzas gubernamentales es extraordinario. Por ello, lo ideal es que el presidente Fox se aboque directamente a convencer al poder legislativo y a los mexicanos de que sus programas de gasto y de disminución del déficit son los adecuados y que, para financiarlos, será necesario llevar a cabo cambios en la estructura de los impuestos. Este es un camino doloroso y difícil; pero sus frutos, una vez lograda la estabilidad, serían periodos prolongados de crecimiento con estabilidad. Un beneficio nada despreciable para un gobierno que ganó las elecciones prometiendo precisamente eso.

 

Gobierno nuevo, estructuras viejas

Luis Rubio

México ha cambiado mucho a lo largo de los últimos años, pero tiene que cambiar mucho más. El mero hecho de que ahora tengamos un gobierno emanado de un partido distinto al PRI es muestra fehaciente de qué tanto se ha transformado el país. Sin embargo, esa transformación no es sufienciente; en todo caso, el hecho de que haya un nuevo gobierno constituye una mera posibilidad: la oportunidad de que se establezcan nuevas reglas del juego, nuevas maneras de relacionarnos y, sobre todo, de crear condiciones para que México y los mexicanos avancemos efectivamente hacia el desarrollo y la democracia. Aunque la llegada al gobierno de un presidente emanado de un partido distinto al PRI entraña cambios fundamentales para la política mexicana, la mayoría de éstos tiene mucho más que ver con la naturaleza del PRI que con el nuevo gobierno. Es decir, el verdadero reto de Vicente Fox reside en crear las condiciones para que el cambio que él propuso en su campaña se haga realidad.

El cambio es una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica es muy distinta a lo largo y ancho del mundo. A lo largo de las últimas décadas, México ha experimentado cambios dramáticos, muchos de ellos originados internamente, en tanto que otros han sido producto de lo que ocurre fuera del país o, más correctamente, de los intentos del gobierno por ajustarse a un mundo exterior cambiante. Todo esto ha creado un ambiente de profunda incertidumbre para los mexicanos. La incertidumbre es uno de los productos casi inevitables que acompañan al cambio, en cualquier lugar en que éste ocurra; sin embargo, hay una profunda diferencia entre la incertidumbre que experimenta un mexicano y la que caracteriza a un europeo o a un norteamericano. Esa diferencia es reveladora de nuestros problemas más profundos y, en particular, del enorme reto que tiene el nuevo gobierno de Vicente Fox frente a sí.

La incertidumbre es cierta para todos los humanos en esta etapa del mundo, pero el tipo de incertidumbre que aqueja a los mexicanos (y, evidentemente a muchos otros) es distinta en naturaleza a la que aqueja a los habitantes de países democráticos y desarrollados. Para esas personas, lo que cambia son los parámetros dentro de los cuales tiene lugar la actividad humana, entendida ésta en el sentido más amplio del término. Si bien el tipo de trabajo que realizan o su forma de vida pueden cambiar de manera veloz (y en ocasiones virulenta), esas personas cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto. Ese marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes le confieren, a la certidumbre de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de que su sobrevivencia no está de por medio. Un europeo o un norteamericano sabe bien que el cambio que experimenta en su vida cotidiana en el trabajo, en sus relaciones familiares, en sus fuentes de ingresos y demás- es producto de la velocidad con que se transforma la economía mundial, de la revolución en las comunicaciones y de la disminución relativa del tamaño del mundo. Sin embargo, a pesar de la incertidumbre que todos esos factores introducen en su vida diaria, su marco de referencia es constante. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano. Para los mexicanos, los cambios en la vida cotidiana y en las fuentes de empleo han sido inmisericordes. Estos han ocurrido no solo de una manera con frecuencia estrepitosa y devastadora desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección a la familia- sino con total ausencia de un marco de referencia confiable. De hecho, la en lugar de un marco de referencia de estabilidad y tranquilidad, lo que ha caracterizado al país en esta época es precisamente lo opuesto: inseguridad pública, jurídica y patrimonial. Son estos los temas que el gobierno de Vicente Fox tiene que atender, pues de ellos, mucho más que prácticamente de cualquier otra cosa, depende el éxito de su gobierno y, en buena medida, el futuro del país.

George Bernad Shaw solía decir que el progreso depende siempre de las personas que no son razonables. Su argumento era que una persona razonable se adapta al mundo, en tanto que una persona que no es razonable siempre procurará que el mundo se adapte a ella. En México nos hemos acostumbrado a pensar como derechohabientes y no como ciudadanos responsables. En su afán por generar lealtades y grupos de apoyo, toda la estructura gubernamental fue construida precisamente para generar este tipo de dependencia respecto al PRI y al gobierno. El resultado es un mundo de demandantes que se comportan, en la lógica de Shaw, de la manera menos razonable posible. Por donde uno le busque, el país está plagado de estas circunstancias: los paros de burócratas y los plantones de sindicalistas; los zapatistas y los maestros paristas; los vividores del gasto público y los policías e inspectores que viven de la mordida; los políticos corruptos y los comerciantes que se roban el IVA; el conductor que se pasa el alto y la señora que no acata una ley porque no le parece justa. Todo mundo considera que el país le debe la vida y, por lo tanto, que los demás se ajusten. Un mundo de gente que no es razonable.

Ese es el México que hereda Fox. La pregunta es qué va a hacer al respecto. El nuevo presidente tiene dos opciones: por una parte, podría suponer que él representa el cambio y que, por lo tanto, las cosas comenzarán a ser diferentes en el curso del tiempo. La alternativa consistiría en reconocer que el país está saturado de vicios y que sólo será posible dar la vuelta en la medida en que éstos se enfrenten y comiencen a desaparecer. En las circunstancias actuales del país lo lógico, lo natural, es demandar beneficios, retar a la autoridad y esperar satisfacción a cada reclamo como si se tratara, al estilo del Rey Sol, Luis XIV, de un derecho divino.

La realidad es que los gobiernos priístas codicionaron a la población a actuar de esa manera. La vida pública nacional consiste en una maraña interminable de intereses que demandan satisfactores pero que, en el fondo, viven de explotar los extraordinarios poderes discrecionales con que cuenta el gobierno y la burocracia, de la indefinición permanente, en prácticamente todos los rubros y, en suma, de la maravilla priísta de las reglas no escritas. Estos medios, en un entorno de absoluta impunidad, no hacían más que generar demandantes y derechohabientes: los gobernantes concedían favores a cambio de lealtad. Así funcionó el sistema priísta y así pretenden todos esos grupos de interés, ahora ya sin la cachucha del PRI, que opere el sistema bajo el nuevo gobierno. De ahí el conflicto postelectoral en Tabasco, la demanda de un bono sexenal para la burocracia y, en general, todos los conflictos que tradicionalmente se han resuelto por medios extralegales. Cada acción, comentario y decisión que haga el nuevo presidente se va a juzgar a la luz de esta forma tradicional de operar.

Toda la latitud que le confieren a la burocracia y al gobierno en general flexibilidad, indefinición y poderes arbitrarios se traducen en oportunidades permanentes de corrupción, de ilegalidad y de favores particulares. Es ahí donde reside el verdadero problema que enfrentará el nuevo gobierno, como le ha ocurrido a virtualmente todas las administraciones no priístas a nivel estatal. En la medida en que existe un espacio propicio para la arbitrariedad (que, en nuestro caso, no es más que discrecionalidad sin rendición de cuentas), la autoridad tiene oportunidades inenarrables de influir en el resultado. Es así como se viciaron muchas privatizaciones, esa es la razón por la que hay tantas manifestaciones, esa es la causa de que tantos empresarios merodeen las oficinas de la burocracia. El hecho es que las autoridades tienen un campo excesivo de acción sin que existan mecanismos automáticos que impidan el abuso, como ocurre, en los países desarrollados, con la rendición de cuentas institucionalizada.

En las próximas semanas, el nuevo gobierno tendrá una oportunidad tras otra de manifestarse sobre una multiplicidad de temas y asuntos. Cada uno de éstos abrirá oportunidades de violar el orden legal, muchas veces por buenas razones. Una y otra vez, se tenderán trampas para que el gobierno negocie la ley o se muestre dispuesto a modificar las normas vigentes. Esto es algo que ocurre con facilidad tanto porque todo mundo está acostumbrado a que así opere el gobierno, como porque las normas están prácticamente diseñadas para que no haya alternativa. Este es el meollo del asunto. Si el presidente Fox quiere introducir un verdadero cambio en la manera de ser y funcionar del país, tiene que comenzar por no negociar las leyes y por no abrir oportunidades de actuar arbitrariamente. Esto que se dice fácil es extraordinariamente difícil de llevar a cabo en la práctica, pues todo el sistema legal está diseñado para hacer posible la arbitrariedad y el nuevo gobierno no puede (y no debería) dedicarse a cambiar todo el marco legal vigente.

El marco electoral federal muestra que sí es posible comenzar a introducir cambios en el comportamiento de los actores sociales. En la medida en que el gobierno federal se apegó a la ley y que no pretendió alterar los resultados, como ocurrió en sexenios anteriores, los partidos políticos dejaron de dedicarse a los conflictos postelectorales. Algo semejante se puede realizar en el conjunto de la actividad gubernamental. Si el gobierno se propone no negociar las leyes vigentes y no pretender decidir cada resultado desde las decisiones de la Comisión de Competencia hasta los ganadores de una privatización, pasando por beneficios fiscales y prebendas sindicales- el país va a salir ganando. Sostener ese nivel de disciplina va a ser extraordinariamente difícil, pero una vez logrado, la población se adecuará a las nuevas reglas del juego. Si eso lo logra la nueva adminsitración, el país habrá comenzad a cambiar de verdad.

 

Gobernar en la democracia

Luis Rubiio

La democracia ha sido un gran reclamo de la parte moderna de la sociedad mexicana, pero también ha sido una gran excusa. Amparados en la noción de que México ya era una democracia, los príístas cometieron tropelía y media. Bajo el concepto de que México no lo era, el PRD se especializó en atacar al PRI, al gobierno y al sistema, como si los mexicanos viviéramos en una dictadura o si el mundo se caracterizada por blancos y negros absolutos. El PAN, por su parte, se dedicó a cosechar alcaldías y gubernaturas al amparo de ese ambiente de indefinición que por dos décadas vivió la política mexicana ni democracia ni dictadura, ni apertura ni represión-, atacando cuando le convenía y cosechando cuando eso era oportuno. Ahora que la realidad súbitamente se hizo mucho más compleja para los tres principales partidos políticos, es tiempo de comenzar a prever la manera en que cada uno de estos actores, y sus respectivos representantes legislativos, actuará a partir del primero de diciembre.

Democracia o no, el sistema político mexicano se pasó muchos años sin ser capaz de resolver los problemas principales de la población o, más certeramente, sin lograr crear las condiciones propicias para que el país pudiera prosperar en forma sostenida. Por más que en las últimas dos décadas se avanzaron reformas fundamentales orientadas precisamente a hacer posible el crecimiento económico, y que efectivamente se han logrado tasas relativamente altas de crecimiento en los últimos años, la realidad es que todavía no existen las condiciones idóneas para que la sociedad en general prospere. Para eso faltan más reformas, aunque muchas de ellas de una naturaleza muy distinta a las que hasta este momento se han avanzado.

Ahora que claramente nos encaminamos por la senda de la democracia, la ciudadanía tiene el derecho de demandar y esperar del próximo régimen avances fundamentales en los tres rubros esenciales de la responsabilidad gubernamental: un estado de derecho, un gobierno limpio y transparente y la oportunidad de que cada persona y familia logre una forma decente de vivir. Estos derechos, elementales en cualquier democracia que se respete, nunca han existido para los ciudadanos mexicanos. El nuevo gobierno, que goza de una legitimidad inusitada, única en nuestra historia por su origen electoral y por el hecho de que no proviene de un partido desgastado por años de gobierno y, con frecuencia, desgobierno, tendrá la enorme responsabilidad de cambiar el rumbo de la realidad mexicana. Sus dos tareas medulares tendrán que ser las de restaurar la fe del público en el sistema político y acelerar el ritmo de las reformas económicas.

Se dice fácil, pero el desafío es enorme. Aunque las elecciones de julio pasado desataron inmensas expectativas y la esperanza de que las cosas en el país mejorarán con celeridad, no sobra recapitular, ahora que estamos crca del cambio de gobierno, sobre las causas de la desilusión y el desaliento que llevó a los mexicanos a optar por una alternativa al PRI. En cierta forma, el PRI perdió una elección presidencial en el momento aparentemente menos lógico para que eso ocurriera; a final de cuentas, en estos años la economía ha experimentado tasas de crecimiento sumamente elevadas en comparación con las alcanzadas a lo largo de los últimos veinte años. Muchos priístas razonablemente argumentaban que precisamente por el hecho de que la economía iba por buen camino, el triunfo era prácticamente seguro para ellos. La paradoja quizá resida en el hecho de que la población ya no toleraba la corrupción, el abuso y la arrogancia de los gobiernos priístas pero que, por años, el temor a cualquier cambio o a que las cosas acabaran peor, había llevado a los votantes a preservar al PRI en el poder; ahora que la situación económica parecía más estable -y, sin duda, que existió un candidato percibido como viable para encabezar una presidencia alternativa- la ciudadanía se armó de valor y votó por Vicente Fox. Este diagnóstico de lo ocurrido el dos de julio pasado puede ser válido o no, pero el tener un diagnóstico correcto es crucial para los priístas, pues de otra manera van a seguir yendo contra la ciudadanía que eventualmente podría permitirles retornar al poder.

La propensión natural, y muy generalizada en las filas de los partidos que hasta este momento han estado siempre en la oposición, ha sido la de culpar al PRI de todos los males del país, comenzando por la corrupción. Ahora que Fox encabezará el primer gobierno de un partido distinto al PRI, no hay razón alguna para pensar que la corrupción va a desaparecer. Tampoco hay la menor razón para suponer que el acceso a la justicia mejorará por el mero hecho de que se dé un cambio de gobierno. El punto es que el problema no residía en los antiguos funcionarios priístas o en el propio PRI, sino en el sistema político que se construyó a lo largo de las décadas y que, el guste o no a Fox, será el que él encabezará a partir del próximo primero de diciembre. En este sentido, la noción de restaurar la fe de la población en el sistema político constituye un reto de enormes dimensiones.

El sistema perdió toda su legitimidad porque no servía a los intereses y necesidades de la población. Todo en el sistema estaba orientado a preservar en el poder al PRI y no a servir a la población. Sólo así se explican los innumerables pactos implícitos que existían entre el gobierno y los monopolios, muchos sindicatos y toda clase de grupos de interés particular. De haber habido un gobierno preocupado por la población, el mexicano promedio gozaría hoy de un nivel de educación comparable al de los asiáticos (cuyas economías han crecido a tasas cercanas al 10% por años), el poder judicial estaría al servicio de la resolución de disputas y conflictos y la inseguridad pública sería una aberración. Sin embargo, nuestra realidad, la realidad que va a heredar el próximo presidente, es una de analfabetismo, ausencia, para todo fin práctico, de un poder judicial funcional, y de una lacerante inseguridad pública. Evidentemente, el gobierno de Vicente Fox no va a ser culpable de estas circunstancias, pero la realidad no va a mejorar por el hecho de que él provenga de otro partido o de la legitimidad indisputada de una elección democrática. Es decir, los problemas que ahora hereda Fox requieren soluciones urgentes pero evidentemente distintas a las que históricamente se intentaron y que, evidentemente, no rindieron fruto.

Algo semejante ocurre en el ámbito de la economía. A diferencia de la política, en este ámbito el país ha experimentado cambios sumamente profundos en las últimas décadas. No es casualidad que la economía esté creciendo a tasas relativamente elevadas, ni que las exportaciones se multipliquen de manera prodigiosa. Todo esto es producto de la privatización de un sinnúmero de empresas, de la apertura comercial, del TLC y del crecimiento de la productividad. Sin embargo, las reformas e iniciativas que permitieron todos estos cambios no siempre fueron acertadas ni todas exitosas. Antes teníamos monopolios públicos y hoy tenemos monopolios privados; antes teníamos muchas empresas en condiciones precarias, hoy tenemos muchas creciendo de manera espectacular, a la par con muchas que simplemente no han dado el ancho. Muchos de los problemas son sin duda atribuibles a circunstancias particulares, pero muchos son producto de reformas incompletas o mal concebidas. En este sentido, Fox no sólo no tiene opciones en cuanto a proseguir con la reforma de la economía, sino que tiene que introducir cambios cualitativos en la manea de reformar a fin de acabar con las prácticas monopólicas, liberalizar recursos humanos, materiales y financieros- y modificar los patrones educativos de raíz, para así abrirle posibilidades reales de desarrollo a toda la población. La reforma no es una opción, sino el comienzo renovado de una oportunidad.

Ninguno de estos conceptos es particularmente novedoso, pero la experiencia de repetidos gobiernos priístas es todos estos ámbitos es abismal. Las causas de esos resultados no residen en el hecho de que hayan sido priístas, en que hayan emprendido reformas a la economía o en la manera de administrar las finanzas públicas: esas son meras distracciones de priístas que se rehusan a comprender que, de no haberse iniciado las reformas en los años ochenta, el país habría acabado en un caos como el que ha caracterizado a más de un país en nuestro continente o en el este de Europa, lo que habría aniquilado al PRI. El problema de los priístas residió en que todas sus acciones estaban determinadas, en última instancia, por el objetivo de preservar el statu quo, es decir, el acceso a la corrupción.

Sobra decir que Fox llega al gobierno por el deseo generalizado de la población de acabar con esos criterios, pero el objetivo es mucho más fácil de definir que de modificarse. A final de cuentas, las reformas económicas de los últimos años se instrumentaron en buena medida gracias a la aplanadora legislativa del PRI que permitía que se aprobara virtualmente cualquier iniciativa de ley. Fox (afortunadamente) no gozará de esa ventaja, lo cual implica que sus opciones serán muy distintas y probablemente mucho más acotadas que en cualquier época previa. La ventaja de esto es que será posible comenzar a acabar con la arbitrariedad y la impunidad; pero la desventaja es que no hay certeza de que esto vaya a ocurrir. El sistema político de antaño no se puede desmantelar por la fuerza, sino por medio de negociaciones con un partido (el PRD) que no parece saber a dónde quiere ir, otro (el PRI) que pretende retornar a lo que nunca existió; y otro más (el PAN) que se siente profundamente incómodo con ser gobierno y con un presidente emanado de su partido. Valientes socios para la transición.

Por todo esto, el reto de gobernar en el entorno de una democracia inmadura e incipiente va a ser mayúsculo. La clave reside que Fox no pierda de vista la esencia de su responsabilidad y de que tenga la habilidad de convencer a los diversos contingentes legislativos de la necesidad imperiosa de restaurar la fe de la población en el (nuevo) sistema político y de avanzar con celeridad en el camino de la reforma económica. Todo el resto son distracciones.

 

Saldos de un sexenio

Luis Rubio

Un objetivo dominó al gobierno de Ernesto Zedillo desde la tercera semana de su mandato: evitar una crisis al final de su sexenio. Dada nuestra historia reciente, ese objetivo no era pequeño ni irrelevante, pero distaba mucho de satisfacer el deseo de desarrollo que la sociedad mexicana ha albergado desde principios del siglo. El hilo conductor del sexenio que ahora termina acabó siendo el de evitar una crisis, lo que llevó a que el ejecutivo federal emprendiera una actitud peculiar por dicotómica: por una parte todos los recursos de que disponía -desde la persuasión hasta la arbitrariedad- se emplearon para cuidar las variables fiscales y monetarias, a fin de lograr su objetivo central. Por la otra, el gobierno dejó que el país evolucionara como pudiera: sin agenda, sin liderazgo y sin sentido de dirección. Los resultados están a la vista: la economía logró librar la maldición del fin de sexenio y el proceso de cambio de partidos en el gobierno ha avanzado excepcionalmente bien. Lo que queda por determinar es cuáles serán los costos de todo lo que se dejó de hacer.

El primer mes de la administración fue sintomático de lo que seguiría. En particular, tres circunstancias marcarían el tono de la administración a partir de ese momento: unas cuantas iniciativas de mucho peso pero sin seguimiento; el dejar que las cosas pasaran por sí mismas, independientemente del resultado; y una obsesión por la maldición sexenal. El gobierno inició su mandato con gran ímpetu. No pasaron más que unos días antes de que enviara al congreso una ambiciosa e importante iniciativa para modificar de raíz la integración y funcionamiento de la Suprema Corte de Justicia. El presidente presentó la iniciativa y se abocó a otros menesteres. El hecho de que la aprobara el poder legislativo acabó dependiendo del aparato a su mando, pero sin su participación. Aunque limitada en su visión (posteriormente sufriría cambios que ampliaron sensiblemente su espectro y trascendencia), esa iniciativa de ley habría de introducir un nuevo baluarte institucional en el sistema político mexicano; la nueva Corte que de ahí emergió se ha convertido en un poder autónomo, dispuesto a cumplir su función constitucional a cabalidad, incluyendo la de ser un contrapeso efectivo en el sistema tripartita de gobierno que nos caracteriza. Ahí nació el primer gran aporte de la administración zedillista al país.

Pero a ese excepcional inicio seguiría la devaluación, la incapacidad para articular una estrategia aceptable para nuestros acreedores, el recurso a mecanismos burocráticos (en este caso internacionales) para enfrentar la crisis y la obsesión por concluir el sexenio sin otro colapso económico. Ahí nació la perdición del Fobaproa, quizá el más costoso error de una administración que, sin ser responsable de la problemática bancaria misma, magnificó su costo por la asombrosa incompetencia con que la manejó. Así como la autonomía de la Suprema Corte de Justicia le abriría oportunidades excepcionales de desarrollo al país en el largo plazo, el manejo del Fobaproa se las canceló para los años posteriores. Quizá más importante, con la crisis y el Fobaproa el presidente perdió la iniciativa y nunca tuvo el menor interés por recuperarla (con excepción del equilibrio macroeconómico). Lo importante no era convencer a la población de la bondad de sus objetivos, sino confiar en que la historia le daría la razón.

El tenor se había establecido y nunca se modificó. Pasados los días más álgidos y difíciles de la crisis, el gobierno nunca más retomó el ímpetu inicial. Por supuesto que se presentaron muchas otras iniciativas, algunas mejores que otras, pero el espíritu reformador había sido reemplazado por un dejar hacer. Con todo, aun en ese contexto, hubo momentos de enorme trascendencia. De particular importancia fue la negociación de la reforma electoral que llevaría a consolidar dos de las más valiosas instituciones con que hoy cuenta la política mexicana: el IFE y el Tribunal Electoral. Igualmente significativa fue la política de crear una amplia red de tratados comerciales que le representan al país una enorme oportunidad de desarrollo en el largo plazo; aunque modesto en sus dimensiones, el programa de lucha contra la pobreza, el Progresa, representa un importante rompimiento con el mundo de corrupción y nula efectividad de programas en el pasado. En todos estos temas, el gobierno saliente tiene mucho de que estar orgulloso.

Luego vendrían las elecciones federales de 1997 que, contra toda lógica, tomaron al gobierno por sorpresa. Pasaron meses sin que el gobierno reconociera a cabalidad esos resultados; su primera reacción fue la de negar la realidad al intentar imponerse a través de una mayoría inexistente y pretender utilizar los mapas del pasado para navegar en nuevos mares. La política avanzaba en una nueva dirección con un congreso en el que los partidos de oposición tenían mayoría y un gobernador del PRD tomaba las riendas del Distrito Federal. Nada de ello sirvió para inmutar al gobierno federal. No había agenda política: lo fundamental era sobrevivir.

El sexenio transcurrió de bache en bache. Caracterizada por acciones y decisiones inconexas, la administración lanzó diversas iniciativas por demás serias y sensatas -petroquímica, electricidad, el paquete financiero- pero todas ellas sin que mediara una estrategia, una secuencia lógica y, todavía más grave, sin un reconocimiento de los errores que se apilaban. En lugar de que existiera un hilo conductor, un proyecto común, la administración se caracterizó por su ausencia. De particular importancia fue la carencia absoluta de una estrategia de comunicación, de una mínima capacidad de explicar sus proyectos o del deseo de convencer a la ciudadanía de los objetivos que se perseguían. Es verdaderamente impactante el número de iniciativas fallidas, los proyectos de ley que nunca se materializaron y los resultados a medias que se consiguieron. El nacimiento del IPAB fue traumático, nada se avanzó en petroquímica o energía y es amplio el rechazo político al que quizá sea el mejor programa de todo el sexenio, el Progresa.

La administración se abocó a sus prioridades sin que importara el resto del mundo. El mérito de esta política se puede observar claramente en la creación y desarrollo de las afores y, por lo tanto, del ahorro; en la tasa de crecimiento económico que se alcanzó en este último año y en la creencia generalizada entre la población de que no habrá una crisis económica al final del sexenio. Ninguno de estos logros es menor, pero tampoco representa un rompimiento dramático con las carencias que aquejan al país. La ilegalidad sigue intacta al igual que la ausencia de acceso expedito a la justicia, la arbitrariedad burocrática y la inseguridad pública. Si lo fundamental de la función gubernamental, lo más básico de su responsabilidad y de su razón de ser, es generar un entorno de seguridad y legalidad para los ciudadanos, los logros alcanzados acaban siendo claramente insuficientes. Además, a pesar del enorme esfuerzo de contención del gasto público, y de su profesionalización, es evidente la ausencia de un consenso político en torno a la bondad de esa política, lo que podría acabar haciendo efímera tan encomiable gestión.

Al llegar al fin del sexenio, la política mexicana ha experimentado una profunda sacudida. No cabe la menor duda de que el presidente Zedillo puede reclamar mucho del mérito que conlleva un proceso electoral razonablemente equitativo. Su política de dejar hacer surtió efectos muy distintos a los que hubieran podido anticiparse al inicio del régimen. El triunfo de Vicente Fox le abre una fuente de oxígeno al país que buena falta le hacía, a la vez que crea oportunidades de desarrollo político, económico y social que eran impensables bajo los gobiernos emanados del PRI. Lo que no es obvio es que todos los hilos sueltos que nadie atendió vayan a mantenerse incólumes. La indefinida y cambiante relación entre el presidente Zedillo y el PRI acabó impidiendo que ese partido se reformara, lo que deja un cúmulo de riesgos (sobre todo de violencia intra-priísta) que debían haberse anticipado; el pésimo manejo de las deudas bancarias que se vieron afectadas por la devaluación de 1994 creó una cultura del no pago que va a hacer muy difícil el crecimiento del crédito; la obstinación por proteger monopolios y, a la vez, enarbolar un discurso liberal no han hecho más que dañar a la economía y desacreditar los conceptos y las políticas que le acompañan; la renuencia a hacer cumplir la ley abrió la caja de Pandora y la impunidad imperante constituye una base muy endeble para el desarrollo de largo plazo del país. El presidente renunció a la oportunidad de construir un andamiaje institucional que garantizara un resultado pacífico y estable en el ámbito político. Dejó que las cosas tomaran su curso, evitando las concertacesiones de antaño: buenas intenciones, pero sin amarres. Con todo, le salió bien la apuesta, pero pudo haberle ocurrido como a otro presidente apostador, su predecesor en 1982 que, en el último round, perdió el buque y por poco acaba hasta con los pasajeros. Al final, el gobierno puede decir que llegó al último día, pero está lejos de haberle dado la vuelta al país y mucho menos de haber avanzado en su compromiso de campaña de bienestar para la familia. Los mexicanos tendrán que esperar otro tipo de gobierno para eso.

Sintomático de esta peculiar manera de dejar hacer y de confiar a la buena de Dios es el hecho de que, literalmente en los últimos días de su mandato, el gobierno comenzó a lanzar nuevas iniciativas (la mayoría deseables), ahora en materia de comunicaciones, telefonía y aviación, sin la menor preocupación de dejar las cosas debidamente amarradas y resueltas. Al mismo tiempo, comenzó a enfrentar los productos de tanto cabo suelto que quedó pendiente, como el bono que demanda la burocracia. Si las cosas salen bien que bueno; si no, ni modo. El tiempo dirá si esta estrategia sirvió a las necesidades e intereses del país. Lo que es claro es que, pudiendo haber hecho uso de los viejos mecanismos del sistema, no lo hizo; y el haber decidido no emplearlos, con plena conciencia y determinación, constituyen hitos sin precedente en nuestra historia y representan un mérito personal extraordinario. Pero, por ahora, tanto el gobierno como la población en general tendrán que lidiar con las consecuencias de lo que no se hizo y con la falta de arreglos institucionales que seguramente harán difícil la tarea de la próxima administración, sobre todo en relación los problemas que enfrentará el PRI para controlar a sus huestes y evitar que la violencia lo acabe consumiendo. A pesar del resultado electoral de julio pasado, la administración saliente dejó a medias los mecanismos para que el proceso de cambio político tuviera la certeza de ser exitoso. Su ausencia deja al país, y el prestigio del gobierno saliente, totalmente sujetos al azar.

 

El gran reto

Luis Rubio

Los avances que el país ha venido registrando a lo largo de los últimos quince años en materia económica, política y comercial, prácticamente garantizan que contará con ingentes oportunidades de crear empleos y riqueza en el curso de la próxima década. Lo que no es igualmente evidente es que los mexicanos vayamos a estar preparados para convertir esa oportunidad, esa posibilidad, en una realidad que transforme al país de una vez por todas. Nuestro reto va a consistir, esencialmente, en crear las condiciones para aprovechar una enorme constelación de oportunidades que comienzan a presentarse. Pero hoy no parece existir en el país ni el consenso necesario para aprovechar las oportunidades, ni la claridad de visión en el gobierno para hacerlas efectivas.

Los cambios que ha experimentado el país en estos últimos años son enormes. Si uno ve para atrás, la transformación que se ha experimentado es extraordinaria, aunque claramente inconclusa. El país ha dejado tener los rasgos provincianos característicos de una economía dedicada a un mercado interno limitado y relativamente pobre; hoy, la mayor parte de la producción es altamente competitiva, las exportaciones crecen como la espuma y la calidad de los bienes que el consumidor tiene a su disposición es tan alta como la de casi cualquier otro país del mundo. Ciertamente, uno de los más grandes rezagos reside en la modesta recuperación del mercado interno que tiene su origen en la incipiente casi inexistente- vinculación de la actividad exportadora con el resto de la economía y la población; a que muchos empresarios han sido incapaces de transformar su manera de producir y a que, en general, todavía no existen condiciones propicias para que prosperen nuevas empresas, por la ausencia de crédito, de seguridad jurídica y de certidumbre. Aunque hay algunos indicios de mejoría en estos rubros, es evidente que el trecho por recorrer todavía es muy grande. Sin embargo, no cabe la menor duda de que, a pesar de los estragos iniciales y de las crisis de estos años, las políticas adoptadas a partir de mediados de los ochenta comienzan a rendir frutos: la apertura a las importaciones ha transformado la dinámica del mercado interno, la privatización de empresas gubernamentales ha abierto horizontes hasta hace poco inconcebibles, el TLC ha generado una enorme ventana a las exportaciones y la estabilidad macroeconómica ha propiciado elevadas tasas de crecimiento de la actividad productiva y del empleo, al grado en que hay vastas regiones del país que hoy experimentan los problemas derivados de la aguda escasez de mano de obra calificada.

Algo semejante se puede decir de los cambios políticos por los que el país ha atravesado. Aunque en materia política no hubo la misma amplitud de visión que en la economía, en este ámbito el país también se ha transformado. La evidencia más palpable de lo anterior reside en el hecho de que el próximo presidente proviene de un partido distinto al PRI, una revolución en sí misma, pero la transformación política tiene otras dimensiones no menos importantes. Al día de hoy, prácticamente todos los estados del país gozan de una amplia presencia de partidos de oposición en sus legislaturas; con excepción del estado de Puebla, por ejemplo, ningún partido goza de la posibilidad de llevar a cabo cambios constitucionales a nivel estatal sin la concurrencia de diputados de partidos distintos. El número de gubernaturas en manos de partidos distintos al PRI ha crecido de manera constante y la alternancia se convierte, poco a poco, en un factor normal de la vida política a nivel municipal. No menos importante, el país hoy cuenta con una Suprema Corte de Justicia independiente, profesional y deseosa de cumplir con su función constitucional. En todos y cada uno de estos ámbitos, los avances son enormes. También, por supuesto, son grandes las deficiencias. El poder judicial en su conjunto es sumamente débil y corrupto, la capacidad de un ciudadano común y corriente de resolver disputas judiciales, por más simples que éstas sean, es todavía imposible y la noción de una justicia pronta y expedita es simplemente inexistente. De la misma manera, la ciudadanía todavía no tiene mecanismos efectivos a su disposición para hacer que los funcionarios públicos rindan cuentas de sus actividades y el problema de la inseguridad pública no tiene ni el menor viso de solución.

Un tercer ámbito en el que la transformación ha sido enorme es el del comercio internacional. En este rubro, el país se ha convertido en un pionero a nivel internacional a través de la enorme red de acuerdos comerciales que se ha estructurado, para el beneficio de largo plazo de los productores nacionales y, evidentemente, para sus empleados y proveedores. Apalancándose en el hecho de que contamos con un acceso privilegiado y garantizado al mercado más rico del mundo, el gobierno se ha abocado a desarrollar una red de pactos similares con un gran número de naciones latinoamericanas y con la Unión Europea. También contempla ampliar esa red hacia diversos países asiáticos. El hecho es que México se está convirtiendo en una nación sumamente atractiva para productores e inversionistas de todo el mundo. Todos ellos ven a México como una plataforma desde la cual producir y vender tanto al mercado mexicano como al de todos esos países con los que México tiene acceso privilegiado, a través de los acuerdos de liberalización comercial.

Por donde uno le busque y a pesar de todos los problemas, rezagos y dificultades que aún existen, la economía mexicana cuenta hoy con extraordinarias posibilidades de desarrollo en los próximos años. Desde la perspectiva de un inversionista extranjero, el país cuenta con reglas del juego claras y transparentes que garantizan su seguridad jurídica, el mercado interno potencial es enorme, la disponibilidad de mano de obra es igualmente generosa y los recursos con que cuenta el país son suficientes para décadas de desarrollo. Muy pocos países cuentan con una oportunidad tan grande para transformarse, enriquecerse y salir adelante como la tiene México en la actualidad.

Pero, a pesar de las oportunidades, los obstáculos que tenemos frente a nosotros no son menos formidables. Muchos de esos obstáculos son producto de nuestra compleja realidad, algunos otros son estrictamente auto impuestos y otros más son resultado de la falta de visión que ha caracterizado a muchos de los gobiernos de los últimos años. Cualquiera que sea su origen, los problemas están en todas partes: en la falta de seguridad jurídica para los empresarios mexicanos (de la que, paradójicamente, gracias al TLC están exentos los inversionistas del exterior), en la inseguridad pública, en la pésima calidad de la infraestructura y de la educación, en la complejidad burocrática que implica la creación de nuevas empresas y fuentes de empleo, en la inflexibilidad de la ley laboral, en la ausencia de inversión en el sector energético, en la persistencia de empresas y prácticas monopólicas en sectores que van de el petróleo y la petroquímica hasta las comunicaciones, en la permanente propensión del gobierno a cambiar las reglas del juego en el último instante. Quizá sea una maldición, pero nuestras oportunidades siempre vienen acompañadas de obstáculos que impiden que los aprovechemos a cabalidad.

De esta manera, nuestra situación actual es muy simple: por una parte, tenemos frente a nosotros la oportunidad histórica de transformar al país, de crear todas las fuentes de empleo que la población demanda, de elevar el ingreso de las familias mexicanas de una manera constante por un periodo largo y, como consecuencia de lo anterior, de acercarnos al ideal de desarrollo que por décadas el país ha anhelado. Por otro lado, tenemos un sistema educativo que no permite romper con el círculo vicioso de la pobreza que afecta a una porción enorme de la población; un sistema judicial que no genera certezas jurídicas; un sistema de representación que no es fiel a los intereses y demandas de la ciudadanía sino a diversos intereses políticos, con frecuencia obscuros; una incapacidad para aceptar soluciones distintas a las ideológicamente convenientes; y, en general, un mundo de mitos que hace sumamente difícil convertir una oportunidad en una realidad.

El gran reto para el próximo gobierno va a ser el de avanzar hacia la transformación de estos límites auto impuestos. En lugar de ver para atrás, los mexicanos necesitamos ver hacia delante; y en lugar de ver hacia adentro y hacia lo que se ha hecho antes, debemos ver hacia afuera y probar nuevas posibilidades. Mucho de lo anterior tiene que ver más con liderazgo y con actitud que con cualquier otra cosa, pero mucho también tiene que ver con una transformación de las estructuras sociales, institucionales y políticas que rigen la toma de decisiones. A nadie debe caber la menor duda de que es imperativo actuar en frentes como el de la infraestructura (desde electricidad hasta telecomunicaciones), o el de la educación (donde es necesario transformar al propio magisterio) para sentar las bases de una economía competitiva y accesible a toda la población. En la medida en que se resuelvan estos dos entuertos, la productividad crecerá y, con ello, las oportundidades de elevar de manera sensible el ingreso de la población. Pero, evidentemente, nada de esto ocurrirá por arte de magia ni como resultado de buenas intenciones.

La función del gobierno es hacer posible el desarrollo. Hoy en día, en vísperas de que se inaugure una nueva etapa de la vida política nacional, lo imperativo es convertir el cambio de gobierno en una oportunidad para el desarrollo de largo plazo del país. Lo que existe a la fecha es sumamente bueno como base, como cimientos para esa transformación; al mismo tiempo, las circunstancias internacionales parecen estar convergiendo para hacer promisoria la consolidación de esa oportunidad, todo lo cual arroja una enorme responsabilidad sobre el nuevo gobierno. Hasta ahora, todos los gobiernos se quejaban de la ausencia de oportunidades; esta vez las oportunidades sobran. Lo que urge es crear las condiciones internas en los ámbitos político, de justicia, de infraestructura, de educación y de seguridad- para que sea posible aprovechar la oportunidad. En unos cuantos años, habrá otros países que hayan podido replicar el conjunto de condiciones que hoy nos caracterizan; de no actuar ahora, habremos dejado pasar una oportunidad más, quizá la gran (¿y última?) oportunidad.

 

Todo para obstaculizar

Luis Rubio

Todo en la estructura regulatoria del gobierno federal parece diseñado para hacer imposible la labor gubernamental. Esta aparente paradoja es una realidad tangible tanto para los funcionarios que son honestos y profesionales como para quienes aprovechan sus cargos públicos para robar. Con el objeto de atacar la corrupción, diversas administraciones a lo largo de los últimos veinte años han promovido diversas iniciativas de ley orientadas todas ellas a regular y reglamentar las facultades, atribuciones y procedimientos a seguirse en la administración pública. La historia muestra que todos esos intentos han resultado fallidos en su objetivo formal: la corrupción no ha cesado en todos estos años. Pero la mayor de las ironías es que, en el camino, el engrudo legal que se fue creando acabó por impedir el funcionamiento eficiente del gobierno. Lo que tenemos hoy es una administración pública temerosa de actuar, pero con los mismos niveles de corrupción que existía antes de comenzar. Es evidente que el problema de la corrupción no se va a resolver amarrándole las manos a los funcionarios públicos.

Muchos empresarios se quejan, generalmente con razón, de los excesos de regulaciones, de la permisología oficial y de los obstáculos que existen para el buen funcionamiento de su actividad empresarial. Ninguno de los quejosos jamás ha oteado la complejidad que existe del otro lado de la barrera: todas las regulaciones juntas que afectan al sector privado son juego de niños en comparación con los obstáculos que impiden el funcionamiento de la administración pública. Los empresarios enfrentan barreras sobre todo para la creación de una empresa pero, una vez rebasado ese umbral, sus dificultades tienden a reducirse a la complejidad de las obligaciones fiscales o a la excesiva discrecionalidad (que invariablemente lleva a la arbitrariedad) del inspector que se con frecuencia vive de extorsionar. La vida del funcionario público es, en cambio, una atribulada por una serie de requisitos, muchos de ellos infranqueables, que no reducen la corrupción, pero que sí impiden el funcionamiento de la administración. Todo en el gobierno está diseñado para que sea difícil funcionar.

Además de las múltiples leyes y reglamentos que dan forma al cuerpo jurídico que enmarca la actividad gubernamental, hay tres leyes que son particularmente onerosas para los funcionarios del sector público: la Ley de Responsabilidades de los Funcionarios Públicos, la Ley de Entidades Paraestatales y la Ley de Adquisiciones. Estos tres instrumentos de control fueron diseñados para asegurar que las decisiones de los funcionarios públicos se inscribieran en un marco normativo que hiciera sumamente difícil la corrupción. La historia de estos años muestra que lo que han logrado es obstaculizar las decisiones de funcionarios honestos, mientras que los corruptos han encontrado nuevos caminos para seguir medrando del erario federal. Algunos ejemplos son particularmente reveladores.

La Ley Federal de Responsabilidades de los Funcionarios Públicos aplica a todos los funcionarios del gobierno Federal. Aunque lógica en concepto, su principal característica es que la Contraloría de la Federación (la SECODAM), entidad responsable de hacer cumplir esta ley, presume que hay dolo en todas las decisiones que se toman dentro de la administración pública. Es decir, la entidad no siempre ha funcionado como contralora interna del gobierno, sino que con frecuencia persigue propósitos de control político, razón por la cual parte del supuesto de que todos los funcionarios públicos son corruptos. Esto conduce a que su aplicación sea binaria: da lo mismo si se trata de una violación minúscula a una norma sujeta a interpretación que un fraude multimillonario; desde la perspectiva de la Contraloría, ambas se persiguen y castigan por igual. Por su parte, las normas son tan obtusas que es infinita la posibilidad de violarlas. Cualquier actividad gubernamental que incluya decisiones en materia de obra pública, construcción, compras o ventas, está regulada de forma tal que hasta el funcionario más decente y respetuoso de la ley puede acabar violando la normatividad. El resultado es que, en lugar de actuar, muchos funcionarios prefieren quedarse sin hacer nada; esto es, nadar de muertitos para no correr el menor riesgo. Otros, igualmente honestos, se arriesgan a violar alguna de las múltiples normas que, además, son frecuentemente contradictorias- para poder cumplir con su deber. El resultado es un gobierno igualmente corrupto, pero saturado de funcionarios honestos que viven temerosos de su futuro: el mundo del PRI, donde todo mundo puede ser objeto de persecución, cuando así le convenía al sistema.

La Ley Federal de las Entidades Paraestatales reglamenta el funcionamiento de las empresas propiedad del gobierno imponiendo una estructura normativa que es incongruente con la actividad empresarial que deberían desempeñar. La rigidez normativa es tal que fomenta el burocratismo, desalienta el buen desempeño de los funcionarios y crea un entorno viciado en el que lo importante no es el bien de la empresa, sino el de las personas (o mafias internas) en lo individual. Esta ley impone topes salariales que quizá son congruentes con la administración pública federal, pero que están totalmente desfasados de sus pares en el sector privado. Esto es, un funcionario de una empresa paraestatal percibe un sueldo significativamente menor a la de su contraparte en el sector privado. Esto genera distorsiones de dos tipos: muchos individuos que podrían ser funcionarios ejemplares en esas entidades optan por el sector privado, con frecuencia dejando a los incompetentes en las empresas públicas. Pero la mayor de las distorsiones reside en que la rigidez salarial que existe en el sector público paraestatal conlleva a que muchos funcionarios vean a la corrupción como un complemento legítimo a su apostolado.

La Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público somete a concurso virtualmente todas las compras del sector público. El concepto es absolutamente lógico y legítimo, pero su instrumentación es absolutamente viciada. Nada impide que una misma empresa, utilizando una docena de razones sociales, se presente a concursar. Además, de acuerdo a la normatividad, la supuesta eficiencia y transparencia que presupone un esquema de concursos se pueden reducir en forma discrecional por medio de las llamadas evaluaciones técnicas que igual pueden dejar a todos los concursantes adentro, que excluir a quienes no hacen la aportación respectiva.

El punto es que todas las regulaciones existentes presumen de entrada la culpabilidad de los funcionarios, pero no hacen nada por parar la corrupción que es endémica a la actividad pública. Las decisiones de la Contraloría no son públicas, las penas son discrecionales y con frecuencia sin vinculación alguna con el tamaño del supuesto delito; en suma todo el entorno es absolutamente arbitrario. No es infrecuente la decisión politizada en la cual igual se persigue a un enemigo político con todo el peso de la ley, que se perdona a otros, independientemente de la culpabilidad o naturaleza del delito. Lo peor de todo es que ninguno de estos mecanismos sirve para frenar la corrupción, aunque sí han cambiado su dinámica. Antes, la corrupción en el sector público era burda, abierta y evidente: desde el comercio con propiedades aprovechando información privilegiada hasta la adquisición de bienes inexistentes, pasando por la sobrefacturación y las comisiones por compras y ventas. Hoy en día los negocios quizá sean más sofisticados, pero el resultado es exactamente el mismo. En un caso particular, que ilustra el cambio en la dinámica del fenómeno, el director de una entidad gubernamental solía cobrar una comisión por cada adquisición que realizaba la empresa; a partir de que dio inicio la aplicación de estas normas, el funcionario comenzó a exigir que sus clientes le compraran un estudio (por supuesto inexistente) al despacho de un amigo suyo. El mecanismo hacía impecable el esquema porque limpiaba e institucionalizaba la corrupción.

Es evidente que el gobierno requiere de un marco normativo que fuerce a los funcionarios públicos a comportarse de una manera honesta. Sin embargo, la manera de lograrlo no es amarrándoles las manos e impidiendo su actividad, sino cambiando la lógica de sus incentivos. Hasta ahora, ha prevalecido una lógica de control: el objetivo gubernamental ha consistido esencialmente en someter a los funcionarios a un régimen de control político donde lo que importa es la facultad discrecional del presidente para castigar, perdonar o premiar a los individuos no por el eficaz cumplimiento de sus obligaciones como funcionarios, sino por su lealtad a la persona del presidente (o, en su caso, del secretario o de quien corresponda en la jerarquía burocrática). Es decir, la lógica de la Contraloría de la Federación y de todo el régimen normativo ha sido consistente con el régimen priísta donde lo importante no es el desempeño del gobierno, de la economía o del país, sino el control de todo. Es evidente que hay que cambiar esa lógica.

La única manera de frenar la corrupción en el sector público es abriendo la información del desempeño gubernamental al escrutinio de la población. En la medida en que todas las decisiones del sector público sean efectivamente públicas, los funcionarios gubernamentales tendrán el incentivo de procurar atender más a la población que a las lealtades políticas de antaño, a la vez que quedan sujetos al escrutinio de los medios en general. Un nuevo marco normativo debería partir del principio de que lo crucial no es controlar cada acción o decisión de los funcionarios pues ello no pararía la corrupción, pero sí obstaculizaría el trabajo legítimo del gobierno-, sino asegurar que el desempeño de los funcionarios sea impecable en el conjunto de su actividad. La publicación de las cuentas gubernamentales, con el detalle necesario para que éstas sean comprensibles por toda la población, sería un buen comienzo. Para ello existen normas internacionales que podrían servir de guía, por lo que no hay razón para inventar ninguna nueva definición que pudiese ser igualmente trastocada para facilitar la corrupción. Este es uno de los ámbitos en los que un cambio de racionalidad y de incentivos podría traer consigo una transformación dramática en el desempeño tanto del gobierno como de la economía en su conjunto; también un cambio fundamental en la relación gobierno-sociedad.