Hoy, como en 1942, México tendrá que definirse frente a Estados Unidos. El ataque terrorista que sufrió la nación vecina esta semana va a transformar al coloso del norte de una manera dramática e inmediata y es previsible que los norteamericanos –sociedad y congreso- cierren filas tras su gobierno y esperen definiciones claras y precisas por parte de sus aliados alrededor del mundo: están con ellos o están contra ellos. Hoy, al igual que cuando México optó por declararle la guerra a Alemania luego del hundimiento del Potrero del Llano y del Faja de Oro, dos buque tanques mexicanos, unos meses después del ataque a Pearl Harbor, tendremos que definirnos y esa definición va a tener consecuencias que durarán décadas.
La relación de México con Estados Unidos siempre ha sido compleja y retorcida. La enorme diferencia de tamaños, riqueza y poderío habría sido suficiente para crear una relación difícil. En adición a lo anterior, los orígenes culturales de ambas naciones difícilmente pudieron haber sido más distantes. Como en su momento expuso Octavio Paz con su excepcional habilidad, los estadounidenses son hijos, en términos culturales y filosóficos, del movimiento de Reforma encabezado por Martín Lutero, en tanto que los mexicanos somos descendientes, también en términos culturales y filosóficos, de la Contrarreforma presidida por el Imperio Español. Además, la naturaleza expansiva del desarrollo norteamericano entrañó un choque territorial en el siglo XIX que desde entonces los mexicanos cargamos como un pesado agravio. Con esa historia, no es difícil explicar la naturaleza defensiva y distante, compleja y reticente que ha caracterizado a nuestra política respecto a Estados Unidos.
Aunque el ataque terrorista que sufrieron los norteamericanos esta semana no cambia las circunstancias estructurales de la relación y de una vecindad tan contrastante, sí exige una definición cabal que no deje dudas de nuestra posición. La manera tradicional en que México ha esquivado las presiones estadounidenses –una abstención aquí, un voto a favor allá- no va a ser suficiente en esta ocasión. Con toda seguridad, los norteamericanos van a cerrar filas de manera absoluta y van a exigir el mismo tipo de definición al resto del mundo. El problema se complica por la naturaleza del ataque.
El ataque sufrido esta semana es tanto más espectacular por el hecho de ser tan poco sofisticado en su dimensión tecnológica. Justo en el momento en que los estadounidenses debatían la posibilidad (y viabilidad tecnológica) de montar un “escudo antimisiles” capaz de detener los ataques provenientes de naciones que solapan y promueven el terrorismo, la ofensiva perpetrada esta semana se organiza sin bombas, sistemas sofisticados de comunicación o conocimientos excepcionales. Una veintena de fanáticos fue suficiente para secuestrar un puñado de aviones, utilizarlos para derribar o dañar edificios clave por su importancia y simbolismo y desatar una cadena de hechos que hasta hace poco era sólo imaginada por especialistas que con frecuencia eran tildados de extremistas o por novelistas que parecían describir un mundo de ciencia ficción. La información disponible en este momento sugiere que los secuestradores ni siquiera emplearon métodos particularmente complicados para someter a la tripulación de los aviones: no portaban armas de fuego, sino implementos punzo cortantes que pudieron introducir a la cabina sin ser detectados por los aparatos de rayos x. En otras palabras, una operación muy bien concebida y organizada, pero por demás simple en su instrumental, cambió al mundo para siempre.
Además del enorme número de vidas perdidas, el ataque abrió una nueva era al terrorismo internacional. Ningún otro atentado había involucrado tantos ataques simultáneos a tantos puntos neurálgicos de un país. Lo típico de los ataques terroristas en el pasado había sido el secuestro de aviones, la colocación de bombas en lugares públicos (como restaurantes y discotecas) o el uso de carros bomba dirigidos a dañar ciertos objetivos (frecuentemente edificios públicos). La escala del ataque de esta semana inaugura otra era en la historia del terrorismo tanto por su magnitud como por su atrevimiento. Un dato histórico bien podría ser revelador de lo que es probable que siga: en Pearl Harbor, el ataque japonés del siete de diciembre de 1941, cobró alrededor de tres mil vidas, mismas que fueron suficientes para desatar la ira de los estadounidenses y para que cerrarán filas detrás de su gobierno. A partir de ese evento Estados Unidos entró a combatir en la Segunda Guerra Mundial y acabó consolidándose como la principal potencia mundial. Cualquiera que acabe siendo el número de víctimas de estos ataques, la cifra va a ser sensiblemente superior y sin duda tendrá un efecto similar al de Pearl Harbor en la psicología colectiva.
La pregunta importante es qué implica todo esto para nosotros. La nueva realidad norteamericana nos va a impactar de una manera por demás severa en los más diversos frentes. Cada uno de éstos amerita consideraciones específicas. Para comenzar, es anticipable que las líneas de ruptura que han caracterizado a la política norteamericana en los últimos años cambien de naturaleza. Por décadas, la guerra fría hizo posible que los estadounidenses separaran nítidamente sus conflictos internos de los internacionales. Aunque siempre hubo diferencias partidistas, en materia de política exterior la línea era clara cuando se trataba de sus aliados o sus contendientes. El fin de la guerra fría eliminó el punto de confrontación internacional e hizo florecer las diferencias internas en materia de política exterior. Ante las nuevas circunstancias, es de anticiparse que, al menos por un buen tiempo, los norteamericanos nuevamente cerrarán filas en este ámbito. Además, como se trata de un enemigo difícil de identificar y asir, las nociones de blanco y negro que caracterizaron a la era de la guerra fría van a ser mucho más imprecisas. Esto hará la vida muy difícil para los norteamericanos y mucho más para sus aliados.
Una consecuencia inmediata de esta nueva realidad será que los temas bilaterales para países aliados se volverán mucho más fáciles de resolver, tal y como ocurría en la era de la guerra fría. Es decir, no es inconcebible que, de definirnos como aliados claros e incondicionales ahora, los norteamericanos nos conciban como tales y nuestras negociaciones clave, como lo son en este momento las relacionadas con el tema migratorio, se resuelvan de manera favorable. Al mismo tiempo, sin embargo, la definición de aliado va a cambiar de manera radical. En la era de la guerra fría, la definición de aliado fue adquiriendo distintas tonalidades y categorías con el curso de los años. Mientras que los británicos gozaban de lo que presumían era una “relación especial”, los franceses encontraron maneras de distanciarse sin dejar de ser aliados. Al mismo tiempo, las naciones en desarrollo encontraron distintas maneras de acomodarse respecto a los grandes bloques internacionales.
A pesar de no ser aliados según las definiciones de la OTAN, sucesivos gobiernos mexicanos mantuvieron una gran claridad sobre la realidad geopolítica de nuestra vecindad. Aunque en ocasiones se experimentaron pequeñas o grandes rebeliones, sobre todo en las Naciones Unidas, respecto a la política norteamericana, como ilustran casos como el reconocimiento de China al inicio de los setenta, ningún gobierno mexicano jamás puso en entredicho los intereses estratégicos de Estados Unidos. Es decir, el país amplió su marco de acción diplomática tanto como fue posible sin afectar los intereses esenciales de nuestros vecinos.
Todo esto va a cambiar ahora. Es de anticiparse que cobrará un ímpetu inusitado la escuela de los realistas, para quienes lo que cuenta son los factores estratégicos y los intereses de largo plazo de las naciones y no las buenas intenciones. En este contexto, los cambios internos de Estados Unidos nos van a afectar de manera directa. A diferencia del tema migratorio, los temas internacionales, como podría ser un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, entrañarían definiciones muy específicas que no hubieran sido necesarias hace tan solo una semana.
En la nueva realidad que inauguraron los ataques terroristas de esta semana, la definición de aliado va a cambiar, sobre todo porque su contenido ya no va a poder ser meramente retórico. Mientras que en los tempranos días de la guerra fría bastaba con declararse anticomunista, ahora el sentido de alianza involucrará, al menos, un compromiso real y efectivo de controlar en forma cabal las fronteras del país. Nadie sabe a ciencia cierta, y seguramente nadie lo sabrá, si los responsables del ataque de esta semana entraron a Estados Unidos por tierra, por aire o por mar, pero no es inconcebible que hubieran entrado cruzando la frontera de nuestro país. Mientras exista la sospecha de que eso puede ocurrir, México no podrá ser considerado un aliado confiable. Algo semejante se puede decir del hecho de que no hayamos podido crear condiciones internas que hagan innecesario el recurso a la guerrilla. El punto es que no tenemos muchas opciones estratégicas más que acercarnos a Estados Unidos o aceptar un alejamiento. El primer camino, el acercamiento, entrañaría un sinnúmero de decisiones y acciones internas para ser efectivo. En juego se encuentran definiciones clave no sólo con respecto a Estados Unidos, sino a nosotros mismos: sobre la libertad, sobre nuestra pertenencia al mundo occidental, y sobre el tipo de futuro que deseamos construir. De optarse por el segundo, las decisiones y acciones serían otras, pero no de menor importancia o trascendencia económica y política. El advenimiento del terrorismo a la masa continental norteamericana tiene enormes implicaciones para nosotros y más vale que comencemos a entenderlas y a actuar en consecuencia.
Dada nuestra localización geográfica, los actos terroristas de esta semana nos dejan pocas opciones en cuanto a las definiciones estratégicas que tenemos que adoptar. Dado lo incierto e inasible del nuevo enemigo de Estados Unidos, nuestra alternativa es colaborar de manera integral con ellos, con las consecuencias estratégicas que eso entraña, o quedarnos al margen, con consecuencias igual de trascendentes. Se trata de una enorme disyuntiva que no podemos evadir. Cualquiera que sea la decisión gubernamental al respecto, su importancia difícilmente podría ser mayor.