Los incentivos y estructuras institucionales del viejo sistema político no cuadran con la nueva realidad del país o con las expectativas de la población. La pregunta es si es posible transformar el sistema, abrir nuevos cauces de participación y favorecer el desarrollo de una verdadera ciudadanía, todo ello en el contexto de una economía fuerte y pujante. Corea y España lo lograron en las últimas dos décadas. Por qué no habríamos de lograrlo nosotros.
Las nuevas realidades, económicas y políticas, son muy claras. La economía del país se ha transformado, pero no todos los mexicanos se encuentran incorporados a la parte moderna de esa economía, circunstancia que les impide beneficiarse del boom exportador de los últimos años y del que sin duda vendrá nuevamente en el futuro mediato. Por su parte, la realidad política del país dista mucho de ser la que añoran los priístas o el paraíso democrático por el que juran quienes apoyaron la elección del hoy presidente Fox. La verdad es que el país se encuentra frente a una difícil tesitura, tanto en lo económico como en lo político, que tiene que superar si ha de alcanzar el objetivo de elevar el nivel de vida del mexicano promedio. Ni la política económica ni la democracia tienen sentido si no se reflejan en el nivel de vida de la población. Ese es, en esencia, el desafío que enfrenta el primer gobierno emanado de un partido distinto al PRI.
Hay dos maneras de operar en un sistema político. Una es obedeciendo lo que dice el jefe, por conveniencia o por coerción, y la otra es ciñéndose a un conjunto de leyes y reglamentos que establecen las normas de comportamiento de todos y cada uno de los actores políticos, funcionarios públicos y autoridades gubernamentales. El sistema priísta era, en este sentido, muy sencillo: toda la estructura reflejaba una pirámide, en que cada nivel, seguía las pautas establecidas por los de arriba. Los de arriba, en cada nivel establecían los criterios, objetivos y lineamientos a los que tenían que ceñirse los de abajo. Cada nivel operaba de esta forma. En la práctica, el responsable de la política nacional, normalmente el Secretario de Gobernación, definía las reglas del juego y convocaba a los gobernadores para que las instrumentaran en forma cabal. A su vez, los gobernadores empleaban cualquier recurso a su alcance para hacer valer las reglas que les imponía su jefe político y de esta manera se hacía cumplir el orden establecido y se alcanzaba la estabilidad. Se cerraba un círculo perfecto: nadie retaba la autoridad presidencial, lo que hacía que el control político se mantuviera incólume y que la estabilidad fuera una resultante natural de la interacción cotidiana.
Nuestra realidad política actual nada tiene que ver con aquella era que ahora parece fantasiosa. Aunque sin duda sigue habiendo un grupo de gobernadores que jamás dudaría en ceñirse a la autoridad presidencial, muchos otros ni siquiera le contestan el teléfono y, eventualmente, ninguno lo considerará materia de preocupación o atención. En esta nueva realidad, la vieja estructura de control simplemente no existe. La vieja lógica no puede explicar lo profundo del cambio que ha ocurrido en el país. Lo paradójico, sin embargo, es que ese cambio tiene que acelerarse y profundizarse para conformar una nueva manera de proceder en lo político, pues la de antes evidentemente ya no opera.
Lo que hoy vemos es el final de un sistema que ya no funciona. El gobierno federal no cuenta con un partido político fundamentado en lealtades inconfesables y frente al cual puede exigir y hacer valer un conjunto de reglas del juego no escritas como antaño. Al mismo tiempo, los gobernadores y alcaldes de las principales ciudades del país ya no necesariamente provienen del mismo partido que el presidente, por lo que ni siquiera existen relaciones informales que pudiesen hacerse valer para hacer funcionar el sistema político o para resolver crisis cuando éstas se presentan. Las viejas instituciones –desde los partidos hasta el poder legislativo, pasando por el ejecutivo y los tribunales- están totalmente desalineados. Nos urge encontrar una nueva manera de interactuar, una nueva lógica para la interacción política y, por lo tanto, para la preservación de la estabilidad.
En la actualidad, el poder legislativo no tiene el menor incentivo para colaborar con el ejecutivo o para responderle a la ciudadanía. Aunque en teoría responsable ante los votantes, la realidad es que ni unos ni los otros perciben mayor vinculación. Los diputados y senadores, aunque en lo general se apegan a los lineamientos que establecen sus líderes partidistas, realmente no le responden a nadie, excepto a su conciencia, si es que tienen una. La aparente libertad de que gozan los legisladores acaba siendo un motivo natural de extorsión por parte de intereses creados que se benefician de la ausencia de representación, así como de las ideologías de antaño que no tienen ni la menor relevancia en la realidad cotidiana, aun cuando éstas, como la creencia en los déficit fiscales como una fuente de crecimiento económico, pueden causar un enorme daño a la economía popular. Los miembros del congreso tienen que llegar a la conclusión de que su “chamba” depende de que tan bien logren representar a la población de su localidad y de su capacidad para hacer posible el éxito de la labor gubernamental. Es decir, es imperativo que existan incentivos para que los legisladores y el ejecutivo compartan el objetivo de la gobernabilidad como natural a su actividad. No cabe la menor duda que el primer gran cambio político que el país tiene que adoptar es el de la reelección a nivel legislativo, pues sin ello no existirá ni la menor urgencia por parte de nuestros supuestos representantes para rendir cuentas o para responder ante el electorado.
Pero la falta de alineamiento trasciende el problema de la reelección. Ahora que la vieja lógica del sistema ha dejado de funcionar, el país tiene que comenzar a adoptar un sistema de reglas que le permita a todos los actores saber a qué atenerse. Si bien en el pasado esas reglas eran implícitas (o “no escritas”), la nueva realidad ya no permite que ese esquema funcione. El gobierno federal no tiene instrumentos para funcionar bajo la vieja lógica. Su única opción es cambiar la lógica del funcionamiento gubernamental de una manera radical y definitiva. La pregunta es por dónde comenzar.
El nuevo paradigma de la política mexicana tiene que partir de tres nuevas realidades: a) el gobierno federal ya no puede hacer valer la lógica del control y la disciplina (por el contrario, tiene que hacer todo lo posible para erradicarla); b) los gobiernos locales y estatales sólo pueden funcionar y sobrevivir en la medida en que respondan a sus propias bases políticas, lo que por fuerza tiene que incluir un cambio radical en la estructura de recaudación fiscal en el país, privilegiando la recaudación a nivel estatal y local; y c) la única manera de interactuar en un entorno político multipartidista en el que ningún actor tiene capacidad de control absoluto y en el que cada actor va a tener que responder, incrementalmente, a sus propias bases electorales, es mediante la existencia de reglas generales de interacción que son aceptadas por todas y que se hacen cumplir, sin misericordia, por la autoridad a cada nivel. En este nuevo entorno, el papel del gobierno federal es, simple y llanamente, el de hacer cumplir la ley, con frecuencia mediante el recurso a la violencia institucional, es decir, el recurso a las policías para contener cualquier desviación: hacer cumplir la ley.
La tarea esencial que le queda al gobierno federal en esta nueva era es la de concertar el acuerdo político que haga posible la adopción de un conjunto de reglas del juego que sean aceptadas por todos. Es decir, si el futuro del país depende de la existencia de un conjunto de reglas que todo mundo acepta como válidas, la tarea del gobierno es la de elaborar esas reglas y consensarlas con todos los actores políticos. Eso sólo será posible mediante una acción sistemática que, primero, le confiera credibilidad a su actuar neutral y, segundo, le permita avanzar hacia la conformación de los cimientos que, eventualmente, permitan lograr un acuerdo político nacional. Por supuesto, un acuerdo nacional puede ser precedido de una sucesión de entendidos más limitados, pero lo fundamental reside en la gradual adopción de valores y procedimientos que, por la fuerza de la costumbre, se conviertan en prácticas aceptadas por todos.
En nuestra realidad actual, es más que evidente que el primer gran entendido tiene que alcanzarse entre el gobierno y el PRI. El PRI es el factótum del sistema político actual, toda vez que su representación en el Congreso le confiere una capacidad virtual de veto en prácticamente cualquier legislación. Si bien muchos analistas y políticos calculan que el PRI podría retroceder todavía más en la próxima elección federal, la realidad es que, en un momento tan cambiante, nadie tiene capacidad de anticipar el ánimo de los votantes a treinta
meses de distancia. El PRI o, más bien, los priístas, son un factor de poder tanto en algunos de los estados más conflictivos como en el poder legislativo. El primer cimiento de un acuerdo político nacional necesariamente tiene que pasar por el PRI. De hecho, tiene que partir de un reconocimiento cabal de la legitimidad del PRI como institución política. Es ahí donde el nuevo gobierno tiene que sentar las bases de cooperación política en general y legislativa en lo particular.
El sistema político del futuro tendrá que ser muy distinto al del pasado. El futuro va a demandar de los políticos una atención cotidiana hacia sus representados, así como el desarrollo de la industria del cabildeo, o de lobbying, donde todos los ciudadanos, cada uno a su nivel, tendrá la posibilidad de hacer sentir sus preferencias y deseos. Los legisladores tendrán claridad de mira, toda vez que enfrentarán las demandas del ejecutivo, las presiones de sus propios votantes y las exigencias de sus patrocinadores. Por su parte, el ejecutivo se verá limitado por la capacidad de los legisladores para comprender la complejidad de su propia visión. Será un sistema mucho más complejo que el de antaño, pero inherentemente más estable. La pregunta importante es si habrá la sabiduría para articularlo y, sobre todo, la conciencia para no desarrollar un nuevo ente paralítico, sino un sistema dinámico que incentiva la participación de todos, en un entorno de gobernabilidad. Queríamos la democracia; ahora hagámosla funcionar.