Después de Tabasco

Tabasco no fue el parteaguas que muchos anticipaban. El PRI ganó las elecciones y eso evitó la conflagración en su interior y con el gobierno federal. Pero, en realidad, lo único que el triunfo priísta consiguió fue postergar el día en que los priístas comiencen a  enfrentar las consecuencias de su derrota electoral del año anterior. A partir de entonces, los priístas han hecho de cada elección local una prueba de hombría, convirtiendo al país y al proceso político en general en rehenes de sus humores políticos y de su capacidad o incapacidad para transformarse. Los dilemas que enfrenta el PRI no son fáciles ni atractivos, pero a todos nos conviene que los enfrente y resuelva a la brevedad posible. Paradójicamente, Tabasco abre una oportunidad para que ese proceso empiece a cobrar forma.

 

El viejo PRI creció y se desarrolló en un México que ya no existe. Desde su fundación, el Partido Nacional Revolucionario nació para gobernar y, más exactamente, para ser un instrumento del gobierno. En esa organización se incorporaron centenas de grupos, partidos, asociaciones, sindicatos y otras entidades entonces existentes. El PNR, pero sobre todo sus dos sucesores, el PRM y el PRI, fueron creados para institucionalizar el conflicto político y, a la vez, para ejercer el control sobre una población diversa, dispersa y propensa al conflicto. Aunque el partido tuvo rasgos claramente autoritarios, sus principales instrumentos de acción fueron la cooptación y la explotación de intercambios (lealtad al sistema a cambio de beneficios, o la promesa de beneficios, tanto económicos como políticos) más que el uso de fuerza. La centralización inherente al partido se convirtió en mantra y el resultante fortalecimiento de la institución presidencial permitió un gobierno eficaz por muchas décadas. Uno puede cuestionar los usos que se hizo del partido o del poder, pero no cabe la menor duda de que el PRI fue un factor excepcional de estabilidad para el país por muchas décadas, algunas de ellas sumamente fructíferas.

 

El tiempo acabó siendo el peor enemigo del PRI. En lugar de evolucionar, el partido se estancó; en lugar de adecuarse a los cambiantes vientos y necesidades de la población mexicana, el partido se aferró a sus formas y dogmas; en vez de transformarse y modernizarse, el partido  mantuvo una visión del mundo que dejó de ser compatible con los cambios que ocurrían dentro y fuera del país, con el surgimiento de los movimientos Eurocomunistas, con la caída del Muro de Berlín y con el nacimiento de la Tercera Vía en Europa. Aun cuando el gobierno comenzó a reformarse, el partido se quedó atrás. Lo peor de todo para el PRI fue que la transformación del gobierno (sobre todo en materia económica) se hiciera a sus expensas: el gobierno se apalancó en el partido para llevar a cabo las reformas económicas pero nada hizo por sacar al PRI de su estado de inanición, lo que tuvo el efecto de profundizarlo. El PRI no sólo no se transformó, sino que se convirtió, al mismo tiempo, en el instrumento indispensable para llevar a cabo las reformas y en su peor detractor. Esta situación destruyó sus bases de apoyo y le hizo perder todavía más legitimidad.

 

La derrota del PRI en el año 2000 tiene un sinnúmero de explicaciones tanto coyunturales como estructurales. El lado coyuntural es el más picante, pero también el menos importante: que si un candidato era bueno y otro malo, que si la estrategia era la adecuada o si no, que si la oposición tenía un candidato no tradicional, que si los conflictos al interior del PRI impactaron el resultado. La coyuntura explica el momento, pero la percepción generalizada en aquel momento era que el PRI no ofrecía nada nuevo, que el “nuevo PRI” no podía desvincularse del viejo y que las realidades nacionales exigían respuestas distintas a los problemas. Pero quizá lo más significativo del PRI en estos momentos es que la mayoría de sus integrantes todavía no puede asimilar el hecho de su derrota o las consecuencias de la misma. Para muchos priístas lo único que cambió fue el partido en el gobierno y no el sistema en su conjunto.

 

La gran diferencia entre los gobiernos de antes y los del futuro, comenzando por el del presidente Fox, es que ya no hay una conexión estructural, de dependencia, entre el presidente y un partido concebido y construido para ser hegemónico. Justamente lo que desapareció el dos de julio del 2000 (después de una década de estarse erosionando) fue el carácter hegemónico del PRI. El problema es que la mayoría de los priístas no puede concebir la vida política sin un partido único y hegemónico. Cada vez que los priístas enfrentan un reto –igual un debate legislativo que una elección estatal- su respuesta tiende a adquirir tonos más cercanos al chantaje y la extorsión que a los que caracterizan a un partido maduro, con operadores serios y experimentados y con capacidad real de competir por el poder. Puesto en otros términos, más allá de la diversidad de individuos que lo integran, el PRI sigue viviendo en un México que ya quedó atrás y que nunca, incluso si retornaran al poder, volverá a ser el mismo.

 

Los dilemas que el PRI enfrenta dicen mucho de la dinámica interna del partido. Los priístas encuentran refugio y unidad en su oposición a otros, comenzando por el gobierno de Fox, porque sus diferencias internas son agudas. Si bien hay muchos temas e ideales que los unen, sus puntos de conflicto son reveladores, como muestran sus dificultades para definir un nuevo liderazgo o para abrir el proceso de elección de su secretario general. La ausencia del caudillo, del guía que concilia intereses y establece derroteros, ha favorecido el surgimiento de toda clase de fuerzas e intereses, pero también ha hecho evidente la ausencia de mecanismos para la conformación de coaliciones y la articulación de intereses. Esto deja al PRI vulnerable en al menos dos frentes: por un lado, no es evidente que el partido vaya a lograr mantener una estructura nacional. Sin un liderazgo nacional fuerte y legítimo, el PRI puede convertirse muy pronto en una colección de partidos regionales que se fortalecen a la par que lo hacen los gobernadores de los respectivos estados. Por el otro, una de las características más reveladoras de la problemática del partido se puede observar en la edad promedio de sus militantes, que contrasta con la juventud relativa de la población del país (y, no menos importante, con la de los miembros del PAN). Los priístas ven el futuro añorando el pasado.

 

A los ojos de muchos miembros del PRI, la elección de Tabasco constituía un hito fundamental, una prueba de la disposición del gobierno federal de respetar el voto popular. Partiendo del supuesto de que el primer presidente no priísta en décadas tenía la misma capacidad de manipulación que sus predecesores, los priístas estaban decididos a todo, como si fueran los panistas o perredistas de los ochenta. Uno puede especular qué hubiera sucedido de haber perdido el PRI la elección a la gubernatura de Tabasco, pero lo crucial es evaluar la posibilidad de que el partido se apalanque en este triunfo para transformarse o, en su defecto, que pronto se olvide de esta justa y permanezca en la indefinición, esperando la próxima elección, esta vez la de Michoacán, que promete ser igualmente disputada, para volver a convertir al país en rehén de su frustración.

 

Una opción es que los priístas exageren el significado su triunfo en Tabasco, aun a sabiendas de que, en el contexto más amplio de los retos que el PRI tiene frente a sí, éste no fue tan trascendental. La otra es que reconozcan que, en esta nueva etapa, igual se puede ganar que perder, pero que la clave del triunfo se encuentra en la fortaleza del partido más que en el desempeño del gobierno federal, la capacidad de manipulación del presidente (y, en su caso, su disposición a emplearla) o la dinámica de la competencia en cada instancia. No cabe la menor duda de que cada contienda electoral tiene sus propias características y que un partido puede ganar o perder por una multiplicidad factores, independientemente de la fortaleza o debilidad que presente su estructura interna. Pero si un partido es capaz de renovarse y de responder a los reclamos, necesidades, preocupaciones y demandas de la población en lo general, tiene una enorme ventaja inicial. Eso es lo que hizo posible que Tony Blair ganara su primera elección en Inglaterra o que Vicente Fox lo hiciera en México: en ambos casos, el partido en el poder era percibido por el electorado como distante de la realidad cotidiana.

 

La elección de Tabasco ha sido interpretada como un gran triunfo del exgobernador Roberto Madrazo, a quien ya muchos postulan para la presidencia del partido. Más allá de las virtudes o defectos de la persona, lo que muchos priístas parecen ver en Madrazo es el potencial de un liderazgo fuerte y duro. De hecho, muchos de los miembros más recalcitrantes del partido ven en Madrazo la oportunidad de adoptar una postura de choque frente al gobierno federal. Es decir, justo cuando lo que el partido necesita es apalancarse en su reciente triunfo electoral para procurar un cambio profundo y radical, la propuesta de cambio en su liderazgo se reduce a un intento de retornar a un pasado que es imposible revivir. De hecho, a pesar de su reciente triunfo, de perseverar por la senda adoptada desde hace un año, sus prospectos de largo plazo son cada vez peores, en detrimento del partido y, por su importancia numérica, al menos hasta hoy, también del país.

 

En realidad, el resultado electoral de Tabasco le ofrece una gran oportunidad tanto al PRI como al propio Madrazo. Por su trayectoria como un fuerte defensor de las tradiciones priístas y por su reciente triunfo electoral, Madrazo se perfila como un candidato capaz de remontar la complejidad que los liderazgos reales del PRI han creado a partir de la elección federal del 2000. De lograr lo anterior, el exgobernador tendría la oportunidad de tomar el liderazgo del partido y encabezar un movimiento interno de reforma que transforme al PRI en un partido moderno, competitivo y visionario. Un partido que mire al futuro y rompa de una vez por todas con el pasado.

Hank

Lo fácil es identificar a Carlos Hank con el viejo PRI y tildarlo de dinosaurio, con todo lo que eso implica. Pero en el México moderno no ha habido otro político con su talento, visión, carisma y habilidad.

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