Inventar el hilo negro

Luis Rubio

En su afán por concluir y dejar atrás el complejo y controvertido tema de la reforma fiscal, el congreso se está

topando con las mismas piedras y problemas que en el pasado empantanaron al ejecutivo. Casi todos los legisladores reconocen que el gobierno requiere una mayor recaudación de impu

estos a fin de sufragar los gastos que ellos mismos aprueban anualmente. De la misma manera, todos los mexicanos somos conscientes de que los servicios que el gobierno provee son inadecuados, insuficientes y con frecuencia dispendiosos. En este sentido la

complejidad de la reforma fiscal no tiene su origen en una disputa sobre la necesidad de más recursos -hay consenso en que necesitamos recaudar más-, sino en cómo estructurar la polí

tica impositiva para lograr ese objetivo. A varios meses de iniciado el proceso de discusión en la materia, lo que en un principio era una propuesta sensata de reforma fiscal se está

convirtiendo en un nuevo bodrio que amenaza con complicarle la vida a quienes pagamos impuestos y cargar la mano a la parte más pobre de la sociedad. Atrás quedo la expectativa de ampliar la base fiscal y de crear un esquema impositivo má

s equitativo.

Para comenzar es fundamental reconocer que no hay nada más político que la política fiscal, en sus dos componentes, el del ingreso gubernamental (los impuestos) y el del gasto pú

blico. La manera en que un gobierno cobra impuestos determina las formas que adopta la organización de las empresas, la facilidad o dificultad con que las personas realizan actividades económicas y las transferencias de riqueza

que se realizan entre personas y entre entidades federativas. De la misma manera, la estructura del gasto del gobierno fortalece o debilita el desarrollo de las distintas regiones del paí

s, de distintos sectores productivos y favorece o impide el desarrollo de las condiciones necesarias para que la economía crezca. En este sentido, la responsabilidad del congreso en este momento es enorme, pues tiene que decidir cómo y a quié

nes va a cobrar impuestos, para luego definir, en el proceso de negociación del presupuesto, cómo asignar esos recursos.

Por lo que toca a los impuestos, el problema es mucho más complejo de lo que parece a primera vista. Cuando se compara la estructura fiscal mexicana con la de otros países, saltan a la vista dos cosas: por una parte, que el nú

mero de impuestos es sensiblemente menor al que prevalece en otras latitudes; por la otra, que la recolección de impuestos es inferior a la que se registra en el resto del mundo. Aunque los causantes nos quejamos de la excesiva e innecesaria compl

ejidad del sistema fiscal (que sin duda podría ser paliada con algunos cambios, como los propuestos en la iniciativa original de reforma fiscal presentada por la Secretaría de Hacienda), esa complejidad no la origina el nú

mero de impuestos, sino la enorme dispersión que éstos presentan. Es decir, el problema radica en la diversidad de tasas y multiplicidad de excepciones –

tanto en el IVA como en el ISR- que el esquema actual contempla, circunstancias que facilitan la evasión y la desigualdad en el pago de impuestos.

El problema que se enfrenta en este momento es tanto conceptual como práctico. Esto es, los legisladores tiene que decidir qué objetivos persiguen a través de la política tributaria y luego actuar en consecuencia. Sin duda es grande la tentaci

ón de avanzar determinados objetivos sociales, a la vez que favorecer a ciertas actividades o sectores, a través de la política tributaria. Pero los impuestos son un mecanismo poco eficiente para lograr estos objetivos, porque los gobernantes

– igual los diputados que el ejecutivo- jamás podrán imaginar la diversidad de formas en que los individuos interpretarán y responderán ante diversos estímulos fiscales, ademá

s de que se puede acabar distorsionando toda la actividad económica. Es por ello que la tendencia internacional es hacia la unificación de tasas y a la simplificación de los procedimientos para el pago de impuestos. Es decir, lo comú

n alrededor del mundo es que exista relativamente poca o nula dispersión de tasas (según el tipo de impuesto) y que los impuestos sean generales, aplicables a todos.

Lo anterior no quiere decir que los diputados no deban establecer preferencias en sus decisiones fiscales, o que no puedan privilegiar ciertos objetivos por encima de otros. Sin embargo, en términos generales, lo que se está

haciendo en otras partes del mundo es utilizar el gasto público para dar cabida a distintas prioridades y preferencias, y se está dejando que el sistema impositivo cumpla con otros objetivos. Por ejemplo, el gasto público permite atacar el

problema de la pobreza de una manera mucho más directa y eficaz que un esquema impositivo que contemple excepciones para estos grupos vulnerables. Una vez que los impuestos incluyen excepciones, la evasión fiscal florece y esto no hace má

s que afectar a los grupos que se pretendía favorecer.

Los impuestos son un instrumento por demás delicado. Aun cuando exista un consenso sobre las metas de recaudación (es decir, cuánto se requiere recaudar para lograr los objetivos propuestos), no siempre es fácil enco

ntrar la mezcla adecuada que las satisfaga. En la mesa de trabajo es fácil diseñar una política fiscal impecable que reúna todos los requisitos de recaudació

n y simplicidad y que, a la vez, distorsione lo menos posible las decisiones de ahorro e inversión de la población. Sin embargo, ya metidos en la negociación política, los diputados se están encontrando, como tantas veces le ocurrió

al ejecutivo en el pasado, que no pueden imponer sus preferencias sin más. Algunos diputados objetan cierto tipo de impuestos como punto de partida; otros creen que es injusto que tal o cual actividad pague impuestos; y otros má

s quisieran promover sus proyectos preferidos. En esas circunstancias, la propensión natural es a dar gusto a todos los involucrados. Y, como por principio a nadie le gusta pagar impuestos, esa manera de proceder los está llevando al pantano.

Lo fácil para un diputado o funcionario gubernamental es aceptar las presiones de cualquier grupo de interés. El problema es que el hacerlo tiene consecuencias. De hecho, si uno observa la estructura de los impuestos en el paí

s, lo que sobresale es precisamente la existencia de un enorme número de excepciones que ha respondido a la presión de una diversidad de grupos de interés: por lo que toca al ISR, están exent

os desde los agricultores hasta los autores; las cooperativas pesqueras y los transportistas. Por el lado del IVA, las excepciones principales incluyen a los alimentos, medicinas, libros y algunos servicios como colegiaturas y médicos. Quienes diseñ

aron esas excepciones seguramente estaban pensando en hacer el bien: proteger a determinado grupo o sector, o proveer incentivos para el desarrollo de una determinada actividad económica. Quizá

sean loables los objetivos, pero el resultado es una enorme evasión fiscal. Detrás de cada excepción se esconden evasores de distinta calaña que se nutren de un esquema impositivo propenso a la evasió

n. El punto es que cuando un diputado cede ante la presión de cierto grupo social o ante las preferencias ideológicas de algún partido, facilita la evasión y, por tanto, dañ

a el potencial recaudatorio del gobierno y los recursos disponibles para atender los grandes rezagos del país. En otras palabras, el resultado de una decisión aparentemente inocente como es el exentar del pag

o de impuestos a determinados grupos (o los bienes que éstos consumen), puede acabar perjudicando a los sectores verdaderamente desprotegidos.

Ahora que se acerca el fin de la discusión sobre la reforma fiscal, lo que es obvio – al menos en la prensa- es que los diputados han abandonado el objetivo de crear un diseño menos complejo y má

s uniforme y equitativo para el pago de impuestos. Es decir, que han optado, al menos hasta este momento, por mantener los peores vicios del esquema que ahora existe y profundizarlos. Ante esta circunstancia, los diputados se está

n enfrentando al viejo dilema de cómo compensar las ausencias. Y las decisiones que parecen estar tomando (porque en ausencia de audiencias públicas uno se tiene que guiar por las apariencias, las declaraciones interesadas y la rumorología) crear

án muchos más problemas de los que pretenden resolver. Los rumores sugieren que los diputados están optando por la salida fácil: cargarle la mano a quienes ya pagan impuestos. En algunos casos, eso podría acabar siendo mucho má

s oneroso para los sectores que pretenden proteger.

La lista de temas que se discute en los medios (o a través de ellos) incluye impuestos sobre larga distancia, un incremento del impuesto a los refrescos, la sobretasa a los impuestos sobre bebidas alcohólicas y tabacos, la creació

n de un impuesto sobre transacciones financieras y otro para ganancias de capital en la bolsa de valores. Cada uno de estos impuestos puede tener más sentido que otros, de la misma manera que algunos crearán más

distorsiones que otros. Pero lo que es seguro es que casi ninguno de ellos permite recaudar más dinero sin perjudicar, en ocasiones con severidad, a grupos clave de la sociedad, comenzando por los má

s pobres. El impuesto propuesto sobre ganancias de capital en la bolsa tiene un sentido político obvio, pero no va a recaudar mayor cosa; de la misma manera, un impuesto adicional a las llamadas de larga distancia no hará má

s que privilegiar a la empresa dominante en el mercado (que tiene infinidad de maneras de compensar ese impuesto adicional para sus clientes a través del resto de sus negocios); pero, en cambio, la sobretasa a los refrescos afectarí

a directamente a la población menos privilegiada del país, de una manera mucho más grave y abusiva de lo que lo haría el incremento del IVA propuesto en la iniciativa de reforma elaborada por Hacienda.

La politización del tema del IVA desde que el presidente Fox lo abrió a mediados del año pasado, sin duda creó un problema para los legisladores. Sin embargo, todaví

a es tiempo de revisar la racionalidad de pretender proteger a todo mundo sin consecuencias. A diferencia del pasado, en esta ocasión serán los propios legisladores quienes pagarán las consecuencias de la polí

tica fiscal que finalmente decidan aprobar.

 

Los riesgos para Mexico

Luis Rubio

La tentación de negar las implicaciones que el ataque terrorista del pasado once de septiembre tendrá sobre México es extraordinaria. De hecho, más que una tentación, ésta ha sido la reacción visceral de muchos de nuestros polí

ticos, algunos de los cuales llegaron incluso al absurdo extremo de votar en contra de la autorización para que el presidente Fox viajara a Washington con el fin de expresar personalmente la solidaridad de su gobierno con el norteamericano. Ciertame

nte, los ataques fueron contra los estadounidenses y no contra los mexicanos, pero en el tema del terrorismo no puede haber ambigüedad alguna: nada justifica un ataque contra civiles en ningún lugar del mundo. Pero, además, en el terreno de lo pr

áctico, la noción de que podemos ignorar nuestra realidad geográfica en un tema tan fundamental para la seguridad de Estados Unidos es tanto ridícula como peligrosa.

Por sus dimensiones y por la manera en que fueron realizados, los ataques terroristas del once de septiembre pasado cambiaron la historia para siempre. Nada en el acontecer mundial volverá

a ser igual y eso va a tener consecuencias directas sobre nosotros. Frente a los hechos, muchos mexicanos expresaron un franco sentimiento de empatía y solidaridad en

tanto que otros vociferaron en sentido contrario. Algunos otros llegaron al extremo de afirmar que los norteamericanos se lo tenían merecido y pintaron su raya. Cada quién tiene derecho a expresar su opinió

n, pero el relativismo moral con que nos hemos manejado por años es particularmente peligroso en las circunstancias actuales.

Las consideraciones que tenemos que hacer los mexicanos respecto a los atentados se pueden ubicar en tres niveles. El primero y más fundamental se refiere al hecho mismo del terrorismo. Luego vienen las consideraciones prá

cticas sobre las implicaciones de esos ataques sobre nosotros y, finalmente, las respuestas posibles por parte de los estadounidenses. Cada una de estas dimensiones tiene su dinámica propia y todas ellas nos afectan de manera directa, querá

moslo o no.

El terrorismo constituye una afrenta porque se trata de ataques a personas inocentes. Cualquiera que pudiese ser la racionalidad que mueve al agresor, nada justifica su expresión violenta contra población civil. Na

da. Por supuesto que es indispensable entender las causas del terror, analizar la lógica que lleva a actos tan extremos y desarrollar acciones y políticas de largo plazo que impidan que esos ataques se puedan repetir, así

como eliminar las causas que los motivan. Pero una vez que una persona -que con o sin razón se siente agraviada (o busca avanzar una causa)- cruza la línea y ataca a civiles inocentes deja de ser una ví

ctima para convertirse en un terrorista. Y en este tema no puede haber grises: se trata de blancos y negros: está uno con los terroristas o contra ellos. Como dijera Tony Blair, el primer ministro de la Gran Bretaña, hace unos días, “

no es posible identificarse con los atacantes, no tiene sentido pretender un entendimiento con ellos; sólo hay una opción: derrotarlos o ser derrotado por ellos”. La negociació

n tiene cabida antes de que se llegue a consumar un acto terrorista; una vez que éste se realiza se cierra todo espacio para el diálogo o la negociación.

En el caso particular de los ataques del mes pasado, la situación se complica por el hecho de que los terroristas no han dado la cara. Puede haber indicios y elementos que impliquen a Osama bin Laden y su organizació

n al-Qaeda pero, contrario a lo que es común en otros grupos terroristas, éstos no han reclamado la autoría. Pero este factor no altera el hecho de que hubo un ataque terrorista que cobró

miles de vidas inocentes y que obliga a los estadounidenses a responder antes de volver a ser víctimas. Nuestros vecinos están dolidos, enoja

dos y dispuestos a cualquier cosa para reprender a los autores intelectuales del crimen. Y las respuestas que decidan dar van a tener profundas consecuencias para nosotros.

Las consecuencias de lo anterior son evidentes para todos excepto para quienes no las quieran ver. Los actos terroristas sin duda provocará

n cambios por lo menos en dos frentes. Unos tienen que ver con el hecho mismo de los ataques y las investigaciones y acciones policiacas que seguirán. Los otros se refieren a las nuevas circunstancias de la vecindad, que afectarán no só

lo las transacciones fronterizas, sino la dinámica de toda la relación, en todas sus dimensiones.

La primera consecuencia práctica para nosotros ya la hemos comenzado a padecer con el tortuguismo que ahora caracteriza a los cruces fronterizos, sobre todo los de camiones de carga. Las revisiones que se realizan son mucho má

s cuidadosas que en el pasado, lo que inevitablemente está complicando la vida para los exportadores mexicanos. Llevado a un extremo, la nueva realidad en la frontera podría poner en entredicho toda la estrategia exportadora y de atracció

n de inversión extranjera al país, estrategia concebida precisamente para acelerar el crecimiento económico y elevar el valor agregado de la economía mexicana. Estos son, a final de cuentas, los prerequisitos para la elevació

n de los niveles de vida de la población y la creación de nuevas fuentes de empleo. No es posible subestimar los riesgos que una actitud de inacción de nuestra parte podría traer aparejada.

Algo semejante se puede derivar de las investigaciones que están realizando las autoridades judiciales estadounidenses y que incluyen acciones en frentes de lo má

s diverso como el criminal, el migratorio, el bancario, el aduanero, el judicial, el político, el de seguridad nacional, etcétera, etcétera. En cada uno de ellos hay peticiones específicas para el gobierno mexicano y expectativas de colaboraci

ón que trascienden con mucho los intercambios que tradicionalmente han existido. En la búsqueda de los responsables y de las redes que los han cobijado, los norteamericanos están abriendo todas las cañerí

as del mundo, lo que, tarde o temprano, va a exhibir muchos de nuestros vicios, corruptelas y carencias. Independientemente de lo que ellos soliciten del gobierno mexicano, es evidente que muchas de las prácticas que nos caracterizan –

y que van desde la corrupción hasta la falta de profesionalismo en las investigaciones criminales- ya no van a ser posibles en el futuro. Mientras más rápido el gobierno se decida a actuar mejor.

La evidencia recolectada a la fecha muestra que las células terroristas que componen la red al-Qaeda son independientes entre sí y siguen una lógica que bien podría tener impacto sobre nosotros, mucho más allá

de lo que se pudiera imaginar. Esa evidencia sugiere que, para mantenerse operativas y avanzar sus objetivos, las células cooperan con entidades o grupos insurgentes, narcotraficantes y demás, alrededor del mundo. Sólo las personas más dogm

áticas negarían que existe la posibilidad, al menos teórica, de que se desarrollaran vínculos entre grupos insurgentes mexicanos y esas células, sobre todo por el hecho de que Mé

xico constituye un puente apetecible de acceso a Estados Unidos. El punto es que no es posible ignorar el potencial desestabilizador – para México y para la relación con Estados Unidos- que entraña el desorden que predomina en el paí

s. En este sentido, los ataques terroristas a Estados Unidos también constituyen un llamado de atención sobre los riesgos que México enfrenta de no resolv

er problemas fundamentales que generan ambientes propicios para la insurgencia y el conflicto en muchas regiones del país.

Contra las predicciones de muchos observadores, la respuesta norteamericana no ha sido precipitada ni irracional. Su actuar a la fecha revela un proceso deliberado de investigación, preparación y acció

n concertada que nada tiene que ver con el ansia de venganza que muchos albergaban inmediatamente después de los ataques. En las primeras semanas fue evidente que empezaron a trabajar en

dos frentes. Por una parte, se abocaron con toda conciencia a la reconstrucción de los hechos, buscando pruebas, nombres, relaciones y estrategias. De lo poco que ha sido publicado resulta claro que se ha recopilado una gran cantidad de datos que no s

ólo prueban vínculos entre los terroristas y la organización de bin Laden, sino también, y más importante, que se trató de un ataque cuidadosamente planeado a lo largo de varios años. Ademá

s, la evidencia disponible sugiere que hay más células listas para actuar.

Por otro lado, los norteamericanos se han dedicado a construir una impresionante coalición multinacional contra el terrorismo, toda ella estructurada alrededor de decisiones aprobadas uná

nimemente por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que le da no sólo una dimensión internacional, sino pleno soporte legal a cualquier acción militar que finalmente decidan emprender. El tinglado político, legal y diplomá

tico muestra no sólo destreza, sino la decisión de evitar una mera acción de revancha

. Se trata de una lucha abierta y hasta el final contra el terrorismo. Esto indica que, en la medida en que los estadounidenses eviten acciones militares que afecten gravemente a la población civil, todo el mundo occidental -incluyendo a los nuevos

“socios” como Rusia, China y otros países clave alrededor del mundo- tendrá una actitud de absoluta intolerancia frente a actos terroristas, sean éstos en Colombia, Españ

a, Israel, India o cualquier otra parte. Este es otro indicio de que nuestro desorden interno será cada vez más observado por el resto del mundo.

Las implicaciones de todo esto para nuestra propia seguridad nacional son evidentes a todas luces. En la medida en que nuestra seguridad nacional dependa del nuestro desempeño económico y éste a su vez de la relació

n con Estados Unidos, nuestras respuestas en el campo migratorio y en la seguridad fronteriza serán determinantes. Es crucial anticipar las nuevas dimensiones de la problemática y las implicaciones prácticas, concretas que éstas entrañ

an en el subcontinente norteamericano. Nadie puede tener la menor duda de que nuestra vecindad va a cambiar de manera radical, lo que exige respuestas rápidas y cambios fundamentales. Puesto en otros té

rminos, nuestra seguridad es la de los norteamericanos, y viceversa. A partir de ahora vamos a estar sujetos a un escrutinio externo mucho más duro de lo que ha sido tradicionalmente. Pero lo más importante es que fácilmente podrí

amos acabar siendo presa de actos terroristas nosotros mismos. Por ello más vale que definamos dónde estamos en el tema principal: nuestra propia seguridad.

 

Los costos de las crisis

Luis Rubio

 Treinta años de crisis acabaron por transformar a la sociedad mexicana.  Las crisis obligaron a todos a adaptarse a una realidad cambiante; unos lo hicieron reestructurando sus negocios, en tanto que otros desarrollaron nuevas habilidades. La presión sobre las familias fue tan brutal que con frecuencia  destruyó valores heredados por generaciones. Los efectos de tres décadas de crisis están a la vista en todos los ámbitos de la vida del país, pero quizá su consecuencia más perniciosa resida en la creciente dificultad para lograr consensos en prácticamente cualquier tema. Para el presidente Fox, el reto de ejercer un liderazgo transformador es enorme, pero también lo es la oportunidad.

 

Los efectos de las crisis están en todos lados. Prácticamente no hay resquicio de la sociedad mexicana que no se haya visto afectado de manera determinante por la destrucción de valor en la economía o por el crecimiento de imponentes monopolios; por las nuevas olas de criminalidad y delincuencia o por los conflictos entre los partidos; por los extremos de riqueza y pobreza o por la creciente incapacidad de lograr acuerdos legislativos y decisiones efectivas. El hecho es que las crisis crearon un caparazón en la sociedad mexicana que le imposibilita  reconocer el sinnúmero de opciones que tiene frente a sí para resolver sus problemas. En su lugar, se ha acostumbrado a vivir inmersa en círculos viciosos de los que aparentemente no puede salir.

 

Muchos creen que las crisis fueron meros sucesos económicos que descarrilaron planes y programas tanto públicos como privados, que no tardarán en ser corregidos. Una observación más cuidadosa arroja otra perspectiva: las crisis y muchos de sus antídotos resultaron profundamente destructivos y lacerantes.  Las crisis no sólo destruyeron fuentes de riqueza y empleo, sino que alteraron las estructuras productivas y familiares de una manera tan profunda que acabaron por modificar la naturaleza misma del país.

 

El efecto de las crisis sobre la sociedad seguramente ha sido el más destructivo de todos. Varias veces a lo largo del período que va de 1970 al 2000, las familias mexicanas se vieron sometidas a presiones económicas sin precedentes. Una y otra vez, se encontraron con que el poder adquisitivo de sus ingresos se había reducido a la mitad o que las fuentes de esos ingresos habían desaparecido. La pobreza se convirtió en un prospecto real para una infinidad de familias que habían logrado acceder a las filas de la incipiente clase media. Veinte años del desarrollo estabilizador (1950-1970) habían permitido que se estabilizaran las expectativas de crecimiento del país y que las familias pudieran comenzar a planear su propio desarrollo. Veinte años de estabilidad económica habían sedimentado, en un segmento amplio y creciente de la sociedad, las virtudes del ahorro, a la vez que hacían posible la consecución de pequeños y grandes sueños: desde la compra del refrigerador hasta el coche o la casa. Las crisis hicieron añicos todo ese modus vivendi.

 

Las crisis no sólo destruyeron sueños, sino también acabaron con las expectativas de avance y progreso que infunde de manera natural la estabilidad. Una vez sometida a la vorágine de la crisis, las familias no tuvieron mas remedio que adaptarse a la nueva realidad y, en muchos casos, eso implicó pobreza, penurias y crisis familiares. No cabe la menor duda de que gran parte de los problemas que hoy confrontamos surgieron de esa simple y cruda realidad: la necesidad de adaptación. Algunas –muchas- familias cayeron en la pobreza y no se han recuperado. Otras, aunque empobrecidas, encontraron medios de sobrevivencia no siempre encomiables: desde la delincuencia hasta la prostitución. Pero el punto es que las crisis destruyeron algunos de los pilares clave que sustentaban tanto la estabilidad social y política del país como su viabilidad económica.

 

A las crisis le debemos el surgimiento de una sociedad cada vez más cínica respecto a la política y las opciones de desarrollo para país. El sentido de ética más elemental también fue víctima de la inestabilidad. La noción de tener que sobrevivir a cualquier precio y por cualquier medio causó estragos en todos los ámbitos y explica, en buena medida, comportamientos que se han vuelto típicos y cotidianos: desde la piratería hasta la irresponsabilidad: o, como reza el dicho, “el que no transa, no avanza”. Hoy no es excepcional la persona que delinque a unas horas y mantiene un trabajo honesto en otras. Para la sociedad mexicana que evolucionó de las crisis lo importante, lo crucial, ha sido sobrevivir, no importando el medio.

 

Las consecuencias de esta transformación social las estamos pagando todos en todo momento. A las crisis -y a las pésimas respuestas gubernamentales- debemos muchos de los monopolios que estrangulan la economía y el desarrollo empresarial, así como las extraordinarias deudas que arrojaron los rescates carretero y bancario. Lo mismo puede decirse de los enormes privilegios que, en épocas de inflación y creciente gasto público, lograron diversos grupos de interés –sindicatos y empresas, sectores económicos y grupos de presión- y que hoy suponen pesadas cargas al erario público y un costo de oportunidad ingente si se consideran las necesidades de inversión en materia de infraestructura y educación.

 

El deterioro social tiene su contraparte en el plano político. Esto se observa por igual cuando el PRD evoca la desesperación de un segmento de la sociedad o  los priístas defienden toda clase de privilegios e intereses particulares. No muy diferente es la respuesta del PAN que se refugia en la tradición en lugar de abrazar la visión de un mundo nuevo y diferente. Por donde se le busque, el sistema político refleja el deterioro y los miedos de tres décadas de crisis y no el potencial de un país que mira con confianza el futuro.

 

Luego de estas tres décadas de destrucción y transformación, valores fundamentales se encuentran totalmente distorsionados.  En lugar de condenar el abuso, la sociedad lo premia; en lugar de reprobar los privilegios que a todos nos cuestan, la sociedad demanda privilegios para sí; en vez de demandar acciones y decisiones que permitan romper los círculos viciosos que nos afectan, los mexicanos optamos por el statu quo. En suma, queremos mejoría en la forma de privilegios, pero no en términos de derechos y responsabilidades. El mexicano que en los sesenta ahorraba para mejorar, ahora quiere hacerse rico de la noche a la mañana, tal como cree que lo hicieron los beneficiarios de alguna privatización. Los incentivos son transparentes: para que trabajar si existen medios más expeditos para resultar exitoso.

 

La economía mexicana padece los estragos de tres décadas de inestabilidad. Aunque una parte de la actividad económica se ha modernizado y se ha convertido en puntera a nivel internacional, la parte rezagada es sumamente grande y, por ello, preocupante. Existe un número muy grande de empresas que  apenas sobrevive y de personas que han logrado subsistir en la informalidad casi de milagro. La ausencia de incentivos y mecanismos que vinculen la parte rezagada de la economía con la moderna, ha provocado una creciente desigualdad en la riqueza y en las percepciones de la población respecto al futuro. Para quienes viven en un entorno que no mejora, el desasosiego es permanente. Inevitablemente sus preferencias políticas van de la mano con su realidad social y económica: es ahí donde nacen muchos de los elementos que eventualmente conducen a la confrontación a ultranza, cuando no a la guerrilla. De ahí también surgen las demandas de protección respecto a las importaciones y, en general, de soluciones fáciles.

 

En todo este proceso el gobierno se ha caracterizado por su ineficacia. Por treinta años, prefirió las soluciones «macro» y se sustrajo de los problemas cotidianos.  Para los gobiernos de los setenta, los males del país se curaban con más gasto y con grandes acciones gubernamentales. Así nos fue: ese mayor gasto desquició las finanzas públicas y provocó las crisis que han caracterizado a la economía mexicana por todo este periodo. Para los gobiernos posteriores, las soluciones fueron igualmente ambiciosas, pero en muchos casos no más efectivas. Se racionalizó el gasto público y se comenzaron a crear condiciones para que el país retornara a la estabilidad. Los efectos positivos de estas acciones se pueden observar en lo que exportamos y en la creciente competitividad de muchísimas empresas. Pero los costos de los errores cometidos en el proceso fueron igualmente enormes, como lo constatan las deudas que hoy pesan sobre el erario y los obstáculos que el mexicano común y corriente enfrenta para su desarrollo. No menos onerosas han resultado las nociones que sobre economía adquirimos los mexicanos, todas ellas contrarias a la creación de riqueza, generación de empleos y desarrollo estable en el largo plazo.

 

Ningún gobierno en estos años se abocó a los temas “micro”, clave para el desarrollo, como la creación de nuevas cadenas productivas que vinculen a los sectores ganadores y perdedores de la economía; la transformación de la educación en el país para darle verdaderas oportunidades de progreso a los mexicanos o el desarrollo de una cultura de legalidad y la consolidación de un Estado de derecho. Así como ha habido un gran ímpetu destructivo de 1970 a la fecha, no ha habido un gobierno constructivo en todo ese periodo.

 

El panorama que arrojan tres décadas de crisis es por demás aciago. Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en un entorno que premia el fracaso y castiga el éxito, que reprueba la legalidad y condena la ética. La necesidad de romper los círculos viciosos está a la vista. Desde tiempos de campaña, Vicente Fox ha representado la oportunidad de romper con la tendencia al deterioro que nos caracteriza. Por supuesto, un gobierno no puede revertir treinta años de destrucción, pero sí puede ejercer un liderazgo transformador que permita retornar a una era de expectativas positivas, tolerancia, comunicación y reconstrucción.

 

 

 

 

 

 

cambio de realidad

Luis Rubio

La realidad y perspectivas de la economí

a mexicana cambiaron el pasado 11 de septiembre, en paralelo con la economía mundial. A partir de ese momento, el futuro económico del país depende tanto de nuestra habilidad y disposición para reformar a la economí

a mexicana, como de nuestra capacidad para adaptarnos a las nuevas realidades geopolíticas que nos determinan. Muchos preferirían adoptar un camino distinto, pero la realidad se ha impuesto y esa acota nuestras opciones. Nuest

ro futuro va a depender de la velocidad y determinación con que comprendamos la nueva realidad y actuemos en consecuencia.

Nadie puede dudar de la profundidad del cambio. Para cuando se dieron los atentados terroristas en Estados Unidos, nuestra economía ya venía experimentando un proceso recesivo de varios meses que ahora se verá acentuado por la propia diná

mica de la economía estadounidense. Según los gurus económicos, la recuperación de la economía norteamericana comenzará a sentirse hasta mediados del año próximo aunque también se prevé que ésta será ahora má

s vigorosa. De cualquier forma, ese retraso va a impactar negativamente a nuestra economía.

La pregunta importante para México es qué hacer al respecto. Muchos políticos y observadores han avanzado una vieja idea: incrementar el gasto público y proceder a desvincularnos de la economí

a norteamericana. Su razonamiento es articulado y en cierta forma lógico, pero totalmente carente de realismo histórico, económico y político. Para comenzar, la noción de que, a estas alturas de la historia del mundo, una nació

n puede actuar de manera independiente del resto es absurda por los costos que entraña: aislarnos implicaría sacrificar a los sectores más modernos de la economía y el distanciamiento de la inversió

n privada al cerrar la llave a las importaciones. La propuesta de incrementar el gasto público es igualmente arriesgada. Buena parte del debate público sobre temas económicos en el país gira en torno a la idea keynesiana de que una polí

tica fiscal contracíclica puede atajar una recesión y contribuir a la recuperación. Sin embargo, a quienes avanzan esta idea se les olvida que para que lo anterior tenga efecto es necesario que exista capacidad instalada ociosa y, má

s importante, que un mayor gasto no ahuyente la inversión. Desafortunadamente ninguna de las dos condiciones se cumple en la actualidad.

Aunque sin duda un estímulo fiscal (gasto e inversión pú

blicas) puede contribuir a reactivar la actividad económica, ese estímulo correría a cargo de un mayor déficit y endeudamiento, lo que acabarí

a siendo penalizando severamente por los mercados financieros (como ilustra el intento del gobierno en 1982 de cerrar la economía y lanzar una política fiscal agresiva). Desde luego, esta apreciación podría cambiar de modificarse la polí

tica fiscal estadounidense, pieza clave del rompecabezas económico mexicano. Felipe González, el expresidente español, solía decir que su soberanía monetaria era absoluta, pero por dos o tres minutos: el tiempo que tardaba el Banco de Espa

ña en ajustar las tasas de interés a los cambios realizados por el Bundesbank. Las interconexiones entre las economías y sistemas financieros son tan estrechas que cualquier estí

mulo que el gobierno mexicano intentara realizar de manera unilateral desencadenarí

a de inmediato una crisis financiera. De hecho, en estos meses hemos logrado mantener la estabilidad gracias a que el gobierno ha ejercido un estricto control monetario y fiscal. Lo increíble es que, luego de una historia de brutales crisis finan

cieras, la propensión natural de nuestros políticos sea a promover una más.

Lo mismo se puede decir de la noción de desvincularnos de la economía norteamericana o, lo que es lo mismo, de la economía global. Países mucho más grandes que México, como China y Rusia, llevan años prepará

ndose para integrarse a la economía mundial y creando las condiciones para que esa integración resulte exitosa. De hecho, hace sólo unos cuantos días – luego de veinte años- China se incorporó finalmente a la Organización Mundia

l de Comercio. Además, hay decenas de países alrededor del mundo, comenzando por muchos al sur del continente, que darían cualquier cosa por tener el acceso privilegiado con que cuenta México a la economía norteamericana a travé

s del TLC. El punto es que pretender alejarnos de la economía norteamericana constituiría un virtual suicidio económico con consecuencias económicas, políticas y sociales insospechadas. La propuesta de elevar el gasto pú

blico, o de aislarnos en términos económicos del resto del mundo, es estrictamente política e ideológica porque nada bueno podría salir de ella en términos económicos.

Si no es posible ni razonable seguir el curso de acción que hubiera parecido natural hace décadas, como lanzar un fuerte estímulo fiscal, ¿cuáles son nuestras opciones en este momento? En realidad, la única alternativa que el paí

s tiene frente a sí es prepararse para que, tan pronto comience la reactivación en el resto del mundo, la economía mexicana se beneficie de inmediato. Lo imperativo, entonces, es

realizar todos los cambios y reformas que son necesarios para que eso pueda suceder. Y ahí comienzan los problemas.

La realidad del mundo cambió el once de septiembre de dos maneras. Por un lado, alteró la realidad geopolítica del mundo, o al menos trajo las consideraciones geopolíticas al corazó

n de las decisiones en Estados Unidos y el mundo occidental. Por el otro, el ataque terrorista acentuó la recesión que ya se manifestaba y va a hacer mucho más oneroso y prolongado el proceso de recuperación. Si queremos que la economí

a mexicana se reactive con gran dinamismo cuando lo comience a hacer la norteamericana, tenemos que actuar en estos dos frentes.

La nueva realidad geopolítica nos obliga a concentrarnos en lo fundamental, comenzando por los graves problemas que caracterizan al país: desde la criminalidad y la falta de competencia en la economí

a, hasta la ausencia de Estado de derecho y la corrupción, el narcotráfico y las guerrillas, el contrabando y la evasión fiscal. Todas y cada una de estas realidades disminuye la capacidad de crecimiento de la economí

a mexicana, deteriora los niveles de vida y penaliza la calidad de los empleos que se generan, así como la riqueza que se crea y distribuye. Por si lo anterior no fuera suficiente, cada una de estas r

ealidades crea problemas y tensiones en la frontera con Estados Unidos. En la nueva realidad geopolítica, esas tensiones van a ser determinantes del tipo de vecindad que lleguemos a establecer.

Para los estadounidenses, el reciente golpe terrorista entrañó un brusco despertar. Súbitamente se encontraron con que los actos terroristas no sólo se consuman en embajadas remotas o en las aguas de mares distantes, sino tambié

n en el corazón de su propio país. Su primera reacción fue la de proteger sus fronteras y exigir definiciones a sus aliados y enemigos. Dada nuestra localización geográfica, los nuevos criterios geopolí

ticos norteamericanos nos impactan de manera directa. Las exportaciones mexicanas se han visto severamente afectadas por la nueva lógica fronte

riza: la revisiones son extensas y minuciosas. De la misma manera, los cruces de personas se han obstaculizado, lo cual sin duda también va a afectar la migración ilegal de mexicanos hacia el vecino paí

s. Todos estos factores amenazan con profundizar la problemática económica interna y agudizar las tensiones sociales. Si las nuevas circunstancias llevan a que las empresas norteamericanas regresen a producir partes y componentes a su paí

s por lo oneroso que resulta su importación, el efecto sobre México sería brutal. De la misma manera, si los norteamericanos “sellan” su frontera al acceso de mexicanos ilegales, el problema interno de empleo adquiriría una iné

dita complejidad.

En este contexto, los mexicanos tenemos dos opciones: aceptamos las nuevas circunstancias fronterizas, confiando que el tiempo las cambiará, o nos dedicamos a resolver nuestros problemas internos con el objeto de hacerlas irrelevantes. El caso de Canad

á es ilustrativo: aunque el acceso de mercancías canadienses hacia Estados Unidos también se dificultó por algunos días, pronto se restableció la normalidad. Lo mismo no ha ocurrido en la frontera con Mé

xico. La diferencia, aunque inconfesable, es que entre esos dos países existe un acuerdo tácito en el sentido de que Canadá cuidará sus pro

pias fronteras, puntos de acceso y circunstancias internas de tal suerte que no constituyan una fuente de riesgo para los estadounidenses. La situación con nosotros es totalmente distinta: aunque existen relaciones por demá

s cordiales, es evidente que los norteamericanos perciben que nuestra frontera es porosa, que las autoridades migratorias son corruptibles, que existen fuentes permanentes de violencia y que el Estado de derecho puede ser una buena aspiració

n, pero todavía una distante realidad. A la luz de lo anterior es imperativo que comencemos a limpiar nuestra propia casa si es que queremos competir por la inversió

n extranjera, garantizar el acceso de nuestras exportaciones a nuestro principal socio comercial y, más importante, comenzar a construir una sociedad moderna, rica y desarrollada.

Es igualmente crítico acelerar el proceso de modernización económica a fin de crear condiciones propicias para el crecimiento de la economía. Para ello se requiere avanzar con seriedad la reforma fiscal propuesta, resolver problemas bá

sicos de (ausencia) de competencia en la economía, enfrentar de lleno el problema de seguridad pública y emprender acciones contundentes en materia de electricidad. De hecho, en las nuevas circunstancias internacionales, el país tiene

que comenzar a contemplar cambios mucho más profundos y trascendentes de los propuestos hasta la fecha. Un ejemplo dice más que mil palabras: para el país es crítico resolver el problema migratorio de millones de mexicanos en Estados Unidos, m

ás los que se vayan sumando con el tiempo. Igualmente crítico es el tema de la energía (tanto el de la generación de energía eléctrica como el de la producción de gas para ese mismo propó

sito). Tal vez haya llegado el momento en no tengamos más opción que negociar con los Estados Unidos un acuerdo migratorio y otro en materia energética a fin de que ambos problemas se comiencen a resolver de manera conjunta. Los tiempos difí

ciles exigen de capacidad de decisión. Nadie puede dudar que los estamos enfrentando.

 

Terrorismo y libertad

El brutal impacto del terrorismo en la sociedad norteamericana en los últimos dí

as ha devuelto la vigencia a un viejo debate sobre las libertades y derechos humanos y su relación con la seguridad pública. Ese debate ha sido particularmente vivo en nuestro paí

s con respecto a las Comisiones de Derechos Humanos, a las que con frecuencia se acusa de obstaculizar la lucha contra el crimen. El verdadero tema, sin embargo, es el opuesto: el crimen y el terrorismo atentan contra la estabilidad social y polí

tica y viven de carcomer los derechos de los individuos y la fortaleza de las instituciones. La noción de que es imperativo erosionar los derechos de los individuos para mantener la estabilidad y la paz yace en el corazón del aut

oritarismo y del odio y la intolerancia que se manifestaron tan vívida y trágicamente en Nueva York y Washington el once de septiembre pasado.

Nada dice tanto sobre el terrorismo que la naturaleza de sus blancos. Las Torres Gemelas de la ciudad de Nueva York representaban la modernidad, el futuro, el optimismo y, más recientemente, la globalización. Algo hay en esos sí

mbolos que sin duda atrajo a los terroristas. Lo mismo se ve en el Medio Oriente: los blancos favoritos de los terroristas palestinos en Israel no son las escuelas religiosas, las sinagogas o, lo que sería mucho má

s significativo, los asentamientos en los territorios ocupados luego de la guerra de 1967; lo típico son los atentados contra centros comerciales, discotecas y cadenas internacionales de restaurantes de comida rá

pida como Macdonalds. El odio es contra la modernidad.

En los hechos, los sucesos más recientes tienden a refutar la tesis de uno de los libros más influyentes en el pensamiento político de los últimos años, El choque de las civilizaciones de Samuel Huntington. Segú

n Huntington, los conflictos futuros ya no se darán entre naciones sino entre civilizaciones, entre ideas y culturas. La tesis es sumamente poderosa y atractiva, pero los sucesos recientes tienden a debilitarla. L

a naturaleza del ataque terrorista y la multiplicidad de reacciones que ha despertado alrededor del mundo sugiere que la confrontación se dará menos entre las civilizaciones a que alude Huntington que dentro de las mismas. Así

como hay profundas diferencias en occidente sobre el tema de la globalización (porque, de no ser así, no tendríamos el espectáculo globalifóbico cada que hay una reunió

n internacional relevante), existen las mismas rupturas dentro del mundo islámico. Los contrastes y contradicciones entre una visión progresista y moderna y una medieval no son potestad exclusiva de nuestra cultura.

A la luz de lo acontecido, hay dos maneras de contemplar el futuro. Una, la que acepta la tesis del choque de civilizaciones, anticiparía una embestida br

utal de Estados Unidos (y Occidente) contra todo lo que se percibe como diferente o contrario. Muchos norteamericanos, lógicamente afectados por los actos terroristas recientes, abrazan esta visión. Sin embargo, es notable que despué

s de las respuestas iniciales, se esté comenzando a vislumbrar otras perspectivas. Estas reconocen la complejidad del fenó

meno y sus inherentes claroscuros y el hecho de que el problema no se resuelve erosionando libertades individuales o violando los derechos (incluyendo el de la vida) de personas o poblaciones inocentes, sino al revés, fortaleciendo la acció

n legal y la democracia, resolviendo problemas ancestrales de pobreza y desigualdad y elevando el valor de la vida. Ni la criminalidad ni el terrorismo se van a acabar golpe

ando gente o violando sus derechos. Muchos analistas piensan que el efecto contrario es más cercano a la verdad: que el abuso de esos derechos tiende a procrear y multiplicar las semillas del terrorismo y la delincuencia.

La demanda de retribución y venganza que expresa una gran parte de la sociedad norteamericana es plenamente explicable y justificable. Los norteamericanos se sienten violados, atacados y vejados. Con toda proporción guardada, igual se sienten las v

íctimas de secuestros y crímenes afines que exigen la pena de muerte para los infractores, cuando no recurren a vías má

s expeditas para hacerse justicia (como el linchamiento). El castigo a los terroristas y delincuentes debe ser ejemplar, pero éste no debe realizarse a costa de la destrucción de

los valores que animan a la sociedad occidental, como la libertad, la legalidad y la democracia, de los cuales la sociedad norteamericana es un pilar fundamental. Pero la razón de esto no es solamente moral sino también prá

ctica: la mejor manera de alimentar el odio y el nihilismo presente en el terrorismo y en la delincuencia es respondiendo con más odio en la forma de destrucción, violación de la dignidad de las personas y desconocimiento de las normas má

s elementales del llamado due process of law o aca

tamiento estricto de los procedimientos que establece la ley, que es precisamente lo que diferencia una autocracia de un Estado de derecho. Una persona inocente que ve su vida destruida por el abuso de un torturador policiaco o por los excesos de una veng

anza a un acto terrorista es naturalmente propensa a convertirse en delincuente o terrorista.

El terrorismo, a diferencia de la criminalidad, tiene por objetivo no sólo destruir y desmoralizar, sino crear una sensación de caos. Pretende destruir la column

a vertebral de una sociedad, minando sus valores y generando fuerzas dispuestas a sacrificar la naturaleza democrática de la sociedad en aras de enfrentar al enemigo común. El objetivo de todo terrorista es polí

tico: emplea el terror para avanzar su causa de una manera totalmente racional. En el ataque a Estados Unidos nadie ha reclamado autoría; pero esa ausencia es, en sí misma, una manifestación. Como ilustra ví

vidamente la feroz y violenta lucha entre los modernizadores y quienes pugnan por retornar al

medievo en Argelia (y, sin tanta violencia, en Egipto) las divisiones internas son tan grandes, si no es que mayores, que las que existen entre civilizaciones o culturas distintas. El punto es que lo deseable en el caso del terrorismo es tratar de exterm

inarlo y no alimentarlo al emplear las armas equivocadas.

Lo mismo se puede decir de la criminalidad que acosa a los mexicanos. La manera en que se combatía la criminalidad hace algunas décadas – violencia pura- permitía mantener una apariencia de paz y estabilidad, pero a costa de la destrucci

ón gradual de la fibra ética de la sociedad, que es uno de los factores que sin duda alimentan la criminalidad en la actualidad. Muchos de los delincuentes de hoy aprendieron de antaño: observaron y experimentaron en c

arne propia el abuso, la tortura y la arbitrariedad policíaca cada vez que se desplegaba un operativo supuestamente orientado a desterrar la delincuencia. No es extraño que se haya acabado odiando a las policías e imitando a los criminales. Sí

, la lucha era efectiva, mientras duró. Por ello lo crucial es no violar derechos de manera sistemática e indiscriminada porque de esa violación surge el crimen y el terrorismo subsecuentes.

No todas las sociedades han desarrollado y consolidado una cultura democrática y liberal. De hecho, excepció

n hecha de los modelos europeo y norteamericano, muy pocas sociedades alrededor del mundo han logrado modernizarse en forma cabal, situando el respeto a los derechos individuales como la razón de ser de la democracia y el desarrollo. Esta visió

n podría parecer eurocéntrica y determinista, anclada en el modelo occidental, y tal vez lo sea; sin embargo, cualquiera que haya observado las disputas que se manifiestan en sociedades como la egipcia y la indonesia, la china y la hindú

, la mexicana y la argentina, va a acabar reconociendo que en ninguna sociedad existe una visión unánime respecto al futuro. Esto es, no todos los saudiárabes comparten los mismos valores o visió

n del desarrollo, como no todos los mexicanos lo hacemos. En todas las sociedades hay rupturas culturales y filosóficas importantes. La pregunta, desde una perspectiva liberal, es có

mo fortalecer las que son afines para contribuir a sesgar el resultado de esas luchas, sean éstas pacíficas o violentas.

Las dificultades de las sociedades abiertas y democráticas no son nuevas. Hace décadas que el eminente filósofo Karl Popper escribió un ensayo magistral precisamente sobre las dificultades que enfrentan las sociedades liberales. En

La sociedad abierta y sus enemigos, Popper argumentó que las sociedades liberales tienen siempre resquicios de la sociedad tribal de que provienen y que el shock

que produce ese proceso de cambio con frecuencia lleva al surgimiento de movimientos reaccionarios que tratan de destruir a la civilización y retornar al tribalismo. La disputa en torno a la globalizació

n ilustra claramente las tensiones que existen en diversas sociedades occidentales, tanto las que están plenamente consolidadas, como las que avanzamos en esa dirección. Pero lo mismo

ocurre en otras culturas alrededor del mundo, donde las disputas, aunque con dinámicas propias y muy distintas en lo específico a las nuestras, reflejan el mismo tipo de tensió

n entre la modernidad y el retorno al origen. El fanatismo que mueve a un terrorista bien puede tener su explicación en esas tensiones.

Lo fácil en la lucha contra el terrorismo y la criminalidad es atacar en forma indiscriminada a todo el que tenga apariencia de criminal o al que vive en un determinado lugar. Nuestra historia está p

lagada de casos en los que personas perfectamente inocentes acababan confesando cualquier cosa con tal de obtener un respiro de la tortura a que estaban siendo sometidos. Sin embargo, si queremos ser una sociedad moderna, democrá

tica y liberal, tenemos que hacer las cosas de manera distinta; tenemos que actuar dentro del marco del Estado de derecho para consolidarlo y hacerlo valer por encima de lo fácil y lo expedito. El debate en Estados Unidos sobre có

mo responder a los terroristas ha avanzado precisamente en esa dirección: al principio todo mundo quería venganza a cualquier precio; poco a poco, sin embargo, comenzó a entrar en la ecuació

n el riesgo de destruir precisamente lo que se estaba tratando de preservar, la sociedad liberal. Lo mismo tiene que ha

cerse con la delincuencia. La batalla contra el terrorismo y la criminalidad se tiene que dar de manera directa y frontal, pero con las armas correctas. John Womack, el connotado profesor de Harvard lo dijo de una manera excelsa: “

la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir; son las formas decentes de vivir las que producen la democracia»

 

Punto de inflexión

Hoy, como en 1942, México tendrá que definirse frente a Estados Unidos. El ataque terrorista que sufrió la nación vecina esta semana va a transformar al coloso del norte de una manera dramática e inmediata y es previsible que los norteamericanos –sociedad y congreso- cierren filas tras su gobierno y esperen definiciones claras y precisas por parte de sus aliados alrededor del mundo: están con ellos o están contra ellos. Hoy, al igual que cuando México optó por declararle la guerra a Alemania luego del hundimiento del Potrero del Llano y del Faja de Oro, dos buque tanques mexicanos, unos meses después del ataque a Pearl Harbor, tendremos que definirnos y esa definición va a tener consecuencias que durarán décadas.

 

La relación de México con Estados Unidos siempre ha sido compleja y retorcida. La enorme diferencia de tamaños, riqueza y poderío habría sido suficiente para crear una relación difícil. En adición a lo anterior, los orígenes culturales de ambas naciones difícilmente pudieron haber sido más distantes. Como en su momento expuso Octavio Paz con su excepcional habilidad, los estadounidenses son hijos, en términos culturales y filosóficos, del movimiento de  Reforma encabezado por Martín Lutero, en tanto que los mexicanos somos descendientes, también en términos culturales y filosóficos, de la Contrarreforma presidida por el Imperio Español. Además, la naturaleza expansiva del desarrollo norteamericano entrañó un choque territorial en el siglo XIX  que desde entonces  los mexicanos cargamos como un pesado agravio. Con esa historia, no es difícil explicar la naturaleza defensiva y distante, compleja y reticente que ha caracterizado a nuestra política respecto a Estados Unidos.

 

Aunque el ataque terrorista que sufrieron los norteamericanos esta semana no cambia las circunstancias estructurales de la relación y de una vecindad tan contrastante, sí exige una definición cabal que no deje dudas de nuestra posición. La manera tradicional en que México ha esquivado las presiones estadounidenses –una abstención aquí, un voto a favor allá- no va a ser suficiente en esta ocasión. Con toda seguridad, los norteamericanos van a cerrar filas de manera absoluta y van a exigir el mismo tipo de definición al resto del mundo. El problema se complica por la naturaleza del ataque.

 

El ataque sufrido esta semana es tanto más espectacular por el hecho de ser tan poco sofisticado en su dimensión tecnológica. Justo en el momento en que los estadounidenses debatían la posibilidad (y viabilidad tecnológica) de montar un “escudo antimisiles” capaz de detener los ataques provenientes de naciones que solapan y promueven el terrorismo, la ofensiva perpetrada esta semana se organiza sin bombas, sistemas sofisticados de comunicación o conocimientos excepcionales. Una veintena de fanáticos fue suficiente para secuestrar un puñado de aviones, utilizarlos para derribar o dañar edificios clave por su importancia y simbolismo y desatar una cadena de hechos que hasta hace poco era sólo imaginada por especialistas que con frecuencia eran tildados de extremistas o por novelistas que parecían describir un mundo de ciencia ficción. La información disponible en este momento sugiere que los secuestradores ni siquiera emplearon métodos particularmente complicados para someter a la tripulación de los aviones: no portaban armas de fuego, sino implementos punzo cortantes que pudieron introducir a la cabina sin ser detectados por los aparatos de rayos x. En otras palabras, una operación muy bien concebida y organizada, pero por demás simple en su instrumental, cambió al mundo para siempre.

 

Además del enorme número de vidas perdidas, el ataque abrió una nueva era al terrorismo internacional. Ningún otro atentado había involucrado tantos ataques simultáneos a tantos puntos neurálgicos de un país. Lo típico de los ataques terroristas en el pasado había sido el secuestro de aviones, la colocación de bombas en lugares públicos (como restaurantes y discotecas) o el uso de carros bomba dirigidos a dañar ciertos objetivos (frecuentemente edificios públicos). La escala del ataque de esta semana inaugura otra era en la historia del terrorismo tanto por su magnitud como por su atrevimiento. Un dato histórico bien podría ser revelador de lo que es probable que siga: en Pearl Harbor, el ataque japonés del siete de diciembre de 1941, cobró alrededor de tres mil vidas, mismas que fueron suficientes para desatar la ira de los estadounidenses y para que cerrarán filas detrás de su gobierno. A partir de ese evento Estados Unidos entró a combatir en la Segunda Guerra Mundial y acabó consolidándose como la principal potencia mundial. Cualquiera que acabe siendo el número de víctimas de estos ataques, la cifra va a ser sensiblemente superior y sin duda tendrá un efecto similar al de Pearl Harbor en la psicología colectiva.

 

La pregunta importante es qué implica todo esto para nosotros. La nueva realidad norteamericana nos va a impactar de una manera por demás severa en los más diversos frentes. Cada uno de éstos amerita consideraciones específicas. Para comenzar, es anticipable que las líneas de ruptura que han caracterizado a la política norteamericana en los últimos años cambien de naturaleza. Por décadas, la guerra fría hizo posible que los estadounidenses separaran nítidamente sus conflictos internos de los internacionales. Aunque siempre hubo diferencias partidistas, en materia de política exterior la línea era clara cuando se trataba de sus aliados o sus contendientes. El fin de la guerra fría eliminó el punto de confrontación internacional  e hizo florecer las diferencias internas en materia de política exterior. Ante las nuevas circunstancias, es de anticiparse que, al menos por un buen tiempo, los norteamericanos nuevamente cerrarán filas en este ámbito. Además, como se trata de un enemigo difícil de identificar y asir, las nociones de blanco y negro que caracterizaron a la era de la guerra fría van a ser mucho más imprecisas. Esto hará la vida muy difícil para los norteamericanos y mucho más para sus aliados.

 

Una consecuencia inmediata de esta nueva realidad será que los temas bilaterales para países aliados se volverán mucho más fáciles de resolver, tal y como ocurría en la era de la guerra fría. Es decir, no es inconcebible que, de definirnos como aliados claros e incondicionales ahora, los norteamericanos nos conciban como tales y nuestras negociaciones clave, como lo son en este momento las relacionadas con el tema migratorio, se resuelvan de manera favorable. Al mismo tiempo, sin embargo, la definición de aliado va a cambiar de manera radical. En la era de la guerra fría, la definición de aliado fue adquiriendo distintas tonalidades y categorías con el curso de los años. Mientras que los británicos gozaban de lo que presumían era una “relación especial”, los franceses encontraron maneras de distanciarse sin dejar de ser aliados. Al mismo tiempo, las naciones en desarrollo encontraron distintas maneras de acomodarse respecto a los grandes bloques internacionales.

 

A pesar de no ser aliados según las definiciones de la OTAN, sucesivos gobiernos mexicanos mantuvieron una gran claridad sobre la realidad geopolítica de nuestra vecindad. Aunque en ocasiones se experimentaron pequeñas o grandes rebeliones, sobre todo en las Naciones Unidas, respecto a la política norteamericana, como ilustran casos como el  reconocimiento de China al inicio de los setenta, ningún gobierno mexicano jamás puso en entredicho los intereses estratégicos de Estados Unidos. Es decir, el país amplió su marco de acción diplomática tanto como fue posible sin afectar los intereses esenciales de nuestros vecinos.

 

Todo esto va a cambiar ahora. Es de anticiparse que cobrará un ímpetu inusitado la escuela de los realistas, para quienes lo que cuenta son los factores estratégicos y los intereses de largo plazo de las naciones y no las buenas intenciones. En este contexto, los cambios internos de Estados Unidos nos van a afectar de manera directa.  A diferencia del tema migratorio, los temas internacionales, como podría ser un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, entrañarían definiciones muy específicas que no hubieran sido necesarias hace tan solo una semana.

 

En la nueva realidad que inauguraron los ataques terroristas de esta semana, la definición de aliado va a cambiar, sobre todo porque su contenido ya no va a poder ser meramente retórico. Mientras que en los tempranos días de la guerra fría bastaba con declararse anticomunista, ahora el sentido de alianza involucrará, al menos, un compromiso real y efectivo de controlar en forma cabal las fronteras del país. Nadie sabe a ciencia cierta, y seguramente nadie lo sabrá, si los responsables del ataque de esta semana entraron a Estados Unidos por tierra, por aire o por mar, pero no es inconcebible que hubieran entrado cruzando la frontera de nuestro país. Mientras exista la sospecha de que eso puede ocurrir, México no podrá ser considerado un aliado confiable. Algo semejante se puede decir del hecho de que no hayamos podido crear condiciones internas que hagan innecesario el recurso a la guerrilla. El punto es que no tenemos muchas opciones estratégicas más que acercarnos a Estados Unidos o aceptar un alejamiento. El primer camino, el acercamiento, entrañaría un sinnúmero de decisiones y acciones internas para ser efectivo. En juego se encuentran definiciones clave no sólo con respecto a Estados Unidos, sino a nosotros mismos: sobre la libertad, sobre nuestra pertenencia al mundo occidental, y sobre el tipo de futuro que deseamos construir. De optarse por el segundo, las decisiones y acciones serían otras, pero no de menor importancia o trascendencia económica y política. El advenimiento del terrorismo a la masa continental norteamericana tiene enormes implicaciones para nosotros y más vale que comencemos a entenderlas y a actuar en consecuencia.

 

Dada nuestra localización geográfica, los actos terroristas de esta semana nos dejan pocas opciones en cuanto a las definiciones estratégicas que tenemos que adoptar. Dado lo incierto e inasible del nuevo enemigo de Estados Unidos, nuestra alternativa es colaborar de manera integral con ellos, con las consecuencias estratégicas que eso entraña, o quedarnos al margen, con consecuencias igual de trascendentes. Se trata de una enorme disyuntiva que no podemos evadir. Cualquiera que sea la decisión gubernamental al respecto, su importancia difícilmente podría ser mayor.

www.cidac.org

La importancia del consenso

Luis Rubio

El estado de California en Estados Unidos funcionó muy bien por muchas dé

cadas. Su infraestructura física creció de manera sistemática, generalmente anticipando la demanda; la calidad educativa se mantuvo por encima de la media nacional y las condiciones materiales así

como el entorno para el desarrollo y la inversión difícilmente pudieron ser mejores. Mientras hubo consenso entre los dos partidos en el poder legislativo estatal, el estado avanzó viento en popa, siempre adelante del resto de la Unió

n Americana en prácticamente todos los indicadores de desarrollo económico. Tan pronto se deshizo ese consenso, al inicio de los setenta, la inversión en infraestructura, agua, electricidad, educación, entre otros, se vino pa

ra abajo, generando serios problemas que empiezan a manifestarse ahora y lo harán con más fuerza en el futuro cercano. La lección que arroja este caso es por demás significativa para México.

El caso del estado de California es paradigmático. Por décadas, ambos partidos en el legislativo de Sacramento, la capital estatal, unieron sus fuerzas en torno al objetivo del desarrollo econó

mico. Su compromiso con una tasa acelerada de crecimiento se manifestaba en acuerdos sistemáticos en materia de inversión pública, en las políticas de regulación de la inversió

n privada en temas como la electricidad y, en general, en una visión uniforme sobre el sentido de dirección que debía seguir el desarrollo del estado. En particular, se acordaron tres grandes planes que, en

los sesenta, culminaron en proyectos masivos de construcción de carreteras, educación universitaria (con todo el sistema de universidades estatales) y el desarrollo de fuentes de suministro de agua. Pero esos fueron los ú

ltimos puntos de acuerdo, como lo revelan cifras publicadas por The Economist (Julio 28, p.34) . Esos números muestran que la inversión pública cayó de 180 dólares per cápita en los sesenta a menos de 20 en los ú

ltimos años.

Los efectos de esa caída en la inversión son cada vez más notorios: igual se manifiestan en los retrasos en la entrega de mercancías, en las insuficiencias del sistema educativo que tienen que ser corregidas má

s tarde por los empleadores con programas de reentrenamiento, en el deterioro de sus playas y así sucesivamente. Quizá el mayor de los rezagos lo presente el sector eléctrico que ha padecido dos décadas de falta de inversión y una regulaci

ón que ha mantenido fijos los precios a los consumidores residenciales sin considerar los cambios en los costos de producción. Esto ha llevado a cortes cotidianos en el suministro del fluido eléctrico, tal como sucede en cualquier paí

s tercermundista.

Las circunstancias particulares de California reflejan cambios en las percepciones de los votantes (unos están más preocupados por el desarrollo ecológico en tanto que otros se interesan más por el crecimiento econó

mico); un rechazo a la manera en que han sido provisto los servicios públicos (la mayoría de éstos son gratuitos o fuertemente subsidiados, lo que ha llevado al abuso en s

u consumo); o a lo que es percibido como un abuso por parte de estudiantes que permanecen en las universidades estatales (que son muy baratas) por periodos mucho má

s prolongados de lo que permanecen sus contrapartes en universidades privadas (que son mucho más caras). Sea cual fuere la lógica de los votantes, el hecho es que una proporción suficiente de ellos se ha negado de manera sistemá

tica a financiar el desarrollo de nueva infraestructura. Y el resultado es más que evidente.

Aunque la dinámica política californiana nada tiene que ver con la nuestra, las semejanzas en otros ámbitos son palpables. El desarrollo de la infraestructura en nuestro país se ha rezagado de una manera dramá

tica; la calidad de las universidades se ha deteriorado; la capacidad de generación de energía eléctrica se encuentra en niveles francamente preocupantes; grupos de interé

s particular, usualmente poco representativos de la colectividad, han logrado paralizar la construcción de nuevas carreteras y vías de acceso a las principales ciudades del país. La pará

lisis ha llegado a tal extremo que ahora no es raro el político estatal que promete en campaña que no habrá erogaciones en nueva infraestructura durante su administración. Por supuesto, lo anterior contradice las frecuentes pro

mesas de crear nuevos empleos, incrementar los salarios de los maestros y los médicos o atraer mayores niveles de inversión privada, pero esas contradicciones ya se han hecho costumbre.

El chiste prototípico que cuentan los mexicanos de Tijuana cuando cruzan la frontera entre Baja California y California se refiere precisamente al contraste en la calidad y cantidad de la infraestructura entre ambas naciones. “

Se quedaron con las mejores carreteras y nos dejaron las peores”, suelen decir jocosamente los lugareños. Si a pesar de esas apabullantes diferencias y contrastes los californianos está

n encontrando que su infraestructura es insuficiente y que deja mucho que desear, ¿cómo estaremos nosotros? Ese hecho innegable debería convertirse en acicate para sumar fuerzas entre los partidos polí

ticos y definir prioridades tanto de gasto como de ingreso que permitan fortalecer la base de desarrollo del país y, con ello, crear las condiciones para que sea posible generar nuevos empleos y elevar los niveles de vida de la población en general.

Pero las circunstancias peculiares de nuestra incipiente democracia son poco propicias para el consenso legislativo, para el actuar cotidiano de los gobiernos en todos los niveles y, sobre todo, para una toma de decisiones responsable en materia econó

mica y fiscal. En ausencia de capacidad ciudadana de influir sobre las decisiones de voto de los diputados, senadores y gobernadores, la propensión natural de todo político es a dejarse llevar por sus propias preferencias políticas o ideoló

gicas y, en todo caso, a prometer más de lo que es posible cumplir o, peor, a prometer acciones sin comprometerse a sufragar los costos de las mismas. La creciente irresponsabilidad de los legisladores se manifiesta en su despreocupación por buscar

mecanismos sanos de financiamiento a sus programas de gasto (lo que implicaría una reforma fiscal) y en su frecuente clamor a favor de un mayor déficit fiscal, ignorando los costos que éste entraña en términos de inflació

n y endeudamiento.

La necesidad de consensos básicos en la toma de decisiones es más que evidente. Pero esos consensos también tienen que ser financiera y fiscalmente responsables. La reforma fiscal que propuso el gobierno hace varios meses ha ido transformá

ndose poco a poco en una iniciativa meramente recaudatoria. Si bien la propuesta gubernamental podía ser mejorada y corregida en sus excesos, su gran virtud era que al menos intentaba una racionalizació

n de los impuestos de manera tal que hubiera menos espacios para el abuso, la evasión y la corrupción. El riesgo de una reforma fiscal que deje agujeros demasiado obvios y grandes es que el fisco acabe cobrándole más a los que ya de por sí

pagan impuestos (como siempre ha sucedido), sin que disminuya la evasión. Un consenso fundamentado en este tipo de esquema sería no sólo irresponsable, sino contraproducente.

La democracia mexicana está avanzando por los únicos reductos que tiene a su alcance. Aunque hay llamadas por legitimar acciones violentas y extra institucionales (como los bombazos recientes), la mayorí

a de los actores las ha reprobado, sancionando el actuar gubernamental en la materia. De la misma manera, a pesar de los exabruptos de diversos legisladores y de sus manifestaciones tragicómicas (y un tanto primitivas) a lo largo d

e la lectura del Informe, la abrumadora mayoría de ellos mostró una inusitada institucionalidad, un respeto a las formas y a la investidura presidencial. El gran ausente en todo esto es el ciudadano que no tiene más ví

a de influencia que su voto y cuyas preferencias – en materia fiscal o en cualquier otra- son ignoradas por los que se dicen sus representantes. No cabe la menor duda de que ningún ser humano va a estar a favor de pagar má

s impuestos. Pero la función del representante popular también es una de liderazgo y esa función prácticamente nadie la está realizando. Los miembros del Congreso optan por sus preferencias ideoló

gicas en lugar de atender inteligentemente a sus representados (en contraste con el caso de California). A la larga, ningún consenso va a prosperar si no contempla pesos y contrapesos no sólo entre el presidente y el congreso, sino tambié

n entre la ciudadanía y los legisladores. Por eso, una profunda reforma política que redefina al sistema político y establezca las bases de su desarrollo en la nueva realidad sería la mejor protección no só

lo para el ciudadano, sino para el desarrollo estable del país en general.

La conformación de un consenso, o de un acuerdo político, sobre los objetivos, prioridades y mecanismos para la toma de decisiones entre los partidos polí

ticos es algo que debe ser bienvenido. Los discursos, en substancia y tono, de los representantes del PRI, del PAN, de la presidenta del Congreso y del propio ejecutivo el día del Informe presidencial sugieren que hay la voluntad polí

tica para establecer puentes y construir los fundamentos de un sistema político más funcional y equilibrado. La idea de un consenso sobre procedimientos constituye, en cualquier sistema político, la esencia de la interacció

n respetuosa entre posturas distintas que reconocen que sólo en conjunto es posible avanzar y lograr los objetivos partidistas y personales. Implica, en nuestro caso particular, que las fuerzas políticas, al menos las má

s responsables y avanzadas, han llegado al reconocimiento de que ninguna puede avanzar si todas no jalan parejo. Si el Informe constituye la primera evidencia de que se está avanzando en esa dirección, los primeros nueve meses del gobierno habrá

n sido muchísimo más productivos de lo que cualquiera pudo haber llegado a imaginar.

Luz ámbar

El gobierno parece empeñado en establecer precedentes econó

micos de alto riesgo. La expropiación de los ingenios ya fue interpretada como una salida fácil para empresarios que andan endeudados y en problemas. Igual, los empresarios del acero y los productores de piña, seguro un cultivo estraté

gico, acaban de obtener aranceles compensatorios para enmascarar su incompetencia. De seguir por ese camino, al que se suma la VW, el gobierno va a acabar alterando los precios relativos de la economí

a, y con ellos, las expectativas de un crecimiento económico alto y sostenido.

 

El riesgode la inercia

El gobierno prometió grandes cambios, pero los meses pasan y, pronto, dejará de tener la posibilidad de hablar del pasado sin referirse a sí

mismo. La inercia es apabullante y constituye un riesgo creciente. Por supuesto, no todas las inercias son malas: en un sinnú

mero de instancias la continuidad entre el gobierno anterior y el actual se ha traducido en enormes beneficios, como lo muestra la fortaleza del tipo de cambio, el hecho de que México no haya caído presa del efecto tango, como le ocurrió

a Brasil y, más importante, que la tan temida transición política se diera sin violencia ni aspavientos. Las ventajas de la inercia son enormes, pero también lo son sus perjuicios. Para la mayor parte de los mexicanos se vuelve cada vez má

s difícil separar el gobierno anterior del actual. Empieza a crecer la sensación, al estilo de Lampedusa, de que todo cambió para que todo permaneciera igual. Pero ese no es el riesgo más grave. El verdadero riesgo resi

de en que acabemos peor de como empezamos. De no actuar en diversos frentes podemos terminar como Argentina, en crisis y sin opciones.

El gobierno actual no es culpable de los males que existen en el país y, a diferencia de sus predecesores (que, por asociación partidista, heredaban lo bueno pero tambié

n lo malo), nadie supone responsabilidad alguna sobre el pasado. Pero la abrumadora mayoría de los mexicanos, igual los que votaron por Vicente Fox que los que no lo hicieron, tiene carencias y demandas con

cretas que requieren respuestas. El riesgo para el nuevo gobierno reside en que todos esos mexicanos lo acaben viendo como otro más del montón y no como aqué

l que dio inicio a una nueva era, tal y como pretende ser considerada la presente administración.

Independientemente de cómo acabe siendo el desempeño del actual gobierno, el hecho de que éste emane de un partido distinto al PRI entraña, en sí mismo, el inicio de una nueva era para el país. Pero la presidencia se ganó

para llevar a cabo un cambio y no para perseverar en un proyecto político que los propios electores desecharon. La oferta presidencial incluía no sólo programas específicos en diversas áreas sino también – y má

s importante- una nueva manera de hacer las cosas. Sin embargo, todo esto ha sido mucho más difícil de lograr de lo que suponía el gobierno gracias a la combinació

n de una extraordinaria complejidad en las labores gubernamentales, la inevitable inexperiencia que caracteriza al equipo gubernamental y, particularmente, la diversidad de objetivos, grupos, intereses y posturas que conformaron la coalició

n que organizó el entonces candidato Fox. Estas circunstancias han contribuido a que la inercia se haga cargo del volante del automóvil gubernamental.

A estas alturas ya es evidente que el gobierno del presidente Fox no va a poder cambiar al país tanto como pretendía. Eso ya era obvio para todos los mexicanos en el momento de depositar su voto y aún meses después, segú

n muestra el seguimiento de las encuestas. En este sentido, la problemática que enfrenta el gobierno tiene menos que ver con el logro de determinados propósitos que con la creciente sensación de que no está al mando, es decir, que no está

logrando dejar su propia marca en la vida del país. Quizá el mayor problema es que el presidente Fox no ha logrado imprimir un derrotero claro, un sentido de dirección específico. Esto resulta, al menos en parte, de esa noció

n abstracta y vaga de “cambio” que prometió en campaña, pero también es visible en la aparente incapacidad de avanzar al menos en unos cuantos temas que, a la larga, acabarían haciendo una gran diferencia.

Algunos de los temas clave del momento son por demás obvios y exigen acciones concretas para poder articular coaliciones legislativas que permitan avanzar la agenda presidencial. Entre estos se encuentran algunos como el de la consolidació

n de la democracia y el estado de derecho (con todo lo que eso implica en términos de reconocer la legitimidad de todos los actores políticos y el desarrollo de la estructura legal y profesional para hacer cumplir la ley), pero también aqué

llos que el presidente identificó desde el principio: educación, seguridad y crecimiento económico. A la fecha, sin embargo, no hay un programa convincente con el que toda la población se sienta identificada en esas u otras á

reas. Lo que es peor, ni siquiera hay un consenso dentro de su propio gabinete sobre el camino a seguir. Por ahí sería necesario comenzar.

Las iniciativas que adopte el gobierno no pueden ser má

s de lo mismo, pero tampoco pueden partir de un conjunto de deseos e ilusiones sin fundamento en la realidad. Visto desde esta perspectiva, los tropiezos legislativos que ha sufrido el gobierno a la fecha no son más que anuncios de los lí

mites que impone e

sa realidad. Sin embargo, nada impide que el presidente reduzca las restricciones que ahora existen. De hecho, muchas de esas restricciones son autoimpuestas, producto de las contradicciones que se presentan entre los miembros de su gabinete y de la falta

de definiciones claras y especí

ficas sobre temas que han sido debatidos internamente hasta el cansancio -como el del manejo que se debe hacer del pasado- pero que no han conducido a decisiones firmes y definitivas por parte del ejecutivo. El punto no es qu

e las decisiones deban ir en una dirección o en otra, sino que éstas tienen que tomarse y, una vez que se hayan tomado, tiene que desplegarse la capacidad para obligar a que todos los integrantes del gabinete se ciñ

an a las mismas. A la fecha no hay decisiones, ni la disciplina para hacerlas viables.

Por décadas, el país vivió inmerso en un conjunto interminable de círculos viciosos. Aunque seguramente nadie diseñó el sistema con el propósito de generar obstáculos en lugar de soluciones, no cabe la menor d

uda de que los criterios que guiaban las acciones y decisiones de los constructores del sistema priísta hicieron que esto así ocurriera. En lugar de perseguir grandes cambios cosméticos, el gobierno del presidente Fox deberí

a abocarse a romper con esos vicios. Eso haría mucho más exitosa su gestión. Aunque en principio parece una tarea titánica, ésta es menos compleja de lo que aparenta. La mayoría de los problemas que enfrenta el ciudadano comú

n y corriente se remite al exceso de discrecionalidad con que c

uentan la burocracia. En lugar de facultades definidas y concretas, las leyes y regulaciones que caracterizan a nuestro sistema legal tienden a conferirle a la autoridad facultades tan amplias que generalmente derivan en arbitrariedad. Cuando un buró

crata puede incidir, aunque sea indirectamente, en la viabilidad de un proyecto de inversión, u obligar a un ciudadano a volver a formarse en una cola interminable porque le faltó un documento para finalizar un trámite, su capacidad de extorsi

ón es infinita. Eliminar esas facultades arbitrarias implicaría mejorar la vida de la mayoría de los mexicanos al facilitarle su actividad cotidiana y al darle un golpe definitivo a una de las fuentes más perniciosas y molestas de corrupció

n.

Pero los círculos viciosos no se agotan en la relación cotidiana entre los ciudadanos y la burocracia. La educació

n se ha convertido en un enorme cuello de botella para una infinidad de mexicanos que tiene enormes aspiraciones, pero pocas posibilidades de hacerlas realidad debido a la pésima educación básica que recibieron. La infraestructura es una vergü

enza como lo ilustra nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo en torno a la inversión requerida para generar electricidad, así como el pésimo estado de un buen número de calles y ca

rreteras, por no hablar de aeropuertos saturados como el de la ciudad de México. La inseguridad pública es motivo no sólo de quejas y temores por parte de los mexicanos y de un sinnú

mero de inversionistas potenciales del exterior, sino que se ha convertido en un impedimento estructural al desarrollo. Aunque el gobierno actual no es culpable de esta situación, sus declaraciones al respecto tienden a ser cada vez má

s parecidas a las de sus predecesores: el problema, dicen, es menos grave de lo aparente, sobre todo porque así lo sugieren las estadísticas. El hecho es que el problema es tan grave que tiene paralizada a una buena parte de la població

n y el gobierno federal, como un buen número de sus contrapartes estatales y municipales, no tiene una política idó

nea para enfrentar el problema. Los meses pasan y los problemas que antes eran de otros ahora comienzan a ser suyos y, en algunos meses, la población va a comenzar a responsabilizarlo.

Por la naturaleza del sistema político que nos caracterizó por décadas, el país se rezagó en temas tan vitales como el de la democracia, la participación ciudadana, los pesos y contrapesos y la negociación polí

tica. El cambio producido por las elecciones del año pasado fue enorme y sacudió a todos los mexicanos por igual, cambiando los esquemas que hasta entonces existí

an. El problema hoy es que tenemos que aprender a vivir y funcionar en un contexto político totalmente distinto y enfrentarnos a problemas nuevos pero con las estructuras del pasado. Es como pelear una guerra del siglo XXI con armas del siglo XIX. La

única manera de dar un salto y colocarnos en el momento actual es a través de un liderazgo presidencial efectivo, apoyado en un gabinete bien coordinado, que persigue un derrotero claro y que no pierde tiempo resolv

iendo conflictos internos sobre temas centrales de la administración.

El liderazgo presidencial ha sido excepcional en sus primeros meses, pero se ha orientado menos a construir el país del futuro que ha mantener las expectativas de los mexicanos respect

o a ese futuro. Para ser exitoso, el gobierno tiene que actuar en ambos frentes: debe definir las prioridades y hacerlas acatar al interior de su administración, a la vez que convence a los mexicanos de su trascendencia e importancia. La evolució

n reciente de Argentina pone de manifiesto los enormes costos, en términos de empleos y bienestar, que ocasiona la reticencia de los polí

ticos a enfrentar los problemas a tiempo (en este caso particular, el referente al tema fiscal). La experiencia argentina debería obligar a los mexicanos – desde el presidente de la república hasta el ciudadano má

s modesto- a reflexionar sobre el camino que, de facto, estamos adoptando. Sería muy triste que esta administración, que sin duda marca un hito en nuestra historia política

moderna, concluya con una crisis por nuestra incapacidad de llegar a acuerdos en lo más elemental.

 

La nueva complejidad estadounidense

Luis Rubio

El país con el que México inició la negociación del TLC acabó siendo muy distinto a aquel con el que la concluyó. El fin de la Guerra Frí

a, al que dio lugar la liberalización gradual que experimentó la Unión Soviética a mediados de los ochenta y su sepultura legal en 1991, alteró el orden que se construyó al finalizar la segunda guerra mundial, modificando no só

lo las relaciones internacionales, sino también la política interna de las potencias que emergieron de ese conflicto. Las prioridades estadounidenses durante las cuatro décadas de la Guerra Frí

a fueron transparentes, permitiendo que se definieran con toda claridad sus relaciones internacionales. Puesto en términos llanos, era simple determinar quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos. El fin de la Guerra Fría acabó

con esas certezas, abriendo la puerta para que las diferencias y disputas domésticas emergieran y dominaran la agenda de política internacional, tal y como se evidenció en el proceso de aprobació

n del TLC. Para los estadounidenses nunca antes había sido más vigente la máxima de Clausewitz en el sentido de que la política exterior es una extensión de la política interna.

En la sociedad norteamericana conviven posturas políticas, filosóficas e ideológicas muy contrastantes y esto ha sido cierto desde su conformación como el primer nuevo país

en el siglo XVIII. La conquista del oeste y la doctrina Monroe, la guerra con México y la relación con las potencias europeas tuvieron lugar en el contexto de esas disputas tanto filosóficas como políticas en las que tambié

n intervinieron modelos contrapuestos de desarrollo entre el sur y el norte, así como la Guerra Civil, la esclavitud y la emancipación. Las visiones de Hamilton, Jefferson y Madison, por citar a tres de los má

s preclaros debatientes de las primeras décadas, reflejaban concepciones contrastantes del desarrollo, de la relación entre el ciudadano y el gobierno y, en general, de la vida misma. Además, el país se había creado con la idea de e

vitar la corrupción que venía del viejo mundo, lo que acentuaba su tendencia al aislacionismo. Esa diversidad de posturas llevó a que Estados Unidos adoptara una postura neutral al inicio de la primera guerra mundial y la mantuviera así

, incluso, veinte años después, cuando Alemania invade a Polonia, desatando el segundo conflicto bélico mundial del siglo XX. Las tensiones de entonces han vuelto a ver la luz, con importantes implicaciones para el resto del mundo.

Las dos potencias que resultaron ganadoras de la segunda guerra mundial muy poco después entraron en conflicto. La Guerra Fría, que inicia propiamente en 1948, habría de caracterizar las cuatro dé

cadas siguientes. A lo largo de ese periodo, virtualmente todas las decisiones de política exterior de Estados Unidos se evaluaban a la luz de su conflicto con la URSS. El apoyo de una de las dos potencias a un determinado grupo polí

tico o guerrillero en Angola o América Central, por citar dos casos históricos, entrañaba, ipso facto, el apoyo de la otra nación a los adversarios. La rivalidad este-oeste dominaba la polí

tica exterior de ambas potencias y el resto del mundo se alineaba con alguna de ellas o hacía lo posible por sobrevivir explotando la rivalidad misma, como intentaron las naciones que se vincularon en el llamado grupo de los 77, que hací

a gala de su no alineamiento. Las naciones occidentales, en particular las europeas así como Japón, por lo general subordinaban sus diferencias políticas o filosóficas, con frecuencia agudas, a la lógica del con

flicto bipolar. De haberse negociado el TLC en la era de la Guerra Fría, su aprobación seguramente habría sido cuestión de un proceso sencillo y sin mayores consecuencias, toda vez que se habría inscrito en la lógica del momento.

En lugar de unir a los estadounidenses en sus objetivos de política exterior, el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de una potencia dominante han conducido a una fractura interna o, más bien, al fin del consenso en materia de polí

tica exterior. Las posturas tradicionales de la derecha, que se asume como la triunfadora de la guerra fría y que se expresa a través de clichés como el que articuló Ronald Reagan del “imperio malvado”

, han cobrado vitalidad en la administración de George W. Bush, y esto se pueden observar sobre todo en su creencia de que los conflictos a nivel mundial se pueden reducir a la adopció

n de soluciones de fuerza. Por su parte, la izquierda norteamericana, ahora encabezada por activistas del movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam en los sesenta y

setenta, cree de manera ferviente que la lucha en favor de la democracia y los derechos humanos acabó erosionando a la mayor potencia comunista de la historia. Las dos corrientes filosóficas que han dominado la polí

tica exterior norteamericana, la de los idealistas y la de los realistas, han vuelto a la escena, disputándose cada decisión en lo individual.

Las disputas tanto filosóficas como de intereses concretos en Estados Unidos son, como en todos los países del mundo, la esencia de la vida política. No hay debate fiscal o legislativo de cualquier género que no involucre confrontació

n de intereses y objetivos. Los sindicatos presionan a favor de determinada iniciativa, en tanto que los ecologistas se oponen, las empresas multinacionales apoyan determina

do tratado entre dos naciones, en tanto que los miembros de la derecha conservadora lo rechazan. Dada esta diversidad de intereses en disputa, fue excepcional que la política exterior mostrara esa relativa homogeneidad. La ló

gica de las decisiones en esa materia era casi siempre transparente y las disputas relativamente menores. Ciertamente habí

a disputas sobre temas clave para uno u otro grupo, como ejemplifican casos tan variados como los tratados para el control de armas nucleares, el reconocimiento de China o la política hacia Taiwán, el restablecimiento de relaciones diplomá

ticas con Vietnam o el embargo a Cuba. Pero el punto es que la lógica que caracterizó a su política exterior ha desaparecido.

De esta manera, la política exterior estadounidense ha adquirido características muy distintas a las que tuvo a lo largo del periodo de confrontación con la Unión Sovié

tica. El TLC fue de las primeras manifestaciones de esta nueva realidad: luego de décadas de una unidad relativamente fuerte en temas que habrían sido manejados bajo la lógica de la política exterior de entonces, resultó

inusual la disputa que el asunto generó entre los intereses internos de la sociedad norteamericana. Pero ese sería sólo el comienzo: pronto seguirían debates igual de candentes,

como el que se da anualmente en torno al otorgamiento de los derechos de “nación más favorecida” a China (tema comercial clave para el funcionamiento normal de su comercio exterior), el rescate mexicano de 1995, la certificació

n en materia de drogas y el otorgamiento de facultades al presidente estadounidense para negociar tratados comerciales con otros países, lo que antes se conocía como fast track

. Todos y cada uno de estos asuntos de orden internacional han concitado disputas políticas internas que reflejan la ausencia de un consenso en la élite política. De hecho, los temas internacionales o, en otros té

rminos, los asuntos internos de otros países se han convertido en asuntos de disputa dentro de Estados Unidos. Es en este contexto que debemos entender las discusiones que se dan en la actualidad en aquel paí

s respecto a temas que nos incumben directamente, como el acceso de los camiones de carga o la liberalización migratoria.

Del relativo simplismo en la política exterior norteamericana se ha pasado a una situación de enorme complejidad. Las nueve administraciones estadounidenses durante la era de la Guerra Fría imprimieron su sello particular en la polí

tica exterior; algunas mostraron una línea dura (como John Foster Dulles con Eisenhower), en tanto que otras presentaron una cara amable (como la de Jimmy Carter), pero todas siguieron la lógica del poder dentro de la confrontació

n este-oeste. El poder legislativo era sumamente influyente en la conformación de las opciones que tenía frente a sí el poder ejecutivo, pero rara vez actuaba de una manera coartante. Esto ha cambiado radicalmente: ahora, el congreso no só

lo se dedica a legislar en materia de política exterior, lo que incluye temas como el de los narcóticos, sino también impone sanciones a diversos países por un sinnúmero de razones que van desde la violació

n a los derechos humanos o la ausencia de prácticas democráticas (como en Myanmar), hasta el maltrato de conciudadanos en el interior de terceros países, como es el caso de los albanos de Kosovo

en Serbia y ahora Macedonia. Lo importante es que este tipo de acciones legislativas – igual sanciones que apoyos económicos a diversos países- responden a grupos de interés particular dentro

de Estados Unidos. Cualquiera que sea la preferencia de los legisladores en lo individual, su dependencia a estos grupos de interés en sus distritos, sobre todo en tiempos de campañ

a, los ha hecho sumamente vulnerables. En este contexto, no es casual que la política exterior haya dejado de ser un gran espacio para el d

esarrollo de los grandes estrategas como Kissinger o Brzezinski, para convertirse en el centro de las disputas de los grandes lobbies internos: igual los sindicatos que los descendientes de polacos, el lobby judí

o o los intereses multinacionales, los cubanos de Estados Unidos y los grupos ecologistas o de derechos humanos. La política exterior norteamericana consiste, cada vez más, en la negociación entre intereses y grupos de presión internos.

Todo sugiere que la propensión de la política exterior norteamericana a la adopción de medidas unilaterales no puede más que acentuarse en los próximos años. Sin duda, nuestra nueva carta de presentació

n, la democracia, constituye un atenuante de extraordinaria trascendencia para muchos de los embates que inevitablemente experimentará nuestra diplomacia en su interacció

n con Estados Unidos, sobre todo ahora que los temas en disputa tocan poderosos intereses internos, como es el caso de la migración, los transportistas y los beneficiarios de la ayuda externa. La única manera en que naciones como México podrá

n negociar de manera efectiva con los estadounidenses en esta nueva realidad es jugando en su propia cancha, es decir, haciendo representar, y asegurando que estén presentes, nuestros intereses en el corazón de los debates internos de aquel país.

 

Después de Tabasco

Tabasco no fue el parteaguas que muchos anticipaban. El PRI ganó las elecciones y eso evitó la conflagración en su interior y con el gobierno federal. Pero, en realidad, lo único que el triunfo priísta consiguió fue postergar el día en que los priístas comiencen a  enfrentar las consecuencias de su derrota electoral del año anterior. A partir de entonces, los priístas han hecho de cada elección local una prueba de hombría, convirtiendo al país y al proceso político en general en rehenes de sus humores políticos y de su capacidad o incapacidad para transformarse. Los dilemas que enfrenta el PRI no son fáciles ni atractivos, pero a todos nos conviene que los enfrente y resuelva a la brevedad posible. Paradójicamente, Tabasco abre una oportunidad para que ese proceso empiece a cobrar forma.

 

El viejo PRI creció y se desarrolló en un México que ya no existe. Desde su fundación, el Partido Nacional Revolucionario nació para gobernar y, más exactamente, para ser un instrumento del gobierno. En esa organización se incorporaron centenas de grupos, partidos, asociaciones, sindicatos y otras entidades entonces existentes. El PNR, pero sobre todo sus dos sucesores, el PRM y el PRI, fueron creados para institucionalizar el conflicto político y, a la vez, para ejercer el control sobre una población diversa, dispersa y propensa al conflicto. Aunque el partido tuvo rasgos claramente autoritarios, sus principales instrumentos de acción fueron la cooptación y la explotación de intercambios (lealtad al sistema a cambio de beneficios, o la promesa de beneficios, tanto económicos como políticos) más que el uso de fuerza. La centralización inherente al partido se convirtió en mantra y el resultante fortalecimiento de la institución presidencial permitió un gobierno eficaz por muchas décadas. Uno puede cuestionar los usos que se hizo del partido o del poder, pero no cabe la menor duda de que el PRI fue un factor excepcional de estabilidad para el país por muchas décadas, algunas de ellas sumamente fructíferas.

 

El tiempo acabó siendo el peor enemigo del PRI. En lugar de evolucionar, el partido se estancó; en lugar de adecuarse a los cambiantes vientos y necesidades de la población mexicana, el partido se aferró a sus formas y dogmas; en vez de transformarse y modernizarse, el partido  mantuvo una visión del mundo que dejó de ser compatible con los cambios que ocurrían dentro y fuera del país, con el surgimiento de los movimientos Eurocomunistas, con la caída del Muro de Berlín y con el nacimiento de la Tercera Vía en Europa. Aun cuando el gobierno comenzó a reformarse, el partido se quedó atrás. Lo peor de todo para el PRI fue que la transformación del gobierno (sobre todo en materia económica) se hiciera a sus expensas: el gobierno se apalancó en el partido para llevar a cabo las reformas económicas pero nada hizo por sacar al PRI de su estado de inanición, lo que tuvo el efecto de profundizarlo. El PRI no sólo no se transformó, sino que se convirtió, al mismo tiempo, en el instrumento indispensable para llevar a cabo las reformas y en su peor detractor. Esta situación destruyó sus bases de apoyo y le hizo perder todavía más legitimidad.

 

La derrota del PRI en el año 2000 tiene un sinnúmero de explicaciones tanto coyunturales como estructurales. El lado coyuntural es el más picante, pero también el menos importante: que si un candidato era bueno y otro malo, que si la estrategia era la adecuada o si no, que si la oposición tenía un candidato no tradicional, que si los conflictos al interior del PRI impactaron el resultado. La coyuntura explica el momento, pero la percepción generalizada en aquel momento era que el PRI no ofrecía nada nuevo, que el “nuevo PRI” no podía desvincularse del viejo y que las realidades nacionales exigían respuestas distintas a los problemas. Pero quizá lo más significativo del PRI en estos momentos es que la mayoría de sus integrantes todavía no puede asimilar el hecho de su derrota o las consecuencias de la misma. Para muchos priístas lo único que cambió fue el partido en el gobierno y no el sistema en su conjunto.

 

La gran diferencia entre los gobiernos de antes y los del futuro, comenzando por el del presidente Fox, es que ya no hay una conexión estructural, de dependencia, entre el presidente y un partido concebido y construido para ser hegemónico. Justamente lo que desapareció el dos de julio del 2000 (después de una década de estarse erosionando) fue el carácter hegemónico del PRI. El problema es que la mayoría de los priístas no puede concebir la vida política sin un partido único y hegemónico. Cada vez que los priístas enfrentan un reto –igual un debate legislativo que una elección estatal- su respuesta tiende a adquirir tonos más cercanos al chantaje y la extorsión que a los que caracterizan a un partido maduro, con operadores serios y experimentados y con capacidad real de competir por el poder. Puesto en otros términos, más allá de la diversidad de individuos que lo integran, el PRI sigue viviendo en un México que ya quedó atrás y que nunca, incluso si retornaran al poder, volverá a ser el mismo.

 

Los dilemas que el PRI enfrenta dicen mucho de la dinámica interna del partido. Los priístas encuentran refugio y unidad en su oposición a otros, comenzando por el gobierno de Fox, porque sus diferencias internas son agudas. Si bien hay muchos temas e ideales que los unen, sus puntos de conflicto son reveladores, como muestran sus dificultades para definir un nuevo liderazgo o para abrir el proceso de elección de su secretario general. La ausencia del caudillo, del guía que concilia intereses y establece derroteros, ha favorecido el surgimiento de toda clase de fuerzas e intereses, pero también ha hecho evidente la ausencia de mecanismos para la conformación de coaliciones y la articulación de intereses. Esto deja al PRI vulnerable en al menos dos frentes: por un lado, no es evidente que el partido vaya a lograr mantener una estructura nacional. Sin un liderazgo nacional fuerte y legítimo, el PRI puede convertirse muy pronto en una colección de partidos regionales que se fortalecen a la par que lo hacen los gobernadores de los respectivos estados. Por el otro, una de las características más reveladoras de la problemática del partido se puede observar en la edad promedio de sus militantes, que contrasta con la juventud relativa de la población del país (y, no menos importante, con la de los miembros del PAN). Los priístas ven el futuro añorando el pasado.

 

A los ojos de muchos miembros del PRI, la elección de Tabasco constituía un hito fundamental, una prueba de la disposición del gobierno federal de respetar el voto popular. Partiendo del supuesto de que el primer presidente no priísta en décadas tenía la misma capacidad de manipulación que sus predecesores, los priístas estaban decididos a todo, como si fueran los panistas o perredistas de los ochenta. Uno puede especular qué hubiera sucedido de haber perdido el PRI la elección a la gubernatura de Tabasco, pero lo crucial es evaluar la posibilidad de que el partido se apalanque en este triunfo para transformarse o, en su defecto, que pronto se olvide de esta justa y permanezca en la indefinición, esperando la próxima elección, esta vez la de Michoacán, que promete ser igualmente disputada, para volver a convertir al país en rehén de su frustración.

 

Una opción es que los priístas exageren el significado su triunfo en Tabasco, aun a sabiendas de que, en el contexto más amplio de los retos que el PRI tiene frente a sí, éste no fue tan trascendental. La otra es que reconozcan que, en esta nueva etapa, igual se puede ganar que perder, pero que la clave del triunfo se encuentra en la fortaleza del partido más que en el desempeño del gobierno federal, la capacidad de manipulación del presidente (y, en su caso, su disposición a emplearla) o la dinámica de la competencia en cada instancia. No cabe la menor duda de que cada contienda electoral tiene sus propias características y que un partido puede ganar o perder por una multiplicidad factores, independientemente de la fortaleza o debilidad que presente su estructura interna. Pero si un partido es capaz de renovarse y de responder a los reclamos, necesidades, preocupaciones y demandas de la población en lo general, tiene una enorme ventaja inicial. Eso es lo que hizo posible que Tony Blair ganara su primera elección en Inglaterra o que Vicente Fox lo hiciera en México: en ambos casos, el partido en el poder era percibido por el electorado como distante de la realidad cotidiana.

 

La elección de Tabasco ha sido interpretada como un gran triunfo del exgobernador Roberto Madrazo, a quien ya muchos postulan para la presidencia del partido. Más allá de las virtudes o defectos de la persona, lo que muchos priístas parecen ver en Madrazo es el potencial de un liderazgo fuerte y duro. De hecho, muchos de los miembros más recalcitrantes del partido ven en Madrazo la oportunidad de adoptar una postura de choque frente al gobierno federal. Es decir, justo cuando lo que el partido necesita es apalancarse en su reciente triunfo electoral para procurar un cambio profundo y radical, la propuesta de cambio en su liderazgo se reduce a un intento de retornar a un pasado que es imposible revivir. De hecho, a pesar de su reciente triunfo, de perseverar por la senda adoptada desde hace un año, sus prospectos de largo plazo son cada vez peores, en detrimento del partido y, por su importancia numérica, al menos hasta hoy, también del país.

 

En realidad, el resultado electoral de Tabasco le ofrece una gran oportunidad tanto al PRI como al propio Madrazo. Por su trayectoria como un fuerte defensor de las tradiciones priístas y por su reciente triunfo electoral, Madrazo se perfila como un candidato capaz de remontar la complejidad que los liderazgos reales del PRI han creado a partir de la elección federal del 2000. De lograr lo anterior, el exgobernador tendría la oportunidad de tomar el liderazgo del partido y encabezar un movimiento interno de reforma que transforme al PRI en un partido moderno, competitivo y visionario. Un partido que mire al futuro y rompa de una vez por todas con el pasado.

Hank

Lo fácil es identificar a Carlos Hank con el viejo PRI y tildarlo de dinosaurio, con todo lo que eso implica. Pero en el México moderno no ha habido otro político con su talento, visión, carisma y habilidad.

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