Gobernar y consensar

Luis Rubio

Si bien la realidad política del país cambió de manera abrupta y definitiva con la derrota del PRI en el 2000, la política mexicana ha evolucionado hacia un híbrido que no es ni democrático ni autoritario, pero que ha acabado por someter las decisiones públicas a la voluntad del machete, la violencia y al absurdo afán de crear consensos imposibles. La ironía de nuestra realidad actual es que los viejos mecanismos de control autoritario han desaparecido, en tanto que no han surgido o consolidado aquéllos que normalmente se asocian con la vida democrática. Lo que cuenta es el poder puro, la fuerza.

En cierta forma, todo en el país conspira en contra de la construcción de un régimen político moderno y funcional. Los viejos gobiernos priístas, los de antaño, gobernaban con mano dura y no se tocaban el corazón para reprimir manifestantes o para encarcelar enemigos políticos. La ley se ajustaba a las necesidades del momento; los diputados y senadores alzaban el dedo siempre que se les solicitaba; los medios colaboraban sin chistar; las policías cometían atropello y medio, controlaban a los delincuentes y administraban la criminalidad y la población prefería voltear la cara antes de acabar siendo víctima de una vendetta. La economía crecía y todo parecía funcionar razonablemente bien. Los políticos -obviamente los priístas, pues el resto era, para fines de las decisiones que importaban, meramente decorativos- no tenían ni el menor incentivo para alterar sus formas o dudar de sus modos.

Las cosas comenzaron a cambiar en los sesenta y setenta, cuando los parámetros políticos y económicos se alteraron de manera definitiva. El movimiento estudiantil del 68 y, sobre todo, la manera violenta en que éste fue concluido, tuvo el paradójico efecto no sólo de deslegitimar el uso de la fuerza pública, sino de atemorizar a los propios políticos. Desde entonces, con algunas excepciones notables (como la llamada guerra sucia en los setenta), los gobiernos priístas temieron al uso de la fuerza pública y de ser acusados de represores. De esta manera, la dureza de los gobiernos de los sesenta y setenta acabó por provocar la debilidad creciente de los gobiernos priístas posteriores.

Lo paradójico y extraordinariamente peligroso del momento actual es que ese mito priísta que equiparaba el uso de la fuerza pública con represión, permeó al primer gobierno post-priísta, quien ya lo ha hecho suyo. Es evidente que en la medida en que las policías del país no sean totalmente reentrenadas y modernizadas, el uso de la fuerza pública para hacer cumplir la ley una de las funciones fundamentales de cualquier gobierno– será problemático y seguirá siendo justificable que el gobierno se muestre reticente en hacer uso de ese recurso. Sin embargo, esa reticencia tendría que estar acompañada de la convicción de que el uso de la fuerza es algo legítimo en un gobierno democrático. Al día de hoy, el gobierno rechaza el uso de la fuerza para hacer valer el orden, acepta que los machetes sean un medio legítimo para avanzar los intereses de diversos sectores de la sociedad y no ha hecho nada para ejercer una autoridad que legítimamente emanó de una elección indisputada, circunstancia que lo hace, o debería hacerlo, radicalmente distinto a sus predecesores.

Pero el problema, y la mitología, no se limitan al gobierno actual. El secuestro de un funcionario federal hace algunas semanas, por ejemplo, llevó a los tres principales partidos políticos a declarar que era imperativo atender las demandas de los secuestradores. La extorsión, ya sea en la forma de secuestros o machetes, se ha convertido en una nueva manera de hacer política. Ante la amenaza de violencia o inestabilidad, los políticos se olvidan, si es que acaso lo reconocen, que lo imperativo es construir las instituciones y formas de hacer política propias de la democracia y no las de ceder ante la menor amenaza o provocación. En la medida en que los políticos todavía gozan de alguna legitimidad porque sus similares argentinos, por citar un ejemplo extremo, ya la perdieron de manera definitiva- su responsabilidad fundamental reside en darle forma a una estructura institucional que empate con la nueva realidad política.

La paradoja del momento es, de esta manera, extraordinaria. Una porción abrumadora de la población mexicana incluyendo a muchos de los que no votaron por Vicente Fox- aplaudió el resultado electoral del año 2000, pero después de esto ni ciudadanos ni políticos se han preocupado por llevar a cabo los cambios que esa victoria requiere no sólo para hacer posible que el gobierno funcione con efectividad, sino también para evitar la violencia y la ingobernabilidad que a nadie convienen. En este contexto, se torna evidente el contraste entre nuestra realidad y la de otros países, como España y Chile, que lograron transiciones muy exitosas. En aquellos países, los gobiernos del antiguo régimen acabaron siendo mucho más conscientes de su responsabilidad que las últimas administraciones priístas, toda vez que, contra su mejor interés inmediato, crearon las instituciones que habrían de servir al menos de fundamento para la estabilidad e interacción políticas posteriores. En su afán por prolongar su reino, los priístas rechazaron todo avance institucional y prolongaron al máximo posible sus prebendas. El tiempo dirá si su estrategia de entonces, a la que se suma su actitud de rechazo a todo cuanto, en su pequeñez y puerilidad, podría ayudar al gobierno actual, les permite retornar al poder, pero el costo de su falta de visión de antaño y de hoy es ya desmesurado para el país.

Una explicación del comportamiento de políticos y partidos es que todos ellos se apegan a lo que les beneficia de manera directa y en el corto plazo. Esto es, los políticos, como todos los seres humanos, actúan de manera egoísta de acuerdo a los incentivos que tienen frente a sí. En la actualidad, todos esos incentivos les llevan a minar, estorbar y dificultar la evolución política del país. No importa el tema de que se trate, todos encuentran buenas razones para oponerse a la adopción de reglas de convivencia y, en general, a la institucionalización de la vida política. El tema de la llamada reforma del Estado, de suyo abstracto e indefinido, está empantanado por la búsqueda de ventajas de corto plazo que cada instituto político quiere para sí. Las iniciativas de ley más controvertidas están igualmente atoradas no porque sus méritos sean muchos o pocos, sino porque los partidos calculan cuál sería el beneficio o el perjuicio para el gobierno de la aprobación o rechazo de la misma. El punto es que prácticamente ningún político obtiene beneficio alguno por avanzar hacia la institucionalización política del país. Lo que es peor, la historia reciente les incentiva a todo lo contrario: a bloquear carreteras y organizar manifestaciones de macheteros, secuestrar políticos y amenazar con la violencia y la ingobernabilidad. Muchos políticos mexicanos se han vuelto funcionarios, diputados o alcaldes de día, y delincuentes políticos de noche. El país no puede avanzar de esta manera.

Lo que se requiere es un sistema político que empate el mejor interés de los políticos con el mejor interés del país. Un esquema de esa naturaleza haría que legisladores y políticos, funcionarios y peticionarios, encontraran pocos beneficios de actuar fuera del marco legal y castigos creíbles en caso de hacerlo. En la actualidad ocurre lo opuesto, no porque los políticos tengan mala fe o sean todos incompetentes, sino porque el sistema funciona al revés: premia la violencia y cede ante la extorsión. El mejor interés partidista y legislativo en la actualidad es negar la legitimidad del contrincante, ignorar a los votantes y a la población en general y cerrar los ojos ante la realidad. Nada les induce a pensar en el futuro.

Bajo esta lógica, no es casualidad que todo mundo apueste contra el gobierno. Es cierto que la sana competencia electoral conlleva una buena dosis de antagonismo y de cálculo sobre cómo restarle beneficios al contrincante a la vez que se maximizan los propios. Sin embargo, en el país hemos llevado esta lógica a extremos patológicos en donde el objetivo no es la convivencia sino la destrucción mutua. La pregunta es si hay algo que se pueda hacer al respecto o si, una vez embarcados en la lógica de la oposición a ultranza, tendremos que llegar a una crisis para poder reiniciar el proceso político desde el principio.

En este momento todos los partidos y políticos se encuentran haciendo su mejor esfuerzo para minar el futuro del país. De manera consciente o no, casi todo en la política mexicana conspira en contra de la estabilidad política y económica. A nadie parece importar el que el fracaso de unos constituya el fracaso de todos. En esto nadie se queda atrás, como ilustra el caso de los medios, que critican al presidente cuando, en un acto de pragmatismo poco común, reúne al PRI y al PAN para intentar lograr lo que es normal, natural y hasta elemental en una democracia: construir una mayoría legislativa.

La gran pregunta es cómo darle la vuelta a la situación actual. En ausencia del dictador capaz de imponer su voluntad, los políticos que hoy conspiran en contra de la estabilidad son los únicos con posibilidad de construir ese fundamento. En la vida democrática son las mayorías, y no los consensos, lo que hacen funcionar a un país. Pero cuando todavía no se alcanza la democracia, es imperativo lograr el consenso una vez, al menos una, para que sea posible que todos se sumen a un mismo proyecto. Hay que recordar que fue un consenso de inicio lo que hizo posible que el IFE se convirtiera en una entidad con credibilidad y autoridad. Exactamente lo mismo tiene que hacerse para adoptar el conjunto de reglas que hagan posible una convivencia política en la que el mejor interés de los políticos en lo individual corresponda al mejor interés del país. En lugar de desperdiciar el tiempo y el capital político en consensos absurdos e imposibles, lo urgente es construir ese consenso clave, para luego entrar de lleno en la lógica de las mayorías. El modelo del IFE sigue siendo el bueno.

 

Viejos y nuevos mitos

Luis Rubio

La ley y la costumbre establecen que el Informe anual de gobierno sirve para que el presidente explique la situación del país y dé un mensaje político. Algo de eso ocurrió el pasado domingo, pero la primera sesión ordinaria del Congreso también ofreció una ventana al estado que guarda la calidad de la vida legislativa en el país. Lo que se pudo observar es que hay avances muy importantes en el frente de convivencia y civilidad políticas, pero no así en los conceptos e ideas que animan a muchos de nuestros supuestos representantes. Más allá de las dificultades intrínsecas que enfrenta un proceso de transición y ajuste político tan complejo (y sin mapa) como el que nos ha tocado presenciar, la vida política mexicana está saturada de mitos que son tan dañinos que impiden al país prosperar. ¿Será posible desterrarlos en aras de nuestro desarrollo?

El segundo Informe del Presidente Fox evolucionó de manera casi normal. Luego de que por años estos actos, que antes solían llamarse solemnes, se caracterizaran más por el ruido, gritos e interpelaciones que por el mensaje o la información que vertían, el Informe de la semana pasada fue notable por el comportamiento razonablemente responsable de todos los involucrados. Desde luego que hubo algo de ruido, insultos y algunas pancartas, además de la retirada del contingente perredista luego del discurso presidencial; sin embargo, fue evidente el esfuerzo que todos los involucrados realizaron para darle seriedad a una sesión que hoy sirve para medir la temperatura de la civilidad política.

A pesar de los desplantes que tuvieron lugar, a nadie le puede quedar la menor duda de que los legisladores reconocen ya que el ruido, los desmanes y la incivilidad política tienen un costo frente a los electores. Mientras que hace un año los miembros del congreso se sentían propietarios de la sesión, hoy reconocen que la población los está observando. De hecho, en su primer Informe, cuando el presidente osó dirigirse a la población en lugar de limitarse expresamente a atender a su contraparte, el legislativo, la presidenta del congreso lo fustigó de manera severa. Esta vez fue notable el hecho de que, en sus discursos previos al arribo del ejecutivo, todos los partidos se dirigieron a la población en general. De esta manera, aunque la ceremonia tiene un palpable olor a naftalina y las formas son tan acartonadas que parecen haber sido diseñadas en algún soviet, los mexicanos podemos atestiguar que hay avances políticos importantes. En política, decía Jesús Reyes Heroles, la forma es fondo: los pequeños cambios de forma observados en el Informe, muestran un mar de cambios en el fondo.

Pero hay otra vertiente del Informe que no sólo no ha cambiado, sino que parece fortalecerse, si no es que retroceder. En sus aplausos y gritos, reclamos y gestos, los diputados y senadores mostraron una y otra vez su distancia, en ocasiones alarmante, respecto a la realidad. Aunque lo normal en la política democrática de cualquier país es atacar al contendiente, en ocasiones recurriendo al populismo más abominable, el Informe mostró a un congreso convencido de que la magia es posible, que la panacea existe y que cada uno de los partidos ahí representados tiene capacidades excepcionales para hacerla realidad. Más allá de la retórica partidista, la mitología política mexicana parece ubicua y nada sugiere que vaya a cambiar.

Tres temas planteados por el presidente merecieron el abucheo de los presentes en San Lázaro: los salarios reales, los recortes presupuestales y la soberanía. En los tres temas, muchos miembros del congreso fustigaron al presidente cuando escucharon algo contrario a lo que deseaban escuchar o tenían la certeza de que faltaba a la verdad (o, al menos a los prejuicios del legislador). Independientemente de que pueda haber perspectivas distintas o explicaciones diversas, todas ellas válidas, sobre cualquier tema, una característica que sin duda domina el debate legislativo es la ignorancia respecto a temas y variables fundamentales. Lo preocupante del asunto es que mientras no tengamos un entendimiento compartido sobre algunos de estos temas será imposible avanzar, independientemente de quién se encuentre en el poder.

En el debate sobre los salarios reales se confunden tres temas radicalmente distintos. El primero tiene que ver con el poder adquisitivo de los salarios; el segundo con el hecho de que hoy en el país existe una gran dispersión salarial y, en particular, que cada vez menos mexicanos perciben un salario mínimo. Finalmente, el tercer tema se refiere a lo fundamental: cómo elevar el ingreso de la población. En el debate político se mezclan estos temas de tal manera que es imposible dilucidar lo importante de lo banal y, sobre todo, encontrar soluciones realistas a los problemas del país. Nadie puede dudar que sería deseable observar un aumento en el ingreso promedio de la población; ciertamente, la mayoría de los mexicanos vive en condiciones paupérrimas. Sin embargo, la solución no reside simplemente en aumentar los salarios o transferencias, pues eso se traduciría de inmediato en inflación. De igual forma, cuando los diputados cuestionan con gritos y abucheos la afirmación presidencial de que los salarios reales se han elevado, en realidad están mostrando que sus deseos predominan por encima del análisis y la realidad. En la medida en que muchas negociaciones salariales como la del magisterio, el IMSS y la VW- se han traducido en incrementos muy por encima de la inflación, sobre todo ahora que ésta viene de bajada, los salarios reales efectivamente se han elevado. De hecho, los salarios reales en el sector manufacturero se han elevado tanto que ya hay muchas empresas que están contemplando cancelar sus operaciones o, en todo caso, realizar nuevas inversiones en otras latitudes, particularmente en China. Se trata de un problema por demás serio que amerita meditación, en lugar de abucheos, por parte de los señores legisladores.

Pero el punto medular es que no existe un consenso sobre los factores que podrían hacer posible la elevación del ingreso promedio de los mexicanos. Aunque un gobierno pueda elevar los salarios de sus empleados en un momento dado como ha ocurrido recientemente en diversas paraestatales-, la situación financiera de la federación es tan precaria que una acción en ese sentido pronto acabaría llevándonos a una crisis más. Mientras que en el pasado el gobierno tenía amplia latitud fiscal, hoy el presupuesto es por demás inflexible: una proporción abrumadoramente mayoritaria de los recursos de los que dispone el gobierno federal se transfieren a los estados (sin que medie ningún mecanismo de rendición de cuentas) o a pagar el servicio de la deuda. El margen de maniobra es casi inexistente. En este sentido, los reclamos que legisladores y partidos hacen al ejecutivo por los recortes presupuestales son, a final de cuentas, auto incriminatorias: hoy en día la federación tiene las manos atadas porque el propio legislativo ha dispuesto que transfiera enormes recursos a otros niveles de gobierno y por la falta de una reforma fiscal que eleve el ingreso y haga posible la consecución cabal de los objetivos del presupuesto. El punto es que, efectivamente, el país se está encaminando hacia un problema fiscal de largo plazo sin que los legisladores al menos lo reconozcan. Esa fue, precisamente, la actitud de los legisladores y gobernantes argentinos a lo largo de la década de los noventa, con consecuencias palpables, en forma violenta, para todos.

La gran pregunta que los mexicanos tenemos que hacernos y, confiadamente, algún día llegar a contestar al unísono, es cómo elevar el ingreso de la población. Aunque todo mundo tiene opiniones sobre la materia, los economistas hace tiempo que llegaron a una explicación que quizá no convenza a todos, pero que no por ello deja de ser absolutamente indispensable. Los ingresos reales, dicen los economistas, están directamente vinculados a la productividad. Es decir, los ingresos pueden elevarse más allá del aumento general de precios siempre y cuando se dé un aumento al menos igual en el número de bienes o servicios que se producen con cada peso invertido. En la medida en que se produce cada vez más con menos, los salarios se van elevando en términos reales. No hay magia al respecto ni necesidad de panacea alguna. La explicación de porqué países como Singapur o Corea se hicieron ricos justamente cuando nosotros nos empeñábamos en elevar el gasto público deficitario (las décadas de los setenta y ochenta), es precisamente porque en esas sociedades se dedicaron a elevar la productividad. La pregunta importante para la economía del país es cómo elevar la productividad; todo el resto es demagogia.

La productividad depende de tres factores fundamentales: la educación, la inversión y la infraestructura (física y legal). La educación es crucial, pues permite que una persona aprenda nuevas maneras de hacer las cosas, mejore los procesos existentes y se desarrolle en forma conjunta con el proceso productivo. Mientras que en Singapur y Corea los gobiernos vieron a la educación como la esencia del desarrollo, aquí nos perdemos en las luchas sindicales y las reivindicaciones históricas. Los resultados están a la vista: la educación que recibe la mayoría de mexicanos es de pésima calidad, además de ser inadecuada para el mercado de trabajo. La infraestructura, tanto física como legal, es un segundo componente vital de la productividad. Infraestructura que provea servicios de bajo costo y alta calidad se traduce en mayor eficiencia y, por lo tanto, mayor productividad. En México, sin embargo, consumidores y empresarios tenemos que lidiar con una infraestructura insuficiente y de mala calidad, con monopolios en sectores fundamentales para la competitividad, con altos costos en las comunicaciones, con delincuencia incontenible y una permanente inseguridad pública y legal.

Nadie debería sorprenderse del hecho de que la inversión productiva esté disminuyendo. Lo que no parece disminuir nunca son los mitos, pero ese es otro asunto.

 

Dos años

Luis Rubio

El día de hoy concluye, en términos políticos, el segundo año de gobierno del presidente Fox, un periodo caracterizado por dos fuertes tensiones que no han logrado conciliarse ni resolverse. La primera fuente de tensión surge de las expectativas que produjo un cambio promisorio, aunque indefinido, pero ciertamente inalcanzable en el corto plazo; por otra parte se encuentra la tensión que producen los desquicios provocados por una nueva realidad política que no encuentra correspondencia en las instituciones encargadas de hacer posible el desarrollo del país. Al término de estos dos años (la tercera parte crítica del primer gobierno posterior a la era priísta), el país se encuentra en una grave tesitura: aunque hay un gobierno que, contra todo pronóstico, ha logrado avanzar en algunos frentes, sigue sin contar con claridad de rumbo. A dos años de las elecciones que cambiaron a México, el gobierno se encuentra ante el reto de imprimir un sentido de dirección a su gestión para efectivamente sentar las bases de un nuevo camino para el desarrollo del país; de lo contrario, corre el riesgo de acabar muy mal.

Se trata de un reto difícil y complejo porque nadie puede anticipar que le depara el futuro al presidente Fox. Al gobierno actual le ha tocado actuar en un contexto mundial inédito por su complejidad. De la misma manera, en el ámbito interno, el cambio difícilmente pudo haber sido más profundo, aunque a muchos en ocasiones les parezca inexistente. El solo hecho de que el presidente ya no pueda imponer sus preferencias sobre el congreso constituye una transformación radical del sistema político mexicano. No menos importantes y trascendentes son los conflictos ajenos con los que el presidente tiene que lidiar cotidianamente, como las disputas internas en el PRI  que, irremediablemente, tienen un enorme impacto sobre la relación entre los poderes públicos y sobre su propia gestión. Se trata de un gobierno que opera en circunstancias internas y externas muy nuevas, pero sin la experiencia y habilidad que éstas exigen. La pregunta es si sabrá cómo salir de la esquina en que se encuentra acorralado.

Nadie puede dudar de que al nuevo gobierno le tocó bailar, como reza el dicho, con la más fea. En particular, hay tres circunstancias nuevas, en buena medida inéditas, que han determinado su realidad.  Primero, los atentados terroristas contra Estados Unidos el año pasado retrasaron la recuperación de la economía norteamericana, haciendo mucho más difícil, en esta era de globalización, la reactivación de la actividad económica nacional; a diferencia de otros episodios recesivos en el pasado, éste tiene su origen en el exterior. En segundo lugar, la crisis corporativa que afecta a innumerables empresas extranjeras ha tenido un fuerte impacto tanto en la inversión en general como en la inversión hacia el país. Además, no hay duda que el gobierno y el congreso han fallado en avanzar reformas clave, sobre todo en materia fiscal, que nos permitirían acelerar la reactivación económica, pero tampoco puede haber duda de que aun en las mejores condiciones, el peso de la realidad externa nos haría de todas maneras padecer la situación recesiva actual. En tercer lugar, es imposible cerrar los ojos ante lo que sucede en el sur del continente, donde, con la sola excepción de Chile, todos los países parecen empeñados en infringir el mayor daño posible a sus poblaciones a través de malas decisiones y un incontenible populismo.

Si las circunstancias han sido particularmente difíciles, no menos importantes han sido las deficiencias que han caracterizado al propio gobierno, que han acabado por echar por la borda intenciones por demás encomiables. El gobierno del presidente Fox vino acompañado del deseo de imprimirle una ética al servicio público; de esta manera, como gente buena y razonable, muchos miembros del gabinete han intentado cambiar la manera de hacer las cosas en el en su actuar cotidiano. El tiempo dirá si esa nueva manera de funcionar transforma al servicio público; sin embargo, lo que ha sido más visible y está teniendo repercusiones en este momento es la profunda incapacidad del gobierno de comprender la complejidad de la vida pública y política e incluso la naturaleza de sus interlocutores en el otro lado de la mesa, así como los intereses que se han colado en el corazón de la estructura del nuevo gobierno. Ciertamente, la corrupción que no se acaba con las buenas intenciones.

Junto a su idealismo, el nuevo gobierno hizo suyos un sinfín de mitos que ahora le están costando mucho al gobierno y al país, sobre todo el de una presidencia excesivamente fuerte y la urgencia de profundizar el federalismo.  La realidad es que una vez cercenada la vinculación entre el PRI y la presidencia, lo notable no es la fortaleza de esa institución, sino su extrema debilidad. Por su parte, la mayor descentralización fiscal, no sólo ha debilitado las finanzas públicas y creado riesgos de crisis que antes eran menores, sino que ha provocado una nueva realidad: gobiernos estatales ricos, pero sin ninguna obligación de rendir cuentas, frente a una federación pobre a la que todo mundo exige más.

Por encima de todo, el gobierno ha adolecido de la falta de rumbo. Claramente, el presidente tiene una visión muy desarrollada del México que quisiera contribuir a construir, pero no existe una conexión directa entre el objetivo –la visión-  y la vida cotidiana. Es decir, no existe un proyecto claramente articulado y un eje que coordine a todos los componentes de la administración. Si bien lograr una coordinación efectiva es difícil en cualquier gobierno, la naturaleza de la coalición que formó el hoy presidente Fox para poder ganar la presidencia se tradujo, al menos parcialmente, en un gobierno disperso, compuesto por individuos con intereses y objetivos difíciles de conciliar entre sí y, en ausencia de un eje rector y de una capacidad para disciplinar a cada uno de ellos, el resultado ha sido por demás pobre. Baste observar el ocaso del nuevo aeropuerto –un buen ejemplo de la incapacidad para actuar y resolver conflictos, así como para identificar responsables- para llegar a la inevitable conclusión de que el gobierno requiere de una transformación casi tan grande como la del propio país.

Más allá de las difíciles circunstancias internacionales y de la descoordinación interna, quizá el tema que más escabroso para la nueva administración ha sido el de su relación con el PRI. El resultado que arrojó la elección del 2000 creó un contexto político sumamente complejo, toda vez que los votantes no le concedieron al partido del presidente una mayoría legislativa. De esta manera, el nuevo gobierno pronto se halló ante la pregunta de cómo relacionarse con el PRI, su tradicional contrincante político, pero también una pieza necesaria para la aprobación de sus iniciativas en el congreso. A la fecha, el gobierno ha sido incapaz de definirse en esta materia, acabando en el peor de los mundos: por una parte no se ha decidido a romper con el PRI, pero sus titubeos tampoco han ayudado a que juntos avancen su agenda legislativa. Aunque los problemas internos del PRI son enormes, las vicisitudes del propio gobierno han servido de pantalla para ocultarlos, para beneficio del propio partido. De la misma forma, el gobierno todavía no toma una decisión sobre cómo manejar el pasado o en qué medida adoptar una política agresiva al respecto. A poco menos de un año de la próxima elección federal, estos dilemas siguen impidiéndole definirse más allá del hecho, nada pequeño, de haber derrotado al PRI.

El momento político actual, en particular el simbolismo de haber concluido la etapa en que tradicionalmente se sientan las bases de todo gobierno, deja al presidente Fox ante un panorama de oportunidades y posibilidades que tendrá que ir asumiendo en los próximos meses. Independientemente de que el Senado no cambie, es evidente que las elecciones del próximo año van a ser cruciales tanto para el PRI como para el PAN, pero sobre todo para el presidente Fox. Mucho de lo que se haga o deje de hacerse dependerá de los meses próximos y del resultado que arroje la contienda electoral.

Lo que nadie puede anticipar con certeza es cómo va a terminar el sexenio. Existe la tentación de confiar en que el hecho de haber derrotado al PRI constituye una garantía de trascendencia que hace irrelevante la urgencia de cualquier cambio a la realidad actual. El problema es que se trata de una apuesta por demás riesgosa, sobre todo porque no ocurre en un vacío, sino en el contexto de toda una región que parece orientarse inexorablemente hacia el cadalso. Cualquiera que observe lo que ocurre en el sur del continente, desde Colombia hasta Argentina, pasando por Venezuela, Perú y Brasil, no puede más que concluir que existe una vocación casi irrefrenable por la autodestrucción. Uno a uno, prácticamente todos esos países han evidenciado una total incapacidad de enfrentar sus problemas, tomar las decisiones urgentes y crear las condiciones necesarias para salir adelante. En algunos casos, como en Argentina, los políticos son reacios a modificar sus patrones de comportamiento fiscal en aras de retornar a la estabilidad; en otros, como en Venezuela, el caudillismo retornó sin contrapesos. Brasil y Perú muestran una tendencia al deterioro sin que nada parezca capaz de detenerlo, en tanto que Colombia se consume en la violencia, el narcotráfico y las guerrillas.

La realidad mexicana es ciertamente distinta a la de nuestros vecinos en el sur, pero la incapacidad de tomar decisiones y la ausencia de rumbo, un tanto culpa de la estructura institucional que ya no funciona y otro tanto del gobierno que no se organiza, amenaza con hacernos sucumbir. Hoy es un día clave para el país porque el presidente tiene la oportunidad, quizá la última, de dar el golpe de timón que prometió pero nunca logró consumar luego de su histórico triunfo en julio del 2000. Lo imperativo es restaurar la esperanza que el hoy presidente Fox generó entre los mexicanos, pero esta vez de la mano de una estrategia idónea para hacerla realidad.

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Electricidad: ¿para cuándo?

Luis Rubio

Imposible minimizar el problema energético del país. Si uno sigue las tendencias actuales, en unos cuantos años la falta de inversión en el sector nos va a alcanzar. En esto no hay grandes disputas: hasta los perredistas más recalcitrantes reconocen la existencia del problema. Las diferencias comienzan con las propuestas de solución, sobre todo en un tema muy específico: la función del gobierno en el desarrollo eléctrico y, en general, del país. Tarde o temprano, las propuestas acaban anegadas en el tema de soberanía. Al margen de las preferencias de carácter político o ideológico, todos los involucrados en la controversia eléctrica saben bien que el problema no es de soberanía sino de intereses. Por ello quizá fuera más productivo comenzar por reconocer la otra vertiente del problema eléctrico: la presupuestal.

La dimensión presupuestal del desafío eléctrico está en el corazón de todo el debate. Si el gobierno tuviese acceso infinito a recursos, el debate eléctrico tendría características muy distintas a las actuales, pues se discutirían temas de eficiencia, calidad del fluido y productividad en materia eléctrica, más que de abasto suficiente para cubrir la demanda que el crecimiento económico naturalmente va generando. Pero la realidad es que el gobierno no tiene recursos infinitos sino presiones crecientes sobre su presupuesto. De hecho, el gobierno no tiene recursos ni para mantener la operación cotidiana del aparato gubernamental o burocrático; de otra manera no se explicarían los recortes frecuentes al gasto. Por ello, lo que proponen quienes se oponen a cualquier cambio en el régimen legal que regula al sector eléctrico no es solución, pues parte de la premisa de que existen los recursos públicos suficientes para poner al día al sector o, en todo caso, que se puede pasar la factura a la población, cobrándole tarifas sensiblemente superiores a las del resto del mundo y a las que pagan empresas de otros países que compiten directamente con las nuestras.

Desde esta perspectiva, la negativa a discutir con seriedad las opciones potenciales para enfrentar el problema eléctrico entraña graves consecuencias para el desarrollo del país. Lo más peculiar es que los legisladores (y partidos) que sostienen una oposición a ultranza a la modificación del régimen eléctrico (y que dan por hecho que no hay limitaciones de recursos) son exactamente los mismos que hace unos meses rechazaron una reforma fiscal que hubiera al menos relajado la presión sobre las cuentas fiscales. De esta manera, los legisladores que manifiestan una oposición a ultranza a toda reforma no sólo han ido orillando al gobierno mexicano a un potencial precipicio fiscal, sino que demandan que éste gaste más. Como ninguno de esos legisladores es tonto o incompetente, lo obvio es que hay otros intereses detrás de semejante serie de contradicciones.

El problema energético tiene dos dimensiones.  Por un lado se encuentra el hecho de que no se está invirtiendo lo necesario para asegurar que no haya apagones en unos cuantos años y esto tiene un costo que rebasa la frontera del tema energético. Sin inversiones masivas, la economía mexicana no va a poder crecer lo suficiente como para asegurar un desarrollo económico estable, condición sine qua non para la creación de empleos y la elevación de los niveles de vida. Este tema no es trivial. En los últimos años se suspendieron diversos proyectos de inversión que, por la magnitud de sus necesidades de fluido eléctrico, como es el caso de la producción de acero, requerían de una certidumbre absoluta respecto a la disponibilidad de la energía; al no existir esa certidumbre optaron por buscar otros destinos. Si a la ausencia de certidumbre en esta materia se suman los riesgos que inversionistas y empresarios nacionales y extranjeros perciben, después de la patética decisión de suspender el proyecto del nuevo aeropuerto, el problema económico y, por lo tanto, social del país puede salir de control.

La otra dimensión del problema eléctrico es esencialmente presupuestal. Históricamente, el gobierno realizó o garantizó todas las inversiones en materia eléctrica. Hace años, las inversiones las realizaba el gobierno de manera directa a través de la Comisión Federal de Electricidad; más recientemente, en la medida en que los avances tecnológicos permitieron reducir la escala de las inversiones requeridas, la CFE avaló diversas inversiones en generación de electricidad (a través de lo llamados Pidiregas) y se constituyó en el principal consumidor de la electricidad generada por empresas privadas. En uno u otro caso –inversiones directas o garantías gubernamentales-, el gobierno siguió aportando los recursos o comprometiendo su crédito para asegurar el abasto. El esquema funcionó por varios años pero ahora enfrenta dos limitantes económicas y otra legal. Los impedimentos son muy simples: por un lado, el gobierno no cuenta con los recursos para invertir y sus pasivos contingentes son muy elevados (pues incluyen, por ejemplo, los propios Pidiregas así como el pago de pensiones ya comprometidas por el IMSS y el ISSSTE, pero sin que jamás se hayan constituido las reservas correspondientes); por el otro, los propios inversionistas encuentran tan obtuso y complejo el mecanismo de inversión que actualmente existe que son cada vez más renuentes a proseguir por esa vía. De cualquier forma, sea cual fuere la preferencia de los inversionistas, la reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia en esta materia hace imposible, para todo fin práctico, continuar con los esquemas de los últimos años.

Más allá de las características y disquisiciones de carácter regulatorio, económico o práctico que caracterizan al sector eléctrico, se encuentra el complejo y controvertido tema filosófico y político del desarrollo económico, sobre todo en lo referente al papel que debe tener el gobierno en esa materia. Muchas personas de buena fe parten del principio de que existen sectores y actividades que deben estar firmemente sujetos al control gubernamental y el eléctrico, como el petrolero, son dos por demás obvios en nuestro país. Desde esa misma perspectiva filosófica, la pregunta relevante es qué quiere decir control: ¿el control implica que todo lo relativo al sector debe ser llevado a cabo por el gobierno? o ¿se trata exclusivamente del control estratégico, es decir, de las decisiones de inversión, de la asignación de contratos, de la supervisión de los actores e inversionistas y de la resolución de disputas? El tema es fundamental, pues si de lo que se trata es de un monopolio integral, entramos de lleno al problema presupuestal antes mencionado, por no hablar del de corrupción que ha estado asociado históricamente con ese control. Uno es indistinguible del otro.

Nadie en su sano juicio puede suponer que un sistema eléctrico puede funcionar sin la existencia de una autoridad regulatoria fuertemente arropada para cumplir su cometido. Esa entidad y autoridad reguladora debe estar debidamente constituida y sus criterios de acción cuidadosamente analizados, a fin de que ejerza su autoridad eficazmente y evite caer en las faltas y aberraciones que se ven con frecuencia en sectores como el bancario y de telecomunicaciones, o en el eléctrico en otras latitudes. En este sentido, quienes se oponen de entrada y sin la menor pretensión de análisis objetivo a cualquier esquema de liberalización o son unos irresponsables, o su verdadero propósito es proteger a intereses políticos y sindicales que se esconden detrás del statu quo.

Mucho más importante que los intereses particulares de los legisladores es el tema de si el gobierno debe subsidiar la generación de electricidad (o, en otros términos, alimentar la corrupción que existe en el sector), en lugar de privilegiar las actividades y sectores en los que nadie o muy pocos están interesados en participar o que, como en la educación pública, la salud, la seguridad pública y la lucha contra la pobreza, son (o deberían ser) la esencia de la actividad gubernamental. La verdadera pregunta que debemos hacernos los mexicanos es si el gobierno está ahí para preservar los grupos e intereses del viejo sistema político, algunos de los cuales se escudan detrás del monólogo legislativo en materia eléctrica, o si debe concentrar sus esfuerzos y gasto en los asuntos de esencia. Hasta ahora, la respuesta ha sido un tajante sí para lo primero y un igualmente definitivo no para lo segundo.

Al día de hoy existen tres iniciativas de ley en esta materia. Ninguna de ellas responde al desafío eléctrico de manera integral y no parece que los partidos políticos estén dispuestos a llegar a los acuerdos necesarios para asegurar el abasto futuro. Las iniciativas del PRI y del PRD parten del principio de que es imperativo echar para atrás las pocas reformas de los últimos años, aunque una de ellas haría lo necesario por restablecer la legalidad a las inversiones que ya se hicieron, luego del fallo de la Corte. Por su parte, la iniciativa del ejecutivo, aunque liberalizadora en su contenido general, es significativa por los rubros que no toca (como el gas, insumo central para la generación eléctrica en la actualidad, así como por la excesivamente modesta competencia que propone para el sector) y, sobre todo, porque constituye una propuesta inviable en el contexto político imperante. Más importante, es una iniciativa que de aprobarse, no resolvería el problema de fondo. Sin un esquema que garantice la fortaleza e independencia de la entidad reguladora, todo el planteamiento es estéril.

El debate legislativo, que seguramente será un diálogo de sordos, se va a concentrar en el único tema que no está de por medio: la soberanía. El meollo del asunto eléctrico reside en la certidumbre del abasto futuro y en la independencia y fortaleza de la entidad gubernamental que se dedique a asegurar la suficiencia de las inversiones y la integridad de los inversionistas. El día en que esos temas hayan sido resueltos, los legisladores podrán estar seguros de que no provocaron ni apagones ni la quiebra virtual del gobierno. Todo el resto es pirotecnia retórica.

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¿Ahora hacia dónde?

Luis Rubio

En uno de sus más famosos, y reveladores, exabruptos, José Stalin, a la sazón el dictador más famoso del mundo, despreció la autoridad moral del Papa Pio XII con la pregunta “¿cuántas divisiones comanda?” Para aquellos que apreciamos el poder de una idea, y que vemos más allá del materialismo vulgar intrínseco en esa expresión, nada parece ser más dulce e inspirador que el poder atestiguar la manera en que la democracia -o, al menos, su posibilidad- ha llevado al basurero de la historia a personajes como el propio Stalin y sus sucesores. La Rusia de hoy enfrenta los problemas inherentes a una democracia incipiente e inmadura y sin referente histórico o práctico que pueda servir de guía para su trasformación cabal en una sociedad democrática y productiva. Las democracias no se construyen de la noche a la mañana y el devenir de Rusia, a lo largo de la última década, muestra las vicisitudes que produce la herencia autoritaria del pasado y la ausencia de una estructura económica fuerte y saludable. En esas circunstancias, cada paso que se da tiene enormes implicaciones –buenas o malas- para el futuro. Algo similar se puede decir del México de hoy.

La democracia mexicana es algo nuevo y, sin embargo, parece experimentar muchas de las vicisitudes y problemas de las viejas democracias, a la vez que parece incapaz de ofrecer soluciones a los problemas cotidianos de la población. Se trata de una nación que comienza a experimentar la política competitiva ya no sólo en las urnas –donde hay buenas experiencias en las últimas dos décadas-, sino también en la actividad gubernamental del día a día. La incapacidad de los políticos –y de los poderes públicos- de ponerse de acuerdo habla por sí misma, pero los problemas son mucho más amplios y profundos.

El cambio político que ha venido acompañando tanto el nacimiento de la democracia como el fin del corporativismo, no se ha traducido en el desarrollo de instituciones que permitan dirimir diferencias, resolver conflictos y encontrar medios de convivencia satisfactorios para las partes en disputa. Más bien, la nueva forma de convivencia política parece ser la del desacato, la resolución de conflictos a través de la violencia y otros medios no institucionales, así como la organización de frentes políticos que aprovechan conflictos locales para avanzar agendas nacionales. Se trata de afrontas directas a la democracia, a la estabilidad y a la paz social.

Los conflictos no son nuevos. De hecho, las disputas por la tierra son ancestrales y se han manifestado de diversos modos a lo largo del tiempo. En su etapa más autoritaria, los conflictos simplemente no se resolvían o se perpetuaban, por décadas, en los tribunales agrarios; con frecuencia éstos se manifestaban de manera violenta, como lo registran las matanzas en Chiapas, Oaxaca, Tejupilco y otras localidades. Lo nuevo no son las disputas, en este caso por la tierra, sino en que éstas estén adquiriendo dimensiones nacionales. La nueva realidad política ha abierto espacios para que cualquier decisión que se perciba como un agravio, se torne en una disputa de naturaleza épica en la que todos los interesados en modificar el orden establecido se reúnen y organizan para sacarle provecho y convertirla en un casus belli.

Chiapas fue quizá el primero de los conflictos que siguió este patrón. Si bien en la problemática chiapaneca existe un referente directo en la posesión de tierras, el conflicto iniciado en 1994 trascendió con mucho el ámbito local. El conflicto interno de la UNAM y la toma de la institución en 1999, siguió un esquema similar. Algo semejante ocurrió en Atenco, sitio en el que se habría de construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México. En todos y cada uno de estos casos, el fenómeno local se transformó en un conflicto nacional en el que prácticamente no había soluciones posibles, mucho menos soluciones negociadas, en tanto que la negociación implicaba que el gobierno cediera de antemano ante el chantaje y la extorsión. Por diversas razones, el caso de Chiapas nunca se resolvió de manera directa, aunque las elecciones del 2000 fueron suficiente para desalentar el financiamiento desde el exterior que lo mantenía vivo, lo que para todo fin práctico bajo su perfil hasta casi desaparecerlo. El caso de la UNAM se resolvió con una acción gubernamental que, de no haber sido tan tardía, habría establecido un nuevo patrón de respeto a la legalidad y el orden establecido. El caso de Atenco acabó abriendo una nueva caja de Pandora, con consecuencias potencialmente catastróficas.

El desenlace de la disputa en torno al proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco tiene tres componentes cruciales. Primero que nada se encuentra la total incapacidad del gobierno –federal y del estado de México- para prevenir una situación totalmente anticipable. En segundo lugar, revela la existencia de actores políticos decididos a tomar el poder por la vía legal o por cualquiera otra; es decir, reconocen y respetan la democracia cuando les favorece, y la desacreditan cuando los ciudadanos con su voto parecen no comprender la trascendencia de la causa que anima su proceder. Finalmente Atenco evidenció la inexistencia de vías de interacción política que permitan la resolución de disputas dentro de un marco institucional al que todos los involucrados se ciñan y respeten, y a cuya resolución (o fallo si se trata del poder judicial) se sometan. La manera en que se dio fin a la disputa sugiere que habrá muchas más en los próximos meses y años.

La incompetencia del gobierno fue patente en tantos frentes que es imposible ignorarla. Una vez tomada la decisión respecto a la localización del nuevo aeropuerto, los gobiernos federal y del estado de México se sentaron en sus laureles. En lugar de indemnizar de inmediato y de manera generosa a los propietarios de las tierras, nadie hizo nada.  La Contraloría definió un valor de la tierra que nada tenía que ver con las expectativas que naturalmente generaría la instalación de un aeropuerto: todos hablaban de riqueza ilimitada, pero a los propietarios de las tierras, la mayoría de los cuales estaba en al mejor disposición de vender, se les pagaría algo ridículo por el metro cuadrado. La experiencia internacional en esta materia es tan abundante que resulta increíble que nadie en el gobierno federal o estatal la tomara en cuenta. En los sesenta, cuando se construyó un enorme número de aeropuertos, los únicos países que evitaron conflictos por la tierra fueron Estados Unidos y Francia. Estados Unidos porque tienen resuelto el problema de los derechos de propiedad y Francia porque el gobierno optó por pagar de manera tan generosa que acalló con anticipación todo reclamo. No fue ese el caso de Malpensa en Milán o Narita en Tokio, en donde las disputas se prolongaron por décadas.

Quizá lo peor del desempeño gubernamental en los meses que siguieron al anuncio del proyecto fue que nadie defendió el proyecto, nadie intentó convencer de las bondades del mismo y nadie lo hizo suyo. En lugar de sumar, se dedicaron a observar; en vez de convencer, dejaron que el proyecto se hundiera en un mar de conflictos que dejan a la ciudad sin aeropuerto y a los habitantes de la zona sin oportunidades de progreso futuro. El punto es que el gobierno cedió el terreno a su oposición y jamás intentó liderar un esquema de cambio y transformación. Si esa va a ser la tónica de su actuar, es evidente que pocos serán los proyectos que pueda avanzar.

Mucho más preocupante es la persistencia de actores que si bien profesan su respeto por la democracia, en la realidad la aprovechan como medio para llegar al poder, pues siguen prestos y dispuestos a enarbolar cualquier bandera radical si eso sirve a su proyecto estratégico. Por supuesto que no es inusual que se intente explotar un conflicto político para sacar ventaja del mismo, pero el recurso a la extorsión, el secuestro y la tolerancia de manifestaciones armadas en medio de la ciudad de México son muestra fehaciente de un proyecto político que no concibe a la ley, o a un gobierno legítimamente electo, como limitantes.

Detrás de éste y otros conflictos es palpable la debilidad de nuestras instituciones. Todos los actores en este drama, desde los campesinos más modestos hasta los funcionarios federales más consolidados se encontraron en algún momento sin instrumentos institucionales que ofrecieran una salida al conflicto. La impunidad de los actores fue flagrante. Nadie fue responsable de nada: ni del fallido proyecto, ni del sinnúmero de delitos que en el camino se cometieron. La ley no existe y las instituciones brillan por su ausencia. Quizá lo peor de todo es que entre los legisladores más vociferantes no parece haber muchos dispuestos a reconocer los riesgos que estas circunstancias entrañan para el futuro, independientemente de quién esté en el gobierno.

El desenlace abre la caja de Pandora porque pinta a un gobierno desesperado, incapaz de convencer o hacer efectiva su legitimidad. No sólo permitió que las disputas alcanzaran niveles de violencia extremos, sino que, al ceder de manera impulsiva, creó un incentivo por demás perverso: permitió que se le tomara la medida. De hoy en adelante quien quiera avanzar su causa sabe que el gobierno federal tolerará cualquier incidente, permitirá cualquier disputa y cederá ante la menor provocación. El riesgo es que el país acabe infestado de conflictos que nadie pueda parar. El riesgo para el presidente es inconmensurable, razón por la cual tiene que ser revertido.

Ninguna decisión es definitiva en la historia; sin embargo, el gobierno el presidente Fox ha creado una trampa por demás peligrosa. A menos de que corrija el rumbo, los incentivos que ha ido creando en el camino pueden acabar con la administración y, retomando el símil ruso, con la viabilidad de la democracia mexicana. Por poderosa que sea la idea de la democracia, su éxito requiere de la existencia de instituciones fuertes y consolidadas, algo de lo que nuestro país adolece en la actualidad. Sólo con ellas será posible convertir a la elección del 2000 en referencia obligada para todos los actores políticos. Sin eso, la democracia no dejará de ser más que una idea, por demás vulnerable.

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Súbditos y ciudadanos

Luis Rubio

Nadie puede negar que, a lo largo de los últimos años, el país ha experimentado cambios dramáticos, en todos los órdenes. Pero un ámbito en el que el cambio ha sido sumamente pequeño y limitado es quizá el más importante de todos: el de los ciudadanos. Los mexicanos, tradicionalmente vistos y tratados como súbditos, han alcanzado derechos nada despreciables, como el voto, pero no tienen capacidad de hacer valer otros derechos que le son inherentes en todas las democracias serias. El tema es más profundo y relevante de lo aparente, pues de la existencia de una ciudadanía sólida y comprometida depende la viabilidad política del país en el mediano plazo e, incluso, la capacidad de crecimiento de la economía. Se trata de un punto neurálgico y de un momento crítico en la consolidación política del país.

La ciudadanía consiste en un equilibrio precario entre derechos y obligaciones. No hay uno sin el otro. No se puede ser ciudadano si no se aceptan las obligaciones que esa identidad entraña, y no se pueden reclamar derechos si no se reconoce el intercambio natural y lógico de éstos por responsabilidades. El hecho de que muchos mexicanos demanden beneficios pero no estén dispuestos a responsabilizarse de sus actos, es una muestra fehaciente de la ausencia de esa vivencia ciudadana. Sobran ejemplos de lo anterior: desde los “universitarios” que queman la puerta de la rectoría y esperan que sus actos queden impunes, hasta el señor que “renta” un espacio de estacionamiento en la vía pública como si se tratara de una conquista bien ganada, sin saltarnos a quienes con éxito extorsionan al gobierno, como en el caso del nuevo aeropuerto. Los reclamos para que el gobierno provea de servicios, como electricidad y agua, de manera gratuita o mediante un cobro simbólico, es otra manifestación del mismo problema. Pero el más común e ilustrativo de todos es el que se demande al gobierno todo tipo de satisfactores, pero sin asumir la contraparte de lo anterior, el pago de impuestos. Es decir, un buen número de mexicanos sigue percibiéndose a sí mismo como súbdito y derechohabiente, no como ciudadano. El reto, entonces, es avanzar y darle plena vigencia a la ciudadanía.

A pesar de lo anterior, no son desdeñables los avances que se han registrado en materia de ciudadanía. La libertad de expresión, con todo y el libertinaje de que en ocasiones ha venido acompañada,  el acceso a los medios de comunicación, elecciones cada vez más competidas y el voto mismo, no son avances pequeños ni irrelevantes. Pero, por importantes que sean, no serán suficientes en tanto que los derechos y las obligaciones sigan siendo parciales, discrecionales e independientes unos de los otros. Para que emerja una ciudadanía plena será necesario que también los derechos y las obligaciones sean plenos, transparentes y simultáneos. Nada menos que eso será suficiente.

Pero quizá el meollo del asunto tiene menos que ver con el hecho  de que exista una disparidad entre derechos y obligaciones o, peor, que de facto no se acepte ni se reconozca el vínculo necesario e inevitable entre unos y otros, que con la dificultad política para consolidar la ciudadanía en el país. En otras palabras, no es obvio de qué o de quién dependa el avance de la ciudadanía. Es evidente que ningún gobernante o político  va a ceder espacios, poder o facultades por el mero prurito de construir una democracia. Baste recordar algunas de las más obvias y violentas etapas de la historia mundial, comenzando por la Revolución Francesa, para atestiguar que la construcción de una ciudadanía en forma no necesariamente ocurre en forma natural, evolutiva o negociada. Así como ha habido transiciones verdaderamente tersas –como en España, Portugal o la entonces Checoeslovaquia- también las ha habido violentas, disruptivas e inconclusas.

El común denominador de la mayor parte de las naciones en que la democracia y la ciudadanía han echado raíces, sobre todo en el último siglo, es el acuerdo entre las partes. Los españoles, a pesar de sus diferencias -en ocasiones abismales por la historia de la guerra civil de los años treinta- no sólo acordaron respetarse, sino que partieron de la premisa de que no había actores ilegítimos ni unos eran más respetables que otros. Una vez aceptado ese principio fundamental, fue posible sentar las bases de un acuerdo político que, poco a poco, se fue traduciendo en libertades civiles, así como en el ejercicio cabal de los derechos y obligaciones ciudadanos.

Nuestra historia hizo imposible avanzar en torno a un pacto político. Por años, sucesivos gobiernos se abocaron a llevar a cabo reformas, sobre todo en materia económica, cuyo objetivo explícito era el de hacer posible un crecimiento sostenido de la economía en el largo plazo. Desafortunadamente, las reformas económicas, por necesarias y legítimas que sin duda fueron, vinieron acompañadas de un objetivo ulterior, éste de carácter político. Los gobiernos emanados del PRI a partir de 1982 reconocieron la urgencia, la necesidad imperiosa de reformar a la economía, pero su objetivo subsidiario fue el  asegurar la permanencia del sistema político. Es decir, a pesar de que muchos funcionarios gubernamentales, incluidos algunos de los hoy expresidentes, reconocían el vínculo inevitable entre reformas económicas y políticas, sus acciones revelaban su deseo y expectativa de lograr simultáneamente las dos  cosas: el crecimiento económico y el control político.

Mucho del desaseo de los procesos políticos que vivimos en la actualidad tiene que ver con ese “pecado de origen”. Aunque hubo reformas importantes en materia política, comenzando por la electoral, todas esas se hicieron a regañadientes y contra la voluntad mayoritaria de los priístas que veían en ese proceso un camino directo al infierno. De esta manera, en lugar de negociar un proceso de cambio pactado a largo plazo, el país ha vivido una guerra política interminable en la que cada uno de los partidos políticos percibe todo en términos de un juego de suma cero: una ganancia para mí implica necesariamente la derrota de mi contendiente, y viceversa. La guerra de trincheras ha sido improductiva, desgastante y contraproducente. La inseguridad pública y jurídica que caracterizan al país son sin duda subproductos de la incapacidad de las fuerzas políticas de ver hacia adelante.

Pero el hecho de que tres sucesivas administraciones hubieran hecho todo lo posible, dentro de su limitada visión, para consolidar una base de crecimiento económico sin perder el poder, no se tradujo en una parálisis total en el ámbito político, como sí ha ocurrido en algunas naciones asiáticas. En realidad, el problema político en México responde a la manera en que los cambios políticos fueron realizados: éstos fueron arbitrarios, parciales y limitados. Se cambiaba tanto como fuese indispensable y nada más. Aun así, sería imposible explicar el triunfo de Vicente Fox en el 2000 de no ser por lo que sí se alcanzó a transformar. Esto es, a pesar de la falta de planeación y previsión, se sentaron las bases de procesos electorales limpios y creíbles, de una prensa más libre y, en general, de medios menos sujetos al control gubernamental, lo que en conjunto hizo posible el reto frontal que montó el hoy presidente. Otra manera de ver lo mismo es observando el caso de Cuba. El gobierno cubano ha sido perfectamente claro en cuanto a que cualquier cambio, por pequeño que sea, puede implicar una rendija tan grande como la que acabó con la URSS o con el monopolio del PRI en el poder.

Si uno mira hacia atrás, los cambios en la relación entre gobernantes y gobernados han sido enormes; pero resulta curioso observar la naturaleza extremadamente parcial y sesgada de muchos de ellos. Un ejemplo dice más que mil palabras. Gracias al TLC norteamericano, los inversionistas, sobre todo los extranjeros (o quienes estén domiciliados fuera de México) gozan de protección contra expropiaciones o acciones arbitrarias del gobierno. Sin embargo, ningún ciudadano mexicano goza de garantías equivalentes. El gobierno llegó al punto de reconocer que sin garantías creíbles y confiables, ningún inversionista estaría dispuesto a invertir en el país y, con ello, a contribuir a la creación de riqueza y empleos, objetivos centrales de las reformas económicas de las últimas dos décadas. Esto llevó a que el gobierno aceptara en el tratado límites reales y efectivos a su actuar. El problema es que los mexicanos comunes y corrientes no gozamos de los mismos derechos y garantías.

Puesto en otros términos, en los últimos años se han venido resolviendo algunos problemas centrales del desarrollo del país, como el de la seguridad jurídica de los inversionistas, pero prácticamente no se ha avanzado ni una coma en materia de derechos ciudadanos. El problema de los inversionistas se resolvió cuando el gobierno comprendió que sin esas garantías la inversión simplemente no se materializaría. Lo que hoy tiene que reconocerse es que el crecimiento económico sostenido en el largo plazo tampoco se podrá alcanzar en la medida en que no exista una ciudadanía consolidada y comprometida.

Hoy vivimos una gran paradoja: un gobierno electo y legítimo de entrada pero cada vez menos popular por la percepción de que es ineficiente e ineficaz. Parte de la paradoja se debe al propio gobierno, que ha sido incapaz de plantear un gran pacto ciudadano y, de hecho, a que no ha logrado avanzar una sola iniciativa de peso, como demuestra su reciente decisión de relación al aeropuerto del D.F. Así, en lugar de plantear la reforma fiscal como un tema de impuestos y recaudación, el gobierno pudo haberla planteado como un intercambio de derechos por obligaciones. Sin embargo, la paradoja también responde a que las diversas fuerzas políticas no se sienten respetadas ni le otorgan legitimidad a sus contrincantes. La antropofagia, más que el respeto, sigue siendo la Némesis de la ciudadanía. La gran pregunta es si será posible lograr un gran ejercicio de liderazgo que modifique sensiblemente estas tendencias tan ominosas.

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La complejidad de la integración

Luis Rubio

La creciente interacción que se observa entre las economías de México y Estados Unidos ha alterado muchas de las estructuras industriales que existían en el país, ha transformado percepciones en torno a la ecología y ha socavado creencias fuertemente arraigadas. Ejemplo de lo anterior lo ofrece el espectacular crecimiento de empresas exportadoras y todo de lo que esto viene acompañando, como el incremento en los niveles de productividad, eficiencia y calidad, así como la generación de empleos mejor pagados y más permanentes. Pero, como sabemos, no todo es miel sobre hojuelas. En el país persisten rezagos en los más diversos ámbitos y es previsible que el futuro cercano, la interacción entre las dos economías venga acompañada de acomodos y desencuentros mucho más agudos y complejos de los hasta hoy experimentados, además de los nuevos, impuestos por las medidas de seguridad que afectarán a las exportaciones.

Toda integración es traumática. Eso simplemente no tiene remedio. Cuando se fusionan dos empresas, o cuando una es adquirida por otra, el proceso de integración resulta extraordinariamente difícil. Para empezar, al sumarse las plantas y personal de las dos empresas se inicia un proceso de racionalización en el que se busca elevar los niveles de eficiencia, reducir gastos y maximizar la capacidad de producción, distribución y ventas. Esto que suena muy bonito en abstracto entraña decisiones muy difíciles en la práctica: decisiones en las que se tiene que determinar qué plantas se quedan y qué otras se cierran, qué personas encabezan qué esfuerzos, cuántos empleados son transferidos a otras localidades y cuántos son despedidos, cómo se integran los sistemas de cómputo y de control y, en general, qué cambios se van a operar en la administración de la nueva entidad. Pero, a pesar de la complejidad que en sí entraña la integración de los procesos productivos, muchas veces los mayores traumas ocurren cuando las empresas se han desarrollado en culturas distintas, con liderazgos fuertemente arraigados y con criterios de decisión incompatibles entre sí. Si esto suele ocurrir en el microcosmos de una empresa, es evidente que la problemática es mucho mayor cuando se suman dos o más economías.

A lo largo de las últimas décadas, muchos países del mundo han avanzado hacia la integración en bloques económicos regionales. La motivación inicial ha variado en cada caso, pero la lógica económica es generalmente la misma: multiplicar el tamaño del mercado y elevar las economías de escala de la producción. Aunque la integración entraña una mayor competencia para todos los productores de bienes o servicios en cada uno de los países que se integran, los beneficios suelen ser tan grandes que acaban no sólo compensando los costos de esa mayor competencia, sino también generando las condiciones para que todos los participantes salgan ganando. Sin duda el ejemplo más patente de lo anterior es la Unión Europea, que lleva 50 años avanzando en su proceso de integración. El éxito de ese primer experimento alentó a diversas naciones alrededor del mundo a imitar el ejemplo o a desarrollar modelos alternativos de integración. Algunos tienen por objetivo final la unión política, como es el caso de los propios europeos, en tanto que otros persiguen objetivos más modestos que van desde la mera reducción de barreras arancelarias y a la inversión, hasta la plena integración económica, pero sin ninguna aspiración adicional. La variedad de ejemplos habla por sí misma: Australia y Nueva Zelanda, el sudeste asiático (ASEAN), el Mercosur, APEC y el TLC norteamericano. La lógica y origen del ímpetu hacia la integración varía en cada caso, pero no así la dinámica y complejidad que se deriva del proceso mismo de integración.

No hay proceso de integración fácil, de eso no cabe la menor duda. Si bien la lógica que impulsa una integración, en cualquiera de sus modalidades, es transparente, la dinámica del proceso es con frecuencia traumática. Empresas -y empresarios- pueden llevar décadas siendo muy exitosas en la fabricación de determinado producto o en la venta de un cierto servicio y, sin embargo, la apertura de su economía a la competencia del exterior las obliga casi siempre a realizar ajustes, en ocasiones tan severos como el del cierre de la empresa. En la mayoría de los casos, la integración es menos onerosa, pero eso no le resta complejidad. Como hemos podido atestiguar en México, la integración económica sigue causando estragos a diestra y siniestra. En buena medida esto se explica por la diferencia tan grande en niveles de eficiencia y productividad (que se hacen patentes en las diferencias de niveles de riqueza) entre nuestra economía y la de nuestros dos vecinos y socios en el TLC. No obstante lo anterior, el que un sinnúmero de empresas mexicanas se haya podido ajustar a la competencia del exterior a partir del ingreso de México al GATT muestra que, a pesar del choque inicial, la integración es factible.

Pero lo que sigue va a ser al menos igual de complejo y traumático. La integración, en este caso a través de un tratado de liberalización comercial y de inversión, implica la adopción de reglas del juego y estándares de producción y calidad que no eran comunes en el país antes del inicio de este proceso. ¿Cuántas empresas, por citar un ejemplo evidente, habían oído hablar de los estándares de calidad y protección ecológica conocidos como ISO 9000 e ISO 14000, respectivamente? El hecho de que centenas de empresas, oficinas gubernamentales y plantas hayan sido certificadas por la eficiencia y confiabilidad de sus procesos indica que una buena parte de la economía mexicana ha entendido las reglas del juego del mundo internacional. Pero, hasta ahora, la abrumadora mayoría de las empresas que ha adoptado esos estándares lo ha hecho por iniciativa propia, por la visión de sus empresarios o por su gran capacidad de respuesta. Es decir, se trata de personas que han sabido responder ante el reto de la competencia o ante la oportunidad de ampliar y desarrollar mucho más rápido sus mercados. Ya sea como mecanismo defensivo o como actitud visionaria, las empresas que se han adaptado lo han hecho porque han tenido el liderazgo listo y dispuesto para enfrentar el enorme reto de la integración. Nuestro problema es que en los próximos años el resto de la economía mexicana se va a ver presionado por las mismas fuerzas y, dada la experiencia de los últimos años, no es obvio que ahí exista esa misma capacidad de liderazgo.

La hoy llamada Unión Europea nació como  resultado de un acuerdo en materia de carbón y acero a mediados del siglo pasado. Sin embargo, con el tiempo, cobró forma la idea de una integración cabal bajo el liderazgo de las dos economías que dominaban la región: Francia y Alemania. Por años, los europeos se han dedicado a crear reglas virtualmente para todo y todos los integrantes las han ido haciendo suyas, a fin de homologar sus procesos productivos, los estándares de calidad y las normas de seguridad. De esta manera, cada uno de los nuevos integrantes ha tenido que adoptar, de golpe y porrazo, toda la normatividad y estructura regulatoria de la U.E. para poder formar parte del exclusivo club. Dos casos son particularmente sugerentes. Uno, el de Austria, muestra un proceso deliberado de adaptación gradual: aun antes de solicitar su admisión a la UE, los austriacos se dedicaron a homologar su legislación, haciendo sumamente fácil el proceso una vez concluidas las negociaciones. El caso de Estonia también es significativo, pero por razones diferentes. Este país liberalizó su economía en forma cabal, prácticamente eliminando todas las regulaciones y obstáculos a la propiedad y a la producción. Sin embargo, ahora que está contemplando sumarse a la UE, Estonia tiene que comenzar a re-regular toda su economía, un proceso un tanto paradójico, pero inevitable si desea lograr ese objetivo.

Nuestro caso cae a la mitad de los dos ejemplos anteriores. La integración de la economía mexicana con la de E.U.A. y Canadá ha implicado la adopción de nuevas reglas del juego, de nuevos criterios de producción, calidad, seguridad y protección ambiental. En algunos casos eso ha obligado a la homologación de nuestras regulaciones, pero en otros ha implicado transformar no sólo la legislación, sino también las concepciones que han dominado el panorama económico por años. Algunas empresas llevan ya una década o más en ese proceso y, sin duda, el resto de la planta productiva tendrá que hacer lo propio en el futuro mediato. La noción de que siempre podremos valernos de soluciones ad-hoc, de parches o de procesos autónomos, como los que caracterizan a buena parte de las empresas chicas o medianas, tendrá que desaparecer y, con ello, toda una manera de pensar.

Las consecuencias de la integración para la economía y las empresas mexicanas van a ser enormes. Cualquiera que observe los reportes anuales de las empresas mexicanas más exitosas, va a encontrar que los criterios de producción actuales tienen poco o nada que ver con la manera en que se producía en el país años atrás. Ahora, esos criterios están en sintonía con los estándares de calidad, eficiencia, salud financiera y demás que caracterizan al mundo internacional. De una manera u otra, el resto de las empresas mexicanas, desde el changarro de la esquina hasta la empresa que ha sufrido los embates de la competencia del exterior sin mayor éxito, tendrá que adaptarse. Sin duda, muchas empresas fracasarán en el camino, por lo que es crucial el desarrollo de políticas gubernamentales -a nivel tanto federal como estatal- diseñadas no para salvar lo insalvable, sino para facilitar la constitución de nuevas empresas y la transferencia de activos de unas a otras. Lo crucial no es mantener la planta productiva como está, sino avanzar hacia la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva a partir de la transformación de lo que existe en la actualidad. Además, en esta época crítica, sólo así se logrará compensar los mayores costos de producción y exportación que entrañarán las crecientes medidas de seguridad con que tienen que lidiar las empresas.

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Consumidores y ciudadanos

Luis Rubio

A nadie le importan los consumidores en el país. Tanto en el ámbito económico como en el político, el consumidor brilla por su ausencia, aunque, por supuesto, existe una infinidad de anuncios y llamadas para atraer su interés en los más diversos rubros. Los partidos le procuran en busca de votos y los comerciantes lo enamoran para que gaste sus pesos adquiriendo sus productos o servicios. Sin embargo, nadie parece interesarse por el bienestar del consumidor, con su satisfacción por lo adquirido o la calidad del producto vendido. En la arena política, la realidad no es muy distinta. Los consumidores, en su faceta de votantes, son convocados y persuadidos para después ser dejados en el olvido. La simple imagen de un votante que haga algún señalamiento después de emitir su voto, es insultante, anatema. México no será un país democrático si el consumidor sigue, como hasta ahora: fuera del centro de la vida nacional.

La palabra democracia invade la retórica política en el país. Los políticos hacen referencia al vocablo como si se tratara de una realidad consumada. Las evidencias indican, sin embargo, que la democracia mexicana, con todo y los enormes avances en materia electoral, sigue siendo enclenque. Peor aún, a pesar de los enormes cambios políticos que el país comenzó a experimentar a partir de la derrota del PRI en 2000, la retórica sobre la democracia no ha cambiado en la sustancia. Algo debe andar mal en Teziutlán o en Tingüindín cuando todo en la política mexicana ha experimentado una gran revolución pero ésta no ha arribado al ciudadano (o consumidor) común y corriente.

La esencia de la democracia reside en el punto de convergencia. Cuando el centro de la vida política o económica de una sociedad está ocupado por el consumidor y votante, el país es indiscutiblemente democrático. Cuando esto no es así, la democracia es, en el mejor de los casos, enclenque. No cabe la menor duda que México cae en esta segunda categoría. Para empezar, el consumidor no tiene derechos frente a los monopolios que lo atosigan. Algo semejante ocurre con el votante: su faena democrática comienza y concluye en el momento de emitir el sufragio. Toda inconformidad del ciudadano o consumidor se lee como un atrevimiento, el equivalente a conculcar los derechos inalienables del monopolio respectivo.

Por absurdo que pueda parecer, la democracia mexicana se revela como una pirámide invertida donde lo que es no es como parece. En México, la primera y última palabra la tienen los monopolios, mientras el resto tiene que apechugar. Claro que, como suele argumentarse, el ciudadano puede optar por otro servicio, pero se olvida que esto es cierto siempre y cuando exista una alternativa real, lo cual es poco frecuente en sectores como el eléctrico o el telefónico, en las gasolinas o en la industria de la televisión. En el campo político, el ciudadano es fundamental y su acción, al momento de votar, entraña una gran trascendencia, pues con su sufragio ahora sí forma gobiernos. Pero más allá de ese primer acto, el resto de la vida pública mexicana se asemeja más a una caja negra que a un proceso democrático.

Hablamos de democracia en lo político y de mercados en lo económico, los dos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, pero esa democracia está más bien acotada y limitada. Muchos ven esa limitación como algo positivo, sobre todo porque dudan de la sabiduría de una población que, por sus bajos niveles educativos y sus magros niveles de ingreso, no puede escoger de una manera adecuada. De ser válida esta premisa, lo que procedería sería atacar el problema de la educación y la distribución del ingreso en el país por ejemplo, con el combate de los monopolios y de cacicazgos como el del sindicato de maestros, en lugar de preservar el monopolio del poder en manos de políticos que a nadie le rinden cuentas.

La forma en como funciona hoy el poder legislativo es ilustrativa del estado general que guarda la democracia mexicana. Para comenzar, el ciudadano atiende el llamado de las urnas y acude a depositar su voto el día de la elección. La gran fiesta ciudadana tiene lugar y concluye con la elección de los diputados y senadores. Todo va bien hasta ese momento. Sin embargo, antes de la apertura de trabajos de la nueva legislatura, el peso relativo del residente de un determinado distrito ya fue diluido. Más allá de la nula importancia que el legislador prototípico otorga al ciudadano que le dio la curul, los diputados y senadores de representación proporcional, con idénticos derechos al resto de sus pares, ya pulverizaron la esencia del poder legislativo, que es la de representar a la población. Sin incentivo alguno para procurar al votante, los legisladores acaban defendiendo los intereses de sus coordinadores parlamentarios o los de su partido, cuando no los suyos.

Una vez en funciones, el poder legislativo prolonga su sesgo antidemocrático. La práctica legislativa de los últimos meses ha sido un buen ejemplo de otro fenómeno igualmente sintomático: si bien hay 500 diputados y 128 senadores, los últimos periodos ordinarios de sesiones han puesto en evidencia que muchas veces un grupo francamente minoritario, entre ocho y diez legisladores, puede descarrilar toda una iniciativa simplemente alzando la voz, como ocurrió con varios de los miembros del contingente oaxaqueño durante la discusión de la reforma fiscal.

Nadie, en su sano juicio, podría pronunciarse por el silencio de los diputados y senadores, ya sea en forma individual o colectiva, así como tampoco es ilegítimo que algunos legisladores en lo individual o como grupo articulen las estrategias de su preferencia para mostrar intereses, visiones o ideas. El problema radica en la capacidad de un grupo francamente minoritario para cohibir y acorralar al resto, lo que revela un problema fundamental de la democracia mexicana. Se trata, nada más y nada menos, de la ausencia de representatividad del poder legislativo mexicano.

Lo normal alrededor de cualquier iniciativa de ley es la controversia y el disentimiento. Unos prefieren que se apruebe un dictamen, en tanto que otros se oponen a él y la mayoría, normalmente, opta por determinados ajustes para satisfacer sus visiones del mundo o intereses. Los legisladores pueden tener sus propias convicciones pero, en una democracia, están obligados a defender, o al menos considerar, las prioridades de los electores. Cuando un pequeño grupo logra imponer su interés sobre el conjunto, entonces la legislatura no está cumpliendo con el papel que le corresponde en una democracia. Refleja, a final de cuentas, que los únicos principios que valen son los del grupo vociferante.

De existir una estructura democrática, una que atienda las preferencias e intereses del votante y consumidor, el resto de los legisladores tendría que oponerse al interés grupal y sectario, marginándolo al lugar que le corresponde. En el caso de iniciativas sobre las que existe un fuerte sentimiento popular, la mayoría de los legisladores tendría que actuar en su defensa, en oposición a la minoría cuya preferencia avanza en sentido contrario. Se trataría, en otras palabras, de un duelo de representaciones. Como esa representatividad no existe en la actualidad, suele ganar la minoría. ¡Valiente democracia!

Hubo una época en que los legisladores de representación proporcional fueron una necesidad imperiosa, porque existía un sistema político dominado por una presidencia apoyada en un partido hegemónico que impedía tuvieran presencia y representación enormes segmentos de la sociedad mexicana. La representación proporcional, que comenzó con los diputados de partido, nació justamente para abrir espacios de representación a la sociedad mexicana. Hoy, sin embargo, ese contingente de 200 diputados y 64 senadores, ha terminado por ser absolutamente disfuncional pues distorsiona lo que es la esencia de la representatividad.

El dilema no es sustituir un sistema político autocrático por otro de representación tan directa que cause los excesos y vicios opuestos. Es necesario que exista una cierta distancia entre el legislador y el ciudadano, pues de otra forma el sistema enfrentaría una parálisis permanente. Para ello es que se inventó el concepto de los pesos y contrapesos: para garantizar la representatividad y, al mismo tiempo, asegurar la capacidad de liderazgo. Tenemos que recomenzar por el principio.

Los cambios que requiere la democracia mexicana son vastos en impacto, pero muy sencillos en dirección. Si algún día se llega a reconocer lo obvio, que el sistema político debe girar en torno al ciudadano y no al gobierno o los partidos, entonces podrá garantizarse un flujo cuyo origen procedería del votante, del consumidor. Por encima de cualquier otro imperativo, la clave de la democracia anida en la capacidad de decisión del ciudadano. Hoy, esta decisión se limita al voto y a la adquisición de bienes o servicios. En el pasado, el ciudadano ni siquiera podía reclamar después de haber hecho una compra o ejercer su derecho a voto; en el presente, se queja amargamente, pero el efecto de su queja es el mismo que antes: sigue siendo nulo.

Visto en una perspectiva más amplia, es perfectamente factible que la mayoría de nuestros problemas, tanto políticos como económicos, se puedan explicar por la ausencia de derechos, por el hecho incuestionable de que contamos con una economía y un sistema político administrados desde arriba. Las condiciones cambiarán cuando el consumidor sea el centro de atención. Es tiempo de que los partidos se aboquen al consumidor y articulen una plataforma política diseñada expresamente para defenderlo y velar por sus intereses, en todos los ámbitos. ¿Quién será el macho que se aventará al ruedo primero?

 

Vivir del pasado

Luis Rubio

En todas partes del mundo, lo típico y, de hecho, lo natural, es que los padres se dediquen a construir un mejor futuro para sus hijos. Los padres ahorran lo que pueden, invierten en educación y hacen sacrificios diversos en aras de garantizar mejores oportunidades para la siguiente generación. Si extrapoláramos a la economía nacional esa noble vocación humana, nos encontraríamos con una realidad terrible: los mexicanos estamos viviendo del pasado, consumiendo lo que nuestros padres produjeron y crearon, sembrando zozobra en el futuro de nuestros hijos. La ausencia de reformas en la economía incrementa el riesgo de encontrar un futuro que resulte peor que el pasado.

La economía mexicana está viviendo de las reformas que se realizaron principalmente entre 1985 y 1993. Otros cambios institucionales se llevaron a cabo en los siguientes dos años, pero desde entonces la característica esencial ha sido la parálisis. A través de las reformas que se emprendieron en ese periodo, se sentaron algunos de los fundamentos de una economía moderna y se transformaron sectores enteros, creando oportunidades potenciales para el desarrollo general del país. Sin embargo, esas reformas están dando de sí y muchas han probado ser erróneas o, en todo caso, insuficientes. Es tiempo de retomar el espíritu reformador, simplemente no hay otra alternativa.

La razón original de las reformas, tanto en lo económico como en lo político y social, es, simple y llanamente, crear condiciones para hacer posible el desarrollo. El objetivo de una reforma no es nunca debe ser- el de cambiar por cambiar, sino enfrentar problemas que se van creando de manera natural durante el desarrollo de una sociedad. Por ejemplo, en un momento pudo tener sentido proteger a la planta productiva para crear un núcleo de empresas capaces de operar por sí mismas. Más adelante, sin embargo, la protección acabó siendo dañina para el resto de la economía, pues en lugar de constituirse en un factor promotor del desarrollo, se convirtió en un obstáculo.

Un ejemplo de ello fueron las políticas proteccionistas en la industria de la informática. En algunos países fue popular hace un par de décadas adoptar políticas muy estrictas de promoción a la industria de la computación. La idea era que si se cerraba y protegía el mercado interno para esos productos, se desarrollaría una industria de computación potente y capaz de competir con las mejores del mundo. Pero el argumento acabó siendo falaz y sumamente costoso. Por un lado, la velocidad de desarrollo de la industria nacional siempre pequeña en relación al mundo-.en un sector tan dinámico fue muy inferior a la del resto del orbe. De esta forma, cuando en esos países se produjo un caso verídico una computadora personal de 64K de velocidad, que se anunciaba como un logro excepcional, en las naciones más adelantadas en este campo ya había computadoras del mismo tipo pero ocho o diez veces más veloces. En consecuencia, el resto de las empresas en otros sectores que requerían de computadoras tenía que limitarse, por ley, a lo que la industria informática nacional les ofrecía. Así, mientras la industria informática era protegida, el resto se rezagaba por tener que emplear computadoras obsoletas y se colocaban en desventaja frente a sus competidores de otras partes del mundo o, en todo caso, no desarrollaba su propia capacidad competitiva.

Una de las principales reformas emprendidas en México consistió en liberalizar las importaciones, de tal manera que las empresas no dependieran más de proveedores que con frecuencia limitaban su desarrollo. La apertura de la economía no buscaba destruir a la planta productiva doméstica, aunque sin duda muchas empresas sufrieron en el camino, sino crear oportunidades para que todo el conjunto de la economía experimentara oportunidades que hasta ese momento eran imposibles. Todo el potencial de desarrollo del país se estaba estrangulando por la protección que gozaban diversos sectores.

El mismo principio se aplica a otro tipo de reformas, algunas de las cuales se llevaron a cabo hace más de una década: desde la eliminación de regulaciones excesivas y onerosas hasta la privatización de empresas, el equilibrio en las cuentas fiscales y la promoción de la inversión extranjera. Todas y cada una de esas reformas tenían como propósito facilitar el desarrollo de la actividad productiva, favoreciendo la iniciativa individual. Aunque hubo muchas empresas que perdieron en el camino, otro enorme número de ellas surgió o se fortaleció a lo largo de estos años. En definitiva, las reformas han tenido, en general, un enorme beneficio para el país. Una de éstas, la negociación del Tratado de Libre Comercio norteamericano, ha tenido el efecto de generar miles de millones de dólares en exportaciones y cientos de miles de empleos, típicamente con mejores sueldos que el promedio. Por ello lo que requerimos son más reformas y mayor dinamismo en las mismas.

Hay dos razones que exigen un avance y profundización de las reformas: la urgencia de acelerar la tasa de crecimiento y la competencia que representan otras naciones que sí están avanzando en sus reformas, como es el caso de China. A pesar de que hay, o ha habido, un gran dinamismo en diversos sectores, como el manufacturero en general, existen muchos obstáculos que impiden que ese dinamismo se acelere y generalice. Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en buena parte del mundo en el curso de la última década se dio un boom espectacular en toda la industria de la computación, las comunicaciones y la Internet, en México ese desarrollo prácticamente no existió. Mientras que cientos de miles de empresas de ese campo se crearon y, en algunos casos, prosperaron, en países tan distintos como Brasil y Alemania, Francia y Japón, China y Estados Unidos, en México ese avance brilló por su ausencia. La pregunta es por qué.

Hay dos posibles explicaciones: una hablaría de la incompetencia de los mexicanos y la otra de que no existieron las condiciones para que se diera ese proceso explosivo. La primera hipótesis se puede desechar automáticamente, no sólo por inaceptable, sino porque la evidencia en contra es abrumadora, toda vez que muchos mexicanos fueron parte de dicho desarrollo en otras partes del mundo. La explicación hay que encontrarla en otros lados, que van desde la naturaleza oligopólica del sector de las comunicaciones en el país hasta la enorme dificultad que existe para conseguir capital de riesgo, además de la compleja maraña fiscal y de regulaciones diversas que impide se creen y cierren empresas con facilidad.

La paradoja del momento actual reside en la enorme necesidad de emprender reformas y en lo difícil que resulta lograrlo. Mucha gente duda de las reformas del pasado o teme de las que ahora se proponen, no sin razón. El desencanto con la idea de reformar proviene, en buena medida, de las reformas fallidas o extremadamente costosas del pasado. Sin embargo, si uno aprecia al conjunto, si uno compara al país de hoy con el de hace quince o veinte años, no es posible más que concluir que ha habido avances, en muchos casos, espectaculares. De no haber sido por las reformas de los últimos veinte años, la economía probablemente se habría desplomado; las exportaciones serían una fracción de lo que son ahora; la democracia, al menos en su dimensión electoral, representaría una mera posibilidad; y la oportunidad de consolidar un Estado de derecho se ostentaría como una promesa. Visto en perspectiva, en todos y cada uno de estos rubros hubo cambios asombrosos quizá incompletos e insuficientes-, pero imposibles sin las reformas. Todavía más importante, como mostró la decisión de la Suprema Corte en materia eléctrica, algunas de las reformas emprendidas en estos años tienden a hacer cada vez más difícil que reformas futuras resulten erróneas o se decidan de manera arbitraria.

Las reformas venideras deberán atender dos ámbitos muy específicos. Por un lado, es indispensable que faciliten la transición económica. Por el otro, también es urgente que creen y fortalezcan las condiciones que generen un clima de confianza y credibilidad en el que el ahorrador, el productor y el inversionista puedan operar. Respecto a lo primero, nada ilustra mejor la urgencia de nuevas reformas que los apreciables contrastes entre distintas regiones del país y sectores de la economía. La frontera norte, donde se aplican reglas laborales de excepción, más similares a las norteamericanas, ha experimentado tasas de crecimiento muy superiores a las del resto del país. En otras partes del país, donde la ley laboral con frecuencia estrangula o, en el más benigno de los casos, desincentiva la creación de empleos, las tasas de crecimiento han sido menores. Esto no es un argumento para debilitar la protección que la ley laboral legítimamente le confiere al trabajador, sino para poner en evidencia dilemas muy claros en estas materias: si queremos atraer más inversión y generar más empleos, tenemos que adaptar la legislación laboral a fin de que contribuya al dinamismo de la economía en lugar de ser un obstáculo. Lo mismo se puede decir de la electricidad: ¿es razonable utilizar recursos destinados a la educación y la salud para financiar la generación de energía eléctrica, cuando hay decenas de inversionistas dispuestos a hacerlo con su dinero de haber las condiciones legales que lo propicien?

Una reforma no hace sino afectar intereses particulares, que con frecuencia son por demás poderosos. En este sentido, cualquier reforma va a afectar siempre a alguien. Sin cambios todos salimos afectados, comenzando por la población más pobre, que generalmente es la que concentra las mayores tasas de desempleo. Paralizar las reformas no sólo es una manera de negar oportunidades a la población pauperizada, sino dictar una condena a las próximas generaciones por causa de las necedades de la actual.

 

El comercio exterior en el desarrrollo

Luis Rubio

Al igual que la mexicana, la estrategia canadiense de comercio exterior fue, por décadas, una de diversificación. Determinados por la geografía a comerciar y convivir con la principal potencia del mundo, los canadienses procuraron por muchos años abrir nuevos mercados, desarrollar vínculos políticos y comerciales con Europa y Asia y, en general, equilibrar su política exterior, en el más amplio sentido, por medio de la diversificación política y comercial. A pesar de lo anterior, en los ochenta, Canadá decidió negociar un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Esa decisión no fue el resultado de un cambio de estrategia política, sino del reconocimiento, un tanto paradójico, de que sólo a través de una exitosa relación comercial con Estados Unidos podrían rendir mayores frutos sus esfuerzos de diversificación. En todo, la estrategia canadiense es comparable a la mexicana. La gran diferencia reside en que Canadá no restringió su proyecto al comercio exterior, sino que preparó a su sociedad para hacer posible que las exportaciones se convirtieran en una palanca para la diseminación de la riqueza.

El peso de la vecindad es enorme. Estados Unidos no es sólo la mayor (y prácticamente única) superpotencia militar, sino también la nación más rica del mundo. El consumo de su población es mayor que el de decenas de países sumados, incluyendo entre ellos a naciones con varias veces la población norteamericana. En estas circunstancias es imposible ignorar el peso que Estados Unidos tiene para sus vecinos. Es por ello que tanto Canadá como México intentaron por décadas diversificar sus relaciones políticas y comerciales. La doctrina Estrada es tan sólo una de las medidas que se idearon en México para evitar sucumbir ante la presión de la vecindad. En el ámbito comercial, en México siempre se argumentó la necesidad imperiosa de diversificar el comercio, so pena de acabar dependiendo irremediablemente de Estados Unidos.

La relación con Canadá no es muy distinta, aunque la canadiense es una sociedad vinculada históricamente con la norteamericana (el país fue fundado por personas leales a la corona inglesa que emigraron de las trece colonias cuando comenzó la guerra de independencia). Por buena parte del siglo XX, los canadienses buscaron opciones a sus relaciones políticas y comerciales. Primero intentaron acercamientos con los europeos y luego con los asiáticos, promulgaron leyes que favorecían la diversificación comercial y se abstuvieron de ser parte de organismos internacionales que tendían a concentrar sus relaciones con los estadounidenses. A pesar de lo anterior, en el curso de los años, se acentuó la concentración de su comercio con el vecino país. Fue hasta los ochenta cuando, luego del fracaso de la estrategia anterior, acabaron por adoptar un nuevo enfoque para su desarrollo.

En ese momento, luego del fracaso de la estrategia anterior, los canadienses concluyeron que la única manera de dar un giro era, paradójicamente, por medio de un mayor acercamiento comercial. Es decir, en lugar de procurar una diversificación como estrategia, optaron por facilitar el comercio con Estados Unidos y remover toda clase de barreras arancelarias y no arancelarias. Desde su perspectiva, si los exportadores canadienses podían triunfar en el mercado más competido del mundo, también podrían hacerlo en todos los demás mercados. Y así ha sido. A partir de la negociación del TLC, Canadá ha multiplicado sus relaciones comerciales con el resto del mundo.

Quizá lo más importante del ejemplo canadiense estriba menos en su proceso de aceptación de lo inevitable, de la inexorable cercanía con el mercado estadounidense, que en todas las medidas adicionales que han ido adoptando a lo largo del tiempo para tratar de beneficiar a su población y enriquecerla en el camino. Aunque Canadá exporta un porcentaje similar de su PIB el valor agregado de sus exportaciones es mucho mayor al nuestro, circunstancia que refleja sus mejores niveles educativos, un sistema de salud de amplia cobertura, la calidad de infraestructura y otros componentes clave para el desarrollo. Mientras mayor sea el valor agregado, mayor la riqueza que se acumula en el país exportador.

Las exportaciones mexicanas han crecido de una manera verdaderamente prodigiosa en los últimos años. De ser un país si bien no estrictamente autárquico pero sí volcado a su mercado interno, la economía mexicana se ha diversificado de una manera notable. Hay una gran variedad de exportaciones y se producen múltiples bienes y servicios de buena calidad. Aunque el nivel de vida del mexicano promedio sigue siendo relativamente bajo y, seguro, mucho menor al de su potencial, hoy ya se pueden apreciar estructuras salariales muy promisorias en aquellos sectores y actividades que agregan un mayor valor a la producción. Mientras que antes prácticamente toda la planta productiva pagaba los mismos salarios, hoy la varianza es extraordinaria. Hace décadas se llamaba aristocracia sindical a los liderazgos obreros generalmente corruptos-de las empresas paraestatales, muchas de las cuales arrojaban arrojan– niveles ínfimos de productividad. En el futuro podría llegarse a usar ese término para los trabajadores de empresas y sectores que no solamente son ultra competitivos, sino que constituyen la mejor prueba de que le futuro puede ser mucho mejor que el pasado.

Sin duda es cierto que una parte significativa de las exportaciones mexicanas se concentra en la maquila. Pero la connotación negativa que muchas veces se asocia con esta palabra es meramente ideológica. Hay un sinnúmero de empresas que caen bajo el régimen legal de las maquiladoras y, sin embargo, se trata de plantas notables por su modernidad donde se agrega mucho más valor que en empresas fuera de esa definición. En todo caso, generar mejores salarios para un trabajador y mayor riqueza para un país depende de la combinación de productividad y valor agregado, no del régimen legal bajo el cual se instala una planta industrial o una empresa de servicios. La clave radica en la capacidad del trabajador para producir un mayor número de bienes con menores recursos (energía, tiempo, etcétera) y que esos productos empleen cada vez menos su capacidad física y cada vez más su raciocinio. Aunque la productividad se ha elevado de manera significativa en la industria mexicana, nuestra diferencia vertebral con los canadienses es el valor agregado.

El problema del valor agregado es que hay un límite a lo que puede agregar un trabajador en el proceso de producción. Pero ese límite no lo determina el dueño de la planta o el gobierno del país donde ésta opera, sino factores como la educación y la infraestructura. Por mejor y más diestro que pudiese ser el trabajador mexicano promedio, no podrá agregar el mismo valor a su trabajo si a duras penas completó una educación primaria de calidad africana, en comparación a quien tiene estudios de preparatoria o superiores en una escuela del primer mundo. De la misma manera, es casi imposible que una empresa mexicana logre los mismos índices de productividad y, por lo tanto, de competitividad, que su par canadiense. La segunda confía en que todo lo existente a su derredor funcionará sin problemas, mientras que la primera lidia con cortes frecuentes de luz, falta de inversión en infraestructura hidráulica, asaltos en las carreteras, comunicaciones deficientes e inseguridad jurídica y pública. Una medida de la verdadera calidad de muchos de nuestros empresarios reside precisamente en el hecho de que, a pesar de estos handicaps, efectivamente hay muchas empresas mexicanas que son más productivas que sus pares en otros países. Puesto en otros términos, nuestra estrategia de desarrollo y todo lo que se monte sobre ella, como el comercio exterior y la diversificación de nuestros vínculos internacionales avanzará tanto como lo propicie el entorno general.

Y el entorno general es particularmente hostil al desarrollo económico del país. Lo vemos en casi todos los ámbitos: igual en educación que en infraestructura, que son los más obvios porque están más cerca del proceso productivo. Pero las dificultades se extienden al entorno más extenso en que vivimos. En lugar de resolver problemas, anticipar retos y maximizar el beneficio potencial de determinada actividad o política, nuestra propensión es dejar que las cosas se hagan, no por la mano del hombre, sino, como reza el dicho, al ahí se va o, cuando bien nos va, a la buena de Dios. En lugar de invertir en la construcción del futuro, vivimos de las realizaciones del pasado y, en ocasiones, negamos lo evidente cuando algo no funciona o resulta más cómodo no molestar a un interés particular. Aunque esto siempre ha sido así, en los últimos años se ha agudizado de manera notable. El gran avance que dio la economía mexicana hace una década se debió en buena medida a las reformas emprendidas en los ochenta y principios de los noventa, pero la ausencia de reformas adicionales y, en general, de seguimiento y profundización de las ya emprendidas, impide que se pueda dar un nuevo ímpetu al desarrollo económico.

La reticencia a promover reformas es casi ubicua. Lo fácil es culpar a unos o a otros de la parálisis (y los tecnócratas se han vuelto un blanco de preferencia). Las encuestas sugieren que el colectivo mexicano demanda avances en todos los frentes pero, al mismo tiempo, tiene enormes reparos en crear condiciones para que esos avances se puedan materializar. Todo mundo demanda satisfactores pero al mismo tiempo se muestra reticente a realizar las inversiones o reformas necesarias para que éstos se puedan generar: igual en términos de impuestos que de evaluación de la calidad educativa, por mencionar dos temas de discusión reciente. Parafraseando al dicho popular, todo mundo quiere que el progreso se haga en su casa, pero los costos los carguen los bueyes del compadre. Con esa actitud, estamos muy lejos de tener la posibilidad de imitar los éxitos económicos y políticos del otro país vecino de nuestro principal socio comercial. Pero eso no impide que las culpas se asignen de manera generosa y, peor, generalmente donde no corresponde.